Biblioteca de Anarkasis

Heraclides Pontico

Alegorías en Homero

 

Se acusa despiadadamente a Homero por su falta de respeto para con la divinidad  : todos sus relatos resultarían impíos, a menos de interpretarlos como alegorías. Historias sacrílegas, repletas de una locura blasfema  , rezuman furor a lo largo de los dos poemas. Presumir que toda visión filosófica está ausente, que estas obras no esconden ningún sentido alegórico que haga pensar que están exentas de poesía, supondría hacer de Homero un Salmoneo  o un Tántalo ,

el cual tenía una lengua desenfrenada, enfermedad esta la más vergonzosa.

Yo me pregunto con enorme extrañeza cómo es posible que personas temerosas de la divinidad, que asisten regularmente a los templos y santuarios y se preocupan durante todo el año de las fiestas de los dioses, demuestren tanto cariño por las obras impías de Homero y canten de memoria esos relatos malditos. Ya desde su más temprana edad, los niños que hacen sus primeros estudios son alimentados con las enseñanzas de Homero, y amamantados con sus palabras, como si absorbiéramos la leche de sus versos. En los albores de nuestra vida, y también durante los años en que nos vamos haciendo hombres, Homero nos acompaña; en la edad madura está presente con todo su vigor, y nunca hasta la vejez nos produce el menor hastío; antes al contrario: apenas hemos abandonado su lectura, sentimos de nuevo sed de él. Casi puede afirmarse que el trato con Homero no termina hasta que la vida toca a su fin.

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Por lo cual, creo que es claro y evidente para todos, que ningún relato inmoral puebla ni contamina los versos de Homero; al contrario: ambas obras, la Ilíada primero y la Odisea después, dejan escuchar unánimemente una voz que habla de piedad, una voz limpia de cualquier impureza:

No sería yo quien luchara contra los dioses celestiales  . ¡Necios, que ansiamos con vehemencia equipararnos a Zeus!.

¡Con qué solemnidad está descrito en los versos del poeta Zeus en el cielo, dios que, con un imperceptible movimiento de cabeza, todo lo conmociona! Igualmente Posidón, quien, cuando se lanza, súbitamente

tiemblan los altos montes y las selvas.

Lo mismo podría decirse a propósito de Hera:

Se agitó en su trono, haciendo estremecer el vasto Olimpo.

De igual modo, cuando aparece Atenea

Se quedó estupefacto Aquiles; se volvió, y al punto reconoció a Palas Atenea; sus ojos brillaban de un modo terrible.

Como Ártemis, la flechadora, va por el monte, el elevado Taigeto o el Erimanto, deleitándose con los jabalíes y con las ligeras ciervas ....

Estas imágenes acerca de la divinidad, descritas en los términos respetuosos que corresponde al tratar los asuntos divinos, son válidas para todos los dioses por igual. ¿Para qué aducir más ejemplos?

bienaventurados y eternos dioses y que gozan de pensamientos imperecederos o, ¡por Zeus!

que nos dispensan los bienes y que llevan una existencia feliz; no comen pan, no beben vino de color de fuego; por ello, carecen de sangre y son llamados inmortales.

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¿Quién, ante estos testimonios, se atreve a llamar impío a Homero?

¡Zeus gloriosísimo, el más excelso, que cubres el cielo de negras nubes, y habitas el éter!.

Y tú, Sol, que todo lo ves y todo lo escuchas, ¡Ríos, Tierra! Y vosotros, muertos de las regiones subterráneas, que castigáis a los humanos que han cometido perjurio, sed vosotros testigos....

Testigos de la voluntad piadosa de Homero, en el sentido de que trata con un cuidado religioso, con un afecto extraordinario, a todo lo que se refiere a la divinidad, puesto que también él es un ser divino.

Si hay hombres que, faltos de inteligencia, no comprenden el lenguaje alegórico de Homero y no descienden a las profundidades de su sabiduría; que rechazan la verdad sin ser capaces de discernirla; que no entienden tampoco el carácter filosófico que

impregna sus relatos, y se aferran a lo que parece tener una conformación legendaria, que estos hombres desaparezcan de nuestra vista. Y nosotros, que hemos sido purificados, tras haber hecho las sagradas abluciones, sigamos las huellas de la augusta verdad bajo las directrices de los dos poemas.

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Sea objeto de desprecio Platón, adulador y detractor a la vez de Homero, Platón, que expulsa de su República a este desterrado insigne, luego de haberle coronado con blancas cintas de lana y ungido su cabeza de costosos perfumes. Tampoco Epicuro nos preocupa lo más mínimo, el cual es jardinero del placer indecoroso en sus propios

jardines, y quiere purificarse de todo contacto con la poesía, como si se tratara de un cebo pernicioso. Ante estos autores, con razón podría yo decir entre profundos suspiros:

¡Ah! ¡De qué modo inculpan los mortales a los dioses! .

Y, lo más amargo, es que ambos han tomado a Homero como fuente de sus doctrinas : de él han extraído provechosamente la mayor parte de su ciencia; pero, con

respecto a su persona, se muestran desagradecidos e impíos. Aunque de Epicuro y Platón ya habrá ocasión de hablar de nuevo.

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Ahora quizá sea necesario disertar breve y concisamente sobre el arte de la alegoría: su mismo nombre, elegido con enorme precisión, expresa casi lo que es la esencia de esta palabra. Se llama alegoría a una figura que consiste en hablar de una cosa, pero que

en realidad se refiere a otra distinta de la que menciona.

Arquíloco, por ejemplo, que tomó parte en la terrible y amenazadora lucha contra los tracios, compara la guerra con el bramido de las olas, diciendo más o menos así:

Mira, Glauco, ya las olas remueven el profundo mar, y en torno a las cumbres de los montes Giras se eleva, erguida, una nube, indicio de tormenta; y, de manera inesperada, nos sorprende el miedo.

Encontramos también alegorías muy logradas en el poeta de Mitilene: compara igualmente las turbulencias de la tiranía con el estado que presenta el mar cuando está sacudido por la tempestad:

No entiendo la rebelión de los vientos; vienen rodando las olas, tanto de este lado como del otro, mientras que nosotros, en medio, somos arrastrados con la negra nave, padeciendo intensamente a causa de la gran tempestad: pues el agua cubre el pie del mástil; las velas todas están ya desgarradas, y de ellas cuelgan grandes jirones;

las anclas están encolerizadas.

Cualquiera inferiría de esta imagen del mar que se nos ha presentado, que se

trata de una alusión al miedo que sienten los marineros ante la tempestad. Pero no es así. Es Mírsilo a quien verdaderamente el poeta se refiere, y a la sedición por él provocada para implantar la tiranía entre los habitantes de Mitilene. Del mismo modo, afirma en otro pasaje, aludiendo veladamente a los actos llevados a cabo por Mírsilo:

Como la ola, más alta que las precedentes, avanza, y nos va a deparar un enorme quehacer para achicar el agua, cuando inunde la nave .

El poeta, que era isleño, abunda en alegorías marítimas, y, las más de las veces, compara las catástrofes que originan los tiranos con las tempestades de la mar.

Por su parte, Anacreonte de Teos, para ridiculizar la altanería y arrogancia de una altiva cortesana, utiliza, con pinceladas llenas de humor, la alegoría de una yegua, cuando se expresa en los siguientes términos:

Yegua de Tracia, ¿por qué me miras con mirada torva, y me rehúyes sin piedad alguna?, ¿me consideras, acaso, carente de todo ingenio? sabe que podría colocarte con firmeza el freno, y, con las riendas en mi mano, dirigirte en la carrera hasta la meta. Ahora, en cambio, paces en el prado, y jugueteas, brincando ligera,

porque careces de un jinete diestro que cabalgue sobre ti.

Sería prolijo enumerar con detalle cada una de las alegorías que se encuentran en los poetas y en los prosistas. Son suficientes unos pocos ejemplos para dar testimonio de un conjunto mucho más amplio. No encontramos tampoco en el mismo Homero el uso de alegorías sólo de modo ocasional, alegorías que se presten a ambigüedades, y que requieran ser cuestionadas aún hoy. Nos ofrece un claro ejemplo de este modo de expresarse en los versos en que Odiseo afirma, describiendo los desastres que acarrea la guerra y las batallas:

Como consecuencia del combate, el bronce hace caer a tierra muchas espigas, pero muy poco grano, cuando Zeus inclina la balanza del otro lado.

Aquí, de lo que se habla es de agricultura, pero en lo que realmente se piensa es en la batalla. En una palabra, se expresa lo que se quiere dar a entender mediante representaciones de objetos totalmente diferentes.

Puesto que la alegoría es un modo de expresión habitual en los demás escritores, y tampoco es ignorada por Homero, ¿por qué no se ha esgrimido este argumento para justificar esas ocasiones en las que ha dado un tratamiento vulgar a lo referente a la

divinidad?.

El orden de mi exposición será el mismo orden de los poemas homéricos: a

través de un sutil y científico recorrido por cada canto, quedarán patentes las alegorías sobre los dioses.

La malevolencia, siempre infame y denigrante, no ha sido escatimada ni siquiera al principio del primer canto. Muchos términos se repiten una y otra vez, a propósito de la cólera de Apolo, en el sentido de que los dardos, arrojados con total arbitrariedad, sacrificaban inútilmente a los griegos que en nada eran culpables; y, hasta tal punto es injusta la cólera de Apolo, que Agamenón, tras inferir un ultraje a Crises, no es objeto de sanción especial alguna, él, que merecía ser castigado, puesto que había incurrido en falta. En cambio, los que habían gritado a grandes voces

que se tratara con respeto al sacerdote, y se aceptaran los magníficos dones de rescate,

se convierten en víctimas de la obstinación de un ser que se empecina en no dejarse persuadir.

En cuanto a mí, después de examinar atenta y minuciosamente la verdad que se esconde en estos versos, pienso que a lo que aquí se alude no es a la cólera de Apolo, sino a una epidemia de peste, calamidad no enviada precisamente por la divinidad, sino surgida de modo espontáneo, y que brotó entonces —como en tantas otras ocasiones— para llevarse vidas humanas, del mismo modo que ocurre también hoy en día.

Que el mismo Apolo sea identificado con el sol, y que sea honrado como un solo dios con dos nombres diferentes, resulta evidente para nosotros por las revelaciones secretas que, sobre los dioses, se hacen en la celebración de los misterios, revelaciones que no pueden ser desveladas; y está claro también por el dicho popular repetido hasta la

saciedad: «El sol es Apolo, y Apolo es el sol» .

Estos hechos han sido demostrados minuciosamente por Apolodoro, una autoridad en materia de historia .

No me alargaré demasiado en la exposición de este tema: un desarrollo de mayor longitud resultaría fuera de lugar. Pero no omitiré aquello que considero necesario explicar en apoyo de nuestra hipótesis, y es demostrar a las claras que, también para Homero, Apolo y el sol son la misma cosa. Esta apreciación podría deducirla cualquiera que tuviera intención de examinar el asunto a fondo, por todos los epítetos que utiliza Homero.

Es así que el poeta llama a Apolo continuamente «Febo», y, por Zeus, que este nombre no viene de Febe, de la que dicen que fue la madre de Leto. Pues, así como es habitual en Homero el empleo de adjetivos patronímicos, no se encuentran nunca en

él calificativos derivados del nombre de la madre. Homero llama a Apolo «Febo», por el resplandor de sus rayos: siendo este atributo sólo propio del sol, el poeta se lo asigna igualmente a Apolo.

En cuanto a «Hecaergo», no es verosímil que este nombre provenga de

Hecaerge, la que, desde el país de los Hiperbóreos, llevó primicias a Delos ; no, es el dios verdaderamente el hecaergo, es decir, el que actúa a distancia . O sea, que el sol, que se halla situado lejos de nuestra tierra, se encuentra en lo alto, presidiendo, como un agricultor, las estaciones de los hombres en el momento oportuno, equilibrando los calores sofocantes y el frío, y convirtiéndose para los humanos en artífice de la labranza y de las semillas, de la cosecha y de los trabajos que tienen que ver con el cultivo de la tierra.

También le llama Homero «Licegeneta», y no por haber nacido en Licia — pues éste es un mito moderno, que no conoce Homero—. En mi opinión, de la misma manera que llama «Erigenia» a la que hace surgir la mañana  , o sea, a la aurora, del mismo modo llama al sol «Licegeneta», porque a él se debe esa luz que adopta el

crepúsculo en días despejados  . También puede ser porque es el artífice del licabante  , es decir, del año, ya que es el sol el que, después de recorrer uno a uno los doce signos del zodíaco, marca el fin de la duración del año.

Le llama, asimismo, «Crisaor»  , no por llevar ceñida una espada de oro —las armas son impropias de Apolo, ya que este dios es arquero—, sino porque, como su

resplandor, al salir, se asemeja muchísimo al oro cuando se le mira  , se ha encontrado que «Crisaor» era un epíteto apropiado para el sol, por hacer alusión a sus rayos  .

Ahí está el origen, pienso, de que en el Combate de los dioses «Posidón esté apostado» frente a Apolo como su contendiente. Pues siempre ha existido una increíble rivalidad entre el agua y el fuego, habiéndoles tocado en suerte a estos dos elementos una naturaleza que se opone entre sí. Por ello, Posidón, elemento húmedo, cuyo nombre

proviene de pósis, lucha como rival contra los rayos ardientes del sol. Si no, ¿qué otro

Se han dado una serie de explicaciones, según las cuales espero haber dejado claro que Apolo se identifica con el sol. Pero, ¿qué es lo que trataba de demostrar? Que, en las epidemias de peste, el sol es la causa principal de las muertes. Pues, cuando el verano suave, benigno, que el astro rey nos concede, deja sentir, por medio de sus rayos, un calor moderado, tibio, una luz de salvación sonríe a los hombres. En cambio, cuando el verano es seco y abrasador, arranca de la tierra emanaciones insalubres, y los cuerpos agotados, que se resienten por el cambio inusual operado en la atmósfera circundante, se consumen bajo el azote de la peste. De estas aceradas epidemias Homero hace responsable a Apolo, pintando claramente a este dios con los trazos del artífice de las

muertes repentinas. Dice, en efecto:

Viene Apolo, el del arco de plata, con Ártemis,

y les da muerte con sus suaves flechas.

Luego, puesto que, para Homero, el sol y Apolo son una misma cosa, y esta

clase de plagas se deben a la acción del sol, Homero ve en Apolo, en su influencia física, la causa de la peste.

El que fuera el verano la estación en la que sobrevino a los griegos la enfermedad de la peste, es lo que voy a intentar precisar bien, porque de esta circunstancia se deduce que lo ocurrido no fue debido a la cólera de Apolo, sino al hecho de que el aire estuviera viciado.

Por ejemplo: la duración de los días, que alcanza su máxima extensión, demuestra que se trataba del punto álgido del verano:

cuando los días son más largos.  

Pues un solo día transcurre desde la supremacía de Agamenón hasta la salida de Aquiles sin armas, y, aunque ello invierte la mayor parte del día, sin embargo no es una jornada completa:

La venerable Hera, la de ojos de vaca, obligó al Sol infatigable a sumergirse, mal de su grado, en las corrientes del Océano  .

Escamoteando Hera, pienso, una parte no pequeña de las horas que quedaban.

Los hechos que tienen lugar en el ínterin están distribuidos en ocho cantos. El primero es el combate en la llanura, y contiene numerosas hazañas de uno y otro bando; después viene la contienda en la muralla griega. Y en tercer lugar, la batalla junto a las naves hasta la retirada del cadáver de Patroclo, y, como consecuencia, la salida de Aquiles. De no ser en verano, hubiera sido inverosímil el que ocurrieran tantos hechos.

Las noches no son en absoluto noches de invierno. Pues, ¿cómo Héctor, con un frío helador, se hubiera atrevido a pernoctar junto a las naves aqueas? Tampoco se hubiera oído resonar jubilosamente

el sonido de las flautas y siringas 

en el ejército bárbaro. Para los que combaten en invierno, se dispone un lecho caliente, campamentos; no tienen que librar batallas a la intemperie. De suerte que Héctor no hubiera abandonado la ciudad, donde podía permanecer completamente seguro, para asentar sus tropas al borde del mar, al descubierto.

Y ¿cómo los que acudieron en calidad de aliados iban a ser tan temerarios como para apostarse, en aquella época del año, frente a los enemigos, sobre todo estando a los pies del monte Ida, montaña de clima extremadamente crudo que hace brotar ríos infranqueables? Pues de sus entrañas fluyen, uno tras otro

el Reso, el Heptáporo, el Careso, el Rodio, el Gránico, el Esepo, el divino Escamandro y el Simois  ,

Estos ríos, sin ayuda de las lluvias caídas del cielo, eran capaces de convertir la llanura en una laguna.

Veamos: los bárbaros, por ignorancia, sí hubieran podido decidir hacer algo que

resultara perjudicial. Pero, ¿cómo se explica que los griegos, que los sobrepasan en inteligencia en todos los aspectos, fueran a elegir a los mejores  para enviarlos, de noche, a realizar un trabajo de inspección? ¿Tan grande hubiera sido el beneficio obtenido —de haber prosperado la empresa— como para contrarrestar el perjuicio resultante, caso de haber fracasado? Pues una simple nevada y un temporal de lluvia invernal hubieran podido fácilmente anegar a ambos vigías.

Yo pienso que el hecho de que los troyanos salieran fuera de su ciudad para luchar es indicio de que se trata del verano, y no de otra estación. Pues, en invierno, toda guerra cesa, y las dos partes en contienda hacen una tregua, ya que no pueden ni transportar las armas, ni soportar las vicisitudes de la guerra. ¿Cómo podría resultar tarea fácil perseguir al enemigo o huir? ¿Cómo las manos, agarrotadas por el frío, podrían disparar con tino y dar en el blanco? En cambio, es justo en medio del verano

cuando las huestes se dirigen al combate. Y que esto es así, se puede comprobar no

Después de las maniobras de Agamenón para poner a prueba al ejército, todos los griegos se levantan y corren hacia las naves,

y quitan de las naves los soportes que las mantenían sujetas a la tierra,

sin tener de frente vientos contrarios ni un mar amenazante. Pues, ¿quién se hubiera prestado a ser piloto de unas personas que corrían al encuentro de un peligro tan evidente, y que se disponían, además, a hacer una travesía de envergadura? No zarpaban rumbo a Ténedos, ni disponían el aparejo de las naves para partir a Lesbos y a Quíos; por el contrario, Grecia quedaba lejos, y el mar aquel era difícil de surcar: incluso en verano los navegantes van a veces a la deriva. Aún más: al volver de la asamblea, se levanta bajo sus pies una densa polvareda:

Con gran griterío corren hacia las naves, y de sus pies se levanta una nube de polvo

¿Cómo podría esto producirse, si el suelo estuviera mojado? En los combates que siguen a continuación, Homero suele repetir constantemente:

Los aqueos se vuelven blancos por la polvareda que levantan hasta el broncíneo cielo los pies de los corceles al golpear contra el suelo  .

¿Y cuando Sarpedón está herido? El impulso del Bóreas, ¿no reanima con su soplo a su alma terriblemente extenuada  ,

cuando su cuerpo solicita un poco de frescor, en medio de ese aire abrasador? Y de nuevo, en otro pasaje, están por la sed

devorados y cubiertos de polvo  ,

y

enjugando su sudor, y bebiendo para calmar la sed .

En invierno era imposible que se dieran estas situaciones; en verano, en cambio, suponía un alivio para los hombres que combatían.

¿Para qué extendernos más? Bastaría casi con un solo ejemplo de los que hemos aducido para constatar de qué estación del año se trata:

Ardieron los olmos, los sauces y los tamariscos, ardió el loto, el junco y la juncia.

Si se está de acuerdo en que la época referida es el verano; que es en dicha estación cuando las enfermedades se contraen, y que las epidemias de peste son de la competencia de Apolo, ¿qué queda sino pensar que el suceso no es expresión de la cólera divina, sino que fue originado por un fenómeno coyuntural de las capas de aire? Muy

convincentemente Heródico  demuestra que los griegos no permanecieron en Ilión durante diez años completos, sino que llegaron al cumplirse el período de tiempo fijado por el destino para la toma de la ciudad. Sería absurdo que, conociendo —por habérselo predicho Calcante— que

al décimo año tomarían la ciudad  ,

permanecieran inactivos tantos años, sin que ello les reportara la menor utilidad; es más verosímil que los griegos, en el intervalo, navegaran a lo largo de las costas de Asia, ejercitándose en las prácticas de la guerra y haciendo acopio de botín en sus campamentos, y que, al llegar el décimo año, en el cual estaba determinado por el destino la toma de Ilion, se agruparan y se dirigieran hacia el lugar. Se establecieron en una hondonada, que era un lugar pantanoso, y, en consecuencia, con la llegada del verano, brotó la epidemia de la peste.

Examinemos ahora por partes lo expuesto acerca de la enfermedad: casi todo va a concordar con nuestras afirmadones. En primer lugar: ese sonido que surge de las flechas esconde un fenómeno físico; pero, ¡por Zeus!, no se trata de un relato fabuloso de flechas que hablan, sino que el verso contiene una especulación filosófica:

Resonaron las flechas sobre los hombros del irritado dios al moverse éste  .

Hay en el cielo, en efecto, algunos sonidos melodiosos y armónicos que son las vibraciones producidas por el movimiento continuo de las esferas  , sobre todo cuando

el curso del sol es más rápido. Y si alguien, rasgando el aire al azar con una vara ligera, o arrojando una piedra con honda, produce un chasquido y un silbido de una resonancia tan fuerte, ¿cómo es posible que tan grandes volúmenes, que se desplazan desde la salida del sol hasta su ocaso, puedan conducir su carro silenciosamente y recorrer así el gigantesco trayecto que les ha sido encomendado? Nosotros no percibimos estos sonidos que resuenan sin interrupción, bien porque nos son familiares desde nuestra tierna infancia, o bien porque la inconmensurable distancia que media entre

nosotros y ellos hace que se disuelva el sonido en el espacio que nos separa. Que esto es así, Platón lo corrobora, quien destierra a Homero de su República, cuando dice:

Y en lo alto de cada uno de los círculos iba una Sirena que daba también vueltas, y emitía una voz que tenía siempre el mismo tono; y de todas las voces, que eran ocho, se formaba un acorde armonioso  .

De igual modo Alejandro de Éfeso, al explicar cómo los astros errantes marchan rigiéndose por un orden, añade, con respecto a los sonidos que emiten:

Todos forman un concierto armónico, cuyos sonidos se asemejan a los de la lira de siete cuerdas; cada uno sube su tonalidad un intervalo con respecto al anterior  .

De donde se deduce que el cosmos no es ni silencioso ni mudo.

La fuente de esta creencia es Homero, cuando, alegóricamente, llama flechas a los rayos del sol, y añade que estos rayos, al cruzar los aires, producen un peculiar sonido divino.

Después de hacer estas especulaciones de tipo general sobre los sonidos, pasa Homero de inmediato a otras consideraciones particulares sobre el tema y, añade:

Y él caminaba semejante a la noche  .

No describe la luz del sol como absolutamente pura, sino mezclada con una neblina negra; ha cubierto, pues, al sol con el velo de la noche, casi la misma noche que suele encubrir la luz del día en las epidemias de peste.

Por otra parte, ¿cómo es que Apolo, dispuesto ya a disparar el arco,

se sentó seguidamente lejos de las naves, y disparó una flecha; un sonido terrible provino del arco de plata  .

Pues, si hubiera lanzado sus flechas llevado de la cólera, necesariamente se tenía que haber colocado, al disparar, cerca de las personas objeto de su blanco. Pero, como Homero se expresa en términos alegóricos, supone, con toda verosimilitud, que es el sol el que lanza desde lejos sus pestíferos rayos.

Aduce, además, un testimonio muy evidente cuando dice:

En primer lugar, disparó contra los mulos y los ágiles perros  .

Pues el gesto de la cólera de Apolo no hubiera sido tan indiscriminado e inútil, como para disparar contra animales carentes de razón; ni se hubiera desatado tan salvajemente su furia contra unos mulos y unos perros, como afirma, levantando un infundio contra

Homero, el miserable esclavo tracio: me refiero a Zoilo de Anfípolis  , quien esparce por doquier semejantes tonterías.

Homero, muy atento a los fenómenos de la Naturaleza, narra lo que ocurre en las epidemias de peste: las experiencias extraídas de la medicina y de la filosofía han reconocido, por medio de un examen cuidadoso y pormenorizado, que, en las epidemias de peste, la enfermedad comienza por atacar a los cuadrúpedos. Hay dos razones verosímiles para explicar que estos animales son más propensos a contraer este mal. En primer lugar: cuando son cazados, se alteran sus hábitos alimenticios que guardan una cierta regularidad; por ello, se llenan desordenadamente de comida y de bebida, sin que la razón pueda frenar su ansia creciente. El segundo motivo, más verdadero todavía, es que los hombres, por el hecho de respirar en una capa más alta de la atmósfera, aspiran un aire mucho más puro, y son atrapados por la enfermedad más tardíamente; las bestias, en cambio, como se desplazan a ras de tierra, absorben con mayor facilidad los vapores insalubres que despide el suelo.

Muy certeramente el poeta nos revela que la epidemia cesa cuando ha transcurrido un número impar de días, no par:

Durante nueve días volaban a lo largo del ejército las flechas del dios  .

Es harto sabido, por haberlo comprobado en diversas enfermedades, que el día crítico es un día impar.

Es Aquiles quien pone fin a la epidemia. Fue Quirón su maestro,

el más justo de los Centauros,

el cual destacaba en todo tipo de saber, pero especialmente sobresalía en la ciencia médica, porque dicen que había conocido a Asclepio. Pero, en la curación de la enfermedad, a la intervención de Aquiles agrega Homero el concurso de la diosa Hera, alegoría que designa a una fuerza de la Naturaleza:

A él se lo inspiró en su corazón la diosa Hera la de blancos brazos.

Dos son, según los físicos, los elementos relacionados con el aire: el éter y el aire; nosotros al primero lo llamamos Zeus, que es la sustancia ígnea, y al segundo, Hera, que es el aire, elemento más delicado y, por ello, femenino. Pero sobre esto hablaremos con mayor minuciosidad más adelante. Por ahora, baste con decir que, cuando se dispersó el aire, antes turbio, la epidemia desapareció de repente. No sin razón llama el poeta a Hera «la de los blancos brazos», sino de acuerdo con lo sucedido, porque fue el aire blanco el que prestó su luz e hizo más pura a la oscuridad «semejante a la noche». Una vez liberado de la enfermedad, el ejército griego retornó al camino habitual que se sigue cuando uno queda libre de cualquier mal, me refiero a los denominados sacrificios para alejar la desgracia y a las purificaciones:

Ellos se purificaron, y arrojaron al mar sus impurezas  .

Me parece que Odiseo, por su parte, no propicia a ninguna otra divinidad sino al sol, por medio del sacrificio que le ofrece:

Durante todo el día aplacaron al dios con el canto... Cuando el sol se puso, y sobrevino la noche, se tendieron junto a las amarras de la nave  .

La puesta del sol representa el fin de las manifestaciones de piedad  : honraban al dios mientras éste podía ver y oír 8 . Pero, cuando a la divinidad ya no le es posible estar presente en los restantes ritos sagrados, cesa la celebración solemne. Al rayar el alba, cuando se hacen a la mar, dice el poeta:

Apolo, el que opera a distancia  , les envía un viento favorable y húmedo  ,

poniendo mucho empeño en mostrar la singular participación del sol.

Antes de que el sol, desprovisto aún de llamas y de fuego, haya iniciado su carrera hacia el mediodía, los húmedos vapores del rocío, impregnando el ambiente, dejan escapar al alba vientos difuminados y suaves. Por ello, fue el sol el que dirigió sus navíos en línea recta, enviando un viento adecuado, el que sopla como consecuencia de la humedad.

En una primera alegoría hemos mostrado que la cólera del irritado Apolo no es arbitraria, sino que es expresión filosófica de un fenómeno físico.

A continuación debemos examinar el pasaje que se refiere a la aparición de Atenea a Aquiles:

Sacó de la vaina la gran espada; del cielo vino Atenea, pues la había enviado la diosa Hera, la de blancos brazos, que por igual amaba a ambos en su corazón, y se preocupaba por ellos. Se puso detrás de Aquiles, y cogió al Pelida de la rubia cabellera apareciéndosele a él sólo; de los demás, ninguno la veía. Se quedó estupefacto Aquiles; se volvió seguidamente, y al punto

reconoció a Palas Atenea: sus ojos brillaban de un modo terrible.

Lo primero que puede decirse, a raíz de lo expuesto, es que la diosa, con una rapidez extrema, abandona su agradable estancia en el cielo y se presenta en el momento en que Aquiles desenvaina la espada, para impedir un asesinato, asiendo por detrás, fuertemente, a Aquiles de la cabellera, con un gesto muy gráfico. Un saber brillante y eminentemente filosófico, expresado en forma alegórica, subyace en estas reflexiones.

Incluso Platón, tan ingrato para con Homero en la República, tiene que reconocer, a partir de estos versos, que se ha apropiado de la teoría homérica sobre el alma.

Platón divide la totalidad del alma en dos partes: la parte que razona y la parte a la que él llama irracional. Y distingue aún, en la parte no racional, dos elementos específicos: a uno lo denomina concupiscible, y al otro, irascible. Y asigna a cada uno de ellos como una especie de morada: les ha adjudicado en el cuerpo un espacio

donde residir. Al elemento racional del alma, según él, le corresponde, como una acrópolis, la parte más alta de la cabeza, y los sentidos, en círculo, le sirven de escolta. De la parte irracional, la cólera reside en torno al corazón, y los apetitos, en el hígado.

Platón, haciendo una alegoría en el Fedro, compara estas tres partes del alma con unos caballos y un cochero, expresándolo con estas palabras precisas:

De los caballos, el que ocupa la posición más ventajosa, tiene el porte erguido, los miembros bien proporcionados, la cerviz alta, la nariz corva; es blanco de aspecto, y de ojos negros; deseoso de gloria con moderación y pudor, compañero de la buena fama, se le gobierna sin recurrir a los golpes: simplemente dándole una orden o

mediante una palabra.

Esto en cuanto a la primera de las partes del alma. Respecto a la otra, afirma:

El otro, por el contrario, es contrahecho, de gran tamaño, conformado de cualquier manera: de cuello grueso y fuerte, semblante romo, de piel negra, ojos grises y complexión sanguínea; compañero de la insolencia y de la vanagloria, con densas

crines que circundan sus orejas, y un poco sordo, obedece trabajosamente al látigo y a los aguijones  .

En cuanto a la parte racional del alma, cuya sede él fijaba en la cabeza, Platón la convierte en el auriga que lleva las riendas, y habla en estos términos:

Respecto a la especie de alma que en nosotros ocupa la primacía, hay que hacer la siguiente observación: el dios nos la ha donado a cada uno de nosotros, como si se tratara de un genio divino. Es el principio del que hemos afirmado que habita en la parte más elevada de nuestro cuerpo. Pues bien: esta alma nos eleva por encima de la tierra, a causa de su afinidad con el cielo, ya que somos una planta celeste, en

absoluto terrena  .

Platón ha extraído estas teorías de la fuente de los poemas homéricos, y ha desviado sus aguas hacia sus propios diálogos.

En primer lugar, examinemos lo referente a las partes no racionales del alma. Que el thymós reside en la región del corazón  , Odiseo lo pone de manifiesto cuando, llevado de la cólera contra los pretendientes, se golpea el corazón, como si allí se encontrara la sede del odio que se concibe contra los malvados:

Y, dándose golpes en el pecho, reprendía a su corazón con estas palabras: «Aguanta, corazón, que en otras ocasiones ya soportaste cosas más perras»  .

El órgano de donde manan los flujos de la cólera: ahí es donde el discurso quiere

ir a parar. Ticio, enamorado de la esposa de Zeus, está sometido a un castigo en la parte de su cuerpo en donde él había empezado a concebir el abominable plan:

Dos buitres, colocados uno a cada lado, le roían el hígado.

¿Por qué, Homero?

Porque intentó forzar a Leto, la ilustre esposa de Zeus.

De la misma manera que los legisladores hacen cortar la mano a los que golpean

a su padre, amputando precisamente el miembro que ha cometido la acción sacrílega, así Homero hace castigar en su hígado al que, con su hígado, ha perpetrado un hecho impío.

Sobre las partes no racionales del alma, estas son las consideraciones filosóficas que ha hecho Homero.

Queda por determinar en qué lugar reside el elemento racional. Sin duda es la cabeza, según Homero, la que ocupa en el cuerpo el lugar preeminente. De ahí que acostumbre a llamar a los hombres designándolos precisamente con esta parte, la más excelsa, que comprende todas las demás:

A causa de esas armas guarda en sus entrañas la tierra semejante cabeza ,

es decir, a Áyax. Y, al referirse al caballo de Néstor, muestra Homero, de manera aún más clara, que esa es la parte más vital del cuerpo,

en el lugar de la cabeza donde las crines de los corceles empiezan a crecer, y las heridas son mortales  .

Esta idea que nos transmite Homero, la confirma sirviéndose de una alegoría a propósito de Atenea: cuando Aquiles, henchido de cólera, se precipita sobre la espada, nublada su facultad de razonar por el furor que anidaba en su pecho, es precisamente la mente la que, al poco tiempo, le arranca de la embriaguez de la ira y le restituye a un estado mejor. Este cambio operado en él gracias a la razón es lo que en los poemas homéricos, con toda justicia, se identifica con Atenea.

Casi puede decirse que la diosa no es sino una denominación de la inteligencia  , alguien que, esparciendo su mirada, todo lo escudriña con los ojos penetrantes del pensamiento  . Por ello, también, se la ha mantenido virgen —la

inteligencia, en efecto, es siempre pura, y no puede ser contaminada con mancha alguna —. De ahí también la conjetura de que ha nacido de la cabeza de Zeus: pues ya mostramos que esta parte del cuerpo es propiamente la madre de los pensamientos.

¿Para qué extendernos más? Definitivamente, Atenea no es sino la inteligencia misma. Tras las llamaradas de cólera de Aquiles, aparece la diosa como un remedio para apagar el mal,

tomó al Pelida de la rubia cabellera  .

Durante el tiempo en el que Aquiles es presa de la cólera, el thymós está alojado en su pecho: mientras desenvainaba la espada,

dentro de su velludo pecho, su corazón se debatía entre dos alternativas.

Pero, cuando el furor se apacigua, y la facultad de razonar va poco a poco apoderándose de él, que estaba ya en trance de arrepentirse, la cordura comienza a tomar posesión de su cabeza.

Se quedó estupefacto Aquiles,

su calma e impasibilidad ante cualquier peligro se trocan en temor, cuando ve el arrepentimiento a que ha dado origen la reflexión. Descubriendo hasta qué extremos de desgracia ha estado a punto de precipitarse, retrocede ante la presencia de la razón, como ante un auriga. Luego no ha quedado completamente libre de su cólera. Añade a

continuación:

Injúriale de palabra como te parezca  .

Una diosa hubiera prestado su ayuda de manera total, y hubiera procurado a Aquiles una paz completa para la agitación de que era objeto. Pero, como se trata de la razón de un hombre, ésta hace sólo el gesto de contener su espada e impedir así la audacia de consumar el  hecho, mas quedan aún restos de cólera; pues los arrebatos que son producto de un estado de ánimo muy airado no desaparecen enteramente, ni se disipan en un instante.

Por consiguiente, lo que se refiere a Atenea, a quien Homero presenta como mediadora para apaciguar la cólera de Aquiles contra Agamenón, debe considerarse como exponente de la más genuina alegoría.

Un reproche muy grave puede hacérsele a Homero, y digno de toda condena, si sus relatos son como el pasaje que encontramos a continuación, cuando habla del soberano de todos los hombres:

otros dioses olímpicos querían encadenarlo, Hera, Posidón y Palas Atenea. Pero tú, diosa, acudiste, y le liberaste de las ataduras,

convocando de inmediato al vasto Olimpo a uno de los Hecatonquires  , a quien los dioses llaman Briáreo, y todos los hombres Egeón, el cual supera en fuerza a su mismo padre  .

Por estos versos, no sólo merece Homero ser expulsado de la República de Platón, sino también ser desterrado más allá de las remotas columnas llamadas de Heracles y del infranqueable mar Océano.

Zeus, en efecto, casi ha probado las cadenas, y quienes han maquinado contra él no son los Titanes, ni los audaces Gigantes de Palene, sino Hera, doblemente unida a él por lazos de parentesco y por matrimonio; su hermano Posidón, quien obtuvo en la

distribución del mundo un reparto totalmente equitativo  , y no tiene motivos para irritarse contra la codicia de Zeus, ni para sentirse él mismo decepcionado en la parte de honor que consideraba justo obtener; y, en tercer lugar, Atenea, cuya maquinación es doblemente impía, ya que atenta contra su padre y contra su madre. Sin embargo, considero el procedimiento para salvar a Zeus aún más indecoroso que la conjura urdida contra él. Fueron, en efecto, Tetis y Briáreo quienes le liberaron de las cadenas: es indigno concebir unas esperanzas sustentadas en la necesidad de semejantes aliados para salvarse.

El único eximente de esta impiedad es demostrar que la historia es una alegoría. En efecto, es la sustancia primigenia, que dio origen a todas las cosas, la que está presentada en estos versos como divinidad  .

Homero es realmente el primer autor que aporta ideas sobre la naturaleza de los elementos; es el maestro de todos los que le siguieron en los descubrimientos de los que ellos parecieron ser los autores.

Se está de acuerdo en que Tales de Mileto fue el primero que definió el agua como elemento primitivo, a partir del cual se originó el cosmos: la sustancia líquida, en efecto, que se adapta fácilmente a todo, suele adoptar las formas más diversas. La parte del agua que se evapora se transforma en aire, y la capa más diáfana de aire, purificada, se convierte en éter; el agua, comprimiéndose y haciéndose barro, forma la tierra. Por ello, Tales afirmó que el agua era el más activo de los cuatro elementos; por

así decirlo: la causa primera.

¿Quién concibió esta teoría? ¿No es Homero, cuando afirma:

Océano, el cual es el origen de todas las cosas;

designando al elemento líquido con el nombre justo: Océano, cuya denominación proviene de «fluir rápidamente»  , definiéndolo como principio y génesis de todos los seres? Anaxágoras de Clazómenas, que es discípulo y sucesor de Tales  , añade al agua, como segundo elemento, la tierra, de modo que lo húmedo y lo seco, mezclados, formen un todo compacto y homogéneo, fruto de la unión de dos materias contrapuestas. Fue Homero el primero que desbrozó el terreno para posteriores hallazgos,

cediendo graciosamente a Anaxágoras los fundamentos de su teoría en aquel pasaje en el que dice:

¡Ojalá todos volvierais a ser agua y tierra! .

Todo lo creado, cuando se destruye, se disuelve en los mismos elementos a partir de los cuales cobró vida, como si la Naturaleza se resarciera de la deuda que con ella contrajeron en un principio, y se llevara al fin lo que con anterioridad prestó.

Eurípides, siguiendo las teorías del filósofo de Clazómenas dice:

Todo vuelve a su punto de partida,

lo que nació de la tierra, a la tierra retorna,

y lo que germinó del éter, vuelve al éter  .

Homero lanza una imprecación contra los griegos, para lo cual ha encontrado la única maldición auténticamente filosófica: que ojalá se vuelvan a convertir en agua y tierra, disolviéndose en los mismos elementos de los que fueron formados al ser creados.

Finalmente, los más reputados filósofos han completado el número de los elementos hasta llegar a la cifra inmejorable de cuatro: dos de ellos, afirman, son materiales, el agua y la tierra, y los otros dos, incorpóreos, el éter y el aire; y, aun siendo estas sustancias contrarias por naturaleza, cuando se mezclan entre sí, se acoplan perfectamente todas ellas.

Pero, si se quiere llegar realmente al fondo de la cuestión, ¿acaso no se encuentran ya en Homero estos elementos con carácter filosófico? Respecto al encadenamiento de Hera, que representa una alegoría del orden de sucesión de los cuatro elementos, ya hablaremos de nuevo en un momento más oportuno. Por ahora, nos bastan los juramentos del canto tercero para consolidar nuestras afirmaciones:

¡Zeus gloriosísimo, el más excelso, que cubres el cielo de negras nubes, y habitas en el éter,

y tú, Sol, que todo lo ves y todo lo escuchas, ¡Ríos, Tierra, y vosotros que, en lo más profundo, castigáis a los muertos que cometieron perjurio!...  .

Invoca, en primer término, al éter finísimo, que ocupa el lugar más alto: porque al fuego, por su naturaleza pura y porque, en mi opinión, es la sustancia más liviana, le corresponde la zona más elevada  . Este fuego, creo, debe su nombre a Zeus, bien porque da la vida  a los hombres, bien por su naturaleza ardiente y en ebullición  .

Sin duda alguna, Eurípides menciona este éter que se extiende en todas direcciones:

¿ Ves allá arriba este éter sin límites, que abraza a la tierra con sus tiernos brazos? Considérale Zeus, tenle por un dios  .

El éter es el que está invocado en primer lugar como árbitro de los juramentos. Los ríos y la tierra, los elementos materiales, siguen a continuación de la sustancia primera, que es el éter. Al aire, el poeta lo llama alegóricamente «el Hades que está por debajo»; en efecto, este elemento es negro, en mi opinión, porque le ha tocado

en suerte la parte más densa y húmeda  . Así, sin ninguna posibilidad de emitir luz, carece de toda clase de resplandor, por lo cual el poeta lo llamó con razón el «Invisible»  .

Y, ¿por qué el sol, en quinto lugar? Homero lo ha invocado para, de alguna manera, agradar a los filósofos peripatéticos. Éstos mantienen que la sustancia del fuego es diferente de lo que ellos denominan «sustancia del movimiento circular», y coinciden en que ésta constituye el quinto elemento. El éter, en efecto, debido a su ligereza, se propaga hacia las regiones más altas, mientras que el sol, la luna y cada uno de los astros que siguen el mismo curso, giran ininterrumpidamente describiendo un círculo, y poseen

distintas propiedades que la sustancia del fuego.

Por medio de todas estas sustancias, Homero nos ha mostrado los elementos de la Naturaleza que, después de un primer momento, se fusionaron.

Y, a propósito de esto, que nadie diga: «¿Por qué llama Zeus al éter, por qué denomina Hades al aire, restando así claridad, con estos nombres simbólicos, a sus especulaciones filosóficas?» No es nada extraño que, siendo un poeta, utilice alegorías, puesto que los filósofos usan especialmente de esta figura.

Así, el tenebroso Heráclito, de manera poco clara, hace teología de los hechos físicos, siendo sólo posible representárnoslos por medio de símbolos, cuando dice:

Dioses mortales; hombres inmortales, viviendo la muerte de aquéllos, muriendo la vida de éstos.

Y, en otro lugar:

En los mismos ríos nos metemos y no nos metemos, estamos y no estamos.

Todo lo referente a la Naturaleza lo presenta en forma de alegorías enigmáticas.

Y, ¿qué decir de Empédocles de Agrigento? ¿No reproduce la alegoría de Homero cuando quiere mostrarnos que hay cuatro elementos?

Zeus resplandeciente, Hera la que da vida, Edoneo y Nestis, quien con sus lágrimas empapa la fuente mortal  .

Al éter lo llama Zeus; a la tierra, Hera; al aire, Edoneo, y al agua, la «fuente mortal empapada de lágrimas»  . No es, pues, extraño que, si los que confiesan

abiertamente dedicarse a la filosofía emplean nombres alegóricos, un autor que profesa realmente el arte poético utilice la alegoría, al modo de los filósofos.

Examinemos ahora si la «Conjura contra Zeus» no es una recopilación de estos elementos, y si el poeta no está haciendo, en realidad, una especulación física.

Pues bien, dicen los más reputados filósofos a propósito de la duración del universo: mientras que la armonía, sin la menor intención de disputar, mantiene bajo su dominio a los cuatro elementos, no prevaleciendo ninguno de ellos sobre los otros de manera destacada, sino ocupando cada uno ordenadamente el puesto que le ha sido asignado, todo permanece en calma. Pero si algún elemento domina a los demás, se conduce como un tirano y se extiende más allá de su propia órbita, los restantes elementos, confundidos, tienen que retroceder necesariamente ante la violencia del más poderoso. Si el fuego entra súbitamente en ebullición, se producirá un incendio general del universo. Y, si es el agua la que, brotando a raudales, se desborda, se

extinguirá el mundo por inundación.

Por medio de estos versos, Homero quiere representar una rebelión que va a producirse en el universo: Zeus, la sustancia más poderosa, es objeto de conspiración por parte de los otros elementos: de Hera, el aire; de Posidón, la sustancia líquida; de Atenea, la tierra —puesto que ella es, efectivamente, el demiurgo de todas las cosas, y la

diosa artesana—.

Estos elementos, en un principio, están unidos como por lazos de parentesco  , debido a la mezcla que se da entre unos y otros; seguidamente, a punto de producirse la confusión entre ellos, aparece la providencia para dis pensar su ayuda. Homero,

con buen criterio, la denomina Tetis: pues es ella quien ha tomado a su cargo la

oportuna custodia del universo, situando a los elementos dentro de sus propias leyes. Aliado suyo ha sido su poder, de vigorosos e innumerables brazos: pues, ¿de qué otro modo, sino con una enorme fuerza se podrían restablecer situaciones afectadas por desórdenes de tan gran magnitud?

Este encadenamiento impío de Zeus, inevitablemente censurado, ofrece una visión alegórica de los fenómenos de la Naturaleza.

Hacen reproches también a Homero por la expulsión de Hefesto del cielo; en primer lugar, porque el poeta nos lo presenta cojo, cercenando así la naturaleza divina, y, en segundo lugar, porque casi le pone en peligro de muerte.

Durante todo el día, dice, estuve rodando, y, al ponerse el sol, caí en Lemnos; me quedaba aún un poco de vida.

En estos versos homéricos se esconde un sentido filosófico. En efecto, el poeta no nos presenta a un Hefesto cojo para deleitar sin más a su auditorio  con imágenes poéticas; aquí no se trata del hijo nacido, según el mito, de Hera y Zeus: pues afirmar eso de los dioses sería realmente indecoroso. Lo que ocurre es que el fuego tiene una doble esencia: la del éter, como hemos dicho anteriormente, que ocupa la zona más elevada del espacio, y que no carece de ningún elemento para ser perfecto, y la del fuego que se encuentra a nuestra altura, a ras de tierra; es perecedera, y su llama, replegándose sobre sí misma, necesita ser reavivada a cada momento  . Por ello, Homero

denomina siempre a la llama más activa Sol o Zeus, y llama Hefesto al fuego de la Tierra, siempre propenso a encenderse y apagarse. De modo que, comparando nuestro fuego con el otro de arriba, que es absolutamente perfecto, se ha considerado con razón que era cojo. Por otra parte, toda persona a quien le falta una pierna necesita de un bastón para reafirmar sus pasos: de la misma manera, el fuego de la tierra no podría mantenerse por mucho tiempo sin echarle leña, por lo que, simbólicamente, se le ha llamado «cojo». Aunque en otros pasajes Homero declara expresamente, y no de modo alegórico, que el fuego es Hefesto:

Y ensartando las entrañas en los pinchos de asar, las pusieron al fuego  ,

viniendo a decir, metafóricamente, que las vísceras son asadas por Hefesto.

Además, nos presenta a Hefesto arrojado de lo alto del cielo. Se trata de un fenómeno natural: en un principio, cuando no era aún habitual el uso del fuego, unos hombres lograron extraer, de acuerdo con la época, destellos que provenían de las regiones celestes, con ayuda de instrumentos apropiados para tal fin, colocando dichos instrumentos frente al sol en el momento del mediodía. A mi entender, de ahí se

origina la creencia de que Prometeo robó el fuego del cielo, ya que fueron la previsión  y la habilidad de los hombres las que idearon el propagar a la tierra el fuego de allá arriba.

No sin razón Homero denominó Lemnos al lugar que primero recibió el fuego arrojado del cielo. En efecto, allí surgen espontáneamente las llamas de un fuego, como si éste saliera de la tierra. Y, en el pasaje que añade a continuación, muestra claramente Homero que se trata del fuego visible:

me quedaba aún un poco de vida  .

En efecto, se apaga y se marchita enseguida, si no tiene a alguien que se ocupe de mantenerlo.

Así se debe interpretar filosóficamente el mito de Hefesto:

Por el momento, dejo la teoría filosófica de Crates  por inverosímil. Ésta es la siguiente: Zeus acometió la empresa de medir el universo con la ayuda de dos antorchas, dotadas ambas de la misma velocidad: Hefesto y Helio. Queriendo determinar así las dimensiones del mundo, lanzó al primero desde lo alto, desde el lugar llamado el «umbral del Olimpo», y a Helio le dejó caer para que recorriera el espacio desde el Levante hasta el Poniente. Uno y otro emplearon el mismo tiempo en este cometido ya que

al mismo tiempo en que se ponía el sol, cayó Hefesto en Lemnos  .

Sea lo que fuere, ya se trate de la medición del universo por Zeus, o, lo que es más veraz, de un relato alegórico sobre la entrega del fuego a los hombres, nada impío se dice en Homero a propósito de Hefesto.

En el segundo canto, cuando los griegos vuelven a reanudar la marcha, no se presenta ante Odiseo, que estaba sin saber qué partido tomar, ningún otro atributo sino la divina sabiduría, a quien Homero llama Atenea.

En cuanto a Iris, la mensajera y enviada de Zeus, simboliza el lenguaje «que habla», de la misma manera que Hermes es el lenguaje «que interpreta». Los dos

son emisarios de los dioses, y sus nombres no designan sino la facultad de expresar el pensamiento por medio de la palabra.

Afrodita, en cambio, arroja a Helena en los libertinos brazos de Alejandro de manera indigna. Quienes así piensan, ignoran que Homero designa con este vocablo el desvarío de los arrebatos amorosos, el cual actúa de intermediario y esclavo de los deseos de la juventud. Este desvarío ha encontrado el lugar que le corresponde: se instalará en el pescante del carro de Helena y, desde allí, provocará el deseo de ambos amantes con diversos encantamientos, en un momento en que todavía Alejandro está

enamorado, pero Helena ya comienza a arrepentirse. En efecto, Helena, que se oponía en un principio, cede al fin, impulsada por dos sentimientos contradictorios: el amor por Alejandro y la vergüenza que siente ante el recuerdo de Menelao.

En cuanto a Hebe, quien, al principio  , sirve a los comensales en los banquetes, ¿qué podría representar sino la juventud que se da permanentemente en la alegría?  . Pues en el cielo no existe vejez alguna; la naturaleza divina no participa de esta enfermedad, la peor de la vida. El requisito imprescindible, por decirlo así, para toda alegría verdadera, es que todos los que están reunidos para participar del goce, se hallen en la plenitud de la vida.

Respecto a Éride, Homero ha alegorizado sin usar un lenguaje críptico que requiera finas interpretaciones; por el contrario, en lo referente a esta diosa, se explica con toda claridad:

la cual, pequeña en un principio, se yergue después, y toca el cielo con su cabeza, mientras que, con sus pies, marcha sobre la tierra  .

En estos versos, Éride no está descrita bajo la forma de una diosa absolutamente portentosa, que sufre en el tamaño de su cuerpo inverosímiles transformaciones: que unas veces, echada en tierra, es muy pequeña y otras, en cambio, desplegada por completo, alcanza el tamaño ilimitado del éter; sino que ha querido representar, mediante esta alegoría, el fenómeno que tiene lugar siempre entre los que disputan: el

altercado  se origina a partir de un motivo insignificante, pero, una vez nacido, crece hasta convertirse en un mal de gran tamaño.

Hasta aquí, quizá, el tono era muy mesurado. Pero los que pretenden calumniar a Homero hacen, estúpidamente, un verdadero drama porque el poeta presenta en el canto quinto a los dioses recibiendo heridas: primero a Afrodita lastimada por Diomedes, después a Ares. Añaden a esto todas las historias que refiere Dione, a modo de consuelo,

sobre los infortunios que, ya con anterioridad, sufrieron los dioses  . De cada uno de estos hechos, nosotros, por partes, explicaremos la razón, una razón que no se sale nunca fuera del ámbito de la filosofía.

Diomedes, que tenía por aliada a Atenea, es decir, la sabiduría, hiere a Afrodita, la sinrazón, que no es, ¡por Zeus!, ninguna divinidad, sino tan sólo la irracionalidad de los combatientes bárbaros. Diomedes, como había adquirido todo tipo de conocimientos sobre la guerra, tanto en Tebas como en Ilión, haciendo gala discretamente, durante diez años, de su buen pelear, pone en fuga a los bárbaros con toda facilidad; y éstos, que poseen poca perspicacia y están poco dotados para el razonamiento, se dejan perseguir por Diomedes como ovejas en el establo de un hombre opulento. Fueron muertos muchos hombres: con esta matanza, Homero muestra alegóricamente la sinrazón de los bárbaros herida por Diomedes.

De la misma manera, Ares no es otra cosa que la guerra; su nombre proviene de arḗ, que significa «daño». Este hecho nos resulta evidente porque Homero le denomina

loco, nacido para el mal, voluble .

Los epítetos que utiliza Homero convienen más a la guerra que a una divinidad. En efecto, todos los hombres que combaten están llenos de furor, hirviendo de entusiasmo

ante la perspectiva de una matanza recíproca. El adjetivo alloprósallos  lo explica Homero con más detalle en otro pasaje:

Enialio  es igual para todos, y, a quien ha matado, le causa la muerte  .

La balanza de Némesis, en la guerra, se inclina en uno y otro sentido, y, con frecuencia, el vencido se encuentra súbitamente como vencedor, sin que ninguna escaramuza provoque esta nueva situación. De modo que, como las alternativas que se dan en las batallas pueden oscilar de manera imprevisible, con razón dice Homero: «mal versátil», refiriéndose a la guerra.

Ares fue herido por Diomedes, no en ninguna otra parte, sino

en la cavidad de la ijada  ;

muy verosímilmente, Diomedes, introduciéndose de manera furtiva en la línea de batalla de los enemigos, en un vacío que no estaba por entero guarnecido, puso en fuga a los bárbaros con toda facilidad.

Homero llama a Ares «de bronce», refiriéndose con ello a las armaduras de los combatientes. Era raro, en efecto, el hierro en aquellos tiempos antiguos; y se protegían exclusivamente con bronce. Por ello dice Homero:

Cegaba los ojos el resplandor del bronce de los refulgentes cascos, y de las corazas recientemente bruñidas  .

Ares, habiendo sido herido, lanza un grito

como gritarían nueve o diez mil hombres  .

Esto demuestra que fueron muchos los enemigos puestos en fuga. Ya que un solo dios no hubiera sido capaz de emitir un grifo de esa naturaleza; sin duda debió de hacerlo, pienso, la innumerable armada de los bárbaros que huían en desbandada  .

Hacemos un paréntesis en las alegorías que preceden, aludiendo a unos versos que, por otra parte, prestan a dichas alegorías una confirmación aún más inteligente. El pasaje es como sigue:

Sufrió Ares, cuando Otro y el fornido Efialtes, hijos de Aloeo, le amarraron con fuertes cadenas  .

Estos jóvenes, nobles y valerosos, no veían a su alrededor más que una existencia repleta de confusión y de guerra; ninguna tregua había que proporcionara el menor alivio a los que padecían toda suerte de penalidades; se armaron, pues, y partieron en campaña, deseando acabar con esa odiosa situación que imperaba por doquier. Durante trece meses, la casa de estos jóvenes fue un remanso de paz y estabilidad: reinaba la tranquilidad y la concordia; pero llegó de improviso una madrastra, y una plaga de altercados irrumpió en la casa, echando por tierra el buen orden que imperaba antes; y, por segunda vez, reapareció idéntica confusión que la precedente. Y se creyó

que Ares, es decir, la guerra, había sido liberado de su prisión  .

No debe creerse que Heracles destacó entre los hombres de su tiempo por la fuerza física desbordante de la que estaba dotado: más bien hay que considerarlo como un personaje prudente, iniciado en los misterios de la ciencia celeste, y que iluminó la filosofía, que se hallaba como sumergida en una densa niebla, —opinión esta en la que

coinciden los más reputados estoicos—  .

Sobre los trabajos de Heracles que son posteriores a la tradición homérica, ¿para qué extendernos más allá de lo razonable?  . El jabalí que capturó representa la intemperancia que anida entre los mortales, y el león, la tendencia que nos lleva instintivamente hacia lo que no está permitido. En el mismo orden de cosas, Heracles pasa por haber encadenado al soberbio toro, pero el verdadero significado de esta hazaña es el haber sometido los impulsos irracionales del corazón. El héroe expulsó de su

vida la cobardía, es decir, la cierva de Cerinia.

No puede llamarse con propiedad trabajo el que realizó cuando hizo desaparecer el enorme montón de estiércol  , o sea, la sensación de desagrado en que está inmersa la Humanidad. Los pájaros que dispersó simbolizan las esperanzas, traídas y llevadas por el viento, esperanzas que alimentan nuestras vidas. También acabó con la arrogancia de múltiples cabezas, de las cuales, cuando una es amputada, brota otra en su lugar, como un hidra, abrasándola con el fuego de sus consejos. El mismo Cérbero, el de las tres cabezas, al que Heracles sacó a la luz del sol, simbolizaría, con toda seguridad, la filosofía que consta de tres partes, llamadas la lógica, la física y la ética. Éstas

nacen, como si dijéramos, de un solo tronco y se ramifican en tres cabezas distintas  .

Han sido explicados brevemente, como ya dije, los trabajos que son posteriores a los poemas. Homero nos presenta a Hera herida por Heracles, queriendo con ello hacernos un símil de lo siguiente: Heracles fue el primero que, usando de la divina inteligencia, disipó el aire turbio, el cual, a modo de sombra, empaña el juicio de cada persona; y, con sus muchas amonestaciones, cubrió de heridas la ignorancia de cada uno de los hombres.

Por esta causa, el héroe dispara las flechas de su arco desde la tierra hacia el cielo, ya que todo filósofo, encerrado en un cuerpo mortal y terrestre, envía su alma, como una flecha alada, a las regiones celestes. Homero añade inteligentemente:

hiriéndola con una flecha de tres puntas  ,

queriendo designar, de modo conciso, con esta «flecha de tres puntas», las tres ramas de la filosofía  .

Después de Hera  , hirió Heracles también a Hades con sus flechas. No hay zona, en efecto, infranqueable para la filosofía; después del cielo, se dedica a investigar la naturaleza de la parte inferior del universo, para estar iniciada también en los fenómenos de los infiernos. La flecha de la sabiduría, lanzada certeramente, ha sido, pues, capaz de desvelar con su claridad al Hades sin luz, al que no tienen acceso los humanos.

De manera que las manos de Heracles están limpias de cualquier crimen contra el Olimpo. Este héroe, convertido alegóricamente en el artífice de toda sabiduría, ha posibilitado a sus sucesores el ir extrayendo de forma gradual todos los hallazgos filosóficos de los que él fue autor.

Piensan algunos que tampoco para Homero es Dioniso ninguna divinidad, puesto que es perseguido por Licurgo, y parece que se salva muy a duras penas, gracias a la ayuda de Tetis. Se trata de una alegoría, la de la cosecha del vino entre los agricultores. El pasaje es el siguiente:

Una vez persiguió, en los sagrados montes de Nisa, a las nodrizas del enloquecido Dioniso; ellas, todas, arrojaron a tierra los tirsos, hostigadas por los golpes de la aguijada del homicida Licurgo; Dioniso, aterrorizado, se sumergió en una ola del mar,

y Tetis lo acogió, lleno de temor, en su regazo  .

En realidad, bajo el nombre de Dioniso, es al vino a quien llama enloquecido, ya

que los que beben más de lo debido desvarían; del mismo modo, llegado el caso, llama al miedo «verde»  y, a la guerra, «amarga como la resina»  , ya que los efectos que se derivan de ellos los atribuye Homero a las causas que los originan.

Licurgo, dueño de un terreno plantado de buenas viñas, a finales del verano, cuando tiene lugar la recolección de los frutos de Dioniso, marchó a la muy fértil Nisa  . Se debe considerar que las nodrizas son las cepas de la viña. Después, cuando todavía se están cosechando los racimos de uva, afirma el poeta: «Dioniso, aterrorizado». Es que el miedo suele alterar la mente, y los racimos de uva, cuando se los estruja, sufren también una alteración y se transforman en vino. Es costumbre en la

mayoría de los países, para conservar el vino, mezclarlo con agua de mar. Por ello, Dioniso

se sumergió en una ola del mar, y Tetis lo acogió en su regazo  .

Aquí se alude a la última operación después de prensar la uva: el agua del mar es quien recibe en último lugar el vino. «Lleno de temor» simboliza el borboteo del vino dulce, al principio, cuando está recién prensado, y el hervor que transforma su naturaleza. A esta especie de estremecimiento es a lo que Homero denomina «temor». De modo que Homero no sólo es capaz de filosofar por medio de alegorías, sino

también de hacer consideraciones sobre agricultura  .

Hace también Homero una especulación física, cuando Zeus, después de reunir a todos los dioses, comienza a proferir grandes amenazas:

en la más alta de las muchas cumbres del Olimpo  .

Zeus comparece en primer lugar, ya que, como demostramos  , el elemento etéreo ocupa la región más alta. El dios ha colgado del éter una cadena de oro, que mantiene unido el éter a todo el universo. Los filósofos expertos en estos temas

consideran, en efecto, que el curso de los astros forma una estela de fuego  .

Homero nos ha descrito, con un solo verso, la forma esférica del mundo:

tan profundo por debajo del Hades, como distante está el cielo de la tierra  .

Completamente en medio del universo, como una especie de hogar, y ocupando el centro, se asienta sólida, firme, toda la tierra  . Formando un círculo por encima de ella, el cielo, girando en sus revoluciones sin fin, realiza su incesante recorrido desde la salida del sol hasta su ocaso, arrastrando consigo a la esfera de las estrellas fijas. Todas las líneas rectas que son trazadas desde la capa exterior más alta hacia el centro, y las otras, las que son trazadas en sentido contrario, son iguales entre sí. Por esta

razón, Homero, con una visión geométrica, ha descrito la forma esférica del universo al afirmar:


tan profundo por debajo del Hades, como distante está el cielo de la tierra

Algunos son tan necios que censuran a Homero, a propósito de las Súplicas , por haber ultrajado a las hijas de Zeus, dotándolas de un aspecto feo y deforme:

Pues las Súplicas son hijas del gran Zeus, y, cojas, arrugadas y bizcas de ambos ojos ....

Lo que queda plasmado en estos versos es la actitud de los suplicantes. Pues la conciencia del pecado surge muy lentamente en el hombre que lo ha cometido, y a los suplicantes les cuesta trabajo acercarse a aquellos a quienes imploran, midiendo, literalmente, el alcance de la vergüenza que les inspira la falta cometida. Su mirada no está exenta de temor, sino que giran los ojos y los vuelven hacia atrás. Y, sobre todo, la disposición anímica de estos suplicantes no tiñe sus mejillas con el rojo de la alegría; por el contrario, pálida y sombría, suscita la compasión al primer golpe de vista.

Por lo cual, con razón nos describe Homero, no a las hijas de Zeus, sino a los suplicantes «cojos, arrugados y bizcos de ambos ojos»; por el contrario, a la Falta

cometida la presenta como «fuerte y de pies ágiles». Fuerte es, en efecto, su ciega locura. Y, llena de un impulso insensato, como un corredor, se lanza  a todo tipo de injusticias. Homero es, pues, como un pintor de pasiones humanas que utiliza alegóricamente nombres de divinidades para explicar estos fenómenos.

Yo, por mi parte, creo que el muro griego, que levantaron oportunamente para su propia seguridad, no fue derribado por Posidón, que era aliado suyo; sino que, al producirse una lluvia copiosísima, y desbordarse los ríos del monte Ida, ocurrió que el muro se derrumbó; por lo cual, consideraron este suceso como obra de Posidón, el que tiene a su cargo el elemento líquido.

Es verosímil que esta construcción se viniera abajo debido a las sacudidas de los temblores de tierra. Parece que a Posidón, el que agita el suelo y hace estremecer la tierra, se le ha designado como el artífice de tales calamidades. Así dice el poeta:

Iba al frente el que sacude la tierra, con el tridente en la mano; lanzaba a las olas los cimientos de troncos y piedras, que, con tanta fatiga, habían colocado los aqueos,

Había provocado un temblor de tierra que removía desde sus profundidades los cimientos del muro.

Me parece, examinando el pasaje minuciosamente, que lo que se refiere al tridente no carece de significado: el tridente con el que hace levantar las piedras del muro. Existen, en efecto, unos fenómenos que, por los efectos que producen, son distintos de los seísmos corrientes, aunque de ellos afirman los físicos que son enteramente iguales a los demás; para caracterizarlos, les aplican nombres específicos, llamándolos brasmatías , casmatías  y klimatías. Por ello, sin duda, el poeta ha provisto de un arma de tres dientes al dios autor de los seísmos. Ciertamente, al hacer Posidón un ligero movimiento, «temblaban los altos montes y las selvas»:

Homero se ha referido claramente en ese pasaje a las características de los seísmos.

Consideran, también, como un episodio completamente ridículo, y que provoca la risa, el sueño inoportuno de Zeus en el Ida, y ese lecho extendido en plena montaña, como para las bestias; lecho en el cual Zeus se hizo esclavo de los dos requerimientos

más irracionales, el amor y el sueño  . Yo, personalmente, pienso que todo esto es

una alegoría acerca de la estación de la primavera  , en la cual brotan de la tierra todas las plantas y verduras tiernas, cuando ya los hielos del invierno se van derritiendo pausadamente  .

Homero nos presenta a Hera, es decir, al aire, sombrío y abatido aún, al salir del invierno. Por ello, verosímilmente, pienso, «su corazón es aborrecible». Mas, poco tiempo después, desprendiéndose de esta nube de pesadumbre,

limpió toda posible imperfección, y se ungió con un aceite espeso, divino, agradable, que había sido perfumado para ella.

Es la estación brillante y vivificadora, con el aroma de las flores, lo que Homero quiere representar por medio de este ungüento, cuando Hera se unge de aceite. Añade

el poeta que la diosa formó los rizos «hermosos, divinos, que colgaban de su cabeza inmortal» , queriendo aludir veladamente al crecimiento de las plantas: todo árbol está provisto, en efecto, de una cabellera, y, de sus ramas, cuelgan las hojas como si fueran cabellos. Ciñe con el cinturón bordado el regazo de la primavera, «en donde se asientan la amistad, el deseo, y las charlas amorosas» : ya que ésta es la estación del

año que mayor y más agradable número de placeres nos depara: pues ni padecemos

las inclemencias de un excesivo frío, ni tenemos que soportar tampoco un calor agobiante; sino que, término medio y compendio de una estación y otra, la primavera otorga a nuestros cuerpos la benignidad de su clima.

A este aire, un poco más adelante, Homero lo hace unirse al éter. Por esa razón, Zeus ocupa la cima más elevada de la montaña, en la que «a través del aire se llega al éter». En ese lugar se mezcla y se funde el aire con el éter. De manera manifiesta lo expresa Homero con estas palabras:

dijo el Cronida, y tomó en sus brazos a su esposa.

El éter, rodeándolo, abraza al aire, que está debajo.

Homero ha mostrado el fruto de la conjunción y mezcla de ambos elementos: la estación de la primavera :

Debajo de ellos, la divina tierra producía hierba tierna, loto cubierto de rocío, azafrán, y jacinto espeso y mullido, que los mantenía en alto, separados del suelo  .

Estos son los ornamentos propios de la recién nacida primavera, cuando la tierra, baldía y cerrada, como consecuencia de las heladas del invierno, da a luz los frutos que guardaba en su interior. Para ratificar esto, llama al loto «cubierto de rocío», haciendo precisamente de esta humedad del rocío la característica más patente de la estación de la primavera.

Se cubrieron con una hermosa nube dorada, de la cual caían brillantes gotas de rocío.

¿Quién ignora que, en invierno, las nubes, amontonadas y densas, sin intersticios, adoptan un tinte negruzco, y que el cielo se oscurece tristemente, acompañado de una turbia neblina? Pero, cuando el aire dispersa las nubes, éstas, ligeras, son traspasadas con suavidad y acariciadas por los rayos del sol, y brillan con unos destellos como  si fueran de oro. Esta es la nube que, en la cima del Ida, ha sujetado

Homero como con clavos, creando para nosotros la primavera

40 Pero, a continuación, sus audaces detractores le censuran las cadenas de Hera
;
consideran que en dicho pasaje hay motivos sobrados para su impío ensañamiento contra
Homero:
¿Acaso no te acuerdas de cuando estuvi ste colgada en lo alto, y puse dos yunques
en tus pi es, y sujeté tus manos con una cadena de oro, i mposi ble de romper? Te
hallabas suspendi da en medi o del éter y de las nubes

.
Les ha pasado inadvertido que, en estos versos, está expuesta teológicamente la
génesis del Universo, y que es el orden que ocupan los cuatro elementos, citados una y
otra vez, lo que está reflejado en estos versos, como ya mencioné

: en primer lugar, el
éter; después, el aire, y, a continuación, el agua y la tierra, elementos que son los
engendradores últimos de todas las cosas: mezclándose entre sí, estos elementos dan vida
a los seres animados y son, al mismo tiempo, origen de los seres inanimados
.
Zeus, es decir, el primero, mantiene el aire colgado de él, y los dos yunques fijados a
las extremidades del aire son el agua y la tierra. Y se encontrará que esto es así, si se
quiere examinar escrupulosamente la verdad en cada expresión de Homero:
¿Acaso no te acuerdas de cuando estuviste colgada en lo alto?

Nos dicen estos versos que Hera estaba suspendida en lo más alto del espacio, en las
regiones celestes.
Sujeté tus manos con una cadena de oro, imposible de romper.
¿Qué nuevo enigma es éste, el de un castigo que resulta halagador? ¿Cómo Zeus,
irritado, sanciona con tan preciadas cadenas a la que tiene que sufrir el castigo, ideando
una cadena de oro, en vez de una de hierro, más  fuerte? Pero parece que la zona
donde se juntan el éter y el aire se asemeja sobremanera al oro en cuanto a su
color. Muy verosímilmente, al lugar en el que se unen ambos elementos —uno que
termina, el éter, y otro que comienza tras él, el aire—, Homero lo ha considerado como
una cadena de oro.
Añade el poeta:
Te hallabas suspendida en medio del éter y de las nubes,
fijando el lugar que ocupan las nubes por debajo del aire. De las extremidades del
aire, que reciben el nombre de «pies», colgó unas masas compactas, la tierra y el agua:
y puse dos yunques en tus pies

¿Cómo hubiera podido decir, refiriéndose a la cadena,  «imposible de romper»,
dándose la circunstancia de que Hera fue librada enseguida de ella, si uno debe fiarse de
la leyenda? Pero, como la armonía de todas las partes del universo se mantiene
sólidamente afianzada gracias a unas ataduras indestructibles, y es difícil que se produzca
una mutación del cosmos al estado contrario, por esa razón llamó Homero con toda
propiedad «imposible de romper» a lo que no podría jamás separarse.

 

41  A estos cuatro elementos se refiere claramente Hera un poco más adelante, en los
juramentos que profiere:
Sean testi gos la ti erra, el vasto y alto ci elo, y el agua de la Éstige, de subterránea
corriente.
En las tres invocaciones de su juramento, Hera nombra a los seres que son de su
misma especie, de su misma familia: el agua y la tierra, y, por encima, el cielo, es decir, el
éter; el cuarto elemento es la persona que pronuncia el juramento.
Abundando en el tema, y queriendo presentar con bellas imágenes,
alegóricamente, estos elementos, Homero los menciona un poco más adelante, cuando
Posidón dirige estas palabras a Iris:
A mí me tocó en suerte el habi tar por si empre el blanqueci no y agi tado mar; Hades
obtuvo las sombrías ti ni eblas, y a Zeus le correspondi ó el vasto ci elo, entre el éter y las
nubes; pero la ti erra y el alto Oli mpo son de todos.
No se trata, por Zeus, del sorteo que el mito sitúa en Sición, ni de un reparto
entre hermanos tan anómalo que pusiera al cielo en paralelismo con el mar y el Tártaro.
Toda esta historia es una alegoría sobre los cuatro elementos primitivos.

Homero llama Crono al tiempo, cambiando una sola letra. El tiempo es, en
efecto, padre de todas las cosas, y es absolutamente imposible que los seres cobren vida
sin el concurso del tiempo: por ello es la raíz de los cuatro elementos. Como madre,
Homero les asigna a Rea, puesto que todo es gobernado por una especie de flujo y
movimiento permanente.
El poeta señala como hijos del tiempo y del flujo a la tierra y al agua, al éter y al
aire que le acompaña. A la sustancia ígnea, le asigna el cielo como morada; adjudica a
Posidón la sustancia húmeda; a Hades, el tercero, lo describe como el aire
tenebroso, y nos muestra a la tierra como el elemento común a todos, sólidamente
fijado, una especie de hogar de la fabricación del universo
pero la ti erra y el alto Olimpo son de todos.
A mi entender, Homero utiliza repetidas alegorías sobre este tema para que, a
fuerza de presentárnoslo una y otra vez, se nos haga más diáfana la oscuridad que parece
sobrevolar esos versos.

42 Las lágrimas de Zeus sobre Sarpedón
no suponen una falsa expresión de dolor
ante las miserias humanas. Para quien quiera averiguar de qué se trata exactamente, esto
se revela como una verdad presentada bajo un ropaje alegórico.
Muchas veces, nos cuentan, debido a las sacudidas que producen los grandes
acontecimientos, tienen lugar en el mundo extraordinarios prodigios: aguas de ríos y de
fuentes contaminadas con caudalosos flujos de sangre, como nos refieren los antiguos
relatos a propósito del Asopo y de Dirce. También se dice que, de las nubes,
llueven gotas que tienen el color de las manchas de sangre.
Como un viraje en el combate iba a provocar una huida masiva de los bárbaros,
y el fin de Sarpedón, de irreprochable valentía, estaba próximo, se produjo entonces una
especie de hecho portentoso que presagiaba este desastre:
hi zo caer sobre la ti erra gotas de sangre.
Homero llamó alegóricamente a esta lluvia sangrante «lágrimas del éter», y no
lágrimas de Zeus —pues Zeus no conoce el llanto—. De las regiones superiores se
precipitó una copiosa lluvia, como la que acompaña a los lamentos fúnebres.

43  Estos sean, tal vez, pequeños testimonios de alegorías. Pero, en la magna y
cosmogónica visión que se encuentra en los pasajes de la fabricación de las armas,
Homero ha concentrado la génesis del universo. De dónde surgieron los orígenes
primeros del mundo, quién fue el artífice, cómo los diversos elementos se separaron del
todo compacto que formaban, Homero lo explica con claros ejemplos, al forjar, con el
escudo de Aquiles, una imagen del cosmos en su forma circular.
En primer lugar sostiene que, cuando se forjó el universo, reinaba la noche
;
ésta había heredado, en efecto, las alas del tiempo
como prerrogativas paternas, y,
antes que se separaran las partes que ahora se ven, todo era noche, a la cual los poetas
llaman «Caos».
Homero no presenta a Hefesto como una divinidad tan digna de lástima y tan
desdichada, que ni siquiera de noche conoce un descanso para su quehacer manual,
cuando, incluso entre los infortunados mortales, parece raro el no disfrutar, durante la
noche, de una tregua para sus fatigas. No, no está diseñado Hefesto con tales rasgos
al forjar a Aquiles su armadura, ni tampoco existen en el cielo colinas de bronce ni de
estaño, de oro ni de plata. Pues es imposible que la lamentable codicia de que está
aquejada la tierra alcance el cielo.
Hablando en términos físicos, Homero ya ha declarado que, cuando la materia
era aún una mezcla informe, no habiéndose producido aún la separación de sus
elementos, reinaba la noche; y, cuando iban a tomar forma todas las cosas, encomienda
este trabajo a Hefesto, es decir, la sustancia caliente: según el físico Heráclito, en efecto,

con el fuego tienen intercambio todas las cosas.
No exento de verosimilitud, el poeta da a Cárite por esposa al forjador del universo,
pues el mundo debía experimentar contento por el hecho de convertirse en mundo
.
Pero, ¿cuáles son los materiales que emplea Hefesto en esta construcción?
Puso al fuego duro bronce, y estaño.
Si el dios fabricaba una armadura para Aquiles, ésta tenía que ser toda de oro;
yo tendría a Aquiles por un ser digno de lástima, si no igualara a Glauco en magnificencia. En realidad, lo que esto representa es la mezcla de los cuatro elementos: Homero
llama «oro» a la sustancia del éter, «plata» a la sustancia que se asemeja a este
metal en el color: el aire; el agua y la tierra son llamados «bronce» y «estaño»,
debido a la densidad que se da en ambos.
Con estos elementos, Hefesto forja en primer lugar el escudo, que tiene una
forma esférica; mediante este escudo, Homero nos ha querido representar claramente el
mundo, del cual sabe que es redondo, como se desprende de este pasaje de la fabricación
de las armas —y no es la única prueba que poseemos, sino que también existen otras—

44  En una escueta digresión, haremos de este tema la demostración que procede. Llama
continuamente al sol «acamante», «elèctor» e «hiperión». Con estos epítetos no hace
sino designar esta forma esférica.
«Acamante» es el que no se cansa; parece no tener por límites el Levante y el
Poniente, sino que se ve obligado a hacer permanentemente una carrera circular.
«Elèctor» puede significar dos cosas: o que el dios no ha tocado jamás el
lecho, o, lo que es más verosimil, que se enrolla en espiral sobre nuestras cabezas
y, en su movimiento circular, da la vuelta al mundo de día y de noche.
Por «Hiperión» se debe considerar al que se encuentra siempre sobre la tierra como creo que afirma Jenófanes de Colofón:
El sol se eleva por enci ma de la ti erra, y la caliente.
Si Homero hubiera querido llamar al sol por su nombre patronímico, lo hubiera
denominado «Hiperiónida», como llama, cuando viene al caso, a Agamenón «Atrida», y
a Aquiles «Pelida»

45 En cuanto a la «noche rápida», ésta no representa sino la forma esférica de toda la
bóveda celeste. La noche realiza, en efecto, la misma carrera que el sol, y todo el espacio
abandonado por éste, al punto es ocupado por las tinieblas de la noche. Claramente lo
expresa Homero en otro pasaje cuando dice:
La bri llante luz del sol se hundi ó en el Océano,
arrastrando sobre la ti erra fecunda a la negra noche.
El sol arrastra tras de sí a la noche, que está como pegada a él, y ambos marchan
acompasadamente a la misma velocidad. Con razón, pues, llama Homero «rápida» a la
noche. Pero también se puede, con mayor verosimilitud, tratar de interpretar
metafóricamente esta palabra thoê, considerando que se refiere, no a la velocidad en el
movimiento, sino a su forma. En efecto, en otro pasaje dice Homero:
Desde allí dirigí el navío rumbo a las islas Picudas,
queriendo aludir, no a la velocidad de las islas, que estaban sólidamente enraizadas —
eso sería una necedad—, sino al hecho de que sus contornos formaban una figura que
terminaba en ángulo agudo. Con razón, pues, la noche es llamada «puntiaguda»,
porque la extremidad de su sombra termina en punta.

46   Lo dicho sobre el tema demuestra científicamente que el mundo es esférico. Los
matemáticos afirman que las sombras, al proyectarse, pueden adoptar tres formas
diferentes. Cuando lo que despide la luz es más pequeño que el objeto iluminado, la
sombra que proyecta toma la forma de una cesta, que se va ensanchando hacia la base y
es más estrecha en la parte superior, de donde procede el resplandor. Cuando la luz
que emite los destellos es mayor que la superficie iluminada, la sombra adopta la forma
de un cono, ancha en su punto de partida y que se va estrechando progresivamente
hasta su vértice. Y, finalmente, cuando la superficie que ilumina es igual que la superficie
iluminada, la sombra se asemeja a un cilindro, que tiene una anchura igual en cada una
de las dos bases.
Homero, queriendo mostrar que el sol es más grande que la tierra, de acuerdo
con el pensamiento de la mayor parte de los filósofos, ha llamado con todo
fundamento a la noche «puntiaguda», porque forma una figura que, en su extremidad,
termina en punta; ya que, en mi opinión, su sombra no podría proyectarse ni en forma
cilíndrica ni en forma de cesta, sino en la forma ya mencionada del cono. Homero, al
ser el primero en aludir a esta cuestión mediante una simple palabra, había zanjado ya
las innumerables controversias de los filósofos.

47
Los movimientos de los vientos contrarios prueban también el carácter esférico del
mundo. El Bóreas, que sopla del Norte, desde lo alto de los aires, «levanta un
imponente oleaje». Este verso, con una simple expresión, ha descrito el movimiento
de las olas que se precipitan, rodando, desde las zonas superiores a las zonas más bajas.
Inversamente, con relación al Noto, que sopla desde las regiones inferiores, Homero
afirma lo siguiente:
allí el Noto lanza un potente oleaje contra el promontori o de la i zqui erda
El movimiento de la ola que se desplaza rodando desde un lugar más bajo a otro más
alto, se produce en forma ascendente.
Además de los otros testimonios, Homero dice «tierra i nfi ni ta», aunque, por
otro lado, pone en boca de Hera estas palabras:
voy a los confi nes de la férti l ti erra, para ver....
Por supuesto, no es que disienta Homero consigo mismo mediante estas opiniones
contrapuestas, sino que: toda figura esférica es, a la vez, ilimitada y limitada. Por el
hecho de tener una frontera y un contorno, debe considerarse lógicamente que está
provista de límites, pero también podría decirse, con toda propiedad, de un círculo que
carece de límites, puesto que es imposible determinar cuál es su término: en efecto, lo
que se ha considerado el fin, podría ser también el principio.

48   He aquí un conjunto de ejemplos que demuestran que, para Homero, el mundo eesférico. Pero el testimonio más claro es el de la fabricación simbólica del escudo de
Aquiles. Hefesto ha forjado un arma que tiene una forma circular: como una imagen
del perfil esférico del mundo.
Si Homero ha descrito con una concepción mítica este escudo forjado poHefesto, los motivos que figuran grabados en toda su superficie, sin duda deben referirse
a Aquiles. ¿Cuáles eran éstos?
Trababan combate, apostados a ori llas del río,
y se herían unos a otros con broncíneas lanzas.
Allí se encontraban la Discordia, el Tumulto y la funesta Parca,
que a un ti empo cogía a un guerrero herido, pero con vi da aún,
a otro lo dejaba i leso, y a otro, ya muerto, lo arrastraba por los pi es por el campo de
batalla.
De esta manera se desarrollaba permanentemente la existencia de Aquiles.
Pero Homero, con una filosofía suya muy peculiar, se refiere a la creación de
mundo, forjando, en primer lugar, las más grandes obras de la providencia, que siguieron
a la materia indiferenciada y magmática.
Allí plasmó la ti erra, el cielo, el mar, el sol infatigable y la luna llena
El destino, artífice de la génesis del mundo, forma en primer lugar, a golpe de
martillo, la tierra, núcleo fundamental. A continuación, sobre ella, a modo de divino
techo, coloca el cielo y, en los recovecos que se abren en los contornos de la tierra, vierte
toda la masa líquida del mar. Y, enseguida, con el sol y la luna, ilumina los elementos separados del caos primero.

Allí, todas las estrellas que al cielo sirven de corona.
Es, sobre todo, en este pasaje, donde Homero nos presenta el mundo como esférico.
Pues, así como la corona es un adorno circular para la cabeza, del mismo modo
los astros que ciñen la esfera celeste, diseminados en el espacio en forma de esfera, son
llamados con razón «corona del cielo».

49   Después de examinar en detalle el conjunto de los astros, nuestro poeta cita, en
particular, alguna de las constelaciones más visibles. No podía Homero, en efecto,
referirse a todos estos cuerpos de naturaleza divina, como Eudoxo o Arato, porque
él se había propuesto escribir la Ilíada, y no los Fenómenos. Pasa después a la alegoría
de las dos ciudades, y nos presenta la de la paz y la de la guerra, de modo que
Empédocles de Agrigento no ha podido extraer de ninguna otra fuente, sino de Homero,
las teorías de la escuela de Sicilia.
Junto con los cuatro elementos, Empédocles nos presenta, en su teoría física, a
la lucha y a la amistad. Y es a ambas a las que Homero se refiere cuando forja las
ciudades en el escudo: una la de la paz, esto es, la amistad, y la otra la de la guerra, es
decir, la lucha.

50
Puso cinco capas en el escudo con el único objeto de designar, veladamente, zonas
del cosmos que no estaban grabadas en su superficie. La zona que está más al
Norte envuelve el polo boreal, y la denominan zona ártica; la que está a continuación, es
templada; la tercera se llama zona tórrida; la cuarta, como la zona segunda que
acabamos de citar, es llamada templada; la quinta lleva el mismo nombre que la parte sur
del mundo: es denominada zona sur antártica.
De estas zonas, dos están completamente deshabitadas a causa del frío: la del
polo norte, y la del polo opuesto, el sur. Asimismo, otra zona de entre ellas, la tórrida,
debido al exceso de calor que se da en ella, no es accesible para ningún ser vivo. Por
el contrario, dicen que las dos zonas templadas están habitadas, ya que gozan de una
temperatura suave, en absoluto extrema, como la que se da en las zonas contiguas.
Eratóstenes, en su Hermes, lo ha explicado con todo detalle en estos términos:
Cinco zonas le envuelven en espiral:
dos de ellas son más sombrías que el azul intenso;
una, reseca, y, como el rojo del fuego,
es lacerada por las llamas: como descansa sobre la canícula
misma, los rayos del éter la abrasan con sus fuegos.
Y las dos últimas que, a uno y otro lado, están fijadas alrededor del polo, heladas
siempre, tienen que soportar el agua permanentemente.

51  A estas zonas Homero las llamó capas en los pasajes en los que dice:
Eran ci nco, en efecto, las capas que había puesto el di os cojo: dos de bronce; en el
i nteri or, dos de estaño y una de oro.
A las dos zonas de las extremidades, situadas en los límites oscuros del universo,
Homero las ha comparado con el bronce. La naturaleza de este metal es, en efecto, fría,
gélida. Dice el poeta en otro pasaje:
Y sus di entes mordi eron el frío bronce

.
«Una de oro» es la zona tórrida, ya que la sustancia del fuego, por su color, es
muy parecida al oro. «En el interior, dos de estaño» se refiere a las zonas templadas,
pues la materia del estaño es blanda y dúctil de manejar: por medio de ella Homero ha
querido expresar el carácter suave y benigno que se da para nosotros en estas zonas.
Así, el augusto taller de Hefesto, en el cielo, forjó la sagrada Naturaleza.

52  Surge seguidamente la erizada y acerba malevolencia de los detractores de Homero a
causa del combate de los dioses. Pues, para nuestro poeta, no estalló «la terrible
refriega entre los troyanos y los aqueos», sino que se produjeron en el cielo una serie
de disturbios y desavenencias, e hicieron presa en la divinidad:
Hi zo frente al soberano Posidón Febo Apolo, con sus aladas flechas; a
Enialio, la diosa Atenea la de ojos glaucos; frente a Hera se apostó Ártemis la
flechadora, la del arco de oro, di osa que ama el bullicio, hermana del que hi ere de
lejos; a Leto le hizo frente el fuerte y bienhechor Hermes, y a Hefesto, el gran río de
profundos remolinos.
No se trata de Héctor luchando contra Áyax, ni Aquiles contra Héctor, ni
Sarpedón con Patroclo: lo que ocurre es que Homero organizó el gran combate del cielo,
y, cuando el desastre ya se iba a producir, no hizo nada por evitarlo, antes al contrario,
lanzó a los dioses unos contra otros. Ares
cayó en ti erra, y ocupó siete pletros, y el polvo manchó su cabellera
Después, Afrodita
sintió desfallecer sus rodillas y su corazón.

Ártemis es herida afrentosamente con su propio arco, como una doncella temerosa a
quien se le reprende, y las aguas del río Janto casi detienen su curso por culpa de
Hefesto

53  Desde el principio, todos estos relatos no pueden en absoluto granjearse el favor de
la mayoría. Pero, si alguien quiere, adentrándose en los misterios homéricos, iniciarse
en los arcanos de su sabiduría, descubrirá cuán lleno está de filosofía lo que parecía tan
sólo impiedad del poeta.
Algunos pretenden que lo que se ha expresado en este pasaje es el encuentro de
los siete planetas en un mismo signo del Zodíaco. Sería el cataclismo total, si esto se
produjera. A lo que el poeta se refiere es a la conjunción de todos los elementos,
congregando a la vez a Apolo, es decir, el sol, a Ártemis, a quien nosotros llamamos
luna, al astro de Afrodita, al de Ares, también al de Hermes, y al de Zeus.
Hemos expuesto esta alegoría —que es más un intento de parecer verosímil, que
algo verdadero—, exclusivamente para no dar la impresión de que la desconocemos.
Pero debemos examinarla dándole la interpretación correcta y acorde con la sabiduría de
Homero:

54  Homero ha enfrentado a vicios y virtudes, y presenta a los elementos luchando
con sus contrarios. Enseguida, los dioses son emparejados de la siguiente manera, con
un criterio filosófico: Atenea y Ares, es decir, la locura y la cordura. El primero, como
ya dije, es
loco, nacido para el mal, voluble. Y Atenea es famosa entre todos los dioses por su mente y su ingenio. Un odio irreconciliable enfrenta, pues, a la razón —que sabe discernir de la
manera más precisa— y a la locura, que nada ve. Así como la razón presta enormes
servicios en la vida, de la misma manera actúa con el mejor criterio en lo concerniente a
la guerra: la enloquecida y demente estupidez no ha podido prevalecer sobre la
inteligencia. 

Atenea vence a Ares y lo deja tendido en tierra: es decir, que todo vicio está siempre a ras del suelo y es arrojado a los bajos fondos; es algo repugnante a lo que se pisotea y que está expuesto a toda clase de vejaciones. Cerca de Ares, sitúa Homero a Afrodita, es decir, el desenfreno:
Los dos quedaron tendidos en la tierra fecunda.
Estas dos lacras, ambas de la misma especie, son muy parecidas en los efectos que producen.

55 A Leto le hace frente Hermes, ya que esta divinidad no es sino la palabra que
formula lo que experimentamos en nuestro interior. Contra la palabra combate
siempre  Leto, como si se tratara de lētho, cambiando simplemente una letra. En
efecto, lo que se olvida no puede ser expresado; por ello refieren que Memoria es la
madre de las Musas, queriendo decir con ello que las diosas que tienen a su cargo la
palabra cobraron vida en el seno de la memoria. Es, pues, natural, que el olvido se
lance a luchar contra su rival. Y, con toda razón, éste retrocede ante el olvido: pues
dicho olvido es una derrota del discurso, y la más brillante palabra, cuando se pierde la
memoria, queda borrada por un obtuso silencio.

56 En cuanto a los dioses restantes, se trata de una lucha entre las fuerzas de la
Naturaleza:
Hizo frente al soberano Posidón Febo Apolo.
Homero enfrenta al fuego y al agua, llamando al sol Apolo y a la sustancia
húmeda Posidón. ¿Hace falta decir en qué medida estos elementos se oponen entre sí?
El uno domina y destruye al otro constantemente. El poeta , empero, con una sutil
interpretación de la realidad, hace cesar la lucha entre ambos. Puesto que —como ya
hemos mostrado— la sustancia húmeda, especialmente la salina, es el elemento de
que se nutre el sol, éste absorbe de la tierra, de manera imperceptible, la humedad de sus
emanaciones, y con ello principalmente alimenta su fuego . Era deplorable que
lucharan entre sí el que procuraba el sustento y el que lo recibía: por ello se retiraron
ambos contendientes.

57  Frente a Hera se apostó Ártemis la flechadora, la del arco de oro, diosa que ama el
bullicio.
No sin razón introduce Homero en escena a estas diosas.  Como ya he dicho, Hera
representa el aire, y Homero llama Ártemis a la luna. Todo ser que ha recibido un
corte siente, naturalmente, animadversión por quien se lo ha producido. Por ello,
Homero hace a la luna enemiga del aire, queriendo aludir al movimiento y a la carrera
de este astro en el aire.
Como era de esperar, la luna es derrotada muy pronto, puesto que el aire es
inconmensurable y está esparcido por todas partes; la luna, en cambio, tiene un
tamaño mucho más reducido, y su luz se ve ensombrecida constantemente por los
fenómenos que se dan en las capas de aire: unas veces por los eclipses; otras, por las
tinieblas, y también por las nubes que se desplazan. Por ello, Homero  concede el
premio de la victoria al que, de los dos, tiene mayor tamaño e infiere sin cesar daño al otro.

58  A Hefesto le hizo frente el gran río de profundos remolinos.
Al aludir a Apolo y a Posidón, nos había presentado al éter celeste y a la llama pura
del sol. Pasa a referirse ahora al fuego mortal, a quien provee de armas para luchar
contra un río, lanzando al combate a dos elementos  que se oponen entre sí. Con
anterioridad presentaba al sol sucumbiendo ante Posidón; ahora, en cambio, es la
sustancia húmeda la que resulta vencida por la sustancia ígnea: este último elemento es,
en efecto, más poderoso que el otro.
¿Quién está tan loco como para poner en escena a los dioses luchando entre sí?
No, sencillamente, Homero, por medio de alegorías, ha hecho teología de los agentes
naturales.

59  Al final de la Ilíada, sirviéndose de una alegoría del todo clara, Homero nos muestra
a Hermes bajo forma visible, acompañando a Príamo. Ningún medio parece, en
efecto, suficientemente persuasivo para los hombres que están dominados por la cólera:
ni la plata, ni el oro, ni los ricos presentes. Pero hay un arma dulce y amable para
ablandar a los demás: la persuasión por medio de la palabra. Con toda razón dice
Eurípides:
No hay más templo de Persuasión que la palabra.
De la palabra se reviste Príamo como de una poderosa armadura. Con ella, sobre
todo, quebranta la cólera de Aquiles; no muestra en primer lugar «los doce peplos, los
doce mantos sencillos» ni el resto de los presentes que había llevado consigo, sino que
son sus primeras palabras de súplica las que aplacan el furor varonil de Aquiles:
Acuérdate de tu padre, oh Aqui les, semejante a los di oses,
que ti ene la mi sma edad que yo, y se encuentra en el umbral funesto de la vejez
Con este breve preludio, cautiva a Aquiles, quien casi cree hallarse en presencia
de Peleo, y no ante Príamo. Por ello, Aquiles se compadece del anciano, hasta el punto
de sentarle a su mesa, y le devuelve el cuerpo de Héctor ya bañado. Tanto poder
tiene la palabra, intérprete de los sentimientos, la palabra que Homero ha enviado
junto a Príamo para que le ayude en su súplica.

60 ¿No es suficiente el hecho de que, a lo largo de toda la Ilíada, aparezca el canto
incesante de la sabiduría homérica, expresando, mediante alegorías, los asuntos
referentes a los dioses? ¿Buscamos alguna prueba más contundente que las ya aportadas
y, después de tantos testimonios, consideramos necesario rastrear aún en la Odisea?
Bien es verdad que se es insaciable de todo lo que es bello; pasemos, pues, de la
Ilíada, rica en batallas y guerras, a esa etopeya que es la Odisea. Esta obra tampoco
está exenta de reflexiones filosóficas: encontramos que Homero es el mismo en uno y
otro poema: no relata sobre los dioses nada que sea indecoroso; no, no recurre a
semejante procedimiento, pero utiliza un lenguaje misterioso.

61 Ya al principio del poema, hallamos a Atenea enviada por Zeus a Telémaco. Este
hecho está bien fundado, porque Telémaco es demasiado joven, acaba de sobrepasar los
veinte años y está a punto de convertirse en un hombre. Ante los acontecimientos,
comienza a tomar cuerpo en él el pensamiento de que, al cuarto año, ya no debe soportar
los abusos de los pretendientes.
De estos pensamientos, que van agolpándose en la mente de Telémaco, Homero
hace una alegoría, la de la aparición de Atenea. Llega, en efecto, la diosa, tomando el
aspecto de un anciano, Mentes, a quien se le conoce como un antiguo huésped de
Odiseo. Los cabellos blancos y la vejez, puertos sagrados de los años postreros, son para
los hombres un anclaje seguro, y, cuanto más se debilita la fuerza del cuerpo, tanto más
se fortalece la inteligencia.

62  ¿Qué le va a enseñar a Telémaco la inteligencia, que aparece quedamente? A no ser
que se trate de la diosa, que, sentándose a su lado, le aconseja en los términos que dice el
texto, mientras el muchacho juega a los dados: «Vamos, Telémaco, le dice, tú ya eres
más juicioso que un jovencito».
Prepara una nave con vei nte remeros, la mejor que encontrares, y parte, a ver si
averi guas algo de tu padre, perdi do hace tanto ti empo
El primer pensamiento que se apodera de él, pese a ser producto de la honda
irreflexión de su joven edad, es un pensamiento justo y piadoso, a saber: que no está bien
pasar el tiempo en la ociosidad, en Ítaca, sin acordarse para nada de quien lo ha
engendrado; por el contrario, si ama a su padre, es necesario que prepare una nave y
marche, al otro lado del Ponto, en busca de noticias de Odiseo, para seguir sus huellas,
perdidas desde que se ausentó.
La segunda cuestión que se plantea es: ¿dónde dirigir sus pesquisas para
averiguar la suerte de su padre? Es la sabiduría, sentada a su lado, quien se lo sugiere:
Marcha primero a Pilos, e interroga al divino Néstor,
y, desde allí, ve a Esparta y pregunta al rubio Menelao.
El primero poseía la experiencia de la vejez; el segundo, acababa de regresar,
después de haber andado errante durante ocho años:
Fue el último en volver de los aqueos de broncíneas corazas.
Néstor había de serle útil por sus consejos, y Menelao le diría la verdad sobre el
curso errante de Odiseo.

63  Mientras así meditaba, se dijo, como dándose a sí mismo una amistosa palmada:
No debes conducirte como un niño; ya no tienes edad para ello.
Como un pedagogo y un padre, la reflexión suscita en Telémaco la toma de
conciencia de sus responsabilidades, y le invita a que demuestre una sensatez semejante
a la de un virtuoso joven de su edad:
¿Acaso no escuchas la fama que adquirió entre los humanos el divino Orestes, por
dar muerte al asesino de su padre?.
Excitado por tales reflexiones, siente con razón su pensamiento ligero, etéreo.
Homero lo compara con un pájaro cuando dice:
Escapó volando como un ave, hasta perderse de vista.
La inteligencia de Telémaco, consciente, en mi opinión, de llevar en su interior
algo realmente tan preciado, se eleva. Pronto se reúne la asamblea, y Telémaco
pronuncia un discurso enriquecido con la elocuencia paterna.
El regreso por mar lo dispone un personaje de nombre alegórico, Noemón, el
hijo de Fronio.

Con ambos nombres, Homero no hace sino designar los pensamientos
que acuden súbitamente a la mente de Telémaco. Cuando el joven sube al navío,
embarca a su lado Atenea, esta vez con el aspecto de Méntor, el hombre que, cuando
algo le inquieta, hace uso de la reflexión, que es madre de la sabiduría. A lo largo de
todos estos episodios, estos versos nos describen cómo se va desarrollando
paulatinamente la inteligencia en Telémaco.

64  El relato de Proteo, sobre el que Menelao se extiende tanto, ofrece a primera vista
una apariencia engañosa. ¿No es completamente fantástica la historia de este
desventurado habitante de una pequeña isla de Egipto que carga eternamente con su
suplicio, con una vida repartida entre el mar y la tierra, teniendo que dormir, el
desdichado, entre focas, para no poder ni siquiera disfrutar de sus momentos de reposo?
Su hija, Idótea, por beneficiar a un extranjero, actúa en contra de su padre, a
quien traiciona. Además, están las cadenas, y la emboscada que le tiende Menelao. Y
luego, las metamorfosis de este Proteo de las mil caras, adoptando todas las figuras
que quiere: más bien parece tratarse de una serie de leyendas poéticas y fantásticas, a no
ser que algún hierofante de alma inspirada venga a explicarnos estos misterios celestes
que se encuentran en Homero.

65  Homero nos presenta la génesis originaria de todas las cosas, «las raíces», a partir
de las cuales se configuró el mundo, tal y como ahora lo vemos. En un principio hubo
un tiempo en que todo era una masa informe y llena de limo, que no había recibido aún
sus rasgos diferenciados, ni alcanzado su aspecto definitivo. El mundo no tenía
todavía ese centro firme y bien arraigado que es la tierra, hogar del universo; tampoco el
cielo giraba, inmutable en su movimiento perpetuo; todo era desierto sin sol, y triste
silencio, y no existía más que materia en estado caótico. Nada tenía vida; todo
carecía de forma, hasta el momento en que el principio creador de todas las cosas y
artífice del universo logró la salvación para la vida, imprimiendo en el cosmos un sello de
buen orden. Separó el cielo de la tierra, separó el continente del mar, y los cuatro
elementos, raíz y origen de todas las cosas, adquirieron, sucesivamente, su forma
propia. Mezclando estos elementos sabiamente, el dios***, en ese momento en que la
materia informe estaba aún indivisa.

66  La hija de Proteo se llama fundadamente Idótea, porque es la diosa que ayuda a la
materia a revestir sus diversas formas. Por ello, Proteo, siendo un solo ser, se
desdobla y adopta variadas figuras, bajo la acción de la providencia que le modela:
... se transformó primero en león melenudo,
después en dragón, en pantera y en cerdo gigante;
se convirtió en corriente de agua y en árbol de frondosa copa.
El león, animal que arroja fuego, simboliza el éter. El dragón es la tierra: la
explicación es que este animal es considerado autóctono, y nacido de la tierra. En cuanto
al árbol, que crece en todas direcciones y que recibe de la tierra el impulso que le
hace elevarse hasta el cielo, simboliza el aire. El agua la presenta Homero de manera
más clara, para ratificar más contundentemente las anteriores alegorías:
Se convirtió en corriente de agua.
De modo que es lógico que la materia informe sea llamada Proteo, y la
providencia que ha configurado cada cosa, Idótea; a partir de este doble principio, el todo
se separó, dividido en masas compactas, encargadas de organizar todo el universo.
La isla en la que tuvo lugar este modelado, se llama Faros con toda propiedad,
puesto que el verbo phérsai significa «producir» y, además, Calímaco llama aphárotos a la tierra no fecunda:
Virgen como una mujer.

Homero, al llamar Faros al país que fue padre de todas las cosas, está
expresándose en términos físicos, designando, con este nombre que denota la
fecundidad, lo que precisamente él quería resaltar.

67  Veamos ahora con qué epítetos adorna Homero a Proteo:
Frecuenta este lugar un anciano hálios, veraz.
Pienso que lo característico de la sustancia originaria es su antigüedad, de modo
que otorga a la materia informe la dignidad que adquiere el cabello encanecido con el
paso del tiempo. Al llamar háli os a Proteo, no se refiere, por Zeus, a ninguna divinidad
marina que tiene su morada entre las olas, sino al conglomerado de elementos múltiples y
variados que se unieron. En cuanto al término «veraz», está empleado con toda
propiedad. Pues, ¿hay algo más verdadero que esta sustancia, de la cual hay que pensar
que ha surgido todo?
Calipso llama Hermes a la elocuencia persuasiva de las hábiles palabras de
Odiseo, quien, aunque trabajosamente, logra, sin embargo, embaucar a la ninfa
enamorada, para ser enviado de nuevo a Ítaca. Por esta razón, Hermes llega del
Olimpo adoptando la forma de un pájaro. Pues las palabras, según Homero, son
«aladas», y, entre los hombres, nada hay más rápido que la palabra.

68  No debemos pasar de largo sin detenernos en los episodios secundarios, ya que,
gracias a ellos, nos es posible verificar las finas consideraciones de Homero.
Los amores de Hémera y Orión —pasión indecorosa, incluso para los humanos
— son una alegoría:
Así, cuando la Aurora de rosados dedos arrebató a Orión.
Homero nos presenta aquí a un joven, en la flor de la vida, y arrebatado por el
destino antes del momento fijado. Había una antigua costumbre, según la cual, los
cuerpos de los enfermos —una vez que la vida tocaba a su fin—, no podían ser
llevados en cortejo fúnebre, ni de noche, ni cuando el calor ardiente del mediodía se
extiende sobre la tierra, sino solamente al rayar el alba, cuando los rayos del sol, al salir,
están desprovistos aún de fuego. Cuando moría un joven noble y, además, celebrado
por su belleza, al cortejo fúnebre que tenía lugar al amanecer, lo llamaban, utilizando un
eufemismo, «rapto de Hémera», como si el joven no hubiera muerto, sino que hubiera
sido arrebatado por una pasión amorosa. Se cuenta esto basándose en Homero.
Jasión, un hombre que se dedicaba a la agricultura y cosechaba en sus campos
abundantes frutos, pasó naturalmente por ser amado por Deméter.
En estas historias, Homero no refiere amores desenfrenados ni conductas
licenciosas de los dioses; por el contrario, presenta a Hémera y a Deméter como las
diosas más puras. Para quienes quieran investigar piadosamente, Homero tiene a bien
colocarles en el preciso punto de partida para una interpretación física.

69   Y ahora, dejando de lado todo lo demás, ocupémonos de una acusación que los
sicofantas repiten constante y machaconamente en términos muy duros. Hacen toda una
tragedia de los amores de Ares y Afrodita, diciendo que Homero ha forjado una
historia impía. Y es que el poeta concede a la intemperancia derecho de ciudadanía
en el cielo, y no se avergüenza de referir, a propósito de los dioses, lo que, entre los
hombres, cuando se produce, es castigado con la muerte: me refiero al adulterio.
Los amores de Ares y Afrodita la de bella corona, cómo se unieron por vez primera en la morada de Hefesto
.
Y, a continuación, las cadenas, las risas de los dioses y la súplica de Posidón a
Hefesto: no estaría bien que las pasiones de que adolecen los dioses fueran
castigadas por los humanos, que son también reos de pecado.
Yo, personalmente, creo que estos amores, aunque cantados entre los feacios,
hombres esclavos del placer, contienen un cierto saber filosófico. Parece que Homero,
en estos pasajes, confirma las creencias de la escuela siciliana y la teoría de
Empédocles, llamando a Ares la «discordia», y a Afrodita, la «amistad». A estos dos
principios, separados en su origen, Homero nos los presenta, después de su antigua
rivalidad, unidos en íntima concordia. Consecuentemente, de ambos nace
Harmonía, habiéndose producido en el universo una armonía calmada y llena de
equilibrio. Era natural que los dioses rieran y se regocijaran ante este espectáculo,
puesto que los favores que dispensaban ya no se oponían para destruirse, sino que
conocían una pacífica concordia.
Puede que se trate de una alegoría relativa al trabajo de la forja.
Verosímilmente, Ares representaría el hierro, al cual Hefesto ha dominado con toda
facilidad. Pues el fuego, pienso, como tiene un poder superior al del hierro, ablanda en
sus llamas sin la menor dificultad la dureza de este metal. Pero el artista necesita
también a Afrodita para su trabajo; por esa razón, creo que, después de ablandar el
hierro con el fuego, consigue ejecutar con éxito su obra con un arte «encantador».
Es Posidón quien arrebata a Ares de las manos de Hefesto: normal, puesto que la masa
de fuego al rojo vivo, sacada del hogar, es sumergida en el agua, y la incandescencia, por
su propia naturaleza, se extingue y cesa.

70  Si alguien quiere examinar de cerca el viaje errante de Odiseo, encontrará que se
trata por completo de una alegoría. Al presentar Homero, en efecto, al héroe como
un instrumento de todas las virtudes, se sirve de éste para enseñar filosóficamente la
sabiduría, puesto que Odiseo odia los vicios, que hacen estragos en la vida de los
hombres. Por ejemplo, el placer, ese país lotófago que cultiva un goce exótico y
que Odiseo ha bordeado, venciéndolo. O el fiero temperamento de cada uno de nosotros,
que el héroe ciega, podríamos decir, con el hierro candente de sus consejos. Este
monstruo recibe el nombre de «Cíclope»: el que «quita» el juicio.
Y ¿qué más? ¿No es Odiseo el primero que indicó con precisión, gracias a su
conocimiento de la astronomía, el momento oportuno para una travesía favorable, y
parece ser que hizo soplar los vientos?. Resultó más poderoso que los venenos de
Circe, por haber descubierto, con su enorme saber, el remedio contra ciertos
bebedizos dañinos traídos de fuera.
La sabiduría desciende hasta el Hades, para que no quedara ninguna zona, ni
siquiera en los infiernos, sin explorar a fondo. ¿Quién escucha entonces a las Sirenas,
aprendiendo de ellas las historias cargadas de experiencia de todos los siglos
?
Caribdis recibe ese nombre con toda propiedad, para designar el desenfreno sin límites,
insaciable de bebida

. Escila es, para Homero, una alegoría de la desvergüenza,
que se presenta bajo múltiples formas; de ahí que esté rodeada de perros con el hocico
lleno de rapiña, de temeridad, de avidez

. Las vacas del sol son la moderación en
el comer: ni siquiera el hambre ha impulsado a Odiseo a inferir un agravio a la
divinidad.
Éstos son, bajo forma de cuentos, relatos para los oyentes, y, si han derivado
en una alegoría de la sabiduría, serán muy útiles a quienes traten de imitarlos.

71  Considero que Eolo simboliza por antonomasia el año, sujeto al período de doce
meses del tiempo. Se llama Eolo, es decir, el abigarrado, porque las partes que lo
integran tienen una naturaleza de distinta duración y forma en cada estación, y los
diferentes cambios que se operan en él cada vez lo hacen variopinto. Pues, del
inclemente frío, pasa a la suave y calmada alegría de la primavera, y la humedad del
clima primaveral la recoje, adensada, la ardiente fuerza del verano; el otoño, estación
del ocaso y de las siembras anuales, arrastra consigo el calor abrasador del verano, y
es umbral del invierno. Siendo padre de este conjunto multicolor, con razón el año
recibe el nombre de Eolo.
Homero le llama hijo de Hípotes. ¿Hay algo, en efecto, más rápido que el
tiempo, algo tan vivo, en su eterno discurrir, en su eterno fluir, con esa rapidez que es
medida de todos los siglos?
Sus hijos son los doce meses:
Seis hijas, y seis hijos en la flor de la vida
Homero ha dotado a los meses que constituyen el verano, por su naturaleza
fructífera y fecunda, del sexo femenino, mientras que a los meses del invierno, por su
inclemencia y sus hielos, los ha hecho del sexo masculino. El relato de las bodas
entre ellos no es tampoco impío: ha unido simplemente hermanos y hermanas, porque
sucede que las estaciones se apoyan las unas sobre las otras.
Eolo es el que tiene a su cargo los vientos,
para hacerlos cesar o excitarlos a su gusto.
El movimiento de los vientos se sucede en períodos mensuales, y soplan en días
determinados: el año es el soberano de todos.

72  Tal es la interpretación física que hay que dar a lo referido acerca de Eolo.
El brebaje de Circe es la copa del placer; los libertinos que lo beben, a cambio
del efímero placer de saciarse, viven una vida más miserable que la de los cerdos.
Por ello, los compañeros de Odiseo, que eran un grupo de necios, se dejan vencer por la
glotonería, pero la inteligencia del héroe queda victoriosa de esta molicie que flota en
torno a Circe.
A Odiseo, nada más desembarcar, cuando subía al palacio de Circe, y estaba ya
próximo a sus puertas, se le aparece Hermes, es decir, el discurso cargado de razón.
Suponemos, ciertamente, que esta denominación de Hermes es acorde con su sentido
etimológico, ya que es como un intérprete de todo lo que se piensa en el alma. Las
manos de los pintores y cinceladores lo representan cuadrado, porque todo discurso
recto tiene una base firme, que no resbala ni rueda hacia un lado ni hacia otro. Le
coronan de alas, queriendo aludir con ello a la velocidad de toda palabra. Hermes se
complace en la paz: es, sobre todo, en las guerras donde faltan las palabras, y los
éxitos mayores los cosechan las manos.
Homero, en nuestra opinión, clarifica la cuestión con los epítetos que utiliza.
Llama al dios «Argifonte», y no porque conozca, por Zeus, los relatos de
Hesíodo, donde Hermes da muerte al boyero de Ío, sino que, como la esencia de la
palabra es la única que revela a las claras lo que se piensa, por esa razón llama a Hermes
«argifonte», «Bienhechor» , «poderoso», e incluso, «el que no hace el
mal», estos epítetos constituyen el testimonio más inequívoco de que aluden a
palabras llenas de sentido. Pues el razonamiento se construye fuera de la maldad;
salva en todas las circunstancias a quien hace uso de él, y le sirve de gran utilidad.

¿Por qué Homero honra doblemente al dios Hermes en dos ocasiones
diferentes, bajo tierra, como a una divinidad ctónica, y por encima de nosotros, como
una divinidad del cielo? Porque hay dos clases de lenguaje: los filósofos llaman a
uno interior, y al otro, exteriorizado. Éste es el que explicita nuestros pensamientos
recónditos, y el primero permanece oculto en lo profundo de nuestro pecho.
Dicen que la divinidad utiliza este último lenguaje; los dioses, que, por otra parte, no
carecen de nada, usan complacidos esta única voz. Por esta razón, Homero llama
ctónico al lenguaje interior, pues es invisible y permanece cubierto de tinieblas en el
fondo de la mente; y al lenguaje exteriorizado, como se percibe desde lejos, lo ha situado
en el cielo.
A Hermes se le sacrifica la lengua, el único órgano del cuerpo que tiene relación
con el lenguaje; Hermes es también a quien se le ofrecen las últimas libaciones al ir a
dormir, porque el sueño supone el fin del quehacer de toda palabra.

73  Éste es, pues, el dios que, en calidad de consejero, sale al encuentro de Odiseo
cuando nuestro héroe se dirige a la morada de Circe. Al principio, llevado Odiseo de
la cólera y del dolor por las noticias que acaba de recibir, cae en un estado de agitación
incontrolada. Pero, al poco tiempo, esos impulsos amainan y dejan paso a la razón y
a la conciencia de lo que le conviene hacer; de ahí que
Hermes Crisorrapis se presentó a él. Chrysoûn está tomado aquí en sentido de «primoroso», y el verbo rháptein
expresa metafóricamente «confeccionar», «urdir». Homero dice, ciertamente, en otro
pasaje:
Tramamos males con mil argucias.
Por esa razón, Homero habla de historias entrelazadas, porque una palabra
sucede a la otra y, cosida a ella, encuentra su sentido más apropiado. Homero llama,
pues, a la palabra, «la que cose con primor», por su capacidad de deliberar bien y de
hilvanar los hechos.
Tras la cólera incontrolada, se presenta el razonamiento, e increpa a Odiseo por
obrar con premura, vanamente:
¿Cómo vas, desdichado, tú sólo a través de estas cimas, desconociendo el país?

Estas palabras se dice Odiseo a sí mismo, gracias a la refexión, que le hace
cambiar de opinión, luego de frenar el impulso primero.
A la sabiduría la llama, muy convincentemente, môly, porque llega sólo a los
seres humanos, a unos pocos, y no sin dificultad
y su flor, semejante a la leche.. La raíz de esta hierba es negra,
En general, todo lo que concierne a bienes tan preciados tiene unos principios
abruptos y difíciles, pero, cuando uno se afana en desafiar las dificultades iniciales,
entonces es dulce en la vida el fruto de esos logros tan provechosos.
Odiseo, asistido por semejante razonamiento, venció así a los filtros de Circe.

Cambiando de tema, Homero sustituye la observación de la tierra por el universo
invisible y muerto, al que tampoco deja sin alegorizar; por el contrario, filosofa, con
ayuda de símbolos, sobre los fenómenos del Hades.
El primer río de allí se llama Cocito, cuyo nombre proviene del padecimiento
humano: los lamentos en que prorrumpen los vivos por los que han muerto. Llama
Homero al siguiente río Piriflegetonte, pues, tras las lágrimas, tienen lugar las ceremonias
fúnebres, y el fuego consume lo que en nosotros hay de carne mortal. Sabe
Homero que ambos ríos desembocan en el Aqueronte, y ello es debido a que, después de
los primeros lamentos y de las honras funerarias de rigor, se siguen un dolor y una
tristeza que se prolongan durante mucho tiempo, y que reavivan la aflicción al menor
recuerdo. Estos ríos se precipitan desde la Éstige, en virtud de la tristeza y
abatimiento que conlleva la muerte.
Hades es el nombre con el que se designa el lugar invisible, y Perséfone, a su
vez, es aquella en cuya naturaleza está el arruinarlo todo
la pera envejece junto a la pera; la manzana junto a la manzana
En sus bosques, los árboles que hunden allí sus raíces son
los álamos negros y los sauces estériles
Homero relaciona estrechamente los sacrificios al lugar***. En estos lugares no se ve

***El círculo del sol se apaga porque lo oscurece la luna; vemos entonces, a
menudo, los destellos resplandecientes de unas estrellas. Muy fundadamente
Teoclímeno, el que escucha lo divino, pronuncia estas palabras —Homero, en efecto,
le ha encontrado un nombre que se adecúa bien a su especulación física—:
Sumi dos en la noche están vuestras cabezas y vuestros rostros, y también vuestras
rodillas.
Ciertamente, lo que se ve en los eclipses es semejante al color de la sangre, pues
todo se tiñe de rojo. Por eso añade:
Los muros y las hermosas vi gas rezuman sangre
La fecha de los eclipses, que Hiparco determinó con exactitud.
, es el día treinta del
mes, el llamado novilunio, llamado por los hijos de los áticos «antigua y nueva luna».
Nadie descubriría un eclipse en otra fecha diferente. Y, qué tiempo era aquel en el que
Teoclímeno pronuncia esas palabras, es posible saberlo por el mismo Homero:
cuando un mes se consume, y otro comienza
.
Tal exactitud encontramos en Homero, no sólo al señalar las características de los
eclipses, sino también al determinar la fecha en que se producen.
¿Para qué añadir, en fin, a todos estos datos, la colaboración prestada por Atenea
—es decir, la inteligencia— a Odiseo en la matanza de los pretendientes? Si el héroe
hubiera atacado frente a frente, y usando de violencia, a los que habían cometido abusos
contra su hacienda, la guerra, sin duda, hubiera estado de su parte. Pero, como los
cercó con engaño y con astucia, fue la inteligencia lo que le hizo llevar a feliz término su cometido.
Por todos estos testimonios que hemos reunido, encontramos que toda la
poesía de Homero está llena de alegorías.

 

Después de esto, ¿es procedente condenar como impío a Homero, el gran hierofante
del cielo y de los dioses, quien abrió los senderos que conducían al cielo y que estaban
sin acceso, cerrados para las almas humanas? ¿Con qué finalidad? ¿Para que, propagada
esta acusación sacrílega e infame, una vez desaparecidos los poemas, la ignorancia,
impotente para expresarse, se expanda por el mundo? ¿Para que ni siquiera el coro de
niños pequeños saque, tempranamente, provecho de la sabiduría homérica, como
si de leche de nodriza se tratara? ¿Para que ni los muchachos ni los jóvenes ni la vejez,
ya en su ocaso, disfruten de este placer, y la vida de los hombres discurra
estúpidamente, privada de voz?
Que Platón destierre a Homero de su República, como él mismo se exilió de
Atenas a Sicilia. Pero, debía ser desterrado también de esta República Critias, puesto
que era tirano, o Alcibíades, quien, de niño, se comportaba como una mujer, sin el
menor decoro, y, de jovencito, como un hombre maduro; Alcibíades, que, en los
banquetes, se burlaba de los misterios de Eleusis; el desertor de Sicilia, el responsable de
Decelía.
Pues bien: Platón ha proscrito, sí, a Homero de su propia ciudad, pero todo el
mundo pretende ser su única patria:
¿En qué patria registraremos a Homero como ciudadano, aquel por quien todas las
ciudades levantan la mano?

Preferentemente, Atenas, ciudad que, después de haber renegado de Sócrates
como ciudadano, hasta el punto de obligarle a tomar el veneno, sólo formula una única
petición: pasar por ser la patria de Homero.
Mas, ¿cómo Homero hubiera soportado ser un ciudadano sometido a las leyes
de Platón, estando ambos autores divididos por posturas tan contrarias y antagónicas?
Uno propugna la comunidad de esposas y de hijos; los dos poemas del otro están
santificados por castas uniones. A causa de Helena parten los griegos a la guerra, y,
a causa de Penélope, Odiseo anda errante. En ambos poemas de Homero, imperan
las leyes más justas que pueden darse en la vida humana; en cambio, los amores de
muchachos ponen por doquier una nota de ignominia en los diálogos de Platón, y no
hay pasaje en donde no haya un hombre que no esté lleno de deseo por otro hombre.
Homero invoca a las Musas, divinas vírgenes, para las empresas más insignes,
con ocasión de un cometido ilustre, digno de la naturaleza divina de Homero, o bien
cuando se trata de alinear por ciudades las filas de guerreros, o narrar las excelencias de
los grandes héroes.

Una vez más, como se va habitualmente a un lugar familiar, se sitúa en el Helicón, y
dice:
Decidme ahora, Musas, que habitáis olímpicos palacios...  quiénes eran los
caudillos y los príncipes de los dánaos.
O, de nuevo, cuando comienza a celebrar la hombría de Agamenón, y a celebrar,
asimismo, a este héroe que se asemeja a tres dioses:
Decidme ahora, Musas, que habitáis olímpicos palacios, quién fue el primero que
hizo frente a Agamenón.
En cambio, el admirable Platón, en su hermosísimo Fedro, al comenzar la
inteligente distinción que hace entre los amores, se atreve, como Áyax el Locrio
en el templo de la diosa más venerable, a ofrecer libaciones impuras a las Musas, impetrando
su sabia ayuda para una empresa licenciosa:
Vamos, pues, Musas de voz armoniosa, que ostentáis este sobrenombre, bien
por la naturaleza de vuestro canto, bien por algún pueblo con dotes musicales...
Prestadme vuestra colaboración en este mito.
¿Sobre qué versa, podría yo decir, este mito, oh Platón, el más digno de
admiración? ¿Sobre el cielo y la naturaleza de todo lo creado, o sobre la tierra y el mar?
Y tampoco se trata del sol y de la luna, ni del movimiento de las estrellas fijas y
de los planetas. Me da vergüenza decir cuál es la finalidad de esta invocación:

Había una vez un niño, o más exactamente, un jovencito, extremadamente
bello, que despertaba un loco amor en muchos hombres. Uno de ellos —que era astuto
— le tenía persuadido de que no le amaba, pese a amarlo; y un día, solicitando sus
favores, le decía...
Así despliega ante los ojos, pone al descubierto —como si lo hiciera sobre un
techo—, la indecencia, sin enmascarar lo vergonzoso del asunto con una apariencia
decorosa.

Por tanto, como cabría esperar: las historias de Homero son sinónimo de vida de
héroes; los diálogos de Platón, de amores de muchachos.
Todo en Homero rezuma una noble virtud: el prudente Odiseo, el valeroso
Áyax, la sensata Penélope; Néstor, justo en todas sus manifestaciones; Telémaco,
piadoso para con su padre; Aquiles, de una fidelidad extrema en la amistad. ¿Cuál de
estos atributos se encuentra en el filósofo Platón? A no ser que, ¡por Zeus!, digamos
que es digna de estima y provechosa esa augusta y fútil disertación sobre las ideas, la
cual, hasta a su propio discípulo Aristóteles le causa risa. Por tanto, por sus ataques contra Homero, ha sufrido el castigo que, en mi opinión, merecía,
por tener una lengua desenfrenada, enfermedad esta la más vergonzosa
como Tántalo, como Capaneo
, como aquellos a quienes la desmesura en el hablar
les acarreó incontables padecimientos.
Muchas veces Platón se consumía esperando en las puertas de los tiranos.
Siendo de condición libre, hubo de soportar un destino de esclavo, llegando hasta el
extremo de ser vendido. A nadie le es desconocido el espartano Polis
, ni ignora
tampoco cómo Platón fue salvado, debido a la compasión que despertó en un hombre
libio; su precio fue fijado en veinte minas, como si se tratara de un esclavo de
escaso valor. Y, todo ello, como castigo bien merecido, por las acusaciones impías contra
Homero, vertidas por esta lengua desenfrenada e indiscreta.

A pesar de que podría lanzar más ataques contra Platón, dejo de hacerlo, por la
consideración que me merece el nombre de la sabiduría socrática.
Y, ¿qué decir de Epicuro, el filósofo feacio, el jardinero del placer en sus propios
jardines, quien, acerca de toda la poesía —y no especialmente la de Homero—, hace
afirmaciones gratuitas, como si estuviera hablando de astros, pongo por caso? El único
patrimonio que dejó a los humanos fue lo que sustrajo, sin ningún pudor, a Homero, sin
ser consciente de ello.
Las declaraciones que hace Odiseo en el palacio de Alcínoo,  fingiendo como si
representara un papel, y que, pese a ser engañosas, no están exentas de sabiduría
,
Epicuro las toma por verdaderas, y considera que en ellas está definida la meta de la
vida. Cuando la alegría se adueña de las gentes, y los comensales, sentados uno al lado del otro, a lo
largo de la sala, escuchan al aedo... pienso para mis adentros que esto es lo más bello
que existe

El Odiseo que aquí habla no es el que destacó como el  más valiente en tierra troyana,
ni el que asoló la Tracia, ni el que bordeó, pasando de largo, los placeres lotófagos, ni el
que resultó más poderoso aún que el poderoso Cíclope, ni el que recorrió a pie toda la
tierra y surcó el mar Océano y, vivo aún, contempló el Hades. No, no es ese
Odiseo quien hace tales afirmaciones, sino un pequeño residuo de la cólera de Posidón,
lanzado por las olas de las violentas tempestades a la piedad de los feacios. El héroe,
necesariamente, aprueba los honores que suelen dispensarse a las personas a quienes
se hospeda. Había expresado tan sólo un único deseo, que formula en su infortunio:
Concédeme llegar a los feacios en calidad de amigo, y que suscite su compasión
No siéndole posible corregir, con sus enseñanzas, la molicie de ese pueblo, se ve obligado
a pronunciar, al menos, unas palabras elogiosas.
Pero Epicuro, en su ignorancia, toma por una definición de norma de vida lo
que tan sólo es una apreciación que, coyunturalmente, Odiseo se ve precisado a hacer; y
lo que, entre los feacios, el héroe define como lo más bello, Epicuro lo planta en sus
sacrosantos jardines.
¡Al diablo con Epicuro, quien, a mi juicio, está más  enfermo de alma que
de cuerpo!
. Todas las épocas han considerado divina la sabiduría de Homero y, con el
paso del tiempo, sus encantos se tornan más jóvenes; no hay nadie que no abra la boca,
a propósito de él, si no es para decir algo elogioso. Todos somos por igual
sacerdotes y celadores de sus divinos poemas:
Deja que se consuman éstos —uno o dos—, concibiendo planes al margen de los

aqueos, que no verán realizados sus propósitos

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