Biblioteca de Anarkasis

PLATÓN

MENÉXENO

 

SÓCRATES. -¿De dónde viene Menéxeno ? ¿Del ágora, o de algún otro lugar?

MENÉXENO. - Del ágora, Sócrates, y de la sala del Consejo.

SÓC. - ¿Y qué asunto te llevó, precisamente, a la sala del Consejo? Está bien claro que crees haber llegado al término de la educación y de los estudios filosóficos y que piensas, convencido de que ya estás capacitado, inclinarte hacia empresas mayores. ¿Intentas, admirable amigo,  a pesar de tu edad, gobernarnos a nosotros que somos más viejos, para que vuestra casa no deje de proporcionarnos en todo momento un administrador de nuestros intereses ?

MEN. - Si tú, Sócrates, me permites y aconsejas gobernar, ése será mi mayor deseo; en caso contrario, no. Concretamente, hoy he acudido a la sala del Consejo porque sabía que la asamblea se disponía a elegir a quien ha de pronunciar el discurso sobre los muertos; pues ya sabes que tienen intención de organizar una ceremonia fúnebre.

SÓC. -Perfectamente; pero ¿a quién han elegido?

MEN. - A nadie; han dejado el asunto para mañana. Creo, sin embargo, que serán elegidos Arquino o Dión.

SÓC. - Ciertamente, Menéxeno, en muchas ocasiones parece hermoso morir en la guerra. Pues, aunque uno muera en la pobreza, se obtiene una bella y magnífica sepultura, y además se reciben elogios, por mediocre que uno sea, de parte de hombres doctos que no reparten sus alabanzas a la ligera, sino que han preparado durante mucho tiempo sus discursos . Hacen sus alabanzas de una manera tan bella, diciendo de  cada uno las cualidades que posee y las que no posee y matizando  el lenguaje con las más hermosas palabras, que hechizan nuestras almas. Ensalzan a la ciudad de todas las maneras y a los que han muerto en la guerra y a todos nuestros antepasados que nos han precedido y a nosotros mismos que aún vivimos nos elogian de tal forma, que por mi parte, Menéxeno, ante sus alabanzas, me siento en una disposición muy noble y cada vez me quedo escuchándolos como encantado, imaginándome que en un instante me he hecho más fuerte, más noble y más bello. Como de costumbre, siempre me acompañan y escuchan conmigo el discurso algunos extranjeros, ante los cuales en seguida me vuelvo más respetable. Parece, en efecto, que ellos, persuadidos por el orador, también experimentan estas mismas sensaciones con respecto a mí y al resto de la ciudad, a la cual juzgan más admirable que antes. Y esta sensación de respetabilidad me dura más de tres días. El tono aflautado de la palabra y la voz del orador penetran en mis oídos con tal resonancia, que a duras penas al tercer o cuarto día vuelvo en mí y me doy cuenta del lugar de la tierra donde estoy; hasta entonces poco falta para creerme que habito en las Islas de los Bienaventurados; hasta tal punto son diestros nuestros oradores.

MEN. - Tú siempre te estás riendo de los oradores, Sócrates. Esta vez, sin embargo, creo que el designado no tendrá muchas facilidades; la elección ha sido decidida de repente, de modo que quizás el orador se verá obligado probablemente a improvisar.  

SÓC. - ¿Por qué, mi buen amigo? Cada uno de éstos tiene discursos preparados y, además, improvisar sobre temas de esta clase no es difícil. Si fuera preciso hablar bien de los atenienses ante los peloponesios o de los peloponesios ante los atenienses, se necesitaría un buen orador que convenciera y se ganara la aprobación del auditorio; pero cuando se compite ante aquellos a quienes se elogia, no cuesta mucho parecer que se habla bien.

MEN. - ¿Tú no lo crees, Sócrates?

SÓC. - Desde luego que no, por Zeus.

MEN. - ¿Acaso crees que tú mismo serías capaz de hablar, si fuera preciso y la elección del Consejo recayera en ti?

SÓC. - En efecto, Menéxeno, nada de extraño tiene que yo también sea capaz de hablar, pues casualmente tengo por maestra a una mujer muy experta en la retórica, que precisamente ha formado a muchos otros excelentes oradores y a uno en particular, que sobresale entre los de Grecia, Pericles, hijo de Jantipo.

MEN. - ¿Quién es ella? Es evidente que te refieres a Aspasia, ¿no?

SÓC. - A ella me refiero y a Conno, el hijo de Metrobio. Ellos son  mis dos maestros, el uno de música, la otra de retórica. No es nada extraño que un hombre educado así, sea hábil en el hablar. Pero, incluso, cualquiera que haya recibido una educación inferior a la mía, instruido en la música por Lampro y en la retórica por Antifonte de Ramnuntio, sería igualmente capaz, alabando a los atenienses ante los atenienses, de obtener renombre.

 

MEN. -¿Y qué podrías decir, si tuvieras que hablar?

SÓC. - Tal vez nada de mi propia cosecha; pero ayer precisamente escuché a Aspasia que elaboraba una oración fúnebre completa sobre este mismo tema. Se había enterado de lo mismo que tú dices, de que los atenienses se disponían a elegir al orador. Entonces, de improviso, expuso ante mí una parte del discurso, según lo que era preciso decir; para la otra parte, que ya tenía pensada de antes, de cuando, según creo, compuso la oración fúnebre que pronunció Pericles, juntaba algunos restos de este discurso.

MEN. - ¿Y podrías recordar lo que decía Aspasia?

SÓC. -Si no pudiera, me sentiría culpable. Lo aprendía de ella y poco faltó para que me golpeara porque me flaqueaba la memoria.

MEN. -¿Por qué, pues, no me lo expones?

SÓC. -Pero que no vaya a enojarse conmigo mi preceptora, si divulgo su discurso.

MEN. - No tengas cuidado, Sócrates, y habla. Mucho me complacerás, ya sea que quieras contarme el discurso de Aspasia, o de cualquier otro. Habla solamente.

SÓC. - Pero tal vez te burles de mí, si, viejo como soy, te produzco la impresión de que aún jugueteo como un niño.

MEN. - En absoluto, Sócrates, habla de todos modos.

SÓC. - Pues bien, sin duda debo complacerte; hasta el punto de que incluso si me pidieras que me quitase el manto y danzara, casi te haría el gusto, puesto que estamos solos. Escucha, pues. Empezó hablando, según creo, de los muertos mismos y decía así:

 

DISCURSO DE ASPASIA

«Por lo que toca a los actos, estos hombres han recibido de nosotros las atenciones que se les debían y, tras recibirlas, emprenden el camino fijado por el destino, acompañados públicamente por la ciudad y privadamente por sus familiares. En lo que concierne a la palabra, la ley ordena tributar a estos hombres el postrer homenaje, y ello es un deber. Porque con un discurso bellamente expuesto sobreviene el recuerdo de las acciones gloriosamente efectuadas y el homenaje para sus autores de parte de los que las escuchan. Se requiere, pues, un discurso tal que ensalce cumplidamente a los muertos y exhorte con benignidad a los vivos, recomendando a los descendientes y hermanos que imiten la virtud de estos hombres, y dando ánimos a los padres, las madres, y a los ascendientes más lejanos que aún queden. ¿Qué discurso se nos revelaría como tal?

ELOGIO DE LOS MUERTOS

»¿Por dónde daríamos comienzo correctamente al elogio de unos hombres valientes, que en vida alegraban a los suyos con su virtud y que han aceptado la muerte a cambio de la salvación de los vivos? Creo que es preciso hacer su elogio según el orden natural en que han sido valientes. Valientes lo fueron por haber nacido de valientes. Elogiemos, pues, en primer lugar, su nobleza de nacimiento y, en segundo lugar, su crianza y educación. Después de esto, mostremos cuán bella y digna de ellas fue la ejecución de sus acciones. Primer fundamento de su noble linaje es la procedencia de sus antepasados, que no era foránea ni hacía de sus descendientes unos metecos en el país al que habían venido desde otro lugar, sino que eran autóctonos y habitaban y vivían realmente en una patria, criados no como los otros por una madrastra, sino por la tierra madre en la que habitaban, y ahora, después de muertos, yacen en los lugares familiares de la que los dio a luz, los crió y los acogió. Por tanto, lo más justo es tributar, en primer lugar, un homenaje a la madre misma, porque de esta forma resulta enaltecida, además, su nobleza de nacimiento.

»Nuestro país es digno de ser alabado por todos los hombres y no sólo por nosotros, por muchas y diversas razones, la primera y principal  porque resulta ser amado de los dioses. Da fe de esta opinión nuestra la disputa y el juicio de los dioses que por él rivalizaron entre sí. Si los dioses lo han elogiado, ¿cómo no va a ser justo que lo elogien todos los hombres? Se le debería en justicia otro elogio. Que en aquel tiempo en que toda la tierra producía y hacía crecer animales de toda especie, salvajes y domésticos, entonces la nuestra se mostró estéril y limpia de bestias salvajes y de entre los seres vivos escogió para sí y procreó al hombre, el cual sobresale entre los demás seres por su inteligencia y es el único en reconocer una justicia y unos dioses. Una prueba importante de mi argumento de que esta tierra engendró a nuestros antepasados y a los de estos hombres es que todo ser vivo procreador tiene el alimento apropiado para su cría, y en esto se distingue claramente la mujer que realmente es madre de la que no lo es, pero lo finge, si no lleva consigo las fuentes del alimento para el recién nacido. Pues bien, nuestra tierra y, al propio tiempo, madre nos da una prueba convincente de que ha engendrado hombres: sólo ella en aquel tiempo produjo, la primera, un  alimento idóneo para el hombre, el fruto del trigo y la cebada, con el cual se alimenta el género humano de la manera mejor y más bella, por haber engendrado en realidad ella misma este ser. Y este tipo de pruebas conviene admitirlas más para la tierra que para la mujer: no ha imitado, en efecto, la tierra a la mujer en la gestación y en el alumbramiento, sino la mujer a la tierra. Y no ha reservado celosamente para sí este fruto, sino que lo ha distribuido también a los demás. Después de esto, ha suscitado para sus hijos el nacimiento del aceite, auxilio contra  las fatigas. Y después de haberlos criado y haberlos hecho crecer hasta la juventud, ha introducido como sus gobernantes/y educadores a los dioses, cuyos nombres -que ya conocemos conviene omitir en una ocasión como ésta. Ellos han organizado nuestra vida de cara a la existencia cotidiana, al habernos educado, los primeros, en las artes y habernos enseñado la adquisición y el manejo de las armas para la defensa de nuestro país.

»Nacidos y educados de esta forma, los antepasados de estos muertos vivían según el régimen político que habían organizado, el cual es oportuno recordar brevemente. Por que un régimen político es alimento de los hombres: de los hombres buenos, si es bueno, y de los malos, si es lo contrario. Es necesario, por tanto, demostrar que nuestros padres han sido criados bajo una buena forma de gobierno, merced a la cual también ellos fueron virtuosos como lo son los hombres de hoy, entre los cuales se hallan estos muertos aquí presentes. Pues estaba vigente entonces, como ahora, el mismo sistema político, el gobierno de los mejores, que actualmente nos rige y que desde aquella época se ha mantenido la mayor parte del tiempo. Unos lo llaman gobierno del pueblo, otros le dan otro nombre, según les place, pero es, en realidad, un gobierno de selección con la aprobación de la mayoría. Porque reyes siempre tenemos; unas veces lo son por su linaje, otras veces por elección. Pero el poder de la ciudad corresponde en su mayor parte a la mayoría, que concede las magistraturas y la autoridad a quienes parecen ser en cada caso los mejores. Y nadie es excluido por su endeblez física, por ser pobre o de padres desconocidos, ni tampoco recibe honra por los atributos contrarios, como en otras ciudades. Sólo existe una norma: el que ha parecido sensato u honesto detenta la autoridad y los cargos. La causa de este sistema político nuestro es la igualdad de nacimiento. Porque otras ciudades están integradas por hombres de toda condición y de procedencia desigual, de suerte que son también desiguales sus formas de gobierno, tiranías y oligarquías. En ellas viven unos pocos considerando a los demás como esclavos y la mayor parte teniendo a éstos por amos. Nosotros, en cambio, y nuestros hermanos, nacidos todos de una sola madre, no nos consideramos esclavos ni amos los unos de los otros, sino que la igualdad de nacimiento según naturaleza nos obliga a buscar una igualdad política de acuerdo con la ley y a no hacernos concesiones los unos a los otros por ningún otro motivo que por la estimación de la virtud y de la sensatez.

»De aquí que, criados en plena libertad los padres de estos muertos, que son también los nuestros, y estos muertos mismos, de noble cuna, b además hayan mostrado a todos los hombres muchas acciones bellas, privada y públicamente, convencidos de que era preciso combatir por la libertad contra los griegos en favor de los griegos y contra los bárbaros en favor de todos los griegos. Cómo rechazaron a Eumolpo y a las Amazonas y a otros aún antes que a ellos, que habían invadido el país, y cómo defendieron a los argivos contra los cadmeos y a los heráclidas contra los argivos, él tiempo es corto para contarlo dignamente. Además, los poetas ya lo han dado a conocer a todos, celebrando en sus cantos magníficamente su virtud. Si, por tanto, nosotros intentáramos celebrar las mismas hazañas en prosa, quizás pareceríamos inferiores. Por estas razones creo que pasar por alto estas gestas, pues ya tienen también su estimación. En cambio, creo que debo recordar aquellas otras, de las cuales ningún poeta ha obtenido una fama digna de temas tan dignos y que aún están en el olvido, haciendo su elogio y facilitando a otros el camino para que las introduzcan en sus cantos y en otros tipos de poesía de una manera digna de los que las han llevado a cabo.  De las hazañas a que me refiero, he aquí las primeras: a los persas, que eran dueños de Asia y se disponían a someter a Europa, los detuvieron los hijos de esta tierra, nuestros padres, a quienes es justo y necesario que recordemos en primer lugar para enaltecer su valor. Si se quiere hacer un buen elogio, es preciso observar ese valor trasladándose por la palabra a aquella época, en que toda Asia estaba sometida, ya por tercera vez, a un rey. El primero de ellos, Ciro, tras conceder la libertad a los persas, sometió con la misma soberbia a sus propios conciudadanos y a los medas, sus señores, y puso bajo su mando el resto de Asia hasta Egipto; su hijo puso bajo el suyo Egipto y Libia, hasta donde le fue posible penetrar. El tercero, Darío, fijó por tierra los límites de su  imperio hasta los escitas. Dominaba con sus naves el mar y las islas, de modo que nadie se atrevía a enfrentarse con él, y las opiniones de todos los hombres se hallaban sometidas a esclavitud: ¡tan numerosos y grandes y belicosos eran los pueblos que el poderío persa había subyugado!

»Entonces Darío, tras habernos acusado a nosotros y a los eretrios de conspirar contra Sardes, envió con ese pretexto quinientos mil hombres en barcos de transporte y de guerra y trescientas naves al mando de Datis, con la orden de que regresara conduciendo a los eretrios y a los atenienses, si quería conservar su cabeza. Y Datis, tras navegar en dirección a Eretria, contra unos hombres que se contaban entonces entre los más famosos de los griegos en el arte de la guerra y eran no pocos, los sometió en tres días  y, para que ninguno pudiese huir, escudriñó todo el país del modo siguiente: una vez que llegaron a las fronteras de Eretria, sus soldados se situaron a intervalos de mar a mar y, cogidos de las manos, recorrieron todo el país, para poder decir al Rey que ninguno se les había escapado. Con el mismo propósito, desde Eretria desembarcaron en Maratón, creyendo que les era fácil conducir también a los atenienses, después de haberlos sometido al mismo yugo que a los de Eretria. De estas acciones, unas habían sido ya efectuadas y las otras estaban a punto de llevarse a cabo, pero ninguno de los griegos prestó ayuda a los de Eretria ni a los atenienses, excepto los lacedemonios pero éstos llegaron al día siguiente de la batalla--; todos los demás, aterrorizados, se mantenían inactivos; dichosos de su seguridad presente. Trasladándose a aquel momento, se comprendería qué valientes fueron los que recibieron en Maratón el asalto de los bárbaros, castigaron el orgullo de toda Asia y erigieron, los primeros, un trofeo sobre los bárbaros, convirtiéndose en caudillos y enseñando a los demás que el poderío persa no era invencible, y que toda multitud como toda riqueza ceden al valor. Yo afirmo, pues, que aquellos hombres fueron los padres no sólo de nuestras personas, sino también de nuestra libertad y de la de todos los pueblos que habitan en este continente. Con sus ojos puestos en aquella empresa, los griegos tuvieron la audacia de arriesgarse en posteriores guerras por su salvación, convirtiéndose en discípulos de los hombres de Maratón.

 »Nuestro discurso, pues, debe otorgar la primera distinción a aquellos hombres. La segunda, a los que combatieron en las batallas navales d Salamina y Arte misión y resultaron vencedores. Porque de estos hombres también se podrían contar muchas hazañas, qué asaltos sostuvieron por tierra y por mar y cómo los rechazaron. Pero lo que, también de ellos, me parece más glorioso, lo recordaré diciendo que coronaron la obra comenzada por los de Maratón. Porque los de Maratón sólo habían demostrado a los griegos que por tierra era posible rechazar a un gran número de bárbaros con pocos hombres, pero con naves aún era dudoso y los persas tenían fama de ser invencibles en el mar por número, riqueza, habilidad y fuerza. Esto, precisamente, merece ser alabado de los hombres que entonces combatieron por mar: que disiparon el temor que poseía a los griegos y pusieron fin al miedo que les inspiraba la multitud de naves y de hombres. Resultó, pues, que por obra de unos y otros, los que combatieron en Maratón y los que participaron en la batalla naval de Salamina, fueron educados los de más griegos que, gracias a los que combatieron por tierra y por mar, aprendieron y se acostumbraron a no temer a los bárbaros.

»Menciono en tercer lugar, tanto por el número como por el valor, la gesta que, por la salvación de Grecia, tuvo lugar en Platea, tarea común en esta ocasión a lacedemonios y atenienses. Todos ellos rechazaron la amenaza más grande y temible, y por su valor ahora nosotros

hacemos su elogio y en el futuro nuestros descendientes. Pero después de estos sucesos, muchas ciudades griegas estaban aún al lado de los bárbaros, y se anunciaba que el Rey en persona tenía intención de atacar de nuevo a los griegos. Es, pues, justo que recordemos también a aquellos que culminaron la empresa salvadora de sus predecesores, limpiando el mar y expulsando de él a todos los bárbaros. Fueron éstos los que combatieron con las naves en el Eurimedonte, los que participaron en la campaña contra Chipre y los que hicieron la expedición a Egipto y a otros muchos países. Es preciso que les recordemos y les agradezcamos haber logrado que el Rey, atemorizado, pensara en su propia salvación en lugar de maquinar para la ruina de los griegos. »Nuestra ciudad toda, pues, sostuvo hasta el final esta guerra contra  los bárbaros por ella misma y por otros pueblos de idéntica lengua. Pero una vez hecha la paz, y cuando nuestra ciudad gozaba de respeto, le llegó lo que suele suceder de parte de los hombres a los que tienen éxito: primero una rivalidad y, después de esta rivalidad, una envidia. Y esto puso en guerra a nuestra ciudad, contra su voluntad, con los griegos. Después de esto, iniciada la guerra, vinieron a las manos con los lacedemonios en Tanagra, combatiendo por la libertad de los beocios.  La batalla tuvo un resultado incierto, pero la acción que le sucedió fue decisiva. Porque el enemigo se retiró y partió abandonando a los que socorrían, mientras los nuestros, vencedores en Enófito, al cabo de tres días hicieron volver con justicia a los injustamente desterrados. Estos hombres fueron los primeros, después de las guerras médicas, que ayudaron a unos griegos contra otros griegos en defensa de la libertad. Se comportaron como valientes y, después de haber liberado a los que socorrían, fueron sepultados los primeros en este monumento con la veneración de la ciudad. »Después de estos acontecimientos, la guerra se generalizó y todos los griegos hicieron una expedición contra nosotros, devastando el país y pagando de un modo indigno la gratitud debida a nuestra ciudad. Los nuestros, después de haberlos vencido en una batalla naval y de  haber capturado a sus jefes, los lacedemonios, en Esfagia, aunque les era posible darles muerte, les perdonaron la vida, los devolvieron e hicieron la paz, pensando que contra los pueblos de la misma estirpe es preciso combatir hasta la victoria, y no destruir la comunidad de los griegos por el resentimiento particular de una ciudad, y contra los bárbaros hasta la destrucción. Son, por tanto, dignos de elogio estos hombres que reposan aquí después de haber hecho esta guerra, porque a quienes sostenían que en la anterior guerra contra los bárbaros otros habían sido superiores a los atenienses, les demostraron que no estaban e en lo cierto. Demostraron entonces, al superar a la Grecia sublevada en la guerra y al capturar a los caudillos de los demás griegos, que podían vencer con sus propias fuerzas a aquellos con los que un día habían vencido a los bárbaros en común.

»Después de esta paz, sobrevino una tercera guerra inesperada y terrible, en la cual perecieron muchos valientes que reposan aquí. Muchos murieron en la región de Sicilia, después de haber erigido numerosos trofeos por la libertad de los leontinos, en cuya ayuda habían acudido, en cumplimiento de los pactos, navegando hacia aquellos lugares. Pero como a causa de la longitud de la travesía, la ciudad se hallaba en dificultades y no podía auxiliarlos renunciaron a esta guerra y sufrieron reveses. Sus enemigos, incluso después de haber combatido contra ellos, tienen para su sensatez y valor más elogios que para los otros sus propios amigos. Muchos murieron también en las batallas navales del Helesponto, tras haber apresado en una sola jornada todas  las naves enemigas y haber vencido a muchas otras. Cuando digo que la guerra fue terrible e inesperada, me refiero a que los demás griegos llegaron a un grado tal de celos contra nuestra ciudad, que se atrevieron a negociar con su peor enemigo, el Rey. A aquél a quien habían expulsado en común con nosotros, de nuevo lo hacían venir por su iniciativa, un bárbaro contra los griegos, y reunían contra nuestra ciudad a todos los griegos y los bárbaros. Aquí, ciertamente, se manifestó también la fuerza y el valor de la ciudad. Pues cuando creían que ya estaba vencida y sus naves bloqueadas en Mitilene, enviaron una ayuda de sesenta naves, en las que embarcaron los mismos ciudadanos y, mostrándose como hombres valerosísimos, según la unánime opinión, vencieron a los enemigos y liberaron a los amigos; pero, víctimas de una suerte inmerecida, sin que pudieran ser recogidos del mar, reposan aquí. Debemos recordarlos y elogiarlos siempre. Pues gracias a su valor ganamos no sólo aquella batalla naval, sino además el resto de la guerra. Gracias a ellos la ciudad ha adquirido la fama de que jamás sería sojuzgada en la guerra, ni siquiera por todos los hombres; reputación cierta, pues hemos sido derrotados por nuestras propias disensiones y no por lo demás. Aún hoy no hemos sido vencidos por aquellos enemigos, sino que nosotros mismos nos hemos vencido y derrotado.

»Después de estos acontecimientos, una vez que se restableció la calma y se hizo la paz con los otros, la guerra civil se desarrolló entre nosotros de tal forma que, si el destino determinara a los hombres a tener disensiones, nadie desearía que su propia ciudad sufriera de otro modo este mal. ¡Con qué buena disposición y familiaridad se entremezclaron los ciudadanos entre sí, tanto del Pireo como de la ciudad y, contra toda esperanza, con los demás griegos! ¡Con qué comedimiento pusieron fin a la guerra con los de Eleusis!. Y la causa de todo esto no fue otra que el parentesco real, que procura una amistad sólida, fundada sobre la comunidad de linaje, no de palabra sino de hecho. Es preciso también recordar a aquellos que en esta guerra perecieron, víctimas unos de otros, y reconciliarlos en la medida en que nos sea posible, con plegarias y sacrificios, en ceremonias como éstas, invocando a los que son sus dueños, puesto que también nosotros estamos reconciliados. Pues no llegaron a las manos, unos contra otros, por maldad ni por b odio, sino por un azar adverso. Nosotros mismos, los que vivimos, somos testigos de ello: siendo de su mismo linaje, nos perdonamos mutuamente lo que hemos hecho y lo que hemos sufrido.

»Después de esto, restablecida por completo la paz entre nosotros, la ciudad se mantenía tranquila, perdonando a los bárbaros que se tomaran cumplida venganza del mal que ella les había hecho, e indignada con los griegos al recordar cómo habían pagado los beneficios que ella les dispensó, uniéndose a los bárbaros, destruyendo las naves que en otro tiempo fueron su salvación y abatiendo las murallas, a cambio de las cuales nosotros habíamos impedido que las suyas cayeran .

»Resuelta a no defender más a los griegos en caso de ser esclavizados los unos por los otros o por los bárbaros, así transcurría la vida de la ciudad. Mientras estábamos en esta disposición, los lacedemonios creyeron que nosotros, salvadores de la libertad, estábamos abatidos y d que era asunto suyo reducir a los demás a la esclavitud y lo llevaban a la práctica .

»Pero ¿qué necesidad hay de extendernos? Los acontecimientos que podría contar después de éstos, no son de un tiempo lejano ni de hombres de otra generación. Nosotros mismos sabemos cómo recurrieron a nuestra ciudad, despavoridos, los primeros de los griegos, los argivos, los beocios, y los corintios; y cómo, lo más extraordinario de todo, incluso el Rey llegó a un grado tal de dificultad que, al cambiarse para él las tornas, de ninguna otra parte podía llegarle la salvación sino de esta ciudad que con tanto ardor había querido destruir. Y, ciertamente, si alguien quisiera hacer a nuestra ciudad un reproche justo, sólo uno podría hacérsele con legitimidad: que siempre es compasiva en exceso y se cuida del más débil . En efecto, en aquel tiempo no fue capaz de mostrarse firme y mantener la decisión que había tomado de no ayudar contra la esclavitud a ninguno de los que la habían tratado injustamente, sino que se dejó doblegar y los socorrió. Tras prestar ayuda ella misma a los griegos, los liberó de la esclavitud, de modo que fueron libres hasta que de nuevo ellos mismos se hicieron esclavos. Al Rey no se atrevió a socorrerlo por respeto a los trofeos de Maratón, Salamina y Platea, pero al permitir que sólo los exiliados y voluntarios acudiesen en su ayuda, lo salvó, según opinión unánime. Y después de haberse  reedificado las murallas y haberse construido una flota, aceptó la guerra una vez que se vio forzada, y combatió a los lacedemonios en favor de los de Paros .

»Pero el Rey, temeroso de la ciudad, cuando vio que los lacedemonios renunciaban a la guerra por mar, quería abandonarnos y reclamaba a los griegos del continente, que anteriormente los lacedemonios le habían entregado, si había de seguir combatiendo con nosotros y los demás aliados, creyendo que no acudiríamos y que esto le serviría de pretexto a su defección. En cuanto a los otros aliados se engañó: los corintios, los argivos y los beocios y el resto de los aliados consintieron en entregar a los griegos del continente, lo aceptaron por escrito y lo firmaron, si estaba dispuesto a darles dinero. Sólo nosotros no osamos ni entregárselos ni prestar juramento. Así es en verdad de segura y sana la generosidad y la independencia de nuestra ciudad, hostil por naturaleza al bárbaro, porque somos griegos puros y sin mezcla de bárbaros.

Pues no habitan con nosotros ni Pelops ni Cadmos ni Egiptos o Dánaos, ni tantos otros que son bárbaros por naturaleza y griegos por la ley, sino que habitamos nosotros mismos, griegos y no semibárbaros, de donde el odio puro a la gente extranjera de que está imbuida nuestra ciudad. A pesar de eso, fuimos dejados solos una vez más por no querer perpetrar un acto vergonzoso y sacrílego entregando unos griegos a los bárbaros. Llegados, pues, a la misma situación que ya anteriormente había causado nuestra derrota, con la ayuda de los dioses terminamos la guerra mejor que antes; porque desistimos de las hostilidades conservando las naves, las murallas y nuestras propias colonias, de tal manera que también los enemigos las finalizaron con agrado. Sin embargo, también perdimos hombres valientes en esta guerra, víctimas de las dificultades del terreno en Corinto y de la traición en Lequeón. También fueron valerosos los que libraron al Rey y expulsaron del mar a los lacedemonios: yo os los traigo a la memoria. A vosotros corresponde juntar vuestras alabanzas a las mías y glorificar a tales héroes.

EXHORTACIÓN A LOS VIVOS

»Éstas son, pues, las obras de los hombres que reposan aquí y de los otros que han muerto en defensa de la ciudad; numerosas y bellas las que he expuesto, pero más numerosas aún y más bellas las que omito.

Muchos días y noches no bastarían al que tuviera la idea de enumerarlas todas. Es preciso, por tanto, que, al recordarlas, cada uno recomiende a los descendientes de estos héroes que, como en la guerra, no deserten del puesto de sus antepasados ni retrocedan cediendo a la cobardía. Yo mismo, pues, hijos de valientes, os lo recomiendo ahora, y en el futuro, cuando encuentre a alguno de vosotros, también se lo recordaré, y os exhortaré a desear vivamente ser lo más valerosos posible. En esta ocasión es justo que mencione lo que los padres nos encargaban comunicar a los que en cada ocasión dejarían, si les pasaba algo, cuando se disponían a afrontar un peligro. Os repetiré lo que de ellos mismos escuché y lo que con agrado os dirían, si pudieran, conjeturándolo de lo que entonces manifestaban. Tenéis que imaginar, por tanto, que escucháis de sus propios labios lo que voy a exponeros.

»He aquí lo que decían: ‘Muchachos, que sois de padres valerosos, este mismo acto de ahora lo demuestra: aunque podíamos vivir sin honor, escogimos morir con honra, antes que precipitaros a vosotros y a vuestra posteridad en el oprobio y antes de deshonrar a nuestros padres y a todo el linaje que nos ha precedido, convencidos de que no hay vida posible para quien deshonra a los suyos y de que un hombre tal no tiene ningún amigo ni entre los hombres ni entre los dioses, ni sobre la tierra ni bajo la tierra después de muerto. Es preciso, pues, que recordando nuestras palabras, e cualquier tarea que emprendáis, la realicéis con virtud, sabedores de que, sin ello, todo lo demás, las adquisiciones y las actividades son vergonzosas y viles. Porque ni la riqueza da prestigio a quien la posee con cobardía -un hombre tal es rico para otro y no para sí mismo-, ni la belleza del cuerpo y la fuerza asociadas a un cobarde y malvado parecen apropiadas, sino inapropiadas, porque ponen más en evidencia al que las tiene y revelan claramente su cobardía. En fin, toda ciencia separada  de la justicia y de las demás virtudes se revela como astucia, no como sabiduría. Por estas razones, en primer lugar, en último lugar y en todo momento, intentad poner vuestro empeño en aventajarnos sobre todo en gloria a nosotros y a los que nos precedieron. En caso contrario, sabed que, si nosotros os superamos en virtud, nuestra victoria nos avergüenza, mientras que nuestra derrota, si somos vencidos, nos hace felices y sobre todo seríamos vencidos y vosotros nos venceríais, si estuvierais dispuestos a no hacer mal uso de la gloria de vuestros antepasados y a no dilapidarla, sabedores de que para un hombre que cree tener alguna valía nada hay más vergonzoso que pretender que se le estime no por sí mismo sino por la reputación de sus antepasados. Los honores de los padres son para sus descendientes un tesoro bello y magnífico. Pero hacer uso de un tesoro de dinero y honores y no transmitirlo a los descendientes, por no haber adquirido uno mismo bienes personales y buena fama, es vergonzoso e indigno de un hombre.

»'Si ponéis en práctica estos consejos, vendréis a nosotros como amigos a casa de amigos, cuando os traiga aquí la suerte que os esté reservada. Pero si los descuidáis y os mostráis cobardes, nadie os acogerá de buen grado. Que se diga esto a nuestros hijos.

»'A nuestros padres, si aún viven, y a nuestras madres es preciso exhortarlos sin cesar a soportar de la mejor manera posible la desgracia, si se llega a producir, y no lamentarse con ellos -no necesitarán que se les aflija, pues el infortunio acaecido les causará suficiente pesar-, sino cuidándolos y calmándolos, recordarles que los dioses han escuchado sus principales súplicas. Porque no habían pedido tener hijos inmortales sino valientes y famosos. Y esos bienes, que se cuentan entre los más grandes, los han obtenido. Y no es fácil para un mortal que, en el curso de su existencia, todo suceda según deseo. Soportando virilmente las desgracias, parecerá que realmente son padres de hijos valerosos y que ellos mismos también lo son: si, por el contrario, ceden a su dolor, levantarán la sospecha de que no son nuestros padres o de que quienes nos elogian mienten. Ninguna de las dos cosas es conveniente, sino que ellos deben ser quienes, sobre todo, nos elogien con su conducta, mostrando claramente que son hombres y en verdad padres de hombres. Porque hace ya tiempo que el dicho nada en demasía parece acertado . Y realmente lo es. El hombre que hace depender de sí mismo todo aquello que conduce a la felicidad o se le aproxima, y no lo supedita a otros, cuya buena o mala fortuna forzarían también a la suya propia a flotar a la deriva, ese hombre tiene ordenada su vida de una manera óptima; ése es el sabio, ése el valeroso y sagaz. Y ése, sobre todo, tanto si le vienen riquezas e hijos como si los pierde, dará crédito al proverbio: no se le verá ni demasiado alegre ni demasiado triste, porque confía en sí mismo. Así pretendemos que sean también los nuestros, lo deseamos y lo afirmamos, y así nosotros mismos nos presentamos hoy, ni indignados ni temerosos en exceso si tenemos que morir ahora. Pedimos, pues, a nuestros padres y a nuestras madres que, sirviéndose de esta misma disposición, pasen el resto de su vida y que sepan que no nos alegrarán más con quejas y lamentos, sino que si los muertos tienen alguna sensación de los vivos, de ningún otro modo nos podrían disgustar más que haciéndose daño y dejándose abrumar por las desgracias, mientras que muchos nos alegrarían si las soportaran con ligereza y mesura. Porque nuestra vida tendrá el fin más bello que exista para los hombres, de suerte que conviene celebrarla más que lamentarla; y en cuanto a nuestras mujeres e hijos, si se cuidan de ellos, si los mantienen y aplican a ello su mente, tal vez olviden mejor su infortunio y lleven una vida más bella, más recta y más agradable a nosotros. Es suficiente con que comuniquéis esto, de nuestra parte, a nuestros parientes. A la ciudad le recomendaríamos que se nos hiciera cargo de nuestros padres e hijos, educando convenientemente a los unos, y manteniendo dignamente a los otros en su vejez. Pero ya sabemos que aún sin nuestras recomendaciones, se cuidará de ello suficientemente’.

 »Estas palabras, hijos y padres de los muertos, me han encargado trasmitíroslas y yo lo hago con la mejor buena voluntad de que soy capaz. Por mi parte pido, en nombre de ellos, a los hijos que imiten a sus padres y a los otros que tengan confianza sobre su propia suerte, convencidos de que privada y públicamente os mantendremos en la vejez y de que cada uno de nosotros, cada vez que encuentre en cualquier lugar a algún pariente de los muertos, le prestará su ayuda. En cuanto a la ciudad, vosotros mismos sin duda conocéis su solicitud: después de haber establecido leyes a favor de los hijos y de los padres de los muertos en la guerra, cuida de ellos y tiene ordenado a la máxima magistratura vigilar que los padres y las madres de los muertos, más que el resto de los ciudadanos, no sean víctimas de la injusticia. A los hijos la ciudad misma contribuye a educarlos; deseosa de que su orfandad les pase inadvertida, asume ante ellos las funciones de padre mientras aún son niños y, cuando llegan a la edad adulta, los envía en posesión de sus bienes, después de haberlos revestido de una armadura completa; ella les enseña y les recuerda las hazañas de sus padres, dándoles los órganos del valor paterno y al mismo tiempo, a modo de buen augurio, el permiso para entrar por vez primera al hogar paterno para gobernarlo con fortaleza, revestidos de sus armas. A los muertos mismos no deja de honrarlos: cada año celebra en común para todos las ceremonias que es costumbre celebrar para cada uno en privado. Además de esto, establece certámenes gimnásticos e hípicos y concursos musicales de todo tipo. En una palabra, respecto a los muertos ocupa el lugar de heredero y de hijo; respecto a los hijos, el de padre, y respecto a los padres de éstos, el de tutor, dedicando todo su cuidado en todo momento a todos. »Con estas reflexiones, debéis sobrellevar con más tranquilidad vuestra desgracia. Así seríais más queridos para los muertos y para los vivos y os sería más fácil dar atenciones y recibirlas. Y ahora que ya vosotros y los demás todos habéis llorado a los muertos según la ley, retiráos.

EPÍLOGO

Ahí tienes, Menéxeno, el discurso de Aspasia de Mileto.

MEN. - Por Zeus, Sócrates, dichosa es, según dices, Aspasia si es capaz, siendo mujer, de componer semejantes discursos.

SÓC. - Bien, si no me crees, acompáñame y la oirás hablar en persona.

MEN. - Muchas veces, Sócrates, me he encontrado con Aspasia y sé lo que vale.

SÓC. -¿Cómo? ¿No la admiras y no le agradeces hoy su discurso?

MEN. - Muy agradecido le quedo, Sócrates, por este discurso a ella o a quien te lo ha contado, quienquiera que sea. Y, además, le quedo muy agradecido al que lo ha pronunciado.

SÓC. -Está bien. Pero no me delates, si quieres que alguna otra vez también te dé a conocer muchos y hermosos discursos políticos de ella

MEN. - Ten confianza, no te delataré. Tú sólo comunícamelos.

SÓC. -Así será.

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