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Dante Alighieri
La Divina Comedia




INFIERNO

CANTO I


A mitad del camino de la vida,
en una selva oscura me encontraba
porque mi ruta había extraviado.

¡Cuán dura cosa es decir cuál era
esta salvaje selva, áspera y fuerte
que me vuelve el temor al pensamiento!


Es tan amarga casi cual la muerte;
mas por tratar del bien que allí encontré,
de otras cosas diré que me ocurrieron.


Yo no sé repetir cómo entré en ella
pues tan dormido me hallaba en el punto
que abandoné la senda verdadera.


Mas cuando hube llegado al pie de un monte,
allí donde aquel valle terminaba

que el corazón habíame aterrado,


hacia lo alto miré, y vi que su cima
ya vestían los rayos del planeta
que lleva recto por cualquier camino.

Entonces se calmó aquel miedo un poco,
que en el lago del alma había entrado
la noche que pasé con tanta angustia.

Y como quien con aliento anhelante,
ya salido del piélago a la orilla,
se vuelve y mira al agua peligrosa,

tal mi ánimo, huyendo todavía,
se volvió por mirar de nuevo el sitio
que a los que viven traspasar no deja.

Repuesto un poco el cuerpo fatigado,
seguí el camino por la yerma loma,
siempre afirmando el pie de más abajo.

Y vi, casi al principio de la cuesta,
una onza ligera y muy veloz,
que de una piel con pintas se cubría;

y de delante no se me apartaba,
mas de tal modo me cortaba el paso,
que muchas veces quise dar la vuelta.

Entonces comenzaba un nuevo día,
y el sol se alzaba al par que las estrellas
que junto a él el gran amor divino

sus bellezas movió por vez primera;
así es que no auguraba nada malo
de aquella fiera de la piel manchada

la hora del día y la dulce estación;
mas no tal que terror no produjese
la imagen de un león que luego vi.

Me pareció que contra mí venía,
con la cabeza erguida y hambre fiera,
y hasta temerle parecia el aire.

Y una loba que todo el apetito
parecía cargar en su flaqueza,
que ha hecho vivir a muchos en desgracia.

Tantos pesares ésta me produjo,
con el pavor que verla me causaba
que perdí la esperanza de la cumbre.

Y como aquel que alegre se hace rico
y llega luego un tiempo en que se arruina,
y en todo pensamiento sufre y llora:

tal la bestia me hacía sin dar tregua,
pues, viniendo hacia mí muy lentamente,
me empujaba hacia allí donde el sol calla.
Mientras que yo bajaba por la cuesta,
se me mostró delante de los ojos
alguien que, en su silencio, creí mudo.

Cuando vi a aquel en ese gran desierto
«Apiádate de mi -yo le grité-,
seas quien seas, sombra a hombre vivo.»

Me dijo: «Hombre no soy, mas hombre fui,
y a mis padres dio cuna Lombardía
pues Mantua fue la patria de los dos.

Nací sub julio César, aunque tarde,
y viví en Roma bajo el buen Augusto:
tiempos de falsos dioses mentirosos.

Poeta fui, y canté de aquel justo
hijo de Anquises que vino de Troya,
cuando Ilión la soberbia fue abrasada.

¿Por qué retornas a tan grande pena,
y no subes al monte deleitoso
que es principio y razón de toda dicha?»

« ¿Eres Virgilio, pues, y aquella fuente
de quien mana tal río de elocuencia?
-respondí yo con frente avergonzada-.

Oh luz y honor de todos los poetas,
válgame el gran amor y el gran trabajo
que me han hecho estudiar tu gran volumen.

Eres tú mi modelo y mi maestro;
el único eres tú de quien tomé
el bello estilo que me ha dado honra.

Mira la bestia por la cual me he vuelto:
sabio famoso, de ella ponme a salvo,
pues hace que me tiemblen pulso y venas.»

«Es menester que sigas otra ruta
-me repuso después que vio mi llanto-,
si quieres irte del lugar salvaje;

pues esta bestia, que gritar te hace,
no deja a nadie andar por su camino,
mas tanto se lo impide que los mata;

y es su instinto tan cruel y tan malvado,
que nunca sacia su ansia codiciosa
y después de comer más hambre aún tiene.

Con muchos animales se amanceba,
y serán muchos más hasta que venga
el Lebrel que la hará morir con duelo.

éste no comerá tierra ni peltre,
sino virtud, amor, sabiduría,
y su cuna estará entre Fieltro y Fieltro.

Ha de salvar a aquella humilde Italia
por quien murió Camila, la doncella,
Turno, Euríalo y Niso con heridas.

éste la arrojará de pueblo en pueblo,
hasta que dé con ella en el abismo,
del que la hizo salir el Envidioso.

Por lo que, por tu bien, pienso y decido
que vengas tras de mí, y seré tu guía,
y he de llevarte por lugar eterno,

donde oirás el aullar desesperado,
verás, dolientes, las antiguas sombras,
gritando todas la segunda muerte;

y podrás ver a aquellas que contenta
el fuego, pues confían en llegar
a bienaventuras cualquier día;

y si ascender deseas junto a éstas,
más digna que la mía allí hay un alma:
te dejaré con ella cuando marche;

que aquel Emperador que arriba reina,
puesto que yo a sus leyes fui rebelde,
no quiere que por mí a su reino subas.

En toda parte impera y allí rige;
allí está su ciudad y su alto trono.
iCuán feliz es quien él allí destina!»

Yo contesté: «Poeta, te requiero
por aquel Dios que tú no conociste,
para huir de éste o de otro mal más grande,

que me lleves allí donde me has dicho,
y pueda ver la puerta de San Pedro
y aquellos infelices de que me hablas.»
Entonces se echó a andar, y yo tras él.

CANTO II

El día se marchaba, el aire oscuro
a los seres que habitan en la tierra
quitaba sus fatigas; y yo sólo

me disponía a sostener la guerra,
contra el camino y contra el sufrimiento
que sin errar evocará mi mente.

¡Oh musas! ¡Oh alto ingenio, sostenedme!
¡Memoria que escribiste lo que vi,
aquí se advertirá tu gran nobleza!

Yo comencé: «Poeta que me guías,
mira si mi virtud es suficiente
antes de comenzar tan ardua empresa.

Tú nos contaste que el padre de Silvio,
sin estar aún corrupto, al inmortal
reino llegó, y lo hizo en cuerpo y alma.

Pero si el adversario del pecado
le hizo el favor, pensando el gran efecto
que de aquello saldría, el qué y el cuál,

no le parece indigno al hombre sabio;
pues fue de la alma Roma y de su imperio
escogido por padre en el Empíreo.

La cual y el cual, a decir la verdad,
como el lugar sagrado fue elegida,
que habita el sucesor del mayor Pedro.

En el viaje por el cual le alabas
escuchó cosas que fueron motivo
de su triunfo y del manto de los papas.

Alli fue luego el Vaso de Elección,
para llevar conforto a aquella fe
que de la salvación es el principio.

Mas yo, ¿por qué he de ir? ¿quién me lo otorga?
Yo no soy Pablo ni tampoco Eneas:
y ni yo ni los otros me creen digno.

Pues temo, si me entrego a ese viaje,
que ese camino sea una locura;
eres sabio; ya entiendes lo que callo.»

Y cual quien ya no quiere lo que quiso
cambiando el parecer por otro nuevo,
y deja a un lado aquello que ha empezado,

así hice yo en aquella cuesta oscura:
porque, al pensarlo, abandoné la empresa
que tan aprisa había comenzado.

«Si he comprendido bien lo que me has dicho
-respondió del magnánimo la sombra
la cobardía te ha atacado el alma;

la cual estorba al hombre muchas veces,
y de empresas honradas le desvía,
cual reses que ven cosas en la sombra.

A fin de que te libres de este miedo,
te diré por qué vine y qué entendí
desde el punto en que lástima te tuve.

Me hallaba entre las almas suspendidas
y me llamó una dama santa y bella,
de forma que a sus órdenes me puse.

Brillaban sus pupilas más que estrellas;
y a hablarme comenzó, clara y suave,
angélica voz, en este modo:

"Alma cortés de Mantua, de la cual
aún en el mundo dura la memoria,
y ha de durar a lo largo del tiempo:

mi amigo, pero no de la ventura,
tal obstáculo encuentra en su camino
por la montaña, que asustado vuelve:

y temo que se encuentre tan perdido
que tarde me haya dispuesto al socorro,
según lo que escuché de él en el cielo.

Ve pues, y con palabras elocuentes,
y cuanto en su remedio necesite,
ayúdale, y consuélame con ello.

Yo, Beatriz, soy quien te hace caminar;
vengo del sitio al que volver deseo;
amor me mueve, amor me lleva a hablarte.

Cuando vuelva a presencia de mi Dueño
le hablaré bien de ti frecuentemente."
Entonces se calló y yo le repuse:

"Oh dama de virtud por quien supera
tan sólo el hombre cuanto se contiene
con bajo el cielo de esfera más pequeña,

de tal modo me agrada lo que mandas,
que obedecer, si fuera ya, es ya tarde;
no tienes más que abrirme tu deseo.

Mas dime la razón que no te impide
descender aquí abajo y a este centro,
desde el lugar al que volver ansías."

" Lo que quieres saber tan por entero,
te diré brevemente --me repuso
por qué razón no temo haber bajado.

Temer se debe sólo a aquellas cosas
que pueden causar algún tipo de daño;
mas a las otras no, pues mal no hacen.

Dios con su gracia me ha hecho de tal modo
que la miseria vuestra no me toca,
ni llama de este incendio me consume.

Una dama gentil hay en el cielo
que compadece a aquel a quien te envío,
mitigando allí arriba el duro juicio.

ésta llamó a Lucía a su presencia;
y dijo: «necesita tu devoto
ahora de ti, y yo a ti te lo encomiendo».

Lucía, que aborrece el sufrimiento,
se alzó y vino hasta el sitio en que yo estaba,
sentada al par de la antigua Raquel.

Dijo: "Beatriz, de Dios vera alabanza,
cómo no ayudas a quien te amó tanto,
y por ti se apartó de los vulgares?

¿Es que no escuchas su llanto doliente?
¿no ves la muerte que ahora le amenaza
en el torrente al que el mar no supera?"

No hubo en el mundo nadie tan ligero,
buscando el bien o huyendo del peligro,
como yo al escuchar esas palabras.

"Acá bajé desde mi dulce escaño,
confiando en tu discurso virtuoso
que te honra a ti y aquellos que lo oyeron."

Después de que dijera estas palabras
volvió llorando los lucientes ojos,
haciéndome venir aún más aprisa;

y vine a ti como ella lo quería;
te aparté de delante de la fiera,
que alcanzar te impedía el monte bello.

¿Qué pasa pues?, ¿por qué, por qué vacilas?
¿por qué tal cobardía hay en tu pecho?
¿por qué no tienes audacia ni arrojo?

Si en la corte del cielo te apadrinan
tres mujeres tan bienaventuradas,
y mis palabras tanto bien prometen.»

Cual florecillas, que el nocturno hielo
abate y cierra, luego se levantan,
y se abren cuando el sol las ilumina,

así hice yo con mi valor cansado;
y tanto se encendió mi corazón,
que comencé como alguien valeroso:

«!Ah, cuán piadosa aquella que me ayuda!
y tú, cortés, que pronto obedeciste
a quien dijo palabras verdaderas.

El corazón me has puesto tan ansioso
de echar a andar con eso que me has dicho
que he vuelto ya al propósito primero.

Vamos, que mi deseo es como el tuyo.
Sé mi guía, mi jefe, y mi maestro.»
Asi le dije, y luego que echó a andar,
entré por el camino arduo y silvestre.

CANTO III

POR Mí SE VA HASTA LA CIUDAD DOLIENTE,
POR Mí SE VA AL ETERNO SUFRIMIENTO,
POR Mí SE VA A LA GENTE CONDENADA.

LA JUSTICIA MOVIó A MI ALTO ARQUITECTO.
HíZOME LA DIVINA POTESTAD,
EL SABER SUMO Y EL AMOR PRIMERO.

ANTES DE Mí NO FUE COSA CREADA
SINO LO ETERNO Y DURO ETERNAMENTE.
DEJAD, LOS QUE AQUí ENTRáIS, TODA ESPERANZA.

Estas palabras de color oscuro
vi escritas en lo alto de una puerta;
y yo: «Maestro, es grave su sentido.»

Y, cual persona cauta, él me repuso:
«Debes aquí dejar todo recelo;
debes dar muerte aquí a tu cobardía.

Hemos llegado al sitio que te he dicho
en que verás las gentes doloridas,
que perdieron el bien del intelecto.»

Luego tomó mi mano con la suya
con gesto alegre, que me confortó,
y en las cosas secretas me introdujo.

Allí suspiros, llantos y altos ayes
resonaban al aiire sin estrellas,
y yo me eché a llorar al escucharlo.

Diversas lenguas, hórridas blasfemias,
palabras de dolor, acentos de ira,
roncos gritos al son de manotazos,

un tumulto formaban, el cual gira
siempre en el aiire eternamente oscuro,
como arena al soplar el torbellino.

Con el terror ciñendo mi cabeza
dije: «Maestro, qué es lo que yo escucho,
y quién son éstos que el dolor abate?»

Y él me repuso: «Esta mísera suerte
tienen las tristes almas de esas gentes
que vivieron sin gloria y sin infamia.

Están mezcladas con el coro infame
de ángeles que no se rebelaron,
no por lealtad a Dios, sino a ellos mismos.

Los echa el cielo, porque menos bello
no sea, y el infierno los rechaza,
pues podrían dar gloria a los caídos.»

Y yo: «Maestro, ¿qué les pesa tanto
y provoca lamentos tan amargos?»
Respondió: «Brevemente he de decirlo.

No tienen éstos de muerte esperanza,
y su vida obcecada es tan rastrera,
que envidiosos están de cualquier suerte.

Ya no tiene memoria el mundo de ellos,
compasión y justicia les desdeña;
de ellos no hablemos, sino mira y pasa.»

Y entonces pude ver un estandarte,
que corría girando tan ligero,
que parecía indigno de reposo.

Y venía detrás tan larga fila
de gente, que creído nunca hubiera
que hubiese a tantos la muerte deshecho.

Y tras haber reconocido a alguno,
vi y conocí la sombra del que hizo
por cobardía aquella gran renuncia.

Al punto comprendí, y estuve cierto,
que ésta era la secta de los reos
a Dios y a sus contrarios displacientes.

Los desgraciados, que nunca vivieron,
iban desnudos y azuzados siempre

de moscones y avispas que allí había.


éstos de sangre el rostro les bañaban,

que, mezclada con llanto, repugnantes

gusanos a sus pies la recogían.


Y luego que a mirar me puse a otros,

vi gentes en la orilla de un gran río

y yo dije: «Maestro, te suplico


que me digas quién son, y qué designio

les hace tan ansiosos de cruzar

como discierno entre la luz escasa.»


Y él repuso: «La cosa he de contarte

cuando hayamos parado nuestros pasos

en la triste ribera de Aqueronte.»


Con los ojos ya bajos de vergüenza,

temiendo molestarle con preguntas

dejé de hablar hasta llegar al río.


Y he aquí que viene en bote hacia nosotros

un viejo cano de cabello antiguo,

gritando: «¡Ay de vosotras, almas pravas!


No esperéis nunca contemplar el cielo;

vengo a llevaros hasta la otra orilla,

a la eterna tiniebla, al hielo, al fuego.


Y tú que aquí te encuentras, alma viva,

aparta de éstos otros ya difuntos.»

Pero viendo que yo no me marchaba,


dijo: «Por otra via y otros puertos

a la playa has de ir, no por aquí;

más leve leño tendrá que llevarte».


Y el guía a él: «Caronte, no te irrites:

así se quiere allí donde se puede

lo que se quiere, y más no me preguntes.»


Las peludas mejillas del barquero

del lívido pantano, cuyos ojos

rodeaban las llamas, se calmaron.


Mas las almas desnudas y contritas,

cambiaron el color y rechinaban,

cuando escucharon las palabras crudas.


Blasfemaban de Dios y de sus padres,

del hombre, el sitio, el tiempo y la simiente

que los sembrara, y de su nacimiento.


Luego se recogieron todas juntas,

llorando fuerte en la orilla malvada

que aguarda a todos los que a Dios no temen.


Carón, demonio, con ojos de fuego,

llamándolos a todos recogía;

da con el remo si alguno se atrasa.


Como en otoño se vuelan las hojas

unas tras otras, hasta que la rama

ve ya en la tierra todos sus despojos,


de este modo de Adán las malas siembras

se arrojan de la orilla de una en una,

a la señal, cual pájaro al reclamo.


Así se fueron por el agua oscura,

y aún antes de que hubieran descendido

ya un nuevo grupo se había formado.


«Hijo mío -cortés dijo el maestro

los que en ira de Dios hallan la muerte

llegan aquí de todos los países:


y están ansiosos de cruzar el río,

pues la justicia santa les empuja,

y así el temor se transforma en deseo.


Aquí no cruza nunca un alma justa,

por lo cual si Carón de ti se enoja,

comprenderás qué cosa significa.»


Y dicho esto, la región oscura

tembló con fuerza tal, que del espanto

la frente de sudor aún se me baña.


La tierra lagrimosa lanzó un viento

que hizo brillar un relámpago rojo

y, venciéndome todos los sentidos,

me caí como el hombre que se duerme.


CANTO IV


Rompió el profundo sueño de mi mente

un gran trueno, de modo que cual hombre

que a la fuerza despierta, me repuse;


la vista recobrada volví en torno

ya puesto en pie, mirando fijamente,

pues quería saber en dónde estaba.


En verdad que me hallaba justo al borde

del valle del abismo doloroso,

que atronaba con ayes infinitos.


Oscuro y hondo era y nebuloso,

de modo que, aun mirando fijo al fondo,

no distinguía allí cosa ninguna.


«Descendamos ahora al ciego mundo

--dijo el poeta todo amortecido-:

yo iré primero y tú vendrás detrás.»


Y al darme cuenta yo de su color,

dije: « ¿Cómo he de ir si tú te asustas,

y tú a mis dudas sueles dar consuelo?»


Y me dijo: «La angustia de las gentes

que están aquí en el rostro me ha pintado

la lástima que tú piensas que es miedo.


Vamos, que larga ruta nos espera.»

Así me dijo, y así me hizo entrar

al primer cerco que el abismo ciñe.


Allí, según lo que escuchar yo pude,

llanto no había, mas suspiros sólo,

que al aire eterno le hacían temblar.


Lo causaba la pena sin tormento

que sufría una grande muchedumbre

de mujeres, de niños y de hombres.


El buen Maestro a mí: «¿No me preguntas

qué espíritus son estos que estás viendo?

Quiero que sepas, antes de seguir,


que no pecaron: y aunque tengan méritos,

no basta, pues están sin el bautismo,

donde la fe en que crees principio tiene.

Al cristianismo fueron anteriores,
y a Dios debidamente no adoraron:
a éstos tales yo mismo pertenezco.

Por tal defecto, no por otra culpa,
perdidos somos, y es nuestra condena
vivir sin esperanza en el deseo.»

Sentí en el corazón una gran pena,
puesto que gentes de mucho valor
vi que en el limbo estaba suspendidos.

«Dime, maestro, dime, mi señor
-yo comencé por querer estar cierto
de aquella fe que vence la ignorancia-:

¿salió alguno de aquí, que por sus méritos
o los de otro, se hiciera luego santo?»
Y éste, que comprendió mi hablar cubierto,

respondió: «Yo era nuevo en este estado,
cuando vi aquí bajar a un poderoso,
coronado con signos de victoria.

Sacó la sombra del padre primero,
y las de Abel, su hijo, y de Noé,
del legista Moisés, el obediente;

del patriarca Abraham, del rey David,
a Israel con sus hijos y su padre,
y con Raquel, por la que tanto hizo,

y de otros muchos; y les hizo santos;
y debes de saber que antes de eso,
ni un esptritu humano se salvaba.»

No dejamos de andar porque él hablase,
mas aún por la selva caminábamos,
la selva, digo, de almas apiñadas

No estábamos aún muy alejados
del sitio en que dormí, cuando vi un fuego,
que al fúnebre hemisferio derrotaba.

Aún nos encontrábamos distantes,
mas no tanto que en parte yo no viese
cuán digna gente estaba en aquel sitio.

«Oh tú que honoras toda ciencia y arte,
éstos ¿quién son, que tal grandeza tienen,
que de todos los otros les separa?»

Y respondió: «Su honrosa nombradía,
que allí en tu mundo sigue resonando
gracia adquiere del cielo y recompensa.»

Entre tanto una voz pude escuchar:
«Honremos al altísimo poeta;
vuelve su sombra, que marchado había.»

Cuando estuvo la voz quieta y callada,
vi cuatro grandes sombras que venían:
ni triste, ni feliz era su rostro.

El buen maestro comenzó a decirme:
«Fíjate en ése con la espada en mano,
que como el jefe va delante de ellos:

Es Homero, el mayor de los poetas;
el satírico Horacio luego viene;
tercero, Ovidio; y último, Lucano.

Y aunque a todos igual que a mí les cuadra
el nombre que sonó en aquella voz,
me hacen honor, y con esto hacen bien.»

Así reunida vi a la escuela bella
de aquel señor del altísimo canto,
que sobre el resto cual águila vuela.

Después de haber hablado un rato entre ellos,
con gesto favorable me miraron:
y mi maestro, en tanto, sonreía.

Y todavía aún más honor me hicieron
porque me condujeron en su hilera,
siendo yo el sexto entre tan grandes sabios.

Así anduvimos hasta aquella luz,
hablando cosas que callar es bueno,
tal como era el hablarlas allí mismo.

Al pie llegamos de un castillo noble,
siete veces cercado de altos muros,
guardado entorno por un bello arroyo.

Lo cruzamos igual que tierra firme;
crucé por siete puertas con los sabios:
hasta llegar a un prado fresco y verde.

Gente había con ojos graves, lentos,
con gran autoridad en su semblante:
hablaban poco, con voces suaves.

Nos apartamos a uno de los lados,
en un claro lugar alto y abierto,
tal que ver se podían todos ellos.

Erguido allí sobre el esmalte verde,
las magnas sombras fuéronme mostradas,
que de placer me colma haberlas visto.

A Electra vi con muchos compañeros,
y entre ellos conocí a Héctor y a Eneas,
y armado a César, con ojos grifaños.

Vi a Pantasilea y a Camila,
y al rey Latino vi por la otra parte,
que se sentaba con su hija Lavinia.

Vi a Bruto, aquel que destronó a Tarquino,
a Cornelia, a Lucrecia, a Julia, a Marcia;
y a Saladino vi, que estaba solo;

y al levantar un poco más la vista,
vi al maestro de todos los que saben,
sentado en filosófica familia.

Todos le miran, todos le dan honra:
y a Sócrates, que al lado de Platón,
están más cerca de él que los restantes;

Demócrito, que el mundo pone en duda,
Anaxágoras, Tales y Diógenes,
Empédocles, Heráclito y Zenón;

y al que las plantas observó con tino,
Dioscórides, digo; y via Orfeo,
Tulio, Livio y al moralista Séneca;

al geómetra Euclides, Tolomeo,
Hipócrates, Galeno y Avicena,
y a Averroes que hizo el «Comentario».

No puedo detallar de todos ellos,
porque así me encadena el largo tema,
que dicho y hecho no se corresponden.

El grupo de los seis se partió en dos:
por otra senda me llevó mi guía,
de la quietud al aire tembloroso
y llegué a un sitio en donde nada luce.

CANTO V

Así bajé del círculo primero
al segundo que menos lugar ciñe,
y tanto más dolor, que al llanto mueve.

Allí el horrible Minos rechinaba.
A la entrada examina los pecados;
juzga y ordena según se relíe.


Digo que cuando un alma mal nacida
llega delante, todo lo confiesa;
y aquel conocedor de los pecados

ve el lugar del infierno que merece:
tantas veces se ciñe con la cola,
cuantos grados él quiere que sea echada.

Siempre delante de él se encuentran muchos;
van esperando cada uno su juicio,
hablan y escuchan, después las arrojan.

«Oh tú que vienes al doloso albergue
-me dijo Minos en cuanto me vio,
dejando el acto de tan alto oficio-;

mira cómo entras y de quién te fías:
no te engañe la anchura de la entrada.»
Y mi guta: «¿Por qué le gritas tanto?

No le entorpezcas su fatal camino;
así se quiso allí donde se puede
lo que se quiere, y más no me preguntes.»

Ahora comienzan las dolientes notas
a hacérseme sentir; y llego entonces
allí donde un gran llanto me golpea.

Llegué a un lugar de todas luces mudo,
que mugía cual mar en la tormenta,
si los vientos contrarios le combaten.

La borrasca infernal, que nunca cesa,
en su rapiña lleva a los espíritus;
volviendo y golpeando les acosa.

Cuando llegan delante de la ruina,
allí los gritos, el llanto, el lamento;
allí blasfeman del poder divino.

Comprendí que a tal clase de martirio
los lujuriosos eran condenados,
que la razón someten al deseo.

Y cual los estorninos forman de alas
en invierno bandada larga y prieta,
así aquel viento a los malos espiritus:

arriba, abajo, acá y allí les lleva;
y ninguna esperanza les conforta,
no de descanso, mas de menor pena.

Y cual las grullas cantando sus lays
largas hileras hacen en el aire,
así las vi venir lanzando ayes,

a las sombras llevadas por el viento.
Y yo dije: «Maestro, quién son esas
gentes que el aire negro así castiga?»

«La primera de la que las noticias
quieres saber --me dijo aquel entonces-
fue emperatriz sobre muchos idiomas.

Se inclinó tanto al vicio de lujuria,
que la lascivia licitó en sus leyes,
para ocultar el asco al que era dada:

Semíramis es ella, de quien dicen
que sucediera a Nino y fue su esposa:
mandó en la tierra que el sultán gobierna.

Se mató aquella otra, enamorada,
traicionando el recuerdo de Siqueo;
la que sigue es Cleopatra lujuriosa.

A Elena ve, por la que tanta víctima
el tiempo se llevó, y ve al gran Aquiles
que por Amor al cabo combatiera;

ve a Paris, a Tristán.» Y a más de mil
sombras me señaló, y me nombró, a dedo,
que Amor de nuestra vida les privara.

Y después de escuchar a mi maestro
nombrar a antiguas damas y caudillos,
les tuve pena, y casi me desmayo.

Yo comencé: «Poeta, muy gustoso
hablaría a esos dos que vienen juntos
y parecen al viento tan ligeros.»

Y él a mí: «Los verás cuando ya estén
más cerca de nosotros; si les ruegas
en nombre de su amor, ellos vendrán.»

Tan pronto como el viento allí los trajo
alcé la voz: «Oh almas afanadas,
hablad, si no os lo impiden, con nosotros.»

Tal palomas llamadas del deseo,
al dulce nido con el ala alzada,
van por el viento del querer llevadas,

ambos dejaron el grupo de Dido
y en el aire malsano se acercaron,
tan fuerte fue mi grito afectuoso:

«Oh criatura graciosa y compasiva
que nos visitas por el aire perso
a nosotras que el mundo ensangrentamos;

si el Rey del Mundo fuese nuestro amigo
rogaríamos de él tu salvación,
ya que te apiada nuestro mal perverso.

De lo que oír o lo que hablar os guste,
nosotros oiremos y hablaremos
mientras que el viento, como ahora, calle.

La tierra en que nací está situada
en la Marina donde el Po desciende
y con sus afluentes se reúne.

Amor, que al noble corazón se agarra,
a éste prendió de la bella persona
que me quitaron; aún me ofende el modo.

Amor, que a todo amado a amar le obliga,
prendió por éste en mí pasión tan fuerte
que, como ves, aún no me abandona.

El Amor nos condujo a morir juntos,
y a aquel que nos mató Caína espera.»
Estas palabras ellos nos dijeron.

Cuando escuché a las almas doloridas
bajé el rostro y tan bajo lo tenía,
que el poeta me dijo al fin: «tQué piensas?»

Al responderle comencé: «Qué pena,
cuánto dulce pensar, cuánto deseo,
a éstos condujo a paso tan dañoso.»

Después me volví a ellos y les dije,
y comencé: «Francesca, tus pesares
llorar me hacen triste y compasivo;

dime, en la edad de los dulces suspiros
¿cómo o por qué el Amor os concedió
que conocieses tan turbios deseos?»

Y repuso: «Ningún dolor más grande
que el de acordarse del tiempo dichoso
en la desgracia; y tu guía lo sabe.

Mas si saber la primera raíz
de nuestro amor deseas de tal modo,
hablaré como aquel que llora y habla:

Leíamos un día por deleite,
cómo hería el amor a Lanzarote;
solos los dos y sin recelo alguno.

Muchas veces los ojos suspendieron
la lectura, y el rostro emblanquecía,
pero tan sólo nos venció un pasaje.

Al leer que la risa deseada
era besada por tan gran amante,
éste, que de mí nunca ha de apartarse,

la boca me besó, todo él temblando.
Galeotto fue el libro y quien lo hizo;
no seguimos leyendo ya ese día.»

Y mientras un espiritu así hablaba,
lloraba el otro, tal que de piedad
desfallecí como si me muriese;
y caí como un cuerpo muerto cae.

CANTO VI

Cuando cobré el sentido que perdí
antes por la piedad de los cuñados,
que todo en la tristeza me sumieron,

nuevas condenas, nuevos condenados
veía en cualquier sitio en que anduviera
y me volviese y a donde mirase.

Era el tercer recinto, el de la lluvia
eterna, maldecida, fría y densa:
de regla y calidad no cambia nunca.

Grueso granizo, y agua sucia y nieve
descienden por el aire tenebroso;
hiede la tierra cuando esto recibe.

Cerbero, fiera monstruosa y cruel,
caninamente ladra con tres fauces
sobre la gente que aquí es sumergida.

Rojos los ojos, la barba unta y negra,
y ancho su vientre, y uñosas sus manos:
clava a las almas, desgarra y desuella.

Los hace aullar la lluvia como a perros,
de un lado hacen al otro su refugio,
los míseros profanos se revuelven.

Al advertirnos Cerbero, el gusano,
la boca abrió y nos mostró los colmillos,
no había un miembro que tuviese quieto.

Extendiendo las palmas de las manos,
cogió tierra mi guía y a puñadas
la tiró dentro del bramante tubo.

Cual hace el perro que ladrando rabia,
y mordiendo comida se apacigua,
que ya sólo se afana en devorarla,

de igual manera las bocas impuras
del demonio Cerbero, que así atruena
las almas, que quisieran verse sordas.

íbamos sobre sombras que atería
la densa lluvia, poniendo las plantas
en sus fantasmas que parecen cuerpos.

En el suelo yacían todas ellas,
salvo una que se alzó a sentarse al punto
que pudo vernos pasar por delante.

«Oh tú que a estos infiernos te han traído
-me dijo- reconóceme si puedes:
tú fuiste, antes que yo deshecho, hecho.»

«La angustia que tú sientes -yo le dije-
tal vez te haya sacado de mi mente,
y así creo que no te he visto nunca.

Dime quién eres pues que en tan penoso
lugar te han puesto, y a tan grandes males,
que si hay más grandes no serán tan tristes.»

Y él a mfí «Tu ciudad, que tan repleta
de envidia está que ya rebosa el saco,
en sí me tuvo en la vida serena.

Los ciudadanos Ciacco me llamasteis;
por la dañosa culpa de la gula,
como estás viendo, en la lluvia me arrastro.

Mas yo, alma triste, no me encuentro sola,
que éstas se hallan en pena semejante
por semejante culpa», y más no dijo.

Yo le repuse: «Ciacco, tu tormento
tanto me pesa que a llorar me invita,
pero dime, si sabes, qué han de hacerse

de la ciudad partida los vecinos,
si alguno es justo; y dime la razón
por la que tanta guerra la ha asolado.»

Y él a mí: «Tras de largas disensiones
ha de haber sangre, y el bando salvaje
echará al otro con grandes ofensas;

después será preciso que éste caiga
y el otro ascienda, luego de tres soles,
con la fuerza de Aquel que tanto alaban.

Alta tendrá largo tiempo la frente,
teniendo al otro bajo grandes pesos,
por más que de esto se avergüence y llore.

Hay dos justos, mas nadie les escucha;
son avaricia, soberbia y envidia
las tres antorchas que arden en los pechos.»

Puso aquí fin al lagrimoso dicho.
Y yo le dije: «Aún quiero que me informes,
y que me hagas merced de más palabras;

Farinatta y Tegghiaio, tan honrados,
Jacobo Rusticucci, Arrigo y Mosca,
y los otros que en bien obrar pensaron,

dime en qué sitio están y hazme saber,
pues me aprieta el deseo, si el infierno
los amarga, o el cielo los endulza.»

Y aquél: « Están entre las negras almas;
culpas varias al fondo los arrojan;
los podrás ver si sigues más abajo.

Pero cuando hayas vuelto al dulce mundo,
te pido que a otras mentes me recuerdes;
más no te digo y más no te respondo.»

Entonces desvió los ojos fijos,
me miró un poco, y agachó la cara;
y a la par que los otros cayó ciego.

Y el guía dijo: «Ya no se levanta
hasta que suene la angélica trompa,
y venga la enemiga autoridad.

Cada cual volverá a su triste tumba,
retomarán su carne y su apariencia,
y oirán aquello que atruena por siempre.»

Así pasamos por la sucia mezcla
de sombras y de lluvia a paso lento,
tratando sobre la vida futura.

Y yo dije: «Maestro, estos tormentos
crecerán luego de la gran sentencia,
serán menores o tan dolorosos?»

Y él contestó: «Recurre a lo que sabes:
pues cuanto más perfecta es una cosa
más siente el bien, y el dolor de igual modo,

Y por más que esta gente maldecida
la verdadera perfección no encuentre,
entonces, más que ahora, esperan serlo.»

En redondo seguimos nuestra ruta,
hablando de otras cosas que no cuento;
y al llegar a aquel sitio en que se baja
encontramos a Pluto: el enemigo.

CANTO VII

«¡Papé Satán, Papé Satán aleppe!»
dijo Pluto con voz enronquecida;
y aquel sabio gentil que todo sabe,

me quiso confortar: «No te detenga
el miedo, que por mucho que pudiese
no impedirá que bajes esta roca.»

Luego volvióse a aquel hocico hinchado,
y dijo: «Cállate maldito lobo,
consúmete tú mismo con tu rabia.

No sin razón por el infierno vamos:
se quiso en lo alto allá donde Miguel
tomó venganza del soberbio estupro.»

Cual las velas hinchadas por el viento
revueltas caen cuando se rompe el mástil,
tal cayó a tierra la fiera cruel.

Así bajamos por la cuarta fosa,
entrando más en el doliente valle
que traga todo el mal del universo.

¡Ah justicia de Dios!, ¿quién amontona
nuevas penas y males cuales vi,
y por qué nuestra culpa así nos triza?

Como la ola que sobre Caribdis,
se destroza con la otra que se encuentra,
así viene a chocarse aquí la gente.

Vi aquí más gente que en las otras partes,
y desde un lado al otro, con chillidos,
haciendo rodar pesos con el pecho.

Entre ellos se golpean; y después
cada uno volvíase hacia atrás,
gritando «¿Por qué agarras?, ¿por qué tiras?»

Así giraban por el foso tétrico
de cada lado a la parte contraria,
siempre gritando el verso vergonzoso.

Al llegar luego todos se volvían
para otra justa, a la mitad del círculo,
y yo, que estaba casi conmovido,

dije: «Maestro, quiero que me expliques
quienes son éstos, y si fueron clérigos
todos los tonsurados de la izquierda.»

Y él a mí. «Fueron todos tan escasos
de la razón en la vida primera,
que ningún gasto hicieron con mesura.

Bastante claro ládranlo sus voces,
al llegar a los dos puntos del círculo
donde culpa contraria los separa.

Clérigos fueron los que en la cabeza
no tienen pelo, papas, cardenales,
que están bajo el poder de la avaricia.»

Y yo: «Maestro, entre tales sujetos
debiera yo conocer bien a algunos,
que inmundos fueron de tan grandes males.»

Y él repuso: «Es en vano lo que piensas:
la vida torpe que los ha ensuciado,
a cualquier conocer los hace oscuros.

Se han de chocar los dos eternamente;
éstos han de surgir de sus sepulcros
con el puño cerrado, y éstos, mondos;

mal dar y mal tener, el bello mundo
les ha quitado y puesto en esta lucha:
no empleo mas palabras en contarlo.

Hijo, ya puedes ver el corto aliento,
de los bienes fiados a Fortuna,
por los que así se enzarzan los humanos;

que todo el oro que hay bajo la luna,
y existió ya, a ninguna de estas almas
fatigadas podría dar reposo.»

«Maestro --dije yo-, dime ¿quién es esta
Fortuna a la que te refieres
que el bien del mundo tiene entre sus garras?»

Y él me repuso: «Oh locas criaturas,
qué grande es la ignorancia que os ofende;
quiero que tú mis palabras incorpores.

Aquel cuyo saber trasciendo todo,
los cielos hizo y les dio quien los mueve
tal que unas partes a otras se ilulninan,

distribuyendo igualmente la luz;
de igual modo en las glorias mundanales
dispuso una ministra que cambiase

los bienes vanos cada cierto tiempo
de gente en gente y de una a la otra sangre,
aunque el seso del hombre no Lo entienda;

por Lo que imperan unos y otros caen,
siguiendo los dictámenes de aquella
que está oculta en la yerba tal serpiente.

Vuestro saber no puede conocerla;
y en su reino provee, juzga y dispone
cual las otras deidades en el suyo.

No tienen tregua nunca sus mudanzas,
necesidad la obliga a ser ligera;
y aún hay algunos que el triunfo consiguen.

Esta es aquella a la que ultrajan tanto,
aquellos que debieran alabarla,
y sin razón la vejan y maldicen.

Mas ella en su alegría nada escucha;
feliz con las primeras criaturas
mueve su esfera y alegre se goza.

Ahora bajemos a mayor castigo;
caen las estrellas que salían cuando
eché a andar, y han prohibido entretenerse.»

Del círculo pasamos a otra orilla
sobre una fuente que hierve y rebosa
por un canal que en ella da comienzo.

Aquel agua era negra más que persa;
y, siguiendo sus ondas tan oscuras,
por extraño camino descendimos.

Hasta un pantano va, llamado Estigia,
este arroyuelo triste, cuando baja
al pie de la maligna cuesta gris.

Y yo, que por mirar estaba atento,
gente enfangada vi en aquel pantano
toda desnuda, con airado rostro.

No sólo con las manos se pegaban,
mas con los pies, el pecho y la cabeza,
trozo a trozo arrancando con los dientes.

Y el buen maestro: «Hijo, mira ahora
las almas de esos que venció la cólera,
y también quiero que por cierto tengas

que bajo el agua hay gente que suspira,
y al agua hacen hervir la superficie,
como dice tu vista a donde mire.

Desde el limo exclamaban: «Triste hicimos
el aire dulce que del sol se alegra,
llevando dentro acidïoso humo:

tristes estamos en el negro cieno.»
Se atraviesa este himno en su gaznate,
y enteras no les salen las palabras.

Así dimos la vuelta al sucio pozo,
entre la escarpa seca y lo de enmedio;
mirando a quien del fango se atraganta:
y al fin llegamos al pie de una torre.

CANTO VIII

Digo, para seguir, que mucho antes
de llegar hasta el pie de la alta torre,
se encaminó a su cima nuestra vista,

porque vimos allí dos lucecitas,
y otra que tan de lejos daba señas,
que apenas nuestros ojos la veían.

Y yo le dije al mar de todo seso:
«Esto ¿qué significa? y ¿qué responde
el otro foco, y quién es quien lo hace?»

Y él respondió: «Por estas ondas sucias
ya podrás divisar lo que se espera,
si no lo oculta el humo del pantano.»

Cuerda no lanzó nunca una saeta
que tan ligera fuese por el aire,
como yo vi una nave pequeñita

por el agua venir hacia nosotros,
al gobierno de un solo galeote,
gritando: «Al fin llegaste, alma alevosa.»

«Flegias, Flegias, en vano estás gritando
díjole mi señor en este punto-;
tan sólo nos tendrás cruzando el lodo.»

Cual es aquel que gran engaño escucha
que le hayan hecho, y luego se contiene,
así hizo Flegias consumido en ira.

Subió mi guía entonces a la barca,
y luego me hizo entrar detrás de él;
y sólo entonces pareció cargada.

Cuando estuvimos ambos en el leño,
hendiendo se marchó la antigua proa
el agua más que suele con los otros.

Mientras que el muerto cauce recorríamos
uno, lleno de fango vino y dijo:
«¿Quién eres tú que vienes a destiempo?»
.
Y le dije: « Si vengo, no me quedo;
pero ¿quién eres tú que estás tan sucio?»
Dijo: «Ya ves que soy uno que llora.»

Yo le dije: «Con lutos y con llanto,
puedes quedarte, espíritu maldito,
pues aunque estés tan sucio te conozco.»

Entonces tendió al leño las dos manos;
mas el maestro lo evitó prudente,
diciendo: «Vete con los otros perros.»

Al cuello luego los brazos me echó,
besóme el rostro y dijo: «!Oh desdeñoso,
bendita la que estuvo de ti encinta!

Aquel fue un orgulloso para el mundo;
y no hay bondad que su memoria honre:
por ello está su sombra aquí furiosa.

Cuantos por reyes tiénense allá arriba,
aquí estarán cual puercos en el cieno,
dejando de ellos un desprecio horrible.»`

Y yo: «Maestro, mucho desearía
el verle zambullirse en este caldo,
antes que de este lago nos marchemos.»

Y él me repuso: «Aún antes que la orilla
de ti se deje ver, serás saciado:
de tal deseo conviene que goces.»

Al poco vi la gran carnicería
que de él hacían las fangosas gentes;
a Dios por ello alabo y doy las gracias.

«¡A por Felipe Argenti!», se gritaban,
y el florentino espiritu altanero
contra sí mismo volvía los dientes.

Lo dejamos allí, y de él más no cuento.
Mas el oído golpeóme un llanto,
y miré atentamente hacia adelante.

Exclamó el buen maestro: «Ahora, hijo,
se acerca la ciudad llamada Dite,
de graves habitantes y mesnadas.»

Y yo dije: «Maestro, sus mezquitas
en el valle distingo claramente,
rojas cual si salido de una fragua

hubieran.» Y él me dijo: «El fuego eterno
que dentro arde, rojas nos las muestra,
como estás viendo en este bajo infierno.»

Así llegamos a los hondos fosos
que ciñen esa tierra sin consuelo;
de hierro aquellos muros parecían.

No sin dar antes un rodeo grande,
llegamos a una parte en que el barquero
«Salid -gritó con fuerza- aquí es la entrada.»

Yo vi a más de un millar sobre la puerta
de llovidos del cielo, que con rabia
decían: «¿Quién es este que sin muerte

va por el reino de la gente muerta?»
Y mi sabio maestro hizo una seña
de quererles hablar secretamente.

Contuvieron un poco el gran desprecio
y dijeron: « Ven solo y que se marche
quien tan osado entró por este reino;

que vuelva solo por la loca senda;
pruebe, si sabe, pues que tú te quedas,
que le enseñaste tan oscura zona.»

Piensa, lector, el miedo que me entró
al escuchar palabras tan malditas,
que pensé que ya nunca volvería.

«Guía querido, tú que más de siete
veces me has confortado y hecho libre
de los grandes peligros que he encontrado,

no me dejies -le dije- así perdido;
y si seguir mas lejos nos impiden,
juntos volvamos hacia atrás los pasos.»

Y aquel señor que allí me condujera
«No temas -dijo- porque nuestro paso
nadie puede parar: tal nos lo otorga.

Mas espérame aquí, y tu ánimo flaco
conforta y alimenta de esperanza,
que no te dejaré en el bajo mundo.»

Así se fue, y allí me abandonó
el dulce padre, y yo me quedé en duda
pues en mi mente el no y el sí luchaban.

No pude oír qué fue lo que les dijo:
mas no habló mucho tiempo con aquéllos,
pues hacia adentro todos se marcharon.

Cerráronle las puertas los demonios
en la cara a mi guía, y quedó afuera,
y se vino hacia mí con pasos lentos.

Gacha la vista y privado su rostro
de osadía ninguna, y suspiraba:
« ¡Quién las dolientes casa me ha cerrado!»

Y él me dijo: «Tú, porque yo me irrite,
no te asustes, pues venceré la prueba,
por mucho que se empeñen en prohibirlo.

No es nada nueva esta insolencia suya,
que ante menos secreta puerta usaron,
que hasta el momento se halla sin cerrojos.

Sobre ella contemplaste el triste escrito:
y ya baja el camino desde aquélla,
pasando por los cercos sin escolta,
quien la ciudad al fin nos hará franca.

CANTO IX

El color que sacó a mi cara el miedo
cuando vi que mi guía se tornaba,
lo quitó de la suya con presteza.

Atento se paró como escuchando,
pues no podía atravesar la vista
el aire negro y la neblina densa.

«Deberemos vencer en esta lucha
-comenzó él- si no... Es la promesa.
¡Cuánto tarda en llegar quien esperamos.»

Y me di cuenta de que me ocultaba
lo del principio con lo que siguió,
pues palabras distintas fueron éstas;

pero no menos miedo me causaron,
porque pensaba que su frase trunca
tal vez peor sentido contuviese.

« ¿En este fondo de la triste hoya
bajó algún otro, desde el purgatorio
donde es pena la falta de esperanza?»

Esta pregunta le hice y: «Raramente
-él respondió- sucede que otro alguno
haga el camino por el que yo ando.

Verdad es que otra vez estuve aquí,
por la cruel Eritone conjurado,
que a sus cuerpos las almas reclamaba.

De mí recién desnuda era mi sombrío,
cuando ella me hizo entrar tras de aquel muro,
a traer un alma del pozo de Judas.

Aquel es el más bajo, el más sombrío,
y el lugar de los cielos más lejano;
bien sé el camino, puedes ir sin miedo.

Este pantano que gran peste exhala
en torno ciñe la ciudad doliente,
donde entrar no podemos ya sin ira.»

Dijo algo más, pero no lo recuerdo,
porque mi vista se había fijado
en la alta torre de cima ardorosa,

donde al punto de pronto aparecieron
tres sanguinosas furias infernales
que cuerpo y porte de mujer tenían,

se ceñían con serpientes verdes;
su pelo eran culebras y cerastas
con que peinaban sus horribles sienes:

Y él que bien conocía a las esclavas
de la reina del llanto sempiterno
Las Feroces Erinias -dijo- mira:

Meguera es esa del izquierdo lado,
esa que llora al derecho es Aleto;
Tesfone está en medio.» Y más no dijo.

Con las uñas el pecho se rasgaban,
y se azotaban, gritando tan alto,
que me estreché al poeta, temeroso.

«Ah, que venga Medusa a hacerle piedra
-las tres decían mientras me miraban-
malo fue el no vengarnos de Teseo.»

«Date la vuelta y cierra bien los ojos;
si viniera Gorgona y la mirases
nunca podrías regresar arriba.»

Asf dijo el Maestro, y en persona
me volvió, sin fiarse de mis manos,
que con las suyas aún no me tapase.

Vosotros que tenéis la mente sana,
observad la doctrina que se esconde
bajo el velo de versos enigmáticos.

Mas ya venía por las turbias olas
el estruendo de un son de espanto lleno,
por lo que retemblaron ambas márgenes;

hecho de forma semejante a un viento
que, impetuoso a causa de contrarios
ardores, hiere el bosque y, sin descanso,

las ramas troncha, abate y lejos lleva;
delante polvoroso va soberbio,
y hace escapar a fieras y a pastores.

Me destapó los ojos: «Lleva el nervio
de la vista por esa espuma antigua,
hacia allí donde el humo es más acerbo.»

Como las ranas ante la enemiga
bicha, en el agua se sumergen todas,
hasta que todas se juntan en tierra,

más de un millar de almas destruidas
vi que huían ante uno, que a su paso
cruzaba Estigia con los pies enjutos.

Del rostro se apartaba el aire espeso
de vez en cuando con la mano izquierda;
y sólo esa molestia le cansaba.

Bien noté que del cielo era enviado,
y me volví al maestro que hizo un signo
de que estuviera quieto y me inclinase.

¡Cuán lleno de desdén me parecía!
Llegó a la puerta, y con una varita
la abrió sin encontrar impedimento.

«¡Oh, arrojados del cielo, despreciados!
-gritóles él desde el umbral horrible-.
¿Cómo es que aún conserváis esta arrogancia?

¿Y por que os resistis a aquel deseo
cuyo fin nunca pueda detenerse,
y que más veces acreció el castigo?

¿De qué sirve al destino dar de coces?
Vuestro Cerbero, si bien recordáis,
aún hocico y mentón lleva pelados.»

Luego tomó el camino cenagoso,
sin decirnos palabra, mas con cara
de a quien otro cuidado apremia y muerde,

y no el de aquellos que tiene delante.
A la ciudad los pasos dirigimos,
seguros ya tras sus palabras santas.

Dentro, sin guerra alguna, penetramos;
y yo, que de mirar estaba ansioso
todas las cosas que el castillo encierra,

al estar dentro miro en torno mío;
y veo en todas partes un gran campo,
lleno de pena y reo de tormentos.

Como en Arlés donde se estanca el Ródano,
o como el Pola cerca del Carnaro,
que Italia cierra y sus límites baña,

todo el sitio ondulado hacen las tumbas,
de igual manera allí por todas partes,
salvo que de manera aún más amarga,

pues llamaradas hay entre las fosas;
y tanto ardían que en ninguna fragua,
el hierro necesita tanto fuego.

Sus lápidas estaban removidas,
y salían de allí tales lamentos,
que parecían de almas condenadas.

Y yo: « Maestro, qué gentes son esas
que, sepultadas dentro de esas tumbas,
se hacen oír con dolientes suspiros?»

Y dijo: «Están aquí los heresiarcas,
sus secuaces, de toda secta, y llenas
están las tumbas más de lo que piensas.

El igual con su igual está enterrado,
y los túmulos arden más o menos.»
Y luego de volverse a la derecha,
cruzamos entre fosas y altos muros.

CANTO X

Siguió entonces por una oculta senda
entre aquella muralla y los martirios
mi Maestro, y yo fui tras de sus pasos.


«Oh virtud suma, que en los infernales
circulos me conduces a tu gusto,
háblame y satisface mis deseos:

a la gente que yace en los supulcros
¿la podré ver?, pues ya están levantadas
todas las losas, y nadie vigila.»

Y él repuso: «Cerrados serán todos
cuando aquí vuelvan desde Josafat
con los cuerpos que allá arriba dejaron.

Su cementerio en esta parte tienen
con Epicuro todos sus secuaces
que el alma, dicen, con el cuerpo muere.

Pero aquella pregunta que me hiciste
pronto será aquí mismo satisfecha,
y también el deseo que me callas.»

Y yo: «Buen guía, no te oculta nada
mi corazón, si no es por hablar poco;
y tú me tienes a ello predispuesto.»

«Oh toscano que en la ciudad del fuego
caminas vivo, hablando tan humilde,
te plazca detenerte en este sitio,

porque tu acento demuestra que eres
natural de la noble patria aquella
a la que fui, tal vez, harto dañoso.»

Este son escapó súbitamente
desde una de las arcas; y temiendo,
me arrimé un poco más a mi maestro.

Pero él me dijo: « Vuélvete, ¿qué haces?
mira allí a Farinatta que se ha alzado;
le verás de cintura para arriba.»

Fijado en él había ya mi vista;
y aquél se erguía con el pecho y frente
cual si al infierno mismo despreciase.

Y las valientes manos de mi guía
me empujaron a él entre las tumbas,
diciendo: «Sé medido en tus palabras.»

Como al pie de su tumba yo estuviese,
me miró un poco, y como con desdén,
me preguntó: «¿Quién fueron tus mayores?»

Yo, que de obedecer estaba ansioso,
no lo oculté, sino que se lo dije,
y él levantó las cejas levemente.

«Con fiereza me fueron adversarios
a mí y a mi partido y mis mayores,
y así dos veces tuve que expulsarles.»

« Si les echaste -dije- regresaron
de todas partes, una y otra vez;
mas los vuestros tal arte no aprendieron.»

Surgió entonces al borde de su foso
otra sombra, a su lado, hasta la barba:
creo que estaba puesta de rodillas.

Miró a mi alrededor, cual si propósito
tuviese de encontrar conmigo a otro,
y cuando fue apagada su sospecha,

llorando dijo: «Si por esta ciega
cárcel vas tú por nobleza de ingenio,
¿y mi hijo?, ¿por qué no está contigo?»

Y yo dije: «No vengo por mí mismo,
el que allá aguarda por aquí me lleva
a quien Guido, tal vez, fue indiferente.»

Sus palabras y el modo de su pena
su nombre ya me habian revelado;
por eso fue tan clara mi respuesta.

Súbitamente alzado gritó: «¿Cómo
has dicho?, ¿Fue?, ¿Es que entonces ya no vive?
¿La dulce luz no hiere ya sus ojos?»

Y al advertir que una cierta demora
antes de responderle yo mostraba,
cayó de espaldas sin volver a alzarse.

Mas el otro gran hombre, a cuyo ruego
yo me detuve, no alteró su rostro,
ni movió el cuello, ni inclinó su cuerpo.

Y así, continuando lo de antes,
«Que aquel arte -me dijo- mal supieran,
eso, más que este lecho, me tortura.

Pero antes que cincuenta veces arda
la faz de la señora que aquí reina,
tú has de saber lo que tal arte pesa.

Y así regreses a ese dulce mundo,
dime, ¿por qué ese pueblo es tan impío
contra los míos en todas sus leyes?»

Y yo dije: «El estrago y la matanza
que teñirse de rojo al Arbia hizo,
obliga a tal decreto en nuestros templos.»

Me respondió moviendo la cabeza:
«No estuve solo álli, ni ciertamente
sin razón me movi con esos otros:

mas estuve yo solo, cuando todos
en destruir Florencia consentían,
defendiéndola a rostro descubierto.»

«Ah, que repose vuestra descendencia
-yo le rogué-, este nudo desatadme
que ha enmarañado aquí mi pensamiento.

Parece que sabéis, por lo que escucho,
lo que nos trae el tiempo de antemano,
mas usáis de otro modo en lo de ahora.»

«Vemos, como quien tiene mala luz,
las cosas -dijo- que se encuentran lejos,
gracias a lo que esplende el Sumo Guía.

Cuando están cerca, o son, vano es del todo
nuestro intelecto; y si otros no nos cuentan,
nada sabemos del estado humano.

Y comprender podrás que muerto quede
nuestro conocimiento en aquel punto
que se cierre la puerta del futuro.»

Arrepentido entonces de mi falta,
dije: «Diréis ahora a aquel yacente
que su hijo aún se encuentra con los vivos;

y si antes mudo estuve en la respuesta,
hazle saber que fue porque pensaba
ya en esa duda que me habéis resuelto.»

Y ya me reclamaba mi maestro;
y yo rogué al espíritu que rápido
me refiriese quién con él estaba.

Díjome: «Aquí con más de mil me encuentro;
dentro se halla el segundo Federico,
y el Cardenal, y de los otros callo.»

Entonces se ocultó; y yo hacia el antiguo
poeta volví el paso, repensando
esas palabras que creí enemigas.

él echó a andar y luego, caminando,
me dijo: «¿Por qué estás tan abatido?»
Y yo le satisfice la pregunta.

« Conserva en la memoria lo que oíste
contrario a ti -me aconsejó aquel sabio-
y atiende ahora -y levantó su dedo-:

cuando delante estés del dulce rayo
de aquella cuyos ojos lo ven todo
de ella sabrás de tu vida el viaje.

Luego volvió los pies a mano izquierda:
dejando el muro, fuimos hacia el centro
por un sendero que conduce a un valle,
cuyo hedor hasta allí desagradaba.

CANTO XI

Por el extremo de un acantilado,
que en circulo formaban peñas rotas,
llegamos a un gentío aún más doliente;

y allí, por el exceso tan horrible
de la peste que sale del abismo,
al abrigo detrás nos colocamos

de un gran sepulcro, donde vi un escrito
«Aquí el papa Anastasio está encerrado
que Fotino apartó del buen camino.»

«Conviene que bajemos lentamente,
para que nuestro olfato se acostumbre
al triste aliento; y luego no moleste.»

Así el Maestro, y yo: «Compensación
-díjele- encuentra, pues que el tiempo en balde
no pase.» Y él: «Ya ves que en eso pienso.

Dentro, hijo mío, de estos pedregales
-luego empezó a decir- tres son los círculos
que van bajando, como los que has visto.

Todos llenos están de condenados,
mas porque luego baste que los mires,
oye cómo y por qué se les encierra:

Toda maldad, que el odio causa al cielo,
tiene por fin la injuria, y ese fin
o con fuerza o con fraude a otros contrista;

mas siendo el fraude un vicio sólo humano,
más lo odia Dios, por ello son al fondo
los fraudulentos aún más castigados.

De los violentos es el primer círculo;
mas como se hace fuerza a tres personas,
en tres recintos está dividido;

a Dios, y a sí, y al prójimo se puede
forzar; digo a ellos mismos y a sus cosas,
como ya claramente he de explicarte.

Muerte por fuerza y dolientes heridas
al prójimo se dan, y a sus haberes
ruinas, incendios y robos dañosos;

y así a homicidas y a los que mal hieren,
ladrones e incendiarios, atormenta
el recinto primero en varios grupos.

Puede el hombre tener violenta mano
contra él mismo y sus cosas; y es preciso
que en el segundo recinto lo purgue

el que se priva a sí de vuestro mundo,
juega y derrocha aquello que posee,
y llora allí donde debió alegrarse.

Puede hacer fuerza contra la deidad,
blasfemando, negándola en su alma,
despreciando el amor de la natura;

y el recinto menor lleva la marca
del signo de Cahors y de Sodoma,
y del que habla de Dios con menosprecio.

El fraude, que cualquier conciencia muerde,
se puede hacer a quien de uno se fía,
o a aquel que la confianza no ha mostrado.

Se diría que de esta forma matan
el vínculo de amor que hace natura;
y en el segundo círculo se esconden

hipocresía, adulación, quien hace
falsedad, latrocinio y simonía,
rufianes, barateros y otros tales.

De la otra forma aquel amor se olvida
de la naturaleza, y lo que crea,
de donde se genera la confianza;

y al Círculo menor, donde está el centro
del universo, donde asienta Dite,
el que traiciona por siempre es llevado.»

Y yo: «Maestro, muy clara procede
tu razón, y bastante bien distingue
este lugar y el pueblo que lo ocupa:

pero ahora dime: aquellos de la ciénaga,
que lleva el viento, y que azota la lluvia,
y que chocan con voces tan acerbas,

¿por qué no dentro de la ciudad roja
son castigados, si a Dios enojaron?
y si no, ¿por qué están en tal suplicio?»

Y entonces él: «¿Por qué se aleja tanto
-dijo- tu ingenio de lo que acostumbra?,
¿o es que tu mente mira hacia otra parte?

¿Ya no te acuerdas de aquellas palabras
que reflejan en tu éTICA las tres.
inclinaciones que no quiere el cielo,

incontinencia, malicia y la loca
bestialidad? ¿y cómo incontinencia
menos ofende y menos se castiga?

Y si miras atento esta sentencia,
y a la mente preguntas quién son esos
que allí fuera reciben su castigo,

comprenderás por qué de estos felones
están aparte, y a menos crudeza
la divina venganza les somete.»

«Oh sol que curas la vista turbada,
tú me contentas tanto resolviendo,
que no sólo el saber, dudar me gusta.

Un poco más atrás vuélvete ahora
-díjele--, allí donde que usura ofende
a Dios dijiste, y quítame el enredo.»

«A quien la entiende, la Filosofía
hace notar, no sólo en un pasaje
cómo natura su carrera toma

del divino intelecto y de su arte;
y si tu FíSICA miras despacio,
encontrarás, sin mucho que lo busques,

que el arte vuestro a aquélla, cuanto pueda,
sigue como al maestro su discípulo,
tal que vuestro arte es como de Dios nieto.

Con estas dos premisas, si recuerdas
el principio del Génesis, debemos
ganarnos el sustento con trabajo.

Y al seguir el avaro otro camino,
por éste, a la natura y a sus frutos,
desprecia, y pone en lo otro su esperanza.

Mas sígueme, porque avanzar me place;
que Piscis ya remonta el horizonte
y todo el Carro yace sobre el Coro,
y el barranco a otro sitio se despeña.

CANTO XII

Era el lugar por el que descendimos
alpestre y, por aquel que lo habitaba,
cualquier mirada hubiéralo esquivado.

Como son esas ruinas que al costado
de acá de Trento azota el río Adigio,
por terremoto o sin tener cimientos,

que de lo alto del monte, del que bajan
al llano, tan hendida está la roca
que ningún paso ofrece a quien la sube;

de aquel barranco igual era el descenso;
y allí en el borde de la abierta sima,
el oprobio de Creta estaba echado

que concebido fue en la falsa vaca;
cuando nos vio, a sí mismo se mordía,
tal como aquel que en ira se consume.

Mi sabio entonces le gritó: «Por suerte
piensas que viene aquí el duque de Atenas,
que allí en el mundo la muerte te trajo?

Aparta, bestia, porque éste no viene
siguiendo los consejos de tu hermana,
sino por contemplar vuestros pesares.»

Y como el toro se deslaza cuando
ha recibido ya el golpe de muerte,
y huir no puede, mas de aquí a allí salta,

así yo vi que hacía el Minotauro;
y aquel prudente gritó: «Corre al paso;
bueno es que bajes mientras se enfurece.»

Descendimos así por el derrumbe
de las piedras, que a veces se movían
bajo mis pies con esta nueva carga.

Iba pensando y díjome: «Tú piensas
tal vez en esta ruina, que vigila
la ira bestial que ahora he derrotado.

Has de saber que en la otra ocasión
que descendí a lo hondo del infierno,
esta roca no estaba aún desgarrada;

pero sí un poco antes, si bien juzgo,
de que viniese Aquel que la gran presa
quitó a Dite del círculo primero,

tembló el infecto valle de tal modo
que pensé que sintiese el universo
amor, por el que alguno cree que el mundo

muchas veces en caos vuelve a trocarse;
y fue entonces cuando esta vieja roca
se partió por aquí y por otros lados.

Mas mira el valle, pues que se aproxima
aquel río sangriento, en el cual hierve
aquel que con violencia al otro daña.»

¡Oh tú, ciega codicia, oh loca furia,
que así nos mueves en la corta vida,
y tan mal en la eterna nos sumerges!

Vi una amplia fosa que torcía en arco,
y que abrazaba toda la llanura,
según lo que mi guía había dicho.

Y por su pie corrían los centauros,
en hilera y armados de saetas,
como cazar solían en el mundo.

Viéndonos descender, se detuvieron,
y de la fila tres se separaron
con los arcos y flechas preparadas.

Y uno gritó de lejos: «¿A qué pena
venís vosotros bajando la cuesta?
Decidlo desde allí, o si no disparo.»

«La respuesta -le dijo mi maestro-
daremos a Quirón cuando esté cerca:
tu voluntad fue siempre impetuosa.»

Después me tocó, y dijo: «Aquel es Neso,
que murió por la bella Deyanira,
contra sí mismo tomó la venganza.

Y aquel del medio que al pecho se mira,
el gran Quirón, que fue el ayo de Aquiles;
y el otro es Folo, el que habló tan airado.

Van a millares rodeando el foso,
flechando a aquellas almas que abandonan
la sangre, más que su culpa permite.»

Nos acercamos a las raudas fieras:
Quirón cogió una flecha, y con la punta,
de la mejilla retiró la barba.

Cuando hubo descubierto la gran boca,
dijo a sus compañeros; «¿No os dais cuenta
que el de detrás remueve lo que pisa?

No lo suelen hacer los pies que han muerto.»
Y mi buen guía, llegándole al pecho,
donde sus dos naturas se entremezclan,

respondió: «Está bien vivo, y a él tan sólo
debo enseñarle el tenebroso valle:
necesidad le trae, no complacencia.

Alguien cesó de cantar Aleluya,
y ésta nueva tarea me ha encargado:
él no es ladrón ni yo alma condenada.

Mas por esta virtud por la cual muevo
los pasos por camino tan salvaje,
danos alguno que nos acompañe,

que nos muestre por dónde se vadea,
y que a éste lleve encima de su grupa,
pues no es alma que viaje por el aire.»

Quirón se volvió atrás a la derecha,
y dijo a Neso: «Vuelve y dales guía,
y hazles pasar si otro grupo se encuentran.»

Y nos marchamos con tan fiel escolta
por la ribera del bullir rojizo,
donde mucho gritaban los que hervían.

Gente vi sumergida hasta las cejas,
y el gran centauro dijo: « Son tiranos
que vivieron de sangre y de rapiña:

lloran aquí sus daños despiadados;
está Alejandro, y el feroz Dionisio
que a Sicilia causó tiempos penosos.

Y aquella frente de tan negro pelo,
es Azolino; y aquel otro rubio,
es Opizzo de Este, que de veras

fue muerto por su hijastro allá en el mundo.»
Me volví hacia el poeta y él me dijo:
«Ahora éste es el primero, y yo el segundo.»

Al poco rato se fijó el Centauro
en unas gentes, que hasta la garganta
parecían, salir del hervidero.

Díjonos de una sombra ya apartada:
«En la casa de Dios aquél hirió -
el corazón que al Támesis chorrea.»

Luego vi gentes que sacaban fuera
del río la cabeza, y hasta el pecho;
y yo reconocí a bastantes de ellos.

Asi iba descendiendo poco a poco
aquella sangre que los pies cocía,
y por allí pasamos aquel foso.

«Así como tú ves que de esta parte
el hervidero siempre va bajando,
-dijo el centauro- quiero que conozcas

que por la otra más y más aumenta
su fondo, hasta que al fin llega hasta el sitio
en donde están gimiendo los tiranos.

La diving justicia aquí castiga
a aquel Atila azote de la tierra
y a Pirro y Sexto; y para siempre ordeña

las lágrimas, que arrancan los hervores,
a Rinier de Corneto, a Rinier Pazzo
qué en los caminos tanta guerra hicieron.»
Volvióse luego y franqueó aquel vado.

CANTO XIII

Neso no había aún vuelto al otro lado,
cuando entramos nosotros por un bosque
al que ningún sendero señalaba.

No era verde su fronda, sino oscura;
ni sus ramas derechas, mas torcidas;
sin frutas, mas con púas venenosas.

Tan tupidos, tan ásperos matojos
no conocen las fieras que aborrecen
entre Corneto y Cécina los campos.

Hacen allí su nido las arpías,
que de Estrófane echaron al Troyano
con triste anuncio de futuras cuitas.

Alas muy grandes, cuello y rostro humanos
y garras tienen, y el vientre con plumas;
en árboles tan raros se lamentan.

Y el buen Maestro: «Antes de adentrarte,
sabrás que este recinto es el segundo
-me comenzó a decir- y estarás hasta

que puedas ver el horrible arenal;
mas mira atentamente; así verás
cosas que si te digo no creerías.»

Yo escuchaba por todas partes ayes,
y no vela a nadie que los diese,
por lo que me detuve muy asustado.

Yo creí que él creyó que yo creía
que tanta voz salía del follaje,
de gente que a nosotros se ocultaba.

Y por ello me dijo: «Si tronchases
cualquier manojo de una de estas plantas,
tus pensamientos también romperias.»

Entonces extendí un poco la mano,
y corté una ramita a un gran endrino;
y su tronco gritó: «¿Por qué me hieres?

Y haciéndose después de sangre oscuro
volvió a decir: «Por qué así me desgarras?
¿es que no tienes compasión alguna?

Hombres fuimos, y ahora matorrales;
más piadosa debiera ser tu mano,
aunque fuéramos almas de serpientes.»

Como. una astilla verde que encendida
por un lado, gotea por el otro,
y chirría el vapor que sale de ella,

así del roto esqueje salen juntas
sangre y palabras: y dejé la rama
caer y me quedé como quien teme.

«Si él hubiese creído de antemano
-le respondió mi sabio-, ánima herida,
aquello que en mis rimas ha leído,

no hubiera puesto sobre ti la mano:
mas me ha llevado la increible cosa
a inducirle a hacer algo que me pesa:

mas dile quién has sido, y de este modo
algún aumento renueve tu fama
alli en el mundo, al que volver él puede.»

Y el tronco: «Son tan dulces tus lisonjas
que no puedo callar; y no os moleste
si en hablaros un poco me entretengo:

Yo soy aquel que tuvo las dos llaves
que el corazón de Federico abrían
y cerraban, de forma tan suave,

que a casi todos les negó el secreto;
tanta fidelidad puse en servirle
que mis noches y días perdí en ello.

La meretriz que jamás del palacio
del César quita la mirada impúdica,
muerte común y vicio de las cortes,

encendió a todos en mi contra; y tanto
encendieron a Augusto esos incendios
que el gozo y el honor trocóse en lutos;

mi ánimo, al sentirse despreciado,
creyendo con morir huir del desprecio,
culpable me hizo contra mí inocente.

Por las raras raíces de este leño,
os juro que jamás rompí la fe
a mi señor, que fue de honor tan digno.

Y si uno de los dos regresa al mundo,
rehabilite el recuerdo que se duele
aún de ese golpe que asesta la envidia.»

Paró un poco, y después: «Ya que se calla,
no pierdas tiempo -dijome el poeta-
habla y pregúntale si más deseas.»

Yo respondí: «Pregúntale tú entonces
lo que tú pienses que pueda gustarme;
pues, con tanta aflicción, yo no podría.»

Y así volvió a empezar: «Para que te haga
de buena gana aquello que pediste,
encarcelado espíritu, aún te plazca

decirnos cómo el alma se encadena
en estos troncos; dinos, si es que puedes,
si alguna se despega de estos miembros.»

Sopló entonces el tronco fuememente
trocándose aquel viento en estas voces:
«Brevemente yo quiero responderos;

cuando un alma feroz ha abandonado
el cuerpo que ella misma ha desunido
Minos la manda a la séptima fosa.

Cae a la selva en parte no elegida;
mas donde la fortuna la dispara,
como un grano de espelta allí germina;

surge en retoño y en planta silvestre:
y al converse sus hojas las Arpías,
dolor le causan y al dolor ventana.

Como las otras, por nuestros despojos,
vendremos, sin que vistan a ninguna;
pues no es justo tener lo que se tira.

A rastras los traeremos, y en la triste
selva serán los cuerpos suspendidos,
del endrino en que sufre cada sombra.»

Aún pendientes estábamos del tronco
creyendo que quisiera más contarnos,
cuando de un ruido fuimos sorprendidos,

Igual que aquel que venir desde el puesto
escucha al jabalí y a la jauría
y oye a las bestias y un ruido de frondas;

Y miro a dos que vienen por la izquierda,
desnudos y arañados, que en la huida,
de la selva rompían toda mata.

Y el de delante: «¡Acude, acude, muerte!»
Y el otro, que más lento parecía,
gritaba: «Lano, no fueron tan raudas

en la batalla de Toppo tus piernas.»
Y cuando ya el aliento le faltaba,
de él mismo y de un arbusto formó un nudo.

La selva estaba llena detrás de ellos
de negros canes, corriendo y ladrando
cual lebreles soltados de traílla.

El diente echaron al que estaba oculto
y lo despedazaron trozo a trozo;
luego llevaron los miembros dolientes.

Cogióme entonces de la mano el guía,
y me llevó al arbusto que lloraba,
por los sangrantes rotos, vanamente.

Decía: «Oh Giácomo de Sant' Andrea,
¿qué te ha valido de mí hacer refugio?
¿qué culpa tengo de tu mala vida?»

Cuando el maestro se paró a su lado,
dijo: «¿Quién fuiste, que por tantas puntas
con sangre exhalas tu habla dolorosa?»

Y él a nosotros: «Oh almas que llegadas
sois a mirar el vergonzoso estrago,
que mis frondas así me ha desunido,

recogedlas al pie del triste arbusto.
Yo fui de la ciudad que en el Bautista
cambió el primer patrón: el cual, por esto

con sus artes por siempre la hará triste;
y de no ser porque en el puente de Arno
aún permanece de él algún vestigio,

esas gentes que la reedificaron
sobre las ruinas que Atila dejó,
habrían trabajado vanamente.
Yo de mi casa hice mi cadalso.»

CANTO XIV

Y como el gran amor del lugar patrio
me conmovió, reuní la rota fronda,
y se la devolví a quien ya callaba.

Al límite llegamos que divide
el segundo recinto del tercero,
y vi de la justicia horrible modo.

Por bien manifestar las nuevas cosas,
he de decir que a un páramo llegamos,
que de su seno cualquier planta ahuyenta.

La dolorosa selva es su guirnalda,
como para ésta lo es el triste foso;
justo al borde los pasos detuvimos.

Era el sitio una arena espesa y seca,
hecha de igual manera que esa otra
que oprimiera Catón con su pisada.

¡Oh venganza divina, cuánto debes
ser temida de todo aquel que lea
cuanto a mis ojos fuera manifiesto!

De almas desnudas vi muchos rebaños,
todas llorando llenas de miseria,
y en diversas posturas colocadas:

unas gentes yacían boca arriba;
encogidas algunas se sentaban,
y otras andaban incesantemente.

Eran las más las que iban dando vueltas,
menos las que yacían en tormento,
pero más se quejaban de sus males.

Por todo el arenal, muy lentamente,
llueven copos de fuego dilatados,
como nieve en los Alpes si no hay viento.

Como Alejandro en la caliente zona
de la India vio llamas que caían
hasta la tierra sobre sus ejércitos;

por lo cual ordenó pisar el suelo
a sus soldados, puesto que ese fuego
se apagaba mejor si estaba aislado,

así bajaba aquel ardor eterno;
y encendía la arena, tal la yesca
bajo eslabón, y el tormento doblaba.

Nunca reposo hallaba el movimiento
de las míseras manos, repeliendo
aquí o allá de sí las nuevas llamas.
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Yo comencé: «Maestro, tú que vences
todas las cosas, salvo a los demonios
que al entrar por la puerta nos salieron,

¿Quién es el grande que no se preocupa
del fuego y yace despectivo y fiero,
cual si la lluvia no le madurase?»

Y él mismo, que se había dado cuenta
que preguntaba por él a mi guía,
gritó: « Como fui vivo, tal soy muerto.

Aunque Jove cansara a su artesano
de quien, fiero, tomó el fulgor agudo
con que me golpeó el último día,

o a los demás cansase uno tras otro,
de Mongibelo en esa negra fragua,
clamando: "Buen Vulcano, ayuda, ayuda"

tal como él hizo en la lucha de Flegra,
y me asaeteara con sus fuerzas,
no podría vengarse alegremente.»

Mi guía entonces contestó con fuerza
tanta, que nunca le hube así escuchado:
«Oh Capaneo, mientras no se calme

tu soberbia, serás más afligido:
ningún martirio, aparte de tu rabia,
a tu furor dolor será adecuado.»

Después se volvió a mí con mejor tono,
«éste fue de los siete que asediaron
a Tebas; tuvo a Dios, y me parece

que aún le tenga, desdén, y no le implora;
mas como yo le dije, sus despechos
son en su pecho galardón bastante.

Sígueme ahora y cuida que tus pies
no pisen esta arena tan ardiente,
mas camina pegado siempre al bosque.»

En silencio llegamos donde corre
fuera ya de la selva un arroyuelo,
cuyo rojo color aún me horripila:

como del Bulicán sale el arroyo
que reparten después las pecadoras, t
al corrta a través de aquella arena.

El fondo de éste y ambas dos paredes
eran de piedra, igual que las orillas;
y por ello pensé que ése era el paso.

«Entre todo lo que yo te he enseñado,
desde que atravesamos esa puerta
cuyos umbrales a nadie se niegan,

ninguna cosa has visto más notable
como el presente río que las llamas
apaga antes que lleguen a tocarle.»

Esto dijo mi guía, por lo cual
yo le rogué que acrecentase el pasto,
del que acrecido me había el deseo.

«Hay en medio del mar un devastado
país -me dijo- que se llama Creta;
bajo su rey fue el mundo virtuoso.

Hubo allí una montaña que alegraban
aguas y frondas, se llamaba Ida:
cual cosa vieja se halla ahora desierta.

La excelsa Rea la escogió por cuna
para su hijo y, por mejor guardarlo,
cuando lloraba, mandaba dar gritos.

Se alza un gran viejo dentro de aquel monte,
que hacia Damiata vuelve las espaldas
y al igual que a un espejo a Roma mira.

Está hecha su cabeza de oro fino,
y plata pura son brazos y pecho,
se hace luego de cobre hasta las ingles;

y del hierro mejor de aquí hasta abajo,
salvo el pie diestro que es barro cocido:
y más en éste que en el otro apoya.

Sus partes, salvo el oro, se hallan rotas
por una raja que gotea lágrimas,
que horadan, al juntarse, aquella gruta;

su curso en este valle se derrama:
forma Aqueronte, Estigia y Flagetonte;
corre después por esta estrecha espita

al fondo donde más no se desciende:
forma Cocito; y cuál sea ese pantano
ya lo verás; y no te lo describo.»

Yo contesté: «Si el presente riachuelo
tiene así en nuestro mundo su principio,
¿como puede encontrarse en este margen?»

Respondió: «Sabes que es redondo el sitio,
y aunque hayas caminado un largo trecho
hacia la izquierda descendiendo al fondo,

aún la vuelta completa no hemos dado;
por lo que si aparecen cosas nuevas,
no debes contemplarlas con asombro.»

Y yo insistí «Maestro, ¿dónde se hallan
Flegetonte y Leteo?; a uno no nombras,
y el otro dices que lo hace esta lluvia.»

«Me agradan ciertamente tus preguntas
-dijo-, mas el bullir del agua roja
debía resolverte la primera.

Fuera de aquí podrás ver el Leteo,
allí donde a lavarse van las almas,
cuando la culpa purgada se borra.»

Dijo después: «Ya es tiempo de apartarse
del bosque; ven caminando detrás:
dan paso las orillas, pues no queman,
y sobre ellas se extingue cualquier fuego.»

CANTO XV

Caminamos por uno de los bordes,
y tan denso es el humo del arroyo,
que del fuego protege agua y orillas.

Tal los flamencos entre Gante y Brujas,
temiendo el viento que en invierno sopla,
a fin de que huya el mar hacen sus diques;

y como junto al Brenta los paduanos
por defender sus villas y castillos,
antes que Chiarentana el calor sienta;

de igual manera estaban hechos éstos,
sólo que ni tan altos ni tan gruesos,
fuese el que fuese quien los construyera.

Ya estábamos tan lejos de la selva
que no podría ver dónde me hallaba,
aunque hacia atrás yo me diera la vuelta,

cuando encontramos un tropel de almas
que andaban junto al dique, y todas ellas
nos miraban cual suele por la noche

mirarse el uno al otro en luna nueva;
y para vernos fruncían las cejas
como hace el sastre viejo con la aguja.

Examinado así por tal familia,
de uno fui conocido, que agarró
mi túnica y gritó: «¡Qué maravilla!»

y yo, al verme cogido por su mano
fijé la vista en su quemado rostro,
para que, aun abrasado, no impidiera,

su reconocimiento a mi memoria;
e inclinando la mía hacia su cara
respondí: «¿Estáis aquí, señor Brunetto?»

«Hijo, no te disguste -me repuso-
si Brunetto Latino deja un rato
a su grupo y contigo se detiene.»

Y yo le dije: «Os lo pido gustoso;
y si queréis que yo, con vos me pare,
lo haré si place a aquel con el que ando.»

«Hijo -repuso-, aquel de este rebaño
que se para, después cien años yace,
sin defenderse cuando el fuego quema.

Camina pues: yo marcharé a tu lado;
y alcanzaré más tarde a mi mesnada,
que va llorando sus eternos males.»

Yo no osaba bajarme del camino
y andar con él; mas gacha la cabeza
tenía como el hombre reverente.

él comenzó: «¿Qué fortuna o destino
antes de postrer día aquí te trae?
¿y quién es éste que muestra el camino?»

Y yo: «Allá arriba, en la vida serena
-le respondí- me perdí por un valle,
antes de que mi edad fuese perfecta.

Lo dejé atrás ayer por la mañana;
éste se apareció cuando a él volvía,
y me lleva al hogar por esta ruta.»

Y él me repuso: «Si sigues tu estrella
glorioso puerto alcanzarás sin falta,
si de la vida hermosa bien me acuerdo;

y si no hubiese muerto tan temprano,
viendo que el cielo te es tan favorable,
dado te habría ayuda en la tarea.

Mas aquel pueblo ingrato y malicioso
que desciende de Fiesole de antiguo,
y aún tiene en él del monte y del peñasco,

si obras bien ha de hacerse tu contrario:
y es con razón, que entre ásperos serbales
no debe madurar el dulce higo.

Vieja fama en el mundo llama ciegos,
gente es avara, envidiosa y soberbia:
líbrate siempre tú de sus costumbres.

Tanto honor tu fortuna te reserva,
que la una parte y la otra tendrán hambre
de ti; mas lejos pon del chivo el pasto.

Las bestias fiesolanas se apacienten
de ellas mismas, y no toquen la planta,
si alguna surge aún entre su estiércol,

en que reviva la simiente santa
de los romanos que quedaron, cuando
hecho fue el nido de tan gran malicia.»

«Si pudiera cumplirse mi deseo
aún no estaríais vos -le repliqué-
de la humana natura separado;

que en mi mente está fija y aún me apena,
querida y buena, la paterna imagen
vuestra, cuando en el mundo hora tras hora

me enseñabais que el hombre se hace eterno;
y cuánto os lo agradezco, mientras viva,
conviene que en mi lengua se proclame.

Lo que narráis de mi carrera escribo,
para hacerlo glosar, junto a otro texto,
si hasta ella llego, a la mujer que sabe.

Sólo quiero que os sea manifiesto
que, con estar tranquila mi conciencia,
me doy, sea cual sea, a la Fortuna.

No es nuevo a mis oídos tal augurio:
mas la Fortuna hace girar su rueda
como gusta, y el labrador su azada.»

Entonces mi maestro la mejilla
derecha volvió atrás, y me miró;
dijo después: «Bien oye el precavido.»

Pero yo no dejé de hablar por eso
con ser Brunetto, y pregunto quién son
sus compañeros de más alta fama.

Y él me dijo: «Saber de alguno es bueno;
de los demás será mejor que calle,
que a tantos como son el tiempo es corto.

Sabe, en suma, que todos fueron clérigos
y literatos grandes y famosos,
al mundo sucios de un igual pecado.

Prisciano va con esa turba mísera,
y Francesco D'Accorso; y ver con éste,
si de tal tiña tuvieses deseo,

podrás a quien el Siervo de los Siervos
hizo mudar del Arno al Bachiglión,
donde dejó los nervios mal usados.

De otros diría, mas charla y camino
no pueden alargarse, pues ya veo
surgir del arenal un nuevo humo.

Gente viene con la que estar no debo:
mi "Tesoro" te dejo encomendado,
en el que vivo aún, y más no digo.»

Luego se fue, y parecía de aquellos
que el verde lienzo corren en Verona
por el campo; y entre éstos parecía
de los que ganan, no de los que pierden.

CANTO XVI

Ya estaba donde el resonar se oía
del agua que caía al otro círculo,
como el que hace la abeja en la colmena;

cuando tres sombras juntas se salieron,
corriendo, de una turba que pasaba
bajo la lluvia de la áspera pena.

Hacia nosotros gritando venían:
«Detente quien parece por el traje
ser uno de la patria depravada.»

¡Ah, cuántas llagas vi en aquellos miembros,
viejas y nuevas, de la llama ardidas!
me siento aún dolorido al recordarlo.

A sus gritos mi guía se detuvo;
volvió el rostro hacia mí, y me dijo: « Espera,
pues hay que ser cortés con esta gente.

Y si no fuese por el crudo fuego
que este sitio asaetea, te diría
que te apresures tú mejor que ellos.»

Ellos, al detenernos, reemprendieron
su antiguo verso; y cuando ya llegaron,
hacen un corro de sí aquellos tres,

cual desnudos y untados campeones,
acechando a su presa y su ventaja,
antes de que se enzarcen entre ellos;

y con la cara vuelta, cada uno
me miraba de modo que al contrario
iba el cuello del pie continuamente.

«Si el horror de este suelo movedizo
vuelve nuestras plegarias despreciables
-uno empezó- y la faz negra y quemada,

nuestra fama a tu ánimo suplique
que nos digas quién eres, que los vivos
pies tan seguro en el infierno arrastras.

éste, de quien me ves pisar las huellas,
aunque desnudo y sin pellejo vaya,
fue de un grado mayor de lo que piensas,

pues nieto fue de la bella Gualdrada;
se llamó Guido Guerra, y en su vida
mucho obró con su espada y con su juicio.

El otro, que tras mí la arena pisa,
es Tegghiaio Aldobrandi, cuya voz
en el mundo debiera agradecerse;

y yo, que en el suplicio voy con ellos,
Jacopo Rusticucci; y fiera esposa
más que otra cosa alguna me condena.»

Si hubiera estado a cubierto del fuego,
me hubiera ido detrás de ellos al punto,
y no creo que al guía le importase;

mas me hubiera abrasado, y de ese modo
venció el miedo al deseo que tenía,
pues de abrazarles yo me hallaba ansioso.

Luego empecé: «No desprecio, mas pena
en mi interior me causa vuestro estado,
y es tanta que no puedo desprenderla,

desde el momento en que mi guía dijo
palabras, por las cuales yo pensaba
que, como sois, se acercaba tal gente.

De vuestra tierra soy, y desde siempre
vuestras obras y nombres tan honrados,
con afecto he escuchado y retenido.

Dejo la hiel y voy al dulce fruto
que mi guía veraz me ha prometido,
pero antes tengo que llegar al centro.»

«Muy largamente el alma te conduzcan
todavía -me dijo aquél- tus miembros,
y resplandezca luego tu memoria,

di si el valor y cortesía aún se hallan
en nuestra patria tal como solían,
o si del todo han sido ya expulsados;

que Giuglielmo Borsiere, el cual se duele
desde hace poco en nuestro mismo grupo,
con sus palabras mucho nos aflige.»

«Las nuevas gentes, las ganancias súbitas,
orgullo y desmesura han generado,
en ti, Florencia, y de ello te lamentas.»

Así grité levantando la cara;
y los tres, que esto oyeron por respuesta,
se miraron como ante las verdades.

«Si en otras ocasiones no te cuesta
satisfacer a otros -me dijeron-,
dichoso tú que dices lo que quieres.

Pero si sales de este mundo ciego
y vuelves a mirar los bellos astros,
cuando decir "estuve allí" te plazca,

háblale de nosotros a la gente.»
Rompieron luego el círculo y, huyendo,
alas sus raudas piernas parecían.

Un amén no podría haberse dicho
antes de que ellos se hubiesen perdido;
por lo que el guía quiso que partiésemos.

Yo iba detrás, y no avanzamos mucho
cuando el agua sonaba tan de cerca,
que apenas se escuchaban las palabras.

Como aquel río sigue su carrera
primero desde el Veso hacia el levante,
a la vertiente izquierda de Apenino,

que Acquaqueta se llama abajo, antes
de que en un hondo lecho se desplome,
y en Forlí ya ese nombre no conserva,

resuena allí sobre San Benedetto,
de la roca cayendo en la cascada
en donde mil debieran recibirle;

así en lo hondo de un despeñadero,
oímos resonar el agua roja,
que el oído ofendía al poco tiempo.

Yo llevaba una cuerda a la cintura
con la que alguna vez hube pensado
cazar la onza de la piel pintada.

Luego de haberme toda desceñido,
como mi guía lo había mandado,
se la entregué recogida en un rollo.

Entonces se volvió hacia la derecha
y, alejándose un trecho de la orilla,
la arrojó al fondo de la escarpadura.

«Alguna novedad ha de venirnos
-pensaba para mí- del nuevo signo,
que el maestro así busca con los ojos.»

iCuán cautos deberían ser los hombres
junto a aquellos que no sólo las obras,
mas por dentro el pensar también conocen!

«Pronto -dijo- verás sobradamente
lo que espero, y en lo que estás pensando:
pronto conviene que tú lo descubras.»

La verdad que parece una mentira
debe el hombre callarse mientras pueda,
porque sin tener culpa se avergüence:

pero callar no puedo; y por las notas,
lector, de esta Comedia, yo te juro,
así no estén de larga gracia llenas,

que vi por aquel oire oscuro y denso
venir nadando arriba una figura,
que asustaría el alma más valiente,

tal como vuelve aquel que va al fondo
a desprender el ancla que se agarra
a escollos y otras cosas que el mar cela,
que el cuerpo extiende y los pies se recoge.

CANTO XVII

«Mira la bestia con la cola aguda,
que pasa montes, rompe muros y armas;
mira aquella que apesta todo el mundo.»

Así mi guía comenzó a decirme;
y le ordenó que se acercase al borde
donde acababa el camino de piedra.

Y aquella sucia imagen del engaño
se acercó, y sacó el busto y la cabeza,
mas a la orilla no trajo la cola.

Su cara era la cara de un buen hombre,
tan benigno tenía lo de afuera,
y de serpiente todo lo restante.

Garras peludas tiene en las axilas;
y en la espalda y el pecho y ambos flancos
pintados tiene ruedas y lazadas.

Con más color debajo y superpuesto
no hacen tapices tártaros ni turcos,
ni fue tal tela hilada por Aracne.

Como a veces hay lanchas en la orilla,
que parte están en agua y parte en seco;
o allá entre los glotones alemanes

el castor se dispone a hacer su caza,
se hallaba así la fiera detestable
al horde pétreo, que la arena ciñe.

Al aire toda su cola movía,
cerrando arriba la horca venenosa,
que a guisa de escorpión la punta armaba.

El guía dijo: «Es preciso torcer
nuestro camino un poco, junto a aquella
malvada bestia que está allí tendida.»

Y descendimos al lado derecho,
caminando diez pasos por su borde,
para evitar las llamas y la arena.

Y cuando ya estuvimos a su lado,
sobre la arena vi, un poco más lejos,
gente sentada al borde del abismo.

Aquí el maestro: «Porque toda entera
de este recinto la experiencia lleves
-me dijo-, ve y contempla su castigo.

Allí sé breve en tus razonamientos:
mientras que vuelvas hablaré con ésta,
que sus fuertes espaldas nos otorgue.»

Así pues por el borde de la cima
de aquel séptimo circulo yo solo
anduve, hasta llegar a los penados.

Ojos afuera estallaba su pena,
de aquí y de allí con la mano evitaban
tan pronto el fuego como el suelo ardiente:

como los perros hacen en verano,
con el hocico, con el pie, mordidos
de pulgas o de moscas o de tábanos.

Y después de mirar el rostro a algunos,
a los que el fuego doloroso azota,
a nadie conocí; pero me acuerdo

que en el cuello tenía una bolsa
con un cierto color y ciertos signos,
que parecían complacer su vista.

Y como yo anduviéralos mirando,
algo azulado vi en una amarilla,
que de un león tenía cara y porte.

Luego, siguiendo de mi vista el curso,
otra advertí como la roja sangre,
y una oca blanca más que la manteca.

Y uno que de una cerda azul preñada
señalado tenía el blanco saco,
dijo: «¿Qué andas haciendo en esta fosa?

Vete de aquí; y puesto que estás vivo,
sabe que mi vecino Vitaliano
aquí se sentará a mi lado izquierdo;

de Padua soy entre estos florentinos:
y las orejas me atruenan sin tasa
gritando: "¡Venga el noble caballero

que llenará la bolsa con tres chivos!"»
Aquí torció la boca y se sacaba
la lengua, como el buey que el belfo lame.

Y yo, temiendo importunar tardando
a quien de no tardar me había advertido,
atrás dejé las almas lastimadas.

A mi guía encontré, que ya subido
sobre la grupa de la fiera estaba,
y me dijo: «Sé fuerte y arrojado.

Ahora bajamos por tal escalera:
sube delante, quiero estar en medio,
porque su cola no vaya a dañarte.»

Como está aquel que tiene los temblores
de la cuartana, con las uñas pálidas,
y tiembla entero viendo ya el relente,

me puse yo escuchando sus palabras;
pero me avergoncé con su advertencia,
que ante el buen amo el siervo se hace fuerte.

Encima me senté de la espaldaza:
quise decir, mas la voz no me vino
como creí: «No dejes de abrazarme.»

Mas aquel que otras veces me ayudara
en otras dudas, luego que monté,
me sujetó y sostuvo con sus brazos.

Y le dijo: «Gerión, muévete ahora:
las vueltas largas, y el bajar sea lento:
piensa en qué nueva carga estás llevando.»

Como la navecilla deja el puerto
detrás, detrás, así ésta se alejaba;
y luego que ya a gusto se sentía,

en donde el pecho, ponía la cola,
y tiesa, como anguila, la agitaba,
y con los brazos recogía el aíire.

No creo que más grande fuese el miedo
cuando Faetón abandonó las riendas,
por lo que el cielo ardió, como aún parece;

ni cuando la cintura el pobre ícaro
sin alas se notó, ya derretidas,
gritando el padre: «¡Mal camino llevas!»;

que el mío fue, cuando noté que estaba
rodeado de aire, y apagada
cualquier visión que no fuese la fiera;

ella nadando va lenta, muy lenta;
gira y desciende, pero yo no noto
sino el viento en el rostro y por debajo.

Oía a mi derecha la cascada
que hacía por encima un ruido horrible,
y abajo miro y la cabeza asomo.

Entonces temí aún más el precipicio,
pues fuego pude ver y escuchar llantos;
por lo que me encogí temblando entero.

Y vi después, que aún no lo había visto,
al bajar y girar los grandes males,
que se acercaban de diversos lados.

Como el halcón que asaz tiempo ha volado,
y que sin ver ni señuelo ni pájaro
hace decir al halconero: «¡Ah, baja!»,

lento desciende tras su grácil vuelo,
en cien vueltas, y a lo lejos se pone
de su maestro, airado y desdeñoso,

de tal modo Gerión se posó al fondo,
al mismo pie de la cortada roca,
y descargadas nuestras dos personas,
se disparó como de cuerda tensa.

CANTO XVIII

Hay un lugar llamado Malasbolsas
en el infierno, pétreo y ferrugiento,
igual que el muro que le ciñe entorno.

Justo en el medio del campo maligno
se abre un pozo bastante largo y hondo,
del cual a tiempo contaré las partes.

Es redondo el espacio que se forma
entre el pozo y el pie del duro abismo,
y en diez valles su fondo se divide.

Como donde, por guarda de los muros,
más y más fosos ciñen los castillos,
el sitio en donde estoy tiene el aspecto;

tal imagen los valles aquí tienen.
Y como del umbral de tales fuertes
a la orilla contraria hay puentecillos,

así del borde de la roca, escollos
conducen, dividiendo foso y márgenes,
hasta el pozo que les corta y les une.

En este sitio, ya de las espaldas
de Gerión nos bajamos; y el poeta
tomó a la izquierda, y yo me fui tras él.

A la derecha vi nuevos pesares,
nuevos castigos y verdugos nuevos,
que la bolsa primera abarrotaban.

Allí estaban desnudos los malvados;
una mitad iba dando la espalda,
otra de frente, con pasos más grandes;

tal como en Roma la gran muchedumbre,
del año jubilar, alli en el puente
precisa de cruzar en doble vía,

que por un lado todos van de cara
hacia el castillo y a San Pedro marchan;
y de otro lado marchan hacia el monte.

De aquí, de allí, sobre la oscura roca,
vi demonios cornudos con flagelos,
que azotaban cruelmente sus espaldas.

¡Ay, cómo hacían levantar las piernas
a los primeros golpes!, pues ninguno
el segundo esperaba ni el tercero.

Mientras andaba, en uno mi mirada
vino a caer; y al punto yo me dije:
«De haberle visto ya no estoy ayuno.»

Y así paré mi paso para verlo:
y mi guía conmigo se detuvo,
y consintió en que atrás retrocediera.

Y el condenado creía ocultarse
bajando el rostro; mas sirvió de poco,
pues yo le dije: «Oh tú que el rostro agachas,

si los rasgos que llevas no son falsos,
Venedico eres tú Caccianemico;
mas ¿qué te trae a salsas tan picantes?»

Y repuso: «Lo digo de mal grado;
pero me fuerzan tus claras palabras,
que me hacen recordar el mundo antiguo.

Fui yo mismo quien a Ghisolabella
indujo a hacer el gusto del marqués,
como relaten la sucia noticia.

Y boloñés no lloró aquí tan sólo,
mas tan repleto está este sitio de ellos,
que ahora tantas lenguas no se escuchan

que digan "Sipa" entre Savena y Reno;
y si fe o testimonio de esto quieres,
trae a tu mente nuestro seno avaro.»

Hablando así le golpeó un demonio
con su zurriago, y dijo: « Lárgate
rufián, que aquí no hay hembras que se vendan.»

Yo me reuní al momento con mi escolta;
luego, con pocos pasos, alcanzamos
un escollo saliente de la escarpa.

Con mucha ligereza lo subimos
y, vueltos a derecha por su dorso,
de aquel círculo eterno nos marchamos.

Cuando estuvimos ya donde se ahueca
debajo, por dar paso a los penados,
el guía dijo: « Espera, y haz que pongan

la vista en ti esos otros malnacidos,
a los que aún no les viste el semblante,
porque en nuestro sentido caminaban.»

Desde el puente mirábamos el grupo
que al otro lado hacia nosotros iba,
y que de igual manera azota el látigo.

Y sin yo preguntarle el buen Maestro
«Mira aquel que tan grande se aproxima,
que no le causa lágrimas el daño.

¡Qué soberano aspecto aún conserva!
Es Jasón, que por ánimo y astucia
dejó privada del carnero a Cólquida.

éste pasó por la isla de Lemmos,
luego que osadas hembras despiadadas
muerte dieran a todos sus varones:

con tretas y palabras halagüeñas
a Isifile engañó, la muchachita
que antes había a todas engañado.

Allí la dejó encinta, abandonada;
tal culpa le condena a tal martirio;
también se hace venganza de Medea.

Con él están los que en tal modo engañan:
y del valle primero esto te baste
conocer, y de los que en él castiga.»

Nos hallábamos ya donde el sendero
con el margen segundo se entrecruza,
que a otro arco le sirve como apoyo.

Aquí escuchamos gentes que ocupaban
la otra bolsa y soplaban por el morro,
pegándose a sí mismas con las manos.

Las orillas estaban engrumadas
por el vapor que abajo se hace espeso,
y ofendía a la vista y al olfato.

Tan oscuro es el fondo, que no deja
ver nada si no subes hasta el dorso
del arco, en que la roca es más saliente.

Allí subimos; y de allá, en el foso
vi gente zambullida en el estiércol,
cual de humanas letrinas recogido.

Y mientras yo miraba hacia allá abajo,
vi una cabeza tan de mierda llena,
que no sabía si era laico o fraile.

él me gritó: « ¿Por qué te satisface
mirarme más a mí que a otros tan sucios?»
Le dije yo: « Porque, si bien recuerdo,

con los cabellos secos ya te he visto,
y eres Alesio Interminei de Lucca:
por eso más que a todos te miraba.»

Y él dijo, golpeándose la chola:
«Aquí me han sumergido las lisonjas,
de las que nunca se cansó mi lengua.»

Luego de esto, mi guía: «Haz que penetre
-dijo- tu vista un poco más delante,
tal que tus ojos vean bien el rostro

de aquella sucia y desgreñada esclava,
que allí se rasca con uñas mierdosas,
y ahora se tumba y ahora en pie se pone:

es Thais, la prostituta, que repuso
a su amante, al decirle "¿Tengo prendas
bastantes para ti?": "aún más, excelsas".
Y sea aquí saciada nuestra vista.»

CANTO XIX

¡Oh Simón Mago! Oh mfseros secuaces
que las cosas de Dios, que de los buenos
esposas deben ser, como rapaces

por el oro y la plata adulteráis!
sonar debe la trompa por vosotros,
puesto que estáis en la tercera bolsa.

Ya estábamos en la siguiente tumba,
subidos en la parte del escollo
que cae justo en el medio de aquel foso.

¡Suma sabiduría! ¡Qué arte muestras
en el cielo, en la tierra y el mal mundo,
cuán justamente tu virtud repartes!

Yo vi, por las orillas y en el fondo,
llena la piedra livida de hoyos,
todos redondos y de igual tamaño.

No los vi menos amplios ni mayores
que esos que hay en mi bello San Juan,
y son el sitio para los bautismos;

uno de los que no hace aún mucho tiempo
yo rompí porque en él uno se ahogaba:
sea esto seña que a todos convenza.

A todos les salían por la boca
de un pecador los pies, y de las piernas
hasta el muslo, y el resto estaba dentro.

Ambas plantas a todos les ardían;
y tan fuerte agitaban las coyundas,
que habrían destrozado soga y cuerdas.

Cual suele el llamear en cosas grasas
moverse por la extrema superficie,
así era allí del talón a la punta.

«Quién es, maestro, aquel que se enfurece
pataleando más que sus consortes
-dije- y a quien más roja llama quema?»

Y él me dijo: «Si quieres que te lleve
allí por la pendiente que desciende,
él te hablará de sí y de sus pecados.»

Y yo: «Lo que tú quieras será bueno,
eres tú mi señor y no me aparto
de tu querer: y lo que callo sabes.»

Caminábamos pues el cuarto margen:
volvimos y bajamos a la izquierda
al fondo estrecho y agujereado.

Entonces el maestro de su lado
no me apartó, hasta vernos junto al hoyo
de aquel que se dolía con las zancas.

«Oh tú que tienes lo de arriba abajo,
alma triste clavada cual madero,
-le dije yo-, contéstame si puedes.»

Yo estaba como el fraile que confiesa
al pérfido asesino, que, ya hincado,
por retrasar su muerte le reclama.

Y él me gritó: «¿Ya estás aquí plantado?,
¿ya estás aquí plantado, Bonifacio?
En pocos años me mintió lo escrito.

¿Ya te cansaste de aquellas riquezas
por las que hacer engaño no temiste,
y atormentar después a tu Señora?»

Me quedé como aquellos que se encuentran,
por no entender lo que alguien les responde,
confundidos, y contestar no saben.

Dijo entonces Virgilio: «Dile pronto:
"No soy aquel, no soy aquel que piensas."»
Yo respondí como me fue indicado.

Torció los pies entonces el espíritu,
luego gimiendo y con voces llorosas,
me dijo: «¿Entonces, para qué me buscas?

si te interesa tanto el conocerme,
que has recorrido así toda la roca,
sabe que fui investido del gran manto,

y en verdad fui retoño de la Osa,
y tan ansioso de engordar oseznos,
que allí el caudal, aquí yo, me he embolsado.

Y bajo mi cabeza están los otros
que a mí, por simonía, precedieron,
y que lo estrecho de la piedra aplasta.

Allí habré yo de hundirme también cuando
venga aquel que creía que tú fueses,
al hacerte la súbita pregunta.

Pero mis pies se abrasan ya más tiempo
y más estoy yo puesto boca abajo,
del que estarán plantados sus pies rojos,

pues vendrá luego de él, aún más manchado,
desde el poniente, un pastor sin entrañas,
tal que conviene que a los dos recubra.

Nuevo Jasón será, como nos muestra
MACABEOS, y como a aquel fue blando
su rey, así ha de hacer quien Francia rige.»

No sé si fui yo loco en demasía,
pues que le respondí con tales versos:
«Ah, dime ahora, qué tesoros quiso

Nuestro Señor antes de que a San Pedro
le pusiese las llaves a su cargo?
únicamente dijo: "Ven conmigo";

ni Pedro ni los otros de Matías
oro ni plata, cuando sortearon
el puesto que perdió el alma traidora.

Quédate ahí, que estás bien castigado,
y guarda las riquezas mal cogidas,
que atrevido te hicieron contra Carlos.

Y si no fuera porque me lo veda
el respeto a las llaves soberanas
que fueron tuyas en la alegre vida,

usaría palabras aún más duras;
porque vuestra avaricia daña al mundo,
hundiendo al bueno y ensalzando al malo.

Pastores, os citó el evangelista,
cuando aquella que asienta sobre el agua
él vio prostituida con los reyes:

aquella que nació con siete testas,
y tuvo autoridad con sus diez cuernos,
mientras que su virtud plació al marido.

Os habéis hecho un Dios de oro y de plata:
y qué os separa ya de los idólatras,
sino que a ciento honráis y ellos a uno?

Constantino, ¡de cuánto mal fue madre,
no que te convirtieses, mas la dote
que por ti enriqueció al primer patriarca!»

Y mientras yo cantaba tales notas,
mordido por la ira o la conciencia,
con fuerza las dos piernas sacudía.

Yo creo que a mi guía le gustaba,
pues con rostro contento había escuchado
mis palabras sinceramente dichas.

Entonces me cogió con los dos brazos;
y luego de subirme hasta su pecho,
volvió a ascender la senda que bajamos.

No se cansó llevándome agarrado,
hasta ponerme en la cima del puente
que del cuarto hasta el quinto margen cruza.

Con suavidad aquí dejó la carga,
suave, en el escollo áspero y pino
que a las cabras sería mala trocha.
Desde ese sitio descubrí otro valle.

CANTO XX

De nueva pena he de escribir los versos
y dar materia al vigésimo canto
de la primer canción, que es de los reos.

Estaba yo dispuesto totalmente
a mirar en el fondo descubierto,
que me bañaba de angustioso llanto;

por el redondo valle vi a unas gentes
venir, calladas y llorando, al paso
con que en el mundo van las procesiones.

Cuando bajé mi vista aún más a ellas,
vi que estaban torcidas por completo
desde el mentón al principio del pecho;

porque vuelto a la espalda estaba el rostro,
y tenían que andar hacia detrás,
pues no podían ver hacia delante.

Por la fuerza tal vez de perlesía
alguno habrá en tal forma retorcido,
mas no lo vi, ni creo esto que pase.

Si Dios te deja, lector, coger fruto
de tu lectura, piensa por ti mismo
si podría tener el rostro seco,

cuando vi ya de cerca nuestra imagen
tan torcida, que el llanto de los ojos
les bañaba las nalgas por la raja.

Lloraba yo, apoyado en una roca
del duro escollo, tal que dijo el guía:
«¿Es que eres tú de aquellos insensatos?,

vive aquí la piedad cuando está muerta:
¿Quién es más criminal de lo que es ése
que al designio divino se adelanta?

Alza tu rostro y mira a quien la tierra
a la vista de Tebas se tragó;
y de allí le gritaban: "Dónde caes

Anfiareo?, ¿por qué la guerra dejas?"
Y no dejó de rodar por el valle
hasta Minos, que a todos los agarra.

Mira cómo hizo pecho de su espalda:
pues mucho quiso ver hacia adelante,
mira hacia atrás y marcha reculando.

Mira a Tiresias, que mudó de aspecto
al hacerse mujer siendo varón
cambiándose los miembros uno a uno;

y después, golpear debía antes
las unidas serpientes, con la vara,
que sus viriles plumas recobrase.

Aronte es quien al vientre se le acerca,
que en los montes de Luni, que cultiva
el carrarés que vive allí debajo,

tuvo entre blancos mármoles la cueva
como mansión; donde al mirar los astros
y el mar, nada la vista le impedía.

Y aquella que las tetas se recubre,
que tú no ves, con trenzas desatadas,
y todo el cuerpo cubre con su pelo,

fue Manto, que corrió por muchas tierras;
y luego se afincó donde naci,
por lo que un poco quiero que me escuches:

Después de que su padre hubiera muerto,
y la ciudad de Baco esclavizada,
ella gran tiempo anduvo por el mundo.

En el norte de Italia se halla un lago,
al pie del Alpe que ciñe Alemania
sobre el Tirol, que Benago se llama.

Por mil fuentes, y aún más, el Apenino
ente Garda y Camónica se baña,
por el agua estancada en dicho lago.

En su medio hay un sitio, en que el trentino
pastor y el de Verona, y el de Brescia,
si ese camino hiciese, bendijera.

Se halla Pesquiera, arnés hermoso y fuerte,
frontera a bergamescos y brescianos,
en la ribera que en el sur le cerca.

En ese sitio se desborda todo
lo que el Benago contener no puede,
y entre verdes praderas se hace un río.

Tan pronto como el agua aprisa corre,
no ya Benago, mas Mencio se llama
hasta Governo, donde cae al Po.

Tras no mucho correr, encuentra un valle,
en el cual se dilata y empantana;
y en el estio se vuelve insalubre.

Pasando por allí la virgen fiera,
vio tierra en la mitad de aquel pantano,
sin cultivo y desnuda de habitantes.

Allí, para escapar de los humanos,
con sus siervas quedóse a hacer sus artes,
y vivió, y dejó allí su vano cuerpo.

Los hombres luego que vivían cerca,
se acogieron al sitio, que era fuerte,
pues el pantano aquel lo rodeaba.

Fundaron la ciudad sobre sus huesos;
y por quien escogió primero el sitio,
Mantua, sin otro augurio, la llamaron.

Sus moradores fueron abundantes,
antes que la torpeza de Casoldi,
de Pinamonte engaño recibiese.

Esto te advierto por si acaso oyeras
que se fundó de otro modo mi patria,
que a la verdad mentira alguna oculte.»

Y yo: «Maestro, tus razonamientos
me son tan ciertos y tan bien los creo,
que apagados carbones son los otros.

Mas dime, de la gente que camina,
si ves alguna digna de noticia,
pues sólo en eso mi mente se ocupa.»

Entonces dijo: «Aquel que desde el rostro
la barba ofrece por la espalda oscura,
fue, cuando Grecia falta de varones

tanto, que había apenas en las cunas
augur, y con Calcante dio la orden
de cortar en Aulide las amarras.

Se llamaba Euripilo, y así canta
algún pasaje de mi gran tragedia:
tú bien lo sabes pues la sabes toda.

Aquel otro en los flancos tan escaso,
Miguel Escoto fue, quien en verdad
de los mágicos fraudes supo el juego.

Mira a Guido Bonatti, mira a Asdente,
que haber tomado el cuero y el bramante
ahora querría, mas tarde se acuerda;

Y a las tristes que el huso abandonaron,
las agujas y ruecas, por ser magas
y hechiceras con hierbas y figuras.

Mas ahora ven, que llega ya al confín
de los dos hemisferios, y a las ondas
bajo Sevilla, Caín con las zarzas,

y la luna ayer noche estaba llena:
bien lo recordarás, que no fue estorbo
alguna vez en esa selva oscura.»
Así me hablaba, y mientras caminábamos.

CANTO XXI

Así de puente en puente, conversando
de lo que mi Comedia no se ocupa,
subimos, y al llegar hasta la cima

nos paramos a ver la otra hondonada
de Malasbolsas y otros llantos vanos;
y la vi tenebrosamente oscura.

Como en los arsenales de Venecia
bulle pez pegajosa en el invierno
al reparar sus leños averiados,

que navegar no pueden; y a la vez
quién hace un nuevo leño, y quién embrea
los costados a aquel que hizo más rutas;

quién remacha la popa y quién la proa;
hacen otros los remos y otros cuerdas;
quién repara mesanas y trinquetas;

asi, sin fuego, por divinas artes,
bullía abajo una espesa resina,
que la orilla impregnaba en todos lados.

La veía, mas no veía en ella
más que burbujas que el hervor alzaba,
todas hincharse y explotarse luego.

Mientras allá miraba fijamente,
el poeta, diciendo: «¡Atento, atento!»
a él me atrajo del sitio en que yo estaba.

Me volvi entonces como aquel que tarda
en ver aquello de que huir conviene,
y a quien de pronto le acobarda el miedo,

y, por mirar, no demora la marcha;
y un diablo negro vi tras de nosotros,
que por la roca corriendo venía.

¡Ah, qué fiera tenía su apariencia,
y parecían cuán amenazantes
sus pies ligeros, sus abiertas alas!

En su hombro, que era anguloso y soberbio,
cargaba un pecador por ambas ancas,
agarrando los pies por los tendones.

«¡Oh Malasgarras --dijo desde el puente-,
os mando a un regidor de Santa Zita!
Ponedlo abajo, que voy a por otro

a esa tierra que tiene un buen surtido:
salvo Bonturo todos son venales;
del "ita" allí hacen "no" por el dinero.»

Abajo lo tiró, y por el escollo
se volvió, y nunca fue un mastín soltado
persiguiendo a un ladrón con tanta prisa.

Aquél se hundió, y se salía de nuevo;
mas los demonios que albergaba el puente
gritaron: «¡No está aquí la Santa Faz,

y no se nada aquí como en el Serquio!
así que, si no quieres nuestros garfios,
no te aparezcas sobre la resina.»

Con más de cien arpones le pinchaban,
dicen: «Cubierto bailar aquí debes,
tal que, si puedes, a escondidas hurtes.»

No de otro modo al pinche el cocinero
hace meter la carne en la caldera,
con los tridentes, para que no flote.

Y el buen Maestro: «Para que no sepan
que estás agua -me dijo- ve a esconderte
tras una roca que sirva de abrigo;

y por ninguna ofensa que me hagan,
debes temer, que bien conozco esto,
y otras veces me he visto en tales líos.»

Después pasó del puente a la otra parte;
y cuando ya alcanzó la sexta fosa;
le fue preciso un ánimo templado.

Con la ferocidad y con la saña
que los perros atacan al mendigo,
que de pronto se para y limosnea,

del puentecillo aquéllos se arrojaron,
y en contra de él volvieron los arpones;
mas él gritó: «¡Que ninguno se atreva!

Antes de que me pinchen los tridentes,
que se adelante alguno para oírme,
pensad bien si debéis arponearme.»

«¡Que vaya Malacola!» -se gritaron;
y uno salió de entre los otros quietos,
y vino hasta él diciendo: «¿De qué sirve?»

«Es que crees, Malacola, que me habrías
visto venir -le dijo mi maestro-
seguro ya de todas vuestras armas,

sin el querer divino y diestro hado?
Déjame andar, que en el cielo se quiere
que el camino salvaje enseñe a otros.»

Su orgullo entonces fue tan abatido
que el tridente dejó caer al suelo,
y a los otros les dijo: «No tocarlo.»

Y el guía a mí: «Oh tú que allí te encuentras
tras las rocas del puente agazapado,
puedes venir conmigo ya seguro.»

Por lo que yo avancé hasta él deprisa;
y los diablos se echaron adelante,
tal que temí que el pacto no guardaran;

así yo vi temer a los infantes
yéndose, tras rendirse, de Caprona,
al verse ya entre tantos enemigos.

Yo me arrimé con toda mi persona
a mi guía, y los ojos no apartaba
de sus caras que no eran nada buenas.

Inclinaban los garfios: «¿Que le pinche
-decíanse- queréis, en el trasero?»
Y respondían: «Sí, pínchale fuerte.»

Pero el demonio aquel que había hablado
con mi guía, volvióse raudamente,
y dijo: «Para, para, Arrancapelos.»

Luego nos dijo: « Más andar por este
escollo no se puede, pues que yace
todo despedazado el arco sexto;

y si queréis seguir más adelante
podéis andar aquí, por esta escarpa:
hay otro escollo cerca, que es la ruta.

Ayer, cinco horas más que en esta hora,
mil y doscientos y sesenta y seis
años hizo, que aquí se hundió el camino.

Hacia allá mando a alguno de los míos
para ver si se escapa alguno de esos;
id con ellos, que no han de molestaros.

¡Adelante Aligacho, Patasfrías,
-él comenzó a decir- y tú, Malchucho;
y Barbatiesa guíe la decena.

Vayan detrás Salido y Ponzoñoso,
jabalí Colmilludo, Arañaperros,
el Tartaja y el loco del Berrugas.

Mirad en torno de la pez hirviente;
éstos a salvo lleguen al escollo
que todo entero va sobre la fosa.»

«¡Ay maestro, qué es esto que estoy viendo!
-dije- vayamos solos sin escolta,
si sabes ir, pues no la necesito.

Si eres tan avisado como sueles,
¿no ves cómo sus dientes les rechinan,
y su entrecejo males amenaza?»

Y él me dijo: «No quiero que te asustes;
déjalos que rechinen a su gusto,
pues hacen eso por los condenados.»

Dieron la vuelta por la orilla izquierda,
mas primero la lengua se mordieron
hacia su jefe, a manera de seña,
y él hizo una trompeta de su culo.

CANTO XXII

Caballeros he visto alzar el campo,
comenzar el combate, o la revista,
y alguna vez huir para salvarse;

en vuestra tierra he visto exploradores,
¡Oh aretinos! y he visto las mesnadas,
hacer torneos y correr las justas,

ora con trompas, y ora con campanas,
con tambores, y hogueras en castillos,
con cosas propias y también ajenas;

mas nunca con tan rara cornamusa,
moverse caballeros ni pendones,
ni nave al ver una estrella o la tierra.

Caminábamos con los diez demonios,
¡fiera compaña!, mas en la taberna
con borrachos, con santos en la iglesia.

Mas a la pez volvía la mirada,
por ver lo que la bolsa contenía
y a la gente que adentro estaba ardiendo.

Cual los delfines hacen sus señales
con el arco del lomo al marinero,
que le preparan a que el leño salve,

por aliviar su pena, de este modo
enseñaban la espalda algunos de ellos,
escondiéndose en menos que hace el rayo.

Y como al borde del agua de un charco
hay renacuajos con el morro fuera,
con el tronco y las ancas escondidas,

se encontraban así los pecadores;
mas, como se acercaba Barbatiesa,
bajo el hervor volvieron a meterse.

Yo vi, y el corazón se me acongoja,
que uno esperaba, así como sucede
que una rana se queda y otra salta;

Y Arañaperros, que a su lado estaba,
le agarró por el pelo empegotado
y le sacó cual si fuese una nutria.

Ya de todos el nombre conocía,
pues lo aprendí cuando fueron nombrados,
y atento estuve cuando se llamaban.

«Ahora, Berrugas, puedes ya clavarle
los garfios en la espalda y desollarlo»
gritaban todos juntos los malditos.

Y yo: «Maestro, intenta, si es que puedes,
saber quién es aquel desventurado,
llegado a manos de sus enemigos.»

Y junto a él se aproximó mi guía;
preguntó de dónde era, y él repuso:
«Fui nacido en el reino de Navarra.

Criado de un señor me hizo mi madre,
que me había engendrado de un bellaco,
destructor de si mismo y de sus cosas.

Después fui de la corte de Teobaldo:
allí me puse a hacer baratertas;
y en este caldo estoy rindiendo cuentas.»

Y Colmilludo a cuya boca asoman,
tal jabalí, un colmillo a cada lado,
le hizo sentir cómo uno descosía.

Cayó el ratón entre malvados gatos;
mas le agarró en sus brazos Barbatiesa,
y dijo: « Estaros quietos un momento.»

Y volviendo la cara a mi maestro
«Pregunta -dijo- aún, si más deseas
de él saber, antes que esos lo destrocen».

El guía entonces: «De los otros reos,
di ahora si de algún latino sabes
que esté bajo la pez.» Y él: «Hace poco

a uno dejé que fue de allí vecino.
¡Si estuviese con él aún recubierto
no temería tridentes ni garras!»

Y el Salido: «Esperamos ya bastante»,
dijo, y cogióle el brazo con el gancho,
tal que se llevó un trozo desgarrado.

También quiso agarrarle Ponzoñoso
piernas abajo; mas el decurión
miró a su alrededor con mala cara.

Cuando estuvieron algo más calmados,
a aquel que aún contemplaba sus heridas
le preguntó mi guía sin tardanza:

«¿Y quién es ése a quien enhoramala
dejaste, has dicho, por salir a flote?»
Y aquél repuso: «Fue el fraile Gomita,

el de Gallura, vaso de mil fraudes;
que apresó a los rivales de su amo,
consiguiendo que todos lo alabasen.

Cogió el dinero, y soltóles de plano,
como dice; y fue en otros menesteres,
no chico, mas eximio baratero.

Trata con él maese Miguel Zanque
de Logodoro; y hablan Cerdeña
sin que sus lenguas nunca se fatiguen.

¡Ay de mí! ved que aquél rechina el diente:
más te diría pero tengo miedo
que a rascarme la tiña se aparezcan.»

Y vuelto hacia el Tartaja el gran preboste,
cuyos ojos herirle amenazaban,
dijo: « Hazte a un lado, pájaro malvado.»

«Si queréis conocerles o escucharles
-volvió a empezar el preso temeroso-
haré venir toscanos o lombardos;

pero quietos estén los Malasgarras
para que éstos no teman su venganza,
y yo, siguiendo en este mismo sitio,

por uno que soy yo, haré venir siete
cuando les silbe, como acostumbramos
hacer cuando del fondo sale alguno.»

Malchucho en ese instante alzó el hocico,
moviendo la cabeza, y dijo: «Ved
qué malicia pensó para escaparse.»

Mas él, que muchos trucos conocía
respondió: «¿Malicioso soy acaso,
cuando busco a los míos más tristeza?»

No se aguantó Aligacho, y, al contrario
de los otros, le dijo: «Si te tiras,
yo no iré tras de ti con buen galope,

mas batiré sobre la pez las alas;
deja la orilla y corre tras la roca;
ya veremos si tú nos aventajas.»

Oh tú que lees, oirás un nuevo juego:
todos al otro lado se volvieron,
y el primero aquel que era más contrario.

Aprovechó su tiempo el de Navarra;
fijó la planta en tierra, y en un punto
dio un salto y se escapó de su preboste.

Y por esto, culpables se sintieron,
más aquel que fue causa del desastre,
que se marchó gritando: «Ya te tengo.»

Mas de poco valió, pues que al miedoso
no alcanzaron las alas: se hundió éste,
y aquél alzó volando arriba el pecho.

No de otro modo el ánade de golpe,
cuando el halcón se acerca, se sumerge,
y éste, roto y cansado, se remonta.

Airado Patasfrías por la broma,
volando atrás, lo cogió, deseando
que aquél huyese para armar camorra;

y al desaparecer el baratero,
volvió las garras a su camarada,
tal que con él se enzarzó sobre el foso.

Fue el otro gavilán bien amaestrado,
sujetándole bien, y ambos cayeron
en la mitad de aquel pantano hirviente.

Los separó el calor a toda prisa,
pero era muy difícil remontarse,
pues tenían las alas pegajosas.

Barbatiesa, enfadado cual los otros,
a cuatro hizo volar a la otra parte,
todos con grafios y muy prestamente.

Por un lado y por otro descendieron:
echaron garfios a los atrapados,
que cocidos estaban en la costra,
y asi enredados los abandonamos.

CANTO XXIII

Callados, solos y sin compañía
caminábamos uno tras del otro,
lo mismo que los frailes franciscanos.

Vuelto había a la fábula de Esopo
mi pensamiento la presente riña,
donde él habló del ratón y la rana,

porque igual que «enseguida» y «al instante»,
se parecen las dos si se compara
el principio y el fin atentamente.

Y, cual de un pensamiento el otro sale,
así nació de aquel otro después,
que mi primer espanto redoblaba.

Yo así pensaba: «Si estos por nosotros
quedan burlados con daño y con befa,
supongo que estarán muy resentidos.

Si sobre el mal la ira se acrecienta,
ellos vendrán detrás con más crueldad
que el can lleva una liebre con los dientes.»

Ya sentía erizados los cabellos
por el miedo y atrás atento estaba
cuando dije: «Maestro, si escondite

no encuentras enseguida, me amedrentan
los Malasgarras: vienen tras nosotros:
tanto los imagino que los siento.»

Y él: «Si yo fuese de azogado vidrio,
tu imagen exterior no copiaría
tan pronto en mí, cual la de dentro veo;

tras mi pensar el tuyo ahora venía,
con igual acto y con la misma cara,
que un único consejo hago de entrambos.

Si hacia el lado derecho hay una cuesta,
para poder bajar a la otra bolsa,
huiremos de la caza imaginada.»

Este consejo apenas proferido,
los vi venir con las alas extendidas,
no muy de lejos, para capturarnos.

De súbito mi guía me cogió
cual la madre que al ruido se despierta
y ve cerca de sí la llama ardiente,

que coge al hijo y huye y no se para,
teniendo, más que de ella, de él cuidado,
aunque tan sólo vista una camisa.

Y desde lo alto de la dura margen,
de espaldas resbaló por la pendiente,
que cierra la otra bolsa por un lado.

No corre por la aceña agua tan rauda,
para mover la rueda del molino,
cuando más a los palos se aproxima,

cual mi maestro por aquel barranco,
sosteniéndome encima de su pecho,
como a su hijo, y no cual compañero.

Y llegaron sus pies al lecho apenas
del fondo, cuando aquéllos a la cima
sobre nosotros; pero no temíamos,

pues la alta providencia que los quiere
hacer ministros de la quinta fosa,
poder salir de allí no les permite.

Allí encontramos a gente pintada
que alrededor marchaba a lentos pasos,
llorando fatigados y abatidos.

Tenían capas con capuchas bajas
hasta los ojos, hechas del tamaño
que se hacen en Cluní para los monjes:

por fuera son de oro y deslumbrantes,
mas por dentro de plomo, y tan pesadas
que Federico de paja las puso.

¡Oh eternamente fatigoso manto!
Nosotros aún seguimos por la izquierda
a su lado, escuchando el triste lloro;

mas cansados aquéllos por el peso,
venían tan despacio, que con nuevos
compañeros a cada paso estábamos.

Por lo que dije al guía: «Ve si encuentras
a quien de nombre o de hechos se conozca,
y los ojos, andando, mueve entorno.»

Uno entonces que oyó mi hablar toscano,
de detrás nos gritó: « Parad los pasos,
los que corréis por entre el aire oscuro.

Tal vez tendrás de mí lo que buscabas.»
Y el guía se volvió y me dijo: «Espera,
y luego anda conforme con sus pasos.»

Me detuve, y vi a dos que una gran ansia
mostraban, en el rostro, de ir conmigo,
mas la carga pesaba y el sendero.

Cuando estuvieron cerca, torvamente,
me remiraron sin decir palabra;
luego a sí se volvieron y decían:

«ése parece vivo en la garganta;
y, si están muertos ¿por qué privilegio
van descubiertos de la gran estola?»

Dijéronme: «Oh Toscano, que al colegio
de los tristes hipócritas viniste,
dinos quién eres sin tener reparo.»

«He nacido y crecido -les repuse-
en la gran villa sobre el Arno bello,
y con el cuerpo estoy que siempre tuve.

¿Quién sois vosotros, que tanto os destila
el dolor, que así veo por el rostro,
y cuál es vuestra pena que reluce?»

«Estas doradas capas -uno dijo-
son de plomo, tan gruesas, que los pesos
hacen así chirriar a sus balanzas.

Frailes gozosos fuimos, boloñeses;
yo Catalano y éste Loderingo
llamados, y elegidos en tu tierra,

como suele nombrarse a un imparcial
por conservar la paz; y fuimos tales
que en torno del Gardingo aún puede verse.»

Yo comencé: «Oh hermanos, vuestros males »
No dije más, porque vi por el suelo
a uno crucificado con tres palos.

Al verme, por entero se agitaba,
soplándose en la barba con suspiros;
y el fraile Catalán que lo advirtió,

me dijo: «El condenado que tú miras,
dijo a los fariseos que era justo
ajusticiar a un hombre por el pueblo.

Desnudo está y clavado en el camino
como ves, y que sienta es necesario
el peso del que pasa por encima;

y en tal modo se encuentra aquí su suegro
en este foso, y los de aquel concilio
que a los judíos fue mala semilla.»

Vi que Virgilio entonces se asombraba
por quien se hallaba allí crucificado,
en el eterno exilio tan vilmente.

Después dirigió al fraile estas palabras:
«No os desagrade, si podéis, decirnos
si existe alguna trocha a la derecha,

por la cual ambos dos salir podamos,
sin obligar a los ángeles negros,
a que nos saquen de este triste foso.»

Repuso entonces: «Antes que lo esperes,
hay un peñasco, que de la gran roca
sale, y que cruza los terribles valles,

salvo aquí que está roto y no lo salva.
Subir podréis arriba por la ruina
que yace al lado y el fondo recubre.»

El guía inclinó un poco la cabeza:
dijo después: « Contaba mal el caso
quien a los pecadores allí ensarta.»

Y el fraile: « Ya en Bolonia oí contar
muchos vicios del diablo, y entre otros
que es mentiroso y padre del embuste.»

Rápidamente el guía se marchó,
con el rostro turbado por la ira;
y yo me separé de los cargados,
detrás siguiendo las queridas plantas.

CANTO XXIV

En ese tiempo en el que el año es joven
y el sol sus crines bajo Acuario templa,
y las noches se igualan con los días,

cuando la escarcha en tierra se asemeja
a aquella imagen de su blanca hermana,
mas poco dura el temple de su pluma;

el campesino falto de forraje,
se levanta y contempla la campiña
toda blanca, y el muslo se golpea,

vuelve a casa, y aquí y allá se duele,
tal mezquino que no sabe qué hacerse;
sale de nuevo, y cobra la esperanza,

viendo que al monte ya le cambió el rostro
en pocas horas, toma su cayado,
y a pacer fuera saca las ovejas.

De igual manera me asustó el maestro
cuando vi que su frente se turbaba,
mas pronto al mal siguió la medicina;

pues, al llegar al derruido puente,
el guía se volvió a mí con el rostro
dulce que vi al principio al pie del monte;

abrió los brazos, tras de haber tomado
una resolución, mirando antes
la ruina bien, y se acercó a empinarme.

Y como el que trabaja y que calcula,
que parece que todo lo prevea,
igual, encaramándome a la cima

de un peñasco, otra roca examinaba,
diciendo: «Agárrate luego de aquélla;
pero antes ve si puede sostenerte.»

No era un camino para alguien con capa,
pues apenas, él leve, yo sujeto,
podíamos subir de piedra en piedra.

Y si no fuese que en aquel recinto
más corto era el camino que en los otros,
no sé de él, pero yo vencido fuera.

Mas como hacia la boca Malasbolsas
del pozo más profundo toda pende,
la situación de cada valle hace

que se eleve un costado y otro baje;
y así llegamos a la punta extrema,
donde la última piedra se destaca.

Tan ordeñado del pulmón estaba
mi aliento en la subida, que sin fuerzas
busqué un asiento en cuanto que llegamos.

«Ahora es preciso que te despereces
-dijo el maestro-, pues que andando en plumas
no se consigue fama, ni entre colchas;

el que la vida sin ella malgasta
tal vestigio en la tierra de sí deja,
cual humo en aire o en agua la espuma.

Así que arriba: vence la pereza
con ánimo que vence cualquier lucha,
si con el cuerpo grave no lo impide.

Hay que subir una escala aún más larga;
haber huido de éstos no es bastante:
si me entiendes, procura que te sirva.»

Alcé entonces, mostrándome provisto
de un ánimo mayor del que tenía,
« Vamos -dije-. Estoy fuerte y animoso.»

Por el derrumbe empezamos a andar,
que era escarpado y rocoso y estrecho,
y mucho más pendiente que el de antes.

Hablando andaba para hacerme el fuerte;
cuando una voz salió del otro foso,
que incomprensibles voces profería.

No le entendí, por más que sobre el lomo
ya estuviese del arco que cruzaba:
mas el que hablaba parecía airado.

Miraba al fondo, mas mis ojos vivos,
por lo oscuro, hasta el fondo no llegaban,
por lo que yo: «Maestro alcanza el otro

recinto, y descendamos por el muro;
pues, como escucho a alguno que no entiendo,
miro así al fondo y nada reconozco.

«Otra respuesta -dijo- no he de darte
más que hacerlo; pues que demanda justa
se ha de cumplir con obras, y callando.»

Desde lo alto del puente descendimos
donde se cruza con la octava orilla,
luego me fue la bolsa manifiesta;

y yo vi dentro terrible maleza
de serpientes, de especies tan distintas,
que la sangre aún me hiela el recordarlo.

Más no se ufane Libia con su arena;
que si quelidras, yáculos y faras
produce, y cancros con anfisibenas,

ni tantas pestilencias, ni tan malas,
mostró jamás con la Etiopía entera,
ni con aquel que está sobre el mar Rojo.

Entre el montón tristísimo corrían
gentes desnudas y aterrorizadas,
sin refugio esperar o heliotropía:

esposados con sierpes a la espalda;
les hincaban la cola y la cabeza
en los riñones, encima montadas.

De pronto a uno que se hallaba cerca,
se lanzó una serpiente y le mordió
donde el cuello se anuda con los hombros.

Ni la O tan pronto, ni la I, se escribe,
cual se encendió y ardió, y todo en cenizas
se convirtió cayendo todo entero;

y luego estando así deshecho en tierra
amontonóse el polvo por si solo,
y en aquel mismo se tornó de súbito.

Así los grandes sabios aseguran
que muere el Fénix y después renace,
cuando a los cinco siglos ya se acerca:

no pace en vida cebada ni hierba,
sólo de incienso lágrimas y amomo,
y nardo y mirra son su último nido.

Y como aquel que cae sin saber cómo,
porque fuerza diabólica lo tira,
o de otra opilación que liga el ánimo,

que levantado mira alrededor,
muy conturbado por la gran angustia
que le ha ocurrido, y suspira al mirar:

igual el pecador al levantarse.
¡Oh divina potencia, cuán severa,
que tales golpes das en tu venganza!

El guía preguntó luego quién era:
y él respondió: «Lloví de la Toscana,
no ha mucho tiempo, en este fiero abismo.

Vida de bestia me plació, no de hombre,
como al mulo que fui: soy Vanni Fucci
bestia, y Pistoya me fue buena cuadra.»

Y yo a mi guía: «Dile que no huya,
y pregunta qué culpa aquí le arroja;
que hombre le vi de maldad y de sangre.»

Y el pecador, que oyó, no se escondía,
mas volvió contra mí el ánimo y rostro,
y de triste vergüenza enrojeció;

y dijo: «Más me duele que me halles
en la miseria en la que me estás viendo,
que cuando fui arrancado en la otra vida.

Yo no puedo ocultar lo que preguntas:
aquí estoy porque fui en la sacristía
ladrón de los hermosos ornamentos,

y acusaron a otro hombre falsamente;
mas porque no disfrutes al mirarme,
si del lugar oscuro tal vez sales,

abre el oído y este anuncio escucha:
Pistoya de los negros enflaquece:
luego en Florencia cambian gente y modos.

De Val de Magra Marte manda un rayo
rodeado de turbios nubarrones;
y en agria tempestad impetuosa,

sobre el campo Piceno habrá un combate;
y de repente rasgará la niebla,
de modo que herirá a todos los blancos.
¡Esto te digo para hacerte daño!»

CANTO XXV

El ladrón al final de sus palabras,
alzó las manos con un par de higas,
gritando: «Toma, Dios, te las dedico.»

Desde entonces me agradan las serpientes,
pues una le envolvió entonces el cuello,
cual si dijese: «No quiero que sigas»;

y otra a los brazos, y le sujetó
ciñéndose a sí misma por delante.
que no pudo con ella ni moverse.

¡Ah Pistoya, Pistoya, por qué niegas
incinerarte, así que más no dures,
pues superas en mal a tus mayores!

En todas las regiones del infierno
no vi a Dios tan soberbio algún espíritu,
ni el que cayó de la muralla en Tebas.

Aquel huyó sin decir más palabra;
y vi venir a un centauro rabioso,
llamando: «¿Dónde, dónde está el soberbio?»

No creo que Maremma tantas tenga,
cuantas bichas tenía por la grupa,
hasta donde comienzan nuestras formas.

Encima de los hombros, tras la nuca,
con las alas abiertas, un dragón
tenía; y éste quema cuanto toca.

Mi maestro me dijo: « Aquel es Caco,
que, bajo el muro del monte Aventino,
hizo un lago de sangre muchas veces.

No va con sus hermanos por la senda,
por el hurto que fraudulento hizo
del rebaño que fue de su vecino;

hasta acabar sus obras tan inicuas
bajo la herculea maza, que tal vez
ciento le dio, mas no sintió el deceno.»

Mientras que así me hablaba, se marchó,
y a nuestros pies llegaron tres espíritus,
sin que ni yo ni el guía lo advirtiésemos,

hasta que nos gritaron: «¿Quiénes sois?»:
por lo cual dimos fin a nuestra charla,
y entonces nos volvimos hacia ellos.

Yo no les conocí, pero ocurrió,
como suele ocurrir en ocasiones,
que tuvo el uno que llamar al otro,

diciendo: «Cianfa, ¿dónde te has metido?»
Y yo, para que el guía se fijase,
del mentón puse el dedo a la nariz.

Si ahora fueras, lector, lento en creerte
lo que diré, no será nada raro,
pues yo lo vi, y apenas me lo creo.

A ellos tenía alzada la mirada,
y una serpiente con seis pies a uno,
se le tira, y entera se le enrosca.

Los pies de en medio cogiéronle el vientre,
los de delante prendieron sus brazos,
y después le mordió las dos mejillas.

Los delanteros lanzóle a los muslos
y le metió la cola entre los dos,
y la trabó detrás de los riñones.

Hiedra tan arraigada no fue nunca
a un árbol, como aquella horrible fiera
por otros miembros enroscó los suyos.

Se juntan luego, tal si cera ardiente
fueran, y mezclan así sus colores,
no parecían ya lo que antes eran,

como se extiende a causa del ardor,
por el papel, ese color oscuro,
que aún no es negro y ya deja de ser blanco.

Los otros dos miraban, cada cual
gritando: «¡Agnel, ay, cómo estás cambiando!
¡mira que ya no sois ni dos ni uno!

Las dos cabezas eran ya una sola,
y mezcladas se vieron dos figuras
en una cara, donde se perdían.

Cuatro miembros hiciéronse dos brazos;
los muslos con las piernas, vientre y tronco
en miembros nunca vistos se tornaron.

Ya no existian las antiguas formas:
dos y ninguna la perversa imagen
parecía; y se fue con paso lento.

Como el lagarto bajo el gran azote
de la canícula, al cambiar de seto,
parece un rayo si cruza el camino;

tal parecía, yendo a las barrigas
de los restantes, una sierpe airada,
tal grano de pimienta negra y livida;

y en aquel sitio que primero toma
nuestro alimento, a uno le golpea;
luego al suelo cayó a sus pies tendida.

El herido miró, mas nada dijo;
antes, con los pies quietos, bostezaba,
como si fiebre o sueño le asaltase.

él a la sierpe, y ella a él miraba;
él por la llaga, la otra por la boca
humeaban, el humo confundiendo.

Calle Lucano ahora donde habla
del mísero Sabello y de Nasidio,
y espere a oír aquello que describo.

Calle Ovidio de Cadmo y de Aretusa;
que si aquél en serpiente, en fuente a ésta
convirtió, poetizando, no le envidio;

que frente a frente dos naturalezas
no trasmutó, de modo que ambas formas
a cambiar dispusieran sus materias.

Se respondieron juntos de tal modo,
que en dos partió su cola la serpiente,
y el herido juntaba las dos hormas.

Las piernas con los muslos a sí mismos
tal se unieron, que a poco la juntura
de ninguna manera se veía.

Tomó la cola hendida la figura
que perdía aquel otro, y su pellejo
se hacía blando y el de aquélla, duro.

Vi los brazos entrar por las axilas,
y los pies de la fiera, que eran cortos,
tanto alargar como acortarse aquéllos.

Luego los pies de atrás, torcidos juntos,
el miembro hicieron que se oculta el hombre,
y el misero del suyo hizo dos patas.

Mientras el humo al uno y otro empaña
de color nuevo, y pelo hace crecer
por una parte y por la otra depila,

cayó el uno y el otro levantóse,
sin desviarse la mirada impía,
bajo la cual cambiaban sus hocicos.

El que era en pie lo trajo hacia las sienes,
y de mucha materia que allí había,
salió la oreja del carrillo liso;

lo que no fue detrás y se retuvo
de aquel sobrante, a la nariz dio forma,
y engrosó los dos labios, cual conviene.

El que yacía, el morro adelantaba,
y escondió en la cabeza las orejas,
como del caracol hacen los cuernos.

Y la lengua, que estaba unida y presta
para hablar antes, se partió; y la otra
partida, se cerró; y cesó ya el humo.

El alma que era en fiera convertida,
se echó a correr silbando por el valle,
y la otra, en pos de ella, hablando escupe.

Luego volvióle las espaldas nuevas,
y dijo al otro: «Quiero que ande Buso
como hice yo, reptando, su camino.»

Así yo vi la séptima zahúrda
mutar y trasmutar; y aquí me excuse
la novedad, si oscura fue la pluma.

Y sucedió que, aunque mi vista fuese
algo confusa, y encogido el ánimo,
no pudieron huir, tan a escondidas

que no les viese bien, Puccio Sciancato
-de los tres compañeros era el único
que no cambió de aquellos que vinieron-
era el otro a quien tú, Gaville, lloras,

CANTO XXVI

¡Goza, Florencia, ya que eres tan grande,
que por mar y por tierra bate alas,
y en el infierno se expande tu nombre!

Cinco nobles hallé entre los ladrones
de tus vecinos, de donde me vino
vergüenza, y para ti no mucha honra.

Mas si el soñar al alba es verdadero,
conocerás, de aquí a no mucho tiempo,
lo que Prato, no ya otras, te aborrece.

No fuera prematuro, si ya fuese:
¡Ojalá fuera ya, lo que ser debe!
que más me pesará, cuanto envejezco.

Nos marchamos de allí, y por los peldaños
que en la bajada nos sirvieron antes,
subió mi guía y tiraba de mí.

Y siguiendo el camino solitario,
por los picos y rocas del escollo,
sin las manos, el pie no se valía.

Entonces me dolió, y me duele ahora,
cuando, el recuerdo a lo que vi dirijo,
y el ingenio refreno más que nunca,

porque sin guía de virtud no corra;
tal que, si buena estrella, o mejor cosa,
me ha dado el bien, yo mismo no lo enturbie.

Cuantas el campesino que descansa
en la colina, cuando aquel que alumbra
el mundo, oculto menos tiene el rostro,

cuando a las moscas siguen los mosquitos,
luciérnagas contempla allá en el valle,
en el lugar tal vez que ara y vendimia;

toda resplandecía en llamaradas
la bolsa octava, tal como advirtiera
desde el sitio en que el fondo se veía.

Y como aquel que se vengó con osos,
vio de Elías el carro al remontarse,
y erguidos los caballos a los cielos,

que con los ojos seguir no podia,
ni alguna cosa ver salvo la llama,
como una nubecilla que subiese;

tal se mueven aquéllas por la boca
del foso, mas ninguna enseña el hurto,
y encierra un pecador cada centella.

Yo estaba tan absorto sobre el puente,
que si una roca no hubiese agarrado,
sin empujarme hubiérame caído.

Y viéndome mi guía tan atento
dijo: « Dentro del fuego están las almas,
todas se ocultan en donde se queman.»

«Maestro -le repuse-, al escucharte
estoy más cierto, pero ya he notado
que así fuese, y decírtelo quería:

¿quién viene en aquel fuego dividido,
que parece surgido de la pira
donde Eteocles fue puesto con su hermano?»

Me respondió: «Allí dentro se tortura
a Ulises y a Diomedes, y así juntos
en la venganza van como en la ira;

y dentro de su llama se lamenta
del caballo el ardid, que abrió la puerta
que fue gentil semilla a los romanos.

Se llora la traición por la que, muerta,
aún Daidamia se duele por Aquiles,
y por el Paladión se halla el castigo.»

«Si pueden dentro de aquellas antorchas
hablar -le dije- pídote, maestro,
y te suplico, y valga mil mi súplica,

que no me impidas que aguardar yo pueda
a que la llama cornuda aquí llegue;
mira cómo a ellos lleva mi deseo.»

Y él me repuso: «Es digno lo que pides
de mucha loa, y yo te lo concedo;
pero procura reprimir tu lengua.

Déjame hablar a mí, pues que comprendo
lo que quieres; ya que serán esquivos
por ser griegos, tal vez, a tus palabras.»

Cuando la llama hubo llegado a donde
lugar y tiempo pareció a mi guía,
yo le escuché decir de esta manera:

«¡Oh vosotros que sois dos en un fuego,
si os merecí, mientras que estaba vivo,
si os merecí, bien fuera poco o mucho,

cuando altos versos escribí en el mundo,
no os alejéis; mas que alguno me diga
dónde, por él perdido, halló la muerte.»

El mayor cuerno de la antigua llama
empezó a retorcerse murmurando,
tal como aquella que el viento fatiga;

luego la punta aquí y acá moviendo,
cual si fuese una lengua la que hablara,
fuera sacó la voz, y dijo: «Cuando

me separé de Circe, que sustrajó-
me más de un año allí junto a Gaeta,
antes de que así Eneas la llamase,

ni la filial dulzura, ni el cariño
del viejo padre, ni el amor debido,
que debiera alegrar a Penélope,

vencer pudieron el ardor interno
que tuve yo de conocer el mundo,
y el vicio y la virtud de los humanos;

mas me arrojé al profundo mar abierto,
con un leño tan sólo, y la pequeña
tripulación que nunca me dejaba.


Un litoral y el otro vi hasta España,
y Marruecos, y la isla de los sardos,
y las otras que aquel mar baña en torno.

Viejos y tardos ya nos encontrábamos,
al arribar a aquella boca estrecha
donde Hércules plantara sus columnas,

para que el hombre más allá no fuera:
a mano diestra ya dejé Sevilla,
y la otra mano se quedaba Ceuta.»

«Oh hermanos -dije-, que tras de cien mil
peligros a occidente habéis llegado,
ahora que ya es tan breve la vigilia

de los pocos sentidos que aún nos quedan,
negaros no queráis a la experiencia,
siguiendo al sol, del mundo inhabitado.

Considerar cuál es vuestra progenie:
hechos no estáis a vivir como brutos,
mas para conseguir virtud y ciencia.»

A mis hombres les hice tan ansiosos
del camino con esta breve arenga,
que no hubiera podido detenerlos;

y vuelta nuestra proa a la mañana,
alas locas hicimos de los remos,
inclinándose siempre hacia la izquierda.

Del otro polo todas las estrellas
vio ya la noche, y el nuestro tan bajo
que del suelo marino no surgía.

Cinco veces ardiendo y apagada
era la luz debajo de la luna,
desde que al alto paso penetramos,

cuando vimos una montaña, oscura
por la distancia, y pareció tan alta
cual nunca hubiera visto monte alguno.

Nos alegramos, mas se volvió llanto:
pues de la nueva tierra un torbellino
nació, y le golpeó la proa al leño.

Le hizo girar tres veces en las aguas;
a la cuarta la popa alzó a lo alto,
bajó la proa -como Aquél lo quiso-
hasta que el mar cerró sobre nosotros.

CANTO XXVII

Quieta estaba la llama ya y derecha
para no decir más, y se alejaba
con la licencia del dulce poeta,

cuando otra, que detrás de ella venía,
hizo volver los ojos a su punta,
porque salía de ella un son confuso.

Como mugía el toro siciliano
que primero mugió, y eso fue justo,
con el llanto de aquel que con su lima

lo templó, con la voz del afligido,
que, aunque estuviese forjado de bronce,
de dolor parecía traspasado;

así, por no existir hueco ni vía
para salir del fuego, en su lenguaje
las palabras amargas se tornaban.

Mas luego al encontrar ya su camino
por el extremo, con el movimiento
que la lengua le diera con su paso,

escuchamos: «Oh tú, a quien yo dirijo
la voz y que has hablado cual lombardo,
diciendo: "Vete ya; más no te incito",

aunque he llegado acaso un poco tarde,
no te pese el quedarte a hablar conmigo:
¡Mira que no me pesa a mí, que ardo!

Si tú también en este mundo ciego
has oído de aquella dulce tierra
latina, en que yo fui culpable, dime

si tiene la Romaña paz o guerra;
pues yo naci en los montes entre Urbino
y el yugo del que el Tiber se desata.»

Inclinado y atento aún me encontraba,
cuando al costado me tocó mi guía,
diciéndome: «Habla tú, que éste es latino.»

Yo, que tenía la respuesta pronta,
comencé a hablarle sin demora alguna:
«Oh alma que te escondes allá abajo,

tu Romaña no está, no estuvo nunca,
sin guerra en el afán de sus tiranos;
mas palpable ninguna dejé ahora.

Rávena está como está ha muchos años:
le los Polenta el águila allí anida,
al que a Cervia recubre con sus alas.

La tierra que sufrió la larga prueba
hizo de francos un montón sangriento,
bajo las garras verdes permanece.

El mastín viejo y joven de Verruchio,
que mala guardia dieron a Montaña,
clavan, donde solían, sus colmillos.

Las villas del Santerno y del Camone
manda el leoncito que campea en blanco,
que de verano a invierno el bando muda;

y aquella cuyo flanco el Savio baña,
como entre llano y monte se sitúa,
vive entre estado libre y tiranía.

Ahora quién eres, pido que me cuentes:
no seas más duro que lo fueron otros;
tu nombre así en el mundo tenga fama.»

Después que el fuego crepitó un momento
a su modo, movió la aguda punta
de aquí, de allí, y después lanzó este soplo:

«Si creyera que diese mi respuesta
a persona que al mundo regresara,
dejaría esta llama de agitarse;

pero, como jamás desde este fondo
nadie vivo volvió, si bien escucho,
sin temer a la infamia, te contestó:

Guerrero fui, y después fui cordelero,
creyendo, así ceñido, hacer enmienda,
y hubiera mi deseo realizado,

si a las primeras culpas, el gran Preste,
que mal haya, tornado no me hubiese;
y el cómo y el porqué, quiero que escuches:

Mientras que forma fui de carne y huesos
que mi madre me dio, fueron mis obras
no leoninas sino de vulpeja;

las acechanzas, las ocultas sendas
todas las supe, y tal llevé su arte,
que iba su fama hasta el confín del mundo.

Cuando vi que llegaba a aquella parte
de mi vida, en la que cualquiera debe
arriar las velas y lanzar amarras,

lo que antes me plació, me pesó entonces,
y arrepentido me volví y confeso,
¡ah miserable!, y me hubiera salvado.

El príncipe de nuevos fariseos,
haciendo guerra cerca de Letrán,
y no con sarracenos ni judíos,

que su enemigo todo era cristiano,
y en la toma de Acre nadie estuvo
ni comerciando en tierras del Sultán;

ni el sumo oficio ni las sacras órdenes
en sí guardó, ni en mí el cordón aquel
que suele hacer delgado a quien lo ciñe.

Pero, como a Silvestre Constantino,
allí en Sirati a curarle de lepra,
así como doctor me llamó éste

para curarle la soberbia fiebre:
pidióme mi consejo, y yo callaba,
pues sus palabras ebrias parecían.

Luego volvió a decir: «Tu alma no tema;
de antemano te absuelvo; enséñame
la forma de abatir a Penestrino.

El cielo puedo abrir y cerrar puedo,
porque son dos las llaves, como sabes,
que mi predecesor no tuvo aprecio.»

Los graves argumentos me punzaron
y, pues callar peor me parecia,
le dije: "Padre, ya que tú me lavas

de aquel pecado en el que caigo ahora,
larga promesa de cumplir escaso
hará que triunfes en el alto solio."

Luego cuando morí, vino Francisco,
mas uno de los negros querubines
le dijo: "No lo lleves: no me enfades.

Ha de venirse con mis condenados,
puesto que dio un consejo fraudulento,
y le agarro del pelo desde entonces;

que a quien no se arrepiente no se absuelve,
ni se puede querer y arrepentirse,
pues la contradicción no lo consiente."

¡Oh miserable, cómo me aterraba
al agarrarme diciéndome: "¿Acaso
no pensabas que lógico yo fuese?"

A Minos me condujo, y ocho veces
al duro lomo se ciñó la cola,
y después de morderse enfurecido,

dijo: "Este es reo de rabiosa llama",
por lo cual donde ves estoy perdido
y, así vestido, andando me lamento.»

Cuando hubo terminado su relato,
se retiró la llama dolorida,
torciendo y debatiendo el cuerno agudo.

A otro lado pasamos, yo y mi guía,
por cima del escollo al otro arco
que cubre el foso, donde se castiga
a los que, discordiando, adquieren pena.

CANTO XXVIII

Aun si en prosa lo hiciese, ¿quién podría
de tanta sangre y plagas como vi
hablar, aunque contase mochas veces?

En verdad toda lengua fuera escasa
porque nuestro lenguaje y nuestra mente
no tienen juicio para abarcar tanto.

Aunque reuniesen a todo aquel gentío
que allí sobre la tierra infortunada
de Apulia, foe de su sangre doliente

por los troyanos y la larga guerra
que tan grande despojo hizo de anillos,
cual Livio escribe, y nunca se equivoca;

y quien sufrió los daños de los golpes
por oponerse a Roberto Guiscardo;
y la otra cuyos huesos aún se encuentran

en Caperano, donde fue traidor
todo el pullés; y la de Tegliacozzo,
que venció desarmado el viejo Alardo,

y cuál cortado y cuál roto su miembro
mostrase, vanamente imitaría
de la novena bolsa el modo inmundo.

Una cuba, que duela o fondo pierde,
como a uno yo vi, no se vacía,
de la barbilla abierto al bajo vientre;

por las piernas las tripas le colgaban,
vela la asadura, el triste saco
que hace mierda de todo lo que engulle.

Mientras que en verlo todo me ocupaba,
me miró y con la mano se abrió el pecho
diciendo: «¡Mira cómo me desgarro!

imira qué tan maltrecho está Mahoma!
Delante de mí Alí llorando marcha,
rota la cara del cuello al copete.

Todos los otros que tú ves aquí,
sembradores de escándalo y de cisma
vivos fueron, y así son desgarrados.

Hay detrás un demonio que nos abre,
tan crudamente, al tajo de la espada,
cada cual de esta fila sometiendo,

cuando la vuelta damos al camino;
porque nuestras heridas se nos cierran
antes que otros delante de él se pongan.

Mas ¿quién eres, que husmeas en la roca,
tal vez por retrasar ir a la pena,
con que son castigadas tus acciones?»

«Ni le alcanza aún la muerte, ni el castigo
-respondió mi maestro- le atormenta;
mas, por darle conocimiento pleno,

yo, que estoy muerto, debo conducirlo
por el infierno abajo vuelta a vuelta:
y esto es tan cierto como que te hablo.»

Mas de cien hubo que, cuando lo oyeron,
en el foso a mirarme se pararon
llenos de asombro, olvidando el martirio.

« Pues bien, di a Fray Dolcín que se abastezca,
tú que tal vez verás el sol en breve,
si es que no quiere aquí seguirme pronto,

tanto, que, rodeado por la nieve,
no deje la victoria al de Novara,
que no sería fácil de otro modo.»

Después de alzar un pie para girarse,
estas palabras díjome Mahoma;
luego al marcharse lo fijó en la tierra.

Otro, con la garganta perforada,
cortada la nariz hasta las cejas,
que una oreja tenía solamente,

con los otros quedó, maravillado,
y antes que los demás, abrió el gaznate,
que era por fuera rojo por completo;

y dijo: «Oh tú a quien culpa no condena
y a quien yo he visto en la tierra latina,
si mucha semejanza no me engaña,

acuérdate de Pier de Medicina,
si es que vuelves a ver el dulce llano,
que de Vercelli a Marcabó desciende.

Y haz saber a los dos grandes de Fano,
a maese Guido y a maese Angiolello,
que, si no es vana aquí la profecía,

arrojados serán de su bajel,
y agarrotados cerca de Cattolica,
por traición de tirano fementido.

Entre la isla de Chipre y de Mallorca
no vio nunca Neptuno tal engaño,
no de piratas, no de gente argólica.

Aquel traidor que ve con sólo uno,
y manda en el país que uno a mi lado
quisiera estar ayuno de haber visto,

ha de hacerles venir a una entrevista;
luego hará tal, que al viento de Focara
no necesitarán preces ni votos.»

Y yo le dije: «Muéstrame y declara,
si quieres que yo lleve tus noticias,
quién es el de visita tan amarga.»

Puso entonces la mano en la mejilla
de un compañero, y abrióle la boca,
gritando: «Es éste, pero ya no habla;

éste, exiliado, sembraba la duda,
diciendo a César que el que está ya listo
siempre con daño el esperar soporta.»

¡Oh cuán acobardado parecía,
con la lengua cortada en la garganta,
Curión que en el hablar fue tan osado!

Y uno, con una y otra mano mochas,
que alzaba al aire oscuro los muñones,
tal que la sangre le ensuciaba el rostro,

gritó: «Te acordarás también del Mosca,
que dijo: "Lo empezado fin requiere",
que fue mala simiente a los toscanos.»

Y yo le dije: «Y muerte de tu raza.»
Y él, dolor a dolor acumulado,
se fue como persona triste y loca.

Mas yo quedé para mirar el grupo,
y vi una cosa que me diera miedo,
sin más pruebas, contarla solamente,

si no me asegurase la conciencia,
esa amiga que al hombre fortifica
en la confianza de sentirse pura.

Yo vi de cierto, y parece que aún vea,
un busto sin cabeza andar lo mismo
que iban los otros del rebaño triste;

la testa trunca agarraba del pelo,
cual un farol llevándola en la mano;
y nos miraba, y «¡Ay de mí!» decía.

De sí se hacía a sí mismo lucerna,
y había dos en uno y uno en dos:
cómo es posible sabe Quien tal manda.

Cuando llegado hubo al pie del puente,
alzó el brazo con toda la cabeza,
para decir de cerca sus palabras,

que fueron: «Mira mi pena tan cruda
tú que, inspirando vas viendo a los muertos;
mira si alguna hay grande como es ésta.

Y para que de mí noticia lleves
sabrás que soy Bertrand de Born, aquel
que diera al joven rey malos consejos.

Yo hice al padre y al hijo enemistarse:
Aquitael no hizo más de Absalón
y de David con perversas punzadas:

Y como gente unida así he partido,
partido llevo mi cerebro, ¡ay triste!,
de su principio que está en este tronco.
Y en mí se cumple la contrapartida.»

CANTO XXIX

La mucha gente y las diversas plagas,
tanto habian mis ojos embriagado,
que quedarse llorando deseaban;

mas Virgilio me dijo: «¿En qué te fijas?
¿Por qué tu vista se detiene ahora
tras de las tristes sombras mutiladas?

Tú no lo hiciste así en las otras bolsas;
piensa, si enumerarlas crees posible,
que millas veintidós el valle abarca.

Y bajo nuestros pies ya está la luna:
Del tiempo concedido queda poco,
y aún nos falta por ver lo que no has visto.»

«Si tú hubieras sabido -le repuse-
la razón por la cual miraba, acaso
me hubieses permitido detenerme.»

Ya se marchaba, y yo detrás de él,
mi guía, respondiendo a su pregunta
y añadiéndole: «Dentro de la cueva,

donde los ojos tan atento puse,
creo que un alma de mi sangre llora
la culpa que tan caro allí se paga.»

Dijo el maestro entonces: «No entretengas
de aquí adelante en ello el pensamiento:
piensa otra cosa, y él allá se quede;

que yo le he visto al pie del puentecillo
señalarte, con dedo amenazante,
y llamarlo escuché Geri del Bello.

Tan distraído tú estabas entonces
con el que tuvo Altaforte a su mando,
que se fue porque tú no le atendías.»

«Oh guía mío, la violenta muerte
que aún no le ha vengado -yo repuse-
ninguno que comparta su vergüenza,

hácele desdeñoso; y sin hablarme
se ha marchado, del modo que imagino;
con él por esto he sido más piadoso.»

Conversamos así hasta el primer sitio
que desde el risco el otro valle muestra,
si hubiese allí más luz, todo hasta el fondo.

Cuando estuvimos ya en el postrer claustro
de Malasbolsas, y que sus profesos
a nuestra vista aparecer podían,

lamentos saeteáronme diversos,
que herrados de piedad dardos tenían;
y me tapé por ello los oídos.

Como el dolor, si con los hospitales
de Valdiquiana entre junio y septiembre,
los males de Maremma y de Cerdeña,

en una fosa juntos estuvieran,
tal era aquí; y tal hedor desprendía,
como suele venir de miembros muertos.

Descendimos por la última ribera
del largo escollo, a la siniestra mano;
y entonces pude ver más claramente

allí hacia el fondo, donde la ministra
del alto Sir, infafble justicia,
castiga al falseador que aquí condena.

Yo no creo que ver mayor tristeza
en Egina pudiera el pueblo enfermo,
cuando se llenó el aire de ponzoña,

pues, hasta el gusanillo, perecieron
los animales; y la antigua gente,
según que los poeta aseguran,

se engendró de la estirpe de la hormiga;
como era viendo por el valle oscuro
languidecer las almas a montones.

Cuál sobre el vientre y cuál sobre la espalda,
yacía uno del otro, y como a gatas,
por el triste sendero caminaban.

Muy lentamente, sin hablar, marchábamos,
mirando y escuchando a los enfermos,
que levantar sus cuerpos no podían.

Vi sentados a dos que se apoyaban,
como al cocer se apoyan teja y teja,
de la cabeza al pie llenos de pústulas.

Y nunca vi moviendo la almohaza
a muchacho esperado por su amo,
ni a aquel que con desgana está aún en vela,

como éstos se mordían con las uñas
a ellos mismos a causa de la saña
del gran picor, que no tiene remedio;

y arrancaban la sarna con las uñas,
como escamas de meros el cuchillo,
o de otro pez que las tenga más grandes.

«Oh tú que con los dedos te desuellas
-se dirigió mi guía a uno de aquéllos-
y que a veces tenazas de ellos haces,

dime si algún latino hay entre éstos
que están aquí, así te duren las uñas
eternamente para esta tarea.»

«Latinos somos quienes tan gastados
aquí nos ves -llorando uno repuso-;
¿y quién tú, que preguntas por nosotros?»

Y el guía dijo: «Soy uno que baja
con este vivo aquí, de grada en grada,
y enseñarle el infierno yo pretendo.»

Entonces se rompió el común apoyo;
y temblando los dos a mí vinieron
con otros que lo oyeron de pasada.

El buen maestro a mí se volvió entonces,
diciendo: «Diles todo lo que quieras»;
y yo empecé, pues que él así quería:

«Así vuestra memoria no se borre
de las humanas mentes en el mundo,
mas que perviva bajo muchos soles,

decidme quiénes sois y de qué gente:
vuestra asquerosa y fastidiosa pena
el confesarlo espanto no os produzca.»

«Yo fui de Arezzo, y Albero el de Siena
-repuso uno- púsome en el fuego,
pero no me condena aquella muerte.

Verdad es que le dije bromeando:
"Yo sabré alzarme en vuelo por el aire"
y aquél, que era curioso a insensato,

quiso que le enseñase el arte; y sólo
porque no le hice Dédalo, me hizo
arder así como lo hizo su hijo.

Mas en la última bolsa de las diez,
por la alquimia que yo en el mundo usaba,
me echó Minos, que nunca se equivoca.»

Y yo dije al maestro: «tHa habido nunca
gente tan vana como la sienesa?
cierto, ni la francesa llega a tanto.»

Como el otro leproso me escuchara,
repuso a mis palabras: «Quita a Stricca,
que supo hacer tan moderados gastos;

y a Niccolò, que el uso dispendioso
del clavo descubrió antes que ninguno,
en el huerto en que tal simiento crece;

y quita la pandilla en que ha gastado
Caccia d'Ascian la viña y el gran bosque,
y el Abbagliato ha perdido su juicio.

Mas por que sepas quién es quien te sigue
contra el sienés, en mí la vista fija,
que mi semblante habrá de responderte:

verás que soy la sombra de Capoccio,
que falseé metales con la alquimia;
y debes recordar, si bien te miro,
que por naturaleza fui una mona.»

CANTO XXX

Cuando Juno por causa de Semele
odio tenia a la estirpe tebana,
como lo demostró en tantos momentos,

Atamante volvióse tan demente,
que, viendo a su mujer con los dos hijos
que en cada mano a uno conducía,

gritó: «¡Tendamos redes, y atrapemos
a la leona al pasar y a los leoncitos!»;
y luego con sus garras despiadadas.

agarró al que Learco se llamaba,
le volteó y le dio contra una piedra;
y ella se ahogó cargada con el otro.

Y cuando la fortuna echó por tierra
la soberbia de Troya tan altiva,
tal que el rey junto al reino fue abatido,

Hécuba triste, mísera y cautiva,
luego de ver a Polixena muerta,
y a Polidoro allí, junto a la orilla

del mar, pudo advertir con tanta pena,
desgarrada ladró tal como un perro;
tanto el dolor su mente trastornaba.

Mas ni de Tebas furias ni troyanas
se vieron nunca en nadie tan crueles,
ni a las bestias hiriendo, ni a los hombres,

cuanto en dos almas pálidas, desnudas,
que mordiendo corrían, vi, del modo
que el cerdo cuando deja la pocilga.

Una cogió a Capocchio, y en el nudo
del cuello le mordió, y al empujarle,
le hizo arañar el suelo con el vientre.

Y el aretino, que quedó temblando,
me dijo: « El loco aquel es Gianni Schichi,
que rabioso a los otros así ataca.»

«Oh -le dije- así el otro no te hinque
los dientes en la espalda, no te importe
el decirme quién es antes que escape.»

Y él me repuso: «El alma antigua es ésa
de la perversa Mirra, que del padre
lejos del recto amor, se hizo querida.

El pecar con aquél consiguió ésta
falsificándose en forma de otra,
igual que osó aquel otro que se marcha,

por ganarse a la reina de las yeguas,
falsificar en sí a Buoso Donati,
testando y dando norma al testamente.»

Y cuando ya se fueron los rabiosos,
sobre los cuales puse yo la vista,
la volví por mirar a otros malditos.

Vi a uno que un laúd parecería
si le hubieran cortado por las ingles
del sitio donde el hombre se bifurca.

La grave hidropesía, que deforma
los miembros con humores retenidos,
no casado la cara con el vientre,

le obliga a que los labios tenga abiertos,
tal como a causa de la sed el hético,
que uno al mentón, y el otro lleva arriba.

«Ah vosotros que andáis sin pena alguna,
y yo no sé por qué, en el mundo bajo
-él nos dijo-, mirad y estad atentos

a la miseria de maese Adamo:
mientras viví yo tuve cuanto quise,
y una gota de agua, ¡ay triste!, ansío.

Los arroyuelos que en las verdes lomas
de Casentino bajan hasta el Arno,
y hacen sus cauces fríos y apacibles,

siempre tengo delante, y no es en vano;
porque su imagen aún más me reseca
que el mal con que mi rostro se descarna.

La rígida justicia que me hiere
se sirve del lugar en que pequé
para que ponga en fuga más suspiros.

Está Romena allí, donde hice falsa
la aleación sigilada del Bautista,
por lo que el cuerpo quemado dejé.

Pero si viese aquí el ánima triste
de Guido o de Alejandro o de su hermano,
Fuente Branda, por verlos, no cambiase.

Una ya dentro está, si las rabiosas
sombras que van en torno no se engañan,
¿mas de qué sirve a mis miembros ligados?

Si acaso fuese al menos tan ligero
que anduviese en un siglo una pulgada,
en el camino ya me habría puesto,

buscándole entre aquella gente infame,
aunque once millas abarque esta fosa,
y no menos de media de través.

Por aquellos me encuentro en tal familia:
pues me indujeron a acuñar florines
con tres quilates de oro solamente.»

Y yo dije: «¿Quién son los dos mezquinos
que humean, cual las manos en invierno,
apretados yaciendo a tu derecha?»

«Aquí los encontré, y no se han movido
-me repuso- al llover yo en este abismo
ni eternamente creo que se muevan.

Una es la falsa que acusó a José;
otro el falso Sinón, griego de Troya:
por una fiebre aguda tanto hieden.»

Y uno de aquéllos, lleno de fastidio
tal vez de ser nombrados con desprecio,
le dio en la dura panza con el puño.

ésta sonó cual si fuese un tambor;
y maese Adamo le pegó en la cara
con su brazo que no era menos duro,

diciéndole: «Aunque no pueda moverme,
porque pesados son mis miembros, suelto
para tal menester tengo mi brazo.»

Y aquél le respondió: « Al encaminarte
al fuego, tan veloz no lo tuviste:
pero sí, y más, cuando falsificabas.»

Y el hidrópico dijo: «Eso es bien cierto;
mas tan veraz testimonio no diste
al requerirte la verdad en Troya.»

«Si yo hablé en falso, el cuño falseaste
-dijo Sinón- y aquí estoy por un yerro,
y tú por más que algún otro demonio.»

«Acuérdate, perjuro, del caballo
-repuso aquel de la barriga hinchada-;
y que el mundo lo sepa y lo castigue.»

«Y te castigue a ti la sed que agrieta
-dijo el griego- la lengua, el agua inmunda
que al vientre le hace valla ante tus ojos.»

Y el monedero dilo: «Así se abra
la boca por tu mal, como acostumbra;
que si sed tengo y me hincha el humor,

te duele la cabeza y tienes fiebre;
y a lamer el espejo de Narciso,
te invitarían muy pocas palabras.»

Yo me estaba muy quieto para oírles
cuando el maestro dijo: «¡Vamos, mira!
no comprendo qué te hace tanta gracia.»

Al oír que me hablaba con enojo,
hacia él me volví con tal vergüenza,
que todavía gira en mi memoria.

Como ocurre a quien sueña su desgracia,
que soñando aún desea que sea un sueño,
tal como es, como si no lo fuese,

así yo estaba, sin poder hablar,
deseando escusarme, y escusábame
sin embargo, y no pensaba hacerlo.

«Falta mayor menor vergüenza lava
-dijo el maestro-, que ha sido la tuya;
así es que ya descarga tu tristeza.

Y piensa que estaré siempre a tu lado,
si es que otra vez te lleva la fortuna
donde haya gente en pleitos semejantes:
pues el querer oír eso es vil deseo.»

CANTO XXXI

La misma lengua me mordió primero,
haciéndome teñir las dos mejillas,
y después me aplicó la medicina:

así escuché que solía la lanza
de Aquiles y su padre ser causante
primero de dolor, después de alivio,

Dimos la espalda a aquel mísero valle
por la ribera que en torno le ciñe,
y sin ninguna charla lo cruzamos.

No era allí ni de día ni de noche,
y poco penetraba con la vista;
pero escuché sonar un alto cuerno,

tanto que habría a los truenos callado,
y que hacia él su camino siguiendo,
me dirigió la vista sólo a un punto.

Tras la derrota dolorosa, cuando
Carlomagno perdió la santa gesta,
Orlando no tocó con tanta furia.

A poco de volver allí mi rostro,
muchas torres muy altas creí ver;
y yo: «Maestro, di, ¿qué muro es éste?»

Y él a mí: «Como cruzas las tinieblas
demasiado a lo lejos, te sucede
que en el imaginar estás errado.

Bien lo verás, si llegas a su vera,
cuánto el seso de lejos se confunde;
así que marcha un poco más aprisa.»

Y con cariño cogióme la mano,
y dijo: «Antes que hayamos avanzado,
para que menos raro te parezca,

sabe que no son torres, mas gigantes,
y en el pozo al que cerca esta ribera
están metidos, del ombligo abajo.»

Como al irse la niebla disipando,
la vista reconoce poco a poco
lo que esconde el vapor que arrastra el aire,

así horadando el aura espesa y negra,
más y más acercándonos al borde,
se iba el error y el miedo me crecía;

pues como sobre la redonda cerca
Monterregión de torres se corona,
así aquel margen que el pozo circunda

con la mitad del cuerpo torreaban
los horribles gigantes, que amenaza
aún desde el cielo Júpiter tronando.

Y yo miraba ya de alguno el rostro,
la espalda, el pecho y gran parte del vientre,
y los brazos cayendo a los costados.

Cuando dejó de hacer Naturaleza
aquellos animales, muy bien hizo,
porque tales ayudas quitó a Marte;

Y si ella de elefantes y ballenas
no se arrepiente, quien atento mira,
más justa y más discreta ha de tenerla;

pues donde el argumento de la mente
al mal querer se junta y a la fuerza,
el hombre no podría defenderse.

Su cara parecía larga y gruesa
como la Piña de San Pedro, en Roma,
y en esta proporción los otros huesos;

y así la orilla, que les ocultaba
del medio abajo, les mostraba tanto
de arriba, que alcanzar su cabellera

tres frisones en vano pretendiesen;
pues treinta grandes palmos les veía
de abajo al sitio en que se anuda el manto.

laquo;Raphel may amech zabi almi»,
a gritar empezó la fiera boca,
a quien más dulces salmos no convienen.

Y mi guía hacia él: « ¡Alma insensata,
coge tu cuerno, y desfoga con él
cuanta ira o pasión así te agita!

Mirate al cuello, y hallarás la soga
que amarrado lo tiene, alma turbada,
mira cómo tu enorme pecho aprieta.»

Después me dijo: «A sí mismo se acusa.
Este es Nembrot, por cuya mala idea
sólo un lenguaje no existe en el mundo.

Dejémosle, y no hablemos vanamente,
porque así es para él cualquier lenguaje,
cual para otros el suyo: nadie entiende.»

Seguimos el viaje caminando
a la izquierda, y a un tiro de ballesta,
otro encontramos más feroz y grande.

Para ceñirlo quién fuera el maestro,
decir no sé, pero tenía atados
delante el otro, atrás el brazo diestro,

una cadena que le rodeaba
del cuello a abajo, y por lo descubierto
le daba vueltas hasta cinco veces.

«Este soberbio quiso demostrar
contra el supremo Jove su potencia
-dijo mi guía- y esto ha merecido.

Se llama Efialte; y su intentona hizo
al dar miedo a los dioses los gigantes:
los brazos que movió, ya más no mueve.»

Y le dije: «Quisiera, si es posible,
que del desmesurado Briareo
puedan tener mis ojos experiencia.»

Y él me repuso: «A Anteo ya verás
cerca de aquí, que habla y está libre,
que nos pondrá en el fondo del infierno.

Aquel que quieres ver, está muy lejos,
y está amarrado y puesto de igual modo,
salvo que aún más feroz el rostro tiene.»

No hubo nunca tan fuerte terremoto,
que moviese una torre con tal fuerza,
como Efialte fue pronto en revolverse.

Más que nunca temí la muerte entonces,
y el miedo solamente bastaría
aunque no hubiese visto las cadenas.

Seguimos caminando hacia adelante
y llegamos a Anteo: cinco alas
salían de la fosa, sin cabeza.

«Oh tú que en el afortunado valle
que heredero a Escipión de gloria hizo,
al escapar Aníbal con los suyos,

mil leones cazaste por botín,
y que si hubieses ido a la alta lucha
de tus hermanos, hay quien ha pensado

que vencieran los hijos de la Tierra;
bájanos, sin por ello despreciarnos,
donde al Cocito encierra la friura.

A Ticio y a Tifeo no nos mandes;
éste te puede dar lo que deseas;
inclínate, y no tuerzas el semblante.

Aún puede darte fama allá en el mundo,
pues que está vivo y larga vida espera,
si la Gracia a destiempo no le llama.»

Así dijo el maestro; y él deprisa
tendió la mano, y agarró a mi guía,
con la que a Hércules diera el fuerte abrazo.

Virgilio, cuando se sintió cogido,
me dijo: «Ven aquí, que yo te coja»;
luego hizo tal que un haz éramos ambos.

Cual parece al mirar la Garisenda
donde se inclina, cuando va una nube
sobre ella, que se venga toda abajo;

tal parecióme Anteo al observarle
y ver que se inclinaba, y fue en tal hora
que hubiera preferido otro camino.

Mas levemente al fondo que se traga
a Lucifer con Judas, nos condujo;
y así inclinado no hizo más demora,
y se alzó como el mástil en la nave.

CANTO XXXII

Si rimas broncas y ásperas tuviese,
como merecerfa el agujero
sobre el que apoyan las restantes rocas

exprimiría el jugo de mi tema
más plenamente; mas como no tengo,
no sin miedo a contarlo me dispongo;

que no es empresa de tomar a juego
de todo el orbe describir el fondo,
ni de lengua que diga «mama» o «papa».

Mas a mi verso ayuden las mujeres
que a Anfión a cerrar Tebas ayudaron,
y del hecho el decir no sea diverso.

¡Oh sobre todas mal creada plebe,
que el sitio ocupas del que hablar es duro,
mejor serla ser cabras u ovejas!

Cuando estuvimos ya en el negro pozo,
de los pies del gigante aún más abajo,
y yo miraba aún la alta muralla,

oí decirme: «Mira dónde pisas:
anda sin dar patadas a la triste
cabeza de mi hermano desdichado.»

Por lo cual me volví, y vi por delante
y a mis plantas un lago que, del hielo,
de vidrio, y no de agua, tiene el rostro.

A su corriente no hace tan espeso
velo, en Austria, el Danubio en el invierno,
ni bajo el frío cielo allá el Tanais,

como era allí; porque si el Pietrapana
o el Tambernic, encima le cayese,
ni «crac» hubiese hecho por el golpe.

Y tal como croando está la rana,
fuera del agua el morro, cuando sueña
con frecuencia espigar la campesina,

lívidas, hasta el sitio en que aparece
la vergüenza, en el hielo había sombras,
castañeteando el diente cual cigüeñas.

Hacia abajo sus rostros se volvían:
el frío con la boca, y con los ojos
el triste corazón testimoniaban.

Después de haber ya visto un poco en torno,
miré, a mis pies, a dos tan estrechados,
que mezclados tenían sus cabellos.

«Decidme, los que así apretáis los pechos
-les dije- ¿Quiénes sois?» Y el cuello irguieron;
y al alzar la cabeza, chorrearon

sus ojos, que antes eran sólo blandos
por dentro, hasta los labios, y ató el hielo
las lágrimas entre ellos, encerrándolos.

Leño con leño grapa nunca une
tan fuerte; por lo que, como dos chivos,
los dos se golpearon iracundos.

Y uno, que sin orejas se encontraba
por la friura, con el rostro gacho,
dijo: «¿Por qué nos miras de ese modo?

Si saber quieres quién son estos dos,
el valle en que el Bisenzo se derrama
fue de Alberto, su padre, y de estos hijos.

De igual cuerpo salieron; y en Caína
podrás buscar, y no encontrarás sombra
más digna de estar puesta en este hielo;

no aquel a quien rompiera pecho y sombra,
por la mano de Arturo, un solo golpe;
no Focaccia; y no éste, que me tapa

con la cabeza y no me deja ver,
y fue llamado Sassol Mascheroni:
si eres toscano bien sabrás quién fue.

Y porque en más sermones no me metas,
sabe que fui Camincion dei Pazzi;
y espero que Carlino me haga bueno.»

Luego yo vi mil rostros por el frío
amoratados, y terror me viene,
y siempre me vendrá de aquellos hielos.

Y mientras que hacia el centro caminábamos,
en el que toda gravedad se aúna,
y yo en la eterna lobreguez temblaba,

si el azar o el destino o Dios lo quiso,
no sé; mas paseando entre cabezas,
golpeé con el pie el rostro de una.

Llorando me gritó: «¿Por qué me pisas?
Si a aumentar tú no vienes la venganza
de Monteaperti, ¿por qué me molestas?»

Y yo: «Maestro mío, espera un poco
pues quiero que me saque éste de dudas;
y luego me darás, si quieres, prisa.»

El guía se detuvo y dije a aquel
que blasfemaba aún muy duramente:
« ¿Quién eres tú que así reprendes a otros?»

«Y tú ¿quién eres que por la Antenora
vas golpeando -respondió- los rostros,
de tal forma que, aun vivo, mucho fuera?»

«Yo estoy vivo, y acaso te convenga
-fue mi respuesta-, si es que quieres fama,
que yo ponga tu nombre entre los otros.»

Y él a mí: «Lo contrario desearía;
márchate ya de aquí y no me molestes,
que halagar sabes mal en esta gruta.»

Entonces le cogí por el cogote,
y dije: «Deberás decir tu nombre,
o quedarte sin pelo aquí debajo.»

Por lo que dijo: «Aunque me descabelles,
no te diré quién soy, ni he de decirlo,
aunque mil veces golpees mi cabeza.»

Ya enroscados tenía sus cabellos,
y ya más de un mechón le había arrancado,
mientras ladraba con la vista gacha,

cuando otro le gritó: «¿Qué tienes, Bocca?
¿No te basta sonar con las quijadas,
sino que ladras? ¿quién te da tormento?»

«Ahora -le dije yo- no quiero oírte,
oh malvado traidor: que en tu deshonra,
he de llevar de ti veraces nuevas.»

«Vete -repuso- y di lo que te plazca,
pero no calles, si de aquí salieras,
de quien tuvo la lengua tan ligera.

él llora aquí el dinero del francés:
"Yo vi -podrás decir- a aquel de Duera,
donde frescos están los pecadores."

Si fuera preguntado "¿y esos otros?",
tienes al lado a aquel de Beccaría,
del cual segó Florencia la garganta.

Gianni de Soldanier creo que está
allá con Ganelón y Teobaldelo,
que abrió Faenza mientras que dormía.»

Nos habíamos de éstos alejado,
cuando vi a dos helados en un hoyo,
y una cabeza de otra era sombrero;

y como el pan con hambre se devora,
así el de arriba le mordía al otro
donde se juntan nuca con cerebro.

No de otra forma Tideo roía
la sien a Menalipo por despecho,
que aquél el cráneo y las restantes cosas.

«Oh tú, que muestras por tan brutal signo
un odio tal por quien así devoras,
dime el porqué -le dije- de ese trato,

que si tú con razón te quejas de él,
sabiendo quiénes sois, y su pecado,
aún en el mundo pueda yo vengarte,
si no se seca aquella con la que hablo.»

CANTO XXXIII

De la feroz comida alzó la boca
el pecador, limpiándola en los pelos
de la cabeza que detrás roía.

Luego empezó: «Tú quieres que renueve
el amargo dolor que me atenaza
sólo al pensarlo, antes que de ello hable.

Mas si han de ser simiente mis palabras
que dé frutos de infamia a este traidor
que muerdo, al par verás que lloro y hablo.

Ignoro yo quién seas y en qué forma
has llegado hasta aquí, mas de Florencia
de verdad me pareces al oírte.

Debes saber que fui el conde Ugolino
y este ha sido Ruggieri, el arzobispo;
por qué soy tal vecino he de contarte.

Que a causa de sus malos pensamientos,
y fiándome de él fui puesto preso
y luego muerto, no hay que relatarlo;

mas lo que haber oído no pudiste,
quiero decir, lo cruel que fue mi muerte,
escucharás: sabrás si me ha ofendido.

Un pequeño agujero de «la Muda»
que por mí ya se llama «La del Hambre»,
y que conviene que a otros aún encierre,

enseñado me había por su hueco
muchas lunas, cuando un mal sueño tuve
que me rasgó los velos del futuro.

éste me apareció señor y dueño,
a la caza del lobo y los lobeznos
en el monte que a Pisa oculta Lucca.

Con perros flacos, sabios y amaestrados,
los Gualandis, Lanfrancos y Sismondis
al frente se encontraban bien dispuestos.

Tras de corta carrera vi rendidos
a los hijos y al padre, y con colmillos
agudos vi morderles los costados.

Cuando me desperté antes de la aurora,
llorar sentí en el sueño a mis hijitos
que estaban junto a mí, pidiendo pan.

Muy cruel serás si no te dueles de esto,
pensando lo que en mi alma se anunciaba:
y si no lloras, ¿de qué llorar sueles?

Se despertaron, y llegó la hora
en que solían darnos la comida,
y por su sueño cada cual dudaba.

Y oí clavar la entrada desde abajo
de la espantosa torre; y yo miraba
la cara a mis hijitos sin moverme.

Yo no lloraba, tan de piedra era;
lloraban ellos; y Anselmuccio dijo:
«Cómo nos miras, padre, ¿qué te pasa?»

Pero yo no lloré ni le repuse
en todo el día ni al llegar la noche,
hasta que un nuevo sol salía a mundo.

Como un pequeño rayo penetrase
en la penosa cárcel, y mirara
en cuatro rostros mi apariencia misma,

ambas manos de pena me mordía;
y al pensar que lo hacía yo por ganas
de comer, bruscamente levantaron,

diciendo: « Padre, menos nos doliera
si comes de nosotros; pues vestiste
estas míseras carnes, las despoja.»

Por más no entristecerlos me calmaba;
ese día y al otro nada hablamos:
Ay, dura tierra, ¿por qué no te abriste?

Cuando hubieron pasado cuatro días,
Gaddo se me arrojó a los pies tendido,
diciendo: «Padre, ¿por qué no me ayudas?»

Allí murió: y como me estás viendo,
vi morir a los tres uno por uno
al quinto y sexto día; y yo me daba

ya ciego, a andar a tientas sobre ellos.
Dos días les llamé aunque estaban muertos:
después más que el dolor pudo el ayuno.»

Cuando esto dijo, con torcidos ojos
volvió a morder la mísera cabeza,
y los huesos tan fuerte como un perro.

¡Ah Pisa, vituperio de las gentes
del hermoso país donde el «sí» suena!,
pues tardos al castigo tus vecinos,

muévanse la Gorgona y la Capraia,
y hagan presas allí en la hoz del Arno,
para anegar en ti a toda persona;

pues si al conde Ugolino se acusaba
por la traición que hizo a tus castillos,
no debiste a los hijos dar tormento.

Inocentes hacía la edad nueva,
nueva Tebas, a Uguiccion y al Brigada
y a los otros que el canto ya ha nombrado.»

A otro lado pasamos, y a otra gente
envolvía la helada con crudeza,
y no cabeza abajo sino arriba.

El llanto mismo el lloro no permite,
y la pena que encuentra el ojo lleno,
vuelve hacia atras, la angustia acrecentando;

pues hacen muro las primeras lágrimas,
y así como viseras cristalinas,
llenan bajo las cejas todo el vaso.

Y sucedió que, aun como encallecido
por el gran frío cualquier sentimiento
hubiera abandonado ya mi rostro,

me parecía ya sentir un viento,
por lo que yo: «Maestro, ¿quién lo hace?,
¿No están extintos todos los vapores?»

Y él me repuso: «En breve será cuando
a esto darán tus ojos la respuesta,
viendo la causa que este soplo envía.»

Y un triste de esos de la fría costra
gritó: «Ah vosotras, almas tan crueles,
que el último lugar os ha tocado,

del rostro levantar mis duros velos,
que el dolor que me oprime expulsar pueda,
un poco antes que el llanto se congele.»

Y le dije: «Si quieres que te ayude,
dime quién eres, y si no te libro,
merezca yo ir al fondo de este hielo.»

Me respondió: «Yo soy fray Alberigo;
soy aquel de la fruta del mal huerto,
que por el higo el dátil he cambiado.»

«Oh, ¿ya estás muerto --díjele yo- entonces?
Y él repuso: «De cómo esté mi cuerpo
en el mundo, no tengo ciencia alguna.

Tal ventaja tiene esta Tolomea,
que muchas veces caen aquí las almas
antes de que sus dedos mueva Atropos;

y para que de grado tú me quites
las lágrimas vidriadosas de mi rostro,
sabe que luego que el alma traiciona,

como yo hiciera, el cuerpo le es quitado
por un demonio que después la rige,
hasta que el tiempo suyo todo acabe.

Ella cae en cisterna semejante;
y es posible que arriba esté aún el cuerpo
de la sombra que aquí detrás inverna.

Tú lo debes saber, si ahora has venido:
que es Branca Doria, y ya han pasado muchos
años desde que fuera aquí encerrado.»

«Creo -le dije yo- que tú me engañas;
Branca Doria no ha muerto todavía,
y come y bebe y duerme y paños viste.»

«Al pozo -él respondió- de Malasgarras,
donde la pez rebulle pegajosa,
aún no había caído Miguel Zanque,

cuando éste le dejó al diablo un sitio
en su cuerpo, y el de un pariente suyo
que la traición junto con él hiciera.

Mas extiende por fin aquí la mano;
abre mis ojos.» Y no los abrí;
y cortesia fue el villano serle.

¡Ah genoveses, hombres tan distantes
de todo bien, de toda lacra llenos!,
¿por qué no sois del mundo desterrados?

Porque con la peor alma de Romaña
hallé a uno de vosotros, por sus obras
su espiritu bañando en el Cocito,
y aún en la tierra vivo con el cuerpo.

CANTO XXXIV

«Vexilla regis prodeunt inferni
contra nosotros, mira, pues, delante
-dijo el maestro- a ver si los distingues.»

Como cuando una espesa niebla baja,
o se oscurece ya nuestro hemisferio,
girando lejos vemos un molino,

una máquina tal creí ver entonces;
luego, por aquel viento, busqué abrigo
tras de mi guía, pues no hallé otra gruta.

Ya estaba, y con terror lo pongo en verso,
donde todas las sombras se cubrían,
traspareciendo como paja en vidrio:

Unas yacen; y están erguidas otras,
con la cabeza aquella o con las plantas;
otra, tal arco, el rostro a los pies vuelve.

Cuando avanzamos ya lo suficiente,
que a mi maestro le plació mostrarme
la criatura que tuvo hermosa cara,

se me puso delante y me detuvo,
«Mira a Dite -diciendo-, y mira el sitio
donde tendrás que armarte de valor.»

De cómo me quedé helado y atónito,
no lo inquieras, lector, que no lo escribo,
porque cualquier hablar poco sería.

Yo no morí, mas vivo no quedé:
piensa por ti, si algún ingenio tienes,
cual me puse, privado de ambas cosas.

El monarca del doloroso reino,
del hielo aquel sacaba el pecho afuera;
y más con un gigante me comparo,

que los gigantes con sus brazos hacen:
mira pues cuánto debe ser el todo
que a semejante parte corresponde.

Si igual de bello fue como ahora es feo,
y contra su hacedor alzó los ojos,
con razón de él nos viene cualquier luto.

¡Qué asombro tan enorme me produjo
cuando vi su cabeza con tres caras!
Una delante, que era toda roja:

las otras eran dos, a aquella unidas
por encima del uno y otro hombro,
y uníanse en el sitio de la cresta;

entre amarilla y blanca la derecha
parecia; y la izquierda era tal los que
vienen de allí donde el Nilo discurre.

Bajo las tres salía un gran par de alas,
tal como convenía a tanto pájaro:
velas de barco no vi nunca iguales.

No eran plumosas, sino de murciélago
su aspecto; y de tal forma aleteaban,
que tres vientos de aquello se movían:

por éstos congelábase el Cocito;
con seis ojos lloraba, y por tres barbas
corría el llanto y baba sanguinosa.

En cada boca hería con los dientes
a un pecador, como una agramadera,
tal que a los tres atormentaba a un tiempo.

Al de delante, el morder no era nada
comparado a la espalda, que a zarpazos
toda la piel habíale arrancado.

«Aquella alma que allí más pena sufre
-dijo el maestro- es Judas Iscariote,
con la cabeza dentro y piernas fuera.

De los que la cabeza afuera tienen,
quien de las negras fauces cuelga es Bruto:
-¡mirale retorcerse! ¡y nada dice!-

Casio es el otro, de aspecto membrudo.
Mas retorna la noche, y ya es la hora
de partir, porque todo ya hemos visto.»

Como él lo quiso, al cuello le abracé;
y escogió el tiempo y el lugar preciso,
y, al estar ya las alas bien abiertas,

se sujetó de los peludos flancos:
y descendió después de pelo en pelo,
entre pelambre hirsuta y costra helada.

Cuando nos encontramos donde el muslo
se ensancha y hace gruesas las caderas,
el guía, con fatiga y con angustia,

la cabeza volvió hacia los zancajos,
y al pelo se agarró como quien sube,
tal que al infierno yo creí volver.

«Cógete bien, ya que por esta escala
-dijo el maestro exhausto y jadeante
es preciso escapar de tantos males.»

Luego salió por el hueco de un risco,
y junto a éste me dejó sentado;
y puso junto a mí su pie prudente.

Yo alcé los ojos, y pensé mirar
a Lucifer igual que lo dejamos,
y le vi con las piernas para arriba;

y si desconcertado me vi entonces,
el vulgo es quien lo piensa, pues no entiende
cuál es el trago que pasado había.

«Ponte de pie -me dijo mi maestro-:
la ruta es larga y el camino es malo,
y el sol ya cae al medio de la tercia.»

No era el lugar donde nos encontrábamos
pasillo de palacio, mas caverna
que poca luz y mal suelo tenía.

«Antes que del abismo yo me aparte,
maestro -dije cuando estuve en pie-,
por sacarme de error háblame un poco:

¿Dónde está el hielo?, ¿y cómo éste se encuentra
tan boca abajo, y en tan poco tiempo,
de noche a día el sol ha caminado?»

Y él me repuso: « Piensas todavía
que estás allí en el centro, en que agarré
el pelo del gusano que perfora

el mundo: allí estuviste en la bajada;
cuando yo me volví, cruzaste el punto
en que converge el peso de ambas partes:

y has alcanzado ya el otro hemisferio
que es contrario de aquel que la gran seca
recubre, en cuya cima consumido

fue el hombre que nació y vivió sin culpa;
tienes los pies sobre la breve esfera
que a la Judea forma la otra cara.

Aquí es mañana, cuando allí es de noche:
y aquél, que fue escalera con su pelo,
aún se encuentra plantado igual que antes.

Del cielo se arrojó por esta parte;
y la tierra que aquí antes se extendía,
por miedo a él, del mar hizo su velo,

y al hemisferio nuestro vino; y puede
que por huir dejara este vacío
eso que allí se ve, y arriba se alza.»

Un lugar hay de Belcebú alejado
tanto cuanto la cárcava se alarga,
que el sonido denota, y no la vista,

de un arroyuelo que hasta allí desciende
por el hueco de un risco, al que perfora
su curso retorcido y sin pendiente.


Mi guía y yo por esa oculta senda
fuimos para volver al claro mundo;
y sin preocupación de descansar,

subimos, él primero y yo después,
hasta que nos dejó mirar el cielo
un agujero, por el cual salimos
a contemplar de nuevo las estrellas.



PURGATORIO


CANTO I

Por surcar mejor agua alza las velas
ahora la navecilla de mi ingenio,
que un mar tan cruel detrás de sí abandona;

y cantaré de aquel segundo reino
donde el humano espíritu se purga
y de subir al cielo se hace digno.

Mas renazca la muerta poesía,
oh, santas musas, pues que vuestro soy; .
y Calíope un poco se levante,

mi canto acompañando con las voces
que a las urracas míseras tal golpe
dieron, que del perdón desesperaron.

Dulce color de un oriental zafiro,
que se expandía en el sereno aspecto
del aire, puro hasta la prima esfera,

reapareció a mi vista deleitoso,
en cuanto que salí del aire muerto,
que vista y pecho contristado había.

El astro bello que al amor invita
hacía sonreir todo el oriente,
y los Peces velados lo escoltaban.

Me volví a la derecha atentamente,
y vi en el otro polo cuatro estrellas
que sólo vieron las primeras gentes.

Parecía que el cielo se gozara
con sus luces: ¡Oh viudo septentrión,
ya que de su visión estás privado!

Cuando por fin dejé de contemplarlos
dirigiéndome un poco al otro polo,
por donde el Carro desapareciera,

vi junto a mí a un anciano solitario,
digno al verle de tanta reverencia,
que más no debe a un padre su criatura.

Larga la barba y blancos mechones
llevaba, semejante a sus cabellos,
que al pecho en dos mechones le caían.

Los rayos de las cuatro luces santas
llenaban tanto su rostro de luz,
que le veía como al Sol de frente.

¿Quién sois vosotros que del ciego río
habéis huido la prisión eterna?
-dijo moviendo sus honradas plumas.

¿Quién os condujo, o quién os alumbraba,
al salir de esa noche tan profunda,
que ennegrece los valles del infierno?

¿Se han quebrado las leyes del abismo?
¿o el designio del cielo se ha mudado
y venís, condenados, a mis grutas?»

Entonces mi maestro me empujó,
y con palabras, señales y manos
piernas y rostro me hizo reverentes.

Después le respondió: «Por mí no vengo.
Bajó del cielo una mujer rogando
que, acompañando a éste, le ayudara.

Mas como tu deseo es que te explique
más ampliamente nuestra condición,
no puede ser el mío el ocultarlo.

éste no ha visto aún la última noche;
mas estuvo tan cerca en su locura,
que le quedaba ya muy poco tiempo.

Y a él, como te he dicho, fui enviado
para salvarle; y no había otra ruta
más que esta por la cual le estoy llevando.

Le he mostrado la gente condenada;
y ahora pretendo las almas mostrarle
que están purgando bajo tu mandato.

Es largo de contar cómo lo traje;
bajó del Alto virtud que me ayuda
a conducirlo a que te escuche y vea.

Dignate agradecer que haya venido:
busca la libertad, que es tan preciada,
cual sabe quien a cambio da la vida.

Lo sabes, pues por ella no fue amarga
en Utica tu muerte; allí dejaste
la veste que radiante será un día.

No hemos quebrado las eternas leyes,
pues éste vive y Minos no me ata;
soy de la zona de los castos ojos

de tu Marcia, que sigue suplicando
que la tengas por tuya, oh santo pecho:
en nombre de su amor, senos benigno.

Deja que andemos por tus siete reinos;
le mostraré nuestro agradecimiento,
si quieres que te nombre allí debajo.»

«Tan placentera Marcia fue a mis ojos
mientras que estuve allí -dijo él entonces-
que cuanto me pidió le concedía.

Ahora que vive tras el río amargo,
no puede ya moverme, por la ley
que cuando me sacaron fue dispuesta.

Mas si te manda una mujer del cielo,
como has dicho, lisonjas no precisas:
basta en su nombre pedir lo que quieras.

Puedes marchar, mas haz que éste se ciña
con un delgado junco y lave el rostro,
y que se limpie toda la inmundicia;

porque no es conveniente que cubierto
de niebla alguna, vaya hasta el primero
de los ministros ya del Paraíso.

En todo el derredor de aquella islita,
allí donde las olas la combaten,
crecen los juncos sobre el blanco limo:

ninguna planta que tuviera fronda
o que dura se hiciera, viviría,
pues no soportaría sus embates.

Luego no regreséis por este sitio;
el sol os mostrará, que surge ahora,
del monte la subida más sencilla.»

él desapareció; y me levanté
sin hablar, acercándome a mi guía,
dirigiéndole entonces la mirada.

él comenzó: «Sigue mis pasos, hijo:
volvamos hacia atrás, que esta llanura
va declinando hasta su último margen.»

Vencía el alba ya a la madrugada
que escapaba delante, y a lo lejos
divisé el tremolar de la marina.

Por la llanura sola caminábamos
como quien vuelve a la perdida senda,
y hasta encontrarla piensa que anda en vano.

Cuando llegamos ya donde el rocío
resiste al sol, por estar en un sitio
donde, a la sombra, poco se evapora,

ambas manos abiertas en la hierba
suavemente puso mi maestro:
y yo, que de su intento me di cuenta,

volví hacia él mi rostro enlagrimado;
y aquí me descubrió completamente
aquel color que me escondió el infierno.

Llegamos luego a la desierta playa,
que nadie ha visto navegar sus aguas,
que conserve experiencias del regreso.

Me ciñó como el otro había dicho:
¡oh maravilla! pues cuando él cortó
la humilde planta, volvió a nacer otra
de donde la arrancó, súbitamente.

CANTO II

Ya había el sol llegado al horizonte
que cubre con su cerco meridiano
Jerusalén en su más alto punto;

y la noche, que a él opuesta gira,
del Ganges se salía con aquellas
balanzas, que le caen cuando ha triunfado;

tal que la blanca y sonrosada cara,
donde yo estaba, de la bella Aurora
mientras crecía se tornaba de oro.

A la orilla del mar nos encontrábamos,
como aquel que pensara su camino,
que va en corazón y en cuerpo se queda.

Y entonces, cual del alba sorprendido,
por el denso vapor Marte enrojece
sobre el lecho del mar por el poniente,

tal se me apareció, y así aún la viera,
una luz que en el mar tan rauda iba,
que al suyo ningún vuelo se parece.

Y separando de ella unos instantes
los ojos, a mi guía preguntando,
la vi de nuevo más luciente y grande.

Apareció después a cada lado
un no sabía qué blanco, y debajo
poco a poco otra cosa también blanca.

Nada el maestro aún había dicho,
cuando vi que eran alas lo primero;
y cuando supo quién era el piloto,

me gritó: « Dobla, dobla las rodillas.
Mira el ángel de Dios: junta las manos,
verás a muchos de estos oficiales.

Ve que desdeña los humanos medios,
y no quiere más remo ni más velas
entre orillas remotas, que sus alas.

Mira cómo las alza hacia los cielos
moviendo el aire con eternas plumas,
que cual mortal cabello no se mudan.»

Después al acercarse más y más
el pájaro divino, era más claro:
y pues de cerca no lo soportaban

los ojos, me incliné, y llegó a la orilla
con una barca tan ligera y ágil,
que parecía no cortar el.agua.

A popa estaba el celestial barquero,
cual si la beatitud llevara escrita;
y dentro había más de cien espíritus.

«In exitu Israel de Aegipto»
cantaban todos juntos a una voz,
y todo lo que sigue de aquel salmo.

Después les hizo el signo de la cruz;
y todos se lanzaron a la playa:
y él se marchó tan veloz como vino.

La turba que quedó, muy sorprendida
pareció del lugar, mirando en torno
como aquel que contempla cosas nuevas.

De todas partes asaeteaba al día
el sol, que había echado con sus flechas
de la mitad del cielo a Capricornio,

cuando la nueva gente alzó la cara
a nosotros, diciendo: «Si sabéis,
mostradnos el camino que va al monte.»

Y respondió Virgilio: « Estáis pensando
que este sitio nosotros conocemos;
mas peregrinos somos de igual forma.

Llegamos poco antes que vosotros,
por camino tan áspero y tan fuerte,
que ahora el subir parece un simple juego.»

Las almas que se dieron cuenta entonces
por mi respiración, de que vivía,
maravilladas, empalidecieron.

Y como al mensajero que el olivo
trae, va la gente para oír noticias,
y de apretarse esquivos no se muestran,

así a mi vista se agolparon todas
aquellas almas apesadumbradas,
casi olvidando el ir a hacerse bellas.

Y yo vi que una de ellas se acercaba
para abrazarme, con tan grande afecto,
que me movió a que hiciese yo lo mismo.

¡Ah vanas sombras, salvo la apariencia!
tres veces por detrás pasé mis brazos,
y tantas otras los volví a mi pecho.

Creo que enrojecí, maravillado,
y sonrió la sombra y se alejaba,
y yo me fui detrás para seguirla.

Suavemente me dijo que parase;
supe entonces quién era, y le rogué
que, para hablarme, allí se detuviera.

«Así -me respondió- como te amaba
en el cuerpo mortal, libre te amo:
por eso me detengo; y tú ¿qué haces?»

«Por volver otra vez, Cassella mío,
adonde estoy, viajo; mas ¿por qué
-le dije- tantas horas te han quitado?»

Y él a mí: «No me hicieron injusticia,
si aquel que lleva cuándo y a quien quiere,
me ha negado el pasaje muchas veces;

de justa voluntad sale la suya:
mas desde hace tres meses ha traído
a quien quisiera entrar, sin oponerse.

Por lo que yo, que estaba en la marina
donde el agua del Tíber sal se hace,
benignamente fui por él llevado.

El vuelo a aquella desembocadura
dirigió, pues que siempre se congregan
allí los que a Aqueronte no descienden.»

Y yo: «Si no te quitan nuevas leyes
la memoria o el uso de los cantos
de amor, que mis deseos aquietaban,

con ellos té suplico que consueles
mi alma que, viniendo con mi cuerpo
a este lugar, se encuentra muy angustiada.»

El amor que en la mente me razona
entonces comenzó tan dulcemente,
que en mis adentros oigo aún la dulzura.

Mi maestro y yo y aquellas gentes
que estaban junto a él, tan complacidas
parecían, que en nada más pensaban.

Todos pendientes y fijos estábamos
de sus notas; y el viejo venerable
nos gritó: «¿Qué sucede, lentas almas?

¿qué negligencia, qué esperar es éste?
corred al monte a echar las impurezas
que no os permiten contemplar a Dios.»

Como cuando al coger avena o mijo,
las palomas rodean el sustento,
quietas y sin mostrar su usado orgullo,

si algo sucede que las amedrenta,
súbitamente dejan la comida,
pues un mayor cuidado las asalta;

yo vi a aquella mesnada recién hecha
dejar el canto y escapar al monte,
como quien va y no sabe dónde acabe:
no fue nuestra partida menos presta.

CANTO III

Por más que aquella huida repentina
por la llanura a todos dispersara,
hacia el monte en que aguija la justicia,

a mi fiel compañero me arrimé:
¿pues cómo habría yo sin él corrido?
¿Quién por el monte hubiérame llevado?

Le creí descontento de sí mismo:
¡Oh qué digna y qué pura concïencia
con qué amargor te muerde un leve fallo!

Cuando sus pies dejaron de ir aprisa,
que a cualquier acto quítale el decoro,
mi pensamiento, empecinado antes,

reanudó su discurso, deseoso,
y dirigí mis ojos hacia el monte
que al cielo más se eleva de las aguas.

El sol, que atrás en rojo flameaba,
se rompia delante de mi cuerpo,
pues sus rayos en mí se detenían.

Me volví hacia los lados temeroso
de estar abandonado, cuando vi
sólo ante mí la tierra oscurecida;

y: «¿Por qué desconfías? -mi consuelo
volviéndose hacia mí empezó a decirme-
¿no crees que te acompaño y que te guío?

Es ya la tarde donde sepultado
está aquel cuerpo en el que sombra hacía;
no en Brindis, sino en Nápoles se encuentra.

Por lo cual si ante mí nada se ensombra,
no debes extrañarte, igual que el cielo
no detiene el camino de los rayos.

Por sufrir penas, frías y calientes,
Dios ha dispuesto cuerpos semejantes,
de modo que no quiere revelarnos.

Loco es quien piense que nuestra razón
pueda seguir por la infinita senda
que sigue una sustancia en tres personas.

Os baste con el quía, humana prole;
pues, si hubierais podido verlo todo,
ocioso fuese el parto de María;

y tú has visto sin frutos desearlo
a tales que aquietaran su deseo,
que eternamente ahora les enluta:

de Aristóteles hablo y de Platón
y aun de otros más»; y aquí inclinó la frente,
y más no dijo y quedóse turbado.

Llegamos entretanto al pie del monte;
tan escarpadas estaban las rocas,
que en vano habrfa piernas bien dispuestas.

Entre Rurbia y Lerice el más desierto,
el más roto barranco, es escalera,
comparado con éste, abierta y fácil.

«¿Ahora quién sabe en donde la pendiente
-deteniéndose, dijo mi maestro-
pueda subir aquel que va sin alas?»

Y mientras meditaba con la vista
baja, sobre la suerte del camino,
y yo miraba arriba del peñasco,

a mano izquierda apareció una turba
de almas que venía hacia nosotros,
mas tan lentos que no lo parecía.

«Alza -dije- maestro, la mirada:
hay aquí quien podrá darnos consejo,
si no puedes tenerlo por ti mismo.»

Entonces miró, y con el rostro sereno
me dijo: «Vamos pues, que vienen lentos;
y afirma la esperanza, dulce hijo.»

Tan lejos aún estaba aquella gente,
luego de haber mil pasos caminado,
como un buen lanzador alcanzaria,

cuando a las duras peñas se arrimaron
de la alta sima, quietos y apretados,
cual caminante que dudoso mira.

«Felices muertos, almas elegidas
-Virgilio dijo- por la paz aquella
que todos esperáis, según bien creo,

decidnos dónde baja la montaña,
para poder subir; pues más disgusta
perder el tiempo a quien su precio sabe.»

Cual salen del redil las ovejillas
de una, de dos, de tres y temerosas
están las otras, vista y morro en tierra;

y lo que la primera hacen las otras,
acercándose a ella si se para,
simples y calmas, y el porqué no saben;

así vi que venía la cabeza
de aquella grey afortunada entonces,
con recatado andar y rostro honesto.

Al ver los de delante interrumpida
la luz en tierra a mi derecho flanco
desde mí hasta la roca haciendo sombra,

se detuvieron, y hacia atrás se echaron,
y todos esos que detrás venían,
no sabiendo por qué, lo mismo hicieron.

«Sin que lo preguntéis yo os comunico
que este cuerpo que veis es cuerpo humano;
por lo que el sol ha interceptado en tierra.

No os debéis asombrar, pero creedme
que no sin que lo quieran en el cielo
estas paredes escalar pretende.»

Así el maestro; y esas dignas gentes:
«Volved -dijeron- y seguid un poco»,
haciéndonos señales con la mano.

Y uno de aquéllos empezó: «Quien quiera
que seas, vuelve el rostro mientras andas:
recuerda si me viste en la otra vida.»

Volví la vista a él muy fijamente
rubio era y bello y de gentil aspecto,
mas un tajo una ceja le partía.

Cuando con humildad hube negado
haberle visto nunca, él dijo: «Mira»
y mostróme una llaga sobre el pecho.

Luego sonriendo dijo: «Soy Manfredo:
la emperatriz Constanza fue mi abuela;
y te suplico que, cuando regreses,

le digas a mi hermosa hija, madre
del honor de Aragón y de Sicilia,
la verdad, si es que cuentan de otro modo.

Después de ser mi cuerpo atravesado
por dos golpes mortales, me volví
llorando a quien perdona de buen grado.

Abominables mis pecados fueron
mas tan gran brazo tiene la bondad
infinita, que acoge a quien la implora.

Si el pastor de Cosenza, que a mi caza
entonces fue enviado por Clemente,
la página divina comprendiera,

los huesos de mi cuerpo aún estarían
al pie del puente junto a Benevento,
y por pesadas piedras custodiados.

Mas los baña la lluvia y mueve el viento,
fuera del reino, casi junto al Verde,
donde él los trasladó sin luz alguna.

Mas por su maldición, nunca se pierde,
sin que pueda volver, el infinito
amor, mientras florezca la esperanza.

Verdad es que quien muere contumaz,
con la Iglesia, aunque al fin arrepentido,
fuera debe de estar de esta montaña,

treinta veces el tiempo que viviera
en esa presunción, si tal decreto
no se acorta con buenas oraciones.

Piensa pues lo dichoso que me harías,
a mi buena Constanza revelando
cómo me has visto, y esta prohibición:
que aquí, por los de allá, mucho se avanza.

CANTO IV

Cuando algún sufrimiento o alegría
de alguna facultad nuestra se adueña,
toda en ella se centra nuestra alma,

y no atiende a ninguna otra potencia
y es esto contra aquel error que opina
que un alma sobre otra alma arda en nosotros.

Por eso, cuando se oye o se ve algo
que atraiga al alma fuertemente a ello,
el tiempo pasa y nada el hombre advierte;

porque es una potencia la que escucha,
y otra la que retiene al alma entera:
una está casi presa, y la otra libre.

Puede experimentar de veras esto,
escuchando a aquel alma y admirando;
pues bien cincuenta grados ya subido

había el sol, sin darme cuenta, cuando
llegamos donde, a una, aquellas almas
gritaron: «Aquí está lo que buscáis.»

Mayor portillo muchas veces cierra
con un manojo apenas de zarzales
el campesino al madurar la uva,

de lo que era la senda que subimos,
yo detrás de mi guía, los dos solos
al partir de nosotros aquel grupo.

Se va a Sanleo, a Noli se desciende,
se sube a Bismantova hasta la cumbre
a pie, pero volar aquí es preciso;

digo con leves alas y con plumas
del deseo, detrás de aquel llevado,
que me daba esperanza y me alumbraba.

Por un girón subimos de la roca,
cuyas paredes casi se juntaban,
y el suelo nos pedía pies y manos.

Cuando ya al borde superior llegamos
de la alta base, a un sitio descubierto
«Maestro --dije- ¿qué camino haremos?»

Y él me dijo: «No tuerzas ningún paso;
únicamente sígueme hacia el monte,
hasta que llegue alguna escolta sabia.»

La cima, de tan alta, era invisible
y aún más pina la cuesta que la raya
que une el medio cuadrante con el centro.

Estaba muy cansado y exclamé:
«Oh dulce padre, vuélvete y advierte
que solo quedaré, si no te paras.»

«Hijo --me contestó-- sube hasta allí»,
un repliegue más alto señalando
que por allí giraba todo el monte.

Tanto me espolearon sus palabras,
que me esforcé trepando tras de él
hasta que puse pies en la cornisa.

Nos sentamos los dos vueltos a oriente,
donde estaba el camino que subimos,
que siempre de mirar es agradable.

La vista dirigí primero abajo;
luego arriba, hacia el sol, y me admiraba
que nos hería por el lado izquierdo.

Bien comprendió el poeta que yo estaba
por el carro solar estupefacto,
que entre nosotros y Aquilón nacía.

Por lo cual me explicó: «Si los Gemelos
fuesen en compañía de ese espejo
que lleva la luz arriba y abajo,

verías al Zodiaco enrojecido
girar aún más cercano de las Osas,
si no saliera del camino usado.

Cómo pueda ocurrir, pensarlo puedes
si atentamente observas que Sión
en la tierra se opone a esta montaña;

un horizonte mismo tienen ambas
y hemisferios diversos; y el camino
que mal supiera recorrer Faetonte,

podrás ver cómo en ésta va por uno,
y por aquella por el otro lado,
si lo ves claro con la inteligencia.»

«Cierto maestro -dije- que hasta ahora
no i claro, como lo discierno,
allí donde mi ingenio me faltaba,

que la mitad del cielo que alto gira,
que se llama Ecuador en algún arte,
y entre sol y entre invierno se halla siempre,

por la causa que dices, dista tanto
respecto al Septentrión, cuanto en Judea
lo contemplaban en la parte cálida.

Mas sabría gustoso, si quisieras,
cuánto habremos de andar; pues sube el monte
más de lo que subir pueden mis ojos.»

Y él me dijo: «Este monte es de tal modo,
que siempre pesa al comenzar abajo;
y cuando más se sube, menos daña.

Y así cuando le sientas tan suave,
que te haga caminar ya tan ligero
como nave que empuja la corriente,

habrás llegado al fin de este sendero:
reposar allí espera tu fatiga.
Más no respondo, y esto lo sé cierto.»

Y después de decir estas palabras,
oímos una voz cercana: «¡Acaso
necesites sentarte mucho antes!»

Los dos al escucharle nos volvimos,
y vimos a la izquierda un gran peñasco,
que antes ninguno habíamos notado.

Allí fuimos; y había allí personas
que estaban a la sombra de la piedra
como se pone el hombre por vagancia.

Y uno, que fatigado parecía,
se sentaba abrazando sus rodillas,
con el rostro inclinado puesto entre ellas.

«Oh mi dulce señor -dije- contempla
al que más negligente no verías
si la pereza fuese hermana suya.»

Entonces se volvió, mirando atento,
levantando su rostro de los muslos:
«¡Sube tú, puesto que eres tan valiente!»

Supe quién era entonces, y el cansancio
que aún el aliento un poco me cortaba,
no me impidió acercarme a él; y cuando

estuve al lado, alzó la vista apenas
diciendo: « ¿Has entendido cómo el sol
lleva su carro por el hombro izquierdo?»

Sus gestos perezosos y sus breves
palabras me causaron leve risa;
Después: «Belacqua -dije- no me duelo

ya de ti; pero di, ¿por qué te sientas
aquf precisamente? ¿escolta esperas,
o la antigua costumbre te domina?»

Y él: «De qué sirve, hermano, el ir a arriba,
pues no me dejaría ir al castigo
el ángel del Señor que está en la puerta.

Es necesario que antes gire el cielo
sobre mí tantas veces, cuanto en vida,
pues que dejé para el final el llanto;

si es que antes no me ayuda la oración
de un corazón surgida que esté en gracia:
porque la otra en el cielo no se escucha.»

Y ya delante de mí iba el poeta,
diciendo: «Vamos ven, mira que toca
el sol el meridiano, y en la orilla
cubre el pie de la noche ya Marruecos.»

CANTO V

De esa sombra me había separado,
y seguía los pasos de mi guía,
cuando detrás de mí, su dedo alzando,

una gritó: «iMirad, que no iluminan
los rayos a la izquierda del de abajo,
y cual vivo parece comportarse!»

Volví los ojos al oír aquello,
y los vi que miraban asombrados,
sólo a mí, y a la luz que interceptaba.

«¿Tú ánimo por qué se enreda tanto
-dijo el maestro- que el andar retardas?
¿qué te importa lo que esos cuchichean?

Deja hablar a la gente y ven conmigo:
sé como aquella torre que no tiembla
nunca su cima aunque los vientos soplen;

pues aquel en quien bulle un pensamiento
sobre otro pensamiento, se extravía,
porque el fuego del uno ablanda al otro.»

¿Qué podía decir si no: « Ya voy»?
Díjelo, más cubriéndome el color
que digno de perdón al hombre vuelve.

Mientras tanto a través de la ladera
una gente venía hacia nosotros,
cantando el «Miserere», verso a verso.

Cuando notaron que ocasión no daba
de atravesar los rayos con mi cuerpo,
por un gran «Oh» cambiaron su cantiga;

y dos de ellos, en forma de emisarios,
corrieron hacia mí y me preguntaron:
«Haznos saber de vuestra condición»

Y mi maestro: «Bien podéis marcharos
y a aquellos que os mandaron referirles
que el cuerpo de éste es carne verdadera.

Si al contemplar su sombra se pararon,
como yo creo, baste la respuesta:
hacedle honor, que acaso os aproveche.»

Tan rápidos vapores encendidos
no vi rasgar el cielo en plena noche,
ni las nubes de agosto en el ocaso,

como aquellos a lo alto se volvieron,
y junto a los demás dieron la vuelta,
como un tropel sin freno hacia nosotros.

«Mucha es la gente que a nosotros viene,
y te quieren rogar --dijo el poeta-:
mas sigue andando, y caminando escucha.»

«Oh alma que caminas con aquellos
miembros con que naciste, a ser dichoso,
-se acercaban gritando- aquieta el paso.

Mira si a alguno de nosotros viste,
para que de él allí noticias lleves:
¡Ah!, ¿por qué sigues? ¡Ah!, ¿por qué no paras?

Todos muertos violentamente fuimos,
y hasta el último instante pecadores;
la luz del cielo entonces nos dio juicio

y, arrepentidos, perdonando, fuera
salimos de la vida en paz con Dios,
y el deseo de verle nos aflige.»

Y yo: «Por más que mire vuestros rostros
no os reconozco: mas si deseáis
algo que pueda hacer, buenos espíritus,

decidmelo y lo haré, por esa paz
que, detrás de los pasos de mi guía,
de mundo en mundo buscar se me hace.»

Y uno repuso: «Todos nos fiamos
de tus bondades sin que nos lo jures,
si es que tu voluntad no es impedida.

Por lo que yo que hablé antes que los otros,
te ruego, que si ves esa comarca
que está entre la Romaña y la de Carlos,

que de tus ruegos me hagas cortesía
en Fano, y que por mi bien se suplique,
y las graves ofensas purgar pueda.

Allí nací, mas los profundos huecos
por los que huyó la sangre en que vivía,
en tierras de Antenor me fueron hechos,

donde estar confiaba más seguro:
que lo mandó el de Este, pues me odiaba
más de lo que el derecho lo permite.

Pero si hacia la Mira hubiese huido,
cuando fui sorprendido en Oriaco,
aun estaría donde se respira.

Corrí al pantano, donde cieno y cañas
estorbaron mi paso y me caí;
y vi mi sangre en tierra hacer un lago.»

Luego otro dijo: «¡Ay, así el deseo
se cumpla que te trae a esta montaña,
con piedad bondadosa ayuda al mío!

Yo nací en Montefeltro, soy Bonconte;
Giovanna y los demás no me recuerdan,
y sigo a estos con la frente gacha.»

Y le dije: «¿qué fuerza o qué aventura
de Campaldino te llevó tan lejos
que tu sepulcro nunca se ha encontrado?»

«Oh -me repuso-, al pie del Casentino
un agua corre que se llama Arquiano,
nace en los Apeninos, sobre el Ermo.

Donde su nombre ya no necesita,
llegué con una herida en la garganta,
huyendo a pie y ensangrentando el llano.

Allí perdí la vista, y mi palabra
terminó con el nombre de María,
y allí al caer mi carne quedó sola.

Te diré la verdad y tú a los vivos:
un ángel me cogió, y el del Infierno
gritaba: «Oh tú, el del Cielo, ¿por qué quieres

privarme de él, llevándote lo eterno,
porque una lagrimilla me lo quita?
mas yo tendré el gobierno de lo otro.»

«Bien sabes que en el aire se recoge
el húmedo vapor que se hace agua,
en cuanto sube donde encuentra el frío.

Llegó aquel mal querer, que males busca
con su sabiduría, y humo y viento
movió con el poder de que es dotado.

El valle entonces, cuando cayó el día,
se cubrió desde el monte a Protomagno
de niebla; y todo el cielo se nubló,

y el aire denso convirtióse en agua;
cayó la lluvia, y vino a los barrancos
toda la que la tierra no absorbía;

y como se juntara en torrenteras,
tan veloz en el rfo principal
cayó, que nada pudo retenerla.

Mi cuerpo helado, en donde desemboca
halló al soberbio Arquiano: y éste al Arno
lo arrastró, deshaciendo de mi pecho

la cruz que hiciera del dolor vencido;
me volteó en la orilla y en el fondo,
y me cubrió y ciñó con sus botines.»

«Ay, cuando al mundo regresado hayas,
y descansado de la larga ruta
-siguió un tercer espíritu al segundo-

recuerdame, soy Pía, me hizo Siena,
Maremma me deshizo: bien lo sabe
aquel que, luego de poner su anillo,
con su gema me había desposado.»

CANTO VI

Cuando se acaba el juego de la zara,
el perdedor se queda algo mohino
y triste aprende, repitiendo lances;

con el otro se va toda la gente;
cuál va delante, cuál detrás le agarra,
cuál a su lado quiere darle coba;

él no se para y los escucha a todos;
a quien tiende la mano, al fin le suelta;
y así de aquel gentío se ve libre.

Tal entre aquella turba me encontraba,
de aquí y de allá volviéndoles el rostro,
y prometiendo me soltaba de ellos.

Estaba el Aretino, quien del brazo
fiero de Ghin de Tacco halló la muerte,
y el otro que se ahogó yendo de caza.

Suplicaba, tendiéndome las manos,
Federico Novello, y el de Pisa
que hiciera parecer fuerte a Marzucco.

Vi al conde Orso y su alma separada
de su cuerpo por odio y por envidia,
como decia, y no por culpa alguna.

Pier de la Broccia digo; y que provea,
mientras que aún está aquí, la de Brabante
si con peor rebaño andar no quiere.

Cuando ya me libré de todas esas
sombras que suplicaban otras súplicas,
porque su salvación les llegue antes,

yo comencé: « Parece que me niegas
expresamente, oh luz, en algún texto
que aplaque la oración leyes del cielo;

y esta gente por ello sólo ruega:
¿es que vanas son pues sus esperanzas,
o es que no he comprendido bien tu texto?»

Y él me dijo: «Es sencilla mi escritura;
y en esperar ninguno se equivoca,
si con la mente clara bien se mira;

pues la cima del juicio no se allana
porque el fuego de amor cumpla en un punto
lo que satisfacer aquí se espera;

y allí donde hice tal afirmación,
no se enmendaba, por rezar, la culpa,
pues la oración de Dios estaba lejos.

No te fijes en dudas tan profundas
sino tan sólo en lo que diga aquella
que entre mente y la verdad alumbre.

No sé si entiendes: de Beatriz te hablo;
arriba la verás, sobre la cima
de este monte, dichosa y sonriendo.»

Y yo: «Señor, vayamos más aprisa,
que ya no estoy cansado como antes,
y ya veo que el monte arroja sombra.»

« Caminaremos mientras dure el día
-él me repuso- el tiempo que podamos;
mas no es la cosa como la imaginas.

Antes de estar arriba, volverás
a ver aquel que oculta la ladera,
de modo que sus rayos ya no rompes.

Pero mira aquel alma que allá inmóvil,
completamente sola, nos contempla:
el camino más corto ha de mostrarnos.

Nos acercamos: ¡oh ánima lombarda
qué altiva y desdeñosa aparecías,
qué noble y lenta en el mover los ojos!

Ella no nos decía una palabra,
mas nos dejaba andar, sólo mirando
a guisa de león cuando reposa.

Mas Virgilio acercóse a él, pidiendo
que nos mostrase la mejor subida;
pero a su ruego nada respondió,

mas de nuestro país y nuestra vida
nos preguntó; y mi guía comenzaba
«Mantua...» y la sombra, toda en ella absorta,

vino hacia él del sitio en que se hallaba
diciendo: «¡Oh mantuano, soy Sordello,
soy de tu misma tierra!», y se abrazaron.

¡Ah esclava Italia, albergue de dolores,
nave sin timonel en la borrasca,
burdel, no soberana de provincias!

Aquel alma gentil tan prestamente,
sólo al oír el nombre de su tierra,
comenzó a festejar a su paisano,

y en ti ahora sin guerras no se hallan
tus vivos, y se muerden unos a otros,
los que un foso y un muro mismo encierran.

Busca, mísera, en torno de tus costas
tus playas, y después mira en el centro,
si alguna parte en ti de paz disfruta.

¿De qué vale que el freno te pusiera,
Justiniano, si nadie hay en la silla?
Menor fuera sin ése la vergüenza.

Ah gentes que debíais ser devotas,
y consentir al César en su trono,
si aquello que Dios manda comprendieseis,

esa fiera mirad cuán indomable,
por no ser corregida por la espuela,
al poner en las riendas vuestras manos.

¡Oh tú, tedesco Alberto, que la dejas
al verla tan salvaje y tan indómita,
y debiste apretarle los ijares,

caiga de las estrellas justo juicio
sobre tu sangre, y sea nuevo y claro,
tal que tu sucesor le tenga miedo!

Pues habéis consentido tú y tu padre,
por la codicia de eso distraídos,
que el jardín del imperio esté desierto.

Ven y vé a Capuletos y Montescos,
Filipeschos, Monaldos, ah, indolente,
esos ya tristes, y estos con recelos!

¡Ven, cruel, ven y vé la tirania
de tus nobles, y cura sus desmanes;
verás a Santaflora tan oscura!

Ven y contempla tu Roma llorando
viuda y sola, llamando noche y día:
« Oh mi César, por qué no me acompañas?»

¡Verás lo mucho que se quieren todos!
y si a piedad ninguna te movemos,
ven y tendrás vergüenza de tu fama.

Y si me es permitido, oh sumo Jove
que por nosotros en cruz te pusieron,
¿es que has vuelto los ojos a otra parte?

¿o te estás preparando, en el abismo
de tus designios, para hacer un bien
que se escapa del todo a nuestra mente?

Pues llenas de tiranos las ciudades
están de Italia toda, y un Marcelo
se vuelve cualquier ruin que entra en un bando.

Puedes estar contenta, ah, mi Florencia,
por esta digresión que no te alcanza,
pues se las sabe solventar tu pueblo.

La justicia en su pecho muchos guardan,
y, prudentes, disparan tarde el arco;
mas tu pueblo la tiene en plena boca.

Muchos rechazan cargos oficiales,
mas tu pueblo solícito responde
sin ser llamado, y grita: «iYo lo acepto!»

¡Alégrate, porque motivos tienes:
tú rica, tú con paz, y tú prudente!
De si digo verdad, están las muestras.

Las Atenas y Espartas, que inventaron
las viejas leyes tan civilizadas
del bien vivir, hicieron débil prueba

comparadas contigo, pues que haces
tan sutiles decretos, que a noviembre
los que hiciste en octubre nunca llegan.

Hasta donde recuerdo, ¿cuántas veces
leyes, monedas, hábitos y oficios,
has mudado, y cambiado de habitantes?

Y si te acuerdas bien y lo ves claro,
te verás semejante a aquella enferma
que no encuentra reposo sobre plumas,
mas dando vueltas calma sus dolores.

CANTO VII

Los saludos corteses y dichosos
por tres y cuatro veces reiterados,
Sordello se apartó y dijo: «¿Quién sois?»

«Antes de que llegaran a este monte
las almas dignas de subir a Dios,
Octavio dio a mis huesos sepultura.

Yo soy Virgilio; y por culpa ninguna,
salvo el no tener fe, perdí los cielos.»
Así repuso entonces mi maestro.

Como queda quien ve súbitamente
algo maravilloso frente a él,
que cree y que no, diciendo «Es..., o no es...»,

aquel así; después bajó los ojos,
y se volvió hacia él humildemente,
y le abrazó donde el menor se agarra.

«Gloria de los latinos, por el cual
mostró cuánto podia nuestra lengua,
oh prez eterna, del pueblo natal,

qué mérito o qué gracia a mí te muestra?
Si de escuchar soy digno tus palabras,
dime si acaso vienes del infierno.»

«Por los recintos todos de aquel reino
doliente, aquí he llegado -respondió-
y, enviado del cielo, con él vengo.

Perdí, no por hacer, mas por no hacer,
el ver el alto sol que tú deseas,
pues que fue tarde por mí conocido.

No entristecen martirios aquel sitio
sino tinieblas sólo; y los lamentos
no suenan como ayes, son suspiros.

Allí estoy con los niños inocentes
del diente de la muerte antes mordidos
que de la humana culpa fueran libres.

Con aquellos estoy que las tres santas
virtudes no vistieron, mas sin vicio
supieron y siguieron las restantes.

Mas si sabes y puedes, un indicio
danos, con que poder llegar más pronto
a donde el purgatorio da comienzo.»

Respondió: «Un lugar fijo no me han puesto;
y me es licito andar por todos lados;
te acompaño cual gu(a mientras pueda.

Pero contempla cómo cae el día,
y subir por la noche no se puede;
será bueno pensar en un refugio.

A la derecha hay almas retiradas;
si lo permites, a ellas te conduzco,
y te dará placer el conocerlas.

«¿Cómo es eso? -repuso- ¿quien quisiese
subir de noche, se lo impediría
alguno, o es que él mismo no pudiera?

Y el buen Sordello en tierra pasó el dedo
diciendo: «¿Ves?, ni siquiera esta raya
pasarías después de que anochezca:

no porque haya otra cosa que te impida
subir, sino las sombras de la noche;
que, de impotencia, quitan los deseos.

Con ellas bien podrías descender
y caminar en torno de la cuestra,
mientras que al día encierra el horizonte.»

Entonces mi señor, casi admirado,
«llévanos -dijo- donde nos contaste,
pues podrá ser gozosa la demora».

De allí poco alejados estuvimos,
cuando noté que el monte estaba hendido,
del modo como un valle aquí los hiende.

«Allí -dijo la sombra-, marcharemos
donde la cuesta hace de sí un regazo;
y esperaremos allí el nuevo día.»

Entre llano y pendiente, un tortuoso
camino nos condujo hasta la parte
del valle de laderas menos altas.

Oro, albayalde, grana y plata fina,
indigo, leño lúcido y sereno,
fresca esmeralda al punto en que se quiebra,

por las hierbas y flores de aquel valle,
sus colores serían derrotados,
como el mayor derrota al más pequeño.

No pintó solamente alll natura,
mas con la suavidad de mil olores,
incógnito, indistinto, uno creaba.

Salve Regina, sobre hierba y flores
sentadas, vi a unas almas que cantaban,
que no vimos por fuera de aquel valle.

«Antes que el poco sol vuelva a su nido
-comenzó nuestro guta el Mantuano-
no pretendáis que entre esos os conduzca.

Mejor desde esta loma las acciones
y los rostros veréis de cada uno,
que mezclados con ellos allá abajo.

Quien más alto se sienta y que parece
desatender aquello que debiera,
y no mueve la boca con los otros,

Rodolfo fue, que pudo, con su imperio,
sanar las plagas que han matado a Italia,
y así tarde el remedio de otros llega.

Aquel que le consuela con la vista,
rigió la tierra donde el agua nace
que al Albia el Molda, el Albia al mar se lleva.

Otocar se llamó, y desde la infancia
fue mejor que el barbudo Wenceslao,
su hijo que lujuria y ocio pace.

Y aquel chatito que charla muy junto
con aquel de un aspecto tan benigno,
murió escapando y desflorando el lirio:

¡Ved allí cómo el pecho se golpea!
Mirad al otro que ha hecho a su mano
de su mejilla, suspirando, lecho.

Del mal de Francia son el padre y suegro:
saben su villa sucia y enviciada;
de esto viene el dolor que les lancea.

Aquel tan corpulento que acompasa
su canto con aquel tan narigudo,
de toda las virtudes ciñó cuerda;

y si rey después de él hubiera sido
el jovencito sentado detrás,
iría la virtud de vaso en vaso.

No es lo mismo los otros herederos;
tienen el trono Jaime y Federico;
mas el lote mejor ninguno tiene.

Raras veces renace por las ramas
la probidad humana; y esto quiere
quien la otorga, para que la pidamos.

También esto concierne al narigudo
y no menos que a Pedro, con quien canta,
de quien Pulla y Provenza se lamentan.

Tan inferior la planta es a su grano,
cuanto, más que Beatriz y Margarita,
Constanza del marido se envanece.

Mirad al rey de la vida sencilla
sentado aparte, Enrique de Inglaterra:
el vástago mejor tiene en sus ramas.

Aquel que está más bajo echado en tierra,
mirando arriba, es Guillermo el marqués,
por quien a Alejandría y sus batallas
lloran el Canavés y Monferrato.

CANTO VIII

Era la hora en que quiere el deseo
enternecer el pecho al navegante,
cuando de sus amigos se despide;

y que de amor el nuevo peregrino
sufre, si escucha lejos una esquila,
que parece llorar el día muerto;

cuando yo comencé a dejar de oír,
y a mirar hacia un alma que se alzaba
pidiendo con la mano que la oyeran.

Juntó y alzó las palmas, dirigiendo
los ojos hacia oriente, de igual modo
que si dijese a Dios: «Sólo en ti pienso.»

Con tanta devoción Te lucis ante
le salió de la boca en dulces notas,
que le hizo a mi mente enajenarse;

y las otras después dulces y pías
seguir tras ella, completando el himno,
puestos los ojos en la extrema esfera.

A la verdad aguza bien los ojos,
lector, que el velo ahora es tan sutil,
que es fácil traspasarlo ciertamente.

Yo aquel gentil ejército veía
callado luego contemplar el suelo,
como esperando pálido y humilde;

y vi salir de lo alto y descender
dos ángeles con dos ardientes gladios
truncos y de la punta desprovistos.

Verdes como las hojas más tempranas
sus ropas eran, y las verdes plumas
por detrás las batfan y aventaban.

Uno se puso encima de nosotros,
y bajó el otro por el lado opuesto,
tal que en medio las gentes se quedaron.

Bien distinguía su cabeza rubia;
mas su rostro la vista me turbaba,
cual facultad que a demasiado aspira.

«Vinieron del regazo de María
-dijo Sordello- a vigilar el valle,
por la serpiente que vendrá muy pronto.»

Y yo, que no sabía por qué sitio,
me volví alrededor y me estreché
a las fieles espaldas, todo helado.

«Ahora bajemos -añadió Sordello-
entre las grandes sombras para hablarles;
pues el veros muy grato habrá de serles.»

Sólo tres pasos creo que había dado
y abajo estuve; y vi a uno que miraba
hacia mí, pareciendo conocerme.

Tiempo era ya que el aire oscureciera,
mas no tal que sus ojos y los míos
lo que antes se ocultaba no advirtiesen.

Hacia mí vino, y yo me fui hacia él:
cuánto me complació, gentil juez Nino,
cuando vi que no estabas con los reos.

Ningún bello saludo nos callamos
luego me preguntó: « ¿Cuándo llegaste
al pie del monte por lejanas aguas?»

«Oh -dije- vine por los tristes reinos
esta mañana, en mi primera vida,
aunque la otra, andando así, pretendo.»

Y cuando fue escuchada mi respuesta,
Sordello y él se echaron hacia atrás
como gente de súbito turbada.

Volvióse uno a Virgilio, el otro a alguien
sentado allí y gritó: «¡Mira, Conrado!
ven a ver lo que Dios por gracia quiere.»

Y vuelto a mí: « Por esa rara gracia
que debes al que de ese modo esconde
sus primeros porqués, que no se entienden,

cuando hayas vuelto a atravesar las ondas
di a mi Giovanna que en mi nombre implore,
en donde se responde a la inocencia.

No creo que su madre ya me ame
luego que se cambió las blancas tocas,
que conviene que, aún, ¡pobre!, las quisiera.

Por ella fácilmente se comprende
cuánto en mujer el fuego de amor dura,
si la vista o el tacto no lo encienden.

Tan bella sepultura no alzaría
la sierpe del emblema de Milán,
como lo haría el gallo de Gallura.»

Así dijo, y mostraba señalado
su aspecto por aquel amor honesto
que en el pecho se enciende con mesura.

Yo alzaba ansioso al cielo la mirada,
adonde son más tardas las estrellas,
como la rueda más cercana al eje.

Y mi guía: « ¿Qué miras, hijo, en lo alto?»
Y yo le dije: «Aquellas tres antorchas
por las que el polo todo hasta aquí arde.»

Y él respondió: « Las cuatro estrellas claras
que esta mañana vimos, han bajado
y éstas en su lugar han ascendido»

Mientras hablaba cogióle Sordello
diciendo: «Ved allá a nuestro adversario»;
y para que mirase alzó su dedo.

De aquella parte donde se abre el valle
había una serpiente, acaso aquella
que le dio a Eva el alimento amargo.

Entre flores y hierba iba el reptil,
volviendo la cabeza, y sus espaldas
lamiendo como bestia que se limpia.

Yo no lo vi, y por eso no lo cuento,
qué hicieron los azores celestiales;
pero bien vi moverse a uno y a otro.

Al escuchar hendir las verdes alas,
escapó la serpiente, y regresaron
a su lugar los ángeles a un tiempo.

La sombra que acercado al juez se había
cuando este la llamó, mientras la lucha
no dejó ni un momento de mirarme.

« Así la luz que a lo alto te conduce
encuentre en tu servicio tanta cera,
cuanta hasta el sumo esmalte necesites,

-comenzó- si noticia verdadera
de Val de Magra o de parte vecina
conoces, dímela, que allí fui grande.

Me llamaba Corrado Malaspina;
no el antiguo, sino su descendiente;
a mis deudos amé, y he de purgarlo.

«Oh -yo le dije- por vuestras comarcas
no estuve nunca; pero no hay un sitio
en toda Europa que las desconozca.

La fama con que se honra vuestra casa,
celebra a los señores y a sus tierras,
tal que sin verlas todos las conocen.

Y yo os juro que, así vuelva yo arriba,
vuestra estirpe honorable no desdora
el precio de la bolsa y de la espada.

Uso y natura así la privilegian,
que aunque el malvado jefe tuerza el mundo,
derecha va y desprecia el mal camino.»

y él: «Marcha pues, que el sol no ha de ocupar
siete veces el lecho que el Carnero
cubre y abarca con sus cuatro patas,

sin que esta opinión tuya tan cortés
claven en tu cabeza con mayores
clavos que las palabras de los otros,
si el transcurrir dispuesto no se para.»

CANTO IX

Del anciano Titón la concubina
emblanquecía en el balcón de oriente,
fuera ya de los brazos de su amigo;

en su frente las gemas relucían
puestas en forma del frío animal
que con la cola a la gente golpea;

la noche, de los pasos con que asciende,
dos llevaba en el sitio en donde estábamos,
y el tercero inclinaba ya las alas;

cuando yo, que de Adán algo conservo,
adormecido me tumbé en la hierba
donde los cinco estábamos sentados.

Cuando a sus tristes layes da comienzo
la golondrina al tiempo de alborada,
acaso recordando el primer llanto,

y nuestra mente, menos del pensar
presa, y más de la carne separada,
casi divina se hace a sus visiones,

creí ver, en un sueño, suspendida
un águila en el cielo, de áureas plumas,
con las alas abiertas y dispuesta

a descender, allí donde a los suyos
dejara abandonados Ganimedes,
arrebatado al sumo consistorio.

¡Acaso caza ésta por costumbre
aquí -pensé-, y acaso de otro sitio
desdeña arrebatar ninguna presa!

Luego me pareció que, tras dar vueltas,
terrible como el rayo descendía,
y que arriba hasta el fuego me llevaba.

Allí me pareció que ambos ardíamos;
y el incendio soñado me quemaba
tanto, que el sueño tuvo que romperse.

No de otro modo se inquietara Aquiles,
volviendo en torno los despiertos ojos
y no sabiendo dónde se encontraba,

cuando su madre de Quirón a Squira
en sus brazos dormido le condujo,
donde después los griegos lo sacaron;

cual yo me sorprendí, cuando del rostro
el sueño se me fue, y me puse pálido,
como hace el hombre al que el espanto hiela.

Sólo estaba a mi lado mi consuelo,
y el sol estaba ya dos horas alto,
y yo la cara al mar tenía vuelta.

«No tengas miedo -mi señor me dijo-;
cálmate, que a buen puerto hemos llegado;
no mengües, mas alarga tu entereza.

Acabas de llegar al Purgatorio:
ve la pendiente que en redor le cierra;
y ve la entrada en donde se interrumpe.

Antes, al alba que precede al día,
cuando tu alma durmiendo se encontraba,
sobre las flores que aquel sitio adornan,

vino una dama, y dijo: «Soy Lucía;
deja que tome a éste que ahora duerme;
así le haré más fácil el camino.»

Sordello se quedó, y las otras formas;
Te cogió y cuando el día clareaba,
vino hacia arriba y yo tras de tus pasos.

Te dejó aquí, mas me mostraron antes
sus bellos ojos esa entrada; y luego
ella y tu sueño a una se marcharon.»

Como un hombre que sale de sus dudas
y que cambia en sosiego sus temores,
después que la verdad ha descubierto,

cambié yo; y como sin preocupaciones
me vio mi guía, por la escarpadura
anduvo, y yo tras él hacia lo alto.

Lector, observarás cómo realzo
mis argumentos, y aún con más arte
si los refuerzo, no te maravilles.

Nos acercamos hasta el mismo sitio
que antes me había parecido roto,
como una brecha que un muro partiera,

vi una puerta, y tres gradas por debajo
para alcanzarla, de colores varios,
y un portero que aún nada había dicho.

Y como yo aún los ojos más abriera,
le vi sentado en la grada más alta,
con tal rostro que no pude mirarlo;

y una espada tenía entre las manos,
que los rayos así nos reflejaba,
que en vano a ella dirigí mi vista.

«Decidme desde allí: ¿Qué deseáis
-él comenzó a decir- ¿y vuestra escolta?
No os vaya a ser dañosa la venida.»

«Una mujer del cielo, que esto sabe,
-le respondió el maestro- nos ha dicho
antes, id por allí, que está la puerta.»

«Y ella bien ha guiado vuestros pasos
-cortésmente el portero nos repuso-:
venid pues y subid los escalones.

Allí subimos; y el primer peldaño
era de mármol blanco y tan pulido,
que en él me espejeé tal como era.

Era el segundo oscuro más que el perso
hecho de piedra áspera y reseca,
agrietado a lo largo y a lo ancho.

El tercero que encima descansaba,
me pareció tan llameante pórfido,
cual la sangre que escapa de las venas.

Encima de éste colocaba el ángel
de Dios, sus plantas, al umbral sentado,
que piedra de diamante parecía.

Por los tres escalones, de buen grado,
el guía me llevó, diciendo: «Pide
humildemente que abran el cerrojo.»

A los pies santos me arrojé devoto;
y pedí que me abrieran compasivos,
mas antes di tres golpes en mi pecho.

Siete P, con la punta de la espada,
en mi frente escribió: «Lavar procura
estas manchas -me dijo- cuando entres.»

La ceniza o la tierra seca eran
del color mismo de sus vestiduras;
y de debajo se sacó dos llaves.

Era de plata una y la otra de oro;
con la blanca y después con la amarilla
algo que me alegró le hizo a la puerta.

«Cuando cualquiera de estas llaves falla,
y no da vueltas en la cerradura
-dijo él- esta entrada no se abre.

Más rica es una; pero la otra, antes
de abrir, requiera más ingenio y arte,
porque es aquella que el nudo desata.

Me las dio Pedro; y díjome que errase
antes en el abrirla que en cerrarla,
mientras la gente en tierra se prosterne.»

Después empujó la puerta sagrada,
diciéndonos: «Entrad, pero os advierto
que vuelve afuera aquel que atrás mirase.»

Y al girar en sus goznes las esquinas
de aquellas sacras puertas, que de fuertes
y sonoros metales están hechas,

no rechinó ni se mostró tan dura
Tarpeya, cuando al bueno de Metelo
la arrebataron, y quedó arruinada.

Yo me volví con el sonar primero,
y Te Deum Laudamus parecía
escucharse en la voz y en dulces sones.

Tal imagen al punto me venía
de lo que oía, como la que suele
cuando cantar con órgano se escucha;
que ahora no, que ahora sí, se entiende el texto.

CANTO X

Y al cruzar el umbral de aquella puerta
que el mal amor del alma hace tan rara,
pues que finge derecho el mal camino,

resonando sentí que la cerraban;
y si la vista hubiese vuelto a ella,
¿con qué excusara falta semejante?

Ascendimos por una piedra hendida,
que se movía de uno y de otro lado
como la ola que huye y se aleja.

«Aquí es preciso usar de la destreza
-dijo mi guía- y que nos acerquemos
aquí y allá del lado que se aparta.»

Y esto nos hizo retardar el paso,
tanto que antes el resto de la luna
volvió a su lecho para cobijarse,

que aquel desfiladero abandonásemos;
mas al estar ya libres y a lo abierto,
donde el monte hacia atrás se replegaba,

cansado yo, y los dos sobre la ruta
inciertos, nos paramos en un sitio
más solo que un camino en el desierto.

Desde el borde que cae sobre el vacío,
al pie del alto farallón que asciende,
tres veces mediría el cuerpo humano;

y hasta donde alcanzaba con los ojos,
por el derecho y el izquierdo lado,
esa cornisa igual me parecía.

Nuestros pies no se habían aún movido
cuando noté que la pared aquella,
que no daba derecho de subida,

era de mármol blanco y adornado
con relieves, que no ya a Policleto,
a la naturaleza vencerían.

El ángel que a la tierra trajo anuncio
de aquella paz llorada tantos años,
que abrió los cielos tras veto tan largo,

tan verdadero se nos presentaba
aquí esculpido en gesto tan suave,
que imagen muda no nos parecía.

Jurado habria que él decía: «¡Ave!»
porque representada estaba aquella
que tiene llave del amor supremo;

e impresas en su gesto estas palabras
"Ecce ancilla Dei", del modo
con que en cera se imprime una figura.

«En un lugar tan sólo no te fijes
-dijo el dulce maestro, que en el lado
donde se tiene el corazón me puso.

Por lo que yo volví la vista, y vi
tras de María, por aquella parte
donde se hallaba quien me dirigía,

otra historia en la roca figurada;
y me acerqué, cruzando ante Virgilio,
para verla mejor ante mis ojos.

Allí en el mismo mármol esculpido
estaban carro y bueyes con el arca
que hace temible el no mandado oficio.

Delante había gente; y toda ella
en siete coros, que mis dos sentidos
uno decía: «No», y otro: «Sí canta.»

Y al igual con el humo del incienso
representado, la nariz y el ojo
entre el no y entre el sí tuvieron pugna.

Ante el bendito vaso daba brincos
el humilde salmista arremangado,
más y menos que rey en ese instante.

Frente a él, figurada en la azotea,
de un gran palacio, Micol se asombraba
como mujer despreciativa y triste.

Moví los pies del sitio en donde estaba,
para ver otra historia más de cerca,
que detrás de Micol resplandecía.

Aquí estaba historiada la alta gloria
del principe romano, a quien Gregorio
hizo por sus virtudes victorioso;

hablo de aquel emperador Trajano;
y de una viuda que cogióle el freno,
de dolor traspasada y de sollozos.

Había en torno a él gran muchedumbre
de caballeros, y las águilas áureas
sobre ellos se movían con el viento.

La pobrecilla entre todos aquellos
parecía decir: «Dame venganza,
señor, de mi hijo muerto, que me aflige.»

Y él que le contestaba: «Aguarda ahora
a mi regreso»; y ella: « Señor mío
-como alguien del dolor impacientado-,

¿y si no vuelves?» y él: «Quien en mi puesto
esté, lo hará»; y ella: « El bien que otro haga
¿qué te importa si el tuyo has olvidado?»

Por lo cual él: «Consuélate; es preciso
que cumpla mi deber antes de irme:
la piedad y justicia me retienen.»

Aquel que nunca ha visto cosas nuevas
fue quien produjo aquel hablar visible,
nuevo a nosotros pues que aquí no se halla.

Mientras yo me gozaba contemplando
los simulacros de humildad tan grande,
más gratos aún de ver por su artesano,

«Por acá vienen, mas con lentos pasos
-murmuraba el poeta- muchas gentes:
éstas podrán llevamos más arriba.»

Mis ojos, que en mirar se complacían
por ver lá novedad que deseaban,
en volverse hacia él no fueron lentos.

Mas no quiero lector desanimarte
de tus buenos propósitos si escuchas
cómo desea Dios cobrar las deudas.

No atiendas a la forma del martirio:
piensa en lo que vendrá; y que en el peor caso,
no irá más lejos de la gran sentencia.

Yo comencé: «Maestro, lo que veo
venir aquí, personas no parecen,
y no sé qué es: turbada está mi vista.»

Y aquel: «La condición abrumadora
de su martirio a tierra les inclina,
y aun mis ojos dudaron al principio.

Mas mira fijamente, y desentraña
quiénes vienen debajo de esas peñas:
podrás verlos a todos doblegados.»

Oh soberbios cristianos, infelices,
que enfermos de la vista de la mente,
la fe ponéis en pasos que atrás vuelven,

¿no comprendéis que somos los gusanos
de quien saldrá la mariposa angélica
que a la justicia sin reparos vuela?

¿de qué se ensorberbecen vuestras almas,
si cual insectos sois defectuosos,
gusanos que no llegan a formarse?

Como por sustentar suelo o tejado,
por ménsulas a veces hay figuras
cuyas rodillas llegan hasta el pecho,

que sin ser de verdad causan angustia
verdadera en aquellos que las miran;
así los vi al mirarles más atento.

Cierto que más o menos contraídas,
según el peso que portando estaban;
y aún aquel más paciente parecía
decir llorando: «Ya no lo resisto.»

CANTO XI

«Oh padre nuestro, que estás en los cielos,
no circunscrito, sino por más grande
amor que a tus primeras obras tienes,

alabados tu nombre y tu potencia
sean de cualquier hombre, como es justo
darle gracias a tu dulce vapor.

De tu reino la paz venga a nosotros,
que nosotros a ella no alcanzarnos,
si no viene, con todo nuestro esfuerzo.

Como por gusto suyo hacen los ángeles,
cantando osanna, a ti los sacrificios,
hagan así gustosos los humanos.

El maná cotidiano danos hoy,
sin el cual por este áspero desierto
quien más quiere avanzar más retrocede.

Y al igual que nosotros las ofensas
perdonamos a todos, sin que mires
el mérito, perdónanos, benigno.

Nuestra virtud que cae tan prontamente
no ponga a prueba el antiguo enemigo,
mas líbranos de aquel que así la hostiga.

Esta última plegaria, amado Dueño.
no se hace por nosotros, ni hace falta,
mas por aquellos que detrás quedaron.»

Para ellas y nosotros buen camino
pidiendo andaban esas sombras, bajo
un peso igual al que a veces se sueña,

angustiadas en formas desiguales
y en la primera cornisa cansadas,
purgando las calígines del mundo.

Si allí bien piden siempre por nosotros,
¿aquí qué hacer y qué pedir podrían
los que en Dios han echado sus raíces?

Debemos ayudarles a lavarse
las manchas, tal que puros y ligeros
puedan ganar las estrelladas ruedas.

«Ah, la justicia y la Piedad os libren
pronto, tal que podáis mover las alas,
que os conduzcan según vuestros deseos:

mostradnos por qué parte a la escalera
más rápido se va; y, si hay más caminos,
enseñadnos aquel menos pendiente;

pues a quien me acompaña, por la carga
de la carne de Adán con que se viste,
contra su voluntad, subir le cuesta.»

Las palabras que respondieron a éstas
que había dicho aquel que yo seguía,
de quién vinieran no lo supe; pero

dijeron: «Por la orilla a la derecha
veniros, y hallaremos algún paso
que lo pueda subir un hombre vivo.

Y si no fuese un estorbo la piedra
que mi cerviz soberbia doma, y tengo
por esto que llevar el rostro gacho,

a aquel que vive aún y no se nombra,
miraría por ver si lo conozco,
para hacer que este peso compadezca.

Latino fui, de un gran toscano hijo:
Giuglielrno Aldobrandeschi fue mi padre;
no sé si conocéis el nombre suyo.

La sangre antigua y las gloriosas obras
de mis mayores, arrogancia tanta
me dieron, que ignorando a nuestra madre

común, todos los hombres despreciaba
y por ello morí; sábenlo en Siena,
y en Campagnático todos los niños.

Soy Omberto; y no sólo la soberbia
me dañó a mí-, que a todos mis parientes
ha arrastrado consigo a la desgracia.

Y aquí es preciso que este peso lleve
por ella, hasta que Dios se satisfaga:
Pues no lo hice de vivo, lo hago muerto.»

Incliné al escucharle la cabeza;
y uno de ellos, no aquel que había hablado,
se volvió bajo el peso que llevaba,

y me llamó al mirarme y conocerme,
con los ojos fijados con gran pena,
pues andaba inclinado junto a ellos.

«Oh -yo le dije-- ¿No eres Oderisi,
honra de Gubbio, y honra de aquel arte
que se llama en París iluminar?»

«Hermano --dijo--- ríen más las cartas
que ahora ilumina Franco, el de Bolonia;
suyo es todo el honor, y en parte, mío.

No hubiera sido yo tan generoso
mientras vivía, por el gran deseo
de superar a todos que albergaba.

De tal soberbia pago aquí la pena;
y aun no estaría aquí de no haber sido
que, pudiendo pecar, volvíme a Dios.

¡Oh, vana gloria del poder humano!
¡qué poco dura el verde de la cumbre,
si no le sigue un tiempo decadente!

Creisteis que en pintura Cimabue
tuviese el campo, y es de Giotto ahora,
y la fama de aquel ha oscurecido.

Igual un Guido al otro le arrebata
la gloria de la lengua; y nació acaso
el que arroje del nido a uno y a otro.

No es el ruido mundano más que un soplo
de viento, ahora de un lado, ahora del otro,
y muda el nombre como cambia el rumbo.

¿Qué fama has de tener, si viejo apartas
de ti la carne, como si murieras
antes de abandonar el sonajero,

cuando pasen mil años? Pues es corto
ese espacio en lo eterno, más que un guiño
en el más tardo giro de los cielos.

Aquel que va delante tan despacio
de mí, en Toscana entera era famoso;
y de él en Siena apenas cuchichean,

en donde era señor cuando abatieron
la rabia florentina, que soberbia
fue en aquel tiempo tal como ahora es puta.

Color de hierba es vuestra nombradía,
que viene y va, y el mismo la marchita
que la hace brotar verde de la tierra.»

Y yo le dije: «Tu verdad me empuja
a la humildad, y abate mi soberbia;
pero quién es aquel de quien hablabas?»

«Es -respondió-- Provenzano Salviati:
y está aquí porque tuvo pretensiones
de llevar Siena entera entre sus manos.

Anduvo así y aún anda, sin descanso,
desde su muerte: tal moneda paga
aquel que en vida a demasiado aspira.»

Y yo: «Si aquel espíritu que deja
arrepentirse al fin de su existencia,
queda abajo y no sube sin la ayuda

de una buena oración, antes que pase
un tiempo semejante al que ha vivido,
¿Cómo le consintieron que viniese?»

«Cuando vivía más glorioso -dijo-,
en la plaza de Siena libremente
vencida su vergüenza, se plantó

y allí para salvar a cierto amigo,
en la prisión de Carlos condenado,
de tal modo actuó que tembló entero.

Más no diré y oscuro sé que hablo;
pero dentro de poco, tus vecinos
harán de modo que glosarlo puedas.
Esta acción le sacó de esos confines.»

CANTO XII

A la par, como bueyes en la yunta,
con el alma cargada caminaba,
mientras lo consintió mi pedagogo.

Mas cuando dijo: «Déjale y avanza;
que es menester que con alas y remos
empuje su navío cada uno»,

enderecé, cual para andar conviene
el cuerpo todo, mas los pensamientos
se me quedaron sencillos y humildes.

Me puse a andar, y seguía con gusto
los pasos del maestro, y ambos dos
de ligereza hacíamos alarde;

y él dijo: «vuelve al suelo la mirada,
pues para caminar seguro es bueno
ver el lugar donde las plantas pones».

Como, para dejar memoria de ellos,
sobre las tumbas en tierra excavadas
está escrito quién era cuando vivo,

y de nuevo se llora muchas veces
por el aguijoneo del recuerdo,
que tan sólo espolea a los piadosos;

con mayor semejanza, pues tal era
el artificio, lleno de figuras
vi aquel camino que en el monte avanza.

Veía a aquél que noble fue creado
más que criatura alguna, de los cielos
como un rayo caer, por una parte.

Veía a Briareo, que yacía
en otra, de celeste flecha herido,
por su hielo mortal grave a la tierra.

Veía a Marte, a Palas y a Timbreo,
aún armados en tomo de su padre,
mirando a los Gigantes desmembrados.

Veía al pie, a Nemrot, de la gran obra
ya casi enloquecido, contemplando
los que en Senar con él fueron soberbios.

¡Oh Niobe, con qué dolientes ojos
te veía grabada en el sendero,
entre tus muertos siete y siete hijos!

¡Oh Saúl, cómo con la propia espada
en Gelboé ya muerto aparecías,
que no sentiste lluvia ni rocío!

Oh loca Aracne, así pude mirarte
ya medio araña, triste entre los restos
de la obra que por tu mal hiciste.

Oh Roboán, no parece que asuste
aquí tu efigie; mas lleno de espanto
le lleva un carro, sin que le eche nadie.

Mostraba aún el duro pavimento
como Alcmeón a su madre hizo caro
aquel adorno tan desventurado.

Mostraba cómo se lanzaron sobre
Senaquerib sus hijos en el templo,
y cómo, muerto, allí lo abandonaron.

Mostraba el crudo ejemplo y la ruina
que hizo Tamiris cuando dijo a Ciro:
«tuviste sed de sangre y te doy sangre».

Mostraba cómo huyeron derrotados,
tras morir Holofernes, los asirios,
y también de su muerte los despojos.

Veía a Troya en ruinas y en cenizas;
¡oh Ilión, cuán abatida y despreciable
mostrábate el relieve que veíal

¿Qué pincel o buril allí trazara
las sombras y los rasgos, que admirarse
harían a cualquier sutil ingenio?

Muertos tal muertos, vivos como vivos:
no vio mejor que yo quien vio de veras,
cuanto pisaba, al ir mirando el suelo.

¡Ah, caminad soberbios y altaneros,
hijos de Eva, y no inclinéis el rostro
para poder mirar el mal camino!

Mas al monte la vuelta habíamos dado,
y su camino el sol más recorrido
de lo que mi alma absorta calculaba,

cuando el que atento siempre caminaba
delante, dijo: «Alza la cabeza,
ya no hay más tiempo para ir tan absorto.

Mira un ángel allí que se apresura
por venir a nosotros; ve que vuelve
la esclava sexta del diario oficio.

De reverencia adorna rostro y porte,
para que guste arriba conducirnos;
piensa que ya este día nunca vuelve.»

Acostumbrado estaba a sus mandatos
de no perder el tiempo, así que en esa
materia no me hablaba oscuramente.

El bello ser, de blanco, se acercaba,
con el rostro cual suele aparecer
tremolando la estrella matutina.

Abrió los brazos, y después las alas;
dijo: «Venid, cercanos los peldaños
están y ya se sube fácilmente.

Muy pocos a esta invitación alcanzan:
oh humanos que nacisteis a altos vuelos,
¿cómo un poco de viento os echa a tierra?»

A la roca cortada nos condujo;
allí batió las alas por mi frente,
y prometió ya la marcha segura.

Como al subir al monte, a la derecha,
en donde está la iglesia que domina
la bien guiada sobre el Rubaconte,

del subir se interrumpe la fatiga
por escalones que se construyeron
cuando sumario y pesas eran ciertos;

tal se suaviza aquella ladera
que cae a plomo del otro repecho;
mas rozando la piedra a un lado y otro.

Al dirigirnos por ese camino
Beati pauperes spiritu, de un modo
inefable cantaban unas voces.

Ah qué distintos eran estos pasos
de aquellos del infierno: aquí con cantos
se entra y allí con feroces lamentos.

Por los santos peldaños ya subíarnos
y bastante más leve me encontraba,
de lo que en la llanura parecía.

Por lo que yo: «Maestro ¿qué pesada
carga me han levantado, que ninguna
fatiga casi tengo caminando?»

él respondió: «Cuando las P que quedan
aún en tu rostro a punto de borrarse,
estén, como una de ellas, apagadas,

tan vencidos los pies de tus deseos
estarán, que no sólo sin fatiga,
sino con gozo arriba han de llevarte.»

Entonces hice como los que llevan
en la cabeza un algo que no saben,
y sospechan por gestos de los otros;

y por lo cual se ayudan con la mano,
que busca y halla y cumple así el oficio
que no pudiera hacerlo con la vista;

extendiendo los dedos de la diestra,
sólo encontré seis letras, que en mi frente
el de la llave habíame grabado:
y viendo esto sonrió mi guía.

CANTO XIII

Llegarnos al final de la escalera,
donde por vez segunda se recoge
el monte, que subiendo purifica.

Allí del núsmo modo una cornisa,
igual que la primera, lo rodea;
sólo que el giro se completa antes.

No había sombras ni señales de ellas:
liso el camino y lisa la muralla,
del lívido color de los roquedos.

«Si, para preguntar, gente esperarnos
--me decía el poeta-- mucho temo
que se retrase nuestra decisión.»

Luego en el sol clavó los ojos fijos;
de su diestra hizo centro al movimiento,
y se volvió después hacia la izquierda.

«Oh dulce luz en quien confiado entro
por el nuevo camino, llévanos
-decía- cual requiere este paraje.

Tú calientas el mundo, y sobre él luces:
si otra razón lo contrario no manda,
serán siempre tus rayos nuestro guía.»

Cuanto por una milla aquí se cuenta,
tanto en aquella parte caminamos
al poco, pues las ganas acuciaban;

y sentimos volar hacia nosotros
espíritus sin verlos, que invitaban
cortésmente a la mesa del amor.

La voz primera que pasó volando
"Vinum non habent" dijo claramente,
y tras nosotros lo iba repitiendo.

Y aún antes de perderse por completo
al alejarse, otra: «Soy Orestes»
pasó gritando igual sin detenerse.

Yo dije: «Oh padre ¿qué voces son éstas?»
Y escuché al preguntarlo una tercera
diciendo: «Amad a quien el mal os hizo.»

Y el buen maestro «Azota esta cornisa
la culpa de la envidia, mas dirige
la caridad las cuerdas del flagelo.

Su freno quiere ser la voz contraria:
y podrás escucharla, según creo,
antes que el paso del perdón alcances.

Mas con fijeza mira, y verás gente
que está sentada enfrente de nosotros,
apoyada a lo largo de la roca.»

Abrí entonces los ojos más que antes;
miré delante y sombras vi con mantos
del color de la piedra no distintos.

Y al haber avanzado un poco más,
oí gritar: «María, por nosotros
ruega» y «Miguel» y «Pedro» y «Santos todos».

No creo que ahora existe por la tierra
hombre tan duro, a quien no le moviese
a compasión lo que después yo vi;

pues cuando estuve tan cercano de ellos
que sus gestos veía claramente,
grave dolor me vino por los ojos.

De cilicio cubiertos parecían
y uno aguantaba con la espalda al otro,
y el muro a todas ellas aguantaba.

Así los ciegos faltos de sustento,
piden limosna en días de indulgencia,
y la cabeza inclina uno sobre otro,

por despertar piedad más prontamente,
no sólo por el son de las palabras,
mas por la vista que no menos pide.

Y como el sol no llega hasta los ciegos,
lo mismo aquí a las sombras de las que hablo
no quería llegar la luz del cielo;

pues un alambre a todos les cosía
y horadaba los párpados, del modo
que al gavilán que nunca se está quieto.

Al andar, parecía que ultrajaba
a aquellos que sin venne yo veía;
por lo cual me volví al sabio maestro.

él sabía que, aun mudo, deseaba
hablarle; y no esperando mi pregunta,
él me dijo: «Habla breve y claramente.»

Virgilio caminaba por la parte
de la cornisa en que caer se puede,
pues ninguna baranda la rodea;

por la otra parte estaban las devotas
sombras, que por su horrible cosedura
lloraban y mojaban sus mejillas.

Me volví a ellas y: «Oh, gentes confiadas
-yo comencé-- de ver la luz suprema
que vuestro desear sólo procura,

así pronto la gracia os vuelva limpia
vuestra conciencia, tal que claramente
por ella baje de la mente el río,

decidme, pues será grato y amable,
si hay un alma latina entre vosotros,
que acaso útil le sea el conocerla.»

«Oh hermano todos somos ciudadanos
de una Ciudad auténtica; tú dices
que viviese en Italia peregrina.»

Esto creí escuchar como respuesta
un poco más allá de donde estaba,
por lo que procuré seguir oyendo.

Entre otras vi a una sombra que en su aspecto
esperaba; y si alguno dice "¿Cómo?",
alzaba la barbilla como un ciego.

«Alma que por subir te estás domando,
si eres -le dije ~ me respondiste,
haz que conozca tu nombre o tu patria.»

«Yo fui Sienesa -repuso-- y con estos
otros enmiendo aquí la mala vida,
pidiendo a Aquél que nos conceda el verle.

No fui sabia, aunque Sapia me llamaron,
y fui con las desgracias de los otros
aún más feliz que con las dichas mías.

Y para que no creas que te miento,
oye si fui, como te digo, loca,
ya descendiendo el arco de mis años.

Mis paisanos estaban junto a Colle
cerca del campo de sus enemigos,
y yo pedía a Dios lo que El quería.

Vencidos y obligados a los pasos
amargos de la fuga, al yo saberlo,
gocé de una alegría incomparable,

tanto que arriba alcé atrevido el rostro
gritando a Dios: «De ahora no te temo»
como hace el mirlo con poca bonanza.

La paz quise con Dios ya en el extremo
de mi vivir; y por la penitencia
no estaría cumplida ya mi deuda,

si no me hubiese Piero Pettinaio
recordado en sus santas oraciones,
quien se apiadó de mí caritativo.

¿Tú quién eres, que nuestra condición
vas preguntando, con los ojos libres,
como yo creo, y respirando hablas?»

«Los ojos ---dije acaso aquí me cierren,
mas poco tiempo, pues escasamente
he pecado de haber tenido envidia.

Mucho es mayor el miedo que suspende
mi alma del tormento de allí abajo,
que ya parece pesarme esa carga.»

Y ella me dijo: «¿Quién te ha conducido
entre nosotros, que volver esperas?»
Y yo: «Este que está aquí sin decir nada.

Vivo estoy; por lo cual puedes pedirrne,
espíritu elegido, si es preciso
que allí mueva por ti mis pies mortales.»

«Tan rara cosa de escuchar es ésta,
que es signo --dije,- de que Dios te ama;
con tus plegarias puedes ayudarme.

Y te suplico, por lo que más quieras,
que si pisas la tierra de Toscana,
que a mis parientes mi fama devuelvas.

Están entre los necios que ahora esperan
en Talamón, y allí más esperanzas
perderán que en la busca de la Diana.
Pero más perderán los almirantes.

CANTO XIV

«¿Quién es éste que sube nuestro monte
antes de que la muerte alas le diera,
y abre los ojos y los cierra a gusto?»

«No sé quién es, mas sé que no está sólo;
interrógale tú que estás más cerca,
y recíbelo bien, para que hable.»

Así dos, apoyado uno en el otro,
conversaban de mí a mano derecha;
luego los rostros, para hablar alzaron.

Y dijo uno: «Oh alma que ligada
al cuerpo todavía, al cielo marchas,
por caridad consuélanos y dinos

quién eres y de dónde, pues nos causas
con tu gracia tan grande maravilla,
cuanto pide una cosa inusitada.»

Y yo: «Se extiende en medio de Toscana
un riachuelo que nace en Falterona,
y no le sacian cien millas de curso.

junto a él este cuerpo me fue dado;
decir quién soy sería hablar en balde,
pues mi nombre es aún poco conocido.»

«Si he penetrado bien lo que me has dicho
con mi intelecto -me repuso entonces
el que dijo primero- hablas del Arno.»

Y el otro le repuso: «¿Por qué esconde
éste cuál es el nombre de aquel río,
cual hace el hombre con cosas horribles?»

y la sombra de aquello preguntada
así le replicó: «No sé, mas justo
es que perezca de tal valle el nombre;

porque desde su cuna, en que el macizo
del que es trunco el Peloro, tan preñado
está, que en pocos sitios le superan,

hasta el lugar aquel donde devuelve
lo que el sol ha secado en la marina,
de donde toman su caudal los ríos,

es la virtud enemiga de todos
y la huyen cual la bicha, o por desgracia
del sitio, o por mal uso que los mueve:

tanto han cambiado su naturaleza
los habitantes del mísero valle,
cual si hechizados por Circe estuvieran.

Entre cerdos, más dignos de bellotas
que de ningún otro alimento humano,
su pobre curso primero endereza.

Chuchos encuentra luego, en la bajada,
pero tienen más rabia que fiereza,
y desdeñosa de ellos tuerce el morro.

Va descendiendo; y cuanto más se acrece,
halla que lobos se hicieron los perros,
esa maldita y desgraciada fosa.

Bajando luego en más profundos cauces,
halla vulpejas llenas de artimañas,
que no temen las trampas que las cacen.

No callaré por más que éste me oiga;
y será al otro útil, si recuerda
lo que un veraz espíritu me ha dicho.

Yo veo a tu sobrino que se vuelve
cazador de los lobos en la orilla
del fiero río, y los espanta a todos.

Vende su carne todavía viva;
luego los mata como antigua fiera;
la vida a muchos, y él la honra se quita.

Sangriento sale de la triste selva;
y en tal modo la deja, que en mil años
no tomará a su estado floreciente.»

Como al anuncio de penosos males
se turba el rostro del que está escuchando
de cualquier parte que venga el peligro,

así yo vi turbar y entristecerse
a la otra alma, que vuelta estaba oyendo,
cuando hubo comprendido las palabras.

A una al oírla y a la otra al mirarla,
me dieron ganas de saber sus nombres,
e híceles suplicante mi pregunta;

por lo que el alma que me habló primero
volvió a decir: «Que condescienda quieres
y haga por ti lo que por mí tú no haces.

Mas porque quiere Dios que en ti se muestre
tanto su gracia, no seré tacaño;
y así sabrás que fui Guido del Duca.

Tan quemada de envidia fue mi sangre.
que si dichoso hubiese visto a alguno,
cubierto de livor me hubieras visto.

De mi simiente recojo tal grano;
¡Oh humano corazón, ¿por qué te vuelcas
en bienes que no admiten compañía?

Este es Rinieri, prez y mayor honra
de la casa de Cálboli, y ninguno
de sus virtudes es el heredero.

Y no sólo su sangre se ha privado,
entre el monte y el Po y el mar y el Reno,
del bien pedido a la verdad y al gozo;

pues están estos límites tan llenos
de plantas venenosas, que muy tarde,
aun labrando, serían arrancadas.

¿Dónde están Lizio, y Arrigo Mainardi,
Pier Traversaro y Guido de Carpigna?
¡Bastardos os hicisteis, romañoles!

¿Cuando renacerá un Fabbro en Bolonia?
¿cuando en Faenza un Bernardín de Fosco,
rama gentil aun de simiente humilde?

No te asombres, toscano, si es que lloro
cuando recuerdo, con Guido da Prata,
a Ugolin d'Azzo que vivió en Romagna,

Federico Tignoso y sus amigos,
a los de Traversara y Anartagi
(sin descendientes unos y los otros),

a damas y a galanes, las hazañas,
los afanes de amor y cortesía,
donde ya tan malvadas son las gentes.

¿Por qué no te esfumaste, oh Brettinoro,
cuando se hubo marchado tu familia,
y mucha gente por no ser perversa?

Bien hizo Bagnacaval, ya sin hijos;
e hizo mal Castrocaro, y peor Conio,
que tales condes en prohijar se empeña.

Bien harán los Pagan, cuando al fin pierdan
su demonio; si bien ya nunca puro
ha de quedar de aquellos el recuerdo.

Oh Ugolino dei Fantolín, seguro
está tu nombre y no se espera a nadie
que, corrompido, oscurecerlo pueda.

Y ahora vete, toscano, que deseo
más que hablarte, llorar; así la mente
nuestra conversación me ha obnubilado.»

Sabíamos que aquellas caras almas
nos oían andar, y así, callando,
hacían confiarnos del camino.

Nada más avanzar, ya los dos solos,
igual que un rayo que en el aire hiende,
se oyó una voz venir en contra nuestra:

«Que me mate el primero que me encuentre»;
y huyó como hace un trueno que se escapa,
si la nube de súbito se parte.

Apenas tregua tuvo nuestro oído,
y otra escuchamos con tan grande estrépito,
que pareció un tronar que al rayo sigue.

«Yo soy Aglauro, que tornóse en piedra»,
y por juntarme entonces al poeta,
un paso di hacia atrás, y no adelante.

Quieto ya el aire estaba en todas partes;
y me dijo: «Aquel debe ser el freno
que contenga en sus límites al hombre.

Pero mordéis el cebo, y el anzuelo
del antiguo adversario, y os atrapa;
y poco vale el freno y el reclamo.

El cielo os llama y gira en torno vuestro,
mostrando sus bellezas inmortales,
y poneis en la tierra la mirada;
y así os castiga quien todo conoce.»

CANTO XV

Cuanto hay entre el final de la hora tercia
y el principio de día en esa esfera,
que al igual que un chiquillo juega siempre

tanto ya parecía que hacia el véspero
aún le faltaba al sol de su camino:
allí la tarde, aquí era medianoche.

En plena cara heríannos los rayos,
pues giramos el monte de tal forma,
que al ocaso derechos caminábamos,

cuando sentí en mi frente pesadumbre
de un resplandor mucho mayor que el de antes,
y me asombró tan extraño suceso;

por lo que alcé las manos por encima
de las cejas, haciéndome visera
que del exceso de luz nos protege.

Como cuando del agua o del espejo
el rayo salta a la parte contraria,
ascendiendo de un modo parecido

al que ha bajado, y es tan diferente
del caer de la piedra en igual caso,
como experiencia y arte lo demuestran;

así creí que la luz reflejada
por delante de mí me golpease;
y en apartarse fue rauda mi vista.

«¿Quién es, de quien no puedo, dulce padre,
la vista resguardar, por más que hago,
y parece venir hacia nosotros?»

«Si celestial familia aún te deslumbra
-respondió-- no te asombres: mensajero
es que viene a invitar a que subamos.

Dentro de poco el mirar estas cosas
no será grave, mas será gozoso
cuanto natura dispuso que sientas.»

Cuando cerca del ángel estuvimos
«Entrad aquí -nos dijo dulcemente-
donde hay una escalera menos dura.»

Subíamos, dejando el sitio aquel
y cantar "Beati misericordes"
escuchamos, y "Goza tú que vences"

Mi maestro y yo solos caminábamos
hacia la altura; y yo al andar pensaba
sacar de su palabra algún provecho;

y a él me dirigí y le pregunté:
«¿Qué ha querido decir el de Romaña.
con bienes que no admiten compañía?»

Y él contestó: «De su mayor defecto
conoce el daño, así que no te admires
si es reprendido por que más no llore.

Porque si vuestro anhelo se dirige
a lo que compartido disminuye,
hace la envidia que suspire el fuelle.

Mas si el amor de la esfera suprema
los deseos volviera hacia lo alto,
tal temor no tendría vuestro pecho;

pues, cuanto más allí se dice "nuestro",
tanto del bien disfruta cada uno,
y más amor aún arde en ese claustro.»

«Estoy de estar contento más ayuno
-dije- que si no hubiera preguntado,
y aún más dudas me asaltan en la mente.

¿Cómo puede algún bien, distribuido
en muchos poseedores, aún más ricos
hacer de él, que si pocos lo tuvieran?»

Y aquel me contestó: «Como no pones
la mente más que en cosas terrenales,
sacas tinieblas de luz verdadera.

Ese bien inefable e infinito
que arriba está, al amor tal se apresura
corno a un lúcido cuerpo viene el rayo.

Tanto se da cuanto encuentra de ardor;
y al aumentarse así la caridad,
sobre ella crece la eterna virtud.

Y así cuanta más gente ama allá arriba,
hay allí más amor, y más se ama,
y unos y otros son como los espejos.

Y si lo que te digo no te sacia,
verás a Beatriz que plenamente
este o cualquier deseo ha de quitarte.

Procura pues que pronto se te extingan,
como han sido ya dos, las cinco heridas
que cicatrizan al estar contrito.»

Cuando decir quería: «Me aplacaste»,
me vi llegado al círculo de arriba,
y me hizo callar la vista ansiosa.

Allí me pareció en una visión
estática de súbito estar puesto,
y ver muchas personas en un templo;

y una mujer decía en los umbrales,
con dulce gesto maternal: «Oh hijo,
¿por qué has obrado esto con nosotros?

Tu padre y yo angustiados estuvimos
buscándote.» Y como ella se callara,
se me borró lo que veía antes.

Después me vino otra, con el agua
que en sus mejillas el dolor destila,
que un gran despecho hacia otros nos provoca

diciendo: «Si eres sir de la ciudad,
por cuyo nombre dioses contendieron,
y donde toda ciencia resplandece,

véngate de esos brazos atrevidos
que a mi hija abrazaron, Pisistrato.»
Y el Señor, que benigno parecía,

le respondía con templado rostro:
«¿Qué haremos a quien males nos desea,
si a aquellos que nos aman condenarnos?»

Luego vi gente ardiendo en fuego de ira,
a pedradas matando a un jovencito,
gritando: «Martiriza, martiriza»,

y al joven inclinarse, por la muerte
que le apesadumbraba, hacia la tierra,
mas sus ojos alzaba siempre al cielo,

pidiendo al alto Sir, en guerra tanta,
que perdonase a sus perseguidores,
con ese aspecto que a piedad nos mueve.

Cuando volvió mi alma hacia las cosas
que son, fuera de ella, verdaderas,
supe que mis errores no eran falsos.

Mi guía entonces, que me contemplaba
como a aquel que del sueño se despierta,
dijo: «¿Qué tienes que te tambaleas,

y has caminado más de media legua
con los ojos cerrados, dando tumbos,
a guisa de quien turban sueño o vino?»

«Oh dulce padre mío, si me escuchas
te contaré -le dije lo que he visto,
cuando las piernas me fueron tan flojas.»

Y él dijo: «Si cien máscaras tuvieses
sobre el rostro, cerrados no tendría
tus pensamientos, aun los más pequeños.

Es lo que viste para que no excuses
al agua de la paz abrir el pecho,
que de la eterna fuente se derrama.

No pregunté "qué tienes", como hiciera
quien mira, sin ver nada, con los ojos,
cuando desanimado el cuerpo yace;

mas pregunté para animar tus pasos
tal conviene avivar al perezoso,
que tardo emplea al despertar su tiempo.»

Por el ocaso andábamos, mirando
hasta donde alcanzaba nuestra vista
contra la luz radiante y vespertina.

Y vimos poco a poco una humareda
venir hacia nosotros, cual la noche;
ni un sitio había para resguardarnos:
el aire puro nos quitó y la vista.

CANTO XVI

Negror de infierno y de noche privada
de estrella alguna, bajo un pobre cielo,
hasta el sumo de nubes tenebroso,

tan denso velo no tendió en mi rostro
como aquel humo que nos envolvió,
y nunca sentí tan áspero pelo.

No podía siquiera abrir los ojos
por lo que, sabia y fiel, la escolta mía
vino hacia mí ofreciéndome su hombro.

Como el ciego que va tras de su guía
para que no se pierda ni tropiece
en obstáculo alguno, o tal vez muera,

andaba por el aire amargo y sucio,
escuchando a Virgilio aconsejarme:
«Ten cuidado y de mí no te separes».

Oía voces como que implorasen
la paz y la clemencia del Cordero
de Dios que borra todos los pecados.

Agnus Deí, era, pues, como empezaban
todos a un tiempo y en el mismo modo,
y en completa concordia parecían.

«Maestro, lo que oigo ¿son espíritus?»
le dije. Y él a mí: «Bien lo pensaste;
de la iracundia van soltando el nudo.»

«¿Quién eres tú que cortas nuestro humo,
y de nosotros hablas como si
aún midieses el tiempo por calendas?»

Esto por una voz fue preguntado;
«Contéstale --me dijo mi maestro-
y si hay subida por aquí pregunta.»

«Oh, criatura -le dije que te limpias
para volver hermosa a quien te hizo,
maravillas oirás si me acompañas.»

«Cuanto me es permitido he de seguirte;
y si vernos el humo no nos deja,
nos mantendrá cercanos el oírnos.»

Entonces comencé: «Con este rostro
que destruye la muerte, voy arriba,
y he llegado hasta aquí desde el infierno.

Y si Dios en su gracia me ha tomado,
tanto que quiere que su corte vea
de modo inusitado en estos tiempos,

no me ocultes quién fuiste antes de muerto;
dímelo, y dime si el camino es éste;
y tus palabras sean nuestra escolta.»

«Yo fui lombardo y Marco me llamaban;
del mundo supe, y amé esa virtud
a la que nadie tiende ya su arco.

Para subir camina siempre recto»
Me respondió y dijo luego: «Te pido
que por mí implores cuando estés arriba.»

«Por mi fe -yo le dije- te prometo
que haré lo que me pides; mas me estalla
dentro una duda, y tengo que aclararla.

Era antes simple y ahora se ha hecho doble
con tus palabras, que me dan certeza
de lo otro, con la cual las relaciono.

El mundo por completo está desierto
de cualquiera virtud, como tú dices,
y de maldad cubierto y agravado;

mas la razón te pido que me digas,
tal que la vea y que la enserle a otros;
que a la tierra o al cielo lo atribuyen.»

Un gran suspiro que acabó en un ¡ay!
lanzó primero; y luego dijo: «Herrnano,
el mundo es ciego, y tú de él has venido.

Cualquier causa achacáis los que estáis vivos
al cielo, igual que si moviese todas
las cosas él obligatoriamente.

Destruido sería así en vosotros
el libre arbitrio, y no sería justo
dar la alegría al bien, y al mal dar luto.

El cielo inicia vuestros movimientos;
no digo todos, mas aunque lo diga,
una luz para el bien o el mal os dieron,

Y libre voluntad; que si se cansa
en el primer combate contra el cielo,
luego lo vence si bien se sustenta.

A mayor fuerza y a mejor natura
libres estáis sujetos; y ella cría
vuestra mente, en que el cielo nada puede.

Y por esto, si el mundo os descamina,
la causa que buscáis está en vosotros:
y verdaderamente he de explicártelo:

De la mano de Aquél que la acaricia,
aun antes de existir, cual la muchacha
que llorando y riendo juguetea,

sale sencilla el alma y nada sabe,
salvo que, obra de un gozoso artista,
gustosa vuelve a aquello que la alegra.

Primero saborea el bien pequeño;
aquí se engaña y corre detrás de él,
si no tuerce su amor freno ni guía.

Y es necesario el freno de las leyes;
y es necesario un rey, que al menos vea
de la ciudad auténtica la torre.

Hay leyes, pero ¿quién las administra?
Nadie, pues su pastor acaso rumie,
mas no tiene partida la pezuña;

y la gente, que sabe que su guía
sólo tiende a aquel bien del que ella come,
pace de aquel, y no busca otra cosa.

Bien puedes ver que la mala conducta
es la razón que al mundo ha condenado,
y no vuestra natura corrompida.

Solía Roma, que hizo bueno el mundo,
tener dos soles que una y otra senda,
la humana y la divina, les mostraban.

Uno a otro apagó; y está la espada
junto al báculo; y una y otro unidos
forzosamente, marchan mal las cosas;

porque juntos no temen uno al otro:
Si no me crees, recuerda las espigas,
pues distingue las hierbas la simiente.

En la tierra que riegan Po y Adige,
valor y cortesía se encontraban,
antes de entrar en liza Federico.

Ahora puede cruzar sin miedo alguno
cualquiera que dejase, por vergüenza,
de acercarse a los buenos o de hablarlos.

Tres viejos hay aún con quien reprende
a la nueva la antigua edad, y tardo
Dios les parece en que con él les llame:

Corrado de Palazzo, el buen Gherardo,
y Guido de Castel, mejor llamado
el sencillo lombardo, a la francesa.

Puedes decir que la Iglesia de Roma,
por confundir en ella dos poderes
ella y su carga en el fango se ensucian.»

«Oh Marco mío -dije- bien hablaste;
y ahora discierno por qué de la herencia
los hijos de Leví privados fueron.

Más qué Gherardo es ése que, por sabio,
dices, quedó de aquella raza extinta
corno reproche del siglo salvaje?»

«Me engañan tus palabras o me tientan,
-me respondió- pues, hablando toscano,
del buen Gherardo nunca hayas oído.

Por ningún otro nombre le conozco,
si de Gaya, su hija, no lo saco.
Quedad con Dios, pues más no os acompaño

Ved el albor, que irradia por el humo
ya clareando; debo retirarme
(allí está el ángel) antes que me vea.»
De este modo se fue y no quiso oírme.

CANTO XVII

Acuérdate, lector, si es que en los Alpes
te sorprendió la niebla, y no veías
sino como los topos por la piel,

cómo, cuando los húmedos y espesos
vapores se dispersan ya, la esfera
del sol por ellos entra débilmente;

y tu imaginación será ligera
en alcanzar a ver cómo de nuevo
contemplé el sol, que estaba ya en su ocaso.

Mis pasos a los fieles del maestro
emparejando, fuera de tal nube
salí a los rayos muertos ya en lo bajo.

Oh fantasía que le sacas tantas
veces de sí, que el hombre nada advierte,
aunque suenen en torno mil trompetas,

¿si no son los sentidos, quién te mueve?
Una luz que en cielo se conforma,
por sí o por el Querer que aquí la empuja.

De la impiedad de aquella que se hizo
el ave que en cantar más nos deleita,
a mi imaginación vino la huella;

y entonces tanto se encerró mi mente
en si misma, que nada le llegaba
del exterior que recibir pudiese.

Luego llovió en mi fantasía uno
crucificado, fiero y desdeñoso
en su apariencia, y así se moría;

alrededor estaba el gran Asuero,
Ester su esposa, Mardoqueo el justo,
tan íntegro en sus obras y palabras.

Y como se rompiera aquella imagen
por ella misma, igual que una burbuja
a la que falta el agua que la hizo,

surgió de mi visión una muchacha
llorando, y dijo: «Oh reina, ¿por qué airada
te quisiste matar? Ahora estás muerta

por no querer perder a tu Lavinia;
¡Y me has perdido! soy la que lamento
antes, madre, los tuyos, que otros males.»

Como se rompe el sueño de repente
cuando hiere en los ojos la luz nueva,
que aún antes de morir roto se agita;

así mi imaginar cayó por tierra
en cuanto que una luz hirió en mis ojos,
mucho mayor de la que se acostumbra.

Yo me volví para mirar qué fuese,
cuando una voz me dijo: «Aquí se sube»,
que me apartó de otro cualquier intento;

y tan prestas las ganas se me hicieron
para mirar quién era el que me hablaba,
que no cejara hasta no contemplarlo.

Mas como al sol que ciega nuestra vista
y por sobrado vela su figura,
me faltaban así mis facultades.

«Es un divino espíritu que muestra
el camino de arriba sin pedirlo,
y él a sí mismo con su luz esconde.

Nos hace igual que un hombre hace consigo;
que quien se hace rogar, viendo un deseo,
su negativa con maldad prepara.

A tal invitación el paso unamos;
procuremos subir antes que venga
la noche y hasta el alba no se pueda.»

Así dijo mi guía, y yo con él
nos dirigimos hacia la escalera;
y cuando estuve en el primer peldaño,

sentí cerca de mí que un ala el rostro
me abanicaba y escuché: «Beati
pacifici, que están sin mala ira.»

Estaban ya tan altos los postreros
rayos de los que va detrás la noche,
que en torno aparecían las estrellas.

«¡Oh, por qué me abandonas, valor mío!»
-decía para mí, porque sentía
la fuerza de las piernas flaqueartne.

Ya donde más no subía llegamos
la escalera, y allí nos detuvimos,
como la nave que ha llegado al puerto.

Puse atención un poco, por si oía
alguna cosa en este nuevo círculo;
luego al maestro me volví y le dije:

«Mi dulce padre, dime, ¿qué pecado
se purga en este círculo? Si quedos
están los pies, no lo estén las palabras.»

Y él me dijo: «El amor del bien, escaso
de sus deberes, aquí se repara;
aquí se arregla el remo perezoso.

Y para que lo entiendas aún más claro,
vuelve hacia mí la mente, y sacarás
algún buen fruto de nuestra dernora.»

Ni el Creador ni la criatura, nunca
sin amor estuvieron -él me dijo-
o natural o de ánimo; ya sabes.

El natural no se equivoca nunca,
mas puede el otro equivocar su objeto,
porque el vigor o poco o mucho sea.

Mientras que se dirige al bien primero,
y en el segundo él mismo se controla,
no puede ser razón de mal deleite;

mas cuando al mal se tuerce, o con cuidado
más o menos al bien de lo que debe,
contra el Autor se vuelven sus acciones.

Entenderás por ello que el amor
es semilla de todas las virtudes
y de todos los actos condenables.

Ahora bien, como nunca de la dicha
de su sujeto amor la vista aparta,
del propio odio las cosas están libres;

y como dividido no se entiende,
ni por sí mismo, a nadie del Principio,
odiar a aquel ninguno puede hacerlo.

Resta, si bien divido, que se ama
el mal del prójimo; y que dicho amor
de vuestro fango nace en tres maneras:

Quién, suprimido su vecino, aguarda
elevarse, y por esto sólo quiere
que derriben a aquel de su grandeza;

quién que el poder, la gracia, honor y fama
teme perder porque otro le supere,
y se entristece y quiere lo contrario;

y hay quien por las injurias se enfurece,
de la venganza se hace deseoso,
y necesita urdir el mal ajeno.

Este triforme amor aquí debajo
se llora; y ahora quiero que conozcas,
el que corre hacia el bien corruptamente.

Todos confusamente un bien seguimos
donde se aquiete el ánimo, y lo ansiamos;
y por lograrlo combatimos todos.

Si lento es ese amor en dirigirse
o en conquistar a Aquel, esta cornisa,
tras justo arrepentirse, le atormenta.

Hay otro bien que hace infeliz al hombre;
no es la felicidad, la buena esencia,
que es el fruto y raíz de todo bien.

El amor que a este bien se ha abandonado,
sobre nosotros se purga en tres círculos;
mas cómo tripartito se organiza,
para que tú lo encuentres, me lo callo.

CANTO XVIII

Había terminado sus razones
mi alto doctor, mirando atentamente
si en mis ojos mostraba mi contento;

y yo, a quien nueva sed atormentaba,
callaba, mas por dentro me decía:
«mi preguntar acaso le molesta».

Mas el padre veraz, que se dio cuenta
del medroso deseo que ocultaba
sin hablar, me alentó a que preguntase.

Y yo: «Maestro, mi visión se aviva
tanto en tu luz, que ya distingo claro
lo que tu ciencia abarca o me describe:

Y así te pido, caro y dulce padre,
me expliques ese Amor al que reduces
cualquiera bien obrar o su contrario.»

«Dirige -dijo- a mí las claras luces
del intelecto, y el error verás
de los ciegos que en guía se convierten.

El alma, que a amar presta fue creada,
se mueve a cualquier cosa que le place,
tan pronto del placer es puesta en acto.

La percepción, de seres verdaderos
saca la imagen que despliega dentro,
e impulsa al alma a que se vuelva a ésta;

y si, vuelta hacia ella, se doblega,
Amor se llama ese doblegarniento,
que por gozar de nuevo entra en vosotros.

Y, como el fuego a lo alto se dirige,
porque su forma a subir fue creada
donde más se conserva en su materia,

presa el alma se entrega así al deseo,
impulso espiritual, y no reposa
hasta que goza de la cosa amada.

Ahora comprenderás cuánto está oculta
esta verdad a la gente que dice
que todo amor sea loable cosa;

porque acaso parece su materia
que es siempre buena, mas no todo sello
es bueno aunque la cera sea buena.»

«Con tus palabras y mi ingenio atento
-le respondí- ya sé qué es el amor,
pero esto de otras dudas me ha llenado;

pues si el amor se ofrece desde fuera,
y el alma no procede de otro modo,
no es mérito si va torcida o recta. »

«Cuanto ve la razón puedo decirte
-dijo-; si quieres más, aguarda entonces
a Beatriz, pues que de fe es materia.

Cualquiera fortna sustancial, que aparte
de la materia está, y está a ella unida,
una específica virtud contiene,

la cual no es perceptible sino obrando,
ni se demuestra más que por efectos,
cual la vida en las plantas por sus frondas

Mas de dónde nos vengan las primeras
nociones a la mente, lo ignorarnos,
y del primer apetecer las causas,

que en vosotros están, como en la abeja
el arte de hacer miel; y este deseo
no merece desprecio ni alabanza.

Mas porque a éste aún otros se añaden,
innata os es la virtud que aconseja,
y el umbral guarda del consentimiento.

Este es pues el principio del que parte
en vosotros el mérito, según
que buen o mal amor tome o desdeñe.

Los que al fondo llegaron razonando,
se dieron cuenta de esta libertad;
y al mundo le dejaron sus morales.

Aun suponiendo que obligadamente
surja el amor que dentro se os encienda,
la potestad tenéis de refrenarlo.

A esta noble virtud Beatriz la llama
libre albedrío, y procurar debieras
recordarlo por si ella te habla de esto.»

La luna, casi a media noche tarda,
más raras las estrellas nos hacía,
como un caldero ardiendo por completo;

corriendo por el cielo los caminos
que el sol inflama cuando los de Roma
lo ven caer entre Corsos y Sardos.

Y la sombra gentil, por quien a Piétola
más que a la propia Mantua se celebra
me había liberado de mi peso;

y yo, que la razón abierta y llana
tenía ya después de mis preguntas,
divagaba cual hombre adormilado;

mas fue esta soñolencia interrumpida
súbitamente por gentes que a espaldas
nuestras, hacia nosotros caminaban.

Como el Ismeno y el Asopo vieron
furia y turbas de noche en sus orillas,
cuando a Baco imploraban los tebanos,

así por aquel círculo avanzaban,
por lo que pude ver, quienes venían
del buen querer y justo amor llevados.

Enseguida llegaron, pues corriendo
aquella magna turba se movía,
y dos gritaban llorando delante:

«Corrió María apresurada al monte;
y para sojuzgar Lérida César,
tocó en Marsella y luego corrió a España.»

«Raudo, raudo, que el tiempo no se pierda
por poco amor -gritaban los demás-;
que el arte de obrar bien torne la gracia.»

«Oh gente a quien fervor agudo ahora
compensa neglilgencia o dilaciones
que por tibieza en bien obrar pusisteis,

éste que vive, y cierto no os engaño,
en cuanto luzca el sol quiere ir arriba;
decidnos pues dónde hay una abertura.»

Estas palabras díjolas mi guía;
y uno de estos espíritus: «Seguidnos
detrás --nos dijo-- y hallaréis el paso.

De movernos estamos tan ansiosos
que parar no podemos; tú perdona
si la justicia te es descortesía.

Yo fui abad de San Zeno de Verona
bajo el imperio del buen Barbarroja,
del cual doliente aún Milán se acuerda.

Y hay alguno con un pie ya en la fosa,
que pronto llorará aquel monasterio,
y triste se hallará de haber mandado;

porque a su hijo, mal del cuerpo entero,
y peor de la mente, y malnacido,
ha puesto en vez de su pastor legal.»

Ignoro si calló o si más nos dijo,
tan lejos se encontraba de nosotros;
esto escuché y me agrada el recordarlo.

Y aquel que en todo trance me ayudaba
dijo: «Vuélvete aquí y mira esos dos
que vienen dando muerdos a la acidia.»

Detrás todos decían: «Antes muerto
estuvo el pueblo a quien el mar se abriera,
de que el Jordán su descendencia viese.

Y aquellos que la suerte no sufrieron
del vástago de Anquises hasta el fin,
a una vida sin gloria se ofrecieron.»

Luego cuando esas sombras tan lejanas
estaban, que ya verse no podían,
se me introdujo un nuevo pensanmiento,

del que nacieron otros y diversos;
y tanto de uno en otro divagaba,
que por divagación cerré los ojos,
y en sueño convertí mi pensamiento.

CANTO XIX

Cuando el calor diurno no consigue
hacer ya tibio el frío de la luna,
por la tierra vencido y por Saturno,

-que es cuando los geomantes la Fortuna
Mayor ven en oriente antes del alba,
surgir por vía oscura poco tiempo-

me llegó en sueños una tartamuda,
bizca en los ojos, y en los pies torcida,
descolorida y con las manos mancas.

Yo la miraba; y como el sol conforta
los fríos miembros que la noche oprime,
así mi vista le volvía suelta

la lengua, y bien derecha la ponía
al poco, y su semblante desmayado,
como quiere el amor, coloreaba.

Después de haberse en el hablar soltado,
a cantar comenzó, tal que con pena
habría de ella apartado mi mente.

«Yo soy -cantaba- la dulce sirena,
que en la mar enloquece a los marinos;
tan grande es el placer que da el oírme.

Yo aparté a Ulises de su incierta ruta
con mi cantar; y quien se me habitúa,
raramente me deja: ¡Así lo atraigo!»

Aún no se había cerrado su boca,
cuando yo vi una dama santa y presta
al lado de mí para confundirla.

«Oh, Virgilio, Virgilio, ¿quién es ésta?»
-fieramente decía,---; y él llegaba
en la honesta fijándose tan sólo.

Cogió a la otra, y le abrió por delante,
rasgándole el traje, y mostrándole el vientre;
me despertó el hedor que desprendía.

Miré, y el buen maestro: «¡Al menos tres
voces te he dado! ---dijo-, ven, levanta;
hallaremos la entrada para que entres.»

Me levanté, y estaban ya colmados
de pleno día el monte y sus recintos;
con sol nuevo a la espalda caminábamos.

Siguiéndole, llevaba la cabeza
tal quien de pensanúentos va cargado,
que hace de sí un medio arco de puente;

Cuando escuché «Venid, aquí se cruza»
dicho de un modo suave y benigno,
que no se escucha en esta mortal marca.

Con alas, que de cisne parecían,
arriba nos condujo quien hablaba
entre dos caras del duro macizo.

Movió luego las plumas dando aire,
Qui lugent afirmando ser dichosos,
pues tendrán dueña el alma del consuelo.

«¿Qué tienes que a la tierra sólo miras?»
mi guía comenzó a decirme, apenas
sobrepasados fuimos por el ángel.

Y yo: «Me hace marchar con tantas dudas
esa nueva visión, que a ella me inclina,
y no puedo apartar del pensamiento.»

«Has visto --dijo- aquella antigua bruja
por quien se llora encima de nosotros;
y cómo de ella el hombre se libera.

Bástete así, y camina más aprisa;
vuelve la vista al reclamo que mueve
el rey eterno con las grandes ruedas.»

Cual primero el halcón sus patas mira,
y luego vuelve al grito, y se apresura
por afán de la presa que le llama,

así hice yo; y así, cuanto se parte
la roca por dar paso a aquel que sube,
anduve hasta llegar donde se cruza.

Cuando en el quinto círculo hube entrado,
vi por aquel a gentes que lloraban,
tumbados en la tierra boca abajo.

Adhaesit pavimento anima mea'
oí decir con tan altos suspiros,
que apenas se entendían las palabras.

«Oh elegidos de Dios, cuyos sufrires
justicia y esperanza hacen más blandos,
hacia la alta subida dirigirnos.»

«Si venís de yacer aquí librados,
y queréis pronto hallar vuestro camino,
llevad siempre por fuera la derecha.»

Así rogó el poeta, y contestado
fue así poco delante de nosotros; y yo
descubrí en el hablar a un escondido;

y a los de mi sefíor volví los ojos:
él asintió con ceño placentero,
a aquello que mi vista le pedía.

Luego que pude hacer lo que gustaba,
me puse sobre aquella criatura,
cuyas palabras mi atención movieron,

«Alma ---diciendo-- en cuyo llanto eso
que no puede volver a Dios madura,
deja un poco por mí el mayor cuidado.

¿Quién fuisteis, y por qué vuelta la espalda
tenéis arriba.P ¿Quieres que te pida
algo de allí de donde vengo vivo?»

Y él me dijo: «El porqué nuestras espaldas
vuelve el cielo hacia sí, sabrás; mas antes
scías quod ego fui succesor Petri

Entre Siestri y Chiavani va corriendo
un río hermoso, y en su nombre tiene
el título mi estirpe más preciado.

Cómo pesa el gran manto a quien lo guarda
del fango, provee un mes y poco más;
plumas parecen todas otras cargas.

Mi conversión tardía fue, ¡Ay de mí!;
pero cuando elegido fui romano
pastor, vi que la vida era mentira.

Vi que allí el corazón no se aquietaba,
ni subir más podía en esa vida;
por lo cual me encendí de amor por ésta.

Hasta aquel punto, mísera, apartada
de Dios estuvo mi alma avariciosa;
y, como ves, aquí estoy castigado.

Lo que hace la avaricia, se declara
en la purga del alma convertida;
no hay en el monte más amarga pena.

Y como nuestros ojos no pusimos
en alto, fijos sólo en lo terreno,
la justicia en la tierra aquí los clava.

Y como la avaricia a cualquier bien
apagó nuestro amor, y nuestras obras
se perdieron, nos tiene la Justicia

de pies y manos presos y amarrados:
y cuanto le complazca al justo Sir
inmóviles, tumbados estaremos».

Me había arrodillado y quise hablarle;
mas cuanto comencé, y él se dio cuenta,
de mi respeto, sólo al escucharle,

«¿Por qué te inclinas ---dijo- de ese modo?»
y le dije: «Por vuestra dignidad
estar de pie me impide mi conciencia.»

«¡Endereza las piernas y levanta,
hermano! -respondió--, no te equivoques:
de un poder mismo todos somos siervos.

Y si aquel santo evangélico texto
que dice necque nubent, entendiste,
comprenderás por qué hablo de este modo

Ahora vete, no quiero que te pares
más, pues turbas mi llanto con tu estancia,
con el cual se madura lo que has dicho.

Tan sólo una sobrina, Alagia, tengo,
buena de suyo, si es que nuestra casa
no la haya hecho a su ejemplo malvada;
y ésta tan sólo de allí me ha quedado.»

CANTO XX

Contra un mejor querer otro no lucha;
y contra mi placer, por complacerle,
saqué del agua la esponja aún sedienta.

Eché a andar y mi guía echó a andar por los
lugares libres, siguiendo la roca,
cual pegados de un muro a las almenas;

pues la gente que vierte gota a gota
por los ojos el mal que el mundo llena,
al borde se acercaba demasiado.

¡Maldita seas tú, oh antigua loba,
que más que el resto de las bestias matas,
a causa de tus hambres desmedidas!

¡Oh, cielo, que se cree que cuando gira
puede cambiar las leyes de aquí abajo!,
¿cuándo vendrá quien a ésta le haga huir?

A paso lento y corto caminábamos,
atento yo a las sombras, que sentía
llorar piadosamente y lamentarse

y por ventura oí. «¡Dulce María!»
clamar así en el llanto ante nosotros,
como hace una mujer que esté pariendo;

y que seguía- «Fuiste tú tan pobre
cuanto se puede ver por el cobijo
donte tu santa carga depusiste.»

Oí seguidamente: «Oh buen Fabricio,
antes virtud quisiste en la pobreza,
que gran riqueza poseer vicioso.»

Estas palabras tanto me placían,
que avancé un poco más por conocer
a aquel que parecía proferirlas.

Aquel hablaba aún del generoso
trato de Nicolás con las doncellas
para guardar su juventud honesta.

«Oh espíritu que tanto bien proclamas,
dime quién fuiste --dije y por qué sólo
repites estas dignas alabanzas.

No quedarán tus palabras sin premio,
si vuelvo a completar la corta senda,
de aquella vida que al término vuela.»

Y aquél: «Te lo diré, no porque espere
consuelo en ello, sino porque tanta
gracia en ti luce aun antes de estar muerto.

Yo fui raíz de aquella mala planta
que la tierra cristiana ha ensombrecido,
tal que buen fruto rara vez se coge.

Mas si Duay y Gante, Lila y Brujas
pudieran, su venganza encontrarían;
yo la suplico a aquel que todo juzga.

Hugo Capeto fui llamado abajo;
de mí nacieron Felipes y Luises
por quien Francia regida fue de nuevo.

De un carnicero de París fui hijo:
al extinguirse ya los viejos reyes,
salvo el que en paños grises envolvieron,

me encontré entre las manos con las riendas
del gobierno, y con tanto poderío
adquirido, y con tantos partidarios,

que a la corona viuda promovida
fue la cabeza de mi hijo, el cual
hizo nacer los consagrados huesos.

Mientras que la gran dote de Provenza
no quitó la vergüenza de mi estirpe,
valía poco, pero mal no hacía.

Allí empezó con fuerza y con mentira
su rapiña; mas luego, por enmienda,
Ponthieu tomó, Gascuña y Normandía.

Carlos a Italia vino y, por enmienda,
víctima hizo a Corradino; y luego
a Tomás, por enmienda, empujó al cielo.

Un tiempo veo, no muy lejos de ese,
en que saldrá de Francia aún otro Carlos,
para que sepan más de él y los suyos.

Sale sin armas, con la lanza sólo
con la que judas contendió, y la clava
en Florencia, y el vientre le desgarra.

Tierras no, mas pecados y deshonra,
para él adquirirá, tanto más graves,
cuanto más leve el daño le parezca.

A otro, que sale preso de una nave,
a su hija vender regateando
veo cual los corsarios las esclavas.

¡Oh avaricia! ¿qué más hacer puedes,
si de mi sangre así te has adueñado,
que no se cuida de su propia carne?

Por remediar lo hecho y lo futuro,
veo en Anagi entrar la flor de lis,
y en su vicario hacer cautivo a Cristo.

Le veo nuevamente escarnecido;
hiel y vinagre renovar le veo,
y entre vivos ladrones darle muerte.

Veo al nuevo Pilatos tan cruel,
que no le sacia esto, y sin decreto
lleva las velas avaras al Templo.

¿Cuándo podré alegrarme, Señor mío,
mirando la venganza que, escondida,
hace dulce el secreto de tu ira?

Lo que decía de la única esposa
del Espíritu Santo, y que te hizo
volverte a mí para que te explicara,

la letanía es de nuestras preces
mientras el día dura; y cuando marcha
es un contrario son el que entonarnos.

A Pigmalión recordarnos entonces,
a quien traidor, ladrón y parricida
hizo su desmedido afán de oro;

y del avaro Midas la miseria,
que siguió a su pedir desmesurado,
que será bueno reírla por siempre;

al loco Acán después nos referimos,
cómo robó el botín, tal que la ira
de Josué parece que aún le muerda.

A Safira acusamos y al marido;
de Eliodoro las coces alabamos;
y gira en todo el monte por su infamia.

Polinestor que mató a Polidoro;
y para terminar se grita: "Craso
di, ¿cómo sabe el oro, pues lo sabes?"

Así habla en alto el uno, en bajo el otro;
según la fuerza que nos espolea
a andar a paso lento o más ligero:

Mas proclamando la virtud diurna
no era el único; sólo que aquí cerca
la voz no levantaba ningún otro.»

Nos habíamos ya ido de su lado,
procurando avanzar en el camino
lo que nuestros recursos permitían,

cuando escuché, como si algo se hundiera,
temblar el monte, y me asaltó tal frío
como le asalta a aquel que va a la muerte.

De cierto no tembló tan fuerte Delos,
antes de que Latona hiciera el nido,
para alumbrar del cielo los dos ojos.

Luego un clamor se oyó por todas partes
tal, que el maestro se volvió hacia mí
«Mientras te guíe --dijo- no te asustes.»

Gloria in excelsis todos deo
decían, por lo que escuché, de cerca,
y pude comprender lo que gritaban.

Suspendidos e inmóviles estábamos,
igual que los pastores al oírlo,
hasta que terminó el temblor y el canto.

Luego seguimos nuestra santa ruta,
viendo yacer las sombras por la tierra,
vueltas de nuevo al llanto acostumbrado.

Con tanta guerra nunca la ignorancia
de conocer me hizo deseoso,
si es que no se equivoca mi memoria,

cuanta creí tener, pensando, entonces;
ni a preguntar osaba por la prisa,
ni comprendía nada por mí mismo:
y marchaba asustado y pensativo.

CANTO XXI

Esa sed natural que no se aplaca
sino con aquel agua que la joven
samaritana pidió como gracia,

me apenaba, y punzábarne la prisa
por la difícil senda tras mi guía
doliéndome con la justa venganza.

Y he aquí que, como escribe Lucas
que a dos en el camino vino Cristo,
salido de la boca del sepulcro,

apareció una sombra detrás de nosotros,
al pie mirando la turba yacente;
y antes de percatamos de él, nos dijo:

«Oh hermanos míos, Dios os de la paz».
Nos volvimos de súbito, y Virgilio
le devolvió el saludo que se debe.

Dijo después: «En la corte beata,
en paz te ponga aquel veraz concilio,
que en el exilio eterno me relega.»

«¡Cómo! -nos dijo, caminando aprisa-:
¿si sombras sois que aquí Dios no destina,
quién os ha hecho subir por su escalera?»

Y mi doctor: «Si miras las señales
que éste lleva, y que un ángel ha marcado
verás que puede irse con los buenos.

Mas como la que hila día y noche
no le había acabado aún la husada
que Cloto impone y a todos apresta,

su alma, que es hermana de las nuestras,
subiendo no podía venir sola,
porque no puede ver como nosotros.

Y me sacaron de la gran garganta
infernal, para guiarle, y guiarele
hasta donde mi escuela pueda hacerlo.

Mas, si lo sabes, dime, ¿por qué tales
sacudidas dio el monte, y por qué a una
parecieron gritar hasta su base.?»

Así dio, preguntando, en todo el blanco
de mi deseo, y con las esperanzas
aquella sed sentí más satisfecha.

Y aquel dijo: «No hay cosa que sin orden
pase en la santidad de la montaña,
o que suceda fuera de costumbre.

De toda alteración esto está libre:
uno que el cielo dio y que en él recibe
puede ser la razón, y no otra causa.

Porque la lluvia, el granizo, la nieve,
el rocío y la escarcha más arriba
no caen de la escalera de tres gradas;

nubes espesas no hay ni enrarecidas,
ni rayos, ni la hija de Taumente,
que abajo cambia a menudo de sitio;

no sigue el viento seco más arriba
que la más alta de las escaleras,
donde se sienta el vicario de Pedro.

Acaso tiemble abajo, poco o mucho,
mas por mucho que el viento allá se esconda,
no sé cómo, aquí arriba nunca tiembla.

Tiembla cuando algún alma ya limpiada
se siente, y se levanta o se encamina
para subir; y tal grito la sigue.

Da prueba ese deseo de estar limpia,
que, libre ya para mudar de sitio,
toma al alma y la empuja con deseo.

Antes lo quiso, y lo impidió el talento
pues contra ese deseo, la Justicia,
como fue en el pecar, pone al castigo.

Y yo que en estas penas he yacido
más de quinientos años, sólo ahora
anhelo libremente un mejor solio:

por eso el terremoto y los piadosos
espíritus oisteis, alabando
a aquel Señor, que pronto los reclame.»

Así nos dijo; y tal como disfruta
más del beber quien tiene sed más grande,
no podría explicar mi gran contento.

Y el sabio guía: «Ya comprendo ahora
la red que os prende y cómo deslazarla,
y por qué hay regocijos y temblores.

Ahora quién fuiste plázcate contarme,
y por qué tantos siglos has yacido
aquí, muéstramelo con tus palabras.»

«En la edad que el buen Tito, con la ayuda
del sumo rey, vengó los agujeros
de aquella sangre por Judas vendida,

con el nombre que más dura y más honra
vivía yo» -repuso aquel espíritu-
ya bastante famoso, mas sin fe.

Tan grande fue lo dulce de mi canto,
que, tolosano, a Roma me trajeron,
y merecí con mirto honrar mis sienes.

Por Estacio aún la gente me conoce:
canté de Tebas y del gran Aquiles;
mas quedó en el camino la segunda.

Semilla de mi ardor fueron las ascuas,
que me quemaron, de la llama santa
en que han sido encendidos más de miles;

de la Eneida te hablo, la cual madre
me fue, y me fue nodriza en la poesía:
sin ella no valdría ni un adarme.

Y por haber vivido cuando allí
vivió Virgilio, un sol consentiría
más del debido aún antes de marcharme.»

Se volvió a mí Virgilio a estas palabras
con rostro que, callando, dijo: «Calla»;
mas la virtud no puede cuanto quiere,

que risa y llanto siguen tan de cerca
la pasión que genera a cada uno,
que al querer menos sigue en los sinceros.

Así que sonreí como al secreto;
y se calló la sombra, y me miró
los ojos que revelan más el alma;

y: «así tanto trabajo en bien acabe
-dijo- ¿por qué hace un rato tu semblante
me ha mostrado un relámpago de risa?»

Ahora estaba cogido por dos partes
una me hace callar, la otra me pide
que hable; y yo suspiro y me comprende

mi maestro, y «No tengas ningún miedo
de hablar --me dice-; háblale y revela
lo que con tanto afán ha preguntado»

Por lo que yo: «Quizás te maravilles
de por qué me reí, oh antiguo espíritu,
pero aún quedarás más admirado.

Este que arriba guía mi mirada,
es el mismo Virgilio, en quien las fuerzas
tomaste de cantar dioses y héroes.

Si de otra causa pareció mi risa,
olvídala por falsa, y sólo vino
de las palabras que le prodigaste.»

Para abrazar los pies ya se inclinaba
a mi doctor, más él le dijo: «Hermano,
no lo hagas, porque somos los dos sombras.»

Y él alzando: «Ahora puedes comprender
la cantidad de amor en que me enciendes,
cuando olvido que somos cosas vanas,
y trato como sólidas las sombras.»

CANTO XXII

Ya el ángel se quedó tras de nosotros,
aquel que al sexto círculo nos trajo,
una señal quitando de mi frente;

y a los que tienen ansias de justicia
llamó beatos, pero sus palabras
hasta el sitiunt, no más, lo proclamaron.

Y yo más leve que en los otros pasos
caminaba, tal que sin pena alguna
seguía a los espíritus veloces;

cuando Virgilio comenzó: «El Amor
prendido en la virtud, siempre a otro prende
con tal de que su llama manifieste;

desde el punto en que vino con nosotros
Juvenal hasta el limbo del infierno,
y cuánto te admiraba me dijera,

yo fui contigo tan benevolente
como nunca con alguien que no has visto,
y esta escalera me parece corta.

Pero dime, y perdona como amigo
si excesiva confianza alarga el freno,
y como amigo explícame la causa:

cómo pudo encontrar dentro de ti
un sitio la avaricia, junto a tanto
saber que por estudios poseías?»

A Estacio estas palabras le causaron
primero una sonrisa, luego dijo:
«Me prueba tu cariño lo que dices.

En verdad muchas veces pasan cosas
que dan materia falsa a nuestras dudas,
porque la causa cierta está escondida.

Tu pregunta me muestra que pensabas
que en la otra vida hubiera sido avaro,
acaso pues me viste en aquel círculo.

Sabe pues que alejado de avaricia
fui demasiado; y esta desmesura
miles de lunas castigada ha sido.

Y si el rumbo no hubiese enderezado,
al comprender allí donde escribías,
casi irritado con el ser del hombre,

«¿Por dónde no conduces tú, maldita
hambre de oro, el afán de los mortales?»
en los tristes torneos diera vueltas.

Supe entonces que mucho abrir las alas
puede gastar las manos, y de esa
falta me arrepentí cual de las otras.

¿Cuántos renacerán todos pelados
por ignorancia, pues quien peca en esto,
ni en vida, ni al extremo se arrepiente?

Y sabrás que la culpa que replica,
y diametral se opone a algún pecado,
juntamente con él su verdor seca;

por lo cual si con esa gente estuve
que llora la avaricia, por purgarme
justo de lo contrario me encontraba.»

«Cuando contaste las peleas crueles
de la doble tristeza de Yocasta
-dijo el cantor de bucólicos versos-

por aquello que te inspirara Clío,
no parece que fueses todavía
fiel a la fe sin la que el bien no basta.

Si esto es así, ¿qué sol, qué luminarias,
disipando la sombra, enderezaron
detrás del pescador luego tus velas?»

Y aquél a éste: «Tú me dirigiste
a beber en las grutas del Parnaso;
y luego junto a Dios me iluminaste.

Hiciste como aquél que va de noche
con una luz detrás, que a él no le sirve,
mas hace tras de sí a la gente sabia,

cuando dijiste: «El siglo se renueva,
y el primer tiempo y la justicia vuelven,
nueva progenie de los cielos baja.»

Por ti poeta fui, por ti cristiano:
mas para ver mejor lo que dibujo,
para darle color la mano extiendo.

Preñado estaba el mundo todo entero
de la fe verdadera, que sembraron
los mensajeros del eterno reino,

y tus palabras que antes he citado
con las prédicas nuevas concordaban;
y tomé por costumbre el visitarles.

Tan santos luego fueron pareciendo,
que en la persecución de Domiciano,
sin mis lágrimas ellos no lloraban;

y mientras que en mi mano hacerlo estuvo
les ayudaba, y con sus rectas vidas
me hicieron despreciar toda otra secta.

Y antes de poetizar sobre los griegos
y sobre Tebas, tuve mi bautismo;
pero por miedo fui un cristiano oculto,

mostrándome pagano mucho tiempo;
y esa tibieza en el recinto cuarto
me recluyó por más de cuatro siglos.

Tú pues, que ya este velo has levantado
que me escondía cuanto bien he dicho,
mientras que de subir nos ocupamos,

dónde está, dime, aquel Terencia antiguo,
Varrón, Plauto, Cecilio, si lo sabes:
y si están condenados y en qué círculo.»

Esos y Persio, y yo, y bastantes otros
-le respondió- se encuentran con el Griego
a quien las musas más amamantaron,

en el primer recinto de la cárcel;
y hablarnos muchas veces de aquel monte
donde nuestras nodrizas se hallan siempre.

También están Simónides y Eurípides,
Antifonte, Agatón y muchos otros
griegos que de laureles se coronan.

Allí se ven aquellas gentes tuyas,
Antígona, Deífile y Argía
y así como lo fue de triste, a Ismene.

Vemos a aquella que mostró Langía,
a Tetis y la hija de Tiresias,
y a Deidamia con todos sus hermanos.»

Ya se callaban ambos dos poetas,
de nuevo atentos a mirar en torno,
ya libres de subir y de paredes;

y habían cuatro siervas ya del día
atrás quedado, y al timón la quinta
enderezaba a lo alto el carro ardiente,

cuando mi guía: «Creo que hacia el borde
volver el hombro diestro nos conviene,
dando la vuelta al monte cual solemos. »

Así fue nuestro guía la costumbre,
y emprendimos la ruta más tranquilos
pues lo aprobaba aquel alma tan digna.

Ellos iban delante, y solitario
yo detrás, escuchando sus palabras,
que en poetizar me daban su intelecto.

Mas pronto rompió las dulces razones
un árbol puesto en medio del camino,
con manzanas de olor bueno y suave;

y así corno el abeto se adelgaza
de rama en rama, aquel abajo hacía,
para que nadie, pienso, lo subiera.

Del lado en que el camino se cortaba,
caía de la roca un licor claro,
que se extendía por las hojas altas.

Al árbol se acercaron los poetas;
y una voz desde dentro de la fronda
gritó: «Muy caro cuesta este alimento.»

«Más pensaba María en que las bodas
-siguió- fueran honradas, que en su boca,
esa que ahora intercede por vosotros.

Las antiguas romanas sólo agua
bebían; y Daniel, que despreciaba
el alimento, conquistó la ciencia.

La edad primera, bella como el oro,
hizo con hambre gustar las bellotas,
y néctar con la sed cualquier arroyo.

Miel y langostas fueron las viandas
que en el yermo nutrieron al Bautista;
por lo cual es tan grande y tan glorioso
como en el Evangelio se demuestra.»

CANTO XXIII

Mientras los ojos por la verde fronda
fijaba de igual modo que quien suele
del pajarillo en pos perder la vida,

el más que padre me decía: «Hijo,
ven pronto, pues el tiempo que nos dieron
más útilmente aprovechar se debe.»

Volví el rostro y el paso sin tardarme,
junto a los sabios, que en tal forma hablaban,
que me hicieron andar sin pena alguna.

Y en esto se escuchó llorar y un canto
labia mea domine, en tal modo,
cual si pariera gozo y pesadumbre.

«Oh dulce padre, ¿qué es lo que ahora escucho?»,
yo comencé; y él: «Sombras que caminan
de sus deudas el nudo desatando.»

Como los pensativos peregrinos,
al encontrar extraños en su ruta,
que se vuelven a ellos sin pararse,

así tras de nosotros, más aprisa,
al llegar y pasamos, se asombraba
de ánimas turba tácita y devota.

Todos de ojos hundidos y apagados,
de pálidos semblantes, y tan flacos
que del hueso la piel tomaba forma.

No creo que a pellejo tan extremo
seco, hubiese llegado Erisitone,
ni cuando fue su ayuno más severo.

Y pensando decíame: «¡Aquí viene
la gente que perdió Jerusalén,
cuando María devoró a su hijo!

Parecían sus órbitas anillos
sin gemas: y quien lee en la cara "omo"
bien podría encontrar aquí la eme.

¿Quién pensaría que el olor de un fruto
tal hiciese, el anhelo produciendo,
o el de una fuente, no sabiendo cómo?

Maravillado estaba de tal hambre,
pues la razón aún no conocía
de su piel escarnada y su flaqueza,

cuando de lo más hondo de su rostro
fija su vista me volvió una sombra;
luego fuerte exclamó: "¿Qué gracia es ésta?"

Nunca el rostro le hubiese conocido;
pero en la voz se me hizo manifiesto
lo que el aspecto había deformado.

Esta chispa encendió de aquel tan otro rostro
del todo mi conocimiento,
y conocí la cara de Forese.»

«Ah, no te fijes en la seca roña
que me destiñe -rogaba- la piel,
ni por la falta de carne que tenga;

dime en verdad de ti, y de quién son esas
dos ánimas que allí te dan escolta;
¡no te quedes aquí sin que me hables!»

«Tu cara, que lloré cuando moriste,
con no menos dolor ahora la lloro
-le respondí- al mirarla tan cambiada.

Pero dime, por Dios que así os deshoja;
no pidas que hable, pues estoy atónito;
mal podrá hablar quien otra cosa quiere.»

Y él a mí- «Del querer eterno baja
un efecto en el agua y en el árbol
que dejasteis atrás, que así enflaquece.

Toda esta gente que llorando canta,
por seguir a la gula sin medida,
santa se vuelve aquí con sed y hambre

De comer y beber nos da el deseo
el olor de la fruta y del rocío
que se extiende por sobre la verdura.

Y ni un solo momento en este espacio
dando vueltas, mitiga nuestra pena:
pena digo y debiera decir gozo,

que aquel deseo al árbol nos conduce
donde Cristo gozoso dijo 'Eli',
cuando nos redimió la sangre suya.»

Yo contesté: «Forese, desde el día
que el mundo por mejor vida trocaste,
cinco años aún no han transcurrido.

Si antes se terminó el que tú pudieras
pecar aún más, de que llegase la hora
del buen dolor que a Dios volver nos hace,

¿cómo es que estás arriba ya tan pronto?
Yo pensaba encontrarte allí debajo,
donde el tiempo con tiempo se repara.»

Y él respondió: «Tan pronto me ha logrado
que beba el dulce ajenjo del martirio
mi Nela con su llanto sin fatiga.

Con devotas plegarias y suspiros
me trajo de la playa en que se espera,
y me ha librado de los otros círculos.

Tanto más cara a Dios y más dilecta
es mi viudita, a la que tanto amaba,
cuanto en su bien obrar está más sola;

puesto que la Barbagia de Sicilia
es más púdica ya con sus mujeres
que la Barbagia en donde la he dejado.

Dulce hermano ¿qué quieres que te diga?
Ya presiento unos tiempos venideros
de que esta hora ya no está lejana,

en que será en el púlpito vedado
el que las descaradas florentinas
vayan mostrando en público las tetas.

¿Qué bárbara hubo nunca o musulmanas
que precisaran para andar cubiertas
disciplina en el alma o de las otras?

Mas si supieran esas sinvergüenzas
lo que veloz el cielo les depara,
ya para aullar sus bocas abrirían;

pues si el vaticinar aquí no engaña,
sufrirán antes de que crezca el bozo
a los que ahora con nanas consuelan.

Ahora ya no te escondas más, oh hermano,
que no sólo yo, más toda esta gente,
mira el lugar donde la luz no pasa.»

Por lo que yo le dije: «Si recuerdas
lo que fui para ti, y para mi fuiste,
aún será triste el recordar presente.

De aquella vida me sustrajo aquel
que va delante, el otro día, cuando
redonda se mostró la hermana de ese

--señalé el sol. Y aquél por la profunda
noche llevóme de los muertos ciertos
con esta carne cierta que le sigue.

De allí con sus auxilios me ha traído,
subiendo y rodeando la montaña,
que os endereza a los que el mundo tuerce.

Dice que habrá de hacerme compañía
hasta que esté donde Beatriz se encuentra;
allí es preciso que sin él me quede.

Virgilio es quien tal cosa me ha contado
-y se lo señalé-; y aquél la sombra
por quien se ha conmovido cada cuesta
de vuestro reino del que ya se marcha.»


CANTO XXIV


Ni hablar a andar, ni andar a aquel más lento
hacía, mas hablando a prisa íbamos
cual nao que empuja un viento favorable;

y las sombras, más muertas pareciendo,
admiración ponían en las cuencas
de los ojos, sabiendo que vivía.

Y yo, continuando mis palabras
dije: «Y asciende acaso más despacio
de lo que en otro momento lo haría.

Mas dime de Piccarda, si es que sabes;
y dime si estoy viendo a alguien notable
entre esta gente que así me contempla.»

«Mi hermana, que entre hermosa y entre buena
no sé qué fuera más, alegre triunfa
en el Olimpo ya de su corona.»

Dijo primero; y luego: «Aquí podemos
a cualquiera nombrar pues tan mudado
nuestro semblante está por la abstinencia.

Ese -y le señaló- es Bonagiunta,
Bonagiunta de Lucca; y esa cara
a su lado, cosida más que otras.

tuvo la santa iglesia entre sus brazos:
nació en Tours, y aquí purga con ayunos
el vino y las anguilas de Bolsena.»

Uno por uno a muchos me nombró;
y al nombrarles contentos parecían,
y no vi ningún gesto de tristeza.

Vi por el hambre en vano usar los dientes
a Ubaldín de la Pila y Bonifacio,
que apacentara a muchos con su torre.

Vi a Maese Marqués, que ocasión tuvo
de beber en Forlí sin sequedades,
y que nunca veíase saciado.

Mas como hace el que mira y luego aprecia
más a uno que otro, hice al luqués,
que de mí más curioso parecía.

él murmuraba, y no sé que «Gentucca»
sentía yo, donde él sentía la plaga
de la justicia que así le roía.

«Alma -dije- que tal deseo muestras
de hablar conmigo, hazlo claramente,
y a los dos satisfaz con tus palabras.»

«Hay nacida, aún sin velo, una mujer
--él comenzó- que hará que mi ciudad
te plazca aunque otros muchos la desprecien.

Tú marcharás con esta profecía:
si en mi murmullo alguna duda tienes,
la realidad en claro ha de ponerlo.

Pero dime si veo a quien compuso
aquellas nuevas rimas que empezaban:
«Mujeres que el Amor bien conocéis.»

Y yo le dije: «Soy uno que cuando
Amor me inspira, anoto, y de esa forma
voy expresando aquello que me dicta.»

«¡Ah hermano, ya comprendo ---dijo- el nudo
que al Notario, a Guiton y a mí separa
del dulce estilo nuevo que te escucho!

Bien veo ahora cómo vuestras plumas
detrás de quien os dicta van pegadas,
lo que no sucedía con las nuestras;

y quien se ponga a verlo de otro modo
no encontrará ninguna diferencia.»
Y se calló bastante satisfecho.

Cual las aves que invernan junto al Nilo,
a veces en el aire hacen bandadas,
y luego aprisa vuelan en hilera,

así toda la gente que allí estaba,
volviendo el rostro apresuró su paso,
por su flaqueza y su deseo raudas.

Y como el hombre de correr cansado
deja andar a los otros, y pasea
hasta que calma el resollar del pecho,

dejó que le pasara la grey santa
y conmigo detrás vino Forese,
diciendo: «¿Cuándo te veré de nuevo?»

«No sé -repuse-, cuánto viviré;
mas no será mi vuelta tan temprano,
que antes no esté a la orilla mi deseo;

porque el lugar donde a vivir fui puesto,
del bien, de día en día, se despoja,
y parece dispuesto a triste ruina.»

Y él: «ánimo, pues veo al más culpable,
arrastrado a la cola de un caballo
hacia aquel valle donde no se purga.

La bestia a cada paso va más rauda,
siempre más, hasta que ella le golpea,
y deja el cuerpo vilmente deshecho.

No mucho han de rodar aquellas ruedas
-y miró al cielo- y claro habrá de serte
esto que más no puedo declararte.

Ahora quédate aquí, que es caro el tiempo
en este reino, y ya perdí bastante
caminando contigo paso a paso.»

Como al galope sale algunas veces
un jinete del grupo que cabalga,
por ganar honra en los primeros golpes,

con pasos aún mayores nos dejó;
y me quedé con esos dos que fueron
en el mundo tan grandes mariscales.

Y cuando estuvo ya tan adelante,
que mis ojos seguían tras de él,
como mi mente tras de sus palabras.

vi las ramas cargadas y frondosas
de otro manzano, no mucho más lejos
por haber sólo entonces hecho el giro

Vi gentes bajo aquel alzar las manos
y gritar no sé qué hacia la espesura,
como en vano anhelantes chiquitines

que piden, y a quien piden no responde,
mas por hacer sus ganas más agudas,
les muestra su deseo puesto en alto.

Luego se fueron ya desengañadas;
y nos aproximamos al gran árbol,
que tanto llanto y súplicas desdeña.

«Seguid andando y no os aproximéis:
un leño hay más arriba que mordido
fue por Eva y es éste su retoño.»

Entre las frondas no sé quién hablaba;
y así Virgilio, Estacio y yo, apretados
seguimos caminando por la cuesta.

Decía: «Recordad a los malditos
nacidos de las nubes, que, borrachos,
con dos pechos lucharon con Teseo;

y a los hebreos, por beber tan flojos,
que Gedeón no quiso de su ayuda,
cuando a Madián bajó de las colinas.»

Así arrimados a uno de los bordes,
oyendo fuimos culpas de la gula
seguidas del castigo miserable.

Ya en la senda desierta, distanciados,
más de mil pasos nos llevaron lejos,
los tres mirando sin decir palabra.

«Solos así los tres ¿qué vais pensando?»,
dijo una voz de pronto; y me agité
como un caballo joven y espantado.

Alcé mi rostro para ver quién era;
y jamás pude ver en ningún horno
vidrio o metal tan rojo y tan luciente,

como a quien vi diciendo: «Si os complace
subir, aquí debéis de dar la vuelta;
quien marcha hacia la paz, por aquí pasa.»

Me deslumbró la vista con su aspecto;
por lo que me volví hacia mis doctores,
como el hombre a quien guía lo que escucha.

Y como, del albor anunciadora,
sopla y aroma la brisa de mayo,
de hierba y flores toda perfumada;

yo así sentía un viento por en medio
de la frente, y sentí un mover de plumas,
que hizo oler a ambrosía el aura toda.

Sentí decir: «Dichosos los que alumbra
tanto la gracia, que el amor del gusto
en su pecho no alienta demasiado,
apeteciendo siempre cuanto es justo.»

CANTO XXV

Dilación no admitía la subida;
puesto que el sol había ya dejado
la noche al Escorpión, el día al Toro:

y así como hace aquél que no se para,
mas, como sea, sigue su camino,
por la necesidad aguijonado,

así fuimos por el desfiladero,
subiendo la escalera uno tras otro,
pues su estrechez separa a los que suben.

Y como el cigoñino el ala extiende
por ganas de volar, y no se atreve
a abandonar el nido, y las repliega;

tal mis ganas ardientes y apagadas
de preguntar; haciendo al fin el gesto
que hacen aquellos que al hablar se aprestan.

Por ello no dejó de andar aprisa,
sino dijo mi padre: «Suelta el arco
del decir, que hasta el hierro tienes tenso.»

Ya entonces confiado abrí la boca,
y dije: «Cómo puede adelgazarse
allí donde comer no es necesario.»

«Si recordaras cómo Meleagro
se extinguió al extinguirse el ascua aquella
-me dijo- de esto no te extrañarías;

y si pensaras cómo, si te mueves,
también tu imagen dentro del espejo,
claro verás lo que parece oscuro.

Mas para que el deseo se te aquiete,
aquí está Estacio; y yo le llamo y pido
que sea el curador de tus heridas.»

«Si la visión eterna le descubro
-repuso Estacio-, estando tú delante,
el no poder negarme me disculpe.»

Y después comenzó: «Si mis palabras,
hijo, en la mente guardas y recibes,
darán luz a aquel "cómo" que dijiste.

La sangre pura que no es absorbida
por las venas sedientas, y se queda
cual alimento que en la mesa sobra,

toma en el corazón a cualquier miembro
la virtud de dar forma, como aquella
que a hacerse aquellos vase por las venas.

Digerida, desciende, donde es bello
más callar que decir, y allí destila
en vaso natural sobre otra sangre.

Allí se mezclan una y otra juntas,
una a sufrir dispuesta, a hacer la otra,
pues que procede de un lugar perfecto;

y una vez que ha llegado, a obrar comienza
coagulando primero, y avivando
lo que hizo consistente su materia.

Alma ya hecha la virtud activa
cual de una planta, sólo diferente
que una en camino está y otra ha llegado,

sigue obrando después, se mueve y siente,
como un hongo marino; y organiza
esas potencias de las que es semilla.

Aquí se extiende, hijo, y se despliega
la virtud que salió del corazón
del generante, y forma da a los miembros.

Mas cómo el animal se vuelve hablante
no puedes ver aún, y uno más sabio
que tú, se equivocaba en este punto,

y así con su doctrina separaba
del alma la posible inteligencia,
por no encontrarle un órgano adecuado.

A la verdad que viene abre tu pecho;
y sabrás que, tan pronto se termina
de articularle al feto su cerebro,

complacido el Primer Motor se vuelve
a esa obra de arte, en la que inspira
nuevo espíritu, lleno de virtudes,

que lo que encuentra activo aquí reúne
en su sustancia, y hace un alma sola,
que vive y siente y a sí misma mira.

Y por que no te extrañen mis palabras
mira el calor del sol que se hace vino,
junto al humor que nace de las vidas.

Cuando más lino Laquesis no tiene,
se suelta de la carne, y virtualmente
lo divino y lo humano se lo lleva.

Ya enmudecidas sus otras potencias,
inteligencia, voluntad, memoria
en acto quedan mucho más agudas.

Sin detenerse, por sí misma cae
maravillosamente en una u otra orilla;
y de antemano sabe su camino.

En cuanto ese lugar la circunscribe,
la virtud formativa irradia en torno
del mismo modo que en los miembros vivos:

y como el aire, cuanto está muy húmedo,
por otro rayo que en él se refleja,
con diversos colores se engalana;

así el aire cercano se dispone,
y en esa misma forma que le imprime
virtualmente el alma allí parada;

Y después, a la llama semejante
que sigue al fuego al sitio donde vaya,
la nueva forma al espíritu sigue.

Y como aquí recibe su aparencia,
sombra se llama; y luego aquí organiza
cualquier sentido, incluso el de la vista.

Por esta causa hablamos y reímos;
y suspiros y lágrimas hacemos
que has podido sentir por la montaña.

Según que nos afligen los deseos
y los otros afectos, toma forma
la sombra, y es la causa que te admira.»

Y ya llegado al último tormento
habíamos, y vuelto a la derecha,
y estábamos atentos a otras cosas.

Aquí dispara el muro llamaradas,
y por el borde sopla un viento a lo alto
que las rechaza y las aleja de él;

y por esto debíainos andar
por el lado de afuera de uno en uno;
y yo temía el fuego o la caída.

«Por este sitio -guía iba diciendo-
a los ojos un freno hay que ponerles,
pues errar se podría por muy poco.

Summae Deus Clamentiae en el seno
del gran ardor oí cantar entonces,
que no menos ardor dio de volverme;

y vi almas caminando por las llamas;
así que a ellas miraba y a mis pasos,
repartiendo la vista por momentos.

Una vez que aquel himno terminaron
gritaron alto: «Virum no cognosco»;
y el himno repetían en voz baja.

Y al terminar gritaban: «En el bosque
Diana se quedó y arrojó a Elice
porque probó de Venus el veneno.»

Luego a cantar volvían; y de esposas
y de maridos castos proclamaban,
cual la virtud y el matrimonio imponen.

Y de esta forma creo que les baste
en todo el tiempo que el fuego les quema:
Con tal afán conviene y en tal forma
que la postrera herida cicatrice.

CANTO XXVI

Mientras que por la orilla uno tras otro
marchábamos y el buen maestro a veces
«Mira --decía- como te he advertido»;

sobre el hombro derecho el sol me hería,
que ya, radiando, todo el occidente
el celeste cambiaba en blanco aspecto;

y hacía con mi sombra más rojiza
la llama parecer; y al darse cuenta
vi que, andando, miraban muchas sombras.

Esta fue la ocasión que les dio pie
a que hablaran de mí-, y así empezaron
«Este cuerpo ficticio no parece»;

luego vueltos a mí cuanto podían,
se cercioraron de ello, con cuidado
siempre de no salir de donde ardiesen.

«Oh tú que vas, no porque tardo seas,
mas tal vez reverente, tras los otros,
respóndeme, que en este fuego ardo.

No sólo a mí aproveche tu respuesta;
pues mayor sed tenemos todos de ella
que de agua fría la India o la Etiopía.

Dinos cómo es que formas de ti un muro
al sol, de tal manera que no hubieses
aún entrado en las redes de la muerte.»

Así me hablaba uno; y yo me hubiera
ya explicado, si no estuviese atento
a otra novedad que entonces vino;

que por medio de aquel sendero ardiente
vino gente mirando hacia los otros,
lo cual, suspenso, me llevó a observarlo.

Apresurarse vi por todas partes
y besarse a las almas unas a otras
sin pararse, felices de tal fiesta;

así por medio de su hilera oscura
una a la otra se hocican las hormigas,
por saber de su suerte o su camino.

En cuanto dejan la acogida amiga,
antes de dar siquiera el primer paso,
en vocear se cansan todas ellas:

la nueva gente: «Sodoma y Gomorra»;
los otros: «En la vaca entra Pasifae,
para que el toro corra a su lujuria.»

Después como las grullas que hacia el Rif
vuelan en parte, y parte a las arenas,
o del hielo o del sol haciendo ascos,

una gente se va y otra se viene;
vuelven llorando a sus primeros cantos
y a gritar eso que más les atañe;

y acercáronse a mí, como hace poco
esos otros habíanme rogado,
deseosos de oír en sus semblantes.

Yo que dos veces viera su deseo;
«Oh almas ya seguras --comencé-
de conseguir la paz tras de algún tiempo,

no han quedado ni verdes ni maduros
allí mis miembros, mas aquí los traigo
con su sangre y sus articulaciones.

Subo para no estar ya nunca ciego;
una mujer me obtuvo la merced,
de venir con el cuerpo a vuestro mundo.

Mas vuestro anhelo mayor satisfecho
sea pronto, y así os albergue el cielo
que lleno está de amor y más se espacia,

decidme, a fin de que escribirlo pueda,
quiénes seáis, y quién es esa turba
que se marchó detrás a vuestra espalda.»

No de otro modo estúpido se turba
el montañés, y mira y enmudece,
cuando va a la ciudad , rudo y salvaje,

que en su apariencia todas esas sombras;
más ya de su estupor recuperadas,
que de las altas almas pronto sale,

«¡Dichoso tú que de nuestras regiones
-volvió a decir aquel que habló primero-,
para mejor morir sapiencia adquieres!

La gente que no viene con nosotros,
pecó de aquello por lo que en el triunfo
César oyó que "reina" lo llamaban:

por eso vanse gritando "Sodoma",
reprobándose a sí, como has oído,
con su vergüenza el fuego acrecentando.

Hermafrodita fue nuestro pecado;
y pues que no observamos ley humana,
siguiendo el apetito como bestias,

en nuestro oprobio, por nosotros se oye
cuando partimos el nombre de aquella
que en el leño bestial bestia se hizo.

Ya sabes nuestros actos, nuestras culpas:
y si de nombre quieres conocemos,
decirlo no sabría, pues no hay tiempo.

Apagaré de mí, al menos, tus ganas:
Soy Guido Guinizzelli, y aquí peno
por bien antes del fin arrepentirme.»

Igual que en la tristeza de Licurgo
hicieron los dos hijos a su madre,
así hice yo, pero sin tanto ímpetu,

cuando escuché nombrarse él mismo al padre
mío y de todos, el mejor que rimas
de amor usaron dulces y donosas;

y pensativo, sin oír ni hablar,
contemplándole anduve un largo rato,
mas, por el fuego, sin aproximarme.

Luego ya de mirarle satisfecho,
me ofrecí enteramente a su servicio
con juramentos que a otros aseguran.

y él me dijo: «Tú dejas tales huellas
en mí, por lo que escucho, y tan palpables,
que no puede borrarlas el Leteo.

Mas si en verdad juraron tus palabras,
dirne por qué razones me demuestras
al mira.rme y hablarme tanto aprecio.»

Y yo le dije: «Vuestros dulces versos,
que, mientras duren los modernos usos,
harán preciada aun su misma tinta.»

«Oh hermano --dijo,-, ése que te indico
-y señaló un espíritu delante-
fue el mejor artesano de su lengua.

En los versos de amor o en narraciones
a todos superó; y deja a los tontos
que creen que el Lemosín le aventajaba.

A las voces se vuelven, no a lo cierto,
y su opinión conforman de este modo
antes de oír a la razón o al arte.

Así hicieron antaño con Guittone,
de voz en voz corriendo su alabanza,
hasta que la verdad se ha impuesto a todos.

Ahora si tienes tanto privilegio,
que lícito te sea ir hasta el claustro
del colegio del cual abad es Cristo,

de un padre nuestro dile aquella parte,
que nos es necesaria en este mundo,
donde poder pecar ya no es lo nuestro.»

Luego tal vez por dar cabida a otro
que cerca estaba, se perdió en el fuego,
como en el agua el pez que se va al fondo.

Yo me acerqué a quien antes me indicara,
y dije que a su nombre mi deseo
un sitio placentero disponía.

Y comenzó a decirrne cortésmente:
«Tan m'abelfis vostre cortes deman,
qu'ieu non me puesc ni voil a vos cobrire.

Ieu sui Arnaut, que plor e vau cantan;
consiros vei la passada folor,
a vei jausen lo joi que'esper, denan.

Ara voz prec, per aquella valor
que vos guida al som de l'escalina,
sovenha vos a temps de ma dolor.»
Luego se hundió en el fuego que le salva.

CANTO XXVII

Igual que vibran los primeros rayos
donde esparció la sangre su Creador,
cayendo el Ebro bajo la alta Libra,

y a nona se caldea el agua al Ganges,
el sol estaba; y se marchaba el día,
cuando el ángel de Dios alegre vino.

Fuera del fuego sobre el borde estaba
y cantaba: «¡Beati mundi cordi!»
con voz mucho más viva que la nuestra.

Luego: «Más no se avanza, si no muerde
almas santas, el fuego: entrad en él
y escuchad bien el canto de ese lado.»

Nos dijo así cuanto estuvimos cerca;
por lo que yo me puse, al escucharle,
igual que aquel que meten en la fosa.

Por protegerme alcé las manos juntas
en vivo imaginando, al ver el fuego,
humanos cuerpos que quemar he visto.

Hacia mí se volvió mi buena escolta;
y Virgilio me dijo entonces: «Hijo,
puede aquí haber tormento, mas no muerte.

¡Acuérdate, acuérdate! Y si yo
sobre Gerión a salvo te conduje,
¿ahora qué haría ya de Dios más cerca?

Cree ciertamente que si en lo profundo
de esta llama aun mil años estuvieras,
no te podría ni quitar un pelo.

Y si tal vez creyeras que te engaño
vete hacia ella, vete a hacer la prueba,
con tus manos al borde del vestido.

Dejón, depón ahora cualquier miedo;
vuélvete y ven aquí. seguro entra.»
Y en contra yo de mi conciencia, inmóvil.

Al ver que estaba inmóvil y reacio,
dijo un poco turbado: «Mira, hijo:
entre Beatriz y tú se alza este muro.»

Corno al nombre de Tisbe abrió los ojos
Píramo, y antes de morir la vio,
cuando el moral se convirtió en bermejo;

así, mi obstinación más ablandada,
me volví al sabio guía oyendo el nombre
que en nú memoria siempre se renueva.

Y él movió la cabeza, y dijo: «¡Cómo!
¿quieres quedarte aquí?»; y me sonreía,
como a un niño a quien vence una manzana.

Luego delante de mí entró en el fuego,
pidiendo a Estacio que tras mi viniese,
que en el largo camino estuvo en medio.

En el vidrio fundido, al estar dentro,
me hubiera echado para refrescarme,
pues tanto era el ardor desmesurado.

Y por reconfortarme el dulce padre,
me hablaba de Beatriz mientras andaba:
«Ya me parece que sus ojos veo.»

Nos guiaba una voz que al otro lado
cantaba y, atendiendo sólo a ella,
llegamos fuera, adonde se subía.

'¡ Venite, benedictis patris mei!'
se escuchó dentro de una luz que había,
que me venció y que no pude mirarla.

«El sol se va --siguió- y la tarde viene;
no os detengáis, acelerad el paso,
mientras que el occidente no se adumbre.»

Iba recto el camino entre la roca
hacia donde los rayos yo cortaba
delante, pues el Sol ya estaba bajo.

Y poco trecho habíamos subido
cuando ponerse el sol, al extinguirse
mi sombra, por detrás los tres sentimos.

Y antes que en todas sus inmensas partes
tomara el horizonte un mismo aspecto,
y adquiriese la noche su dominio,

de un escalón cada uno hizo su lecho;
que la natura del monte impedía
el poder subir más y nuestro anhelo.

Como quedan rumiando mansamente
esas cabras, indómitas y hambrientas
antes de haber pastado, en sus picachos,

tácitas en la sombra, el sol hirviendo,
guardadas del pastor que en el cayado
se apoya y es de aquellas el vigía;

y como el rabadán se alberga al raso,
y pemocta junto al rebaño quieto,
guardando que las fieras no lo ataquen;

así los tres estábamos entonces,
yo como cabra y ellos cual pastores,
aquí y allí guardados de alta gruta.

Poco podía ver de lo de afuera;
mas, de lo poco, las estrellas vi
mayores y más claras que acostumbran.

De este modo rumiando y contemplándolas,
me tomó el sueño; el sueño que a menudo,
antes que el hecho, sabe su noticia.

A la hora, creo, que desde el oriente
irradiaba en el monte Citerea,
en el fuego de amor siempre encendida,

joven y hermosa aparecióme en sueños
una mujer que andaba por el campo
que recogía flores; y cantaba:

«Sepan los que preguntan por mi nombre
que soy Lía, y que voy moviendo en torno
las manos para hacerme una guirnalda.

Por gustarme al espejo me engalano;
Mas mi hermana Raquel nunca se aleja
del suyo, y todo el día está sentada.

Ella de ver sus bellos ojos goza
como yo de adornarme con las manos;
a ella el mirar, a mí el hacer complace.»

Y ya en el esplendor de la alborada,
que es tanto más preciado al peregrino,
cuando al regreso duerme menos lejos,

huían las tinieblas, y con ellas
mi sueño; por lo cual me levanté,
viendo ya a los maestros levantados.

«El dulce fruto que por tantas ramas
buscando va el afán de los mortales,
hoy logrará saciar toda tu hambre.»

Volviéndose hacia mí Virgilio, estas
palabras dijo; y nunca hubo regalo
que me diera un placer igual a éste.

Tantas ansias vinieron sobre el ansia
de estar arriba ya, que a cada paso
plumas para volar crecer sentía.

Cuando debajo toda la escalera
quedó, y llegarnos al peldaño sumo,
en mi clavó Virgilio su mirada,

«El fuego temporal, el fuego eterno
has visto hijo; y has llegado a un sitio
en que yo, por mí m. ismo, ya no entiendo.

Te he conducido con arte y destreza;
tu voluntad ahora es ya tu guía:
fuera estás de camino estrecho o pino.

Mira el sol que en tu frente resplandece;
las hierbas, los arbustos y las flores
que la tierra produce por sí sola.

Hasta que alegres lleguen esos ojos
que llorando me hicieron ir a ti,
puedes sentarte, o puedes ir tras ellas.

No esperes mis palabras, ni consejos
ya; libre, sano y recto es tu albedrío,
y fuera error no obrar lo que él te diga:
y por esto te mitro y te corono.»

CANTO XXVIII

Deseoso de ver por dentro y fuera
la divina floresta espesa y viva,
que a los ojos ternplaba el día nuevo,

sin esperar ya más, dejé su margen,
andando, por el campo a paso lento
por el suelo aromado en todas partes.

Un aura dulce que jamás mudanza
tenía en sí, me hería por la frente
con no más golpe que un suave viento;

con el cual tremolando los frondajes
todos se doblegaban hacia el lado
en que el monte la sombra proyectaba;

mas no de su estar firme tan lejanos,
que por sus copas unas avecillas
dejaran todas de ejercer su arte;

mas con toda alegría en la hora prima,
la esperaban cantando entre las hojas,
que bordón a sus rimas ofrecían,

como de rama en rama se acrecienta
en la pineda junto al mar de Classe,
cuando Eolo al Siroco desencierra.

Lentos pasos habíanme llevado
ya tan adentro de la antigua selva,
que no podía ver por dónde entrara;

y vi que un río el avanzar vedaba,
que hacia la izquierda con menudas ondas
doblegaba la hierba a sus orillas.

Toda el agua que fuera aquí más límpida,
arrastrar impurezas pareciera,
a ésta que nada oculta comparada,

por más que ésta discurra oscurecida
bajo perpetuas sombras, que no dejan
nunca paso a la luz del sol ni luna.

Me detuve y crucé con la mirada,
por ver al otro lado del arroyo
aquella variedad de frescos mayos;

y allí me apareció, como aparece
algo súbitamente que nos quita
cualquier otro pensar, maravillados,

una mujer que sola caminaba,
cantando y escogiendo entre las flores
de que pintado estaba su camino.

«Oh, hermosa dama, que amorosos rayos
te encienden, si creer debo al semblante
que dar suele del pecho testimonio,

tengas a bien adelantarte ahora
-díjele- lo bastante hacia la orilla,
para que pueda escuchar lo que cantas.

Tú me recuerdas dónde y cómo estaba
Proserpina, perdida por su madre,
cuando perdió la dulce primavera.»

Como se vuelve con las plantas firmes
en tierra y juntas, la mujer que baila,
y un pie pone delante de otro apenas,

volvió sobre las rojas y amarillas
florecillas a mí, no de otro modo
que una virgen su honesto rostro inclina;

y así mis ruegos fueron complacidos,
pues tanto se acercó, que el dulce canto
llegaba a mí, entendiendo sus palabras.

Cuando llegó donde la hierba estaba
bañada de las ondas del riachuelo,
de alzar sus ojos hízome regalo.

Tanta luz yo no creo que esplendiera
Venus bajo sus cejas, traspasada,
fuera de su costumbre, por su hijo.

Ella reía en pie en la orilla opuesta,
más color disponiendo con sus manos,
que esa elevada tierra sin semillas.

Me apartaban tres pasos del arroyo;
y el Helesponto que Jerjes cruzó
aún freno a toda la soberbia humana,

no soportó más odio de Leandro
cuando nadaba entre Sesto y Abido,
que aquel de mí, pues no me daba paso.

«Sois nuevos y tal vez porque sonrío
en el sitio elegido --dijo ella-
como nido de la natura humana,

asombrados os tiene alguna duda;
mas luz el salmo Delestasti otorga,
que puede disipar vuestro intelecto.

Y tú que estás delante y me rogaste,
dime si quieres más oír; pues presta
a resolver tus dudas he venido.

«El son de la floresta -dije , el agua,
me hacen pensar en una cosa nueva,
de otra cosa distinta que he escuchado.»

Y ella: «Te explicaré cómo deriva
de su causa este hecho que te asombra,
despejando la niebla que te ofende.

El sumo bien que sólo en él se goza,
hizo bueno y al bien al hombre en este
lugar que le otorgó de paz eterna.

Pero aquí poco estuvo por su falta;
por su falta en gemidos y en afanes
cambió la honesta risa, el dulce juego.

Y para que el turbar que abajo forman
los vapores del agua y de la tierra,
que cuanto pueden van tras del calor,

al hombre no le hiciese guerra alguna,
subió tanto hacia el cielo esta montaña,
y libre está de él, donde se cierra.

Mas como dando vueltas por entero
con la primera esfera el aire gira,
si el círculo no es roto en algún punto,

en esta altura libre, el aire vivo
tal movimiento repercute y hace,
que resuene la selva en su espesura;

tanto puede la planta golpeada,
que su virtud impregna el aura toda,
y ella luego la esparce dando vueltas;

y según la otra tierra sea digna,
por su cielo y por sí, concibe y cría
de diversa virtud diversas plantas.

Luego no te parezca maravilla,
oído esto, cuando alguna planta
crezca allí sin semilla manifiesta.

Y sabrás que este campo en que te hallas,
repleto está de todas las simientes,
y tiene frutos que allí no se encuentran.

El agua que aquí ves no es de venero
que restaure el vapor que el hielo funde,
como un río que adquiere o pierde cauce;

mas surge de fontana estable y cierta,
que tanto del querer de Dios recibe,
cuando vierte en dos partes separada.

Por este lado con el don desciende
de quitar la memoria del pecado;
por el otro de todo el bien la otorga;

Aquí Leteo; igual del otro lado
Eünoé se llama, y no hace efecto
si en un sitio y en otro no es bebida:

este supera a todos los sabores.
Y aunque bastante pueda estar saciada
tu sed para que más no te descubra,

un corolario te daré por gracia;
no creo que te sea menos caro
mi decir, si te da más que prometo.

Tal vez los que de antiguo poetizaron
sobre la Edad de oro y sus delicias,
en el Parnaso este lugar soñaban.

Fue aquí inocente la humana raíz;
aquí la primavera y fruto eterno;
este es el néctar del que todos hablan.»

Me dirigí yo entonces hacia atrás
y a mis poetas vi que sonrientes
escucharon las últimas razones;
luego a la bella dama torné el rostro.

CANTO XXIX

Cantando cual mujer enamorada,
al terminar de hablar continuó:
'Beati quorum tacta sunt peccata.'

Y cual las ninfas que marchaban solas
por las sombras selváticas, buscando
cuál evitar el sol, cuál recibirlo,

se dirigió hacia el río, caminando
por la ribera; y yo al compás de ella,
siguiendo lentamente el lento paso.

Y ciento ya no había entre nosotros,
cuando las dos orillas dieron vuelta,
y me quedé mirando hacia levante.

Tampoco fue muy largo así el camino,
cuando a mí la mujer se dirigió,
diciendo: «Hermano mío, escucha y mira.»

Y se vio un resplandor súbitamente
por todas partes de la gran floresta,
que acaso yo pensé fuera un relámpago.

Pero como éste igual que viene, pasa,
y aquel, durando, más y más lucía,
decía para mí. «¿Qué cosa es ésta;?»

Resonaba una dulce melodía
por el aire esplendente; y con gran celo
yo a Eva reprochaba de su audacia,

pues donde obedecían cielo y tierra,
tan sólo una mujer, recién creada,
no consintió vivir con velo alguno;

bajo el cual si sumisa hubiera estado,
habría yo gozado esas delicias
inefables, aún antes y más tiempo.

Mientras yo caminaba tan absorto
entre tantas primicias del eterno
placer, y deseando aún más deleite,

cual un fuego encendido, ante nosotros
el aire se volvió bajo el ramaje;
y el dulce son cual canto se entendía.

Oh sacrosantas vírgenes, si fríos
por vosotras sufrí, vigilias y hambres,
razón me urge que a favor os mueva.

El manar de Helicona necesito,
y que Urania me inspire con su coro
poner en verso cosas tan abstrusas.

Más adelante, siete árboles áureos
falseaba en la mente el largo trecho
del espacio que había entre nosotros;

pero cuando ya estaba tan cercano
que el objeto que engaña los sentidos
ya no perdía forma en la distancia,

la virtud que prepara el intelecto,
me hizo ver que eran siete candelabros,
y Hosanna era el cantar de aquellas voces.

Por encima el conjunto flameaba
más claro que la luna en la serena
medianoche en el medio de su mes.

Yo me volví de admiración colmado
al bueno de Virgilio, que repuso
con ojos llenos de estupor no menos.

Volví la vista a aquellas maravillas
que tan lentas venían a nosotros,
que una recién casada las venciera.

La mujer me gritó: «¿Por qué contemplas
con tanto ardor las vivas luminarias,
y lo que viene por detrás no miras?»

Y tras los candelabros vi unas gentes
venir despacio, de blanco vestidas;
y tanta albura aquí nunca la vimos.

Brillaba el agua a nuestro lado izquierdo,
el izquierdo costado devolviéndome,
si se miraba en ella cual espejo.

Cuando estuve en un sitio de mi orilla,
que sólo el río de ellos me apartaba,
para verles mejor detuve el paso,

y vi las llamas que iban por delante
dejando tras de sí el aire pintado,
como si fueran trazos de pinceles;

de modo que en lo alto se veían
siete franjas, de todos los colores
con que hace el arco el Sol y Delia el cinto.

Los pendones de atrás eran más grandes
que mi vista; y diez pasos separaban,
en mi opinión, a los de los extremos

Bajo tan bello cielo como cuento,
coronados de lirios, veinticuatro
ancianos avanzaban por parejas.

Cantaban: «Entre todas Benedicta
las nacidas de Adán, y eternamente
benditas sean las bellezas tuyas.»

Después de que las flores y la hierba,
que desde el otro lado contemplaba,
se vieron libres de esos elegidos,

como luz a otra luz sigue en el cielo,
cuatro animales por detrás venían,
de verde fronda todos coronados.

Seis alas cada uno poseía;
con ojos en las plumas; los de Argos
tales serían, si vivo estuviese.

A describir su forma no dedico
lector, más rimas, pues que me urge otra
tarea, y no podría aquí alargarme;

pero léete a Ezequiel, que te lo pinta
como él los vio venir desde la fría
zona, con viento, con nubes, con fuego;

y como lo verás en sus escritos,
tales eran aquí, salvo en las plumas;
Juan se aparta de aquel y está conmigo.

En el espacio entre los cuatro había,
sobre dos ruedas, un carro triunfal,
que de un grifo venía conducido.

Hacia arriba tendía las dos alas
entre la franja que había en el centro
y las tres y otras tres, mas sin tocarlas.

Subían tanto que no se veían;
de oro tenía todo lo de pájaro,
y blanco lo demás con manchas rojas.

No sólo Roma en carro tan hermoso
no honrase al Africano, ni aun a Augusto,
mas el del sol mezquino le sería;

aquel del sol que ardiera, extraviado,
por petición de la tierra devota,
cuando fue Jove arcanarnente justo.

Tres mujeres en círculo danzaban
en el lado derecho; una de rojo,
que en el fuego sería confundida;

otra cual si los huesos y la carne
hubieran sido de esmeraldas hechos;
cual purísima nieve la tercera;

y tan pronto guiaba la de blanco,
tan pronto la de rojo; y a su acento
caminaban las otras, raudas, lentas.

Otras cuatro a la izquierda solazaban,
de púrpura vestidas, con el ritmo
de una de ellas que tenía tres ojos.

Detrás de todo el nudo que he descrito
vi dos viejos de trajes desiguales,
mas igual su ademán grave y honesto.

Uno se parecía a los discípulos
de Hipócrates, a quien natura hiciera
para sus animales más queridos;

contrario afán el otro demostraba
con una espada aguda y reluciente,
tal que me amedrentó desde mi orilla.

Luego vi cuatro de apariencia humilde;
y de todos detrás un viejo solo,
que venía durmiendo, iluminado.

Y estaban estos siete como el grupo
primero ataviados, mas con lirios
no adornaban en torno sus cabezas,

sino con rosas y bermejas flores;
se juraría, aun vistas no muy lejos,
que ardían por encima de los ojos.

Y cuando el carro tuve ya delante,
un trueno se escuchó, y las dignas gentes
parecieron tener su andar vedado,
y se pararon junto a las enseñas.

CANTO XXX

Y cuando el septentrión del primer cielo,
que no sabe de ocaso ni de orto;
ni otra niebla que el velo de la culpa,

y que a todos hacía sabedores
de su deber, como hace aquí el de abajo
al que gira el timón llegando a puerto,

inmóvil se quedó: la gente santa
que entre el grito y aquel primero
vino, como a su paz se dirigió hacia el carro;

y uno de ellos, del cielo mensajero,
'Veni sponsa de Libano', cantando
gritó tres veces, y después los otros.

Cual los salvados al último bando
prestamente alzarán de su caverna,
aleluyando en voces revestidas,

sobre el divino carro de tal forma
cien se alzaron, ad vocem tanti senis,
ministros y enviados del Eterno.

'¡Benedictus qui venis!' entonaban,
tirando flores por todos los lados
'¡Manibus, oh, date ilia plenis'

Yo he visto cuando comenzaba el día
rosada toda la región de oriente,
bellamente sereno el demás cielo;

y aún la cara del sol nacer en sombras,
tal que, en la tibiedad de los vapores,
el ojo le miraba un largo rato:

lo mismo dentro de un turbión de flores
que de manos angélicas salía,
cayendo dentro y fuera: coronada,

sobre un velo blanquísimo, de olivo,
contemplé una mujer de manto verde
vestida del color de ardiente llama.

Y el espíritu mío, que ya tanto
tiempo había pasado que sin verla
no estaba de estupor, temblando, herido,

antes de conocerla con los ojos,
por oculta virtud de ella emanada,
sentió del viejo amor el poderío.

Nada más que en mi vista golpeó
la alta virtud que ya me traspasara
antes de haber dejado de ser niño,

me volví hacia la izquierda como corre
confiado el chiquillo hacia su madre
cuando está triste o cuando tiene miedo,

por decir a Virgilio: «Ni un adarme
de sangre me ha quedado que no tiemble:
conozco el signo de la antigua llama.»

Mas Virgilio privado nos había
de sí, Virgilio, dulcísimo padre,
Virgilio, a quien me dieran por salvarme;

todo lo que perdió la madre antigua,
no sirvió a mis mejillas que, ya limpias,
no se volvieran negras por el llanto.

«Dante, porque Virgilio se haya ido
tú no llores, no llores todavía;
pues deberás llorar por otra espada.»

Cual almirante que en popa y en proa
pasa revista a sus subordinados
en otras naves y al deber les llama;

por encima del carro, hacia la izquierda,
al volverme escuchando el nombre mío,
que por necesidad aquí se escribe,

vi a la mujer que antes contemplara
oculta bajo el angélico halago,
volver la vista a mí de allá del río.

Aunque el velo cayendo por el rostro,
ceñido por la fronda de Minerva,
no me dejase verla claramente,

con regio gesto todavía altivo
continuó lo mismo que quien habla
y al final lo más cálido reserva:

«¡Mírame bien!, soy yo, sí, soy Beatriz,
¿cómo pudiste llegar a la cima?
¿no sabías que el hombre aquí es dichoso?»

Los ojos incliné a la clara fuente;
mas me volvía a la yerba al reflejarme,
pues me abatió la cara tal vergüenza.

Tan severa cree el niño que es su madre,
así me pareció; puesto que amargo
siente el sabor de la piedad acerba.

Ella calló; y los ángeles cantaron
de súbito: 'in te, Domine, speravi';
pero del 'pedes meos' no siguieron.

Como la nieve entre los vivos troncos
en el dorso de Italia se congela,
azotada por vientos boreales,

luego, licuada, en sí misma rezuma,
cuando la tierra sin sombra respira,
y es como el fuego que funde una vela;

mis suspiros y lágrimas cesaron
antes de aquel cantar de los que cantan
tras de las notas del girar eterno;

mas luego que entendí que el dulce canto
se apiadaba de mí, más que si dicho
hubiese: «Mujer, por qué lo avergüenzas»,

el hielo que en mi pecho se apretaba,
se hizo vapor y agua, y con angustia
se salió por la boca y por los ojos.

Ella, parada encima del costado
dicho del carro, a las sustancias pías
dirigió sus palabras de este modo:

«Veláis vosotros el eterno día,
sin que os roben ni el sueño ni la noche
ningún paso del siglo en su camino;

así pues más cuidado en mi respuesta
pondré para que entienda aquel que llora,
e igual medida culpa y duelo tengan.

No sólo por efecto de las ruedas
que a cada ser a algún final dirigen
según les acompañen sus estrellas,

mas por largueza de gracia divina,
que en tan altos vapores hace lluvia,
que no pueden mirarlos nuestros ojos,

ese fue tal en su vida temprana
potencialmente, que cualquier virtud
maravilloso efecto en él hiciera.

Mas tanto más maligno y más silvestre,
inculto y mal sembrado se hace el campo,
cuanto más vigorosa tierra sea.

Le sostuve algún tiempo con mi rostro:
mostrándole mis ojos juveniles,
junto a mí le llevaba al buen camino.

Tan pronto como estuve en los umbrales
de mi segunda edad y cambié de vida,
de mí se separó y se entregó a otra.

Cuando de carne a espíritu subí,
y virtud y belleza me crecieron,
fui para él menos querida y grata;

y por errada senda volvió el paso,
imágenes de un bien siguiendo falsas,
que ninguna promesa entera cumplen.

No me valió impetrar inspiración,
con la cual en un sueño o de otros modos
lo llamase: ¡tan poco le importaron!

Tanto cayó que todas las razones
para su salvación no le bastaban,
salvo enseñarle el pueblo condenado.

Fui por ello a la entrada de los muertos,
y a aquel que le ha traído hasta aquí arriba,
le dirigí mis súplicas llorando.

Una alta ley de Dios se habría roto,
si el Leteo pasase y tal banquete
fuese gustado sin ninguna paga
del arrepentimiento que se llora.»

CANTO XXXI

«Oh tú que estás de allá del sacro río,
-dirigiéndome en punta sus palabras,
que aun de filo tan duras parecieron,

volvió a decir sin pausa prosiguiendo-
di si es esto verdad, pues de tan seria
acusación debieras confesarte.»

Estaba mi valor tan confundido,
que mi voz se movía, y se apagaba
antes que de sus órganos saliera.

Esperó un poco, y me dijo: «¿En qué piensas?
respóndeme, pues las memorias tristes
en ti aún no están borradas por el agua.»

La confusión y el miedo entremezclados
como un «sí» me arrancaron de la boca,
que fue preciso ver para entenderlo.

Cual quebrada ballesta se dispara,
por demasiado tensos cuerda y arco,
y sin fuerzas la flecha al blanco llega,

así estallé abrumado de tal carga,
lágrimas y suspiros despidiendo,
y se murió mi voz por el camino.

«Por entre mis deseos --dijo ella-
que al amor por el bien te conducían,
que cosa no hay de aspiración más digna,

¿qué fosos se cruzaron, qué cadenas
hallaste tales que del avanzar
perdiste de tal forma la esperanza?

¿Y cuál ventaja o qué facilidades
en el semblante de los otros viste,
para que de ese modo los rondaras?»

Luego de suspirar amargamente,
apenas tuve voz que respondiera,
formada a duras penas por los labios.

Llorando dije: «Lo que yo veía
con su falso placer me extraviaba
tan pronto se escondió vuestro semblante.»

Y dijo: «Si callaras o negases
lo que confiesas, igual se sabría
tu culpa: ¡es tal el juez que la conoce!

Mas cuando sale de la propia boca
confesar el pecado, en nuestra corte
hace volver contra el filo la piedra.

Sin embargo, para que te avergüences
ahora de tu error, y ya otras veces
seas fuerte, escuchando a las sirenas,

deja ya la raíz del llanto y oye:
y escucharás cómo a un lugar contrario
debió llevarte mi enterrada carne.

Arte o natura nunca te mostraron
mayor placer, cuanto en los miembros donde
me encerraron, en tierra ahora esparcidos;

y si el placer supremo te faltaba
al estar muerta, ¿qué cosa mortal
te podría arrastrar en su deseo?

A las primeras flechas de las cosas
falaces, bien debiste alzar la vista
tras de mí, pues yo no era de tal modo.

No te debían abatir las alas,
esperando más golpes, ni mocitas,
ni cualquier novedad de breve uso.

El avecilla dos o tres aguarda;
que ante los ojos de los bien plumados
la red se extiende en vano o la saeta.»

Cual los chiquillos por vergüenza, mudos
están con ojos gachos, escuchando,
conociendo su falta arrepentidos,

así yo estaba; y ella dijo: «Cuando
te duela el escuchar, alza la barba
y aún más dolor tendrás si me contemplas.»

Con menos resistencia se desgaja
robusta encina, con el viento norte
o con aquel de la tierra de Jarba,

como el mentón alcé con su mandato;
pues cuando dijo «barba» en vez de «rostro»
de sus palabras conocí el veneno;

y pude ver al levantar la cara
que las criaturas que llegaron antes
en su aspersión habían ya cesado;

y mis ojos, aún poco seguros,
a Beatriz vieron vuelta hacia la fiera
que era una sola en dos naturalezas.

Bajo su velo y desde el otro margen
a sí misma vencerse parecía,
vencer a la que fue cuando aquí estaba.

Me picó tanto el arrepentimiento
con sus ortigas, que enemigas me hizo
esas cosas que más había amado.

Y tal reconocer mordióme el pecho,
y vencido caí; y lo que pasara
lo sabe aquella que la culpa tuvo,

Y vi a aquella mujer, al recobrarme,
que había visto sola, puesta encima
«¡cógete a mí, cógete a mí!» diciendo.

Hasta el cuello en el río me había puesto,
y tirando de mí detrás venía,
como esquife ligera sobre el agua.

Al acercarme a la dichosa orilla,
«Asperges me» escuché tan dulcemente,
que recordar no puedo, ni escribirlo.

Abrió sus brazos la mujer hermosa;
y hundióme la cabeza con su abrazo
para que yo gustase de aquel agua.

Me sacó luego, y mojado me puso
en medio de la danza de las cuatro
hermosas; cuyos brazos me cubrieron.

«Somos ninfas aquí, en el cielo estrellas;
antes de que Beatriz bajara al mundo,
como sus siervas fuimos destinadas.

Te hemos de conducir ante sus ojos;
mas a su luz gozosa han de aguzarte
las tres de allí, que miran más profundo.»

Así empezaron a cantar; y luego
hasta el pecho del grifo me llevaron,
donde estaba Beatriz vuelta a nosotros.

Me dijeron: «No ahorres tus miradas;
ante las esmeraldas te hemos puesto
desde donde el Amor lanzó sus flechas.»

Mil deseos ardientes más que llamas
mis ojos empujaron a sus ojos
relucientes, aún puestos en el grifo.

Lo mismo que hace el sol en el espejo,
la doble fiera dentro se copiaba,
con una o con la otra de sus formas.

Imagina, lector, mi maravilla
al ver estarse quieta aquella cosa,
y en el ídolo suyo transmutarse.

Mientras que llena de estupor y alegre
mi alma ese alimento degustaba
que, saciando de sí, aún de sí da ganas,

demostrando que de otro rango eran
en su actitud, las tres se adelantaron,
danzando con su angélica cantiga.

«¡Torna, torna, Beatriz, tus santos ojos
-decía su canción- a tu devoto
que para verte ha dado tantos pasos!

Por gracia haznos la gracia que desvele
a él tu boca, y que vea de este modo
la segunda belleza que le ocultas.»


Oh resplandor de viva luz eterna,
¿quién que bajo las sombras del Parnaso
palideciera o bebiera en su fuente,

no estuviera ofuscado, si tratara
de describirte cual te apareciste
donde el cielo te copia armonizando,
cuando en el aire abierto te mostraste?

CANTO XXXII

Mi vista estaba tan atenta y fija
por quitarme la sed de aquel decenio,
que mis demás sentidos se apagaron.

Y topaban en todas partes muros
para no distraerse -¡así la santa
sonrisa con la antigua red prendía!-;

cuando a la fuerza me hicieron girar
aquellas diosas hacia el lado izquierdo,
pues las oí decir: «¡Miras muy fijo!»;

y la disposición que hay en los ojos
que el sol ha deslumbrado con sus rayos,
sin vista me dejó por algún tiempo.

Cuando pude volver a ver lo poco
(digo «lo poco» con respecto al mucho
de la luz cuya fuerza me cegara),

vi que se retiraba a la derecha
el glorioso ejército, llevando
el sol y las antorchas en el rostro.

Cual bajo los escudos por salvarse
con su estandarte el escuadrón se gira,
hasta poder del todo dar la vuelta;

esa milicia del celeste reino
que iba delante, desfiló del todo
antes que el carro torciera su lanza.

A las ruedas volvieron las mujeres,
y la bendita carga llevó el grifo
sin que moviese una pluma siquiera.

La hermosa dama que cruzar me hizo,
Estacio y yo, seguíamos la rueda
que al dar la vuelta hizo un menor arco.

Así cruzando la desierta selva,
culpa de quien creyera a la serpiente,
ritmaba el paso un angélico canto.

Anduvimos acaso lo que vuela
una flecha tres veces disparada,
cuando del carro descendió Beatriz.

Yo escuché murmurar: «Adán» a todos;
y un árbol rodearon, despojado
de flores y follajes en sus ramas.

Su copa, que en tal forma se extendía
cuanto más sube, fuera por los indios
aun con sus grandes bosques, admirada.

«Bendito seas, grifo, porque nada
picoteas del árbol dulce al gusto,
porque mal se separa de aquí el vientre.»

Así en tomo al robusto árbol gritaron
todos ellos; y el animal biforme:
«Así de la virtud se guarda el germen.»

Y volviendo al timón del que tiraba,
junto a la planta viuda lo condujo,
y arrimado dejó el leño a su leño.

Y como nuestras plantas, cuando baja
la hermosa luz, mezclada con aquella
que irradia tras de los celestes Peces,

túrgidas se hacen, y después renuevan
su color una a una, antes que el sol
sus corceles dirija hacia otra estrella;

menos que rosa y más que violeta
color tomando, se hizo nuevo el árbol,
que antes tan sólo tuvo la enramada.

Yo no entendí, porque aquí no usa
el himno que cantaron esas gentes,
ni pude oír la melodía entera.

Si pudiera contar cómo durmieron,
oyendo de Siringa, los cien ojos
a quien tanto costó su vigilancia;

como un pintor que pinte con modelo,
cómo me adormecí dibujaría;
mas otro sea quien el sueño finja.

Por eso paso a cuando desperté,
y digo que una luz me rasgó el velo
del dormir, y una voz: «¿Qué haces?, levanta.»

Como por ver las flores del manzano
que hace ansiar a los ángeles su fruto,
y esponsales perpetuos en el cielo,

Pedro, Juan y jacob fueron llevados
y vencidos, tornóles la palabra
que sueños aún más grandes ha quebrado,

y se encontraron sin la compañía
tanto de Elías como de Moisés,
y al maestro la túnica cambiada;

así me recobré, y vi sobre mí
aquella que, piadosa conductora
fue de mis pasos antes junto al río.

Y «¿dónde está Beatriz.?», dije con miedo.
Respondió: «Véla allí, bajo la fronda
nueva, sentada sobre las raíces.

Mira la compañía que la cerca;
detrás del grifo los demás se marchan
con más dulce canción y más profunda.»

Y si fueron más largas sus palabras,
no lo sé, porque estaba ante mis ojos
la que otra cualquier cosa me impedía.

Sola sobre la tierra se sentaba,
como dejada en guardia de aquel carro
que vi ligado a la biforme fiera.

En torno suyo un círculo formaban
las siete ninfas, con las siete antorchas
que de Austro y de Aquilón están seguras

«Silvano aquí tú serás poco tiempo;
habitarás conmigo para siempre
esa Roma donde Cristo es romano.

Por eso, en pro del mundo que mal vive,
pon la vista en el carro, y lo que veas
escríbelo cuando hayas retornado.»

Así Beatríz; y yo que a pie juntillas
me encontraba sumiso a sus mandatos,
mente y ojos donde ella quiso puse.

De un modo tan veloz no bajó nunca
de espesa nube el rayo, cuando llueve
de aquel confín del cielo más remoto,

cual vi calar al pájaro de Júpiter,
rompiendo, árbol abajo, la corteza,
las florecillas y las nuevas hojas;

e hirió en el carro con toda su saña;
y él se escoró como nave en tormenta,
a babor o a estribor de olas vencida.

Y luego vi que dentro se arrojaba
de aquel carro triunfal una vulpeja,
que parecía ayuna de buen pasto;

mas, sus feos pecados reprobando,
mi dama la hizo huir de tal manera,
cuanto huesos sin carne permitían.

Y luego por el sitio que viniera,
vi descender al águila en el arca
del carro y la cubría con sus plumas;

y cual sale de un pecho que se queja,
tal voz salió del cielo que decía
«¡Oh navecilla mía, qué mal cargas!»

Luego creí que la tierra se abriera
entre ambas ruedas, y salió un dragón
que por cima del carro hincó la cola;

y cual retira el aguijón la avispa,
así volviendo la cola maligna,
arrancó el fondo, y se marchó contento.

Aquello que quedó, como de grama
la tierra, de las plumas, ofrecidas
tal vez con intención benigna y santa,

se recubrió, y también se recubrieron
las ruedas y el timón, en menos tiempo
que un suspiro la boca tiene abierta.

Al edificio santo, así mudado
le salieron cabezas; tres salieron
en el timón, y en cada esquina una.

Las primeras cornudas como bueyes,
las otras en la frente un cuerno sólo:
nunca fue visto un monstruo semejante.

Segura, cual castillo sobre un monte,
sentada una ramera desceñida,
sobre él apareció, mirando en torno;

y como si estuviera protegiéndola,
vi un gigante de pie, puesto a su lado;
con el cual a menudo se besaba.

Mas al volver los ojos licenciosos
y errantes hacia mí, el feroz amante
la azotó de los pies a la cabeza.

Crudo de ira y de recelos lleno,
desató al monstruo, y lo llevó a la selva,
hasta que de mis ojos se perdieron
la ramera y la fiera inusitada.

CANTO XXXIII

'Deus venerunt Gentes', alternando
ya las tres, ya las cuatro, su salmodia,
llorando comenzaron las mujeres;

y Beatriz, piadosa y suspirando,
lo escuchaba de forma que no mucho
más se mudara ante la cruz María.

Mas cuando las doncellas la dejaron
lugar para que hablase, puesta en pie,
respondió, colorada como el fuego:

«Modicum, et non videbitis me mis
queridas hermanas, et iterum ,
modicum, et vos videbitis me.»

Luego se puso al frente de las siete,
y me hizo andar tras de ella con un gesto,
y a la mujer y al sabio que quedaba.

Así marchaba; y no creo que hubiera
dado apenas diez pasos en el suelo,
cuando me hirió los ojos con sus ojos;

y con tranquilo gesto: «Ven deprisa
para que, si quisiera hablar, conigo,
estés para escucharme bien dispuesto.»

Y al ir, como debía, junto a ella,
díjome: «Hermano, ¿por qué no te atreves,
ya que vienes conmigo, a preguntarme?»

Como aquellos que tanta reverencia
muestran si están hablando a sus mayores,
que la voz no les sale de los dientes,

a mí me sucedió y, balbuceando,
dije: «Señora lo que necesito
vos sabéis, y qué es bueno para ello.»

Y dijo: «De temor y de vergüenza
quiero que en adelante te despojes,
y que no me hables como aquel que sueña.

Sabe que el vaso que rompió la sierpe
fue y ya no es; mas crean los culpables
que el castigo de Dios no teme sopas.

No estará sin alguno que la herede
mucho tiempo aquel águila que plumas
dejó en el carro, monstruo y presa hecho.

Que ciertamente veo, y lo relato,
las estrellas cercanas a ese tiempo,
de impedimento y trabas ya seguro,

en que un diez, en que un cinco, en que un quinientos
enviado de Dios, a la ramera
matará y al gigante con quien peca.

Tal vez estas palabras tan oscuras,
cual de Esfinge o de Temis, no comprendas,
pues a su modo el intelecto ofuscan;

Mas Náyades serán pronto los hechos,
que han de explicar enigma tan oscuro
sin daño de rebaños ni cosechas.

Toma nota; y lo mismo que las digo,
lleva así mis palabras a quien vive
el vivir que es carrera hacia la muerte.

Y ten cuidado, cuando lo relates,
y no olvides que has visto cómo el árbol
ha sido despojado por dos veces.

Cualquiera que le robe o que le expolie,
con blasfemias ofende a Dios, pues santo
sólo para su uso lo ha creado.

Por morder de él, en penas y en deseos
el primer ser más de cinco mil años
anheló a quien en sí purgó el mordisco.

Tu ingenio está dormido, si no aprecia
por qué extraña razón se eleva tanto,
y tanto se dilata por su cima.

Y si no hubieran sido agua del Elsa
los vanos pensamientos por tu mente,
y el placer como a Píramo la mora,

solamente por estas circunstancias
la justicia de Dios conocerías,
moralmerite, al hacer prohibido el árbol.

Mas como veo que tu inteligencia
se ha hecho de piedra, y empedrada, oscura,
y te ciega la luz de mis palabras,

quiero que, si no escritas, sí pintadas,
dentro de ti las lleves por lo mismo
que las palmas se traen en los bordones.»

Y yo: «Como la cera de los sellos,
donde no cambia la figura impresa,
por vos ya mi cerebro está sellado.

¿Pero por qué tan fuera de mi alcance
vuestra palabra deseada vuela,
que más la pierde cuanto más se obstinad»

«Por que conozcas -dijo- aquella escuela
que has seguido, y que veas cómo puede
seguir a mis palabras su doctrina;

y veas cuánto dista vuestra senda
de la divina, cuanto se separa
el cielo más lejano de la tierra.»

Por lo que yo le dije: «No recuerdo
que alguna vez de vos yo me alejase,
ni me remuerde nada la conciencia.»

«Si acordarte no puedes de esas cosas
acuérdate -repuso sonriente-
que hoy bebiste las aguas del Leteo;

Y si del humo el fuego se deduce,
concluye esta olvidanza claramente
que era culpable tu querer errado.

Estarán desde ahora ya desnudas
mis palabras, cuanto lo necesite
tu ruda mente para comprenderlas.»

Fulgiendo más y con más lentos pasos
el sol atravesaba el mediodía,
que allá y aquí, como lo miran, cambia,

cuando se detuvieron, como aquellos
que van a la vanguardia de una tropa,
si encuentran novedades o vestigios,

las mujeres, junto a un lugar sombrío,
cual bajo fronda verde y negras ramas
se ve en los Alpes sobre sus riachuelos.

Delante de él al éufrates y al Tigris
creí ver brotando de una misma fuente,
y, casi amigos, lentos separarse.

«Oh luz, oh gloria de la estirpe humana,
¿qué agua es ésta que mana en este sitio
de un principio, y que a sí de sí se aleja?»

A tal pregunta me dijeron: «Pide
que te explique Matelda»; y respondió,
como hace quien de culpa se libera,

la hermosa dama: «Esta y otras cosas
le dije, y de seguro que las aguas
del Leteo escondidas no le tienen.»

Y Beatriz: «Acaso otros cuidados,
que muchas veces privan de memoria,
los ojos de su mente oscurecieron.

Pero allí va fluyendo el Eunoé:
condúcele hasta él, y como sueles,
reaviva su virtud amortecida.»

Como un alma gentil, que no se excusa,
sino su gusto al gusto de otro pliega,
tan pronto una señal se lo sugiere;

de igual forma, al llegarme junto a ella,
echó a andar la mujer, y dijo a Estacio
con femenina gracia: «Ve con él.»

Si tuviese lector, más largo espacio
para escribir, en parte cantaría
de aquel dulce beber que nunca sacia;

mas como están completos ya los pliegos
que al cántico segundo destinaba,
no me deja seguir del arte el freno.

De aquel agua santísima volví
transformado como una planta nueva
con un nuevo follaje renovada,
puro y dispuesto a alzarme a las estrellas.


PARAíSO

CANTO I

La gloria de quien mueve todo el mundo
el universo llena, y resplandece
en unas partes más y en otras menos.

En el cielo que más su luz recibe
estuve, y vi unas cosas que no puede
ni sabe repetir quien de allí baja;

porque mientras se acerca a su deseo,
nuestro intelecto tanto profundiza,
que no puede seguirle la memoria.

En verdad cuanto yo del santo reino
atesorar he podido en mi mente
será materia ahora de mi canto.

¡Oh buen Apolo, en la última tarea
hazme de tu poder vaso tan lleno,
como exiges al dar tu amado lauro!

Una cima hasta ahora del Parnaso
me fue bastante; pero ya de ambas
ha menester la carrera que falta.

Entra en mi pecho, y habla por mi boca
igual que cuando a Marsias de la vaina
de sus núembros aún vivos arrancaste.

¡Oh divina virtud!, si me ayudaras
tanto que las imágenes del cielo
en mi mente grabadas manifieste,

me verás junto al árbol que prefieres
llegar, y coronarme con las hojas
que merecer me harán tú y mi argumento.

Tan raras veces, padre, eso se logra,
triunfando como césar o poeta,
culpa y vergüenza del querer humano,

que debiera ser causa de alegría
en el délfico dios feliz la fronda
penea, cuando alguno a aquélla aspira.

Gran llama enciende una chispa pequeña:
quizá después de mí con voz más digna
se ruegue a fin que Cirra le responda.

La lámpara del mundo a los mortales
por muchos huecos viene; pero de ése
que con tres cruces une cuatro círculos,

con mejor curso y con mejor estrella
sale a la par, y la mundana cera
sella y calienta más al modo suyo.

Allí mañana y noche aquí había hecho
tal hueco, y casi todo allí era blanco
el hemisferio aquel, y el otro negro,

cuando Beatriz hacia el costado izquierdo
vi que volvía y que hacia el sol miraba:
nunca con tal fijeza lo hizo un águila.

Y así como un segundo rayo suele
del primero salir volviendo arriba,
cual peregrino que tomar desea,

este acto suyo, infuso por los ojos
en mi imaginación, produjo el mío,
y miré fijo al sol cual nunca hacemos.

Allí están permitidas muchas cosas
que no lo son aquí, pues ese sitio
para la especie humana fue creado.

Mucho no lo aguanté, mas no tan poco
que alrededor no viera sus destellos,
cual un hierro candente el fuego deja;

y de súbito fue como si un día
se juntara a otro día, y Quien lo puede
con otro sol el cielo engalanara.

En las eternas ruedas por completo
fija estaba Beatriz: y yo mis ojos
fijaba en ella, lejos de la altura.

Por dentro me volví, al mirarla, como
Glauco al probar la hierba que consorte
en el mar de los otros dioses le hizo.

Trashumanarse referir per verba
no se puede; así pues baste este ejemplo
a quien tal experiencia dé la gracia.

Si estaba sólo con lo que primero
de mí creaste, amor que el cielo riges,
lo sabes tú, pues con tu luz me alzaste.

Cuando la rueda que tú haces eterna
al desearte, mi atención llamó
con el canto que afinas y repartes,

tanta parte del cielo vi encenderse
por la llama del sol, que lluvia o río
nunca hicieron un lago tan extenso.

La novedad del son y el gran destello
de su causa, un anhelo me inflamaron
nunca sentido tan agudamente.

Y entonces ella, al verme cual yo mismo,
para aquietarme el ánimo turbado,
sin que yo preguntase, abrió la boca,

y comenzó: «Tú mismo te entorpeces
con una falsa idea, y no comprendes
lo que podrías ver si la desechas.

Ya no estás en la tierra, como piensas;
mas un rayo que cae desde su altura
no corre como tú volviendo a ella.»

Si fui de aquella duda desvestido,
con sus breves palabras sonrientes,
envuelto me encontré por una nueva,

y dije: «Ya contento requïevi
de un asombro tan grande; mas me asombro
cómo estos leves cuerpos atravieso.»

Y ella, tras suspirar piadosamente,
me dirigió la vista con el gesto
que a un hijo enfermo dirige su madre,

y dijo: «Existe un orden entre todas
las cosas, y esto es causa de que sea
a Dios el universo semejante.

Aquí las nobles almas ven la huella
del eterno saber, y éste es la meta
a la cual esa norma se dispone.

Al orden que te he dicho tiende toda
naturaleza, de diversos modos,
de su principio más o menos cerca;

y a puertos diferentes se dirigen
por el gran mar del ser, y a cada una
les fue dado un instinto que las guía.

éste conduce al fuego hacia la luna;
y mueve los mortales corazones;
y ata en una las partes de la tierra;

y no sólo a los seres que carecen
de razón lanza flechas este arco,
también a aquellas que quieren y piensan.

La Providencia, que ha dispuesto todo,
con su luz pone en calma siempre al cielo,
en el cual gira aquel que va más raudo;

ahora hacia allí, como a un sitio ordenado,
nos lleva la virtud de aquella cuerda
que en feliz blanco su disparo clava.

Cierto es que, cual la forma no se pliega
a menudo a la idea del artista,
pues la materia es sorda a responderle,

así de este camino se separa
a veces la criatura, porque puede
torcer, así impulsada, hacia otra parte;

y cual fuego que cae desde una nube,
así el primer impulso, que desvían
falsos placeres, la abate por tierra.

Más no debe admirarte, si bien juzgo,
tu subida, que un río que bajara
de la cumbre del monte a la llanura.

Asombroso sería en ti si, a salvo
de impedimento, abajo te sentaras,
como en el fuego el aquietarse en tierra.»
Volvió su rostro entonces hacia el cielo.

CANTO II

Oh vosotros que en una barquichuela
deseosos de oír, seguís mi leño
que cantando navega hacia otras playas,

volved a contemplar vuestras riberas:
no os echéis al océano que acaso
si me perdéis, estaríais perdidos.

No fue surcada el agua que atravieso;
Minerva sopla, y condúceme Apolo
y nueve musas la Osa me señalan.

Vosotros, los que, pocos, os alzasteis
al angélico pan tempranamente
del cual aquí se vive sin saciarse,

podéis hacer entrar vuestro navío
en alto mar, si seguís tras mi estela
antes de que otra vez se calme el agua.

Los gloriosos que a Colcos arribaron
no se asombraron como haréis vosotros,
viendo a Jasón convertido en boyero.

La innata sed perpetua que tenía
de aquel reino deiforme, nos llevaba
tan veloces cual puede verse el cielo.

Beatriz arriba, y yo hacia ella miraba;
y acaso en tanto en cuanto un dardo es puesto
y vuela disparándose del arco,

me vi llegado a donde una admirable
cosa atrajo mi vista; entonces ella
que conocía todos mis cuidados,

vuelta hacia mí tan dulce como hermosa,
«Dirige a Dios la mente agradecida
-dijo- que al primer astro nos condujo.»

Pareció que una nube nos cubriera,
brillante, espesa, sólida y pulida,
como un diamante al cual el sol hiriese.

Dentro de sí la perla sempiterna
nos recibió, como el agua recibe
los rayos de la luz quedando unida.

Si yo era cuerpo, y es inconcebible
cómo una dimensión abarque a otra,
cual si penetra un cuerpo en otro ocurre,

más debiera encendernos el deseo
de ver aquella esencia en que se observa
cómo nuestra natura y Dios se unieron.

Podremos ver allí lo que creemos,
no demostrado, mas por sí evidente,
cual la verdad primera en que cree el hombre.

Yo respondí. «Señora, tan devoto
cual me sea posible, os agradezco
que del mundo mortal me hayáis sacado.

Mas decidme: ¿qué son las manchas negras
de este cuerpo, que a algunos en la tierra
hacen contar patrañas de Caín?»

Rió ligeramente, y «Si no acierta
-me dijo- la opinión de los mortales
donde no abre la llave del sentido,

punzarte no debieran ya las flechas
del asombro, pues sabes la torpeza
con que va la razón tras los sentidos.

Mas dime lo que opinas por ti mismo.»
Y yo: «Lo que aparece diferente,
cuerpos densos y raros lo producen.»

Y ella: «En verdad verás que lo que piensas
se apoya en el error, si bien escuchas
el argumento que diré en su contra.

La esfera octava os muestra muchas luces,
las cuales en el cómo y en el cuánto
pueden verse de aspectos diferentes.

Si lo raro y lo denso hicieran esto,
un poder semejante habría en todas,
en desiguales formas repartido.

Deben ser fruto las distintas fuerzas
de principios formales diferentes,
que, salvo uno, en tu opinión destruyes.

Aún más, si fuera causa de la sombra
la menor densidad, o tan ayuno
fuera de su materia en la otra parte

este planeta, o, tal como comparte
grueso y delgado un cuerpo, igual tendría
de éste el volumen hojas diferentes.

Si fuera lo primero, se vería
al eclipsarse el sol y atravesarla
la luz como a los cuerpos poco densos.

Y no sucede así. por ello lo otro
examinemos; y si lo otro rompo,
verás tu parecer equivocado.

Si no traspasa el trozo poco denso,
debe tener un límite del cual
no le deje pasar más su contrario;

y de allí el otro rayo se refleja
como el color regresa del cristal
que por el lado opuesto esconde plomo.

Dirás que se aparece más oscuro
el rayo más aquí que en otras partes,
porque de más atrás viene el reflejo.

De esta objeción pudiera liberarte
la experiencia, si alguna vez lo pruebas,
que es la fuente en que manan vuestras artes.

Coloca tres espejos; dos que disten
de ti lo mismo, y otro, más lejano,
que entre los dos encuentre tu mirada.

Vuelto hacia ellos, haz que tras tu espalda
te pongan una luz que los alumbre
y vuelva a ti de todos reflejada.

Aunque el tamaño de las más distantes
pueda ser más pequeño, notarás
que de la misma forma resplandece.

Ahora, como a los golpes de los rayos
se desnuda la tierra de la nieve
y del color y del frío de antes,

al quedar de igual forma tu intelecto,
de una luz tan vivaz quiero llenarle,
que en ti relumbrará cuando la veas.

Dentro del cielo de la paz divina
un cuerpo gira en cuyo poderío
se halla el ser de las cosas que contiene.

El siguiente, que tiene tantas luces,
parte el ser en esencias diferentes,
contenidas en él, mas de él distintas.

Los círculos restantes de otras formas
la distinción que tienen dentro de ellos
disponen a sus fines y simientes.

Así van estos órganos del mundo
como ya puedes ver, de grado en grado,
que dan abajo lo que arriba toman.

Observa atento ahora cómo paso
de aquí hacia la verdad que deseabas,
para que sepas luego seguir solo.

Los giros e influencias de los cielos,
cual del herrero el arte del martillo,
deben venir de los motores santos;

y el cielo al que embellecen tantas luces,
de la mente profunda que lo mueve
toma la imagen y la imprime en ellas.

Y como el alma llena vuestro polvo
por diferentes miembros, conformados
al ejercicio de potencias varias,

así la inteligencia en las estrellas
despliega su bondad multiplicada,
y sobre su unidad va dando vueltas.

Cada virtud se liga a su manera
con el precioso cuerpo al que da el ser,
y en él se anuda, igual que vuestra vida.

Por la feliz natura de que brota,
mezclada con los cuerpos la virtud
brilla cual la alegría en las pupilas.

Esto produce aquellas diferencias
de la luz, no lo raro ni lo denso:
y es el formal principio que produce,
conforme a su bondad, lo turbio o claro.»

CANTO III

El sol primero que me ardió en el pecho,
de la verdad habíame mostrado,
probando y refutando, el dulce rostro;

y yo por confesarme corregido
y convencido, cuanto convenía,
para hablar claramente alcé la vista;

mas vino una visión que, al contemplarla,
tan fuertemente a ella fui ligado,
que aquella confesión puse en olvido.

Como en vidrios diáfanos y tersos,
o en las límpidas aguas remansadas,
no tan profundas que el fondo se oculte,

se vuelven de los rostros los reflejos
tan débiles, que perla en blanca frente
no más clara los ojos la verían;

vi así rostros dispuestos para hablarme;
por lo que yo sufrí el contrario engaño
de quien ardió en amor de fuente y hombre.

En cuanto me hube dado cuenta de ellos,
creyendo que eran rostros reflejados,
para ver de quién eran me volví;

y nada vi, y miré otra vez delante,
fijo en la luz de aquella dulce guía
que, sonriendo, ardía en su mirada.

«No te asombre -me dijo-- que sonría
de tu infantil creencia, pues tus plantas
en la verdad aún no has asentado,

mas vuelves a lo vano, como sueles:
lo que ves son sustancias verdaderas,
puestas aquí pues rompieron sus votos.

Mas háblales y créete lo que escuches;
porque la cierta luz que las aplaca
no deja que sus pies se aparten de ella.»

Y a la que parecía más dispuesta
para hablar, me volví, y comencé casi
como aquel a quien turba un gran deseo:

«Oh bien creado espíritu, que sientes
de los eternos rayos la dulzura
que, no gustada, nunca se comprende,

feliz me harías si me revelaras
cuál es tu nombre y cuál es vuestra suerte.»
Y ella, al momento y con ojos risueños:

«Puerta ninguna cierra nuestro amor
a un justo anhelo, como el de quien quiere
que se parezca a sí toda su corte.

Fui virgen religiosa en vuestro mundo;
y si hace algún esfuerzo tu memoria,
no ha de ocultarme a ti el ser aún más bella,

mas reconocerás que soy Piccarda,
que, puesta aquí con estos otros santos
santa soy en la esfera que es más lenta.

Nuestros afectos, que sólo se inflaman
con el placer del Espíritu Santo,
gozan del orden que él nos ha dispuesto.

Y nos ha sido dado este destino
que tan bajo parece, pues quebramos
nuestros votos, que en parte fueron vanos.»

Y dije: «En vuestros rostros admirables
un no sé qué divino resplandece
que vuestra imagen primera transmuta:

por ello en recordar no estuve pronto;
pero ahora me ayuda lo que has dicho,
y ya te reconozco fácilmente.

Mas dime: los que estáis aquí gozosos
¿deseáis un lugar que esté más alto
y ver más y ser más de Dios amigos?»

Sonrió un poco con las otras sombras;
y luego me repuso tan alegre,
cual si de amor ardiera al primer fuego:

«Aquieta, hermano, nuestra voluntad
la caridad, haciendo que queramos
sin más ansiar, aquello que tenemos.

Si estar más elevadas deseásemos,
este deseo sería contrario
a lo que quiere quien aquí nos puso;

lo cual, como verás, es imposible,
si estar en caridad aquí es necesse
y consideras su naturaleza.

Esencial es al bienaventurado
con el querer divino conformarse,
para que se hagan unos los quereres;

y así el estar en uno u otro grado
en este reino, a todo el reino place
como al Rey que nos forma en sus deseos.

Y en su querer se encuentra nuestra paz:
y es el mar al que todo se dirige
lo que él crea o lo que hace la natura.»

Vi claramente entonces cómo el cielo
es todo paraíso, etsi la gracia
del sumo bien no llueva de igual modo.

Mas como cuando sacia un alimento
y aún tenemos más ganas de algún otro,
que uno pedimos y otro agradecemos,

hice yo así con gestos y palabras,
para saber cuál fuese aquel tejido
que hasta el fin no labró su lanzadera.

«Perfecta vida y méritos encumbran
-me dijo-- a una mujer por cuya regla
se visten velo y hábito en el mundo,

para que hasta el morir se vele y duerma
con esposo que acepta cualquier voto
que a su placer la caridad conforma.

Del mundo, por seguirla, jovencita
me escapé, refugiándome en sus hábitos,
y prometí seguir por su camino.

Hombres no al bien, al mal, acostumbrados,
luego del dulce claustro me raptaron.
Dios sabe cómo fue mi vida luego.

Y aquel otro esplendor que se te muestra
a mi derecha y a quien ilumina
toda la luz que brilla en nuestra esfera,

lo que dije de mí, también lo digo;
fue monja, y de igual forma le quitaron
de la frente la sombra de las tocas.

Mas cuando fue devuelta luego al mundo
contra su voluntad y buena usanza,
nunca el velo del alma le quitaron.

Esta es la luz de aquella gran Constanza
que engendró del segundo al ya tercero
y último de los vientos de Suabia.»

Así me dijo, y luego: «Ave María»
cantó y cantando se desvaneció
como en el agua honda algo pesado.

Mi vista que siguió detrás de ella
cuanto le fue posible, ya perdida,
se dirigió al objeto más querido,

y por entero se volvió a Beatriz;
pero ella fulgió tanto ante mis ojos,
que al principio no pude soportarlo,
y por esto fui tardo en preguntarle.

CANTO IV

Entre dos platos, igualmente ricos
y distantes, por hambre moriría
un hombre libre sin probar bocado;

así un cordero en medio de la gula
de fieros lobos, por igual temiendo;
y así estaría un perro entre dos gamos:

No me reprocho, pues, si me callaba,
de igual modo suspenso entre dos dudas,
porque era necesario, ni me alabo.

Callé, pero pintado mi deseo
en la cara tenía, y mi pregunta,
era así más intensa que si hablase.

Hizo Beatriz lo mismo que Daniel
cuando aplacó a Nabucodonosor
la ira que le hizo cruel injustamente;

Y dijo: «Bien conozco que te atraen
uno y otro deseo, y preocupado
tú mismo no los dejas que se muestren.

Te dices: "Si perdura el buen deseo,
la violencia de otros, ¿por qué causa
del mérito recorta la medida?"

También te causa dudas el que el alma
parece que se vuelva a las estrellas,
siguiendo la doctrina de Platón.

Estas son las cuestiones que en tu velle
igualmente te pesan; pero antes
la que tiene mas hiel he de explicarte.

El serafín que a Dios más se aproxima,
Moisés, Samuel, y aquel de los dos Juanes
que tú prefieras, y también María,

no tienen su acomodo en otro cielo
que estas almas que ahora se mostraron,
ni más o menos años lo disfrutan;

mas todos hacen bello el primer círculo,
y gozan de manera diferente
sintiendo el Soplo Eterno más o menos.

Si aquí los viste no es porque esta esfera
les corresponda, mas como indicando
que en la celeste ocupan lo más bajo.

Así se debe hablar a vuestro ingenio,
pues sólo aprende lo que luego es digno
de intelecto, a través de los sentidos.

Por esto condesciende la Escritura
a vuestra facultad, y pies y manos
le otorga a Dios, mas piensa de otro modo;

y nuestra Iglesia con figura humana
a Gabriel y a Miguel os representa,
y de igual modo al que sanó a Tobías.

Lo que el Timeo dice de las almas
no es similar a lo que aquí se muestra,
mas parece que diga lo que siente.

él dice que a su estrella vuelve el alma,
pues desde allí supone que ha bajado
cuando natura su forma le diera;

y acaso lo que piensa es diferente
del modo que lo dice, y ser pudiera
que su intención no sea desdeñable.

Si él entiende que vuelve a estas esferas
de su influjo el desprecio o la alabanza,
quizá a alguna verdad el arco acierte.

Torció, mal comprendido, este principio
a casi todo el mundo, y así Jove,
Mercurio y Marte fueron invocados.

Menos veneno encierra la otra duda
que te conmueve, porque su malicia
no podría apartarte de mi lado.

El que nuestra justicia injusta sea
a los ojos mortales, argumento
es de fe, no de herética perfidia.

Mas como puede vuestra inteligencia
penetrar fácilmente esta verdad,
como deseas, he de darte gusto.

Aun cuando aquel que la violencia sufre
a quien la fuerza nada le concede,
no están por ello estas almas sin culpa:

pues, sin querer, la voluntad no cede,
mas hace como el fuego, si le tuerce,
aunque sea mil veces, la violencia.

Si se doblega, pues, o mucho o poco,
sigue la fuerza; y así hicieron éstos,
que al lugar santo regresar pudieron.

Si su deseo firme hubiera sido,
como fue el de Lorenzo en su parrilla,
o con su mano a Mucio hizo severo,

a su camino habrían regresado
del que sacados fueron, al ser libres;
mas voluntad tan sólida es extraña.

Y por esta razón, si como debes
la comprendes, se rompe el argumento
que te habría estorbado aún muchas veces.

Mas ahora se atraviesa ante tus ojos
otro obstáculo, tal que por ti mismo
no salvarías, sin cansarte antes.

Yo te he enseñado como cosa cierta
que no puede mentir un alma santa,
pues cerca está de la verdad primera;

y después escuchaste de Piccarda
que Constanza guardó el amor del velo;
y así parece que me contradice.

Muchas veces, hermano, ha acontecido
que, huyendo de un peligro, de mal grado
se hacen cosas que hacerse no debieran;

como Almeón, que, al suplicar su padre
que lo hiciera, mató a su propia madre,
y por piedad se hizo despiadado.

En este punto quiero que conozcas
que la fuerza al querer se mezcla, haciendo
que no tengan disculpa las ofensas.

La Voluntad absoluta no consiente
el daño; mas consiente cuando teme
que en más penas caerá si lo rehúsa.

Así, cuando Piccarda dijo aquello
de la primera hablaba, y yo de la otra;
y las dos te dijimos la verdad.»

Fluyó así el santo río que salía
de la fuente en que toda verdad mana;
así mis dos deseos se aplacaron.

«Oh amada del primer Amante, oh diosa,
cuyas palabras --dije así me inundan,
y enardecen, que más y más me avivan,

no son mis facultades tan profundas
que a devolverte don por don bastasen;
mas responda por mí Quien ve y Quien puede.

Bien veo que jamás se satisface
sino con la verdad nuestro intelecto,
sin la cual no hay ninguna certidumbre.

Cual fiera en su cubil, reposa en ella
en cuanto que la alcanza; y puede hacerlo;
si no, frustra sería los deseos.

Por ello nacen dudas, cual retoños,
al pie de la verdad; y a lo más alto,
cima a cima, nos lleva de este modo.

Esto me invita y esto me da fuerzas
a preguntar, señora, reverente,
aún por otra verdad que me es oscura.

Quiero saber si pueden repararse
los votos truncos con acciones buenas,
que no pesaran poco en la balanza.»

Y Beatriz me miró, llenos sus ojos
de amorosas centellas tan divinas,
que, vencida, mi fuerza dio la espalda,
casi perdido con la vista en tierra.

CANTO V

«Si te deslumbro en el fuego de amor
más que del modo que veis en la tierra,
tal que venzo la fuerza de tus ojos,

no debes asombrarte; pues procede
de un ver perfecto, que, como comprende,
así en pos de aquel bien mueve los pasos.

Bien veo de qué forma resplandece
la sempiterna luz en tu intelecto,
que, una vez vista, amor por siempre enciende;

y si otra cosa vuestro amor seduce,
de aquella luz tan sólo es un vestigio,
mal conocido, que allí se refleja.

Quieres saber si con otras ofrendas,
halla reparo quien rompe su voto,
tal que en el juicio su alma esté segura.»

Así Beatriz principio dio a este canto;
y como el que el discurso no interrumpe,
prosiguió así sus santas enseñanzas:

«El don mayor que Dios en su largueza
hizo al crearnos, y el que más conforme
está con su bondad, y él más lo estima,

tal fue la libertad del albedrío;
del cual, a los que dio la inteligencia,
fueron y son dotados solamente.

Ahora verás, si tú deduces de esto,
el gran valor del voto, si se hace
cuando consiente Dios lo que consientes:

porque al cerrar el pacto Dios y el hombre
se hace holocausto de aquel gran tesoro,
que antes te dije; y lo hace un acto suyo.

¿Así pues qué reparo se hallaría?
Si piensas que usas bien lo que ofreciste,
con latrocinios quieres dar limosna.

Ya lo más importante te he explicado;
mas puesto que la Iglesia los dispensa
y esto a lo que te digo contradice,

en la mesa es preciso que aún te sientes,
pues el seco alimento que comiste,
para su digestión requiere ayuda.

Abre tu mente a lo que te revelo
y guárdalo bien dentro; pues no hay ciencia
si lo que has aprendido no retienes.

Dos cosas intervienen en la esencia
de este gran sacrificio: una es la cosa
que se ofrece; y la otra el pacto mismo.

Esta segunda nunca se cancela
si no es cumplida; y con respecto a ella
antes te hablé con toda precisión:

por ello los hebreos precisaron
el seguir ofreciendo, aunque la ofrenda
se pudiera cambiar, como ya sabes.

La otra, que te mostré como materia,
bien puede ser de un modo que no hay yerro
si por otra materia se permuta.

Mas la carga no debe transmutarse
libremente, y precisa de la vuelta
de la llave amarilla y de la blanca;

y sabrás que los cambios nada valen,
si la cosa dejada en la cogida
como el cuatro en el seis no se contiene.

Y por ello a las cosas tan pesadas
que la balanza inclinan por sí mismas,
satisfacer no puede otra ninguna

No bromeen con el voto los mortales;
sed fieles; mas no hacerlos ciegamente,
como Jefté ofreciendo lo primero;

quien hubiera mejor dicho "Mal hice",
que hacer peor cumpliéndolo; y tan necio
podrás llamar al jefe de los griegos,

por quien lloró Ifigenia su belleza,
y con ella las necios y los sabios
que han escuchado de tal sacrificio.

Sed, cristianos, más firmes al moveros:
no seáis como pluma a cualquier soplo,
y no penséis que os lave cualquier agua.

Tenéis el viejo y nuevo Testamento,
y el pastor de la Iglesia que os conduce;
y esto es bastante ya para salvaros.

Si otras cosas os grita la codicia,
¡sed hombres, y no ovejas insensatas,
para que no se burlen los judíos!

¡No hagáis como el cordero que abandona
la leche de su madre, y por simpleza,
consigo mismo a su placer combate!»

Así me habló Beatriz tal como escribo;
luego se dirigió toda anhelante
a aquella parte en que el mundo más brilla.

Su callar y el mudar de su semblante
a mi espíritu ansioso silenciaron,
que ya nuevas preguntas preparaba;

y así como la flecha da en el blanco
antes de que la cuerda quede inmóvil,
así corrimos al segundo reino.

Allí vi tan alegre a mi señora,
al encontrarse en la luz de aquel cielo,
que se volvió el planeta aún más luciente.

Y si la estrella se mudó riendo,
¡yo qué no haría que de mil maneras
soy por naturaleza transmutable!

Igual que en la tranquila y pura balsa
a lo que se les echa van los peces
y piensan que es aquello su alimento,

así yo vi que mil y aún más fulgores
venían a nosotros, y escuchamos:
«ved quién acrecerá nuestros amores».

Y así como venían a nosotros
se veía el placer que las colmaba
en el claro fulgor que desprendían.

Piensa, lector, si lo que aquí comienza
no siguiese, en qué forma sentirías
de saber más un anhelo angustioso;

y verás por ti mismo qué deseo
tenía de saber quién eran éstas,
cuando las vi delante de mis ojos.

«Oh bien nacido a quien el ver los tronos
del triunfo eternal fue concedido,
antes de que dejase la milicia.

de la luz que se extiende en todo el cielo
nos encendemos; por lo cual, si quieres
de nosotros saber, sáciate a gusto.»

De este modo una de esas almas pías
me dijo; y Beatriz: «Habla sin miedo,
y cree todas las cosas que te diga.»

«Bien puedo ver que anidas en tu propia
luz, y que la desprendes por los ojos,
porque cuando te ríes resplandecen;

mas no quien eres, ni por qué te encuentras
alma digna, en el grado de la esfera
que a los hombres ocultan otros rayos.»

Esto dije mirando a aquella lumbre
que primero me habló; y entonces ella
se hizo más luminosa que al principio.

Y como el sol que se oculta a sí mismo
por la excesiva luz, cuando disipa
el calor los vapores más templados,

al aumentar su gozo, se ocultó
en su propio fulgor la santa imagen;
y así me respondió, toda encerrada
del modo en que el siguiente canto canta.

CANTO VI

«Después que Constantino volvió el águila
contra el curso del cielo, que ella antes
siguió tras el esposo de Lavinia,

más de cien y cien años se detuvo
en el confín de Europa aquel divino
pájaro, junto al monte en que naciera;

a la sombra de las sagradas plumas
gobernó el mundo allí de mano en mano,
y así cambiando vino hasta las mías.

César fui, soy el mismo Justiniano
que quitó, inspirado del Espíritu,
lo excesivo y superfluo de las leyes.

Y antes de que a esta obra me entregara,
una naturaleza en Cristo sólo
creía, y esta fe me era bastante;

mas aquel santo Agapito, que fue
sumo pastor, a la fe verdadera
me encaminó con sus palabras santas.

Yo le creí; y claramente veo
lo que había en su fe, como tu ves
en la contradicción lo falso y cierto.

Y en cuanto que eché andar ya con la Iglesia,
por gracia a Dios le plugo el inspirarme
la gran tarea y me entregué de lleno;

y a Belisario encomendé las tropas,
quien gozó tanto del favor del cielo,
que fue señal de que en él reposara.

Ahora ya he contestado a tu primera
pregunta: mas me obliga a que te añada
su condición algunas otras cosas,

para que veas con cuánta injusticia se
mueve contra el signo sacrosanto
quien de él se apropia o quien a él se opone.

Mira cuánta virtud digno le hizo
de reverencia; ya desde la hora
en que murió Palante por su reino.

Sabes que en Alba tuvo su morada
más de trescientos años, hasta el día
que por él combatieron tres y tres

Y sabes lo que obró en siete reinados,
del mal de las Sabinas a Lucrecia,
venciendo en torno a los pueblos vecinos.

Y lo que obró llevado contra Breno
por los magnos romanos, contra Pirro,
y las otras repúblicas y príncipes;

donde Torcuato y Quincio, a quien dio nombre
su pelo descuidado, Fabios, Decios
ganaron fama que con gusto incienso.

Luego humilló el orgullo de los árabes
que tras Aníbal las alpestres rocas
de las que bajas tú, Po, atravesaron.

Bajo aquél, siendo aún jóvenes, triunfaron
Escipión y Pompeyo; y a ese monte
a cuyo pie naciste, le fue amargo.

Luego, cercano el tiempo en el que el cielo
quiso ordenar el mundo a su manera,
César por gusto de Roma lo obtuvo.

Y lo que obró desde el Varo hasta el Rin,
lo vio el Isara, el Era y lo vio el Sena
y los ríos que al Ródano engrandecen.

Lo que obró luego al marcharse de Rávena
y cruzó el Rubicón, fue tan aprisa
que ni pluma ni lengua alcanzarían.

Luego marchó con sus tropas a España,
luego a Durazzo, y tal golpe en Farsalia
dio, que hasta el Nilo se dolió del daño.

A Antandro y al Simoes, patria suya,
vio otra vez, y el lugar que a Héctor sepulta;
y partió para mal de Tolomeo.

De allí fue como un rayo contra Juba;
y desde allí se volvió al occidente
donde escuchó la trompa pompeyana.

Por lo que obró en las manos del siguiente,
en el infierno ladran Bruto y Casio,
y se dolieron Módena y Perugia.

Aún lo llora la triste de Cleopatra,
que, escapando de aquél, con la culebra
se dio la muerte atroz e inesperada.

Con él llegó a la orilla del mar Rojo,
con él en tanta paz al mundo puso,
que las puertas de Jano se cerraron.

Mas lo que el signo del que estoy hablando,
hizo primeramente y luego haría,
por el reino mortal al que subyuga,

se vuelve en apariencia oscuro y poco,
si en manos del tercer César la vemos
con vista clara y con afecto puro;

pues la viva justicia que me inspira,
le concedió, en las manos del que digo,
la gloria de vengar su santa cólera.

Y asómbrate de lo que digo ahora:
corrió después con Tito a hacer venganza
de la venganza del pecado antiguo.

Y al morder los lombardos a la Santa
Iglesia con sus dientes, Carlomagno
la socorrió, venciendo, con sus alas.

Ahora puedes juzgar a esos que antes
me escuchaste acusar, y sus pecados,
que son causa de todas vuestras penas.

Uno al signo común los amarillos
lirios opone, y otro se lo apropia,
y es difícil saber quién más se engaña.

Urdan los gibelinos, urdan tretas
bajo otro signo, que mal sigue a éste
aquel que de él aparta la justicia;

y que este nuevo Carlos no lo abata
con sus güelfos, mas tema de sus garras
que a leones más fuertes han vencido.

¡Muchas veces los hijos han llorado
por las culpas del padre, y no se crea
que Dios cambie su emblema por las lises!

Esta pequeña estrella se engalana
de los buenos espíritus activos
para que fama y honra les alcance;

y cuando a esto dirigen sus deseos,
desviándose así, más apagados
del verdadero amor los rayos sienten.

Mas comparar los méritos y el premio
de nuestra dicha también forma parte,
no viéndolos mayores ni menores.

Tal nos endulza la viva justicia
el afecto, y por ello no se puede
ya a la malicia nunca desviarlo.

Diversas voces cantan dulces notas;
tal los diversos grados de esta vida
dulce armonía en estas ruedas forman.

Y dentro de esta perla en la que estamos
luce la luz de Romeo, de quien
fue su gran obra mal agradecida.

Pero sus enemigos provenzales
no ríen; pues camina erradamente
el que se duele del bien de los otros.

Cuatro hijas tuvo, y las cuatro reinaron,
Raimundo Berenguer, y esto lo hizo
Romeo, un hombre humilde y peregrino

Y luego las calumnias le movieron a
pedirle las cuentas a este justo,
quien devolvió siete y cinco por diez,

tras de lo cual partió, viejo y mendigo;
y si el mundo supiera su coraje
mendigando su vida hogaza a hogaza
mucho lo alaba, y más lo alabaría.

CANTO VII

«Ossanna, sanctus Deus sabaoth,
superilunstrans claritate tua
felices ignes borum malacth!»

De este modo, volviéndose a sus notas,
escuché que cantaba esa sustancia,
sobre la cual doble luz se enduaba;

y reemprendió su danza con las otras,
y como velocísimas centellas
las ocultó la súbita distancia.

Dudoso estaba y me decía: «¡Dile!
Dile, dile -decía- a mi señora
que mi sed sacie con su dulce estilo.»

Mas el respeto que de mí se adueña
tan sólo con la B o con el IZ,
como el sueño la frente me inclinaba.

Poco tiempo Beatriz consintió esto,
y empezó, iluminándome su risa,
que aun en el fuego me haría dichoso:

«Según mi parecer siempre infalible,
cómo justa venganza justamente
ha sido castigada, estás pensando;

mas yo desataré pronto tu mente;
y escúchame, porque lo que te diga
te hará el regalo de una gran certeza.

Por no poner a la virtud que quiere
un freno por su bien, el no nacido,
se condenó a sí mismo y su progenie;

por lo cual los humanos muchos siglos
en el error yacieron como enfermos,
hasta que al Verbo descender le plugo,

y la naturaleza extraviada
de su creador, añadió a su persona,
sólo por obra de su amor eterno

Ahora atiende a lo que ahora se razona:
a su hacedor unida esta natura,
cual fue creada fue sincera y buena;

mas desterrada fue del Paraíso
estando sola, pues torció el camino
de la verdad y de su propia vida.

Y así la pena de la cruz, medida
con la naturaleza que asumiera,
aplicóse más justa que ninguna;

y así ninguna fue tan injuriosa,
si a la persona que sufrió atendemos,
a la que se juntara esa natura.

Mas tuvo un acto efectos diferentes:
plació una muerte a Dios y a los judíos;
hizo temblar la tierra y abrió el cielo.

Ya no te debe parecer extraño,
al escuchar que una justa venganza
castigó luego un justo tribunal.

Mas ahora veo oprimida tu mente
de un pensamiento en otro por un nudo,
que ardientemente desatar esperas.

Te dices: "Bien comprendo lo que escucho;
mas porque Dios quisiera, se me esconde,
de redimirnos esta forma sólo."

Sepultado está, hermano, este decreto
a los ojos de aquellos cuyo ingenio
en la llama de amor no ha madurado.

Y en verdad, como en este punto mucho
se considera y poco se comprende,
diré por qué este modo fue el más digno.

La divina bondad, que de sí aparta
cualquier rencor, ardiendo en sí, destella
las eternas bellezas desplegando.

Lo que sin mediación de ella destila
luego no tiene fin, porque su impronta
nunca se borra en donde pone el sello.

Lo que sin mediación llueve de ella
del todo es libre porque no depende
de la influencia de las nuevas cosas.

Más le placen, pues más se le asemejan;
que el santo amor que toda cosa irradia,
es más brillante en la más parecida.

Tiene ventaja en todos estos dones
la humana criatura, y si uno falta,
privada debe ser de su nobleza.

Sólo el pecado es el que la encadena
del sumo bien haciéndola distinta,
por lo que con su luz poco se adorna;

y a aquella dignidad ya nunca vuelve
si no llena el vacío de la culpa
con justas penas contra el mal deleite.

Vuestra naturaleza, al pecar tota
en su simiente, de estas dignidades,
como del paraíso, fue apartada;

sin poder recobrarla, si lo piensas
bien sutilmente, por ningún camino
que por estos dos vados no atraviese:

o que Dios solo generosamente
perdonara, o el hombre por sí mismo
diese satisfacción de su locura.

Ahora clava la vista en el abismo
del eterno saber, a mis palabras
cuanto puedas atentamente fijo.

No podría en sus límites el hombre
satisfacer, pues no puede ir abajo
luego con humildad obedeciendo,

cuanto desobediente quiso alzarse;
y es esta la razón que incapacita
a reparar al hombre por sí mismo.

A Dios, pues, convenía con sus medios
al hombre devolver la vida entera,
con uno digo, o con los dos acaso.

Mas pues la obra es tanto más querida
por quien la hace, cuanto más nos muestra
el pecho bondadoso del que sale,

la divina bondad que el mundo sella,
de proceder por todos sus caminos
gustó para volvernos a lo alto.

Y entre la última noche y el primero
de los días, un hecho tan sublime
por uno y otro, ni hubo ni lo habrá:

pues fue más generoso al darse él mismo,
para hacer digno al hombre de elevarse,
Dios, que si hubiera sólo perdonado;

y ningún otro modo le bastaba
a la justicia, si el Divino Hijo
no se hubiese humillado al encarnarse.

Ahora para calmar cualquier deseo,
vuelvo para aclararte sólo un punto
para que puedas, como yo, entenderlo.

Tú dices: "Veo el fuego, y veo el agua,
la tierra, el aire y sus combinaciones
que se corrompen y que duran poco;

y creadas han sido sin embargo;
por lo que, si es verdad lo que me has dicho
de corrupción debieran verse libres."

Los ángeles, hermano, y este puro
país en el que estamos, fueron hechos
tal como son, en su entera existencia;

pero los elementos que has nombrado
y aquellas cosas que proceden de ellos
de creada potencia toman forma.

Creada fue la materia que tienen;
creada fue la potencia formante
en los astros que en torno suyo giran.

Las luces santas sacan con su rayo
de su virtualidad y con sus giros
el alma de las plantas y los brutos;

pero sin mediación la vuestra exhala
la suprema bondad, y la enamora
de sí, tal que por siempre la desea.

Y deducir aún puedes de este punto
vuestra resurrección, si otra vez piensas
cómo la humana carne fue creada
al ser creados los primeros padres.»

CANTO VIII

Solía creer el mundo erradamente
que la bella Cipriña el amor loco
desde el tercer epiciclo irradiaba;

y por esto no honraban sólo a ella
con sacrificios y votivos ruegos
en su antiguo extravío los antiguos;

mas a Dione honraban y a Cupido,
por madre a una, al otro como hijo,
y en el seno de Dido lo creían;

y por la que he citado en el comienzo,
le pusieron el nombre a aquella estrella
que al sol recrea de nuca o de frente.

Hasta ella ascendí sin darme cuenta;
pero me confirmó que en ella estaba
el ver aún más hermosa a mi señora.

Y cual la chispa se observa en la llama,
y una voz se distingue entre las voces,
si una se para y otra el canto sigue,

en esa luz vi yo otras luminarias
dar vuelta más o menos velozmente,
acordes, pienso, a su visión interna.

De fría nube vientos no descienden,
tan raudos, ya visibles, ya invisibles,
que ni lentos ni torpes pareciesen

a quien hubiese esas luces divinas
visto venir, dejando aquella danza
que empezaba en los altos serafines;

y en los primeros que se aparecieron
tal hosanna se oía, que las ansias
de escucharlo otra vez nunca he perdido.

Entonces uno se acercó a nosotros
y dijo: «Estamos todos preparados
para darte placer y recrearte.

Girarnos con los príncipes celestes
con un mismo girar y una sed misma,
de la cual tú en el mundo ya cantaste:

«Los que moveis pensando el tercer áeio»;
y tal amor nos colma, que no menos
dulce, por complacerte, es el pararnos.»

Luego de haber mis ojos reverentes
puesto en mi dama, y que ella les hubiera
satisfecho mostrando su aquiescencia,

volviéronse a la luz que una tan grande
promesa había hecho, y: «Quiénes sois»
dijo mi voz de gran afecto llena.

¡Y cuánto y cómo vi que se crecía
con esta dicha nueva que aumentaba
su dicha, al dirigirle mi pregunta!

Dijo, así transformada: «Poco tiempo
del mundo fui; y si más hubiera sido,
muchos males que habrá, no los habría.

Mi contento no deja que me veas
porque brillando alrededor me oculta
como animal en su seda encerrado.

Mucho me amaste, y tuviste motivos;
pues si hubiese vivido, hubieras visto
de mi cariño más que sólo hojas.

Aquella orilla izquierda que al mezclarse
bañan el río Ródano y el Sorga,
por señor a su hora me esperaba,

Y aquel cuerno de Ausonia limitado
por Catona, por Baria, por Gaeta,
donde el Verde y el Tronto desembocan.

Ya lucía en mi frente la corona
de aquella tierra que el Danubio riega
cuando abandona la margen tedesca.

Y la hermosa Trinacria, que se anubla
entre Peloro y Pachino, en el golfo
que el ímpetu del Euro más recibe,

no por Tifeo sino del azufre,
aún hubiera esperado sus monarcas,
de Carlos y Rodolfo en mí nacidos,

si el mal gobierno, que atormenta siempre
a los pueblos sujetos no forzase
a gritar a Palermo: "Muerte, muerte."

Y si mi hermano hubiese esto previsto,
de Cataluña la pobreza avara
evitaría que daño le hiciese;

pues proveer debieran ciertamente,
él u otros, a fin de que a su barca
cargada, aún otra carga no se agregue.

Y su carácter que de largo a parco
bajó, precisaría capitanes
no preocupados de amasar dinero.»

«Puesto que creo que la alta alegría
que tu hablar, señor mío, me ha causado,
donde se inicia y cesa todo bien

la ves del mismo modo que la veo,
me es más grata; y también me causa gozo
pues contemplando a Dios la has advertido.

Gusto me diste, ponme en claro ahora,
pues me han causado dudas tus palabras,
cómo dulce semilla da amargura.»

Esto le dije; y él a mi «Si puedo
mostrarte una verdad, a tu pregunta
el rostro le darás y no la espalda.

El bien que todo el reino que tú asciendes
alegra y mueve, con su providencia
hace que influyan estos grandes cuerpos.

Y no sólo provistas las naturas
son en la mente que por sí es perfecta,
mas su conservación a un tiempo mismo:

por lo que todo aquello que dispara
este arco a su fin previsto llega,
cual se clava la flecha en su diana.

Si así no fuese, el cielo que recorres
tendría de este modo efectos tales
que no serían arte, sino ruinas;

y esto no puede ser, si los ingenios
que las estrellas mueven no son torpes,
y torpe aquel que las creó imperfectas.

¿Quieres que esta verdad te aclare un poco?»
Y yo: «No; pues ya sé que es imposible
que a lo que es necesario Dios faltase.»

Y él: «Dime, ¿no sería para el hombre
peor si no viviese en sociedad?»
«Sí -respondí- y la causa no preguntó.»

«¿Y puede ser así, si no se tienen
diversamente oficios diferentes?
No, si bien lo escribió vuestro maestro.»

Fue hasta aquí de este modo deduciendo;
y luego concluyó: «Luego diversas
serán de vuestros hechos las raíces:

por lo que uno es Solón y el otro es Jerjes,
y otro Melchisedec, y el otro aquel
que, volando en el aire, perdió al hijo.

La circular natura, que es el sello
de la cera mortal, obra con tino,
mas no distingue de uno al otro albergue.

Por eso ya en el vientre se apartaron
Esaú de Jacob; y de un vil padre
nació Quirino, a Marte atribuido.

La natura engendrada haría siempre
su camino al igual que la engendrante,
si el divino poder no la venciese.

Ahora tienes delante lo de atrás:
mas por que sepas que de ti me gozo,
quiero añadirte aún un corolario.

Si la naturaleza encuentra un hado
adverso, como todas las simientes
fuera de su región, da malos frutos.

Y si el mundo de abajo se atuviera
al fundamento que natura pone,
siguiendo a éste habría gente buena.

Mas vosotros hacéis un religioso
de quien nació para ceñir espada,
y hacéis rey del que gusta de sermones;
y así pues vuestra ruta se extravía.»

CANTO IX

Después, Bella Clemencia, que tu Carlos
las dudas me aclaró, contó los fraudes
que debiera sufrir su descendencia;

mas dijo: «Calla y deja andar los años»;
nada pues os diré, sólo que un justo
duelo vendrá detrás de vuestros males.

Y ya el alma de aquel santo lucero
se había vuelto al sol que le llenaba
como aquel bien que colma cualquier cosa.

¡Ah criaturas impías, necias almas,
que el corazón torcéis de un bien tan grande,
hacia la vanidad volviendo el rostro!

Y entonces otro de los esplendores
vino a mí, y que quería complacerme
el brillo que esparcía me mostraba

Los ojos de Beatriz, que estaban fijos
sobre mí, igual que antes, asintieron
dando consentimiento a mi deseo.

«Dale compensación pronto a mis ansias,
santo espíritu y muéstrame -le dije-
que lo que pienso pueda en ti copiarse.»

Y aquella luz a quien no conocía,
desde el profundo seno en que cantaba,
dijo como quien goza el bien haciendo:

«En esa parte de la depravada
Italia que se encuentra entre Rialto
y las fuentes del Brenta y del Piave,

un monte se levanta, no muy alto,
desde el cual descendió una mala antorcha
que infligió un gran estrago a la comarca.

De una misma raíz nacimos ambos:
Cunizza fui llamada, y aquí brillo
pues me venció la lumbre de esta estrella.

Mas alegre a mí misma me perdono
la causa de mi suerte, y no me duelo;
y esto tal vez el vulgo no lo entienda.

De la resplandeciente y cara joya
de este cielo que tengo más cercana
quedó gran fama; y antes de extinguirse,

se quintuplicará este mismo año:
mira si excelso debe hacerse el hombre,
tal que otra vida a la vida suceda.

Y esto no piensa la turba presente
que el Tagliamento y Adigio rodean:
ni aun siendo golpeada se arrepiente;

mas pronto ocurrirá que Padua cambie
el agua del pantano de Vincenza,
porque son al deber gentes rebeldes;

y donde el Silo y el Cagnano se unen,
alguien aún señorea con orgullo,
y ya se hace la red para atraparle.

Llorará también Feltre la traición
de su impío pastor, y tan enorme
será, que en Malta no hubo semejante.

Muy grande debería ser la cuba
que llenase la sangre ferraresa,
cansando a quien pesara onza por onza,

la que dará tan cortés sacerdote
por mostrar su partido; y dones tales
al vivir del país se corresponden.

Hay espejos arriba que vosotros
llamáis Tronos, y Dios por medio de ellos
nos alumbra, y mis dichos certifican.»

Aquí dejó de hablar; y me hizo un gesto
de volverse a otra cosa, pues se puso
una vez más en la rueda en la que estaba.

El otro gozo a quien ya conocía
como preciada cosa, ante mis ojos
era cual un rubí que el sol hiriese.

Arriba aumenta el resplandor gozando,
como la risa aquí; y la sombra crece
abajo, al par que aumenta la tristeza.

«Dios lo ve todo, y tu mirar se enela
-le dije santo espíritu, y no puede
para ti estar oculto algún deseo.

Por lo tanto tu voz, que alegra el cielo
con el cantar de aquellos fuegos píos
que con seis alas hacen su casulla,

¿por qué no satisface mis deseos?
No esperaría yo a que preguntaras
si me intuara yo cual tú te enmías.»

«El mayor valle en que el agua se vierte
-sus palabras entonces me dijeron-
fuera del mar que a la tierra enguirnalda,

entre enemigas playas contra el curso
del sol tanto se extiende, que ya hace
meridiano donde antes horizonte.

Ribereño fui yo de aquellas costas
entre el Ebro y el Magra, que divide
en corto trecho Génova y Toscana.

Casi en un orto mismo y un ocaso
están Bugía y mi ciudad natal,
que enrojeció su puerto con su sangre.

Era llamado Folco por la gente
que sabía mi nombre; y a este cielo,
como él me iluminó, yo ahora ilumino;

que más no ardiera la hija de Belo,
a Siqueo y a Creusa dando enojos,
que yo, hasta que mi edad lo permitía;

ni aquella Rodopea que engañada
fue por Demofoonte, ni Alcides
cuando encerró en su corazón a Iole.

Pero aquí no se llora, mas se ríe,
no la culpa, que aquí no se recuerda,
sino el poder que ordenó y que provino.

Aquí se admira el arte que se adorna
de tanto afecto, y se comprende el bien
que hace que influya abajo lo de arriba.

Y a fin de que colmados tus deseos
lleves que en esta esfera te han surgido,
debiera referirte aún otras cosas.

Quieres saber quién hay en esa hoguera
que aquí cerca de mí lanza destellos
como el rayo de sol en aguas limpias.

Sabrás que en su interior se regocija
Raab; y en compañía de este coro,
en su más sumo grado resplandece.

A nuestro cielo, en que la sombra acaba
de vuestro mundo, aún antes que alma alguna
por el triunfo de Cristo, fue subida.

Convenía ponerla por trofeo
en algún cielo, de la alta victoria
obtenida con una y otra palma,

pues ella el primer triunfo de Josué
favoreció en la Tierra Prometida,
que poco tiene el Papa en la memoria.

Tu ciudad, que es retoño del primero
que a su creador volviera las espaldas,
cuya envidia ha causado tantos males,

crea y propaga las malditas flores
que han descarriado a ovejas y a corderos,
pues al pastor en lobo han convertido.

Por esto el Evangelio y los Doctores
se olvida, y nada más las Decretales
se estudian, cual sus márgenes indican.

De esto el Papa y la curia se preocupa;
y a Nazaret no van sus pensamientos,
allí donde Gabriel abrió las alas.

Mas pronto el Vaticano y otros sitios
elegidos de Roma, cementerios
de la milicia que a Pedro siguiera,
del adulterio habrán de verse libres.»

CANTO X

Con el Amor que eternamente mana
del uno al otro, contemplando al Hijo
la Potencia primera e inefable

cuanto en espacio o mente se concibe
con tanto orden creó, que estar no puede
sin gustar de ello aquel que vuelve a verlo.

Alza, lector, hacia las altas ruedas
con la mía tu vista, hacia aquel sitio
donde dos movimientos se entrecruzan;

y allí comienza a disfrutar del Arte
de aquel maestro que tanto lo ama
en sí, que nunca de él quita la vista.

Mira cómo de allí se aparta el círculo
oblicuo que conduce los planetas,
satisfaciendo al mundo que los llama.

Pues no siendo inclinado su camino,
vano sería el influir del cielo
y casi muerta aquí cualquier potencia;

y si más o si menos se alejara
girando, de la perpendicular,
se rompería el orden de los mundos.

Quédate ahora, lector, sobre tu banco,
meditando en aquello que sugiero,
si quieres disfrutar y no cansarte.

Te lo he mostrado: come tú ahora de ello;
que a ella reclama todos mis cuidados
esa materia de que soy escriba.

De la naturaleza el gran ministro,
que la virtud del cielo imprime al mundo
y es la medida, con su luz, del tiempo,

a aquella parte arriba mencionada
junto, giraba por las espirales
que le traen cada día más temprano;

y yo estaba con él; mas del subir
no me di cuenta, como aquel que nota,
tras la idea, de dónde le ha venido.

Era Beatriz aquella que guiaba
de un bien a otro mejor, tan raudamente
que el tiempo no medía sus acciones.

¡Cuán luminosa debería ser
por sí, la que en el sol donde yo entraba
no por color, por luz era visible!

Aunque costumbre, ingenio y arte invoque
no diría lo nunca imaginado;
mas puede ser creído y desear verlo.

Y si son bajas nuestras fantasías
a tanta altura, no hay por qué extrañarse;
que más que el Sol no hay ojos que hayan visto.

Tal se mostraba la cuarta familia
del Alto Padre, que siempre la sacia,
mostrando cómo espira y cómo engendra.

Y comenzó Beatriz: «Dale las gracias
al angélico sol, puesto que a éste
sensible te ha traído a gusto suyo.»

Nunca hubo un corazón tan entregado
a devoción y a someterse a Dios
prestamente con toda gratitud,

como yo al escuchar esas palabras;
y tanto todo en él mi amor se puso,
que a Beatriz, eclipsó en el olvido.

No se enfadó; mas se rió en tal forma,
que el esplendor de sus risueños ojos
mi mente unida dividió en más cosas.

Muchos fulgores vivos y triunfantes
vi en torno nuestro como una corona,
en voz más dulce que en rostro lucientes:

ceñida así la hija de Latona
vemos a veces, cuando el aire es denso,
y retiene los restos de su halo.

En la corte celeste que he dejado,
bellas y ricas se hallan muchas joyas
que no pueden sacarse de aquel reino;

y de éstas era el canto de las luces;
quien no tiende sus plumas a lo alto,
como de un mudo espera las noticias.

Luego, cantando así, los rojos soles
a nuestro alrededor tres vueltas dieron,
cual astros cerca de los polos fijos,

pareciendo mujeres que no rompen
su danza, más calladas se detienen
para escuchar la nueva melodía;

y escuché dentro de una de ellas: «Cuando
el rayo de la gracia, en que se enciende
un verdadero amor que amando aumenta,

tanto ilumina en ti multiplicado,
que por esa escalera te conduce
que nadie baja sin subir de nuevo;

quien te negase el vino de su bota
para tu sed, más libre no sería
que el agua de correr hacia los mares.

Quieres saber qué flores engalanan
esta guirnalda con que se embellece
la hermosa dama que al cielo te empuja.

Yo fui cordero del rebaño santo
que conduce Domingo por la senda
que hace avanzar a quien no se extravía.

Este que a mi derecha está más cerca
fue mi hermano y maestro, él es Alberto
de Colonia, y yo soy Tomás de Aquino.

Y si quieres saber de los demás
sigue con tu mirada mis palabras
dando la vuelta en este santo círculo.

Sale aquel resplandor de la sonrisa
de Graziano, que al uno y otro fuero
dio su ayuda, ganando el paraíso.

Quien cerca de él adorna nuestro coro
fue el Pedro que al igual que aquella viuda,
su tesoro ofreció a la Santa Iglesia.

La quinta luz, de todas la más bella,
respira tanto amor, que todo el mundo
saber aquí desea sus noticias;

dentro está la alta mente, en la que tanto
saber latió, que si lo cierto es cierto,
a tanto ver no surgió aún un segundo.

Ve la luz de aquel cirio, junto a ella
que aun en carne mortal por dentro supo
la angélica natura y sus oficios.

En la luz pequeñita está riendo
el abogado de tiempos cristianos
cuyos latines a Agustín sirvieron.

Ahora si el ojo de la mente llevas
de luz en luz tras de mis alabanzas,
ya de la octava te encuentras sediento.

Viendo todos los bienes dentro goza
el alma santa que el mundo falaz
de manifiesto pone a quien le escucha:

el cuerpo del que fue arrojada yace
allá abajo en Cieldauro; y a esta calma
vino desde el martirio y el destierro

ve más allá las llamas del espíritu
de Isidoro, de Beda y de Ricardo,
que en su contemplación fue más que un hombre.

Esa de la cual pasa a mí tu vista,
es la luz de un espíritu que tarde
meditando, pensaba que moría:

esa es la luz eterna de Sigiero
que, enseñando en el barrio de la Paja,
silogismo verdades envidiadas.»

En fin, lo mismo que un reloj que llama
cuando la esposa del Señor despierta
a que cante maitines a su amado,

que una pieza a la otra empuja y urge,
tintineando con tan dulces notas,
que el alma bien dispuesta de amor llenan;

así vi yo la rueda gloriosa
moverse, voz a voz dando respuesta
tan suave y templada, que tan sólo
se escucha donde el gozo se eterniza.

CANTO XI

¡Oh cuán vano el afán de los mortales,
qué mezquinos son esos silogismos
que las alas te arrastran por el suelo!

Tras de los aforismos o los Iura
iban unos, o tras del sacerdocio
o del mandar por fuerza o por sofismas.

tras negocios civiles o robando,
o envueltos en el gozo de la carne
se fatigaban, o en la vida ociosa,

cuando, de todas estas cosas libre,
con Beatriz por el cielo caminaba
de forma tan gloriosa recibido.

Después que cada uno volvió al punto
del círculo en el que antes se encontraba,
se detuvo, cual vela en candelero.

Y yo escuché dentro de esa lumbrera
que antes me había hablado, sonriendo,
palabras que le daban aún más lustre:

«Igual que yo con sus rayos me enciendo,
así, mirando en esa luz eterna,
adivino el porqué de lo que piensas.

Tú dudas y deseas que te aclare
con un lenguaje claro y manifiesto,
para entender aquello que te digo,

donde antes dije: «Por donde se avanza»,
o donde dije: «No nació un segundo»;
y es necesario distinguir en esto.

La Providencia que gobierna el mundo
de modo que derrota a cualquier mente
creada, antes que llegue a ver el fondo,

para que caminase a su deleite
la esposa de quien quiso desposarla
con su bendita sangre a grandes voces,

sintiéndose más fiel y más segura,
dos príncipes mandó para ayudarla,
y en una cosa y otra la guiasen.

Todo en fuego seráfico uno ardía;
por su saber el otro fue en la tierra
de querúbica luz un resplandor.

De uno hablaré, si bien de ambos se habla
alabando a cualquiera de los dos,
puesto que a un mismo fin se encaminaron.

Entre Tupino y el agua que baja
de la cima escogida por Ubaldo,
fértil ladera pende de alto monte,

que el frío y el calor manda a Perugia
por la Puerta del Sol; y detrás lloran
Nocera y Gualdo su pesado yugo.

Por donde esta ladera disminuye
su pendiente, nacióle un sol al mundo,
como hace a veces éste sobre el Ganges.

Y así pues quien a aquel lugar nombrara
que no le llama Asís, pues esto es poco,
sino Oriente, si quiere ser exacto.

No se hallaba del orto muy distante,
cuando a la tierra por su gran virtud
logró hacer que sintiese algún consuelo;

que por tal dama, aún jovencito, en guerra
con su padre incurrió, a la cual las puertas
del gozo, cual a muerte, no abre nadie;

y ante toda su corte espiritual
et coram patrem a ella quiso unirse;
luego la amó más fuerte cada día.

ésta, privada del primer marido,
mil cien años y más vivió olvidada
sin que nadie, hasta aquél, la convidase;

no valió oír que al lado de Amiclates
segura la encontró, al oír sus voces,
aquel que fue el terror del mundo entero;

ni le valió haber sido tan constante
y firme, que al quedar María abajo,
ella sobre la cruz lloró con Cristo.

Pero para no hablarte tan oscuro,
Francisco y la Pobreza estos amantes
has de saber que son de los que te hablo.

Su concordia y sus rostros tan felices,
amor y maravilla y gestos dulces,
inspiraban muy santos pensamientos;

tanto que aquel Bernardo venerable
se descalzó, y detrás de tanta paz
corrió, y corriendo tardo se creía.

¡Oh secreta riqueza! ¡Oh bien fecundo!
Egidio se descalza, el buen Silvestre,
tras del esposo, así a la esposa place

De allí se fue aquel padre, aquel maestro
con su mujer y su demás familia
que el humilde cordón ya se ceñía.

No le inclinó la frente la vergüenza
de ser hijo de Pietro Bernardone,
ni porque pareciera despreciable;

mas dignamente su dura intención
a Inocencio le abrió, y de aquél obtuvo
el permiso primero de su orden.

Después creciendo ya los pobrecillos
detrás de aquél, cuya admirable vida
mejor gloriando al cielo se cantara,

de segunda corona el Santo Espíritu
ciñó, por mediación de Honorio, aquel Honorio II aprobó
definitivamente la Orden en .
santo deseo de este archimandrita.

Y después que, sediento de martirio,
en la presencia del Sultán soberbia
predicó a Cristo y quienes le siguieron,

y encontrando a esas gentes demasiado
reacias, para no estar inactivo,
volvióse al fruto del huerto de Italia,

en el áspero monte entre Arno y Tiber
de Cristo recibió el último sello,
que sus miembros llevaron por dos años.

Cuando el que a tanto bien le destinara
quiso hacerle subir al galardón
que él mereció por hacerse pequeño,

a sus hermanos, como justa herencia,
recomendó su dama más querida,
y les mandó que fielmente la amasen;

y de su seno el ánima preclara
quiso salir y volver a su reino,
y para el cuerpo otra caja no quiso.

Ahora piensa en quien fuese aquel colega
digno con él de mantener la barca
de Pedro en alta mar derechamente;

y este segundo fue nuestro patriarca;
por lo cual, quien le sigue, como él manda,
sabe que carga buenas mercancías.

Mas su rebaño, de nuevas viandas
se encuentra tan ansioso, que es difícil
que por pastos errados no se pierda;

y cuanto sus ovejas más se apartan
y más lejos de aquél vagabundean,
más tornan al redil faltas de leche.

Aún hay algunos que temen el daño
y a su pastor se estrechan; mas tan pocas
que a sus capas les basta poca tela.

Ahora, si te han bastado mis palabras
y si me has escuchado atentamente,
si recuerdas aquello que te he dicho,

en parte habrás tus ganas satisfecho
al ver por qué la planta se marchita,
y verás por qué causa yo te dije
"Que hace avanzar a quien no se extravía".

CANTO XII

Tan pronto como la última palabra
la bienaventurada llama dijo,
a girar comenzó la santa rueda;

y aún su vuelta no había completado,
cuando otra rueda giró en su redor,
uniendo canto a canto y giro a giro;

canto que tanto vence a nuestras musas
y sirenas en esas dulces trompas,
como la luz primera a sus reflejos.

Como se ven tras la nube ligera
dos arcos paralelos y de un mismo
color, cuando a su sierva envía Juno,

que aquel de fuera nace del de dentro,
al modo del hablar de aquella hermosa
que agostó Amor cual sol a los vapores,

haciendo que la gente esté segura,
por el pacto que Dios hizo a Noé,
que al mundo nunca más anegaría:

así de aquellas rosas sempiternas
las dos guirnaldas cerca de nosotros
giraba, respondiendo una a la otra.

Cuando la danza y otro gran festejo
del cántico y del mutuo centelleo,
luz con luz jubilosa y reposada,

a un mismo tiempo y voluntad cesaron,
como los ojos se abren y se cierran
juntamente al placer que les conmueve;

del corazón de una de aquellas luces
se alzó una voz, que como aguja al polo
me hizo volverme al sitio en que se hallaba;

y comenzó: «El amor que me hace bella
me obliga a que del otro jefe trate
por quien del mío aquí tan bien se ha hablado.

Justo es que, donde esté el uno, esté el otro:
y así pues como a una combatieron,
así luzca su gloria juntamente.

La milicia de Cristo, que tan caro
costó rearmar, detrás de sus banderas
marchaba escasa, lenta y recelosa,

cuando el Emperador que siempre reina
ayudó a su legión en el peligro,
por gracia sólo, no por merecerlo.

Y, ya se ha dicho, socorrió a su esposa
con dos caudillos, a cuyas palabras
y obras reunióse el pueblo descarriado.

Allí donde se alza y donde abre
Céfiro dulce los follajes nuevos,
de los que luego Europa se reviste,

no lejos del batir del oleaje
tras el cual, por su larga caminata,
el sol se oculta a todos ciertos días,

está la afortunada Caleruega
bajo la protección del gran escudo
del león subyugado que subyuga:

allí nació el amante infatigable
de la cristiana fe, el atleta santo
fiero al contrario y bueno con los suyos;

y en cuanto fue creada, fue repleta
tanto su mente de activa virtud
que, aún en la madre, la hizo profetisa.

Al celebrarse ya en la santa fuente
los esponsales entre él y la Fe,
la mutua salvación dándose en dote,

la mujer que por él dio asentimiento,
vio en un sueño ese fruto prodigioso
que saldría de aquél y su progenie;

y porque fuese cual era, aun de nombre,
un espíritu vino a señalarlo
del posesivo de quien era entero.

Fue llamado Domingo; y hablo de él
como del labrador que eligió Cristo
para que le ayudase con su huerto.

Bien se mostró de Cristo mensajero;
pues el primer amor del que dio prueba
fue al consejo primero que dio Cristo.

Muchas veces despierto y en silencio
lo encontró su nodriza echado en tierra
cual diciendo: «He venido para esto.»

¡Oh en verdad padre suyo venturoso!
¡Oh madre suya Juana verdadera,
si se interpreta tal como se dice!

No por el mundo, por el cual se afanan
hoy detrás del Ostiense y de Tadeo,
mas por amor del maná sin mentira,

en poco tiempo gran doctor se hizo;
por vigilar la viña, que marchita
pronto, si el viñador es perezoso.

Y a la sede que fue más bienhechora
antes de los humildes, no por ella,
por aquel que la ocupa y la mancilla,

no dispensas de dos o tres por seis,
no el primer cargo que libre quedara,
no decimas, quae sunt pauperum Dei,

sino pidió contra la gente errada
licencia de luchar por la semilla
donde estas veinticuatro plantas brotan.

Después, con voluntad y con doctrina,
emprendió su apostólica tarea
cual torrente que baja de alta cumbre;

y en el retoño herético su fuerza
golpeó, con más saña en aquel sitio
donde la resistencia era más dura.

De él se hicieron después diversos ríos
donde el huerto católico se riega,
y más vivos se encuentran sus arbustos.

Si fue tal una rueda de la biga
con que se defendió la Santa Iglesia
y su guerra civil venció en el campo.

bien debería serte manifiesta
la excelencia de la otra, que Tomás
antes de venir yo te alabó tanto.

Mas la órbita trazada por la parte
superior de su rueda, está olvidada;
y ahora es vinagre lo que era antes vino.

Su familia que recta caminaba
tras de sus huellas, ha cambiado tanto,
que el de delante al de detrás empuja;

y pronto podrá verse la cosecha
de tan mal fruto, cuando la cizaña
lamente que le cierren el granero

Bien sé que quien leyese hoja por hoja
nuestro Ebro, un pasaje aún hallaría
donde leyese: "Soy el que fui siempre."

Pero no de Casal ni de Acquasparta,
de donde tales vienen a la regla,
que uno la huye y otro la endurece.

Yo soy el alma de Buenaventura
de Bagnoregio, que en los altos cargos
los errados afanes puse aparte.

Aquí están Agustín e Iluminado,
los primeros descalzos pobrecillos
con el cordón amigos del Señor.

Está con ellos Hugo de San Víctor,
y Pedro Mangiadore y Pedro Hispano,
que con sus doce libros resplandece;

el profeta Natán, y el arzobispo
Crisóstomo y Anselmo, y el Donato
que puso mano en el arte primera.

Está Rabano aquí, y luce a mi lado
el abad de Calabria Joaquín
dotado del espíritu profético.

A celebrar a paladín tan grande
me movió la inflamada cortesía
de fray Tomás y su agudo discurso;
y conmigo movió a quien me acompaña.»

CANTO XIII

Imagine quien quiera comprender
lo que yo vi -y que la imagen retenga
mientras lo digo, como firme roca-

quince estrellas que en zonas diferentes
el cielo encienden con tanta viveza
que cualquier densidad del aire vencen;

imagine aquel carro a quien el seno
basta de nuestro cielo noche y día
y al dar vuelta el timón no se nos marcha;

imagine la boca de aquel cuerno
que al extremo del eje se origina,
al que da vueltas la primera esfera,

haciéndose dos signos en el cielo,
como hiciera la hija del rey Minos
sintiendo el frío hielo de la muerte;

y uno poner sus rayos en el otro,
y dar vueltas los dos de tal manera
que uno fuera detrás y otro delante;

y tendrá casi sombra de la cierta
constelación y de la doble danza
que giraba en el punto en que me hallaba:

pues tan distante está de nuestros usos,
cuanto está del fluir del río Chiana
del cielo más veloz el movimiento.

Allí cantaron no a Pean ni a Baco,
a tres personas de naturaleza
divina, y una de ellas con la Humana.

Las vueltas y el cantar se terminaron;
y atentas nos miraron esas luces,
alegres de pasar a otro cuidado.

Rompió el silencio de concordes númenes
luego la luz que la admirable vida
del pobrecillo del Señor narrara,

dijo: «Cuando trillada está una paja,
cuando su grano ha sido ya guardado,
a trillar otra un dulce amor me invita.

Crees que en el pecho del que la costilla
se sacó para hacer la hermosa boca
y un paladar al mundo tan costoso,

y en aquel que, pasado por la lanza
antes y luego tanto satisfizo,
que venció la balanza de la culpa,

cuanto al género humano se permite
tener de luz, del todo fue infundido
por el Poder que hiciera a uno y a otro;

por eso miras a lo que antes dije,
cuando conté que no tuvo segundo
quien en la quinta luz está escondido.

Abre los ojos a lo que respondo,
y verás lo que crees y lo que digo
como el centro y el círculo en lo cierto.

Lo que no muere y lo que morirá
no es más que un resplandor de aquella idea
que hace nacer, amando, nuestro Sir;

que aquella viva luz que se desprende
del astro del que no se desaúna,
ni del amor que tres hace con ellos,

por su bondad su iluminar transmite,
como un espejo, a nueve subcriaturas,
conservándose en uno eternamente.

De aquí desciende a la última potencia
bajando de acto en acto, hasta tal punto,
que no hace más que contingencias breves;

y entiendo que son estas contingencias
las cosas engendradas, que produce
con simiente o sin ella el cielo móvil.

No es siempre igual la cera y quien la imprime;
y por ello allá abajo más o menos
se traslucen los signos ideales.

Por lo que ocurre que de un mismo árbol,
salgan frutos mejores o peores;
y nacéis con distinta inteligencia.

si perfecta la cera se encontrase,
e igual el cielo en su virtud suprema,
la luz del sello toda brillaría;

mas la natura siempre es imperfecta,
obrando de igual modo que el artista
que sabe el arte mas su mano tiembla.

Y si el ardiente amor la clara vista
del supremo poder dispone y sella,
toda la perfección aquí se adquiere.

Tal fue creada ya la tierra digna
de toda perfección animalesca;
y la Virgen preñada de este modo;

de tal forma yo apruebo lo que opinas,
pues la humana natura nunca fue
ni será como en esas dos personas.

Ahora si no siguiese mis razones,
"¿pues cómo aquél no tuvo par alguno?"
me dirían entonces tus palabras.

Mas porque veas claro lo confuso,
piensa quién era y la razón que tuvo,
al pedir cuando "pide" le dijeron.

No te he hablado de forma que aún ignores
que rey fue, y que pidió sabiduría
a fin de ser un rey capacitado;

no por saber el número en que fuesen
arriba los motores, si necesse
con contingentes hacen un necesse;

no si est dare primum motum esse,
o si de un semicírculo se hacen
triángulos que un recto no tuviesen.

Y así, si lo que dije y esto adviertes,
es real prudencia aquel saber sin par
donde la flecha de mi hablar clavaba;

y si al "surgió" la vista clara tiendes,
la verás sólo a reyes referida,
que muchos hay, y pocos son los buenos.

Con esta distinción oye mis dichos;
y así casan con eso que supones
de nuestro Gozo y del padre primero.

Plomo a tus pies te sea este consejo,
para que andes despacio, como el hombre
cansado, al sí y al no de lo que ignoras:

pues es de los idiotas el más torpe,
el que sin distinguir niega o afirma
en el uno o el otro de los casos;

puesto que encuentra que ocurre a menudo
que sea falsa la opinión ligera,
y la pasión ofusca el intelecto.

Más que en vano se aparta de la orilla,
porque no vuelve como se ha marchado,
el que sin redes la verdad buscase.

Y de esto son al mundo claras muestras
Parménides, Meliso, Briso, y muchos,
que caminaban sin saber adónde;

Y Arrio y Sabelio y todos esos necios,
que deforman, igual que las espadas,
la recta imagen de las Escrituras.

No se aventure el hombre demasiado
en juzgar, como aquel que aprecia el trigo
sembrado antes de que haya madurado;

que las zarzas he visto en el invierno
cuán ásperas, cuán rígidas mostrarse;
y engalanarse luego con las rosas;

y vi derecha ya y veloz la nave
correr el mar en todo su camino,
y perecer cuando llegaba a puerto.

No crean seor Martino y Doña Berta,
viendo robar a uno y dar a otro,
verlos igual en el juicio divino;
que uno puede caer y otro subir.»

CANTO XIV

Del centro al borde, y desde el borde al centro
se mueve el agua en un redondo vaso,
según se le golpea dentro o fuera:

de igual manera sucedió en mi mente
esto que digo, al callarse de pronto
el alma gloriosa de Tomás,

por la gran semejanza que nacía
de sus palabras con las de Beatriz,
a quien hablar, después de aquél, le plugo:

«Le es necesario a éste, y no lo dice,
ni con la voz ni aun con el pensamiento,
indagar la raíz de otra certeza.

Decidle si la luz con que se adorna
vuestra sustancia, durará en vosotros
igual que ahora se halla, eternamente;

y si es así, decidle cómo, luego
de que seáis de nuevo hechos visibles,
podréis estar sin que la vista os dañe.»

Cual, por más grande júbilo empujados,
a veces los que danzan en la rueda
alzan la voz con gestos de alegría,

de igual manera, a aquel devoto ruego
las santas ruedas mostraron más gozo
en sus giros y notas admirables.

Quien se lamenta de que aquí se muera
para vivir arriba, es que no ha visto
el refrigerio de la eterna lluvia.

Que al uno y dos y tres que siempre vive
y reina siempre en tres y en dos y en uno,
nunca abarcado y abarcando todo,

tres veces le cantaba cada una
de esas almas con una melodía,
justo precio de mérito cualquiera.

Y escuché dentro de la luz más santa
del menor círculo una voz modesta,
quizá cual la del ángel a María,

responder: «Cuanto más dure la dicha
del paraíso, tanto nuestro amor
ha de esplender en tomo a estos vestidos.

De nuestro ardor la claridad procede;
por la visión ardemos, y esa es tanta,
cuanta gracia a su mérito se otorga.

Cuando la carne gloriosa y santa
vuelva a vestirnos, estando completas
nuestras personas, aún serán más gratas;

pues se acrecentará lo que nos dona
de luz gratuitamente el bien supremo,
y es una luz que verlo nos permite;

por lo que la visión más se acrecienta,
crece el ardor que en ella se ha encendido,
y crece el rayo que procede de éste.

Pero como el carbón que da una llama,
y sobrepasa a aquella por su brillo,
de forma que es visible su apariencia;

así este resplandor que nos circunda
vencerá la apariencia de la carne
que aún está recubierta por la tierra;

y no podrá cegarnos luz tan grande:
porque ha de resistir nuestro organismo
a todo aquello que cause deleite.»

Tan acordes y prontos parecieron
diciendo «Amén» el uno y otro coro,
cual si sus cuerpos muertos añoraran:

y no sólo por ellos, por sus madres,
por sus padres y seres más queridos,
y que fuesen también eternas llamas.

De claridad pareja entorno entonces,
nació un fulgor encima del que estaba,
igual que un horizonte se ilumina.

Y como a la caída de la noche
nuevos fulgores surgen en el cielo,
ciertos e inciertos ante nuestra vista,

me pareció que en círculo dispuestas
unas nuevas sustancias contemplaba
por fuera de las dos circunferencias.

¡Oh resplandor veraz del Santo Espíritu!
¡qué incandescente apareció de pronto
a mis ojos que no lo soportaron!

Mas Beatriz tan sonriente y bella
se me mostró, que entre aquellas visiones
que no recuerdo tengo que dejarla.

Recobraron mis ojos la potencia
de levantarse; y nos vi trasladados
solos mi dama y yo a gloria más alta.

Bien advertí que estaba más arriba,
por el ígneo esplendor de aquella estrella,
mucho más rojo de lo acostumbrado.

De todo corazón, con la palabra
común, hícele a Dios un holocausto,
como a la nueva gracia convenía.

Y apagado en mi pecho aún no se hallaba
del sacrificio el fuego, cuando supe
que era mi ofrenda fausta y recibida;

que con tan grande brillo y tanto fuego
un resplandor salía de sus rayos
que dije: «¡Oh Helios, cómo los adornas!»

Cual con mayores y menores luces
blanquea la Galaxia entre los polos
del mundo, y a los sabios pone en duda;

así formados hacían los rayos
en el profundo Marte el santo signo
que del círculo forman los cuadrantes.

Aquí vence al ingenio la memoria;
que aquella Cruz resplandecía a Cristo,
y no encuentro un ejemplo digno de ello;

mas quien toma su cruz y a Cristo sigue,
podrá excusarme de eso que no cuento
viendo en aquel albor radiar a Cristo.

De un lado al otro y desde arriba a abajo
se movían las luces y brillaban
aún más al encontrarse y separarse:

así aquí vemos, rectos o torcidos,
lentos o raudos renovar su aspecto
los corpusculos, cortos y más largos,

moviéndose en el rayo que atraviesa
la sombra a veces que, por protegerse,
dispone el hombre con ingenio y arte.

Y cual arpa y laúd, con tantas cuerdas
afinadas, resuenan dulcemente
aun para quien las notas no distingue,

tal de las luzes que allí aparecieron
a aquella cruz un canto se adhería,
que arrebatóme, aun no entendiendo el himno.

Bien me di cuenta que era de altas loas,
pues llegaba hasta mi «Resurgi» y «Vinci»
como a aquel que no entiende, pero escucha.

Y me sentía tan enamorado,
que hasta ese entonces no hubo cosa alguna
que me atrapase en tan dulces cadenas.

Tal vez son muy atrevidas mis palabras,
al posponer el gozo de los ojos,
que si los miro, cesan mis deseos;

mas el que sepa que los cielos vivos
más altos más acrecen la belleza,
y que yo aún no me había vuelto a aquéllos,

podrá excusarme de lo que me acuso
por excusarme, y saber que no miento:
que aquí el santo placer no está excluido,
pues más sincero se hace mientra sube.

CANTO XV

La buena voluntad donde se licúa
siempre el amor que inspira lo que es recto,
como en la inicua la pasión insana,

silencio impuso a aquella dulce lira,
aquietando las cuerdas que la diestra
del cielo pulsa y luego las acalla.

¿Cómo estarán a justas preces sordas
esas sustancias que, por darme aliento
para que hablase, a una se callaron?

Bien está que sin término se duela
quien, por amor de cosas que no duran,
de ese amor se despoja eternamente.

Cual por los cielos puros y tranquilos
de cuando en cuando cruza un raudo fuego,
y atrae la vista que está distraída,

y es como un astro que de sitio mude,
sino que en el lugar donde se enciende
no se pierde ninguno, y dura poco:

tal desde el brazo que a diestra se extiende
hasta el pie de la cruz, corrió una estrella
de la constelación que allí relumbra;

no se apartó la gema de su cinta,
mas pasó por la línea radial
cual fuego por detrás del alabastro.

Fue tan piadosa la sombra de Anquises,
si a la más alta musa damos fe,
reconociendo a su hijo en el Elíseo.

«O sanguis meus, o superinfusa
gratia Dei, sicut tibi cui
bis unquam celi ianüa reclusa?»

Dijo esa luz llamando mi atención;
luego volví la vista a mi señora,
y una y otra dejáronme asombrado;

pues ardía en sus ojos tal sonrisa,
que pensé que los míos tocarían
el fondo de n-ú gloria y paraíso.

Luego gozoso en vista y en palabras,
el espíritu dijo aún otras cosas
que no las entendí, de tan profundas;

Y no es que por su gusto lo escondiera,
mas por necesidad, pues su concepto
al ingenio mortal se superpone.

Y cuando el arco del afecto ardiente
se calmó, y se abajaron sus palabras
a la diana de nuestro intelecto,

la cosa que escuché primeramente
«¡Bendito seas -fue tú, el uno y trino,
que tan cortés has sido con mi estirpe!»

Y siguió: «Un grato y lejano deseo,
tomado de leer el gran volumen
del cual el blanco y negro no se mudan,

has satisfecho, hijo, en esa luz
desde la cual te hablo, gracias a ésa
que alas te dio para tan alto vuelo.

Tú crees que a mí llegó tu pensamiento
de aquel que es el primero, como sale
del uno, al conocerlo, el seis y el cinco;

y por ello quién soy, y por qué causa
más alegre me ves, no me preguntas,
que algunos otros de este alegre grupo.

Crees bien; pues los menores y mayores
de esta vida se miran al espejo
que muestra el pensamiento antes que pienses;

mas por que el sacro amor en que yo veo
con perpetua vista, y que me llena
de un dulce desear, mejor se calme,

¡segura ya tu voz, alegre y firme
suene tu voluntad, suene tu anhelo,
al que ya decretada es mi respuesta!»

Me volví hacia Beatriz, que antes que hablara
me escuchó, y sonrió con un semblante
que hizo crecer las alas del deseo.

Dije después: «El juicio y el afecto,
pues que gozáis de la unidad primera,
en vosotros operan de igual modo,

porque el sol que os prendió y en el que ardisteis,
en su calor y luz es tan igual,
que otro símil sería inoportuno.

Mas querer y razón, en los mortales,
por causas de vosotros conocidas,
tienen las alas de diversas plumas;

y yo, que soy mortal, me siento en esta
desigualdad, y por ello agradezco
sólo de corazón esta acogida.

Te imploro con fervor, vivo topacio,
precioso engaste de esta joya pura,
que me quede saciado de tu nombre.»

«¡Oh fronda mía, que eras mi delicia
aguardándote, yo fui tu raíz!»:
comenzó de este modo a responderme.

Luego me dijo: «Aquel de quien se toma
tu apellido, y cien años ha girado
y más el monte en la primera cornisa,

fue mi hijo, y fue tu bisabuelo:
y es conveniente que tú con tus obras
a su larga fatiga des alivio.

Florencia dentro de su antiguo muro,
donde ella toca aún a tercia y nona,
en paz estaba, sobria y pudorosa.

No tenía coronas ni pulseras,
ni faldas recamadas, ni cintillos
que gustara ver más que a las personas.

Aún no le daba miedo si nacía
la hija al padre, pues la edad y dote
ni una ni otra excedían la medida.

No había casas faltas de familia;
aún no había enseñado Sardanápalo
lo que se puede hacer en una alcoba.

Aún no estaba vencido Montemalo
por vuestro Uccelatoio, que cayendo
lo vencerá al igual que en la subida.

Vi andar ceñido a Belincione Berti
con piel de oso, y volver del espejo
a su mujer sin la cara pintada;

y vi a los Nerli alegres y a los Vechio
de vestir simples pieles, y a la rueca
atendiendo y al huso sus esposas.

¡Oh afortunadas! estaban seguras
del sepulcro, y ninguna aún se encontraba
abandonada por Francia en el lecho.

Una cuidaba atenta de la cuna,
y, por consuelo, usaba el idioma
que divierte a los padres y a las madres;

otra, tirando a la rueca del pelo,
charloteaba con sus familiares
de Fiésole, de Roma, o los troyanos.

Entonces por milagro se tendrían
una Cianghella, un Lapo Saltarello,
como ahora Cornelia o Cincinato.

A un tan hermoso, a un tan apacible
vivir de ciudadano, a una tan fiel
ciudadanía, y a un tan dulce albergue,

me dio María, a gritos invocada;
y en el antiguo bautisterio vuestro
fui cristiano a la par que Cacciaguida.

Moronto fue mi hermano y Eliseo;
desde el valle del Po vino mi esposa,
de la cual se origina tu apellido.

Luego seguí al emperador Conrado;
y él me armó caballero en su milicia,
tan de su agrado fueron mis hazañas.

Marché tras él contra la iniquidad
de aquella secta cuyo pueblo usurpa,
por culpa del pastor, vuestra justicia.

Allí fui yo por esas torpes gentes,
ya desligado del mundo falaz,
cuyo amor muchas almas envilece;
y vine hasta esta paz desde el martirio.

CANTO XVI

Oh pequeña nobleza de la sangre,
que de ti se gloríen aquí abajo
las gentes donde es débil nuestro afecto,

nunca habrá de admirarme: porque donde
el apetito nuestro no se tuerce,
digo en el cielo, yo me glorié.

Eres un manto que pronto se acorta:
tal que, si no se agranda día a día,
el tiempo va en redor con las tijeras.

Con el «vos» que primero sufrió Roma,
y que sus descendientes no conservan,
comenzaron de nuevo mis palabras;

por lo cual Beatriz, que estaba aparte
la que tosió, al reírse parecía,
al primer fallo escrito de Ginebra.

Yo le dije: «Vos sois el padre mío;
vos infundís aliento a mis palabras;
vos me eleváis, y soy más que yo mismo.

Por tantos cauces llena la alegría
mi mente, y de sí misma se recrea
pues soportarlo puede sin fatiga.

Habladme pues, mi caro antecesor,
de los mayores vuestros y los años
que dejaron su huella en vuestra infancia;

decidme cómo era en aquel tiempo
el redil de san Juan, y quiénes eran
los dignos de los puestos elevados.»

Como se aviva cuando el viento sopla
el carbón encendido, así vi a aquella
luz brillar con mi hablar respetuoso;

y haciéndose más bella ante mis ojos,
así con voz más dulce y más suave,
mas no con este lenguaje moderno,

me dijo: «Desde el día en que fue dicho
"Ave", hasta el parto en que mi santa madre,
se vio libre de mí, que la gravaba,

a su León quinientas y cincuenta
y treinta veces este fuego vino
a inflamarse otra vez bajo sus plantas.

Mis mayores y yo nacimos donde
primero encuentra el último distrito
quien corre en vuestros juegcos anuales.

De mis mayores basta escucha-- esto:
quiénes fueran y cuál su procedencia,
más conviene callar que declararlo.

Todos los que podían aquel tiempo
entre el Bautista y Marte llevar armas,
eran el quinto de los que hay ahora.

Mas la ciudadanía, ahora mezclada
de Campi, de Certaldo y de Fegghine,
pura se hallaba hasta en los artesanos.

¡Oh cuánto mejor fuera ser vecino
de esas gentes que digo, y a Galluzzo
y a Trespiano tener como confines,

que tener dentro y aguantar la peste
de ese ruin de Aguglión, y del de Signa,
de tan aguda vista para el fraude!

Si la gente que al mundo más corrompe
no hubiera sido madrastra del César,
mas cual benigna madre para el hijo,

quien es ya florentino y cambia y merca,
a Simifonte habría regresado,
donde pidiendo su abuelo vivía;

de los Conti sería aún Montemurlo;
los Cerchi habitarían en Acona,
los Buondelmonti acaso en Valdigrieve.

Siempre la confusión de las personas
principio fue del mal de las ciudades,
cual del vuestro el comer más de la cuenta;

y más deprisa cae si ciega el toro
que el cordero; y mejor que cinco espadas
y más corta una sola muchas veces.

Si piensas cómo Luni y Orbisaglia
han desaparecido, y cómo van
Sinagaglia y Chiusi tras de aquéllas,

oír cómo se pierden las estirpes
no te parecerá nuevo ni fuerte,
ya que también se acaban las ciudades.

Tienen su muerte todas vuestras cosas,
como vosotros; mas se oculta alguna
que dura mucho, y son cortas las vidas.

Y cual girando el ciclo de la luna
las playas sin cesar cubre y descubre,
así hace la Fortuna con Florencia:

por lo cual lo que diga de los grandes
florentinos no debe sorprenderte,
que ya su fama en el tiempo se esconde.

Yo vi a los Ughi y a los Catellini,
Filippi, Creci, Orrnanni y Alberichi,
ya en decadencia, ilustres ciudadanos;

y vi tan grandes como los antiguos,
con el de la Sanella, a aquel del Arca,
y a Soldanieri y Ardinghi y Bostichi.

junto a la puerta, que se carga ahora
de nueva felonía tan pesada
que hará que vuestra barca se hunda pronto,

los Ravignani estban, de los cuales
descendió el conde Guido, y los que el nombre
del alto Bellinción después tomaron.

Los de la Pressa sabía ya cómo
gobernar, y tenía Galigaio
ya en su casa dorados pomo y funda.

Era ya grande la columna oscura,
Sachetti, Giuochi, Fifanti y Barucci,
Galli y a quien las pesas avergüenzan.

La cepa que dio vida a los Calfucci
era ya grande, y ya fueron llamados
los Sizzi y Arrigucci a las curules.

¡Cuán altos vi a los que ahora están deshechos
por su soberbia! y las bolas de oro
con sus gestas Florencia florecían.

Así hacían los padres de esos que,
cuando queda vacante vuestra iglesia,
engordan acudiendo al consistorio.

Esa insolente estirpe que se endraga
tras los que huyen, y a quien muestra el diente
o la bolsa, se amansa cual cordero,

iba ascendiendo, mas de humilde origen;
y a Ubertino Donati no placía
que luego el suegro con ella le uniese.

Ya hasta el mercado había el Caponsacco
de Fiésole venido, y ciudadanos
eran ya buenos Guida e Infangato.

Diré una cosa cierta e increíble:
daba la entrada al recinto una puerta
que de los Pera su nombre tomaba.

Los que hoy ostentan esa bella insignia
del gran barón con cuya prez y nombre
la fiesta de Tomás se reconforta,

de él recibieron mando y privilegio;
aunque se ponga hoy junto a la plebe
quien la rodea con franja de oro.

Ya estaban Gualterotti e Importuni;
y aún estaría el Burgo más tranquilo,
ayuno de estas nuevas vecindades.

La casa en que naciera vuestro llanto,
por el justo rencor que os ha matado,
y puso fin a vuestra alegre vida,

era honrada, con todos sus secuaces:
¡Oh Buondelmonti, mal de aquellas bodas
huiste, y el consuelo nos quitaste!

Alegres muchos tristes estarían,
si al Ema Dios te hubiese concedido,
cuando llegaste allí por vez primera.

Mas convenía que en la piedra rota
que el puente guarda, hiciera un sacrificio
Florencia al terminarse ya su paz.

Con estas gentes, y otras con aquéllas,
vi yo a Florencia con tan gran sosiego,
que no había motivos para el llanto.

Con esas gentes yo vi glorioso
y justo al pueblo, tanto que su lirio
nunca al revés pusieron en el asta,
ni fue hecho rojo por las disensiones.»

CANTO XVII

Como acudió a Climene, a consultarle
de aquello que escuchara en contra suya,
quien remiso hace al padre aún con el hijo;

tal me encontraba, y tal lo comprendían
Beatriz y aquella luz santa que antes
por causa mía se cambió de sitio.

Por lo cual mi señora «Expulsa el fuego
de tu deseo -dijo- y que éste salga
por tu imagen interna bien sellado:

no para acrecentar lo que sabemos
al decirlo: mas para acostumbrarte
a que hables de tu sed, y otros te ayuden».

«Cara planta que te alzas de tal modo
que, cual saben los hombres que no caben
dos ángulos obtusos en un triángulo,

igual sabes las cosas contingentes
antes de que sucedan, viendo el punto
en quien todos los tiempos son presentes;

mientras que junto a Virgilio subía
por la montaña que cura las almas,
o por el reino difunto bajando,

dichas me fueron respecto al futuro
palabras graves, y aunque yo me sienta
a los golpes de azar como el tetrágono;

mi deseo estaría satisfecho
sabiendo la fortuna que me aguarda:
pues la flecha prevista daña menos.»

Así le dije a aquella misma luz
que antes me había hablado; y como quiso
Beatriz, fue mi deseo confesado.

No con enigmas, donde se enviscaba
la gente loca, antes de que muriera
el Cordero que quita los pecados,

mas con palabras claras y preciso
latín, me respondió el amor paterno,
manifiesto y oculto en su sonrisa:

«Los hechos contingentes, que no salen
de los cuadernos de vuestra materia,
en la mirada eterna se dibujan;

Mas esto no los hace necesarios,
igual que la mirada que refleja
el barco al que se lleva la corriente.

De allí, lo mismo que viene al oído
el dulce son del órgano, me viene
hasta mi vista el tiempo que te aguarda.

Como se marchó Hipólito de Atenas
por la malvada y pérfida madrastra,
así tendrás que salir de Florencia.

Esto se quiere y esto ya se busca,
y pronto lo han de ver los que esto piensan
donde se vende a Cristo cada día.

Se atribuirá la culpa a los vencidos,
como se suele hacer; mas el castigo
testimonio será de la verdad.

Tú dejarás cualquier cosa que quieras
más fuertemente; y. esto es esa flecha
que antes dispara el arco del exilio.

Probarás cuán amargamente sabe
el pan ajeno y cuán duro es subir
y bajar las ajenas escaleras.

Y lo que más te pesará en los hombros,
será la ruin y necia compañía
con la que has de caer en ese valle;

que ingrata, impía y loca contra ti
ha de volverse; mas al poco tiempo
ella, no tú, tendrá las sienes rojas.

De su bestialidad dará la prueba
su proceder; y grato habrá de serte
haber hecho un partido de ti mismo.

El refugio primero que te albergue
será la cortesía del Lombardo
que en la escalera tiene el ave santa;

que te dará tan benigna acogida,
que de hacer y pedir, entre vosotros,
antes irá el que entre otros el postrero.

Con él verás a aquel que fue signado,
tanto, al nacer, por esta fuerte estrella,
que hará notables todas sus acciones.

En él nadie repara todavía
por su temprana edad, pues nueve años
sólo esta rueda gira en torno suya;

mas antes que el Gascón engañe a Enrique,
de su virtud veremos los fulgores,
despreciando la playa y las fatigas.

Y sus magnificencias tan famosas
serán entonces, que sus enemigos
no podrán evitar el referirlas.

Pon la esperanza en él y en sus mercedes;
por él será cambiada mucha gente,
mudando condición rico y mendigo;

y llevarás escrito sin decirlo
en tu memoria de él»; y dijo cosas
que no creyese aun quien las escuchara.

Dijo después: «La explicación es esto
de lo que te fue dicho; ve las trampas
que se esconden detrás de pocos años.

Mas no quiero que envidies a tu gente,
pues sabrás que tu vida se enfutura
más allá que el castigo de su infamia.»

Cuando al callar mostró que concluido
ya había el alma santa el entramado
de la tela en que yo puse la urdimbre,

yo comencé lo mismo que el que anhela,
en la duda, el consejo de personas
que ven y quieren rectamente y aman:

«Bien veo padre mío, cómo aguija
contra mí el el tiempo, para darme un golpe
tal, que es más grave a quien más se descuida;

de previsión por ello debo armarme,
y si el lugar más amado me quitan,
yo no pierda los otros por mis versos.

Por el amargo mundo sempiterno,
y por el monte desde cuya altura
me elevaron los ojos de mi dama,

y en el cielo después, de fuego en fuego,
aprendí muchas cosas, que un agriado
sabor daría a muchos si las cuento;

mas si amo la verdad tímidamente,
temo perder mi fama entre esos hombres
que a nuestro tiempo han de llamar antiguo.»

La luz donde reía mi tesoro,
que allí encontré, centelleó primero,
como al rayo de sol un áureo espejo;

después me replicó: «Sólo a una mente,
por la propia vergüenza o por la ajena
turbada, será brusco lo que digas.

No obstante, aparta toda la mentira
y pon de manifiesto lo que has visto;
y deja que se rasquen los sarnosos.

Porque si con tu voz causas molestia
al probarte, alimento nutritivo
dejará luego cuando lo digieran.

Este clamor tuyo hará como el viento,
que las más altas cumbres más golpea;
y esto no poco honor ha de traerte.

Por ello se han mostrado a ti en los cielos,
en el monte y el valle doloroso
sólo las almas de notoria fama,

pues fe no guarda el ánimo que escucha
ni observa los ejemplos que escondidas
o incógnitas tuvieran las raíces,
ni razones que no son evidentes.»

CANTO XVIII

Se recreaba ya en sus reflexiones
aquel beato espejo, y yo en las mías,
temperando lo amargo con lo dulce;

y la mujer que a Dios me conducía
dijo: «Cambia de idea; porque estoy
cerca de aquel que lo injusto repara.»

Yo entonces me volví al son amoroso
de mi consuelo; y no he de referiros
el mucho amor que vi en sus santos ojos:

no sólo es que no fíe en mis palabras,
sino que la memoria no repite,
sin una gracia, lo que la supera.

Sólo puedo decir de aquel instante,
que, volviendo a mirarla, estuvo libre
mi afecto de cualquier otro deseo,

mientras el gozo eterno, que directo
irradiaba en Beatriz, desde sus ojos
con su segundo aspecto me alegraba.

Vencido con la luz de su sonrisa,
ella me dijo: «Vuélvete y escucha;
no está en mis ojos sólo el Paraíso.»

Como se ve en la tierra algunas veces
el afecto en la vista, si es tan grande,
que por él todo el alma es poseída,

así en el flamear del fulgor santo
al que yo me volví, supe el deseo
que tenía aún de hablarme un poco más,

y él comenzó: «En este quinto grado
del árbol de la cima, que da fruta
siempre y que nunca pierde su follaje,

hay almas santas, que en la tierra, antes
que vinieran al cielo, tan famosas
fueron que harían rica a cualquier musa.

Contempla pues los brazos de la cruz:
los que te nombraré aparecerán
como el rayo veloz hace en la nube.»

Por la cruz vi un fulgor que se movía
al nombre de Josué, nada más dicho;
no sé si fue primero el ver que el nombre.

Y al nombre de aquel grande Macabeo
vi que otro se movía dando vueltas,
y era cuerda del trompo la alegría.

Así con Carlo Magno y con Oriando
siguió dos luces mi mirar atento
como a su halcón volando sigue el ojo.

Después vi a Rinoardo y a Guillermo
y al duque Godofredo con la vista
por esa cruz, y a Roberto Guiscardo.

Yendo a mezclarse luego con los otros,
me mostró el alma que me había hablado
qué clase de cantor era en el cielo.

Me volví entonces hacia la derecha
para ver si Beatriz, o por su gesto
o sus palabras, mi deber mostraba.

Y contemplé sus luces tan serenas,
tan gozosas, que a los demás vencía
su semblante y al último que tuvo.

Y como por sentir mayor deleite
obrando bien, el hombre día a día
se da cuenta que aumenta su virtud,

así yo me di cuenta que girando
junto al cielo mi círculo crecía,
viendo aún más luminoso aquel milagro.

Y como se transmuta en poco rato
en blanca la mujer, cuando su rostro
de la vergüenza el peso se descarga,

tal fue en mis ojos, cuando me volví,
por su blancura la templada estrella
sexta, que en ella habíame acogido.

Yo vi en aquella jovial antorcha
el destellar del amor que allí estaba
signando el alfabeto ante nosotros.

Y cual aves que se alzan de la orilla,
casi alabando ya el haber comido,
hacen bandadas largas o redondas,

así en las luces las santas criaturas
al revolotear iban cantando,
haciéndose una D, una I, una L.

Al compás de su canto se movían;
y al formar luego uno de aquellos signos,
callaban deteniéndose un momento.

¡Oh pegasea diosa, que a los sabios
los haces gloriosos y longevos,
y ellos contigo a reinos y a ciudades,

ilústreme tu ayuda, y haz que muestre
tal como aparecieron sus figuras:
y en breves versos tu poder demuestra!

Se me mostraron cinco veces siete
unas vocales y otras consonantes;
y en cuanto se formaban las leía.

«DILIGITE IUSTITIAM», verbo y nombre
fueron los que primero se formaron;
«QUI IUDICATIS TERRAM», las postreras.

Luego en la eme del vocablo quinto
ordenadas quedaron; y tal plata
bañada en oro Júpiter lucía.

Y vi otras luces que a la parte alta
bajaban de la eme, y se quedaban
cantando, creo, el bien que las traía.

Luego, como al chocar de los tizones
ardientes, surgen chispas a millares,
donde los necios suelen ver augurios,

pareció que de allí surgían miles
de luces que subían, mucho o poco,
tal como el sol que las prendió dispuso;

y en su lugar ya quietas cada una,
vi de un águila el cuello y la cabeza
representada en el fulgor distinto.

Quien pinta allí no tiene quien le guíe,
sino que guía, y de aquél se origina
la virtud que a los nidos da su forma.

Las otras beatitudes, que dichosas
de enliliarse en la ema parecieron,
moviéndose siguieron la figura.

¡Oh dulce estrella, cuáles, cuántas gemas
me demostraron que nuestra justicia
es efecto del cielo que tú enjoyas!

Y yo pido a la mente en que comienza
tu virtud y tu obrar, que vuelva a ver
de dónde sale el humo que te nubla;

tal que se encolerice nuevamente
del comprar y el vender dentro del templo
murado con milagros y martirios.

¡O milicia de cielo que ahora miro,
ruega por los que se hallan en la tierra
detrás del mal ejemplo desviados!

Antes se hacía con armas la guerra;
y ahora se hace quitando a unos y a otros
el pan que a nadie niega el santo Padre.

Pero tú que borrando sólo escribes,
piensa que aún viven Pedro y Pablo, muertos
por la viña que ahora tú devastas.

Puedes decir: «Tan fijo está mi amor
en quien quiso vivir en el desierto
y fue martirizado por un baile,
que al Pescador y a Pablo desconozco.»

CANTO XIX

Apareció ante mí la bella imagen
con las alas abiertas, que formaban
las almas agrupadas en su dicha;

un rubí parecía cada una
donde un rayo de sol ardiera tanto,
que en mis ojos pudiera reflejarse.

Y lo que debo de tratar ahora
ni referido nunca fue, ni escrito,
ni concebido por la fantasía;

pues vi y también oí que hablaba el pico,
y que la voz decía «mío» y «yo»
y debía decir «nuestro» y «nosotros».

Y comenzó: «Por ser justo y piadoso
estoy aquí exaltado a aquella gloria
que vencer no se deja del deseo;

y dejé tan completa mi memoria
en la tierra, que abajo los malvados
aun sin seguir su ejemplo, la veneran.»

Como un solo calor de muchas brasas,
de entre muchos amores, de igual modo,
salía un solo son de aquella imagen.

Y entonces respondí. «Oh perpetuas flores
de la alegría eterna, que uno sólo
me hacéis aparecer vuestros aromas,

aclaradme, espirando, el gran ayuno
que largamente en hambre me ha tenido,
pues ningún alimento hallé en la tierra.

Bien sé que si en el cielo de otro reino
la justicia divina hace su espejo
veladamente el vuestro no la mira.

Sabéis que atentamente me: dispongo
a escucharos; sabéis cuál es la duda
que en ayunas me tuvo tanto tiempo.»

Como halcón al que quitan la capucha,
que mueve la cabeza y bate alas
ganas mostrando y haciéndose hermoso,

contemplé a aquella imagen, que con loas
a la divina gracia era formada,
con cantos que conoce el que lo goza.

Dijo después: «El que volvió el compás
hasta el confín del mundo, y dentro de éste
guardó lo manifiesto y lo secreto,

no podía imprimir su poderío
en todo el universo, de tal modo
que su verbo no fuese aún infinito.

Y esto confirma que el primer soberbio,
que de toda criatura fue la suma,
por no esperar la luz cayó inmaduro;

mostrando que cualquier naturaleza
menor, es sólo un corto receptáculo
del bien que no se acaba y no se mide.

Por lo cual nuestra vista, que tan sólo
ha salido de un rayo de la mente
de que todas las cosas están llenas,

no puede valer tanto por sí misma,
que no sepa que está mucho más lejos
su principio de lo que se le muestra.

Por eso en la justicia sempiterna
la vista que recibe vuestro mundo,
igual que el ojo por el mar, se adentra;

que, aunque en la orilla puede ver el fondo,
no lo ve en alta mar; y no está menos
allí, pero lo esconde el ser profundo.

No hay luz, si no procede de la calma
imperturbable; y fuera es la tiniebla,
o sombra de la carne, o su veneno.

Bastante ya te he abierto el escondrijo
que te escondía la justicia viva,
que con tanta frecuencia cuestionaste;

diciendo: "Un hombre nace en la ribera
del Indo, y no hay allí nadie que hable
de Cristo ni leyendo ni escribiendo;

y todos sus deseos y actos buenos,
por lo que entiende la razón del hombre,
están sin culpa en vida y en palabras.

Y muere sin la fe y sin el bautismo:
¿Dónde está la justicia al condenarle?
¿y dónde está su culpa si él no cree?"

¿Quién eres tú para querer sentarte
a juzgar a mil millas de distancia
con tu vista que sólo alcanza un palmo?

Cierto que quien conmigo sutiliza,
si sobre él no estuviera la Escritura,
su dudar llegaría hasta el asombro.

¡Oh animales terrenos! ¡Mentes zafias!
La voluntad primera, por sí buena,
de sí, que es sumo bien, nunca se mueve.

Sólo es justo lo que a ella se conforma:
ningún creado bien puede atraerla,
pero aquella, espiendiendo, los produce.»

Igual que sobre el nido vuela en círculos
tras cebar a sus hijos la cigüeña,
y como la contempla el ya cebado;

hizo así, y yo los ojos levanté,
esa bendita imagen, que las alas
movió impulsada por tantos espíritus.

Dando vueltas cantaba, y me decía:
«Lo mismo que mis notas, que no entiendes,
tal es el juicio eterno a los mortales.»

Al aquietarse las lucientes llamas
del Espíritu Santo, aún en el signo
que a Roma hizo temible en todo el mundo,

volvió a decir aquél: «No sube a este
reino, quien no creyera en Cristo, antes
o después de clavarle en el madero.

Mas sabe: muchos gritan "¡Cristo, Cristo!"
y estarán en el juicio menos prope
de aquel, que otros que a Cristo no conocen;

serán por el etíope afrentados
cuando los dos colegios se separen,
los para siempre ricos y los pobres.

¿A vuestros reyes qué dirán los persas
al contemplar abierto el libro donde
escritos se hallan todos sus pecados?

La que muy pronto moverá las plumas
y que devastará el reino de Praga,
de Alberto podrá verse entre las obras.

La pena podrá verse que en el Sena
causará, la moneda falseando,
quien por un jabalí hallará la muerte.

La insaciable soberbia podrá verse,
que al de Inglaterra y al de Escocia ciega,
sin poder aguantarse en sus fronteras.

Veráse la lujuria y vida muelle
de aquel de España y del de la Bohemia,
que ni supo ni quiso del valor.

Veráse al cojo de Jerusalén
su bondad señalada con la I,
y con la M el contrario señalado.

Veráse la avaricia y la vileza
de quien guardando está la isla del fuego,
donde Anquises su larga edad dejara;

en abreviadas letras su escritura
para dar a entender cuán poco vale,
que mucho anotarán en poco espacio.

Enseñará las obras indecentes
de su tío y su hermano, que una estirpe
tan egregia y dos tronos ensuciaron.

El que está en Portugal y el de Noruega
allí se encontrarán, y aquel de Rascia
que mal ha visto el cuño de Venecia.

¡Dichosa Hungría, si es que no se deja
mal conducir! ¡y dichosa Navarra,
si se armase del monte que la cerca!

Y creer se debiera como muestra
de esto, que Nicosia y Famagusta
se reprueban y duelen de su bestia,
que del lado de aquéllas no se aparta.

CANTO XX

Cuando aquel que da luz al mundo entero
del hemisferio nuestro así desciende
que el día en todas partes se consuma,

el cielo, que aquél solo iluminaba,
súbitamente vuelve a hacerse claro,
con muchas luces, que a una reflejan.

Recordé este fenómeno celeste,
cuando calló aquel símbolo del mundo
y de sus jefes su bendito pico;

pues que todas aquellas vivas luces
entonaron, luciendo aún más, cantigas
que se han borrado ya de mi memoria.

¡Oh dulce amor que de risa te envuelves,
qué ardiente en esos sistros te mostrabas,
de santos pensamientos inspirados!

Cuando las caras y lucientes piedras
de las que vi enjoyado el sexto cielo
sus angélicos sones terminaron,

creí escuchar el murmurar de un río
que claro baja de una roca en otra,
mostrando la abundancia de su fuente.

Y como el son del cuello de la cítara
toma forma, y así del orificio
de la zampoña por donde entra el viento,

de igual manera, sin tardanza alguna,
por el cuello del águila el murmullo
subió, cual si estuviese perforado.

Allí se tornó voz, y por el pico
salió en palabras, como lo esperaba
mi corazón, en donde las retuve.

«La parte en mí que ve y que al sol resiste
siendo águila mortal -me dijo entonces-
ahora debes mirar atentamente,

pues de los fuegos que hacen mi figura,
esos por los que brillan mis pupilas,
son los más excelentes de entre todos.

Ese que en medio luce como el iris,
fue el gran cantor del Espíritu Santo,
que el arca trasladó de pueblo en pueblo:

ahora sabe ya el mérito del canto,
en cuanto efecto fue de su deseo,
por el pago que le ha correspondido.

De los cinco del arco de mis cejas,
quien del pico se encuentra más cercano,
consoló a aquella viuda por su hijo:

ahora sabe lo caro que resulta
el no seguir a Cristo, conociendo
esta vida tan dulce y su contraria.

Y aquel que sigue en la circunferencia
que te digo, en lo más alto del arco,
con penitencias aplazó su muerte:

ahora sabe que el juicio sempiterno
no cambia, aun cuando dignas oraciones
de lo de hoy abajo hace mañana.

El que sigue, conmigo y con las leyes,
bajo buena intención que dio mal fruto,
por ceder al pastor se tornó griego:

ahora sabe que el mal que ha derivado
de aquel buen proceder, no le es dañoso
aunque por ello el mundo se destruya.

Y aquel que está donde el arco desciende,
fue Guillermo, a quien llora aquella tierra
que a Federico y Carlos ahora sufre:

ahora sabe en qué modo se enamora
de un justo rey el cielo, y en el brillo
de su semblante así lo manifiesta.

¿Quién creería en el mundo en que se yerra
que el troyano Rifeo en este arco
fuese la quinta de las santas luces?

Ahora ya sabe más de eso que el mundo
no puede ver de la divina gracia,
aunque su vista el fondo no discierna.»

Como la alondra que vuela en el aire
cantando, y luego calla satisfecha
de la última dulzura que la sacia,

tal pareció la imagen del emblema
del eterno poder, a cuyo gusto
todas las cosas adquieren su ser.

Y aunque yo con mis dudas casi fuese
cristal con el color que le recubre,
no pude estar callado mucho tiempo,

mas por la boca: «¿Qué cosas son éstas?»
me impulsó a echar la fuerza de su peso:
por lo cual vi destellos de alegría.

Y luego, con la vista más ardiente,
aquel bendito signo me repuso
para que yo saliera de mi asombro:

«Ya veo que estas cosas has creído
pues yo lo digo, mas no ves las causas;
y te están, aun creyéndolas, ocultas.

Haces como ése que sabe de nombre
las cosas, pero si otros no le explican
su sustancia, él no puede conocerla.

Regnum caelorum sufre la violencia
de ardiente amor y de viva esperanza,
que vencen la divina voluntad:

no como el hombre al hombre sobrepuja,
mas la vencen pues quiere ser vencida,
y con su amor, así vencida, vence.

La primer alma y quinta de las cejas
ha causado tu asombro, pues las ves
pintando las angélicas regiones.

No dejaron sus cuerpos, como piensas,
gentiles, mas cristianos, con fe firme
en los pies por clavar o ya clavados.

Pues una del infierno, donde nunca
se vuelve al buen querer, tornó a los huesos;
y esto fue en premio de esperanza viva:

de una viva esperanza que dio fuerzas
a la súplica a Dios de revivirle,
para poder corregir su deseo.

El alma gloriosa de que hablo,
vuelta a la carne, en la que estuvo un poco,
creyó en aquel que podía ayudarla;

y creyendo encendióse en tanto fuego
de verdadero amor, que en su segunda
muerte, fue digna de estas alegrías.

La otra, por gracia que de tan profunda
fuente destila, que nadie ha podido
ver su vena primera con los ojos,

puso todo su amor en la justicia:
y así, pues, Dios le abrió, de gracia en gracia
la vista a la futura redención;

y él en ella creyó, y no toleraba
la peste de su antiguo paganismo;
y reprendía a las gentes perversas.

Las tres mujeres que viste en la rueda
derecha le sirvieron de bautismo,
antes del bautizar más de un milenio.

¡Oh predestinación, cuán alejada
se encuentra tu raíz de aquellos ojos
que la causa primera no ven tota!

Y vosotros mortales, sed prudentes
juzgando: pues nosotros, que a Dios vemos,
aún no sabemos todos los que elige;

y nos es dulce ignorar estas cosas,
y nuestro bien en este bien se afina,
pues lo que Dios desea, deseamos.»

Por la divina imagen de este modo,
para aclarar mi vista tan escasa,
me fue dada suave medicina.

Y como a un buen cantor buen citarista
hace seguir el pulso de las cuerdas,
por lo que aún más placer adquiere el canto,

así, mientras hablaba, yo recuerdo
que vi a los dos benditos resplandores,
igual que el parpadeo se concuerda,
llamear al compás de las palabras.

CANTO XXI

Volví a fijar mis ojos en el rostro
de mi dama, y mi espíritu con ellos,
de cualquier otro asunto retirado.

No se reía; mas «Si me riese
-dijo- te ocurriría como cuando
fue Semele en cenizas convertida:

pues mi belleza, que en los escalones
del eterno palacio más se acrece,
como has podido ver, cuanto más sube,

si no la templo, tanto brillaría
que tu fuerza mortal, a sus fulgores,
rama sería que el rayo desgaja.

Al séptimo esplendor hemos subido,
que bajo el pecho del León ardiente
con él irradia abajo su potencia.

Fija tu mente en pos de tu mirada,
y haz de aquélla un espejo a la figura
que te ha de aparecer en este espejo.»

Quien supiese cuál era la delicia
de mi vista mirando el santo rostro,
al poner mi atención en otro asunto,

sabría de qué forma me era grato
obedecer a rrú celeste escolta,
si un placer con el otro parangono.

En el cristal que tiene como nombre,
rodeando el mundo, el de su rey querido
bajo el que estuvo muerta la malicia,

de color de oro que el rayo refleja
contemplé una escalera que subía
tanto, que no alcanzaba con la vista.

Vi también que bajaba los peldaños
tanto fulgor, que pensé que la luz
toda del cielo allí se difundiera.

Y como, por su natural costumbre,
juntos los grajos, al romper del día,
se mueven calentando su plumaje;

después unos se van y ya no vuelven;
otros toman al sitio que dejaron,
y los demás se quedan dando vueltas;

me parecio que igual aconteciese
en aquel destellar que junto vino,
al llegar y pararse en cierto tramo.

Y aquel que más cercano se detuvo,
era tan luminoso, que me dije:
«Bien conozco el amor que me demuestras.

Mas aquella en que espero el cómo y cuándo
callar o hablar, estáse quieta; y yo
bien hago y, aunque quiero, no pregunto.»

Por lo cual ella, viendo en mi silencio,
con el ver de quien puede verlo todo,
me dijo: «Aplaca tu ardiente deseo.»

Y yo comencé así. «Mis propios méritos
de tu respuesta digno no me hacen;
mas por aquella que hablar me permite,

alma santa que te hallas escondida
dentro de tu alegría, haz que yo sepa
por qué de mí te has puesto tan cercana;

y por qué en esta rueda se ha callado
la dulce sinfonía de los cielos,
que tan piadosa en las de abajo suena.»

«Mortal tienes la vista y el oído,
por eso no se canta aquí -repuso-
al igual que Beatriz no tiene risa.

Por la santa escalera he descendido
únicamente para recrearte
con la voz y la luz que me rodea;

mayor amor más presta no me hizo,
que tanto o más amor hierve allá arriba,
tal como el flamear te manifiesta.

Mas la alta caridad, que nos convierte
en siervas de aquel que el mundo gobierna
aquí nos destinó, como estás viendo.»

«Bien veo, sacra lámpara, que un libre
amor -le dije basta en esta corte
para seguir la eterna providencia;

mas no puedo entender tan fácilmente
por qué predestinada sola fuiste
tú a este encargo entre todas las restantes.»

Aun antes de acabar estas palabras,
hizo la luz un eje de su centro,
dando vueltas veloz como una rueda;

luego dijo el amor que estaba dentro:
«Desciende sobre mí la luz divina,
en ésta en que me envientro penetrando,

la cual virtud, unida a mi intelecto,
tanto me eleva sobre mí, que veo
la suma esencia de la cual procede.

De allí viene esta dicha en la que ardo;
puesto que a mi visión, que es ya tan clara,
la claridad de la llama se añade.

Pero el alma en el cielo más radiante,
el serafín que más a Dios contempla,
no podrá responder a tu pregunta,

porque se oculta tanto en el abismo
del eterno decreto lo que quieres,
que al creado intelecto se le esconde.

Y al mundo de los hombres, cuando vuelvas,
contarás esto, a fin que no pretenda
a una tan alta meta dirigirse.

La mente, que aquí luce, en tierra humea;
así que piensa cómo allí podrá
lo que no puede aun quien acoge el cielo.»

Tan terminantes fueron sus palabras
que dejé aquel asunto, y solamente
humilde pregunté por su persona.

«álzanse entre las costas italianas
montes no muy lejanos de tu tierra,
tanto que el trueno suena más abajo,

y un alto forman que se llama Catria,
bajo el cual hay un yermo consagrado
para adorar dispuesto únicamente.»

Por vez tercera dijo de este modo;
y, siguiendo, después me dijo: «Allí
tan firme servidor de Dios me hice,

que sólo con verduras aliñadas
soportaba los fríos y calores,
alegre en el pensar contemplativo.

Dar solía a estos cielos aquel claustro
muchos frutos; mas ahora está vacío,
y pronto se pondrá de manifiesto.

Yo fui Pedro Damián en aquel sitio,
y Pedro Pecador en la morada
de nuestra Reina junto al mar Adriático.

Cuando ya me quedaba poca vida,
a la fuerza me dieron el capelo,
que de malo a peor ya se transmite.

Vino Cefas y vino el Santo Vaso
del Espíritu, flacos y descalzos,
tomando en cualquier sitio la comida.

Los modernos pastores ahora quieren
que les alcen la cola y que les lleven,
tan gordos son, sujetos a los lados.

Con mantos cubren sus cabalgaduras,
tal que bajo una piel marchan dos bestias:
¡Oh paciencia que tanto soportas!

Al decir esto vi de grada en grada
muchas llamas bajando y dando vueltas,
y a cada giro estaban más hermosas.

Se detuvieron al lado de ésta,
y prorrumpieron en clamor tan alto,
que aquí nada podría asemejarse;
ni yo lo oí; tan grande fue aquel trueno.

CANTO XXII

Presa del estupor, hacia mi guía
me volví, como el niño que se acoge
siempre en aquella en que más se confía;

y aquélla, como madre que socorre
rápido al hijo pálido y ansioso
con esa voz que suele confortarlo,

dijo: «¿No sabes que estás en el cielo?
y ¿no sabes que el cielo es todo él santo,
y de buen celo viene lo que hacemos?

Cómo te habría el canto trastornado,
y mi sonrisa, puedes ver ahora,
puesto que tanto el gritar te conmueve;

y si hubieses su ruego comprendido,
en él conocerías la venganza
que podrás ver aún antes de que mueras.

La espada de aquí arriba ni deprisa
ni tarde corta, y sólo lo parece
a quien teme o desea su llegada.

Mas dirígete ahora hacia otro lado;
que verás muchas almas excelentes,
si vuelves la mirada como digo.»

Como ella me indicó, volví los ojos,
y vi cien esferitas, que se hacían
aún más hermosas con sus mutuos rayos.

Yo estaba como aquel que se reprime
la punta del deseo, y no se atreve
a preguntar, porque teme excederse;

y la mayor y la más encendida
de aquellas perlas vino hacia adelante,
para dejar satisfechas mis ganas.

Dentro de ella escuché luego: «Si vieses
la caridad que entre nosotras arde,
lo que piensas habrías expresado.

Mas para que, esperando, no demores
el alto fin, habré de responderte
al pensamiento sólo que así guardas.

El monte en cuya falda está Cassino
estuvo ya en su cima frecuentado
por la gente engañada y mal dispuesta;

y yo soy quien primero llevó arriba
el nombre de quien trajo hasta la tierra
esta verdad que tanto nos ensalza;

y brilló tanta gracia sobre mí,
que retraje a los pueblos circundantes
del culto impío que sedujo al mundo.

Los otros fuegos fueron todos hombres
contemplativos, de ese ardor quemados
del que flores y frutos santos nacen.

Está Macario aquí, y está Romualdo,
y aquí están mis hermanos que en los claustros
detuvieron sus almas sosegadas.

Y yo a él: «El afecto que al hablarme
demuestras y el benévolo semblante
que en todos vuestros fuegos veo y noto,

de igual modo acrecientan mi confianza,
como hace al sol la rosa cuando se abre
tanto como permite su potencia.

Te ruego pues, y tú, padre, concédeme
si merezco gracia semejante,
que pueda ver tu imagen descubierta.»

Y aquél: «Hermano, tu alto deseo
ha de cumplirse allí en la última esfera,
donde se cumplirán todos y el mío.

Allí perfectos, maduros y enteros
son los deseos todos; sólo en ella
cada parte está siempre donde estaba,

pues no tiene lugar, ni tiene polos,
y hasta aquella conduce esta escalera,
por lo cual se te borra de la vista.

Hasta allá arriba contempló el patriarca
Jacob que ella alcanzaba con su extremo,
cuando la vio de ángeles colmada.

Mas, por subirla, nadie aparta ahora
de la tierra los pies, y se ha quedado
mi regla para gasto de papel.

Los muros que eran antes abadías
espeluncas se han hecho, y las cogullas
de mala harina son talegos llenos.

Pero la usura tanto no se alza
contra el placer de Dios, cuanto aquel fruto
que hace tan loco el pecho de los monjes;

que aquello que la Iglesia guarda, todo
es de la gente que por Dios lo pierde;
no de parientes ni otros más indignos.

Es tan blanda la carne en los mortales,
que allá abajo no basta un buen principio
para que den bellotas las encinas.

Sin el oro y la plata empezó Pedro,
y con ayunos yo y con oraciones,
y su orden Francisco humildemente;

y si el principio ves de cada uno,
y miras luego el sitio al que han llegado,
podrás ver que del blanco han hecho negro.

En verdad el Jordán retrocediendo,
más fue, y el mar huyendo, al Dios mandarlo,
admirable de ver, que aquí el remedio.»

Así me dijo, y luego fue a reunirse
con su grupo, y el grupo se juntó;
después, como un turbión, voló hacia arriba.

Mi dulce dama me impulsó tras ellos
por la escalera sólo con un gesto,
venciendo su virtud a mi natura;

y nunca aquí donde se baja y sube
por medios naturales, hubo un vuelo
tan raudo que a mis alas se igualase.

Así vuelva, lector, a aquel devoto
triunfo por el cual lloro con frecuencia
mis pecados y el pecho me golpeo,

puesto y quitado en tanto tú no habrías
del fuego el dedo, en cuanto vi aquel signo
que al Toro sigue y dentro de él estuve.

Oh gloriosas estrellas, luz preñada
de gran poder, al cual yo reconozco
todo, cual sea, que mi ingenio debo,

nacía y se escondía con vosotras
de la vida mortal el padre, cuando
sentí primero el aire de Toscana;

y luego, al otorgarme la merced
de entrar en la alta esfera en que girais,
vuestra misma region me cupo en suerte.

Con devoción mi alma ahora os suspira,
para adquirir la fuerza suficiente
en este fuerte paso que la espera.

«Ya de la salvación están tan cerca
-me dijo Beatriz-- que deberías
tener los ojos claros y aguzados;

por lo tanto, antes que tú más te enelles,
vuelve hacia abajo, y mira cuántos mundos
debajo de tus pies ya he colocado;

tal que tu corazón, gozoso cuanto
pueda, ante las legiones se presente
que alegres van por el redondo éter.»

Recorrí con la vista aquellas siete
esferas, y este globo vi en tal forma
que su vil apariencia me dio risa;

y por mejor el parecer apruebo
que lo tiene por menos; y el que piensa
en el otro, de cierto es virtuoso.

Vi encendida a la hija de Latona
sin esa sombra que me dio motivo
de que rara o que densa la creyera.

El rostro de tu hijo, Hiperïón,
aquí afronté, y vi cómo se mueven,
cerca y en su redor Maya y Dïone.

Y se me apareció el templar de Júpiter
entre el padre y el hijo: y vi allí claro
las variaciones que hacen de lugares;

y de todos los siete puede ver
cuán grandes son, y cuánto son veloces,
y la distancia que existe entre ellos.

La era que nos hace tan feroces,
mientras con los Gemelos yo giraba,
vi con sus montes y sus mares; luego
volví mis ojos a los ojos bellos.

CANTO XXIII

Igual que el ave, entre la amada fronda,
que reposa en el nido entre sus dulces
hijos, la noche que las cosas vela,

que, por ver los objetos deseados
y encontrar alimento que les nutra
-una dura labor que no disgusta-,

al tiempo se adelanta en el follaje,
y con ardiente afecto al sol espera,
mirando fijo a donde nace el alba;

así erguida se hallaba mi señora
y atenta, dirigiéndose hacia el sitio
bajo el que el sol camina más despacio:

y viéndola suspensa, ensimismada,
me puse como aquel que deseando
algo que quiere, se calma en la espera.

Mas poco fue del uno al otro instante
de que esperara, digo, y de que viera
que el cielo más y más resplandecía;

Y Beatriz dijo: «¡Mira las legiones
del tyiunfo de Cristo y todo el fruto
que recoge el girar de estas esferas!»

Pareció que le ardiera todo el rostro,
y tanta dicha llenaba sus ojos,
que es mejor que prosiga sin decirlo.

Igual que en los serenos plenilunios
con las eternas ninfas Trivia ríe
que coloran el cielo en todas partes,

vi sobre innumerables luminarias
un sol que a todas ellas encendía,
igual que el nuestro a las altas estrellas;

y por la viva luz transparecía
la luciente sustancia, tan radiante
a mi vista, que no la soportaba.

¡Oh Beatriz, mi guía dulce y cara!
Ella me dijo: «Aquello que te vence
es virtud que ninguno la resiste.

Allí están el poder y la sapiencia
que abrieron el camino entre la tierra
y el cielo, tanto tiempo deseado.»

Cual fuego de la nube se desprende
por tanto dilatarse que no cabe,
y contra su natura cae a tierra,

mi mente así, después de aquel manjar,
hecha más grande salió de sí misma,
y recordar no sabe qué se hizo.

«Los ojos abre y mira cómo soy;
has contemplado cosas, que te han hecho
capaz de sostenerme la sonrisa.»

Yo estaba como aquel que se resiente
de una visión que olvida y que se ingenia
en vano a que le vuelva a la memoria,

cuando escuché esta invitación, tan digna
de gratitud, que nunca ha de borrarse
del libro en que el pasado se consigna.

Si ahora sonasen todas esas lenguas
que hicieron Polimnía y sus hermanas
de su leche dulcísima más llenas,

en mi ayuda, ni un ápice dirían
de la verdad, cantando la sonrisa
santa y cuánto alumbraba al santo rostro.

Y así al representar el Paraíso,
debe saltar el sagrado poema,
como el que halla cortado su camino.

Mas quien considerase el arduo tema
y los humanos hombros que lo cargan,
que no censure si tiembla debajo:

no es derrotero de barca pequeña
el que surca la proa temeraria,
ni para un timonel que no se exponga.

«¿Por qué mi rostro te enamora tanto,
que al hermoso jardín no te diriges
que se enflorece a los rayos de Cristo?

Este es la rosa en que el verbo divino
carne se hizo, están aquí los lirios
con cuyo olor se sigue el buen sendero.»

Así Beatriz; y yo, que a sus consejos
estaba pronto, me entregué de nuevo
a la batalla de mis pobres ojos.

Como a un rayo de sol, que puro escapa
desgarrando una nube, ya un florido
prado mis ojos, en la sombra, vieron;

vi así una muchedumbre de esplendores,
desde arriba encendidos por ardientes
rayos, sin ver de dónde procedían.

¡Oh, benigna virtud que así los colmas,
para darme ocasión a que te viesen
mis impotentes ojos, te elevaste!

El nombre de la flor que siempre invoco
mañana y noche, me empujó del todo
a la contemplación del mayor fuego;

y cuando reflejaron mis dos ojos
el cuál y el cuánto de la viva estrella
que vence arriba como vence abajo,

por entre el cielo descendió una llama
que en círculo formaba una corona
y la ciñó y dio vueltas sobre ella.

Cualquier canción que tenga más dulzura
aquí abajo y que más atraiga al alma,
semeja rota nube que tronase,

si al son de aquella lira lo comparo
que al hermoso zafiro coronaba
del que el más claro cielo se enzafira.

«Soy el amor angélico, que esparzo
la alta alegría que nace del vientre
que fue el albergue de nuestro deseo;

y así lo haré, reina del cielo, mientras
sigas tras de tu hijo, y hagas santa
la esfera soberana en donde habitas.»

Así la melodía circular
decía, y las restantes luminarias
repetían el nombre de María.

El real manto de todas las esferas
del mundo, que más hierve y más se aviva
al aliento de Dios y a sus mandatos,

tan encima tenía de nosotros
el interno confín, que su apariencia
desde el sitio en que estaba aún no veía:

y por ello mis ojos no pudieron
seguir tras de esa llama coronada
que se elevó a la par que su simiente.

Y como el chiquitín hacia la madre
alarga, luego de mamar, los brazos
por el amor que afuera se le inflama,

los fulgc>res arriba se extendieron
con sus penachos, tal que el alto afecto
que a María tenían me mostraron.

Permanecieron luego ante mis ojos
Regina caeli, cantando tan dulce
que el deleite de mí no se partía.

¡Ah, cuánta es la abundancia que se encierra
en las arcas riquísimas que fueron
tan buenas sembradoras aquí abajo!

Allí se vive y goza del tesoro
conseguido llorando en el destierro
babilonio, en que el oro desdeñaron.

Allí trïunfa, bajo el alto Hijo
de María y de Dios, de su victoria,
con el antiguo y el nuevo concilio
el que las llaves de esa gloria guarda.

CANTO XXIV

«Oh compañía electa a la gran cena
del bendito Cordero, el cual os nutre
de modo que dais siempre saciadas,

si por gracia de Dios éste disfruta
de aquello que se cae de vuestra mesa,
antes de que la muerte el tiempo agote,

estar atentos a su gran deseo
y refrescarle un poco: pues bebéis
de la fuente en que mana lo que él piensa.»

Así Beatriz; y las gozosas almas
se hicieron una esfera en polos fijos,
llameando, al igual que los cometas.

Y cual giran las ruedas de un reloj
así que, a quien lo mira, la primera
parece quieta, y la última que vuela;

así aquellas coronas, diferente-
mente danzando, lentas o veloces,
me hacían apreciar sus excelencias.

De aquella que noté más apreciada
vi que salía un fuego tan dichoso,
que de más claridad no hubo ninguno;

y tres veces en torno de Beatriz
dio vueltas con un canto tan divino,
que mi imaginación no lo repite.

Y así salta mi pluma y no lo escribo:
pues la imaginativa, a tales pliegues,
no ya el lenguaje, tiene un color burdo.

«¡Oh Santa hermana mía que nos ruegas
devota, por tu afecto tan ardiente
me he separado de esa hermosa esfera.»

Tras detenerse, aquel bendito fuego,
dirigió a mi señora sus palabras,
que hablaron en la forma que ya he dicho.

Y ella: «Oh luz sempiterna del gran hombre
a quien Nuestro Señor dejó las llaves,
que él llevó abajo, de esta ingente dicha,

sobre cuestiones serias o menudas,
a éste examina en torno de esa fe,
por lo cual sobre el mar tú caminaste.

Si él ama bien, y bien cree y bien espera,
no se te oculta, pues la vista tienes
donde se ve cualquier cosa pintada,

pero como este reino ha hecho vasallos
por la fe verdadera, es oportuno
que la gloríe más, hablando de ella.»

Tal como el bachiller se arma y no habla
hasta que hace el maestro la pregunta,
argumentando, mas sin definirla,

yo me armaba con todas mis razones,
mientras ella le hablaba, preparado
a tal cuestionador y a tal examen.

«Di, buen cristiano, y hazlo sin rodeos:
¿qué es la fe?» Por lo cual alcé la frente
hacia la luz que dijo estas palabras;

luego volví a Beatriz, y aquella un presto
signo me hizo de que derramase
afuera el agua de mi fuente interna.

«La gracia que me otorga el confesarme
-le dije con el alto primopilo,
haga que bien exprese mis conceptos.»

Y luego: «Cual la pluma verdadera
lo escribió, padre, de tu caro hermano
que contigo fue guía para Roma,

fe es la sustancia de lo que esperamos,
y el argumento de las invisibles;
pienso que ésta es su esencia verdadera.»

Entonces escuché: «Bien lo has pensado,
si comprendes por qué entre las sustancias,
luego en los argumentos la coloca.»

Y respondí: «Las cosas tan profundas
que aquí me han ofrecido su apariencia,
están a los de abajo tan ocultas,

que sólo está su ser en la creencia,
sobre la cual se funda la esperanza;
y por ello sustancia la llamamos.

Y de esto que creemos es preciso
silogizar, sin más pruebas visibles:
por ello la llamamos argumento.»

Escuché entonces: «Si cuanto se adquiere
por la doctrina abajo, así entendierais,
no cabría el ingenio del sofista.»

Así me dijo aquel amor ardiente;
luego añadió: «Muy bien has sopesado
el peso y la aleación de esta moneda;

mas dime si la llevas en la bolsa.»
«Sí -dije , y tan brillante y tan redonda,
que en su cuño no cabe duda alguna.»

Luego salió de la luz tan profunda
que allí brillaba: «Esta preciosa gema
que de toda virtud es fundamento,

¿de dónde te ha venido?» Y yo: «Es la lluvia
del Espíritu Santo, difundida
sobre viejos y nuevos pergaminos,

el silogismo que esto me confirma
con agudeza tal, que frente a ella
cualquier demostración parece obtusa.»

Y después escuché: «¿La antigua y nueva
proposición que así te han convencido
por qué las tienes por habla divina?»

Y yo: «Me lo confirman esas obras
que las siguieron, a las que natura
ni bate el yunque ni calienta el hierro.»

«Dime -me respondió- ¿quién te confirma
que hubiera aquellas obras? Pues el mismo
que lo quiere probar, sin más, lo jura.»

Si el mundo al cristianismo se ha inclinado,
-le dije sin milagros, esto es uno
aún cien veces más grande que los otros:

pues tú empezaste pobre y en ayunas
en el campo a sembrar la planta buena
que fue antes vid y que ahora se ha hecho zarza.»

Esto acabado, la alta y santa corte
cantó por las esferas: «Dio Laudamo»
con esas notas que arriba se cantan.

Y aquel varón que así de rama en rama,
examinando, me había llevado,
cerca ya de los últimos frondajes,

volvió a decir: «La Gracia que enamora
tu mente, ha hecho que abrieras la boca
hasta aquí como abrirse convenía,

de tal forma que apruebo lo que has dicho;
mas explicar qué crees debes ahora,
y de dónde te vino la creencia.»

«Santo padre, y espíritu que ves
aquello en que creíste, de tal modo,
que al más joven venciste hacia el sepulcro,

tú quieres --comencé- que manifieste
aquí la forma de mi fe tan presta,
y también su motivo preguntaste.

Y te respondo: creo en un Dios solo
y eterno, que los cielos todos mueve
inmóvil, con amor y con deseo;

y a tal creer no tengo sólo prueba
física o metafísica, también
me la da la verdad, que aquí nos llueve

por Moisés, por profetas y por salmos,
y por el Evangelio y por vosotros
que con ardiente espíritu escribisteis;

y creo en tres personas sempiternas,
y en una esencia que es tan una y trina,
que el "son" y el "es" admite a un mismo tiempo.

Con la profunda condición divina
que ahora toco, la mente me ha sellado
la doctrina evangélica a menudo.

Aquí comienza todo, esta es la chispa
que en vivaz llama luego se dilata,
y brilla en mí cual en el cielo estrella.»

Como el señor que escucha algo agradable,
después abraza al siervo, complacido
por la noticia, cuando aquél se calla;

de este modo, cantando, me bendijo,
ciñéndome tres veces al callarme,
la apostólica luz, que me hizo hablar:
¡tanto le complacieron mis palabras!

CANTO XXV

Si sucediera que el sacro poema
en quien pusieron mano tierra y cielo,
y me ha hecho enflaquecer por muchos años,

venciera la crueldad que me ha exiliado
del bello aprisco en el que fui cordero,
de los hostiles lobos enemigo;

con otra voz entonces y cabellos,
poeta volveré, y sobre la fuente
de mi bautismo habrán de coronarme;

porque en la fe, que hace que conozcan
a Dios las almas, aquí vine, y luego
Pedro mi frente rodeó por ella.

Después vino una luz hacia nosotros
de aquella esfera de la que salió
el primer sucesor que dejó Cristo;

y mi Señora llena de alegría
me dijo: «Mira, mira ahí al barón
por quien abajo visitan Galicia.»

Tal como cuando el palomo se pone
junto al amigo, y uno y otro muestra
su amistad, al girar y al arrullarse;

así yo vi que el uno al otro grande
príncipe glorïoso recibía,
loando el pasto que allí se apacienta.

Mas concluyendo ya los parabienes,
callados coram me se detuvieron,
tan ígneos que la vista me vencían.

Entonces dijo Beatriz riendo:
«Oh ínclita alma por quien se escribiera
la generosidad de esta basílica,

haz que resuene en lo alto la esperanza:
puedes, pues tantas veces la has mostrado,
cuantas jesús os prefirió a los tres.»

«Alza el rostro y sosiega, pues quien viene
desde el mundo mortal hasta aquí arriba,
en nuestros rayos debe madurarse.»

Este consuelo del fuego segundo
me vino; y yo miré a aquellos dos montes
que me abatieron antes con su peso.

«Pues nuestro emperador te ha concedido
que antes de muerto puedas con sus condes
avistarte en la sala más secreta,

y viendo la verdad de este palacio,
la esperanza, que abajo os enamora,
a ti y a otros pueda consolaros,

dime qué es, y di cómo florece
en tu mente: y de dónde te ha venido.»
Así continuó la luz segunda.

Y la piadosa que guió las plumas
de mis alas a vuelo tan cimero,
previno de este modo mi respuesta:

«La iglesia militante hijo ninguno
tiene que más espere, como escrito
está en el sol que alumbra nuestro ejército:

por eso le otorgaron que de Egipto
venga a Jerusalén para que vea,
antes de concluir en su milicia.

Los otros puntos, que no por saber
le preguntaste, mas para que muestre
lo mucho que te place esta virtud,

a él se los dejo, pues que son sencillos
y no se jactará; que él os responda,
y esto merezca la divina gracia.»

Como el alumno que al doctor secunda
pronto y con gusto en eso que es experto,
para que se demuestre su valía.

«La esperanza -repuse es cierta espera
de la gloria futura, que produce
la gracia con el mérito adquirido.

Muchas estrellas me han dado esta luz;
mas quien primero la infundió en mi pecho
fue el supremo cantor del rey supremo.

"Que esperen en ti --dice en su divino
cántico- los que saben de tu nombre":
¿quién que tenga mi fe no lo conoce?

Y con su inspiración tú me inspiraste
con tu carta después; y ahora estoy lleno,
y en los otros revierto vuestra lluvia.»

Dentro del vivo seno, cuando hablaba,
de aquel incendio tremolaba un fuego
raudo y súbito a modo de relámpago.

Luego dijo: «El amor en que me inflamo
aún por la virtud que me ha seguido
hasta el fin del combate y el martirio,

aún quiere que te hable, pues te gozas
con ella, y me complace que me digas
qué es lo que la esperanza te promete.»

Y yo: «Los nuevos y los viejos textos
fijan la meta, y esto me lo indica,
de quien desea ser de Dios amigo.

Dice Isaías que todos vestidos
en su patria estarán con dobles vestes:
¿y es que esta dulce vida no es su patria?

Y tu hermano de forma aún más patente,
al hablar de las blancas vestiduras,
esta revelación nos manifiesta.

Y primero, después de estas palabras,
«Sperent in te» se oyó sobre nosotros;
y replicaron todos los benditos.

Luego tras esto se encendió una luz
tal que, si en Cáncer tal fulgor hubiese,
sólo un día sería el mes de invierno.

Y como se alza y va y entra en el baile
una cándida virgen, para honrar
a la novicia, y no por vanagloria,

así vi yo al encendido esplendor
acercarse a los dos que daban vueltas
al ritmo que su ardiente amor marcaba.

Se ajustó allí a su canto y a su rueda;
y atenta los miraba mi señora,
como una esposa inmóvil y callada.

«Es éste quien yaciera sobre el pecho
de nuestro pelicano, y éste fue
desde la cruz propuesto al gran oficio.»

Dijo así mi señora; mas por esto
su vista no dejó de estar atenta
despues como antes de que hubiera hablado.

Como es aquel que mira y que pretende
ver eclipsarse el sol por un momento,
y que, por ver, no vidente se vuelve

con el último fuego hice lo mismo
hasta que se me dijo: «¿Por qué ciegas
para ver una cosa que no existe?

Mi cuerpo es tierra en tierra, y lo será
con todos los demás, hasta que el número
al eterno propósito se iguale.

Con las dos vestes en el santo claustro
sólo están las dos luces que ascendieron;
y esto habrás de decir en vuestro mundo.»

Con esta voz el inflamado giro
se detuvo y con él la mezcolanza
que se formaba del sonido triple,

como para evitar riesgo o fatiga,
los remos que en el agua golpeaban,
todos se aquietan al sonar de un silbo.

¡Qué grande fue mi turbación entonces,
al volverme a Beatriz para mirarla,
y no la pude ver, aunque estuviese
en el mundo feliz, y junto a ella!

CANTO XXVI

Mientras yo deslumbrado vacilaba,
de la fúlgida llama deslumbrante
salió una voz a la que me hice atento.

«En tanto que retorna a ti la vista
que por mirarme -dijo,--- has consumido,
bueno será que hablando la compenses.

Empieza pues; y di a dónde diriges
tu alma, y date cuenta que tu vista
está en ti desmayada y no difunta:

porque la dama que por la sagrada
región te lleva, en la mirada tiene
la virtud de la mano de Ananías.»

«A su gusto -repuse pronto o tarde
venga el remedio, pues que fueron puertas
que ella cruzó con fuego en que ardo siempre

El bien que hace la dicha de esta corte,
es Alfa y es O de cuanta escritura
lee en mí el Amor o fuerte o levemente.»

Aquella misma voz que los temores
del súbito cegar me hubo quitado,
a que siguiese hablando me animaba;

y dijo: «Por aún más angosta criba
te conviene cerner; decirnos debes
quién a tal blanco dirigió tu arco.»

Y yo: «Por filosóficas razones
y por la autoridad que de ellas baja
tal amor ha debido en mí imprimirse:

que el bien en cuanto bien, al conocerse,
nos enciende el amor, tanto más grande
cuanta mayor bondad en sí retiene.

Y así a una esencia que es tan ventajosa,
que todo bien que esté fuera de ella
no es nada más que un brillo de su rayo,

más que a otra es preciso que se mueva
la mente, amando, de los que conocen
la verdad que esta prueba fundamenta.

Tal verdad demostró a mi entendimiento
aquel que me enseñó el amor primero
de todas las sustancias sempiternas.

Lo demostró la voz del Creador
que a Moisés dijo hablando de sí mismo:
«Yo haré que veas el poder supremo.»

Y tú lo demostraste, al comenzar
el alto pregón que grita el arcano
de aquí allá abajo más que cualquier otro.

Y escuché: «Por la humana inteligencia
y por la autoridad con él concorde,
de tu amor tiende a Dios lo soberano.

Mas dime aún si sientes otras cuerdas
que a él te atraigan, de modo que me digas
con cuántos dientes este amor te muerde.»

No estaba oculta la santa intención
del águila de Cristo, y me di cuenta
a qué tema quería conducirme.

Por eso repliqué: «Cuantos mordiscos
pueden volver a Dios un corazón,
juntos mi caridad han fomentado:

que el que yo exista y el que exista el mundo,
la muerte que él sufrió y por la que vivo,
y lo que esperan como yo los fieles,

con el conocimiento que antes dije,
me han sacado del mar del falso amor,
y del derecho me han puesto en la orilla.

Las frondas que enfrondecen todo el huerto
del eterno hortelano, yo amo tanto,
cuanto es el bien que de él desciende a ellas.»

Cuando callé, un dulcísimo canto
resonó por el cielo, y mi señora
«Santo, santo», decía con los otros.

Y como ahuyenta el sueño una luz viva,
pues la vista se acerca al resplandor
que atraviesa membrana tras membrana,

y al despertado aturde lo que mira,
pues tan torpe es la súbita vigilia
mientras la estimativa no le ayuda;

lo mismo de mis ojos cualquier mota
me quitaron los ojos de Beatriz,
con rayos que mil millas refulgían:

y vi después mucho mejor que antes;
y casi estupefacto pregunté
por una cuarta luz tras de nosotros.

Y mi señora: «Dentro de ese rayo
goza de su hacedor la primer alma
que hubo creado la primer potencia.»

Como la fronda que inclina su copa
del viento atravesada, y la levanta
por la misma virtud que la endereza,

hice yo mientras ella estaba hablando,
asombrado, y después me recobré
con las ganas de hablar en las que ardía.

«Oh fruto que maduro únicamente
fuiste creado --dije , antiguo padre
de quien cualquier esposa es hija y nuera,

con la más grande devoción te pido
que me hables: advierte mi deseo,
que no lo expreso para oírte antes.»

Un animal a veces en un saco
se revuelve de modo que sus ansias
se advierten al mirar lo que le cubre;

y de igual forma el ánima primera
escondida en su luz manifestaba
cuán gustosa quería complacerme.

Y dijo: «Sin que lo hayas proferido,
mejor he comprendido tu deseo
que tú cualquiera cosa verdadera;

porque la veo en el veraz espejo
que hace de sí reflejo en otras cosas,
mas las otras en él no se reflejan.

Quieres oír cuánto hace que me puso
Dios en el bello Edén, desde donde ésta
a tan larga subida te dispuso,

y cuánto fue el deleite de mis ojos,
y la cierta razón de la gran ira,
y el idioma que usé y que inventé.

Ahora, hijo mío, no el probar del árbol
fue en sí misma ocasión de tanto exilio,
mas sólo el que infringiese lo ordenado.

Donde tu dama sacara a Virgilio,
cuatro mil y tres cientas y dos vueltas
de sol tuve deseos de este sitio;

y le vi que volvía novecientas
treinta veces a todas las estrellas
de su camino, cuando en tierra estaba.

La lengua que yo hablaba se extingió
aun antes que a la obra inconsumable
la gente de Nembrot se dedicara:

que nunca los efectos racionales,
por el placer humano que los muda
siguiendo al cielo, duran para siempre.

Es obra natural que el hombre hable;
pero en el cómo la naturaleza
os deja que sigáis el gusto propio.

Antes que yo bajase a los infiernos,
I se llamaba en tierra el bien supremo
de quien viene la dicha que me embarga;

Y él después se llamó: y así conviene,
que es el humano uso como fronda
en la rama, que cae y que otra brota.

En el monte que más del mar se alza,
con vida pura y deshonesta estuve,
desde la hora primera a la que sigue
a la sexta en que el sol cambia el cuadrante.»

CANTO XXVII

«.Al Padre, al Hijo, al Espíritu Santo
-empezó- Gloria» -todo el Paraíso,
de tal modo que el canto me embriagaba.

Lo que vi parecía una sonrisa
del universo; y mi embriaguez por esto
me entraba por la vista y el oído.

¡Oh inefable alegría! ¡Oh dulce gozo!
¡Oh de amor y de paz vida completa!
¡Oh sin deseo riqueza segura!

Delante de mis ojos encendidas
las cuatro antorchas vi, y la que primero
vino, empezó a avivarse de repente,

y su aspecto cambió de tal manera,
cual cambiaría jove si él y Marte
cambiaran su plumaje siendo pájaros.

La providencia, que allí distribuye
cargas y oficios, al dichoso coro
puesto había silencio en todas partes,

cuando escuché: «Si mudo de color
no debes asombrarte, pues a todos
éstos verás cambiarlo mientras hablo.

Quien en la tierra mi lugar usurpa,
mi lugar, mi lugar que está vacante
en la presencia del Hijo de Dios,

en cloaca mi tumba ha convertido
de sangre y podredumbre; así el perverso
que cayó desde aquí, se goza abajo.»

Del color con que el sol contrario pinta
por la mañana y la tarde las nubes,
entonces vi cubrirse todo el cielo.

Y cual mujer honrada que está siempre
segura de sí misma, y culpas de otras,
sólo con escucharlas, ruborizan,

así cambió el semblante de Beatriz;
y así creo que el cielo se eclipsara
cuando sufrió la suprema potencia.

Luego continuaron sus palabras
con una voz cambiada de tal forma,
que más no había cambiado el semblante:

«No fue nutrida la Esposa de Cristo
con mi sangre, de Lino, o la de Cleto,
para ser en el logro de oro usada;

mas por lograr este vivir gozoso
Sixto y Urbano y Pío y Calixto
tras muchos sufrimientos la vertieron.

No fue nuestra intención que a la derecha
de nuestros sucesores, se sentara
parte del pueblo, y parte al otro lado;

ni que las llaves que me confiaron,
se volvieran escudo en los pendones
que combatieran contra bautizados;

ni que yo fuera imagen en los sellos,
de privilegios vendidos y falsos,
que tanto me avergüenzan y me irritan.

En traje de pastor lobos rapaces
desde aquí pueden verse prado a prado:
Oh protección divina, ¿por qué duerme?

Cahorsinos y Gascones se apresuran
a beber nuestra sangre: ¡oh buen principio,
a qué vil fin has venido a parar!

Pero la providencia, que de Roma
con Escipión guardar la gloria pudo,
pronto nos salvará, según lo pienso;

y tú, hijo mío, que a la tierra vuelves
por tu peso mortal, abre la boca,
y tú no escondas lo que yo no escondo.»

Cual vapores helados nos envía
abajo el aire nuestro, cuando el cuerno
de la cabra del cielo el sol tropieza,

así yo vi que el éter adornado
subía despidiendo los vapores
triunfantes, que estuvieron con nosotros.

Con mis ojos seguia sus semblantes,
hasta que la distancia, al ser ya mucha,
les impidió seguir detrás de ellos.

Por ello mi señora, al verme libre
de mirar hacia arriba, dijo: «Baja
la vista y mira cuánta vuelta has dado.»

Desde el momento en que mire primero
vi que había corrido todo el arco
que hace del medio al fin el primer clima;

viendo, pasado Cádiz, la insensata
ruta de Ulises, y la playa donde
fue dulce carga Europa al otro lado.

Y hubiera descubierto aún más lugares
de aquella terrezuela, pero el sol
bajo mis pies distaba más de un signo.

La mente enamorada, que requiebra
siempre a mi dama, más que nunca ardía
por dirigir de nuevo a ella mis ojos;

y si es el cebo el arte o la natura
que atrae los ojos, y la mente atrapan
ya con la carne viva o ya pintada,

juntas nada serían comparadas
al divino placer que me alumbró,
al dirigirme a sus ojos rientes.

Y el vigor que me dio aquella mirada,
me dio impulso hasta el cielo más veloz
al separarme del nido de Leda.

Sus partes mas cercanas o distantes
son tan iguales, que decir no puedo
la que escogió Beatriz para mi entrada.

Mas ella que veía mis deseos,
empezó con sonrisa tan alegre,
cual si Dios en su rostro se gozase:

«El ser del mundo, que detiene el centro
y hace girar en torno a lo restante,
tiene aquí su principio como meta;

y este cielo no tiene más comienzo
que la mente divina, donde prende
la influencia y amor que él llueve y gira.

El amor y la luz, a éste rodean
como a los otros éste; y solamente
a este círculo entiende quien lo ciñe.

Su movimiento no mide con otro,
pero los otros se miden con éste,
cual se divide el diez por dos o cinco;

y cómo el tiempo tenga en este vaso
su raíz y en los otros la enramada,
ahora podrás saberlo claramente.

¡Oh tú, concupiscencia que en tu seno
los mortales ahogas, sin que puedan
sacar los ojos fuera de tus ondas!

La voluntad florece en los humanos;
mas la lluvia constante hace volverse
endrinas las ciruelas verdaderas.

La inocencia y la fe sólo en los niños
se encuentran repartidas; luego escapan
antes de que se cubran las mejillas.

Tal, aún balbuciente, guarda ayuno,
y luego traga, con la lengua suelta,
cualquier comida bajo cualquier luna;

y tal, aún balbuciente, ama y escucha
a su madre, y teniendo el habla entera,
verla en la sepultura desearía.

Así se vuelve negra la piel blanca
en el rostro de aquella hermosa hija
de quien lleva la noche y trae el día.

Y tú, para que de esto no te asombres,
piensa que no hay quien en la tierra mande;
y así se pierde la humana familia.

Mas antes de que enero desinvierne,
por la centésima parte olvidada,
de tal manera rugirán los cielos,

que la tormenta que tanto se espera,
donde la popa está pondrá la proa,
y así la flota marchará derecha;
y tras las flores vendrán buenos frutos.

CANTO XXVIII

Luego que contra la vida presente
de los ruines mortales, me mostró
la verdad quien mi mente emparaísa,

cual la llama de un hacha en un espejo
ve quien con ella por detrás se alumbra,
antes de que la vea o la imagine,

y atrás se vuelve para ver si el vidrio
le dice la verdad, y ve que casa
con ella cual la música y su texto;

de igual forma recuerda mi memoria
que hice mirando a los hermosos ojos
donde hizo Amor su cuerda para herirme.

Y al volverme y al golpear los míos
lo que en aquellos cielos aparece,
cada vez que en sus giros se repara,

vi un punto que irradiaba tan aguda
luz, que la vista que enfocaba en ella
por tan grande agudeza se cerraba;

y la estrella que aquí menor parece,
luna parecería junto a ella,
si se pusieran una junto a otra.

Acaso tanto cuanto cerca vemos
de su halo la luz que lo desprende
cuando son más espesos sus vapores,

distante de ese punto un círculo ígneo
giraba tan veloz, que vencería
el curso que más raudo el mundo ciñe;

y aquél era por otro rodeado,
y de un tercero aquél, y éste de un cuarto,
de un quinto el cuarto, y por un sexto el quinto.

El séptimo seguía tan extenso
sobre ellos, que de Juno el emisario
abarcarlo del todo no podría.

Y el octavo, y el nono; y cada uno
más lento se movía, cuanto estaba
en número del uno más distante;

y una más clara llama desprendía
el más cercano de la lumbre pura,
pues más, yo creo, de ella participa.

Al verme preocupado mi señora
y sorprendido, dijo: «De ese punto
depende el cielo y toda la natura.

Ve el círculo que está de él más cercano;
y sabrás que tan rápido se mueve
por el amor ardiente que le impulsa.»

«Si estuviera dispuesto --dije el mundo
con el orden que veo en estas ruedas,
satisfecho me habría lo que dices;

mas el mundo sensible nos enseña
que las vueltas son tanto más veloces,
cuanto del centro se hallan más lejanas.

Por lo cual, si debiera terminarse
mi desear en este templo angélico
que sólo amor y luz lo delimitan,

aún debiera escuchar cómo el ejemplo
y su copia no marchan de igual modo,
que en vano por mí mismo pienso en ello.»

«Si tus dedos no son para tal nudo
suficientes, no debes extrañarte,
¡tan difícil lo ha hecho el no intentarlo!»

Dijo así mi señora; y luego: «Atiende
si es que quieres saciarte, a lo que digo;
y sobre estas cuestiones sutiliza.

Las esferas corpóreas son más amplias
o estrechas según sea la virtud
que se difunde por todas sus partes.

Da una bondad mayor mayores bienes;
y a un bien mayor contiene un mayor cuerpo,
siendo sus partes igual de perfectas.

Así pues este círculo que arrastra
todo el otro universo, corresponde
con aquel que más ama y que más sabe:

y si aplicaras pues a la virtud
tus medidas, y no a las apariencias
de los seres que en círculo se muestran,

la proporción perfecta admirarías
de más con más, y de menor con menos,
cada cielo, con cada inteligencia.»

Como se queda espléndido y sereno
el aéreo hemisferio cuando sopla
Bóreas con su mejilla más suave,

y se disuelven y limpian las brumas
que le turbaban, y sonríe el cielo
con las bellezas todas de su corte;

así hice yo, después que mi señora
tan claro respondió, y como en el cielo
brilla una estrella supe la verdad.

Y cuando terminaron sus palabras,
no de otro modo el hierro centellea
candente, cual los círculos hicieron.

Su incendio cada chispa propagaba;
y tantas eran, que el número de ellas
más que el doblar del ajedrez subía.

Yo escuchaba hosanar de coro en coro
al punto fijo que los tiene ubi
y siempre los tendrá, en que siempre fueron.

Y aquella que las dudas de mi mente
sabía, dijo: «Los primeros círculos
te muestran Serafines y Querubes.

Tras sus vínculos siguen tan aprisa
por parecerse al punto cuanto puedan;
y tanto pueden cuanto están más altos.

Esos amores que en torno se encuentran,
llámanse Tronos del poder divino,
y acaba en ellos el primer ternario;

y deberás saber que todos gozan
cuando se profundiza su mirada
en la verdad que aquieta el intelecto.

De aquí se puede ver cómo se funda
la beatitud en el acto de ver,
no en el de amar, que detrás de aquél viene;

y del ver son los méritos medida,
que genera la gracia y buen deseo:
así es como sucede grado a grado.

El siguiente ternario que florece
en esta sempiterna primavera
que nocturno carnero no despoja,

perpetuamente «Hosanna» jubilea
en triple melodía, por los tres
órdenes de alegría en que se enterna.

En esa jerarquía hay otras diosas:
Dominaciones, y después Virtudes;
de Potestades es el tercer orden.

Luego en los dos penúltimos festejos
Principados y Arcángeles dan vueltas;
todo el último de ángeles dichosos.

Estos órdenes miran a lo alto,
y abajo tanto influyen, que hacia Dios
son arrastrados y de todo arrastran.

Y Dionisio con tanto deseo
a contemplar se dedicó estos órdenes
que como yo, los nombra y los distingue.

Pero de él se apartó luego Gregorio;
y en cuanto abrió los ojos en el cielo
de sí mismo por esto se reía.

Y si mostrado fue tanto secreto
por un mortal, no quiero que te admires:
porque se lo enseñó quien vio aquí arriba,
y otras muchas verdades de este mundo!»

CANTO XXIX

Cuando uno y otro hijo de Latona,
por debajo de Libra y del Carnero,
son límites los dos de un horizonte,

cuanto hay desde el momento de equilibrio
hasta que el uno u otro de aquel cinto,
cambiando de hemisferio, se desata,

tanto, la risa pintada en su rostro,
muda estuvo Beatriz mirando fijo
el punto que me había derrotado.

Dijo después: «Diré, sin que preguntes,
lo que quieres oír, porque lo he visto
donde convergen todo quando y ubi.

No por acrecentar sus propios bienes,
que es imposible, mas porque su luz
pudiese, en su esplendor decir "Subsisto",

allí en su eternidad, fuera de toda
comprensión y de tiempo, libremente,
se abrió en nuevos amores el eterno.

No es porque antes ocioso estuviera;
pues ni después ni antes precedió
el discurrir de Dios sobre estas aguas.

Forma y materia, ya puras o juntas,
salieron a existir sin fallo alguno,
como de arco tricorde tres saetas.

Y como en vidrio, en ámbar o en cristales
el rayo resplandece, de tal modo
que el llegar y el lucir es todo en uno,

de igual forma irradió el triforme efecto
de su Sir a su ser a un tiempo mismo
sin que hubiese ninguna diferencia.

Concreado fue el orden y dispuesto
a las sustancias; y del mundo cima
fueron aquellas hechas acto puro;

a la potencia pura puso abajo;
la potencia y el acto, en medio, atadas
tal nudo que jamás se desanuda.

Jerónimo escribió que muchos siglos
antes fueron los ángeles creados
de que el resto del mundo fuera hecho;

mas en muchos parajes que escribieron
los inspirados, se halla esta verdad;
y si bien juzgas te avendrás a ello;

y en parte la razón también lo prueba,
pues no admite motores que estuviesen
sin su perfecto estado mucho tiempo.

Ya sabes dónde y cuándo estos amores
y cómo fueron hechos: ya apagados
tres ardores ya están en tu deseo.

Hasta veinte, contando, no se llega
tan pronto, como parte de los ángeles
turbó el más bajo de los elementos.

La otra quedóse, y dio comienzo el arte
que puedes ver, y con tanto deleite,
que de sus giros nunca se ha apartado.

La ocasión de caer fue la maldita
soberbia de quien viste que oprimían
las pesadumbres todas de este mundo.

Esos que ves aquí fueron humildes,
admitiendo existir por la bondad
que a tanto conocer hizo capaces:

por lo que fue su vista acrecentada
por méritos y gracia iluminante,
y tienen voluntad constante y plena;

y no quiero que dudes, mas que sepas,
que recibir la gracia es meritorio
según como el afecto la recibe.

Por lo que a este colegio se refiere
ya comprendes bastante, si entendiste
lo que te dije, ya sin otra ayuda.

Mas como en las escuelas de la tierra
se enseña que la angélica natura
es tal que entiende, que recuerda y quiere,

aún te diré, para que pura sepas
la verdad, que allí abajo se confunde,
porque equivocan los significados.

Estas sustancias, desde que gozaron
de la cara de Dios, no apartan de ella
la mirada, a quien nada está escondido:

Así pues no interceptan su mirada
nuevos objetos, y no necesitan
recordar con conceptos divididos;

y así allá abajo, sin dormir, se sueña,
creyendo y no creyendo en lo que dicen;
pero éstos tienen más vergüenza y culpa.

Vais por distintas rutas los que abajo
filosofáis: pues que os empuja tanto
el afán de que os tengan como sabios.

Y aún esto es admitido aquí en lo alto
con un rigor menor que si se olvida
la sagrada escritura o se confunde.

No meditáis en cuánta sangre cuesta
sembrarla allá en el mundo, y cuánto agrada
el que con ella humilde se conforma.

Por la apariencia pruebas dan de ingenio
y de imaginación; y quien predica
dase a esto y se calla el Evangelio.

Que se volvió la luna, dice el uno,
en la pasión de Cristo, y se interpuso
para ocultar la luz del sol abajo;

y otro que por sí misma se escondió
la luz, y que en la India y en España
hubo eclipse lo mismo que en Judea.

No hay en Florencia tantos Lapi y Bindi
cuantas fábulas tales en un año,
aquí y allá en los púlpitos se gritan:

y así las ovejuelas, que no saben,
vuelven del prado pacidas de viento,
y que el daño no vean no es excusa.

No dijo a su primer convento Cristo:
"Id y patrañas predicad al mundo";
sino les dio cimientos de certeza;

y ésta sonó en sus bocas solamente,
de modo que luchando por la fe
del Evangelio escudo y lanza hicieron.

Y ahora con bufonadas y con trampas
se predica, y con tal que cause risa,
la capucha se hincha y más no pide.


Mas tal pájaro anida en el capuz,
que si lo viese el vulgo, allí vería
qué indulgencias tendrá confiando en ése:

que en la tierra acrecientan la estulticia,
de tal manera que, sin prueba alguna
de su certeza, corren tras de ellas.

Esto engorda al cebón de San Antonio,
y a otros muchos más cerdos todavía,
que pagan con monedas no acuñadas.

Mas como es larga ya la digresión,
vuelve los ojos a la recta vía,
y se abrevien el tiempo y el camino.

Esta naturaleza tanto aumenta
en número al subir, que no hay palabras
ni conceptos mortales que las sigan;

y si recuerdas lo que se revela
en Danïel, verás que en sus millares
y millares su número se esconde.

La luz primera que toda la alumbra,
de tantas formas ella en sí recibe,
cual son las llamas a las que se une.

Y así, al igual que al acto que concibe
sigue el afecto, de amor la dulzura
ardiente o tibio en ella es diferente.

Ve pues la excelsitud y la grandeza
del eterno poder, puesto que tantos
espejos hizo en que multiplicarse,
permaneciendo en sí uno como antes.

CANTO XXX

Acaso a seis mil millas de distancia
hierve aquí la hora sexta, y este mundo
horizontal reclina ya la sombra,

cuando el centro del cielo, tan profundo,
se pone de tal forma, que en el fondo
van desapareciendo las estrellas;

y cuando se adelanta la sirviente
clarísima del sol, apaga el cielo
una por una hasta la más hermosa.

No de otro modo el triunfo que se goza
en torno al punto que antes me cegara,
creyéndolo incluido en lo que incluye,

se apagó poco a poco de mi vista;
por lo cual el amor y el no ver nada
me hicieron que a Beatriz volviera el rostro.

Si cuanto de ella he dicho hasta el presente
fuese encerrado todo en una loa,
poco sería a conseguir mi intento.

La belleza que vi no sobrepasa
solamente a nosotros, mas yo creo
que sólo su creador la goce entera.

Vencido me confieso en este paso
más que nunca en un punto de su obra
fue superado el trágico o el cómico:

pues, como el sol la vista menos firme,
así el recuerdo de su dulce risa
a mí mismo me priva de mi mente.

Desde el día primero que su rostro
en esta vida vi, hasta esta visión,
he podido seguirla con mi canto;

mas es forzoso que desista ahora
de seguir su belleza, poetizando,
cual todo artista que a su extremo llega.

Y ella, cual yo la dejo a voz más digna
que la de mi trompeta, que se acerca
a dar fin a materia tan difícil,

con ademán y voz de guía experto
«Hemos salido ya -volvió a decirme-
del mayor cuerpo al cielo que es luz pura:

luz intelectüal, plena de amor;
amor del cierto bien, pleno de dicha;
dicha que es más que todas las dulzuras.

Aquí verás a una y otra milicia
del paraíso, y una de igual modo
que en el juicio final habrás de verla.»

Como un súbito rayo que nos ciega
los visivos espíritus, e impide
que vea el ojo aun cosas muy brillantes,

así circumbrillóme una luz viva,
y cubrióme la cara con tal velo
de su fulgor, que nada pude ver.

«El amor que este cielo tiene inmóvil
siempre recibe en él de igual manera,
por disponer una vela a su llama.»

Apenas penetraron dentro de mí
estas breves palabras, comprendí
que sobre mi virtud estaba alzado;

y de una vista nueva disfrutaba
tal, que ninguna luz es tan brillante,
que con mis ojos no la resistiera;

y vi una luz que un río semejaba
fulgiendo fuego, entre sus dos orillas
pintadas de admirable primavera.

Salían del torrente chispas vivas,
que entre las flores se desparramaban,
cual rubíes que el oro circunscribe;

después, como embriagadas del aroma,
al raudal asombroso se arrojaban
de nuevo, y si una entraba otra salía.

«El gran deseo que ahora te urge y quema,
de que te diga qué es esto que ves,
más me complace cuanto más intento;

mas de este agua es preciso que bebas
antes que tanta sed en ti se sacie.»
De este modo me habló el sol de mis ojos.

Y después: «Son el río y los topacios
que entran y salen, y el prado riente,
sólo de su verdad velados prólogos.

No que de suyo estén aún inmaduros;
más el defecto está de parte tuya,
que aún no tienes visión tan elevada.»

No hay un chiquillo que corra tan raudo
con la vista a la leche, si despierta
mucho más tarde de lo que acostumbra,

como yo, para hacer mejor espejo
mis ojos, agachándome a las ondas,
que para enmejorarnos van fluyendo;

y en el momento que bebió de aquellas
el borde de mis párpados, creí
que redonda se hacía su largura.

Después, como la gente enmascarada,
que otra que antes parece, si se quita
el semblante no suyo que la esconde,

así en mayores gozos se trocaron
las chispas, y las flores, y ver pude
las dos cortes del cielo manifiestas.

¡Oh divino esplendor por quien yo vi
el alto triunfo del reino veraz,
ayúdame a decir cómo lo vi!

Hay arriba una luz que hace visible
el Creador a aquellas crïaturas
que en su visión tan sólo paz encuentran.

Y en circular figura se derrama,
tanto que al sol sería demasiado
cinturón con su gran circunferencia.

De un rayo reflejado en lo más alto
del Primer Móvil viene su apariencia,
que de él recibe su poder y vida.

Y cual loma en el agua de su base
se espejea cual viéndose adornada,
cuando de hierba y flores es más rica,

superando a la luz en torno suyo,
vi espejearse en más de mil peldaños
cuanto arriba volvió de entre nosotros.

Y si el último grado luz tan grande
abarca, ¡cuál la anchura no sería
de esta rosa en las hojas más lejanas!

Mi vista ni en lo ancho ni en lo alto
desfallecía, comprendiendo todo
el cuánto y cómo de aquella alegría.

Allí el cerca ni el lejos quita o pone:
que donde Dios sin ministros gobierna,
las leyes naturales nada pueden.

A lo amarillo de la rosa eterna,
que se degrada y se extiende y transmina
loas al sol que siempre es primavera,

como a aquel que se calla y quiere hablar
me llevó Beatriz y dijo: «¡Mira
el gran convento de las vestes blancas!

Ve cómo abre su círculo este reino,
mira nuestros escaños tan repletos,
que poca gente más aquí se espera.

Y en el gran trono en que pones los ojos,
por la corona que está sobre él puesta,
antes de que a estas bodas te conviden,

vendrá a sentarse el alma, abajo augusta,
del gran Enrique, que a guiar a Italia
vendrá sin que a ésta encuentre preparada.

Esa ciega codicia que os enferma
os ha vuelto lo mismo que al chiquillo
que muere de hambre y echa a la nodriza.

Y habrá un prefecto en el foro divino
entonces tal, que oculto o manifiesto,
no seguirá con él la misma ruta.

Mas Dios lo aguantará por poco tiempo
en la santa tarea, y será echado
donde Simón el mago el premio tiene,
y hará al de Anagni hundirse más abajo.

CANTO XXXI

En forma pues de una cándida rosa
se me mostraba la milicia santa
desposada por Cristo con su sangre;

mas la otra que volando ve y celebra
la gloria del señor que la enamora
y la bondad que tan alta la hizo,

cual bandada de abejas que en las flores
tan pronto liban y tan pronto vuelven
donde extraen el sabor de su trabajo,

bajaba a la gran flor que está adornada
de tantas hojas, y de aquí subía
donde su amor habita eternamente.

Sus caras eran todas llama viva,
de oro las alas, y tan blanco el resto,
que no es por nieve alguna superado.

Al bajar a la flor de grada en grada,
hablaban de la paz y del ardor
que agitando las alas adquirían.

El que se interpusiera entre la altura
y la flor tanta alada muchedumbre
ni el ver nos impedía ni el fulgor:

pues la divina luz el universo
penetra, según éste lo merece,
de tal modo que nada se lo impide.

Este seguro y jubiloso reino,
que pueblan gentes antiguas y nuevas,
vista y amor a un punto dirigía.

¡Oh llama trina que en sólo una estrella
brillando ante sus ojos, las alegras!
¡Mira esta gran tempestad en que estamos!

Si viniendo los bárbaros de donde
todos los días de Hélice se cubre,
girando con su hijo, en quien se goza,

viendo Roma y sus arduos edificios,
estupefactos se quedaban cuando
superaba Letrán toda obra humana;

yo, que desde lo humano a lo divino,
desde el tiempo a lo eterno había llegado,
y de Florencia a un pueblo sano y justo,

¡lleno de qué estupor no me hallaría!
En verdad que entre el gozo y el asombro
prefería no oír ni decir nada.

Y como el peregrino que se goza
viendo ya el templo al cual un voto hiciera,
y espera referir lo que haya visto,

yo paseaba por la luz tan viva,
llevando por las gradas mi mirada
ahora abajo, ahora arriba, ahora en redor,

veía rostros que el amor pintaba,
con su risa y la luz de otro encendidos,
y de decoro adornados sus gestos.

La forma general del Paraíso
abarcaba mi vista enteramente,
sin haberse fijado en parte alguna;

y me volví con ganas redobladas
de poder preguntar a mi señora
las cosas que a mi mente sorprendían.

Una cosa quería y otra vino:
creí ver a Beatriz y vi a un anciano
vestido cual las gentes glorïosas.

Por su cara y sus ojos difundía
una benigna dicha, y su semblante
era como el de un padre bondadoso.

«¿Dónde está ella?» Dije yo de pronto.
Y él: «Para que se acabe tu deseo
me ha movido Beatriz desde mi Puesto:

y si miras el círculo tercero
del sumo grado, volverás a verla
en el trono que en suerte le ha cabido.»

Sin responderle levanté los ojos,
y vi que ella formaba una corona
con el reflejo de la luz eterna.

De la región aquella en que más truena
el ojo del mortal no dista tanto
en lo más hondo de la mar hundido,

como allí de Beatriz la vista mía;
mas nada me importaba, pues su efigie
sin intermedio alguno me llegaba.

«Oh mujer que das fuerza a mi esperanza,
y por mi salvación has soportado
tu pisada dejar en el infierno,

de tantas cosas cuantas aquí he visto,
de tu poder y tu misericordia
la virtud y la gracia reconozco.

La libertad me has dado siendo siervo
por todas esas vías, y esos medios
que estaba permitido que siguieras.

En mí conserva tu magnificencia
y así mi alma, que por ti ha sanado,
te sea grata cuando deje el cuerpo.»

Así recé; y aquélla, tan lejana
como la vi, me sonrió mirándome;
luego volvió hacia la fuente incesante.

Y el santo anciano: «A fin de que concluyas
perfectamente -dijo,- tu camino,
al que un ruego y un santo amor me envían,

vuelven tus ojos por estos jardines;
que al mirarlos tu vista se prepara
más a subir por el rayo divino.

Y la reina del cielo, en el cual ardo
por completo de amor, dará su gracia,
pues soy Bernardo, de ella tan devoto.»

Igual que aquel que acaso de Croacia,
viene por ver el paño de Verónica,
a quien no sacia un hambre tan antigua,

mas va pensando mientras se la enseñan:
«Mi señor Jesucristo, Dios veraz,
¿de esta manera fue vuestro semblante?»;

estaba yo mirando la ferviente
caridad del que aquí en el bajo mundo,
de aquella paz gustó con sus visiones.

«Oh hijo de la gracia, el ser gozoso
-empezó- no es posible que percibas,
si no te fijas más que en lo de abajo;

pero mira hasta el último los círculos,
hasta que veas sentada a la reina
de quien el reino es súbdito y devoto.»

Alcé los ojos; y cual de mañana
la porción oriental del horizonte,
está más encendida que la otra,

así, cual quien del monte al valle observa,
vi al extremo una parte que vencía
en claridad a todas las restantes.

Y como allí donde el timón se espera
que mal guió Faetonte, más se enciende,
y allá y aquí su luz se debilita,

así aquella pacífica oriflama
se encendía en el medio, y lo restante
de igual manera su llama extinguía;

y en aquel centro, con abiertas alas,
la celebraban más de un millar de ángeles,
distintos arte y luz de cada uno.

Vi con sus juegos y con sus canciones
reír a una belleza, que era el gozo
en las pupilas de los otros santos;

y aunque si para hablar tan apto fuese
cual soy imaginando, no osaría
lo mínimo a expresar de su deleite.

Cuando Bernardo vio mis ojos fijos
y atentos en lo ardiente de su fuego,
a ella con tanto amor volvió los suyos,
que los míos ansiaron ver de nuevo.

CANTO XXXII


Absorto en su delicia, libremente
hizo de guía aquel contemplativo,
y comenzaron sus palabras santas:

«La herida que cerró y sanó María,
quien tan bella a sus plantas se prosterna
de abrirla y enconarla es la culpable.

En el orden tercero de los puestos,
Raquel está sentada bajo ésa,
como bien puedes ver, junto a Beatriz.

Judit y Sara, Rebeca y aquella
del cantor bisabuela que expiando
su culpa dijo: "Miserere mei",

de puesto en puesto pueden contemplarse
ir degradando, mientras que al nombrarlas
voy la rosa bajando de hoja en hoja.

Y del séptimo grado a abajo, como
hasta aquél, se suceden las hebreas,
separando las hojas de la rosa;

porque, según la mirada pusiera
su fe en Cristo, son esas la muralla
que divide los santos escalones.

En esa parte donde está colmada
por completo de hojas, se acomodan
los que creyeron que Cristo vendría;

por la otra parte por donde interrumpen
huecos los semicírculos, se encuentran
los que en Cristo venido fe tuvieron.

Y como allí el escaño glorioso
de la reina del cielo y los restantes
tan gran muralla forman por debajo,

de igual manera enfrente está el de Juan
que, santo siempre, desierto y martirio
sufrió, y luego el infierno por dos años;

y bajo él separando de igual modo
mira a Benito, a Agustín y a Francisco
y a otros de grada en grada hasta aquí abajo.

Ahora conoce el sabio obrar divino:
pues uno y otro aspecto de la fe
llenarán de igual modo estos jardines.

Y desde el grado que divide al medio
las dos separaciones, hasta abajo,
nadie por propios méritos se sienta,

sino por los de otro, en ciertos casos:
porque son todas almas desatadas
antes de que eligieran libremente.

Bien puedes darte cuenta por sus rostros
y también por sus voces infantiles,
si los miras atento y los escuchas.

Dudas ahora y en tu duda callas;
mas yo desataré tan fuerte nudo
que te atan los sutiles pensamientos.

Dentro de la grandeza de este reino
no puede haber casualidad alguna,
como no existen sed, hambre o tristeza:

y por eterna ley se ha establecido
tan justamente todo cuanto miras,
que corresponde como anillo al dedo;

y así esta gente que vino con prisa
a la vida inmortal no sine causa
está aquí en excelencias desiguales.

El rey por quien reposan estos reinos
en tanto amor y en tan grande deleite,
que más no puede osar la voluntad,

todas las almas con su hermoso aspecto
creando, a su placer de gracia dota
diversamente; y bástete el efecto.

Y esto claro y expreso se consigna
en la Escritura santa, en los gemelos
movidos por la ira ya en la madre.

Mas según el color de los cabellos,
de tanta gracia, la altísima luz
dignamente conviene que les cubra.

Así es que sin de suyo merecerlo
puestos están en grados diferentes,
distintos sólo en su mirar primero.

Era bastante en los primeros siglos
ser inocente para estar salvado,
con la fe únicamente de los padres;

al completarse los primeros tiempos,
para adquirir virtud, circuncidarse
a más de la inocencia era preciso;

pero llegado el tiempo de la gracia,
sin el perfecto bautismo de Cristo,
tal inocencia allá abajo se guarda.

Ahora contempla el rostro que al de Cristo
más se parece, pues su brillo sólo
a ver a Cristo puede disponerte.»

Yo vi que tanto gozo le llovía,
llevada por aquellas santas mentes
creadas a volar por esa altura,

que todo lo que había contemplado,
no me colmó de tanta admiración,
ni de Dios me mostró tanto semblante;

y aquel amor que allí bajara antes
cantando: «Ave María, gratia plena»
ante ella sus alas desplegaba.

Respondió a la divina cancioncilla
por todas partes la beata corte,
y todos parecieron más radiantes.

«Oh santo padre que por mí consientes
estar aquí, dejando el dulce puesto
que ocupas disfrutando eterna suerte,

¿quién es el ángel que con tanto gozo
a nuestra reina le mira los ojos,
y que fuego parece, enamorado?»

A la enseñanza recurrí de nuevo
de aquel a quien María hermoseaba,
como el sol a la estrella matutina.

Y aquél: «Cuanta confianza y gallardía
puede existir en ángeles o en almas,
toda está en él; y así es nuestro deseo,

porque es aquel que le llevó la palma
a María allá abajo, cuando el Hijo
de Dios quiso cargar con nuestro cuerpo.

Mas sigue con la vista mientras yo
te voy hablando, y mira los patricios
de este imperio justísimo y piadoso.

Los dos que están arriba, más felices
por sentarse tan cerca de la Augusta
son casi dos raíces de esta rosa:

quien cerca de ella está del lado izquierdo
es el padre por cuyo osado gusto
tanta amargura gustan los humanos.

Contempla al otro lado al viejo padre
de la Iglesia, a quien Cristo las dos llaves
de esta venusta flor ha confiado.

Y aquel que vio los tiempos dolorosos
antes de muerto, de la bella esposa
con lanzada y con clavos conquistada,

a su lado se sienta y junto al otro
el guía bajo el cual comió el maná
la gente ingrata, necia y obstinada.

Mira a Ana sentada frente a Pedro,
contemplando a su hija tan dichosa,
que la vista no mueve en sus hosannas;

y frente al mayor padre de familia,
Lucía, que moviera a tu Señora
cuando a la ruina, por no ver, corrías.

Mas como escapa el tiempo que te aduerme
pararemos aquí, como el buen sastre
que hace el traje según que sea el paño;

y alzaremos los ojos al primer
amor, tal que, mirándole, penetres
en su fulgor cuanto posible sea.

Mas para que al volar no retrocedas,
creyendo adelantarte, con tus alas
la gracia orando es preciso que pidas:

gracia de aquella que puede ayudarte;
y tú me has de seguir con el afecto,
y el corazón no apartes de mis ruegos.»
Y entonces dio comienzo a esta plegaria.

CANTO XXXIII

«¡Oh Virgen Madre, oh Hija de tu hijo,
alta y humilde más que otra criatura,
término fijo de eterno decreto,

Tú eres quien hizo a la humana natura
tan noble, que su autor no desdeñara
convertirse a sí mismo en su creación.

Dentro del viento tuyo ardió el amor,
cuyo calor en esta paz eterna
hizo que germinaran estas flores.

Aquí nos eres rostro meridiano
de caridad, y abajo, a los mortales,
de la esperanza eres fuente vivaz.

Mujer, eres tan grande y vales tanto,
que quien desea gracia y no te ruega
quiere su desear volar sin alas.

Mas tu benignidad no sólo ayuda
a quien lo pide, y muchas ocasiones
se adelanta al pedirlo generosa.

En ti misericordia, en ti bondad,
en ti magnificencia, en ti se encuentra
todo cuanto hay de bueno en las criaturas.

Ahora éste, que de la ínfima laguna
del universo, ha visto paso a paso
las formas de vivir espirituales,

solicita, por gracia, tal virtud,
que pueda con los ojos elevarse,
más alto a la divina salvación.

Y yo que nunca ver he deseado
más de lo que a él deseo, mis plegarias
te dirijo, y te pido que te basten,

para que tú le quites cualquier nube
de su mortalidad con tus plegarias,
tal que el sumo placer se le descubra.

También reina, te pido, tú que puedes
lo que deseas, que conserves sanos,
sus impulsos, después de lo que ha visto.

Venza al impulso humano tu custodia:
ve que Beatriz con tantos elegidos
por mi plegaria te junta las manos!»

Los ojos que venera y ama Dios,
fijos en el que hablaba, demostraron
cuánto el devoto ruego le placía;

luego a la eterna luz se dirigieron,
en la que es impensable que penetre
tan claramente el ojo de ninguno.

Y yo que al final de todas mis ansias
me aproximaba, tal como debía,
puse fin al ardor de mi deseo.

Bernardo me animaba, sonriendo
a que mirara abajo, mas yo estaba
ya por mí mismo como aquél quería:

pues mi mirada, volviéndose pura,
más y más penetraba por el rayo
de la alta luz que es cierta por sí misma.

Fue mi visión mayor en adelante
de lo que puede el habla, que a tal vista,
cede y a tanto exceso la memoria.

Como aquel que en el sueño ha visto algo,
que tras el sueño la pasión impresa
permanece, y el resto no recuerda,

así estoy yo, que casi se ha extinguido
mi visión, mas destila todavía
en mi pecho el dulzor que nace de ella.

Así la nieve con el sol se funde;
así al viento en las hojas tan livianas
se perdía el saber de la Sibila.

¡Oh suma luz que tanto sobrepasas
los conceptos mortales, a mi mente
di otro poco, de cómo apareciste,

y haz que mi lengua sea tan potente,
que una chispa tan sólo de tu gloria
legar pueda a los hombres del futuro;

pues, si devuelves algo a mi memoria
y resuenas un poco en estos versos,
tu victoria mejor será entendida.

Creo, por la agudeza que sufrí
del rayo, que si hubiera retirado
la vista de él, hubiéseme perdido.

Y esto, recuerdo, me hizo más osado
sosteniéndola, tanto que junté
con el valor infinito mi vista.

¡Oh gracia tan copiosa, que me dio
valor para mirar la luz eterna,
tanto como la vista consentía!

En su profundidad vi que se ahonda,
atado con amor en un volumen,
lo que en el mundo se desencuaderna:

sustancias y accidentes casi atados
junto a sus cualidades, de tal modo
que es sólo débil luz esto que digo.

Creo que vi la forma universal
de este nudo, pues siento, mientras hablo,
que más largo se me hace mi deleite.

Me causa un solo instante más olvido
que veinticinco siglos a la hazaña
que hizo a Neptuno de Argos asombrarse.

Así mi mente, toda suspendida,
miraba fijamente, atenta, inmóvil,
y siempre de mirar sentía anhelo.

Quien ve esa luz de tal modo se vuelve,
que por ver otra cosa es imposible
que de ella le dejara separarse;

Pues el bien, al que va la voluntad,
en ella todo está, y fuera de ella
lo que es perfecto allí, es defectuoso.

Han de ser mis palabras desde ahora,
más cortas, y esto sólo a mi recuerdo,
que las de un niño que aún la leche mama.

No porque más que un solo aspecto hubiera
en la radiante luz que yo veía,
que es siempre igual que como era primero;

mas por mi vista que se enriquecía
cuando miraba su sola apariencia,
cambiando yo, ante mí se transformaba.

En la profunda y clara subsistencia
de la alta luz tres círculos veía
de una misma medida y tres colores;

Y reflejo del uno el otro era,
como el iris del iris, y otro un fuego
que de éste y de ése igualmente viniera.

¡Cuán corto es el hablar, y cuán mezquino
a mi concepto! y éste a lo que vi,
lo es tanto que no basta el decir «poco».

¡Oh luz eterna que sola en ti existes,
sola te entiendes, y por ti entendida
y entendiente, te amas y recreas!

El círculo que había aparecido
en ti como una luz que se refleja,
examinado un poco por mis ojos,

en su interior, de igual color pintada,
me pareció que estaba nuestra efigie:
y por ello mi vista en él ponía.

Cual el geómetra todo entregado
al cuadrado del círculo, y no encuentra,
pensando, ese principio que precisa,

estaba yo con esta visión nueva:
quería ver el modo en que se unía
al círculo la imagen y en qué sitio;

pero mis alas no eran para ello:
si en mi mente no hubiera golpeado
un fulgor que sus ansias satisfizo.

Faltan fuerzas a la alta fantasía;
mas ya mi voluntad y mi deseo
giraban como ruedas que impulsaba
Aquel que mueve el sol y las estrellas.