Biblioteca de Anarkasis

Edipo

Séneca

 

PERSONAJES
 

Edipo.
Yocasta.
Creonte.
Tiresias .
Manto.
Anciano corintio .
Forbas.
Mensajero.
Coro de tebanos.
 

Escena en Tebas, ante el palacio.
 

ACTO PRIMERO
 

Edipo-Yocasta
Edipo. — Ya, expulsada la noche, vuelve Titán con
luz indecisa y surge su luminaria, sin fuerza, tras
negruzcos nubarrones; cuando esparza su triste luz
de luctuosa llama, va a contemplar las casas desoladas
por la peste voraz; y los estragos que ha causado la
noche los va a mostrar el día.
¿Quién goza de su realeza? ¡Oh, bien engañoso,
qué cantidad de males ocultas bajo una frente tan seductora!
Lo mismo que las altas cumbres reciben
siempre el embate del viento y al promontorio que se
adentra con sus rocas en la inmensidad de las aguas lo
azotan las olas del mar, aunque esté tranquilo, así los
elevados puestos de mando están expuestos a la Fortuna.
¡En qué buena hora escapé del cetro de mi padre
Pólibo! 1. Sin estar sujeto a preocupaciones, sin un país
fijo, sin temores, completamente libre... (al cielo y a
los dioses pongo por testigos)... vine a parar a un
trono.
Tengo miedo de algo que no se debe ni nombrar: de
que mi padre muera a manos mías. Esto es lo que me
 



advierten los laureles de Delfos 2 u; y otro crimen aún
más grande me tienen asignado, ¿Es que hay una impiedad
mayor que asesinar al propio padre? ¡Oh, desdichado
amor filial! (me da vergüenza hablar de mis
hados), Febo amenaza a este hijo con el lecho de su
madre y con unas horribles relaciones incestuosas a la
luz de impías antorchas nupciales.
Este es el temor que me ha echado del reino de mi
padre. No he abandonado yo mis Penates12 como un
fugitivo; pero, fiándome poco de mí mismo, he puesto
a seguro tus leyes, naturaleza. Cuando sientes horror
de algo terrible, aunque creas que no puede suceder,
debes, no obstante, temerlo. Todo me causa pavor y
no me fío de mí mismo.
Ahora mismo los hados se disponen a tramar algo
contra mí: pues, ¿qué voy a pensar del hecho de que
esa peste que acosa al pueblo cadmeo y que tanto ha
extendido sus estragos sólo me respete a mí? ¿Para qué
mal se me está reservando? En medio de las ruinas de
la ciudad y de funerales que continuamente han de ser
llorados con nuevas lágrimas, y en medio de los montones
de gente muerta, yo me mantengo incólume.
Está claro que Febo me ha condenado. ¿Podías esperar
que a tan grandes crímenes se les recompensara
con un reino sano? Soy yo quien ha hecho nocivo el
aire. No hay una pequeña brisa que con su fresco soplo
alivie los corazones que jadean entre llamas; no soplan
los Céfiros ligeros, sino que aumenta los fuegos de
la Canícula 3 estival Titán, que está pisando ya la grupa
del León de Nemea 4.
El agua ha abandonado a los ríos y el color a las
hierbas y se ha secado Dirce 5; con un hilo de agua
corre el ísmeno y con su escaso caudal apenas moja
su lecho desnudo. Oscura se desliza por el cielo la hermana
de Febo y el firmamento palidece triste con nublados
insólitos; ni una estrella brilla en una noche
despejada, sino que una niebla pesada y sombría pesa
sobre las tierras. Las ciudadelas y elevadas moradas
de los dioses del cielo han tomado un aspecto propio
del infierno.
Niega sus frutos Ceres, aunque la mies está crecida
y amarillea temblorosa con sus altas espigas: al secarse
los tallos muere estéril el grano.
Y no hay una sola parte que quede libre de la destrucción,
sino que toda edad y sexo caen por igual
arruinados; junta a jóvenes con ancianos, a padres
con hijos la funesta peste: una sola antorcha quema
a los matrimonios y así los funerales quedan privados
de amargos llantos y de lamentos.
Más aún, la persistente ruina de ese mal tan espantoso
ha secado los ojos y, como suele suceder en el límite
del sufrimiento, se han acabado hasta las lágrimas:
a éste lo lleva su padre, que está enfermo, a la
suprema hoguera, a aquél lo lleva su madre enloquecida,
y con prisa, para volver a traer otro a la misma
pira. Más aún, hasta en un duelo se origina un nuevo
duelo y en torno a un entierro cae su cortejo. Incluso

queman en hogueras de otros los cadáveres propios;
65 se roba el fuego: no tienen reparo alguno los desdichados.
Los sagrados huesos no los cubren sepulcros separados
unos de otros: basta con que hayan ardido... y
¡qué pequeña parte se reduce a cenizas! Falta tierra
para las tumbas, ya las selvas no permiten hacer más
hogueras.
No hay votos, no hay arte que cure a los contagiados:
70 caen los que intentan curarlos, la enfermedad
arrastra a su propio remedio.
Postrado ante el altar, tiendo mis manos suplicantes,
pidiendo que se aceleren los hados, para que yo me
adelante a la ruina de la patria y no vaya a caer después
de todos y convertirme en el último funeral de
mi propio reino.
75 ¡Oh, divinidades, crueles en exceso! ¡Oh, duros
hados! ¿Es que sólo a mí entre este pueblo se me niega
una muerte que está tan a la mano?
Renuncia a este reino contagiado por tu mano mortífera,
abandona las lágrimas, los funerales, esa infecciosa 80 peste del aire que tú traes contigo, infausto forastero.
Huye ahora mismo a todo correr, aunque sea
para ir junto a tus padres.
Y ocasta. — ¿De qué sirve, esposo, agravar con quejas
los males? Lo que yo considero verdaderamente
propio de un rey es aceptar la adversidad y, cuanto más
insegura sea su situación y más vacile amenazando
85 ruina la mole de su imperio, con tanta más seguridad
y valentía debe mantenerse a pie firme. No es de hombres
dar la espalda a la Fortuna.
Edipo. — Lejos está de mí la acusación y el oprobio
de sentir pavor y mi valor no conoce cobardes temores.
Si se empuñaran las armas contra mí, si la terrible violencia 90 de Marte se precipitase sobre mí..., lanzaría sin
vacilar mis manos al encuentro de los altaneros Gigantes.
99
Ni ante la Esfinge, que enredaba sus palabras en oscuros
enigmas, huí yo; aguanté la boca ensangrentada
de aquella infame profetisa y el suelo que blanqueaba
de huesos esparcidos y, cuando, desde lo alto de la 95
roca, a punto de lanzarse contra su presa, preparaba
sus alas y, dándose azotes con la cola a la manera de un
terrible león, empezaba a amenazarme, yo le pedí que
me dijera el enigma.
Fue terrible su voz desde allá arriba; rechinaron sus
mandíbulas y se puso a revolver impaciente con las
uñas las piedras, a la espera de hacerlo con mis 100
vísceras.
Las enrevesadas palabras del enigma y la trampa
imbricada en aquella funesta fórmula de la fiera alada,
las resolví yo.
Yocasta. — Y, ¿por qué ahora que ya es tarde haces
en tu insensatez votos por morir? Tuviste a mano la
muerte: este cetro ha sido el precio de tu hazaña; ésta, 105
la ganancia que has obtenido por matar a la Esfinge.
Edipo. — Aquella, aquella terrible ceniza del astuto
monstruo es la que vuelve a levantarse en guerra contra
mí, aquella peste que yo destruí es la que ahora quiere
perder a Tebas...
Una sola salvación queda ya: que Febo muestre algún
camino de salvación.
Coro
Sucumbes, noble descendencia de Cadmo 16 110
con toda la ciudad; vacías de labradores
estás viendo tus tierras, pobre Tebas,
16 Héroe ligado estrechamente a la historia de Tebas, de
la cual es fundador; cf. Fedra, nota 24 y Ruiz de Elvira, Mitología...,
págs. 172 y sigs.
100
La muerte, Baco í7, devora a tus soldados, [indos,
aquellos que contigo alcanzaron los confines de los
115 que osaron cabalgar por las llanuras de Oriente
y clavar tus enseñas en el umbral del mundo;
conocen a los árabes felices u, con selvas de canela,
y las saetas lanzadas hacia atrás por los jinetes
en la temible huida del engañoso parto;
120 llegaron a las costas del Mar Rojo:
toma allí nacimiento y su luz muestra
Febo y, con llama más cercana, broncea
a los desnudos indos.
'Raza de invicta estirpe, perecemos,
125 caemos bajo las garras de un cruel hado;
hacia la muerte va una procesión que siempre se reen
larga fila, una afligida masa [nueva:
se apresura a los Manes; y la fúnebre hilera
se paraliza y para aquella turba que va a la sepultura
130 no basta con que se abran las siete puertas19.
No cesan los estragos terribles y amontonan
muertos sobre los muertos.
Llegó el contagio primero a las pacíficas ovejas,
el rebaño no quiso comer la espesa hierba.
135 A punto de golpear el cuello, se detuvo el sacerdote;
mientras la mano alzada se dispone para el certero
el toro, con sus cuernos rutilantes de oro, [golpe,
se desploma sin fuerzas; quedó abierta
su cerviz bajo el golpe de una enorme maza:
140 manchó el hierro no sangre, sino pus
negro y sucio, manando de la herida.


Incapaz de correr cayó el caballo
en los entrenamientos y al doblar sus i jar es
tiró al jinete.
Yace en los campos el ganado sin dueño,
el toro languidece mientras muere su grey,
el menguado rebaño se queda sin pastor,
que muere entre novillos que agonizan.
A los lobos rapaces no temen los ciervos,
cesa el rugido del león airado,
ya no hay fiereza en los peludos osos;
perdió el veneno la serpiente que busca el escondite:
se abrasa y muere con la ponzoña seca.
La selva no se adorna de follaje
y no esparce sus sombras oscuras por los montes,
los campos no verdean con fértil gleba,
las vides ya sus brazos no retuercen
llenas de Baco: todo ha sentido el mal
que nos acosa.
Han roto las barreras del Erebo profundo [taro
el escuadrón de hermanas20 con su antorcha del Táry
el Flegeíonte, alejando a la Éstige de su orilla,
la ha hecho mezclarse con las aguas sidonias21.
La negra Muerte abre con avidez sus fauces
y despliega sus alas cuanto puede.
Y aquél que guarda con su espaciosa barca
los turbulentos ríos, duro barquero
de vejez vigorosa, apenas puede
mover sus brazos, sin fuerzas de remar continuamente,
cansado de llevar sin tregua nuevas gentes.
Y hasta se dice que, en el Ténaro 22, ha roto
las cadenas de hierro el perro y anda errante
20 Las furias. Cf. Hércules loco, nota 148.
21 Las aguas de Tebas, llamadas así porque Cadmo procedía
de Sidón. Cf. nota 91.
22 Promontorio de Laconia considerado como una de las bajadas
a los Infiernos. El perro a que se alude es Cerbero.
145
150
155
160
165
170
102
por nuestras tierras^ que ha mugido el suelo;
que por los bosque(ahdan unas figuras de hombres
175 más grandes que íos hombres; que los bosques cadhan
temblado dos veces derritiendo la nieve; [m eos23
que Dirce se ha enturbiado dos veces de sangre,
que en la noche callada
* * *
han aullado los perros de Anfión2*.
180 ¡Oh, pavoroso aspecto el de esta nueva muerte,
más duro que la muerte! Una torpe fatiga
atenaza los miembros, dejándolos sin fuerzas;
se enrojece la cara y unas ligeras manchas
se extienden por la piel; luego una fiebre ardiente
185 abrasa lo que es la ciudadela del cuerpo25
y amontona la sangre en las mejillas tersas;
los ojos quedan rígidos y él execrable fuego26
hace presa en los miembros; resuenan los oídos,
gotea negra sangre la nariz encorvada
190 y, desgarradas, se rompen las venas;
las más íntimas visceras las sacude insistente
un agudo gemido. Y ya se aferran
en apretado abrazo a piedras frías.
A quienes una casa más libre, una vez muerto
195 el guarda, os lo permite, vais buscando las fuentes
y la sed se alimenta con él agua ingerida.
Por los altares yace postrada la gente
y suplica morir (esto es lo único [píos,
que conceden los dioses fácilmente); acuden a los templos
200 no para apaciguar a las divinidades con ofrendas,
sino por el placer de llegar a saciarlas.
 



ACTO SEGUNDO
 

Edipo-Coro-Creonte
Edipo. — ¿Quién es aquél que se dirige al palacio
con paso apresurado? ¿Es que está aquí Creonte, hombre
ilustre por su sangre y por sus hazañas, o es que
mi espíritu enfermo ve cosas falsas como si fueran verdaderas?
C oro. — Sí, es Creon te, e l deseado por los votos de 205
tod o s.
Edipo. — Me estremezco de horror, temiendo hacia
dónde se puedan inclinar los hados y mi pecho tembloroso
vacila entre una doble f angustia: cuando lo alegre
forma una ambigua mezcla con el sufrimiento, el alma,
insegura, aun cuando desea saber, lo teme. Hermano 210
de mi esposa, si es que traes algún auxilio para nuestra
agobiada situación, apresúrate a decirlo.
Creonte. — La respuesta se esconde ambigua en un
intrincado oráculo.
Edipo. — El que a los afligidos ofrece una salvación
dud o sa , se la n iega.
Creonte. — Acostumbra el dios de Delfos a encubrir
sus misterios con retorcidos rodeos.
Edipo. — Habla, aunque sea algo dudoso: sólo a 215
Edipo se le ha concedido conocer lo ambiguo.
Creonte. — El dios ordena que se expíe con el destierro
la muerte del rey y que se vengue el asesinato
de Layo. Antes de que eso se haga no recorrerá el cielo
la claridad del día ni permitirá respirar tranquilamente 220
el aire puro.
Edipo. — ¿Y quién fue el asesino del ilustre rey?
Dinos el nombre que señala Febo, para que reciba su
castigo.
104
Creonte. — ¡Oh, dioses, que yo pueda decir sin pecosas
horribles de ver y de escuchar! [ligro
El estupor se adueña de mis miembros,
la sangre se me hiela.
225 Cuando al sagrado templo
de Febo, suplicante, penetré
y mis piadosas manos bajé, según él rito,
mientras rogaba a la divinidad,
la doble cima del nevado Parnaso
dio un terrible bramido:
tembló el laurel de Febo, amenazante,
y sacudió f la casa;
de pronto se detuvo el agua santa
de la fuente Castalia21.
230 La profetisa de L eto28 comienza
a esparcir sus cabellos erizados
y a estremecerse poseída por Febo;
aún no había alcanzado la caverna
y estalla con estruendo una voz sobrehumana:
«Los cielos apacibles volverán a la Tebas de Cadmo,
si abandonas, huyendo,
la fuente Dirce del ísmeno, extranjero,
235 culpable de la muerte del rey y conocido
por Febo ya de niño.
Y no te va a durar por mucho tiempo
el gozo de esa muerte criminal;
tú harás contigo mismo
la guerra y a tus hijos la guerra dejarás,
ser vergonzoso,
que has vuelto al seno materno en que naciste».
27 Fuente al pie del Parnaso que tomó nombre de la ninfa
que allí murió. Según otra tradición, la fuente Castalia es hija
del río Aqueloo.
28 Leto = Latona. Cf. Hércules loco, nota 85.
EDIPO 105
Edipo. — Lo que yo me dispongo a hacer por orden
de los dioses celestiales, hubo que habérselo ofrecido 24©
a las cenizas del rey cuando murió, para que nadie pudiera
violar con la traición la santidad del cetro. Es el
rey quien sobre todo tiene que velar por la seguridad
de los reyes: nadie llora la muerte de uno a quien
estando vivo temía.
Creonte. — La preocupación por el asesinado la ahuyentó
un temor mayor29.
Edipo. — ¿Hubo algún miedo que obstaculizara ese 245
piadoso deber?
Creonte. — La Esfinge y las funestas amenazas del
infame enigma.
Edipo. — Que se expíe ahora el crimen según lo manda
la divinidad. Vosotros, todos los dioses que miráis
con buenos ojos la realeza (tú, tú 30, que tienes en tus
manos las leyes del movimiento del cielo; y tú, el más 250
bello adorno del firmamento sereno, que en tu cambiante
carrera gobiernas los doce signos31, que con tu
rápido carro haces girar lentamente los siglos; y tú,
hermana, que siempre sales al encuentro de tu hermano,
noctámbula Febe; y tú, señor de los vientos, que 255
por el mar profundo conduces tu azulado carro; y tú,
que administras la mansión privada de luz) acudid.
Que a aquél bajo cuya diestra cayó Layo, no haya techo
tranquilo, no haya lares seguros, no haya tierra hospitalaria
que lo acoja en su destierro; que sienta el dolor 200
de un vergonzoso lecho conyugal y de una prole
impía.
Que éste, asimismo, mate a su padre con su propia
diestra y que haga (¿acaso hay algo peor que desearle?)

106
todo eso de lo que yo he huido... No habrá lugar para
el perdón: lo juro por mis reinos, el que ahora gobierno
265 como forastero y el que abandoné, y por los dioses
de mi hogar; por ti, padre Neptuno, que juegas con tus
olas a uno y otro lado de nuestro estrecho suelo32. Y
tú, también, acude como testigo de mis palabras, tú,
que inspiras la boca de la profetisa de Cirra33.
270 Que no tenga mi padre una grata vejez ni acabe sus
días en paz sobre su elevado trono, que conozca Mérope
otra boda además de la de Pólibo34, si algún tipo
de indulgencia me arranca al culpable de las manos...
Mas recordad en qué lugar fue cometido el infame
275 crimen: ¿cayó en combate abierto o a traición?
Creonte. — Buscando los frondosos bosques de la
sagrada Castalia35, fue recorriendo un camino lleno de
espesos matorrales, por allí donde el sendero se divide
en tres, en dirección a la llanura:
Uno de ellos surca el suelo de Fócide, tan querido
280 a Baco, desde donde, elevándose, abandona los sembrados,
en dirección al cielo, formando suavemente una
colina, el Parnaso de doble cabeza.
Otro se dirige a las tierras de Sísifo que bañan dos
mares 361 penetrando hasta los campos de Óleno37.
El tercer sendero, serpeando por el seno de un valle,
285 toca las sinuosas aguas y corta la helada corriente del
río f Eleo: aquí, cuando marchaba tranquilo y confiado,
32 El Istmo de Corinto: Edipo se cree aún hijo de’ los reyes
de Corinto.
33 En Cirra (Fócide), cerca de Delfos, había otro oráculo de
Apolo.
34 Cf. nota 10.
35 Cerca del oráculo de Delfos, a donde probablemente se
dirigía. Cf. nota 27.
36 El istmo de Corinto, en donde Sísifo fundó Corcira,
llamada luego Efira y después Corinto.
37 Ciudad de Acaya.
EDIPO 107
lo atacó de repente una cuadrilla de salteadores y perpetraron
el crimen sin que nadie los viera...
En el momento oportuno, inspirado por el oráculo
de Febo, llega Tiresias que, entorpecido como está,
trata de darse prisa con sus temblorosas rodillas; y 290
lo acompaña Manto38 que lo conduce en su ceguera.
Edipo-Tíresias -Manto
Edipo. — Hombre consagrado a los dioses, que eres
el que más cerca está de Febo, explica las respuestas;
dinos quién debe recibir el castigo.
Tiresias . — De que mi lengua sea torpe para hablar,
de que requiera reposo, tú, magnánimo señor, no tienes
que extrañarte: al que carece de vista se le oculta 295
gran parte de la verdad.
Pero a donde me llama la patria, a donde Febo, allí
voy yo: descubramos los hados.
Si mi sangre fuese joven y ardorosa, yo recibiría al
dios en mi pecho.
Aproximad al altar un buey de blancos lomos y una 300
novilla cuya cerviz no haya sido nunca humillada por
el curvo yugo.
Tú, hija, que eres la que conduce a este padre
privado de la luz, dime las señales que vayan apareciendo
en este sacrificio adivinatorio.
Manto. — Ya se ha colocado ante el altar la víctima
bien cebada.
Tiresias . — Invoca con voz ritual a los de arriba
para que atiendan a nuestros votos y amontona sobre 305
el altar la ofrenda de incienso del Oriente,
38 La hija de Tiresias.
108
Manto. — Ya he echado el incienso sobre el fuego
sagrado de los dioses.
Tiresias. — ¿Y la llama? ¿Ha prendido ya en las
copiosas ofrendas?
Manto. — Con súbito resplandor ha brillado y súbitamente
se ha venido abajo.
Tiresias. — ¿Se ha erguido el fuego claro y brillante
310 enderezando limpiamente su vértice hacia el
cielo, y ha desplegado al viento las puntas de su melena
o, por el contrario, serpea dando vueltas a un lado
y a otro, sin saber qué camino tomar, y vacila turbio
entre volutas de humo?
Manto. — No ha sido uno solo el aspecto de esta
315 llama inestable. Al igual que Iris39, la que trae la lluvia,
mezcla en tomo a sí variados colores y, abarcando
con su arco gran parte del cielo, anuncia en su seno
variopinto los chaparrones y no puedes saber qué color
es de ella y cuál no, ha ido cambiando, azulada con
320 mezcla de manchas amarillas, luego color sangre; al
final se redujo a tinieblas.
Pero, atención, el fuego, tenaz, se divide en dos partes
y se escinde en dos diferentes el rescoldo de un
solo sacrificio... Padre, me estremezco al ver lo que
325 veo: las libaciones de Baco se vuelven sangre, una
densa humareda rodea la cabeza del rey y se hace más
espesa en torno a los ojos y con una densa nube no les
deja ver la lúgubre luz.
¿Qué es esto?, padre, habla.
Tiresias. — ¿Qué voy a poder decir yo, que me debato
entre la turbación de mi mente atolondrada?
33o ¿Qué voy a hablar? Hay males terribles, pero están
33 Iris, mensajera de Hera, simboliza la unión de los dioses
con los hombres, unión que se materializa en el arco que
lleva su nombre. Se la suele representar con alas y con un manto
que con la luz del sol se tiñe de todos los colores.
EDIPO 109
muy profundos. La ira de los dioses suele manifestarse
con señales evidentes. ¿Qué es entonces eso que quieren
que se manifieste y luego no lo quieren y encubren
sus terribles iras? Vergüenza les da a los dioses de lo
que sea...
Vamos, acerca los toros aquí y rocíales el cuello 335
con la harina salada40.
¿Soportan con rostro sereno el contacto de tus manos
al realizar el rito?
Manto. — Levantando el toro altiva la cabeza, colocado
en dirección al oriente, se ha espantado de la
luz del día y ha vuelto la cara tembloroso, huyendo de
los rayos del sol.
Tiresias . — ¿Caen a tierra abatidos de un solo golpe? 340
Manto. — La novilla se ha traspasado a sí misma con
el hierro levantado contra ella y ha caído de un solo
golpe. En cambio, el toro, después de haber sufrido
dos golpes, se desploma vacilante a un lado y a otro, y
agotado ya, trata de exhalar el último aliento, que se
resiste a salir.
Tiresias .— La sangre, ¿salta con fuerza de una  345
herida estrecha o humedece lentamente unas heridas
profundas?
Manto. — A aquélla, por la brecha misma que se le
ha abierto en el pecho le mana un río; a éste las graves
heridas se le tiñen de unas ligeras gotas..., pero, al volverse
atrás, la sangre le brota en abundancia por la 350
boca y por los ojos.
Tiresias . — Los sacrificios infaustos suscitan enormes
terrores. Pero muéstranos las señales seguras que
proporcionen las visceras.
■40 Parte del rito romano del sacrificio (por ello, tratándose
de un sacrificio griego, se produce aquí un anacronismo) era
rociar la cabeza de las víctimas con una mezcla de harina tostada
y sal (mola salsa, de donde inmolare).
110
Manto. — Padre, ¿qué es esto? Las entrañas no tiemblan
como siempre, agitadas por un ligero movimiento,
355 sino que sacuden las manos por completo y la sangre
vuelve a saltar de nuevo de las venas.
El corazón está marchito, enfermo, y se esconde sumergido
en todo lo hondo; las venas están lívidas.
Falta gran parte de los pulmones y el hígado, corrompido,
echa una negra hiel espumosa; y (presagio
360 siempre funesto para la monarquía) ahí tenéis dos cabezas
que se levantan con igual volumen... Además, las
dos cabezas, seccionadas, las esconde una tenue membrana,
aunque sin dejarles ocultar sus secretos41. El
lado del enemigo42 se alza con gran resistencia y presenta
365  siete venas tensas; un trazo oblicuo las corta a
todas, impidiéndoles que vuelvan atrás.
Está cambiado el orden natural, nada queda en su
sitio; al contrario, todo está al revés: sin nada de aire
yace el pulmón ensangrentado en la parte derecha, no
370 ocupa el corazón la región izquierda, el redaño no cubre
con blanda envoltura los grasos repliegues de las
visceras, los órganos sexuales están trastocados y el
útero sin ley alguna.
Escrutemos a ver a qué se debe esta rigidez tan
grande de las visceras...43.
41 Un hígado normal debía presentar una sola cabeza. Se
consideraba, además, funesto que dicha cabeza no se mostrara
al descubierto. Aquí, además de las dos cabezas, hay una
membrana que las cubre, aunque dejando entrever lo que queda
debajo.
42 Los arúspices dividían las entrañas en dos partes: una
la de los amigos (pars famiíiaris) y otra la de los enemigos
(pars hostilis). Al hablarse aquí de la potencia del enemigo se
hace referencia a Polinices y a la expedición de «los siete (las
siete venas) contra Tebas».
43 Ya se les han sacado las entrañas.
EDIPO 111
¿Qué es este monstruo? Un feto en una novilla no
fecundada, y colocado de forma desacostumbrada en
un lugar que no es el suyo, llena el vientre materno; 375
mueve sus miembros entre gemidos; su débil cuerpo
da brincos con una rigidez convulsiva.
Una sangre pálida mancha las negruzcas entrañas.
Mutiladas como están, intentan torpemente ponerse a
andar; se yergue su cuerpo vacío y trata de alcanzar
con los cuernos a los ministros del sacrificio. Las visceras 38o
se nos escapan de las manos.
Y eso que ha sacudido tus oídos no es el grave
grito de la res ni el de un rebaño que desde alguna parte
responde aterrado; son las llamas que mugen sobre
el altar y el fuego que chisporrotea.
Edipo. — ¿Qué es lo que nos traen las señales de
este terrorífico sacrificio?, explícanos. Tus palabras 385
las devoraré, sin temor a escucharlas. [Suele dar seguridad
la desgracia extrema.]
Tiresias. — Has de añorar los males que ahora tratas
de remediar.
Edipo. — Dinos lo único que quieren saber los que
habitan en el cielo: quién se manchó las manos matando
al rey.
Tiresias. — Ni las que surcan las alturas del cielo 390
con veloz ala, ni las entrañas arrancadas de un pecho
vivo pueden descubrir el nombre. Hay que intentar
otro camino: a él en persona hay que evocarlo desde
las regiones de la noche eterna y hacerlo salir del Erebo
para que nos señale al autor del asesinato.
Tiene que abrirse la tierra, hay que suplicar a la 395
divinidad implacable de Plutón, hay que arrastrar hasta
aquí fuera al pueblo de la infernal Éstige.
112
Di a quién das ese sagrado encargo, pues a ti que
tienes en tus manos el sumo poder del reino no te es
lícito ir a visitar a las sombras44.
400 Edipo. — A ti, Creonte, te requiere esta tarea, ya
que después de mí eres tú en quien tiene puestos los
ojos mi reino.
Tiresias. — Mientras nosotros descorremos los cerrojos
de la profunda Éstige, resuene el himno del pueblo
en alabanza a Baco,
Coro
Con la melena suelta, coronada de hiedra tremolante
y con el tirso45 de Nisa armando tus delicados brazos,
405 resplandeciente gloria del cielo, atiende al voto
que te presenta
con manos suplicantes
tu noble Tebas, Baco.
Vuelve hacia aquí propicio tu virginal cabeza,
410 con tu mirar de estrella ahuyenta los nublados
y las funestas amenazas del Erebo
y al voraz hado.
413 bis A ti te sienta bien ceñirte el pelo con flores de la primavera 413
cubrirte la cabeza con la mitra de Tiro ,
o coronar tu frente
415 delicada con hiedra cargada de bayas,
esparcir por los aires sin ley tus cabellos
y luego recogerlos en apretado nudo,
418 como cuando, temiendo la ira de tu madrastra,
te criabas falseando el porte de tu cuerpo,
simulando una virgen de rubia cabellera
con cinturón pajizo ciñéndote los pliegues del vestido.
Desde entonces te gusta tan delicado atuendo
y los amplios repliegues del flotante sirma 46.
Te vieron apostado en tu carro de oro
con traje largo, guiando los leones,
toda la extensa zona de la tierra oriental
que bebe el Ganges y cuantos roturan
los hielos del Araxes 47.
Tras de ti va Sileno 48, ya viejo, en torpe asnillo,
con su abultada frente rodeada de guirnaldas de pámpanos
y los mistas49 lascivos dirigen las orgías misteriosas.
A tu lado la tropa de Bacantes
ora ha pisado el suelo del Pangeo ™
edono, ora la cima
del Pindó tracio; ora la impía ménade
avanza en medio de las madres cadmeas,
acompañando a Baco, el que desciende de Ogiges 51,
cubriéndose el costado con la sagrada piel de cervatillo por
ti esas madres con pecho delirante
soltaron su melena. Agitando en su mano


420
425
430
435
440
114
el leve tirso, después de destrozado
el cuerpo de Venteo, las tíades 53, liberados
del aguijón sus miembros, contemplaron el crimen
como algo ajeno. [Baco,
445 El reino de los mares lo posee una tía del reluciente
Ino, la hija de Cadmo, que se ciñe de un coro de Nereidas;
poder sobre las olas del mar inmenso tiene un niño
advenedizo primo hermano de Baco, dios importante, Palemón5*.
A ti, de niño, te raptó una cuadrilla de tirrenos,
450 pero Nereo calmó el furor del mar,
convirtiendo en praderas las azuladas olas:
verdea entonces con hojas de primavera el plátano
y él laurel, que es el árbol favorito de Febo;
parlanchinas, las aves alborotan de rama en rama;
455 de vivaz hiedra se cubren los remos,
la vid se enreda en lo alto de los mástiles.
Bramó en la proa un león del Ida
y se apostó en la popa un tigre del Ganges.
Entonces los piratas, asustados, se echaron a nadar
460 y, una vez sumergidos, cambiaron de aspecto.
Se les cayeron los brazos ante todo,
se les aplasta el pecho y se junta con el vientre,
53 Bacantes de Ática y de Delfos. Penteo es hijo de Agave,
una de las hijas de Cadmo, y, por tanto, primo de Baco (que
era hijo de Sémele), Cuando Baco a su regreso de Oriente
quiso implantar sus ritos en Tebas y castigar a sus tías, sobre
todo a Agave, Penteo le ofreció resistencia. Entonces las mujeres,
entre ellas su madre Agave, poseídas por el dios, destrozaron
a Penteo.
54 Ino y su esposo Atamante fueron enloquecidos por Hera,
a causa de haber recogido a su sobrino Baco cuando era niño.
Ino después de haber matado a su hijo Melicertes se arrojó
al mar con él. Apiadadas de ellos, las divinidades marinas los
transformaron en divinidades: Ino pasó a ser Leucótea (identificada
en Roma con Mater Matuta) y Melicertes, Palemón (en
Roma, Portunus, dios de los puertos).
EDIPO 115
les cuelga de los lados una pequeña mano
y con su curvo lomo se hunden bajo tas olas;
surca el mar una cola de media luna 465
y, ya curvos delfines, persiguen al navio que se escapa5S.
Sobre sus ricas aguas te condujo el Pactolo de Lidia36
que arrastra en su torrente un caudal de oro;
destensó su arco vencido y sus saetas géticas [la leche.
el maságetaSI, que en sus copas mezcla la sangre con 470
Los reinos de Licurgo, el portador del hacha, conocíay
las feroces tierras de los f Zálacos59 [ron a Baco58
y los que azota el Bóreas vecino
mientras cambian de tierras60 y los pueblos
bañados por las frías aguas de la Meótide61 475
y tos que mira desde lo alto del cielo
la estrella Arcadia con su doble carro62.
Él ha vencido a los dispersos gelonos,
las armas ha arrancado a las doncellas crueles
humillando su rostro, las cohortes 480
del Termodonte cayeron por tierra
55 Cuando Baco se dirigía a Naxos, intentaron raptarlo unos
piratas del Tirreno; entonces el dios hizo todos estos prodigios
que terminaron con la metamorfosis de los piratas en
delfines.
56 Río de Lidia.
57 Los maságetas son un pueblo de Escitia.
58 Licurgo fue un rey de Tracia que expulsó a Baco de su
país, sufriendo después el castigo de los dioses o la venganza
del propio Baco.
59 Pasaje corrompido sobre el que se han propuesto infinitas
conjeturas.
60 Los nómadas de Escitia.
61 La laguna Meótide, hoy mar de Azof. Cf. Hérc. loco,
nota 169.
62 La constelación del Boyero: se trata de Arcas, catasterizado
junto con su madre Calisto (la Osa Mayor). Cf. Medea,
nota 81, Hérc. loco, nota 20, y Ruiz de Elvira, Mitología..., páginas
473 y sigs., 470 y sigs., y 447.
63 Las amazonas.
116
y, dejando por fin sus ligeras saetas,
se cambiaron en Ménades.
Olas de sangre ha visto el Citerón sagrado
485 con la matanza de los hijos de Ofión64.
A los bosques se fueron las hijas de Preto
y Argos adoró a Baco, aun estando presente la Ma-
Naxos, la que rodea el Ponto Egeo, [drastra6S.
te entregó por esposa a la doncella que fue ábandonada
490 compensando la pérdida con un mejor marido:
manó de árida roca
el licor de Nictelio67;
murmurando surcaron los arroyos la hierba,
del dulce jugo se empapó la tierra,
495 de blancos manantiales de nivea leche
y de vinos de Lesbos mezclados con oloroso tomillo.
Por él inmenso cielo llevan a la recién casada,
un himno ritual le canta Febo
cayéndole él cabello por los hombros
500 y Cupido, él de dos naturalezas68
agita las antorchas;
Júpiter abandona sus dardos de fuego
64 En el Citerón, monte cercano a Tebas, perecieron Penteo
y sus secuaces (cf. nota 53), los cuales son considerados descendientes
de Ofión. Ofión es uno de los soldados nacidos de
los dientes del dragón que Cadmo sembró. (Cf. nota 91, Medea,
nota 106, y Ruiz de Elvira, Mitología,,., págs. 173 y sigs.).
65 Las hijas del rey de Argos, Preto, se oponían al culto
de Baco a la vez que querían rivalizar en belleza con Juno.
Baco las volvió locas y creyéndose vacas huyeron al bosque.
Agradecida Juno, se reconcilió con Baco.
66 En la isla de Naxos, una de las Cicladas del Egeo, fue
abandonada Ariadna por Teseo, casándose luego allí con Baco.
Cf. Fedra, nota 81.
67 Sobrenombre de Baco, probablemente debido al carácter
nocturno de sus ritos.
68 Cf. Fedra, nota 88.
EDIPO 117
y odia el rayo cuando se acerca Baco69.
Mientras brillantes corran los astros en el cielo secular,
mientras Océano rodee al mundo encerrado entre sus sos
[olas,
mientras la luna llena vuelva a juntar los fuegos que
[perdió,
mientras anuncie el nacimiento del día Lucifer
y mientras en su altura al azulado Nereo la Osa ignore70,
adoraremos el deslumbrante rostro del hermoso
\Lieo71.
ACTO TERCERO
Edipo-Creonte
Edipo. — Aunque tu mismo rostro presenta indicios
que presagian llanto, explica de quién es la cabeza sio
con que hemos de aplacar a los dioses.
Creonte. — Tú me mandas decir lo que callar me
aconseja el miedo.
Edipo. — Si no te mueve lo suficiente la ruina de
Tebas, muévate al menos el que se tambalee el cetro
de una casa con la que estás emparentado72.
Creonte. — Desearás no haberte enterado de lo que
ahora con excesivas ansias tratas de saber.
69 Acordándose de Sámele, la madre de Baco, que cuando
fue su amante pereció al manifestársele él con toda su gloria
y aproximársele demasiado con los rayos.
70 Cf. Hércules loco, nota 20.
71 Otro apelativo de Baco, en cuanto liberador.
72 Creonte es hermano de Yocasta, madre y ahora esposa
de Edipo.
118
sis Edipo. — Torpe remedio de los males es ignorarlos.
¿Así, vas a ocultarme incluso lo que puede indicar el
camino para salvar la nación?
Creonte. — Cuando la medicina es vergonzosa, causa
pesar curarse.
Edipo. — Di lo que has escuchado o, domándote con
graves sufrimientos, yo te haré saber de lo que son
capaces las armas de un rey encolerizado.
520 Creonte. — Odian los reyes que se digan cosas que
ellos mandaron que se dijeran.
Edipo. — Serás enviado al Erebo, aunque seas víctima
de poco valor para pagar por todos, si no descubres
con tu propia voz los misterios de esa ceremonia.
Creonte. — Permítaseme callar. ¿Se puede pedir a
un rey menos libertad?
Edipo — Muchas veces hasta más que la lengua
525 puede perjudicar a un rey y a su reino la libertad de
ser mudo.
Creonte. — Cuando no se permite callar, ¿qué es
lo que se le permite a uno?
Edipo. — Quebranta las órdenes el que calla cuando
se ha ordenado hablar.
Creonte. — Las palabras que me obligas a decir te
ruego las acojas apacible.
Edipo. — ¿Se ha castigado a alguien por lo que ha
dicho a la fuerza?
530 Creonte. — Hay lejos de la ciudad un sombrío bosque
de encinas, allá por los parajes del valle que riega
la fuente de Dirce.
Unos cipreses que levantan la cabeza por encima de
la floresta encierran entre sus troncos un bosque siempre
verdeante y añosas encinas extienden sus ramas encorvadas
y podridas por el moho (a unas les ha destrozado
535  el costado la voraz vejez, otras, a punto de
derrumbarse con sus raíces ya extenuadas, cuelgan
apoyadas en el tronco de otra).
EDIPO 119
Laurel de amargas bayas y ligeros tilos y mirto de
Pafos y chopo destinado a remar por el inmenso mar
y pinos que no dejan pasar a Febo y que oponen su 540
tronco sin nudos a los soplos del Céfiro: y en medio
se yergue un enorme árbol y con su imponente sombra
abruma la arboleda que queda por debajo y, extendiendo
ampliamente las ramas a su alrededor, defiende
él solo el bosque.
Debajo de él se estanca triste, sin conocer la luz 545
ni a Febo, un agua helada por un frío eterno. Un cenagoso
pantano rodea al indolente manantial.
Cuando el anciano sacerdote introdujo hasta aquí
sus pasos, no tuvo que esperar: el sitio le ofrecía la
noche73. Se cava entonces la tierra y se echan encima los
fuegos arrancados de hogueras funerarias. El propio
adivino se cubrió el cuerpo con fúnebre vestido y sacudió
la rama. Con sucio porte avanza siniestro el
anciano: el lúgubre manto le cuelga hasta los pies, 555
mortífero tejo aprieta su canosa cabellera.
Ovejas de negro vellón y negruzcos bueyes son
arrastrados hacia atrás: la llama hace presa en los
manjares y, vivo, el ganado se estremece en medio del
fuego infernal.
Evoca luego a los manes y a ti que reinas sobre los
manes74 y al guardián75 que impide la salida del lago 560
de la muerte, y recita un mágico encantamiento, y,
amenazante, con rabia en su boca, entona todo aquello
que aplaca a las sutiles sombras o que las convoca.
Hace sobre el fuego libaciones de sangre y quema reses
enteras hasta llenar el hoyo con la sangre que corre
a raudales. Hace encima libaciones de nivea leche y 565
73 Los sacrificios a los dioses infernales se hacen al caer
la tarde.
74 Plutón.
75 Cérbero.
120
derrama también el líquido de Baco con la mano izquierda;
entona de nuevo los sortilegios y, mirando a
tierra, convoca a los manes con voz más grave y
atronadora.
Lanzó un ladrido la turba de Hécate; tres veces
57o sonaron lúgubremente las hondonadas de los valles, la
tierra entera se conmovió al ser sacudido desde abajo
el suelo. «Me escuchan» —dijo el adivino— «han sido
eficaces mis palabras. Se está rompiendo el ciego caos
y a los pueblos de Plutón se les da acceso hasta los de
arriba».
Se inclinaron todos los árboles y erizaron sus melenas,
575  se agrietaron los robles y en todo el bosque hubo
una sacudida de terror. La tierra retrocedió y gimió en
lo más hondo: o bien el Aqueronte no soportó con
indiferencia que se invadieran sus recónditas profundidades,
o bien sonó la propia tierra al romperse sus
58o estructuras para dar paso a los difuntos, o Cérbero, el
de las tres cabezas, movió loco de rabia sus pesadas
cadenas.
De pronto se resquebraja la tierra y se desgarró
abriéndose en una inmensa hoya: yo mismo vi los pálidos
dioses entre sombras; yo mismo, los inertes lagos
585 y la noche verdadera. Fría se me quedó la sangre,
cuajándose en las venas.
Saltó fuera una terrible cohorte y se irguió en armas
todo el linaje nacido del dragón, las catervas de
hermanos nacidos de los dientes del monstruo de Dirce
76 y la Peste, mal ansioso dé devorar al pueblo de
590 Ogiges77. Luego se dejó oír la torva Erinis y el Furor
ciego y el Horror y, a una, todo aquello que producen
y ocultan las eternas tinieblas: el Duelo, arrancándose
los cabellos, y la Enfermedad, que apenas puede sostener


su desfallecida cabeza, la Vejez, dura para sí misma,
y el angustioso Miedo.
Yo me quedé sin respiración y hasta e lla 78, que ya 595
conocía los ritos y sortilegios del anciano, se quedó
estupefacta.
El padre79, sin inmutarse y con la osadía que le
daba su desgracia80, convoca al pueblo exangüe del fiero
Dite: al punto, como sutiles nubecillas, revolotean
y respiran los vientos a cielo descubierto.
No produce tantas hojas el Érix para que luego 600
caigan, ni en plena primavera da tantas flores el Hibla
cuando un denso enjambre se traba en apretado pelotón81;
no rompe tantas olas el mar jonio, ni son tantas
las aves que, huyendo de las amenazas del helado
Estrímón82, emigran los inviernos y, surcando el cielo, 605
cambian las nieves árticas por el tibio Nilo, como las
gentes que hizo salir aquella voz del adivino.
Con pavor tratan de alcanzar los escondrijos del
umbroso bosque las almas temblorosas: el primero en
emerger del suelo, sujetando con su mano derecha a 610
un feroz toro por los cuernos, fue Zeto, y, luego, sosteniendo
en su mano izquierda la lira, el que arrastró
a las piedras con su dulce son, Anfión83. Y, al fin en
medio de sus hijos, la de Tántalo levanta soberbia la
cabeza con solemne altanería y cuenta las sombras84. 615
Una madre peor que ésta viene luego, la furibunda

122
Agave 85, en pos de la cual viene toda la tropa que
despedazó al rey. Y, detrás de las Bacantes, llega Penteo,
destrozado, e incluso ahora mantiene cruel sus
amenazas.
Al final, después de haber sido llamado repetidas
620 veces, levantó con vergüenza la cabeza y se apartó lejos
de toda la turba, tratando de ocultarse (amenaza y
redobla sus imprecaciones por la Éstige el sacerdote
hasta que muestra al descubierto su rostro) Layo.
Horror me da hablar: se quedó en pie, horripilante
625 de la sangre que había corrido por su cuerpo, con unas
greñas cubiertas de espantosa suciedad, y habló con voz
llena de rabia:
«Oh, feroz casa de Cadmo que siempre te complaces
en derramar sangre familiar, agita los tirsos; mejor,
con tu mano poseída por un dios destroza a tus hijos...
El más grande delito en Tebas es el amor mater-
63o nal. Patria, no es la ira de los dioses sino el crimen lo
que te arrastra. No es el funesto soplo del Austro el que
te trae la aflicción ni es la tierra, necesitada de la lluvia
del cielo, la que causa tus daños con su seco aliento,
sino un rey sanguinario que, tras comprarlos a precio
635 de cruel asesinato, se ha apoderado del cetro y del
incestuoso lecho nupcial de su padre...
Odiosa prole; pero, aun así, es peor como padre
que como hijo: ha vuelto de nuevo a ser causa de gravidez
para ese infausto vientre. Él se ha llevado a sí
mismo a las entrañas en que nació y ha vuelto a hacer
que su madre engendre una criatura impía, y, cosa que
640 rara vez suelen hacer las fieras, él mismo se ha engendrado
sus propios hermanos... Es un mal intrincado,
una monstruosidad más laberíntica que su célebre Esfinge.
Anfión. Sobre su historia cf. Medea, nota 191, y Ruiz de Elvira,
Mitología..., págs. 188 y sigs.
83 Cf. nota 53.
EDIPO 123
A ti, a ti que en tu diestra ensangrentada llevas el
cetro, a ti te voy a acosar yo, como padre aún no vengado,
con toda la ciudad; y conmigo voy a arrastrar a
la Erinis que encabezó tu cortejo nupcial; las arras- 645
traré crujiendo sus látigos, derrumbaré esa casa incestuosa
y arrasaré esos Penates86 con una guerra impía.
Por tanto, expulsad del territorio al rey cuanto antes,
echadlo al exilio. Todo el suelo que él vaya dejando
tras sus funestos pasos, reverdeciendo con florida primavera,
volverá a recobrar la hierba, el aire será puro 650
para respirar y vivificante, vendrá también a las selvas
su hermosura; la Ruina, la Peste, la Muerte, el Sufrimiento,
la Podredumbre, el Dolor, cortejo digno de él,
juntos con él se marcharán.
E incluso él mismo querrá escapar de mi mansión
con paso apresurado, pero yo pondré fuertes obstáculos  655
delante de sus pies y lo retendré: se arrastrará sin
saber qué dirección tomar, tanteando su triste camino
con un bastón de anciano.
Arrebatadle vosotros la tierra; yo, su padre, le quitaré
el cielo».
Edipo. — Un estremecimiento de escalofrío me ha
invadido los huesos y los miembros: cuanto yo temía 660
hacer me acusan de haberlo hecho... La unión de Mérope
a Pólibo descarta la impiedad de una relación
conyugal; el que Pólibo esté a salvo absuelve mis manos:
cada uno de mis padres87 me defiende de la acusación
de asesinato y de incesto. ¿Qué posibilidad de
acusación queda?
Tebas gime por la pérdida de Layo mucho antes de 665
que yo tocara con mis pies los parajes de Beocia.
86 Ese hogar. Cf. Hércules loco, nota 95.
87 Edipo sigue considerando a Mérope y Pólibo como sus
verdaderos padres.
124
¿Está en un error el anciano o la divinidad se muestra
funesta con Tebas?
Ya, ya tengo los cómplices de esta astuta trampa:
se inventa esas mentiras el advino, poniendo a los dioses
670 por delante de su engaño y te promete a ti mi cetro.
Creonte. — ¿ Iba yo a querer que expulsaran del palacio
a una hermana mía?
Si a mí la sagrada fidelidad a un hogar con el que
estoy emparentado no me mantuviera firme en mi puesto,
la propia fortuna con su continua angustia me espantaría.
675 Ojalá puedas ahora ponerte a salvo y librarte de
esta carga sin que te aplaste al retirarte: más seguro
has de estar si te colocas en un lugar más humilde.
Edipo. — ¿Hasta me exhortas a que espontáneamente
deje la carga tan pesada de mi reino?
68o Creonte. — Se lo aconsejaría yo esto a aquellos que
están todavía en situación de elegir libremente: tú ya
no tienes más remedio que soportar tu suerte.
Edipo. — E l camino más seguro para el que ansia
reinar es alabar la moderación y hablar del ocio y del
sueño: es el inquieto el que suele simular quietud.
685 Creonte. — ¿Tan poco dice a mi favor una fidelidad
tan larga?
Edipo. — E l acceso a su mala acción se lo da al
traidor su lealtad.
Creonte. — Libre de las cargas de un rey, disfruto
de los bienes del trono y mi casa goza de la afluencia
de ciudadanos que a ella acuden, y no amanece un
690 día en que no reviertan en abundancia a mi hogar los
beneficios que se derivan del parentesco con el cetro:
suntuosidad, opulentos banquetes, mucha gente salvada
por influencia mía. ¿Qué puedo pensar yo que le
falta a tan feliz fortuna?
Edipo. — Lo que le falta: el éxito no tiene nunca
medida.
EDIPO 125
Creonte. — ¿Así que quieres que caiga yo como 695
culpable sin que se me haga un proceso?
Edipo. — ¿Acaso os he podido yo rendir cuentas de
mi vida? ¿Acaso ha escuchado Tiresias mi alegato? No
obstante, quedo como culpable. Vosotros me dais el
ejemplo; yo lo sigo,
Creonte. — ¿Y qué, si yo soy inocente?
Edipo. — Lo dudoso lo suelen temer los reyes como
si fuera cierto.
Creonte. — El que siente vanos temores merece 700
sentir los verdaderos.
Edipo. — Todo el que ha estado acusado, cuando
queda libre, odia todo lo que le resulta sospechoso.
Creonte. — Así se engendran los odios,
Edipo. — E l que teme en exceso los odios, no sabe
ser rey: el miedo es guardián de los reyes.
Creonte. — El que maneja el cetro con cruel tiranía 705
teme a los que le temen: el miedo revierte a aquel
que lo produce.
Edipo. — Custodiad a ese malhechor encerrado entre
los peñascos de una cueva. Yo, por mi parte, vuelvo
mis pasos a la mansión real88.
Coro
No tienes tú 89 la culpa de tan grandes peligros,
no acosan estos hados a la estirpe 710
de Lábdaco90; son viejos rencores de los dioses
que nos persiguen. El bosque de Castalia
dio sombra al forastero de Sidón
y lavó Dirce a los colonos tirios 9K
88 El texto latino dice «Penates». Cf. Hércules loco, nota 95.
89 Edipo.
90 Padre de Layo y abuelo de Edipo.
Cadmo, hijo del rey de Fenicia Agénor (de ahí las refe126

7 15 Desde el punto en que el hijo del gran Agénor,
cansado de buscar por todo el mundo el robo 92 de Júse
detuvo asustado bajo nuestros árboles Ipiter,
para adorar al que le había robado,
y, obligado ante una advertencia de Febo93
720 a acompañar a una vaca errante
aún no doblegada
por el arado o por el curvo yugo de un perezoso carro,
dejó su marcha y puso a nuestro pueblo
el nombre de la abominable vaca,
725 desde ese día siempre nuevos monstruos
725his ha dado nuestra tierra: o bien una serpiente 94
salida de lo hondo de los valles
silba sobre los robles cargados de años
y supera a los pinos
(mas alta que los árboles caonios95
7296,5 irguió su azul cabeza
730 aun cuando estaba en tierra casi todo su cuerpo),
rencias a Sidón y Tiro), fue enviado por su padre junto con su
madre Telefasa a buscar a su hermana Europa que había sido
raptada por Júpiter. Fueron primero a Tracia. Luego, muerta
ya Telefasa, el oráculo de Delfos aconseja a Cadmo abandonar
la búsqueda y fundar una ciudad en el lugar en que se echara
extenuada una vaca a la que debía seguir. En ese lugar nació
Tebas, capital de Beocia (este nombre en griego se relaciona
etimológicamente con la palabra «vaca»). Para Castalia y Dirce,
cf. notas 27 y 15.
92 Europa.
93 A través del oráculo de Delfos.
94 Cuando la vaca se detuvo, Cadmo, antes de fundar la
ciudad, se dispuso a ofrecer un sacrificio a Atenea. Para ello
mandó a sus acompañantes a buscar agua, pero un dragón que
guardaba el manantial los devoró. Se trataba de una serpiente
hija de Ares y de la Erinis Tilfosa. Tras luchar duramente
con ella, Cadmo le dio muerte y, por consejo de Atenea, le
arrancó los dientes sembrándolos en tierra. De ellos nacieron
unos fuertes guerreros llamados «Espartos» (— sembrados).
95 Encinas corpulentas como las de Caonia en el Epiro.
EDIPO 127
o bien la tierra, preñada, hizo brotar,
en parto impío, guerreros.
Sonó la trompa de cuerno retorcido
y el encorvado bronce del clarín lanzó
sus estridentes sones; estrenaron sus ágiles 735
lenguas y sus bocas,
de voz desconocida, con un grito de guerra;
ejércitos de hermanos ocupan la llanura
y como prole digna de la semilla que se había arrojado vivieron
en un día su vida entera: [96 740
nacen después que Lúcifer llegara
y mueren antes de que aparezca Héspero.
Se espanta el forastero 97 de tan grandes prodigios
y teme los combates del pueblo aquel que acababa de
hasta que al fin la fiera juventud cayó [nacer, 745
y vio la madre volver a su seno
los hijos que acababa de parir.
¡Que de esta forma pasen las guerras civiles
y que la Tebas de Hércules no llegue a conocer
combates fratricidas!... 750
¿Qué decir de los hados del nieto de Cadmo96,
cuando unos cuernos de vigoroso ciervo
le cubrieron la frente con sus ramas
y acosaron los perros a su propio dueño?
Huye precipitado por selvas y por montes 755
el veloz Acteón y, ahora con pie más ágil,
errante por gargantas y peñascos,
teme las plumas movidas por el céfiro 99

128
y evita redes que él mismo colocó;
760 hasta que vio en las aguas de una apacible fuente
sus cuernos y su aspecto de animal:
allí había refrescado sus virginales miembros
la diosa de pudor demasiado cruel.
ACTO CUARTO
Edipo-Yocasta
Edipo. — Mi alma da vueltas a sus preocupaciones
765 e insiste en sus temores. Los de arriba y los de abajo100
afirman que la muerte de Layo ha sido un crimen
mío, mas, por el contrario, mi alma, inocente, que se
conoce a sí misma mejor que los dioses, lo niega.
Vuelve a mi memoria entre borrosos recuerdos que
770 cayó a golpes de mi bastón y fue enviado a Dite uno
que se me cruzó en el camino; fue cuando a mí, en
plena juventud, un viejo me iba a atropellar primero,
arrogante con su carro; lejos de Tebas, en la región
de Fócide, donde el camino se divide en tres ramales.
Esposa de mi alma, aclárame esta incertidumbre, te
lo ruego: ¿qué espacio de su vida había recorrido Layo
775 al morir? ¿Cayó en el verdor de la juventud o en edad
ya achacosa?
Y ocasta. — Entre viejo y joven, pero más bien
viejo.
Edipo. — ¿Rodeaba al rey una nutrida muchedumbre?
100 Los hombres (o los dioses del cielo) y los del infierno.
EDIPO 129
Y ocasta. — A la mayoría los hizo equivocarse la trifurcación
del camino; fueron pocos a los que mantuvo
unidos al carro su leal afán.
Edipo. — ¿Cayó alguno compartiendo el destino del 78o
rey?
Y ocasta. — Sólo a uno lo hicieron participar de
dicha muerte su lealtad y su valor.
Edipo. — Ya tengo al culpable: coincide el número,
el lugar... Pero dime ya la fecha.
Y ocasta. — Ésta es ya la décima mies que se siega.
Anciano de Corinto-EDiPo
A nciano. — El pueblo de Corinto te reclama para el
trono de tu padre. Pólibo ha alcanzado ya el descanso 785
eterno.
Edipo. — ¡Cómo se precipita desde todas partes la
Fortuna cruel sobre mí! Dime en seguida de qué tipo
de muerte ha caído mi padre.
A nciano. — Un apacible sueño ha puesto fin a su
vida de anciano.
Edipo. — Mi padre yace muerto sin que haya mediado
asesinato alguno. Que quede bien claro, ya me es 790
lícito levantar piadosamente hacia el cielo mis manos
puras y sin temor a ningún crimen. Pero queda aún la
parte más temible de mis hados.
A nciano. — Los reinos paternos disiparán todo tu
temor.
Edipo.— Volveré a los reinos paternos..., pero me
da horror mi madre.
Anciano. — ¿Tienes miedo a una madre que espera 795
ansiosamente tu regreso?
Edipo. — Precisamente es mi amor de hijo el que
me hace huir.
A nciano. — ¿La vas a dejar en su viudez?
130
Edipo. — Justo acabas de tocar en el meollo de mis
temores.
A nciano. — Dime qué temor profundamente escondido
oprime tu espíritu. Tengo por norma prestar muda
lealtad a los reyes.
8oo Edipo. — Me estremezco ante el matrimonio con mi
madre que me presagió el oráculo de Delfos.
Anciano. — Déjate de temer cosas sin fundamento y
dales de lado a esos miedos vergonzosos. Mérope no
era tu verdadera madre.
Edipo. — ¿Y qué recompensa buscaba ella con un
hijo falso?
A nciano. — Los hijos estrechan los lazos de fidelidad
de los soberbios reyes,
sos Edipo. — Di cómo te has enterado de los secretos de
un matrimonio.
A nciano. — Estas manos te entregaron a ti de pequeño
a tu madre.
Edipo. — Tú me entregaste a mi madre, pero ¿quién
me entregó a ti?
Anciano. — Un pastor al pie de la nevada cumbre
del Citerón.
Edipo, — Y a aquellos bosques ¿qué azar te llevó
a ti?
8io Anciano. — Yo iba por aquel monte tras mis cornudos
rebaños.
Edipo. — Añade entonces algunas marcas distintivas
de mi cuerpo.
A nciano. — Llevabas los pies atravesados por un
hierro; de su deforme hinchazón has tomado tu nombre.
Edipo. — ¿Quién fue el que te hizo entrega de mi
815 cuerpo? Quiero saberlo.
A nciano. — Estaba apacentando los rebaños reales;
por debajo de él, a sus órdenes, había una tropa de
pastores.
EDIPO 131
Edipo. — Dime el nombre
Anciano. — Los recuerdos lejanos se difuminan en
los ancianos, perdiéndose entre las ruinas de un largo
abandono.
Edipo. — ¿Puedes reconocer al hombre por los rasgos
de su cara?
Anciano. — Quizás lo conozca: muchas veces un &20
recuerdo borrado y sepultado por el tiempo lo evoca
una ligera señal.
Edipo. — Que se acorrale junto al altar de los sacrificios
todo el ganado y vengan tras él los que lo guían.
Vamos, criados, convocad rápidamente a aquellos que
tienen a su cargo todos mis rebaños.
Anciano. — Bien sea la razón, bien la suerte lo que 825
mantiene esto encubierto, deja que siga por siempre
oculto lo que ya ha estado oculto mucho tiempo. Muchas
veces la verdad se muestra para mal del que intenta
descubrirla.
Edipo.— ¿Se puede temer un mal mayor que éstos?
Anciano. — Algo grande es eso que cuesta un gran
trabajo averiguar; puedes estar seguro. Se enfrentan
de un lado el bien del pueblo, de otro, el bien del rey;
ambos bandos son equivalentes. Mantén tus manos en 830
el justo medio. No hagas ninguna provocación, que los
hados se aclaren por sí solos.
Edipo. — No conviene perturbar una situación de
prosperidad, pero se mueve sin riesgos lo que ya está
en un punto extremo.
Anciano. — ¿Algo más noble que el linaje real  835
pretendes? No vaya a pesarte de la madre que descubras,
cuidado.
Edipo. — Aunque me pese, buscaré una garantía de
mi sangre, una vez que he decidido saber.
Ahí tienes a ese anciano de avanzada edad en cuyas
manos estaba la responsabilidad del rebaño real. Forbas. 840
132
¿Te acuerdas tú del nombre o de la cara de este
anciano?
Anciano.— Me resulta familiar esa figura: su rostro
no me es del todo conocido, pero tampoco completamente
desconocido.
(A Forbas). Cuando remaba Layo, ¿tú no andabas
de criado, encargado de sus ricos rebaños por la zona
del Citerón?
Forbas- Anciano-Edipo
845 Forbas. — El feraz Citerón, con sus pastos siempre
frescos, ofrece en el verano sus praderas a nuestros rebaños.
Anciano. — ¿Me conoces a mí?
Forbas. — Duda indecisa mi memoria.
Edipo. — ¿A éste le entregaste tú una vez algún niño?
Habla... ¿Vacilas? ¿Por qué cambian de color tus
850 mejillas? ¿Por qué no encuentras las palabras? La
verdad odia las demoras.
Forbas. — Estás removiendo cosas que se llevó consigo
el largo tiempo que ha pasado.
Edipo. — Confiesa, no sea que el sufrimiento te fuerce
a decir la verdad.
Forbas. — Yo le encomendé a ése un recién nacido
inútilmente: no pudo él disfrutar de la luz ni del cielo.
855 Anciano. — Lejos de nosotros ese presagio... vive y
ojalá siga viviendo.
Edipo. — ¿Por qué dices que el recién nacido que tú
entregaste no ha sobrevivido?
Forbas. — Un delgado hierro que le atravesaba los
pies le ataba las extremidades; la inflamación que
producía la herida abrasaba el cuerpo del niño en una
espantosa infección.
860 Edipo.— ¿Qué más quieres? Los hados están ya cerca...
¿Quién era el niño? Di.
EDIPO 133
Forbas.— Me lo impide una palabra dada.
Edipo. — A ver, alguien, fuego... La llama romperá
al punto esa palabra. Si por tan cruentos caminos busco
la verdad, compréndelo, te lo ruego.
Si te parezco fiero e inmoderado, en tu mano tienes 865
a punto la venganza: di la verdad. ¿Quién es? ¿Qué
padre lo engendró? ¿De qué madre nació?
Forbas. — Nació de la que es tu esposa.
Edipo. — Ábrete tierra y tú, que dominas las tinieblas,
arrastra a los abismos del Tártaro al que ha hecho
volver atrás el curso de las generaciones y de la familia.
Amontonad, ciudadanos, las piedras sobre esta infame 870
cabeza, sacrificadme a flechazos. Que me acometan
con su espada los padres, que me acometan los
hijos; armen contra mí sus manos las esposas y los
hermanos y que el pueblo infestado por la peste me
arroje tizones arrancados de las hogueras...
Yo, la afrenta del género humano, el odio de los dioses, 875
la ruina de las sagradas leyes, ando suelto; yo, que
el día en que respiré torpemente por primera vez, ya
era digno de la muerte.
Muestra ahora unos ánimos a tono con las circunstancias,
atrévete ahora a algo digno de tus crímenes.
Vamos, adelante, dirige aprisa tus pasos al palacio, felicita 880
a tu madre por los hijos con que ha aumentado la familia.
Coro
Si a mí se me dejara disponer
los hados a mi gusto,
limitaría mis velas a un céfiro ligero
para que las antenas 885
no tiemblen acosadas por un fuerte viento.
Que una brisa suave y de soplo moderado,
sin inclinar los flancos,
134
conduzca el barco con seguridad;
890 que transcurra sin riesgos
la vida y que me lleve por un camino medio.
Temiendo al rey de Cnosos,
ansiaba en su delirio las estrellas
un muchacho confiado en nuevos artilugios;
895 y pugna por triunfar sobre las aves
verdaderas y exige demasiado
a sus alas postizas:
a un mar le quitó el nombre 101.
Astuto, él viejo Dédalo,
900 equilibrando su vuelo a media altura,
bajo una nube poco alta se detuvo,
mientras miraba el vuelo de su hijo
(como huye un ave de las amenazas
del halcón y congrega
905 a las crías que el miedo dispersó)
hasta que, ya en el mar,
mueve las manos enredadas el muchacho
que fue su compañero en el audaz viaje.
Todo aquello que pasa de la justa medida
9io queda colgado al borde del abismo.
Mas ¿qué es esto? Las puertas han sonado
y, afligido, un criado
del rey se golpea la cabeza.
Dinos qué traes de nuevo.
ACTO QUINTO
Mensajero
915 Mensajero. — Después que Edipo descubrió los hados
que le habían sido predichos y la infamia de su linaje
El mar donde ícaro cayó perdió el nombre que tenía
hasta entonces y se llamó en adelante mar de ícaro.

y, convicto de su crimen, se condenó a sí mismo, dirigiéndose
hostil hacia el palacio, penetró con paso apresurado
bajo aquellos odiosos techos.
Como el león de Libia recorre enfurecido los campos
sacudiendo en su frente amenazadora su rubia melena, 920
el rostro torvo de rabia y los ojos atroces; gemidos,
hondos rugidos y un sudor helado que fluye por
sus miembros; echa espuma, rumia amenazas y se le
desborda el terrible dolor que lleva en lo profundo de
su ser.
Cruel consigo mismo maquina en su interior algo 925
enorme, equiparable a sus hados. «Por qué retraso el
castigo?» —dice— «Que alguien arremeta contra este
pecho infame con un hierro o que lo someta a las ardientes
llamas o a las piedras. ¿Qué tigre o qué ave cruel
se lanzará sobre mis entrañas? Tú mismo, que das acogida 930
a los crímenes, execrable Citerón, lanza desde los
bosques tus fieras contra mí, o lanza tus rabiosos perros.
Dame ahora una Agave102. Alma, ¿por qué temes la
muerte? La muerte es la única que arranca a un inocente
de las manos de la Fortuna».
Habiendo dicho esto, pone su impía mano sobre la 935
empuñadura de la espada y la desenvaina.
«¿Así? ¿Vas a pagar tan grandes crímenes con un
breve castigo y a compensarlos todos con un solo
golpe? Tú mueres; esto es suficiente para tu padre.
¿Qué satisfacción darás luego a tu madre?, ¿qué a esos
hijos nacidos en mala hora?, ¿qué a tu propia patria 940
que entre gemidos paga con una gran catástrofe tu crimen?
No hay por qué destruir aquella naturaleza que sólo
en el caso de Edipo ha trastocado sus invariables leyes,
imaginando nuevas formas de procreación... Que innove
ella también en lo que toca a mi suplicio. Que se me 945
102 Cf. nota 53.
136
permita vivir y morir una y otra vez, renacer continuamente
para pagar cada vez con nuevos suplicios...
Utiliza tu ingenio, desgraciado: lo que no puede hacerse
una y otra vez, hágase durante largos años. Hay
que elegir una muerte prolongada. Hay que buscar el
950 camino por el que puedas andar errante sin mezclarte
con los sepultados, quedando, no obstante, marginado de
los vivos. Muere, pero sin llegar hasta tu padre... ¿Vacilas,
alma mía?»
He aquí que de repente una lluvia se agolpa en sus
ojos y se desborda regándole de llanto las mejillas...
«¿Y es bastante llorar? ¿Sólo van a llegar mis ojos a
955 derramar este escaso riego? Que, arrancados de su
órbita sigan a las lágrimas; hay que sacar en seguida
estos ojos de marido».
Así habló y se puso loco de rabia: le arden amenazadoras
las mejillas con un fuego terrible y los ojos apenas
96o se mantienen en su sitio. Hay violencia, audacia,
ira, fiereza en el rostro de este hombre que va a arrancarse
algo tan importante.
Dio un gemido y, bramando horriblemente, retorció
las manos contra su rostro. Pero a su vez los ojos se clavaron
amenazadores y fijos cada uno en su mano la siguen
por propio impulso; salen al encuentro del golpe
965 que van a recibir. Tantea ansioso los ojos con las manos
encorvadas, desde su más honda raíz arranca de un
golpe los dos globos...
Se adhieren las manos a los huecos y, fijas allí, desgarran
por completo, con las uñas, el fondo de las cavidades
970  que albergaban a los ojos, las órbitas vacías.
Se ensaña en vano y su delirio sobrepasa todos los
límites: tanto le importa el riesgo de ver.
Levanta la cabeza y, recorriendo con sus órbitas
vacías las regiones del cielo, comprueba su noche.
Todo aquello que cuelga aún no bien cortado de
cuando se arrancó los ojos lo destroza y, sintiéndose
vencedor, grita a una a todos los dioses: «Respetad 975
ya a mi patria, os lo suplico. Yo ya he hecho lo que era
justo, he sufrido el castigo que merecía; ya se ha encontrado
al fin una noche digna de mi lecho nupcial».
Riega su rostro una repugnante lluvia y su cabeza
desgarrada vomita, por las venas que se ha arrancado,
ríos de sangre.
Coro
Los hados nos arrastran; ceded ante tos hados; 98o
no sirve el inquietarse con preocupaciones
para cambiar los hilos del inmutable huso.
Todo lo que sufrimos la razci mortal,
y todo lo que hacemos viene de lo alto;
y Laquesis 103 mantiene las leyes de su rueca, 985
haciéndola girar con mano inexorable.
Todo va por la senda que se le ha trazado
y el día primero104 ya señala el último:
no puede un dios cambiar el curso de unas cosas
que van encadenadas a sus causas. 990
Hay para cada cosa un orden fijo
que no puede cambiar plegaria alguna: a muchos
les perjudica el propio miedo; muchos
se encuentran con sus hados por temerlos.
Han sonado las puertas; por sí mismo, 995
sin guía alguno, privado de la luz
emprende su camino.
Edipo-Yocasta-Coro
Edipo. — Bien, está, ya está hecho: he pagado a
mi padre lo que le debía. Me gustan las tinieblas. ¿Qué


1000 dios, aplacado al fin conmigo, ha extendido esta negra
nube sobre mi cabeza? ¿Quién condona mis crímenes?
Ya he escapado del día, que era cómplice de ellos.
Nada debes tú a tu diestra, parricida: la luz es la
que te rehuye. Éste es el rostro que sienta bien a Edipo.
1005 Coro. — Ahí la tenéis; con paso apresurado, Yocasta,
fuera de sí, se ha lanzado furiosa, como la madre
cadmea105 que aturdida y delirante le arrancó al hijo la
cabeza y luego se dio cuenta de que lo había perdido.
Vacila en dirigirse al desgraciado, lo ansia y le da pavor.
Ya ha cedido el pudor ante los males. Pero las palabras
no se despegan de sus labios.
ioio Yocasta. — ¿Cómo debo llamarte? ¿Hijo? ¿Es que
lo dudas? Hijo mío eres. ¿Te da vergüenza de ello?
Aunque sea de mala gana, habla, hijo... ¿Hacia dónde
vuelves la cabeza y esas órbitas vacías?
Edipo. — ¿Quién me impide gozar de las tinieblas?
¿Quién trata de devolverme los ojos? ¡Es mi madre,
es la voz de mi madre! Ha sido vano mi esfuerzo. No
íois es lícito que volvamos a encontrarnos. A nuestras personas
impías debe separarlas el mar inmenso y apartarlas
una de otra el confín de la tierra; que cualquier
parte del lado opuesto del globo, vuelto hacia otras
estrellas y hacia un sol distinto, acoja a uno de nosotros
dos.
Yocasta. — Esto es culpa del hado; nadie es culpable,
movido por el hado.
1020 Edipo. — Ahórrate las palabras, madre, y ahórraselas
a mis oídos; por estos restos de un cuerpo mutilado
te lo suplico; por la malhadada prenda de mi
sangre, por todo lo lícito y lo ilícito que se nos pueda
llamar.
Yocasta, — ¿Por qué, alma mía, te quedas paralizada?
Siendo cómplice de unos crímenes, ¿rehúsas pagar


por ellos el castigo? Cuanto hay de honra en las leyes
humanas lo has confundido y lo has hecho perecer
tú, impura. Muere, arráncate con el hierro tu funesto
aliento.
Ni aun si el propio padre de los dioses, sacudiendo
el firmamento, lanzara fulminantes dardos con mano
cruel, correspondería alguna vez con un castigo equivalente
a mis crímenes, yo, la madre infame.
La muerte es lo que quiero; hay que buscar el camino
de la muerte.
Vamos, ofrece tu mano a lo que pide tu madre, si
eres un parricida. Es lo último que le queda a tu obra.
Agarra la espada; víctima de ese hierro yace mi esposo...
¿Por qué lo llamas con un nombre falso? Tu suegro es.
¿Clavaré el arma en mi pecho o me la hundiré en
el cuello desnudo? No sabes elegir el golpe. Aquí, diestra,
ataca aquí, en este vientre que ha sido capaz de albergar
al marido y a los hijos.
Coro. — Yace sin vida, sobre la herida se desploma
muerta la mano y un río de sangre ha arrastrado consigo
el hierro para afuera.
Edipo. — A ti, adivino, a ti, dios que presides la verdad,
te reclamo. Sólo debía yo a los hados mi padre;
pero, parricida por dos veces y más culpable de lo que
me temía, he acabado con mi madre... mi crimen la ha
matado.
! Oh, Febo mentiroso!, he ido más allá de mis impíos
hados...
Con paso amedrentado sigue tus inseguros caminos;
procurando no dejar huellas con la planta de tus
pies, gobiérnate con mano temblorosa en medio de
la ciega noche. Avanza hacia el precipicio, dando pasos
resbaladizos.
Vamos, huye, adelante... Detente, no vayas a caer
sobre tu madre.

140
Cuantos, con el cuerpo extenuado y agobiados por
la enfermedad, apenas tenéis ya vida en vuestros pe*
chos, mirad que huyo, me voy; levantad las cabezas.
1055 Una atmósfera más pura viene detrás de mí: todo
aquél que, postrado, trata de retener un hilo de vida,
que aspire, aliviado, el aire vivificante. Vamos, prestad
ayuda a los desahuciados; yo arrastro conmigo las
mortíferas enfermedades de esta tierra.
Muertes crueles, escalofrío horrible de la Enfermedad,
1060 Demacración, negra Peste, Dolor rabioso, venid
conmigo, venid. Son éstos los guías de los que quiero
valerme.

 

 

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