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100 - conclusión
El Decameron
Giovanni Boccaccio
Revisado por: Sergio Cortéz (1)
PROEMIO COMIENZA
EL LIBRO LLAMADO DECAMERóN, APELLIDADO PRÍNCIPE
GALEOTO(2)
EN EL QUE SE CONTIENEN CIEN NOVELAS CONTADAS EN DIEZ DíAS POR
SIETE MUJERES Y POR TRES HOMBRES JóVENES.
Humana cosa es tener compasión de
los afligidos, y aunque a todos conviene sentirla, más propio
es que la sientan aquellos que ya han tenido menester de consuelo y
lo han encontrado en otros: entre los cuales, si hubo alguien de él
necesitado o le fue querido o ya de él recibió el
contento, me cuento yo. Porque desde mi primera juventud hasta este
tiempo habiendo estado sobremanera inflamado por altísimo y
noble amor (tal vez, por yo narrarlo, bastante más de lo que
parecería conveniente a mi baja condición aunque por
los discretos a cuya noticia llegó fuese alabado y reputado en
mucho(3)
no menos me fue grandísima fatiga sufrirlo: ciertamente no por
crueldad de la mujer amada sino por el excesivo fuego concebido en la
mente por el poco dominado apetito, el cual porque con ningún
razonable límite me dejaba estar contento, me hacía
muchas veces sentir más dolor del que había necesidad.
Y en aquella angustia tanto alivio me procuraron las afables razones
de algún amigo y sus loables consuelos, que tengo la opinión
firmísima de que por haberme sucedido así no estoy
muerto. Pero cuando plugo a Aqué l que, siendo infinito, dio
por ley inconmovible a todas las cosas mundanas el tener fin, mi
amor, más que cualquiera otro ardiente y al cual no había
podido ni romper ni doblar ninguna fuerza de voluntad ni de consejo
ni de vergüenza evidente ni ningún peligro que pudiera
seguirse de ello, disminuyó con el tiempo, de tal guisa que
sólo me ha dejado de sí mismo en la memoria aquel
placer que acostumbra ofrecer a quien no se pone a navegar en sus más
hondos piélagos, por lo que, habiendo desaparecido todos sus
afanes, siento que ha permanecido deleitoso donde en mísolía
doloroso estar. Pero, aunque haya cesado la pena, no por eso ha huido
el recuerdo de los beneficios recibidos entonces de aqué llos a
quienes, por benevolencia hacia mí, les eran graves mis
fatigas; ni nunca se irá, tal como creo, sino con la muerte. Y
porque la gratitud, según lo creo, es entre las demás
virtudes sumamente de alabar y su contraria de maldecir, por no
parecer ingrato me he propuesto prestar algún alivio, en lo
que puedo y a cambio de los que he recibido (ahora que puedo llamarme
libre), si no a quienes me ayudaron, que por ventura no tienen
necesidad de él por su cordura y por su buena suerte, al menos
a quienes lo hayan menester. Y aunque mi apoyo, o consuelo si
queremos llamarlo así , pueda ser y sea bastante poco para los
necesitados, no deja de parecerme que deba ofrecerse primero allí
donde la necesidad parezca mayor, tanto porque será más
útil como porque será recibido con mayor deseo. ¿Y
quién podrá negar que, por pequeño que sea, no
convenga darlo mucho más a las amables mujeres que a los
hombres? Ellas, dentro de los delicados pechos, temiendo y
avergonzándose, tienen ocultas las amorosas llamas (que cuán
mayor fuerza tienen que las manifiestas saben quienes lo han probado
y lo prueban); y además, obligadas por los deseos, los gustos,
los mandatos de los padres, de las madres, los hermanos y los
maridos, pasan la mayor parte del tiempo confinadas en el pequeño
circuito de sus alcobas, sentadas y ociosas, y queriendo y no
queriendo en un punto, revuelven en sus cabezas diversos pensamientos
que no es posible que todos sean alegres. Y si a causa de ellos,
traída por algún fogoso deseo, les invade alguna
tristeza, les es fuerza detenerse en ella con grave dolor si nuevas
razones no la remueven, sin contar con ellas son mucho menos fuertes
que los hombres; lo que no sucede a los hombres enamorados, tal como
podemos ver abiertamente nosotros. Ellos, si les aflige alguna
tristeza o pensamiento grave, tienen muchos medios de aliviarse o de
olvidarlo porque, si lo quieren, nada les impide pasear, oír y
ver muchas cosas, darse a la cetrería, cazar o pescar, jugar y
mercadear, por los cuales modos todos encuentran la fuerza de
recobrar el ánimo, o en parte o en todo, y removerlo del
doloroso pensamiento al menos por algún espacio de tiempo;
después del cual, de un modo o de otro, o sobreviene el
consuelo o el dolor disminuye. Por consiguiente, para que al menos
por mi parte se enmiende el pecado de la fortuna que, donde menos
obligado era, tal como vemos en las delicadas mujeres, fue más
avara de ayuda, en socorro y refugio de las que aman (porque a las
otras les es bastante la aguja, el huso y la devanadera) entiendo
contar cien novelas, o fábulas o parábolas o historias,
como las queramos llamar, narradas en diez días, como
manifiestamente aparecerá, por una honrada compañía
de siete mujeres y tres jóvenes, en los pestilentes tiempos de
la pasada mortandad, y algunas canciones cantadas a su gusto por las
dichas señoras. En las cuales novelas se verán casos de
amor placenteros y ásperos, así como otros azarosos
acontecimientos sucedidos tanto en los modernos tiempos como en los
antiguos; de los cuales, las ya dichas mujeres que los lean, a la par
podrán tomar solaz en las cosas deleitosas mostradas y útil
consejo, por lo que podrán conocer qué ha de ser huido
e igualmente qué ha de ser seguido: cosas que sin que se les
pase el dolor no creo que puedan suceder. Y si ello sucede, que
quiera Dios que así sea, den gracias a Amor que, librándome
de sus ligaduras, me ha concedido poder atender a sus placeres.
COMIENZA LA PRIMERA JORNADA DEL
DECAMERÓN, EN QUE, LUEGO DE LA EXPLICACIÓN DADA POR EL
AUTOR SOBRE LA RAZóN POR QUE ACAECIó que SE REUNIESEN
LAS PERSONAS QUE SE MUESTRAN RAZONANDO ENTRE sí , SE RAZONA
BAJO EL GOBIERNO DE PAMPÍNEA SOBRE LO QUE MÁS AGRADA A
CADA UNO.
Cuando más graciosísimas
damas, pienso cuán piadosas sois por naturaleza, tanto más
conozco que la presente obra tendrá a vuestro juicio un
principio penoso y triste, tal como es el doloroso recuerdo de
aquella pestífera mortandad pasada (4),
universalmente funesta y digna de llanto para todos aquellos que la
vivieron o de otro modo supieron de ella, con el que comienza. Pero
no quiero que por ello os asuste seguir leyendo como si entre
suspiros y lágrimas debieseis pasar la lectura. Este horroroso
comienzo os sea no otra cosa que a los caminantes una montaña
áspera y empinada después de la cual se halla escondida
una llanura hermosísima y deleitosa que les es más
placentera cuanto mayor ha sido la dureza de la subida y la bajada. Y
así como el final de la alegría suele ser el dolor, las
miserias se terminan con el gozo que las sigue. A este breve disgusto
(y digo breve porque se contiene en pocas palabras) seguirá
prontamente la dulzura y el placer que os he prometido y que tal vez
no sería esperado de tal comienzo si no lo hubiera hecho. Y en
verdad si yo hubiera podido decorosamente llevaros por otra parte a
donde deseo en lugar de por un sendero tan áspero como es
éste, lo habría hecho de buena gana; pero ya que la
razón por la que sucedieron las cosas que después se
leerán no se podía manifestar sin este recuerdo, como
empujado por la necesidad me dispongo a escribirlo. Digo, pues, que ya habían los años
de la fructífera Encarnación del Hijo de Dios(5)
llegado al número de mil trescientos cuarenta y ocho cuando a
la egregia ciudad de Florencia, nobilísima entre todas las
otras ciudades de Italia, llegó la mortífera peste que
o por obra de los cuerpos superiores (6)
o por nuestras acciones inicuas fue enviada sobre los mortales por la
justa ira de Dios para nuestra corrección que había
comenzado algunos años antes en las partes orientales
privándolas de gran cantidad de vivientes, y, continuándose
sin descanso de un lugar en otro, se había extendido
miserablemente a Occidente. Y no valiendo contra ella ningún
saber ni providencia humana (como la limpieza de la ciudad de muchas
inmundicias ordenada por los encargados de ello y la prohibición
de entrar en ella a todos los enfermos y los muchos consejos dados
para conservar la salubridad) ni valiendo tampoco las humildes
súplicas dirigidas a Dios por las personas devotas no una vez
sino muchas ordenadas en procesiones o de otras maneras, casi al
principio de la primavera del año antes dicho empezó
horriblemente y en asombrosa manera a mostrar sus dolorosos efectos.
Y no era como en Oriente, donde a quien salía sangre de la
nariz le era manifiesto signo de muerte inevitable, sino que en su
comienzo nacían a los varones y a las hembras semejantemente
en las ingles o bajo las axilas, ciertas hinchazones que algunas
crecían hasta el tamaño de una manzana y otras de un
huevo, y algunas más y algunas menos, que eran llamadas bubas
por el pueblo. Y de las dos dichas partes del cuerpo, en poco espacio
de tiempo empezó la pestífera buba a extenderse a
cualquiera de sus partes indiferentemente, e inmediatamente comenzó
la calidad de la dicha enfermedad a cambiarse en manchas negras o
lívidas que aparecían a muchos en los brazos y por los
muslos y en cualquier parte del cuerpo, a unos grandes y raras y a
otros menudas y abundantes. Y así como la buba había
sido y seguía siendo indicio certísimo de muerte
futura, lo mismo eran éstas a quienes les sobrevenían.
Y para curar tal enfermedad no parecía que valiese ni
aprovechase consejo de médico o virtud de medicina alguna;
así , o porque la naturaleza del mal no lo sufriese o porque la
ignorancia de quienes lo medicaban (de los cuales, más allá
de los entendidos había proliferado grandísimamente el
número tanto de hombres como de mujeres que nunca habían
tenido ningún conocimiento de medicina) no supiese por qué
era movido y por consiguiente no tomase el debido remedio, no
solamente eran pocos los que curaban sino que casi todos antes del
tercer día de la aparición de las señales antes
dichas, quién antes, quién después, y la mayoría
sin alguna fiebre u otro accidente, morían. Y esta pestilencia
tuvo mayor fuerza porque de los que estaban enfermos de ella se
abalanzaban sobre los sanos con quienes se comunicaban, no de otro
modo que como hace el fuego sobre las cosas secas y engrasadas cuando
se le avecinan mucho. Y más allá llegó el mal:
que no solamente el hablar y el tratar con los enfermos daba a los
sanos enfermedad o motivo de muerte común, sino también
el tocar los paños o cualquier otra cosa que hubiera sido
tocada o usada por aquellos enfermos, que parecía llevar
consigo aquella tal enfermedad hasta el que tocaba. Y asombroso es
escuchar lo que debo decir, que si por los ojos de muchos y por los
míos propios no hubiese sido visto, apenas me atrevería
a creerlo, y mucho menos a escribirlo por muy digna de fe que fuera
la persona a quien lo hubiese oído. Digo que de tanta
virulencia era la calidad de la pestilencia narrada que no solamente
pasaba del hombre al hombre, sino lo que es mucho más (e hizo
visiblemente otras muchas veces): que las cosas que habían
sido del hombre, no solamente lo contaminaban con la enfermedad sino
que en brevísimo espacio lo mataban. De lo cual mis ojos, como
he dicho hace poco, fueron entre otras cosas testigos un día
porque, estando los despojos de un pobre hombre muerto de tal
enfermedad arrojados en la vía pública, y tropezando
con ellos dos puercos, y como según su costumbre se agarrasen
y le tirasen de las mejillas primero con el hocico y luego con los
dientes, un momento más tarde, tras algunas contorsiones y
como si hubieran tomado veneno, ambos a dos cayeron muertos en tierra
sobre los maltratados despojos. De tales cosas, y de bastantes más
semejantes a éstas y mayores, nacieron miedos diversos e
imaginaciones en los que quedaban vivos, y casi todos se inclinaban a
un remedio muy cruel como era esquivar y huir a los enfermos y a sus
cosas; y, haciéndolo, cada uno creía que conseguía
la salud para sí mismo. Y había algunos que pensaban
que vivir moderadamente y guardarse de todo lo superfluo debía
ofrecer gran resistencia al dicho accidente y, reunida su compañía,
vivían separados de todos los demás recogiéndose
y encerrándose en aquellas casas donde no hubiera ningún
enfermo y pudiera vivirse mejor, usando con gran templanza de comidas
delicadísimas y de óptimos vinos y huyendo de todo
exceso, sin dejarse hablar de ninguno ni querer oír noticia de
fuera, ni de muertos ni de enfermos, con el tañer de los
instrumentos y con los placeres que podían tener se
entretenían. Otros, inclinados a la opinión contraria,
afirmaban que la medicina certísima para tanto mal era el
beber mucho y el gozar y andar cantando de paseo y divirtiéndose
y satisfacer el apetito con todo aquello que se pudiese, y reírse
y burlarse de todo lo que sucediese; y tal como lo decían, lo
ponían en obra como podían yendo de día y de
noche ora a esta taberna ora a la otra, bebiendo inmoderadamente y
sin medida y mucho más haciendo en los demás casos
solamente las cosas que entendían que les servían de
gusto o placer. Todo lo cual podían hacer fácilmente
porque todo el mundo, como quien no va a seguir viviendo, había
abandonado sus cosas tanto como a sí mismo, por lo que las más
de las casas se habían hecho comunes y así las usaba el
extraño, si se le ocurría, como las habría usado
el propio dueño. Y con todo este comportamiento de fieras,
huían de los enfermos cuanto podían. Y en tan gran
aflicción y miseria de nuestra ciudad, estaba la reverenda
autoridad de las leyes, de las divinas como de las humanas, toda
caída y deshecha por sus ministros y ejecutores que, como los
otros hombres, estaban enfermos o muertos o se habían quedado
tan carentes de servidores que no podían hacer oficio alguno;
por lo cual le era lícito a todo el mundo hacer lo que le
pluguiese. Muchos otros observaban, entre las dos dichas más
arriba, una vía intermedia: ni restringiéndose en las
viandas como los primeros ni alargándose en el beber y en los
otros libertinajes tanto como los segundos, sino suficientemente,
según su apetito, usando de las cosas y sin encerrarse,
saliendo a pasear llevando en las manos flores, hierbas odoríferas
o diversas clases de especias, que se llevaban a la nariz con
frecuencia por estimar que era óptima cosa confortar el
cerebro con tales olores contra el aire impregnado todo del hedor de
los cuerpos muertos y cargado y hediondo por la enfermedad y las
medicinas. Algunos eran de sentimientos más crueles (como si
por ventura fuese más seguro) diciendo que ninguna medicina
era mejor ni tan buena contra la peste que huir de ella; y movidos
por este argumento, no cuidando de nada sino de sí mismos,
muchos hombres y mujeres abandonaron la propia ciudad, las propias
casas, sus posesiones y sus parientes y sus cosas, y buscaron las
ajenas, o al menos el campo, como si la ira de Dios no fuese a
seguirles para castigar la iniquidad de los hombres con aquella peste
y solamente fuese a oprimir a aquellos que se encontrasen dentro de
los muros de su ciudad como avisando de que ninguna persona debía
quedar en ella y ser llegada su última hora. Y aunque estos
que opinaban de diversas maneras no murieron todos, no por ello todos
se salvaban, sino que, enfermándose muchos en cada una de
ellas y en distintos lugares (habiendo dado ellos mismos ejemplo
cuando estaban sanos a los que sanos quedaban) abandonados por todos,
languidecían ahora. Y no digamos ya que un ciudadano esquivase
al otro y que casi ningún vecino tuviese cuidado del otro, y
que los parientes raras veces o nunca se visitasen, y de lejos: con
tanto espanto había entrado esta tribulación en el
pecho de los hombres y de las mujeres, que un hermano abandonaba al
otro y el tío al sobrino y la hermana al hermano, y muchas
veces la mujer a su marido, y lo que mayor cosa es y casi increíble,
los padres y las madres a los hijos, como si no fuesen suyos,
evitaban visitar y atender. Por lo que a quienes enfermaban, que eran
una multitud inestimable, tanto hombres como mujeres, ningún
otro auxilio les quedaba que o la caridad de los amigos, de los que
había pocos, o la avaricia de los criados que por gruesos
salarios y abusivos contratos servían, aunque con todo ello no
se encontrasen muchos y los que se encontraban fuesen hombres y
mujeres de tosco ingenio, y además no acostumbrados a tal
servicio, que casi no servían para otra cosa que para llevar a
los enfermos algunas cosas que pidiesen o mirarlos cuando morían;
y sirviendo en tal servicio, se perdían ellos muchas veces con
lo ganado. Y de este ser abandonados los enfermos por los vecinos,
los parientes y los amigos, y de haber escasez de sirvientes se
siguió una costumbre no oída antes: que a ninguna mujer
por bella o gallarda o noble que fuese, si enfermaba, le importaba
tener a su servicio a un hombre, como fuese, joven o no, ni mostrarle
sin ninguna vergüenza todas las partes de su cuerpo no de otra
manera que hubiese hecho a otra mujer, si se lo pedía la
necesidad de su enfermedad; lo que en aquellas que se curaron fue
razón de honestidad menor en el tiempo que sucedió . Y
además, se siguióde ello la muerte de muchos que, por
ventura, si hubieran sido ayudados se habrían salvado; de los
que, entre el defecto de los necesarios servicios que los enfermos no
podían tener y por la fuerza de la peste, era tanta en la
ciudad la multitud de los que de día y de noche morían,
que causaba estupor oírlo decir, cuanto más mirarlo.
Por lo cual, casi por necesidad, cosas contrarias a las primeras
costumbres de los ciudadanos nacieron entre quienes quedaban vivos.
Era costumbre, así como ahora vemos hacer, que las mujeres
parientes y vecinas se reuniesen en la casa del muerto, y allí,
con aquellas que más le tocaban, lloraban; y por otra parte
delante de la casa del muerto con sus parientes se reunían sus
vecinos y muchos otros ciudadanos, y según la calidad del
muerto allí venía el clero, y él en hombros de
sus iguales, con funeral pompa de cera y cantos, a la iglesia elegida
por él antes de la muerte era llevado. Las cuales cosas, luego
que empezó a subir la ferocidad de la peste, o en todo o en su
mayor parte cesaron casi y otras nuevas sobrevivieron en su lugar.
Por lo que no solamente sin tener muchas mujeres alrededor se morían
las gentes sino que eran muchos los que de esta vida pasaban a la
otra sin testigos; y poquísimos eran aquellos a quienes los
piadosos llantos y las amargas lágrimas de sus parientes
fuesen concedidas, sino que en lugar de ellas eran por los más
acostumbradas las risas y las agudezas y el festejar en compañía;
la cual costumbre las mujeres, en gran parte pospuesta la femenina
piedad a su salud, habían aprendido óptimamente. Y eran
raros aquellos cuerpos que fuesen por más de diez o doce de
sus vecinos acompañados a la iglesia; a los cuales no llevaban
sobre los hombros los honrados y amados ciudadanos, sino una especie
de sepultureros salidos de la gente baja que se hacían llamar
faquines y hacían este servicio a sueldo poniéndose
debajo del ataúd y, llevándolo con presurosos pasos, no
a aquella iglesia que hubiese antes de la muerte dispuesto, sino a la
más cercana la mayoría de las veces lo llevaban, detrás
de cuatro o seis clérigos con pocas luces y a veces sin
ninguna; los que, con la ayuda de los dichos faquines, sin cansarse
en un oficio demasiado largo o solemne, en cualquier sepultura
desocupada encontrada primero lo metían. De la gente baja, y
tal vez de la mediana, el espectáculo estaba lleno de mucha
mayor miseria, porque éstos, o por la esperanza o la pobreza
retenidos la mayoría en sus casas, quedándose en sus
barrios, enfermaban a millares por día, y no siendo ni
servidos ni ayudados por nadie, sin redención alguna morían
todos. Y bastantes acababan en la vía pública, de día
o de noche; y muchos, si morían en sus casas, antes con el
hedor corrompido de sus cuerpos que de otra manera, hacían
sentir a los vecinos que estaban muertos; y entre éstos y los
otros que por toda parte morían, una muchedumbre. Era sobre
todo observada una costumbre por los vecinos, movidos no menos por el
temor de que la corrupción de los muertos no los ofendiese que
por el amor que tuvieran a los finados. Ellos, o por sí mismos
o con ayuda de algunos acarreadores cuando podían tenerla,
sacaban de sus casas los cuerpos de los ya finados y los ponían
delante de sus puertas (donde, especialmente por la mañana,
hubiera podido ver un sinnúmero de ellos quien se hubiese
paseado por allí) y allí hacían venir los
ataúdes, y hubo tales a quienes por defecto de ellos pusieron
sobre alguna tabla. Tampoco fue un solo ataúd el que se llevó
juntas a dos o tres personas; ni sucedió una vez sola sino que
se habrían podido contar bastantes de los que la mujer y el
marido, los dos o tres hermanos, o el padre y el hijo, o así
sucesivamente, contuvieron. Y muchas veces sucedió que,
andando dos curas con una cruz a por alguno, se pusieron tres o
cuatro ataúdes, llevados por acarreadores, detrás de
ella; y donde los curas creían tener un muerto para sepultar,
tenían seis u ocho, o tal vez más. Tampoco eran éstos
con lágrimas o luces o compañía honrados, sino
que la cosa había llegado a tanto que no de otra manera se
cuidaba de los hombres que morían que se cuidaría ahora
de las cabras; por lo que apareció asaz manifiestamente que
aquello que el curso natural de las cosas no había podido con
sus pequeños y raros daños mostrar a los sabios que se
debía soportar con paciencia, lo hacía la grandeza de
los males aún con los simples, desaprensivos y despreocupados.
A la gran multitud de muertos mostrada que a todas las iglesias,
todos los días y casi todas las horas, era conducida, no
bastando la tierra sagrada a las sepulturas (y máxime
queriendo dar a cada uno un lugar propio según la antigua
costumbre), se hacían por los cementerios de las iglesias,
después que todas las partes estaban llenas, fosas grandísimas
en las que se ponían a centenares los que llegaban, y en
aquellas estibas, como se ponen las mercancías en las naves en
capas apretadas, con poca tierra se recubrían hasta que se
llegaba a ras de suelo. Y por no ir buscando por la ciudad todos los
detalles de nuestras pasadas miserias en ella sucedidas, digo que con
un tiempo tan enemigo que corrióésta, no por ello se
ahorró algo al campo circundante; en el cual, dejando los
burgos, que eran semejantes, en su pequeñez, a la ciudad, por
las aldeas esparcidas por él y los campos, los labradores
míseros y pobres y sus familias, sin trabajo de médico
ni ayuda de servidores, por las calles y por los collados y por las
casas, de día o de noche indiferentemente, no como hombres
sino como bestias morían. Por lo cual, éstos, disolutas
sus costumbres como las de los ciudadanos, no se ocupaban de ninguna
de sus cosas o haciendas; y todos, como si esperasen ver venir la
muerte en el mismo día, se esforzaban con todo su ingenio no
en ayudar a los futuros frutos de los animales y de la tierra y de
sus pasados trabajos, sino en consumir los que tenían a mano.
Por lo que los bueyes, los asnos, las ovejas, las cabras, los cerdos,
los pollos y hasta los mismos perros fidelísimos al hombre,
sucedió que fueron expulsados de las propias casas y por los
campos, donde las cosechas estaban abandonadas, sin ser no ya
recogidas sino ni siquiera segadas, iban como más les placía;
y muchos, como racionales, después que habían pastado
bien durante el día, por la noche se volvían saciados a
sus casas sin ninguna guía de pastor. ¿qué más
puede decirse, dejando el campo y volviendo a la ciudad, sino que
tanta y tal fue la crueldad del cielo, y tal vez en parte la de los
hombres, que entre la fuerza de la pestífera enfermedad y por
ser muchos enfermos mal servidos o abandonados en su necesidad por el
miedo que tenían los sanos, a más de cien mil criaturas
humanas, entre marzo y el julio siguiente, se tiene por cierto que
dentro de los muros de Florencia les fue arrebatada la vida, que tal
vez antes del accidente mortífero no se habría estimado
haber dentro tantas? ¡Oh cuántos grandes palacios,
cuántas bellas casas, cuántas nobles moradas llenas por
dentro de gentes, de señores y de damas, quedaron vacías
hasta del menor infante! ¡Oh cuántos memorables linajes,
cuántas amplísimas herencias, cuántas famosas
riquezas se vieron quedar sin sucesor legítimo! ¡Cuántos
valerosos hombres, cuántas hermosas mujeres, cuántos
jóvenes gallardos a quienes no otros que Galeno, Hipócrates
o Esculapio hubiesen juzgado sanísimos, desayunaron con sus
parientes, compañeros y amigos, y llegada la tarde cenaron con
sus antepasados en el otro mundo!
A mímismo me disgusta andar
revolviéndome tanto entre tantas miserias; por lo que,
queriendo dejar aquella parte de las que convenientemente puedo
evitar, digo que, estando en estos términos nuestra ciudad de
habitantes casi vacía, sucedió , así como yo
después oía una persona digna de fe, que en la
venerable iglesia de Santa María la Nueva, un martes de
mañana, no habiendo casi ninguna otra persona, oídos
los divinos oficios en hábitos de duelo, como pedían
semejantes tiempos, se encontraron siete mujeres jóvenes,
todas entre sí unidas o por amistad o por vecindad o por
parentesco, de las cuales ninguna había pasado el vigésimo
año ni era menor de dieciocho, discretas todas y de sangre
noble y hermosas de figura y adornadas con ropas y honestidad
gallarda. Sus nombres diría yo debidamente si una justa razón
no me impidiese hacerlo, que es que no quiero que por las cosas
contadas de ellas que se siguen, y por lo escuchado, ninguna pueda
avergonzarse en el tiempo por venir, estando hoy un tanto
restringidas las leyes del placer que entonces, por las razones antes
dichas, eran no ya para su edad sino para otra mucho más
madura amplísimas; ni tampoco dar materia a los envidiosos
(prestos a mancillar toda vida loable), de disminuir en ningún
modo la honestidad de las valerosas(7)
mujeres en conversaciones desconsideradas. Pero, sin embargo, para
que aquello que cada una dijese se pueda comprender pronto sin
confusión, con nombres convenientes a la calidad de cada una,
o en todo o en parte, entiendo llamarlas; de las cuales a la primera,
y la que era de más edad, llamaremos Pampínea y a la
segunda Fiameta, Filomena a la tercera y a la cuarta Emilia, y
después Laureta diremos a la quinta, y a la sexta Neifile, y a
la última, no sin razón, llamaremos Elisa(8)
Las cuales, no ya movidas por algún propósito sino por
el acaso, se reunieron en una de las partes de la iglesia como
dispuestas a sentarse en corro, y luego de muchos suspiros, dejando
de rezar padrenuestros, comenzaron a discurrir sobre la condición
de los tiempos muchas y variadas cosas; y luego de algún
espacio, callando las demás, así empezó a hablar
Pampínea:
Vosotras podéis, queridas
señoras, tanto como yo haber oído muchas veces que a
nadie ofende quien honestamente hace uso de su derecho. Natural
derecho es de todos los que nacen ayudar a conservar y defender su
propia vida tanto cuanto pueden, y concededme esto, puesto que alguna
vez ya ha sucedido que, por conservarla, se hayan matado hombres sin
ninguna culpa. Y si esto conceden las leyes, a cuya solicitud está
el buen vivir de todos los mortales, ¡cuán mayormente es
honesto que, sin ofender a nadie, nosotras y cualquiera otro, tomemos
los remedios que podamos para la conservación de nuestra vida!
Siempre que me pongo a considerar nuestras acciones de esta mañana
y de las ya pasadas y pienso cuántos y cuáles son
nuestros pensamientos, comprendo, y vosotras de igual modo lo podéis
comprender, que cada una de nosotras tema por sí misma; y no
me maravillo por ello, sino que me maravillo de que sucediéndonos
a todas tener sentimiento de mujer, no tomemos alguna compensación
de aquello que fundadamente tememos. Estamos viviendo aquí, a
mi parecer, no de otro modo que si quisiésemos y debiésemos
ser testigos de cuantos cuerpos muertos se llevan a la sepultura, o
escuchar si los frailes de aquídentro (el número de
los cuales casi ha llegado a cero) cantan sus oficios a las horas
debidas, o mostrar a cualquiera que aparezca, por nuestros hábitos,
la calidad y la cantidad de nuestras miserias. Y, si salimos de aquí,
o vemos cuerpos muertos o enfermos llevados por las calles, o vemos
aquellos a quienes por sus delitos la autoridad de las públicas
leyes condenó al exilio, escarneciéndolas porque oyeron
que sus ejecutores estaban muertos o enfermos, y con descompensado
ímpetu recorriendo la ciudad, o a las heces de nuestra ciudad,
enardecidas con nuestra sangre, llamarse faquines y en ultraje
nuestro andar cabalgando y discurriendo por todas partes, acusándonos
de nuestros males con deshonestas canciones. Y no otra cosa oímos
sino «los tales son muertos», y «los otros tales
están muriéndose»; y si hubiera quien pudiese
hacerlo, por todas partes oiríamos dolorosos llantos. Y si a
nuestras casas volvemos, no sé si a vosotras como a mí
os sucede: yo, de mucha familia, no encontrando otra persona en ella
que a mi criada, empavorezco y siento que se me erizan los cabellos,
y me parece, dondequiera que voy o me quedo, ver la sombra de los que
han fallecido, y no con aquellos rostros que solían sino con
un aspecto horrible, no sé en dónde extrañamente
adquirido, espantarme. Por todo lo cual, aquí y fuera de aquí,
y en casa, me siento mal, y tanto más ahora cuando me parece
que no hay persona que aún tenga pulso y lugar donde ir, como
tenemos nosotras, que se haya quedado aquísalvo nosotras. Y
he oído y visto muchas veces que si algunos quedan, aqué llos,
sin hacer distinción alguna entre las cosas honestas y las que
no lo son, sólo con que el apetito se lo pida, y solos y
acompañados, de día o de noche, hacen lo que mejor se
les ofrece; y no sólo las personas libres sino también
las encerradas en monasterios, persuadiéndose de que les
conviene aquello que en los otros no desdice, rotas las leyes de la
obediencia, se dan a deleites carnales, de tal guisa pensando
salvarse, y se han hecho lascivas y disolutas. Y si así es,
como manifiestamente se ve, ¿qué hacemos aquí
nosotras?, ¿qué esperamos?, ¿qué soñamos?
¿Por qué somos más perezosas y lentas en nuestra
salvación que todos los demás ciudadanos? ¿Nos
reputamos de menor valor que todos los demás?, ¿o
creemos que nuestra vida está atada con cadenas más
fuertes a nuestro cuerpo que la de los otros, y así no debemos
pensar que nada tenga fuerza para ofenderla? Estamos equivocadas, nos
engañamos, qué brutalidad es la nuestra si lo creemos
así , cuantas veces queramos recordar cuántos y cuáles
han sido los jóvenes y las mujeres vencidos por esta cruel
pestilencia, tendremos una demostración clarísima. Y
por ello, a fin de que por repugnancia o presunción no
caigamos en aquello de lo que por ventura, queriéndolo,
podremos escapar de algún modo, no sé si os parecerá
a vosotras lo que a míme parece: yo juzgaría
óptimamente que, tal como estamos, y así como muchos
han hecho antes que nosotras y hacen, saliésemos de esta
tierra, y huyendo como de la muerte los deshonestos ejemplos ajenos,
honestamente fuésemos a estar en nuestras villas campestres
(en que todas abundamos) y allí aquella fiesta, aquella
alegría y aquel placer que pudiésemos sin traspasar en
ningún punto el límite de lo razonable, lo tomásemos(9)
Allí se oye cantar los pajarillos, se ve verdear los collados
y las llanuras, y a los campos llenos de mieses ondear no de otro
modo que el mar y muchas clases de árboles, y el cielo más
abiertamente; el cual, por muy enojado que esté, no por ello
nos niega sus bellezas eternas, que mucho más bellas son de
admirar que los muros vacíos de nuestra ciudad. Y es allí,
a más de esto, el aire asaz más fresco, y de las cosas
que son necesarias a la vida en estos tiempos hay allí más
abundancia, y es menor el número de las enojosas: porque allí,
aunque también mueran los labradores como aquílos
ciudadanos, el disgusto es tanto menor cuanto más raras son
las casas y los habitantes que en la ciudad. Y aquí, por otra
parte, si veo bien, no abandonamos a nadie, antes podemos con verdad
decir que fuimos abandonadas: porque los nuestros, o muriendo o
huyendo de la muerte, como si no fuésemos suyas nos han dejado
en tanta aflicción. Ningún reproche puede hacerse, por
consiguiente, a seguir tal consejo, mientras que el dolor y el
disgusto, y tal vez la muerte, podrían acaecernos si no lo
seguimos. Y por ello, si os parece, tomando nuestras criadas y
haciéndonos seguir de las cosas oportunas, hoy en este sitio y
mañana en aqué l, la alegría y la fiesta que en
estos tiempos se pueda creo que estará bien que gocemos; y que
permanezcamos de esta guisa hasta que veamos (si primero la muerte no
nos alcanza) qué fin reserva el cielo a estas cosas. Y
recordad que no desdice de nosotras irnos honestamente cuando gran
parte de los otros deshonestamente se quedan.
Habiendo escuchado a Pampínea las otras mujeres,
no solamente alabaron su razonamiento sino que, deseosas de seguirlo,
habían ya entre sí empezado a considerar el modo de
llevarlo a cabo, como si al levantarse de donde estaban sentadas
inmediatamente debieran ponerse en camino. Pero Filomena, que era
discretísima, dijo:
Señoras, por muy óptimamente
dicho que haya estado el razonamiento de Pampínea, no por ello
es cosa de correr a hacerlo así como parece que queréis.
Os recuerdo que somos todas mujeres y no hay ninguna tan moza que no
pueda conocer bien cómo se saben gobernar las mujeres juntas y
sin la providencia de algún hombre. Somos volubles,
alborotadoras, suspicaces, pusilánimes y miedosas(10)
cosas por las que mucho dudo que, si no tomamos otra guía más
que la nuestra, no se disuelva esta compañía mucho
antes y con menos honor para nosotras de lo que sería
menester: y por ello bueno es tomar providencias antes de empezar.
Dijo entonces Elisa: En verdad los hombres son cabeza de la mujer y sin
su dirección raras veces llega alguna de nuestras obras a un
fin loable: pero ¿cómo podemos encontrar esos hombres?
Todas sabemos que de los nuestros están la mayoría
muertos, y los otros que viven se han quedado uno aquíotro
allá en distinta compañía, sin que sepamos
dónde, huyéndole a aquello de que nosotras queremos
huir, y el admitir a extraños no sería conveniente; por
lo que, si queremos correr tras la salud, nos conviene encontrar el
modo de organizarnos de tal manera que de aquello en lo que queremos
encontrar deleite y reposo no se siga disgusto y escándalo.
Mientras entre las mujeres andaban estos
razonamientos, he aquí
que entran en la iglesia tres jóvenes,
que no lo eran tanto que no fuese de menos de veinticinco años
la edad del más joven: ni la calidad y perversidad de los
tiempos, ni la pérdida de amigos y de parientes, ni el temor
por sí mismos había podido no sólo extinguir el
amor en ellos sino ni aun enfriarlos. De los cuales uno era llamado
Pánfilo y Filostrato el segundo y el último Dioneo(11)
todos afables y corteses; y andaban buscando, como su mayor consuelo
en tanta perturbación de las cosas, ver a sus damas, las
cuales estaban las tres por ventura entre las ya dichas siete, y de
las demás eran parientes de alguno de ellos. Pero primero
llegaron ellos a los ojos de éstas que éstas fueron
vistas por ellos; por lo que Pampínea, entonces, sonriéndose
comenzó:
He aquí que la fortuna es favorable a
nuestros comienzos y nos ha puesto delante a estos jóvenes
discretos y valerosos que nos harán con gusto de guías
y servidores si no dejamos de tomarles para este oficio.
Neifile, entonces, que toda se había sonrojado de
vergüenza porque era una de las amadas por los jóvenes,
dijo:
Pampínea, por Dios, mira lo que dices.
Reconozco abiertamente que nada más que cosas todas buenas
pueden decirse de cualquiera de ellos, y los creo capaces de muchas
mayores cosas de las que son necesarias para éstas, y
semejantemente creo que pueden ofrecer buena y honesta compañía
no solamente a nosotras sino a otras mucho más hermosas y
estimadas de lo que nosotras somos; pero como es cosa manifiesta que
están enamorados de algunas de las que aquíestán,
temo que se siga difamación y reproches, sin nuestra culpa o
la suya, si los llevamos con nosotras.
Dijo entonces Filomena:
Eso poca monta; allá donde yo honestamente
viva y no me remuerda de nada la conciencia, hable quien quiera en
contra: Dios y la verdad tomarán por mílas armas.
Pues, si estuviesen dispuestos a venir podríamos decir en
verdad, como Pampínea dijo, que la fortuna es favorable a
nuestra partida.
Las demás, oyendo a éstas hablar así ,
no solamente se callaron sino que con sentimiento concorde dijeron
todas que fuesen llamados y se les dijese su intención; y se
les rogase que quisieran tenerlas compañía en el dicho
viaje. Por lo que, sin más palabras, poniéndose en pie
Pampínea, que por consanguinidad era pariente de uno de ellos,
se dirigióhacia ellos, que estaban parados mirándolas
y, saludándolos con alegre gesto, les hizo manifiesta su
intención y les rogó en nombre de todas que con puro y
fraternal ánimo se quisiesen disponer a tenerlas compañía.
Los jóvenes creyeron primero que se burlaba, pero después
que vieron que la dama hablaba en serio declararon alegremente que
estaban prontos, y sin poner dilación al asunto, a fin de que
partiesen, dieron órdenes de lo que había que hacer
para disponer la partida. Y ordenadamente haciendo aparejar todas las
cosas oportunas y mandadas ya a donde ellos querían ir, la
mañana siguiente, esto es, el miércoles, al clarear el
día, las mujeres con algunas de sus criadas y los tres jóvenes
con tres de sus sirvientes, saliendo de la ciudad, se pusieron en
camino, y no más de dos pequeñas millas se habían
alejado de ella cuando llegaron al lugar primeramente decidido.
Estaba tal lugar sobre una pequeña montaña,
por todas partes alejado algo de nuestros caminos, con diversos
arbustos y plantas todas pobladas de verdes frondas agradable de
mirar; en su cima había una villa con un grande y hermoso
patio en medio, y con galerías y con salas y con alcobas todas
ellas bellísimas y adornadas con alegres pinturas dignas de
ser miradas, con pradecillos en torno y con jardines maravillosos y
con pozos de agua fresquísima y con bodegas llenas de
preciosos vinos: cosas más apropiadas para los bebedores
consumados que para las sobrias y honradas mujeres. La cual, bien
barrida y con las alcobas y las camas hechas, y llena de cuantas
flores se podían tener en la estación, y alfombrada con
esparcidas ramas de juncos, halló la compañía
que llegaba, con no poco placer por su parte. Y al reunirse por
primera vez, dijo Dioneo, que más que ningún otro joven
era agradable y lleno de agudeza:
Señoras, vuestra discreción más
que nuestra previsión nos ha guiado aquí; yo no sé
qué es lo que intentáis hacer de vuestros pensamientos:
los míos los dejé yo dentro de las puertas de la ciudad
cuando con vosotras hace poco me salí de ella, y por ello o
vosotras os disponéis a solazaros y a reír y a cantar
conmigo (tanto, digo, como conviene a vuestra dignidad) o me dais
licencia para que a por mis pensamientos retorne y me quede en
aquella ciudad atribulada.
A lo que Pampínea, no de otro modo que si
semejantemente hubiese arrojado de sí todos los suyos,
contestó alegre:
Dioneo, óptimamente hablas: hemos de vivir
festivamente pues no otra cosa que las tristezas nos han hecho huir.
Pero como las cosas que no tienen orden no pueden durar largamente,
yo que fui la iniciadora de los rozamientos por los que se ha formado
esta buena compañía, pensando en la continuación
de nuestra alegría, estimo que es de necesidad elegir entre
nosotros a alguno como más principal a quien honremos y
obedezcamos como a mayor, todos cuyos pensamientos se dirijan por el
cuidado de hacernos vivir alegremente. Y para que todos prueben el
peso de las preocupaciones junto con el placer de la autoridad, y por
consiguiente, llevado de una parte a la otra, no pueda quien no lo
prueba sentir envidia alguna, digo que a cada uno por un día
se atribuya el peso y con él el honor, y quien sea el primero
de nosotros se deba a la elección de todos; los que le
sucedan, al acercarse la hora del crepúsculo, sean aquel o
aquella que plazca a quien aquel día haya tenido tal señorío,
y este tal, según su arbitrio, durante el tiempo de su
señorío, del lugar y el modo en el que hayamos de
vivir, ordene y disponga.
Estas palabras agradaron grandemente y a una voz la
eligieron por reina del primer día, y Filomena, corriendo
prestamente hacia un laurel, porque muchas veces había oído
hablar de cuán grande honor sus frondas eran dignas y cuán
digno honor hacían a quien era con ellas meritoriamente
coronado, cogiendo algunas ramas, hizo una guirnalda honrosa y bien
arreglada que, poniéndosela en la cabeza, fue, mientras duró
aquella compañía, manifiesto signo a todos los demás
del real señorío y preeminencia.
Pampínea, hecha reina, mandó que todos
callasen, habiendo hecho ya llamar allí a los servidores de
los tres jóvenes y a sus criadas; y callando todos, dijo:
Para dar primero ejemplo a todos
vosotros para que, procediendo de bien en mejor, nuestra compañía
con orden y con placer y sin ningún deshonor viva y dure
cuanto lo deseemos, nombro primeramente a Pármeno(12)
criado de Dioneo, mi senescal, y a él encomiendo el cuidado y
la solicitud por toda nuestra familia y lo que pertenece al servicio
de la sala. Sirisco, criado de Pánfilo, quiero que sea
administrador y tesorero y que siga las órdenes de Pármeno.
Tíndaro, al servicio de Filostrato y de los otros dos, que se
ocupe de sus alcobas cuando los otros, ocupados en sus oficios, no
puedan ocuparse. Misia, mi criada, y Licisca, de Filomena, estarán
continuamente en la cocina y aparejarán diligentemente las
viandas que por Pármeno le sean ordenadas. Quimera, de
Laureta, y Estratilia, de Fiameta, queremos que estén
pendientes del gobierno de las alcobas de las damas y de la limpieza
de los lugares donde estemos. Y a todos en general, por cuanto
estimen nuestra gracia, queremos y les ordenamos que se guarden,
dondequiera que vayan, de dondequiera que vuelvan, cualquier cosa que
sea lo que oigan o vean, de traer de fuera ninguna noticia que no sea
alegre. Y dadas sumariamente estas órdenes, que fueron
de todos encomiadas, enderezándose, alegres en pie, dijo:
aquí hay jardines, aquí hay prados, aquí hay
otros lugares muy deleitosos, por los cuales vaya cada uno a su gusto
solazándose; y al oír el toque de tercia, todos estén
aquípara comer con la fresca.
Despedida, pues, por la reciente reina, la alegre
compañía, los jóvenes junto con las bellas
mujeres, hablando de cosas agradables, con lento paso, se fueron por
un jardín haciéndose bellas guirnaldas de varias
frondas y cantando amorosamente. Y luego de haberse demorado así
cuanto espacio les había sido concedido por la reina, vueltos
a casa, encontraron que Pármeno había dado
diligentemente principio a su oficio, por lo que, al entrar en una
sala de la planta baja, allí vieron las mesas puestas con
manteles blanquísimos y con vasos que parecían de
plata, y todas las cosas cubiertas de flores y de ramas de hiniesta;
por lo que, dada el agua a las manos, como gustó a la reina,
según el juicio de Pármeno, todos fueron a sentarse.
Las viandas delicadamente hechas llegaron y fueron aprestados vinos
finísimos, y sin más, en silencio los tres servidores
sirvieron las mesas. Alegrados todos por estas cosas, que eran bellas
y ordenadas, con placentero ingenio y con fiesta comieron; y
levantadas las mesas, como sucedía que todas las damas sabían
bailar las danzas de carola, y también los jóvenes, y
parte de ellos tocar y cantar óptimamente, mandó la
reina que viniesen los instrumentos: y por su mandato, Dioneo tomó
un laúd y Fiameta una viola, comenzando a tocar suavemente una
danza. Por lo que la reina, con las otras damas, cogiéndose de
la mano en corro con los jóvenes, con lento paso, mandados a
comer los sirvientes, empezaron una carola: y cuando la terminaron, a
cantar canciones amables y alegres. Y de este modo estuvieron tanto
tiempo que a la reina le pareció que debían ir a
dormir; por lo que, dando a todos licencia, los tres jóvenes a
sus alcobas, separadas de las de las mujeres, se fueron; las cuales
con las camas bien hechas y tan llenas de flores como la sala
encontraron; y semejantemente las suyas las damas, por lo que,
desnudándose se fueron a reposar.
No hacía mucho que había sonado nona
cuando la reina, levantándose, hizo levantar a las demás
y de igual modo a los jóvenes, afirmando que era nocivo dormir
demasiado de día; y así se fueron a un pradecillo en
que la hierba era verde y alta y el sol no podía entrar por
ninguna parte; y allí, donde se sentía un suave
vientecillo, todos se sentaron en corro sobre la verde hierba así
como la reina quiso. Y ella les dijo:
Como veis, el sol está alto y el calor es
grande, y nada se oye sino las cigarras arriba en los olivos, por lo
que ir ahora a cualquier lugar sería sin duda necedad. Aquí
es bueno y fresco estar y hay, como veis, tableros y piezas de
ajedrez, y cada uno puede, según lo que a su ánimo le
démás placer, encontrar deleite. Pero si en esto se
siguiera mi parecer, no jugando, en lo que el ánimo de una de
las partes ha de turbarse sin demasiado placer de la otra o de quien
está mirando, sino novelando (con lo que, hablando uno, toda
la compañía que le escucha toma deleite) pasaríamos
esta caliente parte del día. Cuando terminaseis cada uno de
contar una historia, el sol habría declinado y disminuido el
calor, y podríamos a donde más gusto nos diera ir a
entretenernos; y por ello, si esto que he dicho os place (ya que
estoy dispuesta a seguir vuestro gusto), hagámoslo; y si no os
pluguiese, haga cada uno lo que más le guste hasta la hora de
vísperas.
Las mujeres por igual y todos los hombres alabaron el
novelar.
Entonces dijo la reina, si ello os
place, por esta primera jornada quiero que cada uno hable de lo que
más le guste.
Y vuelta a Pánfilo, que se sentaba a su derecha,
amablemente le dijo que con una de sus historias diese principio a
las demás; y Pánfilo, oído el mandato,
prestamente, y siendo escuchado por todos, empezó así :
NOVELA PRIMERA
El
seor Cepparello(14)
engaña a un santo fraile con una falsa confesión y
muere después, y habiendo sido un hombre malvado en vida, es,
muerto, reputado por santo y llamado San Ciapelletto.
Conviene, carísimas señoras, que a todo lo
que el hombre hace le dé principio con el nombre de Aqué l
que fue de todos hacedor; por lo que, debiendo yo el primero dar
comienzo a nuestro novelar, entiendo comenzar con uno de sus
maravillosos hechos para que, oyéndolo, nuestra esperanza en
él como en cosa inmutable se afirme, y siempre sea por
nosotros alabado su nombre.
Manifiesta cosa es que, como las cosas temporales son
todas transitorias y mortales, están en sí y por fuera
de sí llenas de dolor, de angustia y de fatiga, y sujetas a
infinitos peligros; a los cuales no podremos nosotros sin algún
error, los que vivimos mezclados con ellas y somos parte de ellas,
resistir ni hacerles frente, si la especial gracia de Dios no nos
presta fuerza y prudencia. La cual, a nosotros y en nosotros no es de
creer que descienda por mérito alguno nuestro, sino por su
propia benignidad movida y por las plegarias impetradas de aquellos
que, como lo somos nosotros, fueron mortales y, habiendo seguido bien
sus gustos mientras tuvieron vida, ahora se han transformado con él
en eternos y bienaventurados; a los cuales nosotros mismos, como a
procuradores informados por experiencia de nuestra fragilidad, y tal
vez no atreviéndonos a mostrar nuestras plegarias ante la
vista de tan grande juez, les rogamos por las cosas que juzgamos
oportunas. Y aún más en Él, lleno de piadosa
liberalidad hacia nosotros, señalemos que, no pudiendo la
agudeza de los ojos mortales traspasar en modo alguno el secreto de
la divina mente, a veces sucede que, engañados por la opinión,
hacemos procuradores ante su majestad a gentes que han sido arrojadas
por Ella al eterno exilio; y no por ello Aqué l a quien ninguna
cosa es oculta (mirando más a la pureza del orante que a su
ignorancia o al exilio de aqué l a quien le ruega) como si
fuese bienaventurado ante sus ojos, deja de escuchar a quienes le
ruegan. Lo que podrá aparecer manifiestamente en la novela que
entiendo contar: manifiestamente, digo, no el juicio de Dios sino el
seguido por los hombres.
Se dice, pues, que habiéndose
Musciatto Franzesi(16)
convertido, de riquísimo y gran mercader en Francia, en
caballero, y debiendo venir a Toscana con micer Carlos Sin Tierra(17)
hermano del rey de Francia, que fue llamado y solicitado por el papa
Bonifacio, dándose cuenta de que sus negocios estaban, como
muchas veces lo están los de los mercaderes, muy intrincados
acá y allá, y que no se podían de ligero ni
súbitamente desintrincar, pensó encomendarlos a varias
personas, y para todos encontrócómo; fuera de que le
quedó la duda de a quién dejar pudiese capaz de
rescatar los créditos hechos a varios borgoñones.
Y la razón de la duda era saber que
los borgoñones son litigiosos y de mala condición y
desleales, y a él no le venía a la cabeza quién
pudiese haber tan malvado en quien pudiera tener alguna confianza
para que pudiese oponerse a su perversidad. Y después de haber
estado pensando largamente en este asunto, le vino a la memoria un
seor Cepparello de Prato que muchas veces se hospedaba en su casa de
París, que porque era pequeño de persona y muy
acicalado, no sabiendo los franceses qué quería decir
Cepparello, y creyendo que vendría a decir capelo, es
decir, guirnalda, como en su romance, porque era pequeño
como decimos, no Chapelo, sino Ciappelletto le llamaban: y por
Ciappelletto era conocido en todas partes, donde pocos como
Cepparello le conocían. Era este Ciappelletto de esta vida:
siendo notario, sentía grandísima vergüenza si
alguno de sus instrumentos (aunque fuesen pocos) no fuera falso; de
los cuales hubiera hecho tantos como le hubiesen pedido
gratuitamente, y con mejor gana que alguno de otra clase muy bien
pagado. Declaraba en falso con sumo gusto, tanto si se le pedía
como si no; y dándose en aquellos tiempos en Francia
grandísima fe a los juramentos, no preocupándose por
hacerlos falsos, vencía malvadamente en tantas causas cuantas
le pidiesen que jurara decir verdad por su fe.
Tenía otra clase de placeres (y mucho se empeñaba
en ello) en suscitar entre amigos y parientes y cualesquiera otras
personas, males y enemistades y escándalos, de los cuales
cuantos mayores males veía seguirse, tanta mayor alegría
sentía. Si se le invitaba a algún homicidio o a
cualquier otro acto criminal, sin negarse nunca, de buena gana iba y
muchas veces se encontrógustosamente hiriendo y matando
hombres con las propias manos. Gran blasfemador era contra Dios y los
santos, y por cualquier cosa pequeña, como que era iracundo
más que ningún otro. A la iglesia no iba jamás,
y a todos sus sacramentos como a cosa vil escarnecía con
abominables palabras; y por el contrario las tabernas y los otros
lugares deshonestos visitaba de buena gana y los frecuentaba. A las
mujeres era tan aficionado como lo son los perros al bastón,
con su contrario más que ningún otro hombre flaco se
deleitaba. Habría hurtado y robado con la misma conciencia con
que oraría un santo varón. Golosísimo y gran
bebedor hasta a veces sentir repugnantes náuseas; era solemne
jugador con dados trucados.
Mas ¿por qué me alargo en tantas palabras?
Era el peor hombre, tal vez, que nunca hubiese nacido. Y su maldad
largo tiempo la sostuvo el poder y la autoridad de micer Musciatto,
por quien muchas veces no sólo de las personas privadas a
quienes con frecuencia injuriaba sino también de la justicia,
a la que siempre lo hacía, fue protegido.
Venido, pues, este seor Cepparello a la memoria de micer
Musciatto, que conocía óptimamente su vida, pensó
el dicho micer Musciatto que éste era el que necesitaba la
maldad de los borgoñones; por lo que, llamándole, le
dijo así :
Seor Ciappelletto, como sabes, estoy por retirarme
del todo de aquí y, teniendo entre otros que entenderme con
los borgoñones, hombres llenos de engaño, no sé
quién pueda dejar más apropiado que tú para
rescatar de ellos mis bienes; y por ello, como tú al presente
nada estás haciendo, si quieres ocuparte de esto entiendo
conseguirte el favor de la corte y darte aquella parte de lo que
rescates que sea conveniente.
Seor Cepparello, que se veía desocupado y mal
provisto de bienes mundanos y veía que se iba quien su sostén
y auxilio había sido durante mucho tiempo, sin ningún
titubeo y como empujado por la necesidad se decidió sin
dilación alguna, como obligado por la necesidad y dijo que
quería hacerlo de buena gana. Por lo que, puestos de acuerdo,
recibidos por seor Ciappelletto los poderes y las cartas credenciales
del rey, partido micer Musciatto, se fue a Borgoña donde casi
nadie le conocía: y allí de modo extraño a su
naturaleza, benigna y mansamente empezó a rescatar y hacer
aquello a lo que había ido, como si reservase la ira para el
final. Y haciéndolo así , hospedándose en la casa
de dos hermanos florentinos que prestaban con usura y por amor de
micer Musciatto le honraban mucho, sucedió que enfermó,
con lo que los dos hermanos hicieron prestamente venir médicos
y criados para que le sirviesen en cualquier cosa necesaria para
recuperar la salud.
Pero toda ayuda era vana porque el buen hombre, que era
ya viejo y había vivido desordenadamente, según decían
los médicos iba de día en día de mal en peor
como quien tiene un mal de muerte; de lo que los dos hermanos mucho
se dolían y un día, muy cerca de la alcoba en que seor
Ciappelletto yacía enfermo, comenzaron a razonar entre ellos.
¿qué haremos de éste? decía
el uno al otro. Estamos por su causa en una situación
pésima porque echarlo fuera de nuestra casa tan enfermo nos
traería gran tacha y sería signo manifiesto de poco
juicio al ver la gente que primero lo habíamos recibido y
después hecho servir y medicar tan solícitamente para
ahora, sin que haya podido hacer nada que pudiera ofendernos, echarlo
fuera de nuestra casa tan súbitamente, y enfermo de muerte.
Por otra parte, ha sido un hombre tan malvado que no querrá
confesarse ni recibir ningún sacramento de la Iglesia y,
muriendo sin confesión, ninguna iglesia querrá recibir
su cuerpo y será arrojado a los fosos como un perro. Y si por
el contrario se confiesa, sus pecados son tantos y tan horribles que
no los habrá semejantes y ningún fraile o cura querrá
ni podrá absolverle; por lo que, no absuelto, será
también arrojado a los fosos como un perro. Y si esto sucede,
el pueblo de esta tierra, tanto por nuestro oficio (que les parece
inicuo y al que todo el tiempo pasan maldiciendo) como por el deseo
que tiene de robarnos, viéndolo, se amotinará y
gritará: «Estos perros lombardos a los que la iglesia no
quiere recibir no pueden sufrirse más», y correrán
en busca de nuestras arcas y tal vez no solamente nos roben los
haberes sino que pueden quitarnos también la vida; por lo que
de cualquiera guisa estamos mal si éste se muere.
Seor Ciappelletto, que, decimos, yacía allí
cerca de donde éstos estaban hablando, teniendo el oído
fino, como la mayoría de las veces pasa a los enfermos, oyó
lo que estaban diciendo y los hizo llamar y les dijo:
No quiero que temáis por mí ni
tengáis miedo de recibir por mi causa algún daño;
he oído lo que habéis estado hablando de mí y
estoy certísimo de que sucedería como decís si
así como pensáis anduvieran las cosas; pero andarán
de otra manera. He hecho, viviendo, tantas injurias al Señor
Dios que por hacerle una más a la hora de la muerte poco se
dará. Y por ello, procurad hacer venir un fraile santo y
valioso lo más que podáis, si hay alguno que lo sea, y
dejadme hacer, que yo concertaréfirmemente vuestros asuntos y
los míos de tal manera que resulten bien y estéis
contentos.
Los dos hermanos, aunque no sintieron por esto mucha
esperanza, no dejaron de ir a un convento de frailes y pidieron que
algún hombre santo y sabio escuchase la confesión de un
lombardo que estaba enfermo en su casa; y les fue dado un fraile
anciano de santa y de buena vida, y gran maestro de la Escritura y
hombre muy venerable, a quien todos los ciudadanos tenían en
grandísima y especial devoción, y lo llevaron con
ellos. El cual, llegado a la cámara donde el seor Ciappelletto
yacía, y sentándose a su lado empezóprimero a
confortarle benignamente y le preguntóluego que cuánto
tiempo hacía que no se había confesado. A lo que el
seor Ciappelletto, que nunca se había confesado, respondió :
Padre mío, mi costumbre es de confesarme
todas las semanas al menos una vez; sin lo que son bastantes las que
me confieso más; y la verdad es que, desde que he enfermado,
que son casi ocho días, no me he confesado, tanto es el
malestar que con la enfermedad he tenido.
Dijo entonces el fraile:
Hijo mío, bien has hecho, y así
debes hacer de ahora en adelante; y veo que si tan frecuentemente te
confiesas, poco trabajo tendré en escucharte y preguntarte.
Dijo seor Ciappelletto:
Señor fraile, no digáis eso; yo no
me he confesado nunca tantas veces ni con tanta frecuencia que no
quisiera hacer siempre confesión general de todos los pecados
que pudiera recordar desde el día en que nací hasta el
que me haya confesado; y por ello os ruego, mi buen padre, que me
preguntéis tan menudamente de todas las cosas como si nunca me
hubiera confesado, y no tengáis compasión porque esté
enfermo, que más quiero disgustar a estas carnes mías
que, excusándolas, hacer cosa que pudiese resultar en
perdición de mi alma, que mi Salvador rescató con su
preciosa sangre.
Estas palabras gustaron mucho al santo varón y le
parecieron señal de una mente bien dispuesta; y luego que al
seor Ciappelletto hubo alabado mucho esta práctica, empezó
a preguntarle si había alguna vez pecado lujuriosamente con
alguna mujer. A lo que seor Ciappelletto respondió suspirando:
Padre, en esto me avergüenzo de decir la
verdad temiendo pecar de vanagloria.
A lo que el santo fraile dijo:
Dila con tranquilidad, que por decir la verdad ni
en la confesión ni en otro caso nunca se ha pecado.
Dijo entonces seor Ciappelletto:
Ya que lo queréis así , os lo diré:
soy tan virgen como salídel cuerpo de mi madre.
¡Oh, bendito seas de Dios! dijo el
fraile, ¡qué bien has hecho! Y al hacerlo has
tenido tanto más mérito cuando, si hubieras querido,
tenías más libertad de hacer lo contrario que tenemos
nosotros y todos los otros que están constreñidos por
alguna regla.
Y luego de esto, le preguntósi había
desagradado a Dios con el pecado de la gula. A lo que, suspirando
mucho, seor Ciappelletto contestó que sí y muchas
veces; porque, como fuese que él, además de los ayunos
de la cuaresma que las personas devotas hacen durante el año,
todas las semanas tuviera la costumbre de ayunar a pan y agua al
menos tres días, se había bebido el agua con tanto
deleite y tanto gusto y especialmente cuando había sufrido
alguna fatiga por rezar o ir en peregrinación, como los
grandes bebedores hacen con el vino. Y muchas veces había
deseado comer aquellas ensaladas de hierbas que hacen las mujeres
cuando van al campo, y algunas veces le había parecido mejor
comer que le parecía que debiese parecerle a quien ayuna por
devoción como él ayunaba. A lo que el fraile dijo:
Hijo mío, estos pecados son naturales y son
asaz leves, y por ello no quiero que te apesadumbres la conciencia
más de lo necesario. A todos los hombres sucede que les
parezca bueno comer después de largo ayuno, y, después
del cansancio, beber.
¡Oh! dijo seor Ciappelletto,
padre mío, no me digáis esto por confortarme; bien
sabéis que yo sé que las cosas que se hacen en servicio
de Dios deben hacerse limpiamente y sin ninguna mancha en el ánimo:
y quien lo hace de otra manera, peca.
El fraile, contentísimo, dijo:
Y yo estoy contento de que así lo entiendas
en tu ánimo, y mucho me place tu pura y buena conciencia. Pero
dime, ¿has pecado de avaricia deseando más de lo
conveniente y teniendo lo que no debieras tener?
A lo que seor Ciappelletto dijo:
Padre mío, no querría que
sospechaseis de míporque estoy en casa de estos usureros: yo
no tengo parte aquísino que había venido con la
intención de amonestarles y reprenderles y arrancarles a este
abominable oficio; y creo que habría podido hacerlo si Dios no
me hubiese visitado de esta manera. Pero debéis de saber que
mi padre me dejórico, y de sus haberes, cuando murió,
di la mayor parte por Dios; y luego, por sustentar mi vida y poder
ayudar a los pobres de Cristo, he hecho mis pequeños mercadeos
y he deseado tener ganancias de ellos, y siempre con los pobres de
Dios lo que he ganado lo he partido por medio, dedicando mi mitad a
mis necesidades, dándole a ellos la otra mitad; y en ello me
ha ayudado tan bien mi Creador que siempre de bien en mejor han ido
mis negocios.
Has hecho bien dijo el fraile, pero
¿con cuánta frecuencia te has dejado llevar por la ira?
¡Oh! dijo seor Ciappelletto, eso
os digo que muchas veces lo he hecho. ¿Y quién podría
contenerse viendo todo el día a los hombres haciendo cosas
sucias, no observar los mandamientos de Dios, no temer sus juicios?
Han sido muchas veces al día las que he querido estar mejor
muerto que vivo al ver a los jóvenes ir tras vanidades y
oyéndolos jurar y perjurar, ir a las tabernas, no visitar las
iglesias y seguir más las vías del mundo que las de
Dios.
Dijo entonces el fraile:
Hijo mío, ésta es una ira buena y yo
en cuanto a míno sabría imponerte por ella penitencia.
Pero ¿por acaso no te habrá podido inducir la ira a
cometer algún homicidio o a decir villanías de alguien
o a hacer alguna otra injuria?
A lo que el seor Ciappelletto respondió :
¡Ay de mí, señor!, vos que me
parecéis hombre de Dios, ¿cómo decís
estas palabras? Si yo hubiera podido tener aún un pequeño
pensamiento de hacer alguna de estas cosas, ¿creéis que
crea que Dios me hubiese sostenido tanto? Eso son cosas que hacen los
asesinos y los criminales, de los que, siempre que alguno he visto,
he dicho siempre: «Ve con Dios que te convierta».
Entonces dijo el fraile:
Ahora dime, hijo mío, que bendito seas de
Dios, ¿alguna vez has dicho algún falso testimonio
contra alguien, o dicho mal de alguien o quitado a alguien cosas sin
consentimiento de su dueño?
Ya, señor, sí repuso seor
Ciappelletto que he dicho mal de otro, porque tuve un vecino
que con la mayor sinrazón del mundo no hacía más
que golpear a su mujer tanto que una vez hablémal de él
a los parientes de la mujer, tan gran piedad sentípor aquella
pobrecilla que él, cada vez que había bebido de más,
zurraba como Dios os diga.
Dijo entonces el fraile:
Ahora bien, tú me has dicho que has sido
mercader: ¿has engañado alguna vez a alguien como hacen
los mercaderes?
Por mi fe dijo seor Ciappelletto,
señor, sí , pero no sé quiénes eran: sino
que habiéndome dado uno dineros que me debía por un
paño que le había vendido, y yo puéstolos en un
cofre sin contarlos, vine a ver después de un mes que eran
cuatro reales más de lo que debía ser por lo que, no
habiéndolo vuelto a ver y habiéndolos conservado un año
para devolvérselos, los di por amor de Dios.
Dijo el fraile:
Eso fue poca cosa e hiciste bien en hacer lo que
hiciste.
Y después de esto preguntóle el santo
fraile sobre muchas otras cosas, sobre las cuales dio respuesta en la
misma manera. Y queriendo él proceder ya a la absolución,
dijo seor Ciappelletto:
Señor mío, tengo todavía
algún pecado que aún no os he dicho. –El fraile
le preguntó cuál, y dijo: Me acuerdo que hice a
mi criado, un sábado después de nona, barrer la casa y
no tuve al santo día del domingo la reverencia que debía.
¡Oh! dijo el fraile, hijo mío,
ésa es cosa leve.
No dijo seor Ciappelletto, no he dicho
nada leve, que el domingo mucho hay que honrar porque en un día
así resucitóde la muerte a la vida Nuestro Señor.
Dijo entonces el fraile:
¿Alguna cosa más has hecho?
Señor mío, sí respondió
seor Ciappelletto, que yo, no dándome cuenta, escupí
una vez en la iglesia de Dios.
El fraile se echó a reír, y dijo:
Hijo mío, ésa no es cosa de
preocupación: nosotros, que somos religiosos, todo el día
escupimos en ella.
Dijo entonces seor Ciappelletto:
Y hacéis gran villanía, porque nada
conviene tener tan limpio como el santo templo, en el que se rinde
sacrificio a Dios.
Y en breve, de tales hechos le dijo muchos, y por último
empezó a suspirar y a llorar mucho, como quien lo sabía
hacer demasiado bien cuando quería. Dijo el santo fraile:
Hijo mío, ¿qué te pasa?
Repuso seor Ciappelletto:
¡Ay de mí, señor! Que me ha
quedado un pecado del que nunca me he confesado, tan grande vergüenza
me da decirlo, y cada vez que lo recuerdo lloro como veis, y me
parece muy cierto que Dios nunca tendrá misericordia de mí
por este pecado.
Entonces el santo fraile dijo:
¡Bah, hijo! ¿qué estás
diciendo? Si todos los pecados que han hecho todos los hombres del
mundo, y que deban hacer todos los hombres mientras el mundo dure,
fuesen todos en un hombre solo, y éste estuviese arrepentido y
contrito como te veo, tanta es la benignidad y la misericordia de
Dios que, confesándose éste, se los perdonaría
liberalmente; así , dilo con confianza.
Dijo entonces seor Ciappelletto, todavía llorando
mucho:
¡Ay de mí, padre mío! El mío
es demasiado grande pecado, y apenas puedo creer, si vuestras
plegarias no me ayudan, que me pueda ser por Dios perdonado.
A lo que le dijo el fraile:
Dilo con confianza, que yo te prometo pedir a Dios
por ti.
Pero seor Ciappelletto lloraba y no lo decía y el
fraile le animaba a decirlo. Pero luego de que seor Ciappelletto
llorando un buen rato hubo tenido así suspenso al fraile,
lanzó un gran suspiro y dijo:
Padre mío, pues que me prometéis
rogar a Dios por mí, os lo diré: sabed que, cuando era
pequeñito, maldije una vez a mi madre.
Y dicho esto, empezóde nuevo a llorar
fuertemente. Dijo el fraile:
¡Ah, hijo mío! ¿Y eso te
parece tan gran pecado? Oh, los hombres blasfemamos contra Dios todo
el día y si Él perdona de buen grado a quien se
arrepiente de haber blasfemado, ¿no crees que vaya a
perdonarte esto? No llores, consuélate, que por seguro si
hubieses sido uno de aquellos que le pusieron en la cruz, teniendo la
contrición que te veo, te perdonaría Él.
Dijo entonces seor Ciappelletto:
¡Ay de mí, padre mío! ¿qué
decís? La dulce madre mía que me llevó en su
cuerpo nueve meses día y noche, y me llevó en brazos
más de cien veces. ¡Mucho mal hice al maldecirla, y
pecado muy grande es; y si no rogáis a Dios por mí, no
me será perdonado!
Viendo el fraile que nada le quedaba por decir al seor
Ciappelletto, le dio la absolución y su bendición
teniéndolo por hombre santísimo, como quien totalmente
creía ser cierto lo que seor Ciappelletto había dicho:
¿y quién no lo hubiera creído viendo a un hombre
en peligro de muerte confesándose decir tales cosas? Y
después, luego de todo esto, le dijo:
Señor Ciappelletto, con la ayuda de Dios
estaréis pronto sano; pero si sucediese que Dios a vuestra
bendita y bien dispuesta alma llamase a sí , ¿os
placería que vuestro cuerpo fuese sepultado en nuestro
convento?
A lo que seor Ciappelletto repuso:
Señor, sí , que no querría
estar en otro sitio, puesto que vos me habéis prometido rogar
a Dios por mí, además de que yo he tenido siempre una
especial devoción por vuestra orden; y por ello os ruego que,
en cuanto estéis en vuestro convento, haced que venga a mí
aquel veracísimo cuerpo de Cristo que vos por la mañana
consagráis en el altar, porque aunque no sea digno, entiendo
comulgarlo con vuestra licencia, y después la santa y última
unción para que, si he vivido como pecador, al menos muera
como cristiano.
El santo hombre dijo que mucho le agradaba y él
decía bien, y que haría que de inmediato le fuese
llevado; y así fue.
Los dos hermanos, que temían mucho que seor
Ciappelletto les engañase, se habían puesto junto a un
tabique que dividía la alcoba donde seor Ciappelletto yacía
de otra y, escuchando, fácilmente oían y entendían
lo que seor Ciappelletto al fraile decía; y sentían
algunas veces tales ganas de reír, al oír las cosas que
le confesaba haber hecho, que casi estallaban, y se decían uno
al otro: ¿qué hombre es éste, al que ni vejez ni
enfermedad ni temor de la muerte a que se ve tan vecino, ni aún
de Dios, ante cuyo juicio espera tener que estar de aquía
poco, han podido apartarle de su maldad, ni hacer que quiera dejar de
morir como ha vivido? Pero viendo que había dicho que sí ,
que recibiría la sepultura en la iglesia, de nada de lo otro
se preocuparon. Seor Ciappelletto comulgó poco después
y, empeorando sin remedio, recibió la última unción;
y poco después del crepúsculo, el mismo día que
había hecho su buena confesión, murió.
Por lo que los dos hermanos, disponiendo de lo que era
de él para que fuese honradamente sepultado y mandándolo
decir al convento, y que viniesen por la noche a velarle según
era costumbre y por la mañana a por el cuerpo, dispusieron
todas las cosas oportunas para el caso. El santo fraile que lo había
confesado, al oír que había finado, fue a buscar al
prior del convento, y habiendo hecho tocar a capítulo, a los
frailes reunidos mostró que seor Ciappelletto había
sido un hombre santo según él lo había podido
entender de su confesión; y esperando que por él el
Señor Dios mostrase muchos milagros, les persuadió a
que con grandísima reverencia y devoción recibiesen
aquel cuerpo. Con las cuales cosas el prior y los frailes, crédulos,
estuvieron de acuerdo: y por la noche, yendo todos allí donde
yacía el cuerpo de seor Ciappelletto, le hicieron una grande y
solemne vigilia, y por la mañana, vestidos todos con albas y
capas pluviales, con los libros en la mano y las cruces delante,
cantando, fueron a por este cuerpo y con grandísima fiesta y
solemnidad se lo llevaron a su iglesia, siguiéndoles el pueblo
todo de la ciudad, hombres y mujeres; y, habiéndolo puesto en
la iglesia, subiendo al púlpito, el santo fraile que lo había
confesado empezósobre él y su vida, sobre sus ayunos,
su virginidad, su simplicidad e inocencia y santidad, a predicar
maravillosas cosas, entre otras contando lo que seor Ciappelletto
como su mayor pecado, llorando, le había confesado, y cómo
él apenas le había podido meter en la cabeza que Dios
quisiera perdonárselo, tras de lo que se volvió a
reprender al pueblo que le escuchaba, diciendo:
Y vosotros, malditos de Dios, por cualquier brizna
de paja en que tropezáis, blasfemáis de Dios y de su
Madre y de toda la corte celestial.
Y además de éstas, muchas otras cosas dijo
sobre su lealtad y su pureza, y, en breve, con sus palabras, a las
que la gente de la comarca daba completa fe, hasta tal punto lo metió
en la cabeza y en la devoción de todos los que allí
estaban que, después de terminado el oficio, entre los mayores
apretujones del mundo todos fueron a besarle los pies y las manos, y
le desgarraron todos los paños que llevaba encima, teniéndose
por bienaventurado quien al menos un poco de ellos pudiera tener: y
convino que todo el día fuese conservado así , para que
por todos pudiese ser visto y visitado.
Luego, la noche siguiente, en una urna de mármol
fue honrosamente sepultado en una capilla, y enseguida al día
siguiente empezaron las gentes a ir allí y a encender candelas
y a venerarlo, y seguidamente a hacer promesas y a colgar exvotos de
cera según la promesa hecha. Y tanto creció la fama de
su santidad y la devoción en que se le tenía que no
había nadie que estuviera en alguna adversidad que hiciese
promesas a otro santo que a él, y lo llamaron y lo llaman San
Ciappelletto, y afirman que Dios ha mostrado muchos milagros por él
y los muestra todavía a quien devotamente se lo implora.
así pues, vivió y murió el seor
Cepparello de Prato y llegó a ser santo, como habéis
oído; y no quiero negar que sea posible que sea un
bienaventurado en la presencia de Dios porque, aunque su vida fue
criminal y malvada, pudo en su último extremo haber hecho un
acto de contrición de manera que Dios tuviera misericordia de
él y lo recibiese en su reino; pero como esto es cosa oculta,
razono sobre lo que es aparente y digo que más debe
encontrarse condenado entre las manos del diablo que en el paraíso.
Y si así es, grandísima hemos de reconocer que es la
benignidad de Dios para con nosotros, que no mira nuestro error sino
la pureza de la fe, y al tomar nosotros de mediador a un enemigo
suyo, creyéndolo amigo, nos escucha, como si a alguien
verdaderamente santo recurriésemos como a mediador de su
gracia. Y por ello, para que por su gracia en la adversidad presente
y en esta compañía tan alegre seamos conservados sanos
y salvos, alabando su nombre en el que la hemos comenzado, teniéndole
reverencia, a él acudiremos en nuestras necesidades,
segurísimos de ser escuchados.
Y aquí, calló.
NOVELA SEGUNDA
El judío Abraham, animado por Giannotto de Civigní(18)
va a la corte de Roma y, vista la maldad de los clérigos,
vuelve a París y se hace cristiano.
La novela de Pánfilo fue en parte reída y
en todo celebrada por las mujeres, y habiendo sido atentamente
escuchada y llegado a su fin, como estaba sentada junto a él
Neifile, le mandó la reina que, contando una, siguiese el
orden del comenzado entretenimiento. Y ella, como quien no menos de
corteses maneras que de belleza estaba adornada, alegremente repuso
que de buena gana, y comenzóde esta guisa:
Mostrado nos ha Pánfilo con su novelar la
benignidad de Dios que no mira nuestros errores cuando proceden de
algo que no nos es posible ver; y yo, con el mío, entiendo
mostraros cuánto esta misma benignidad, soportando
pacientemente los defectos de quienes deben dar de ella verdadero
testimonio con obras y palabras y hacen lo contrario, es por ello
mismo argumento de infalible verdad para que los que creemos sigamos
con más firmeza de ánimo.
Tal como yo, graciosas señoras, he oído
decir, hubo en París un gran mercader y hombre bueno que fue
llamado Giannotto de Civigní, lealísimo y recto y gran
negociante en el rango de la pañería; y tenía
íntima amistad con un riquísimo hombre judío
llamado Abraham, que era también mercader y hombre harto recto
y leal. Cuya rectitud y lealtad viendo Giannotto, empezó a
tener gran lástima de que el alma de un hombre tan valioso y
sabio y bueno fuese a su perdición por falta de fe, y por ello
amistosamente le empezó a rogar que dejase los errores de la
fe judaica y se volviese a la verdad cristiana, a la que como santa y
buena podía ver siempre aumentar y prosperar, mientras la
suya, por el contrario, podía distinguir cómo disminuía
y se reducía a la nada. El judío contestaba que ninguna
creía ni santa ni buena fuera de la judaica, y que en ella
había nacido y en ella entendía vivir y morir; ni
habría nada que nunca de aquello le hiciese moverse. Giannotto
no cesó por esto de, pasados algunos días, repetirle
semejantes palabras, mostrándole, tan burdamente como la
mayoría de los mercaderes pueden hacerlo, por qué
razones nuestra religión era mejor que la judaica.
Y aunque el judío fuese en la ley judaica gran
maestro, no obstante, ya que la amistad grande que tenía con
Giannotto le moviese, o tal vez que las palabras que el Espíritu
Santo ponía en la lengua del hombre simple lo hiciesen, al
judío empezaron a agradarle mucho los argumentos de Giannotto;
pero obstinado en sus creencias, no se dejaba cambiar. Y cuanto él
seguía pertinaz, tanto no dejaba Giannotto de solicitarlo,
hasta que el judío, vencido por tan continuas instancias,
dijo:
Ya, Giannotto, a ti te gusta que me haga
cristiano; y yo estoy dispuesto a hacerlo, tan ciertamente que quiero
primero ir a Roma y ver allí al que tú dices que es el
vicario de Dios en la tierra, y considerar sus modos y sus
costumbres, y lo mismo los de sus hermanos los cardenales; y si me
parecen tales que pueda por tus palabras y por las de ellos
comprender que vuestra fe sea mejor que la mía, como te has
ingeniado en demostrarme, haréaquello que te he dicho: y si
no fuese así , me quedaré siendo judío como soy.
Cuando Giannotto oyó esto, se puso en su interior
desmedidamente triste, diciendo para sí mismo: «Perdido
he los esfuerzos que me parecía haber empleado óptimamente,
creyéndome haber convertido a éste; porque si va a la
corte de Roma y ve la vida criminal y sucia de los clérigos,
no es que de judío vaya a hacerse cristiano, sino que si se
hubiese hecho cristiano, sin falta volvería judío».
Y volviéndose a Abraham dijo:
Ah, amigo mío, ¿por qué
quieres pasar ese trabajo y tan grandes gastos como serán ir
de aquía Roma? Sin contar con que, tanto por mar como por
tierra, para un hombre rico como eres tú todo está
lleno de peligros. ¿No crees que encontrarás aquí
quien te bautice? Y si por ventura tienes algunas dudas sobre la fe
que te muestro, ¿hay mayores maestros y hombres más
sabios allí que aquípara poderte esclarecer todo lo
que quieras o preguntes? Por todo lo cual, en mi parecer esta idea
tuya está de sobra. Piensa que tales son allí los
prelados como aquí los has podido ver y los ves; y tanto
mejores cuanto que aqué llos están más cerca del
pastor principal. Y por ello esa fatiga, según mi consejo, te
servirá en otra ocasión para obtener algún
perdón, en lo que yo por ventura te haré compañía.
A lo que respondió el judío:
Yo creo, Giannotto, que será como me
cuentas, pero por resumirte en una muchas palabras, estoy del todo
dispuesto, si quieres que haga lo que me has rogado tanto, a irme, y
de otro modo no harénada nunca.
Giannotto, viendo su voluntad, dijo:
¡Vete con buena ventura! y pensó
para sí que nunca se haría cristiano cuando hubiese
visto la corte de Roma; pero como nada se perdía, se calló.
El judío montó a caballo y lo antes que
pudo se fue a la corte de Roma, donde al llegar fue por sus judíos
honradamente recibido; y viviendo allí, sin decir a ninguno
por qué hubiese ido, cautamente empezó a fijarse en las
maneras del papa y de los cardenales y de los otros prelados y de
todos los cortesanos; y entre lo que él mismo observó,
como hombre muy sagaz que era, y lo que también algunos le
informaron, encontró que todos, del mayor al menor,
generalmente pecaban deshonestísimamente de lujuria, y no sólo
en la natural sino también en la sodomítica, sin ningún
freno de remordimiento o de vergüenza, tanto que el poder de las
meretrices y de los garzones al impetrar cualquier cosa grande no era
poder pequeño. Además de esto, universalmente golosos,
bebedores, borrachos y más servidores del vientre (a guisa de
animales brutos, además de la lujuria) que otros conoció
abiertamente que eran; y mirando más allá, los vio tan
avaros y deseosos de dinero que por igual la sangre humana (también
la del cristiano) y las cosas divinas que perteneciesen a sacrificios
o a beneficios, con dinero vendían y compraban haciendo con
ellas más comercio y empleando a más corredores de
mercancías que había en París en la pañería
o ningún otro negocio, y habiendo a la simonía
manifiesta puesto el nombre de «mediación» y a la
gula el de «manutención», corno si Dios, no ya el
significado de los vocablos, sino la intención de los pésimos
ánimos no conociese y a guisa de los hombres se dejase engañar
por el nombre de las cosas.
Las cuales, junto con otras muchas que deben callarse,
desagradaron sumamente al judío, como a hombre que era sobrio
y modesto, y pareciéndole haber visto bastante, se propuso
retornar a París; y así lo hizo. Adonde, al saber
Giannotto que había venido, esperando cualquier cosa menos que
se hiciese cristiano, vino a verle y se hicieron mutuamente grandes
fiestas; y después que hubo reposado algunos días,
Giannotto le preguntólo que pensaba del santo padre y de los
cardenales y de los otros cortesanos. A lo que el judío
respondió prestamente:
Me parecen mal, que Dios maldiga a todos; y te
digo que, si yo sé bien entender, ninguna santidad, ninguna
devoción, ninguna buena obra o ejemplo de vida o de alguna
otra cosa me parecióver en ningún clérigo, sino
lujuria, avaricia y gula, fraude, envidia y soberbia y cosas
semejantes y peores, si peores puede haberlas; me parecióver
en tanto favor de todos, que tengo aqué lla por fragua más
de operaciones diabólicas que divinas. Y según yo
estimo, con toda solicitud y con todo ingenio y con todo arte me
parece que vuestro pastor, y después todos los otros, se
esfuerzan en reducir a la nada y expulsar del mundo a la religión
cristiana, allí donde deberían ser su fundamento y
sostén. Y porque veo que no sucede aquello en lo que se
esfuerzan sino que vuestra religión aumenta y más
luciente y clara se vuelve, me parece discernir justamente que el
Espíritu Santo es su fundamento y sostén, como de más
verdadera y más santa que ninguna otra; por lo que, tan rígido
y duro como era yo a tus consejos y no quería hacerme
cristiano, ahora te digo con toda franqueza que por nada dejaré
de hacerme cristiano. Vamos, pues, a la iglesia; y allí según
las costumbres debidas en vuestra santa fe me haré bautizar.
Giannotto, que esperaba una conclusión
exactamente contraria a ésta, al oírle decir esto fue
el hombre más contento que ha habido jamás: y a Nuestra
Señora de París yendo con él, pidió a los
clérigos de allí dentro que diesen a Abraham el
bautismo. Y ellos, oyendo que él lo demandaba, lo hicieron
prontamente; y Giannotto lo llevó a la pila sacra y lo llamó
Giovanni, y por hombres de valer lo hizo adoctrinar cumplidamente en
nuestra fe, la que aprendió prontamente; y fue luego hombre
bueno y valioso y de santa vida.
NOVELA TERCERA
El judío Melquisidech con una historia sobre tres anillos se
salva de una peligrosa trampa que le había tendido Saladino(19)
Después de que, alabada por todos la historia de
Neifile, callóésta, como gustó a la reina,
Filomena empezó a hablar así :
La historia contada por Neifile me trae a la memoria un
peligroso caso sucedido a un judío; y porque ya se ha hablado
tan bien de Dios y de la verdad de nuestra fe, descender ahora a los
sucesos y los actos de los hombres no se deberá hallar mal, y
vendréa narrárosla para que, oída, tal vez más
cautas os volváis en las respuestas a las preguntas que puedan
haceros.
Debéis saber, amorosas compañeras, que así
como la necedad muchas veces aparta a alguien de un feliz estado y lo
pone en grandísima miseria, así aparta la prudencia al
sabio de peligros gravísimos y lo pone en grande y seguro
reposo. Y cuán verdad sea que la necedad conduce del buen
estado a la miseria, se ve en muchos ejemplos que no está
ahora en nuestro ánimo contar, considerando que todo el día
aparecen mil ejemplos manifiestos; pero que la prudencia sea ocasión
de consuelo, como he dicho, os mostrarébrevemente con un
cuentecillo.
Saladino, cuyo valer fue tanto que no
solamente le hizo llegar de hombre humilde a sultán de
Babilonia18
sino también lograr muchas victorias sobre los reyes
sarracenos y cristianos, habiendo en diversas guerras y en
grandísimas magnificencias suyas gastado todo su tesoro, y
necesitando, por algún accidente que le sobrevino, una buena
cantidad de dineros, no viendo cómo tan prestamente como los
necesitaba pudiese tenerlos, le vino a la memoria un rico judío
cuyo nombre era Melquisidech, que prestaba con usura en Alejandría;
y pensó que éste tenía con qué poderlo
servir, si quería, pero era tan avaro que por voluntad propia
no lo hubiera hecho nunca, y no quería obligarlo por la
fuerza; por lo que, apretándole la necesidad se dedicó
por completo a encontrar el modo como el judío le sirviese, y
se le ocurrióobligarle con algún argumento verosímil.
Y haciéndolo llamar y recibiéndole familiarmente, le
hizo sentar con él y después le dijo:
Hombre honrado, he oído a muchas personas
que eras sapientísimo y muy avezado en las cosas de Dios; y
por ello querría saber cuál de las tres leyes reputas
por verdadera: la judaica, la sarracena o la cristiana.
El judío, que verdaderamente era un hombre sabio,
advirtiódemasiado bien que Saladino buscaba cogerlo en sus
palabras para moverle alguna cuestión, y pensó que no
podía alabar a una de las tres más que a las otras sin
que Saladino saliese con su empeño; por lo que, como a quien
le parecía tener necesidad de una respuesta por la que no
pudiesen llevarle preso, aguzado el ingenio, le vino pronto a la
mente lo que debía decir; y dijo:
Señor mío, la cuestión que me
proponéis es fina, y para poder deciros lo que pienso de ella
querría contaros el cuentecillo que vais a oír. Si no
me equivoco, me acuerdo de haber oído decir muchas veces que
hubo una vez un hombre grande y rico que, entre las otras joyas más
caras que tenía en su tesoro, tenía un anillo bellísimo
y precioso al que, queriendo hace honor por su valor y su belleza y
dejarlo perpetuamente a sus descendientes ordenó que aquel de
sus hijos a quien, habiéndoselo dejado él, le fuese
encontrado aquel anillo, que se entendiese que él era su
heredero y debiese ser por todos los demás honrado y
reverenciado como a mayorazgo, ya que a quien fue dejado por éste
guardó el mismo orden con sus descendiente e hizo tal como
había hecho su predecesor. Y, en resumen, este anillo anduvo
de mano en mano de muchos sucesores y últimamente llegó
a las mano de uno que tenía tres hijos hermosos y virtuosos y
muy obedientes al padre por lo que amaba a los tres por igual. Y los
jóvenes, que conocían la costumbre del anillo, deseoso
cada uno de ser el más honrado entre los suyos, cada uno por
sí, como mejor sabían, rogaban al padre, que era ya
viejo, que cuando sintiese llegar la muerte, a él le dejase el
anillo. El honrado hombre, que por igual amaba a todos, no sabía
él mismo elegir a cuál debiese dejárselo y
pensó, habiéndoselo prometido a todos, en satisfacer a
los tres: y secretamente a un buen orfebre le encargó otros
dos, los cuales fueron tan semejantes al primero que el mismo que los
había hecho hacer apenas distinguía cuál fuese
el verdadero; y sintiendo llegar la muerte, secretamente dio el suyo
a cada uno de sus hijos. Los cuales, después de la muerte del
padre, queriendo cada uno posesionarse de la herencia y el honor, y
negándoselo el uno al otro, como testimonio de hacerlo con
todo derecho, cada uno mostrósu anillo; y encontrados los
anillos tan iguales el uno al otro que cuál fuese el verdadero
no sabía distinguirse, se quedópendiente la cuestión
de quién fuese el verdadero heredero del padre, y sigue
pendiente todavía. Y lo mismo os digo, señor mío,
de las tres leyes dadas a los tres pueblos por Dios padre sobre las
que me propusisteis una cuestión: cada uno su herencia, su
verdadera ley y sus mandamientos cree rectamente tener y cumplir,
pero de quién la tenga, como de los anillos, todavía
está pendiente la cuestión.
Conoció Saladino que éste había
sabido salir óptimamente del lazo que le había tendido
y por ello se dispuso a manifestarle sus necesidades y ver si quería
servirle; y así lo hizo, manifestándole lo que había
tenido en el ánimo hacerle si él tan discretamente como
lo había hecho no le hubiera respondido. El judío le
sirvió libremente con toda la cantidad que Saladino le pidió
y luego Saladino se la restituyó enteramente, y además
de ello le dio grandísimos dones y siempre por amigo suyo lo
tuvo y en grande y honrado estado lo conservójunto a él.
NOVELA CUARTA
Un monje, caído en pecado digno de castigo gravísimo, se
libra de la pena reprendiendo discretamente a su abad de aquella
misma culpa(20)
Ya se calla Filomena, liberada de su historia, cuando
Dioneo, que junto a ella estaba sentado, sin esperar de la reina otro
mandato, conociendo ya por el orden comenzado que a él le
tocaba tener que hablar, de tal guisa comenzó a decir:
Amorosas señoras, si he entendido bien la
intención de todas, estamos aquípara complacernos a
nosotros mismos novelando, y por ello, tan sólo porque contra
esto no se vaya, estimo que a cada uno debe serle lícito (y
así dijo nuestra reina, hace poco, que era) contar aquella
historia que más crea que pueda divertir; por lo que, habiendo
escuchado cómo por los buenos consejos de Giannotto de Civigní
salvósu alma el judío Abraham y cómo por su
prudencia defendió Melquisidech sus riquezas de las asechanzas
de Saladino, sin esperar que me reprendáis, entiendo contar
brevemente con qué destreza librósu cuerpo un monje de
gravísimo castigo.
Hubo en Lunigiana, pueblo no muy lejano de éste,
un monasterio más copioso en santidad y en monjes de lo que lo
es hoy, en el que, entre otros, había un monje joven cuyo
vigor y vivacidad ni los ayunos ni las vigilias podían
macerar. El cual, por acaso, un día hacia el mediodía,
cuando los otros monjes dormían todos, habiendo salido solo
por los alrededores de su iglesia, que estaba en un lugar asaz
solitario, alcanzó a ver a una jovencita harto hermosa, hija
tal vez de alguno de los labradores de la comarca, que andaba por los
campos cogiendo ciertas hierbas: no bien la había visto cuando
fue fieramente asaltado por la concupiscencia carnal.
Por lo que, avecinándose, con ella trabó
conversación y tanto anduvo de una palabra en otra que se puso
de acuerdo con ella y se la llevó a su celda sin que nadie se
apercibiese. Y mientras él, transportado por el excesivo
deseo, menos cautamente jugueteaba con ella, sucedió que el
abad, levantándose de dormir y pasando silenciosamente por
delante de su celda, oyó el alboroto que hacían los dos
juntos; y para conocer mejor las voces se acercó quedamente a
la puerta de la celda a escuchar y claramente conoció que
dentro había una mujer, y estuvo tentado a hacerse abrir;
luego pensó que convendría tratar aquello de otra
manera y, vuelto a su alcoba, esperó a que el monje saliera
fuera.
El monje, aunque con grandísimo
placer y deleite estuviera ocupado con aquella joven, no dejaba sin
embargo de estar temeroso y, pareciéndole haber oído
algún arrastrar de pies por el dormitorio, acercó el
ojo a un pequeño agujero y vio clarísimamente al abad
escuchándole y comprendió muy bien que el abad había
podido oír que la joven estaba en su celda. De lo que,
sabiendo que de ello debía seguirle un gran castigo, se sintió
desmesuradamente pesaroso; pero sin querer mostrar a la joven nada de
su desazón, rápidamente imaginómuchas cosas
buscando hallar alguna que le fuera salutífera. Y se le
ocurrió una nueva malicia (que el fin imaginado por él
consiguiócerteramente) y fingiendo que le parecía
haber estado bastante con aquella joven le dijo:
Voy a salir a buscar la manera en que salgas de
aquídentro sin ser vista, y para ello qué date en
silencio hasta que vuelva.
Y saliendo y cerrando la celda con llave, se fue
directamente a la cámara del abad, y dándosela, tal
como todos los monjes hacían cuando salían, le dijo con
rostro tranquilo:
Señor, yo no pude esta mañana traer
toda la leña que había cortado, y por ello, con vuestra
licencia, quiero ir al bosque y traerla.
El abad, para poder informarse más plenamente de
la falta cometida por él, pensando que no se había dado
cuenta de que había sido visto, se alegró con tal
ocasión y de buena gana tomó la llave y semejantemente
le dio licencia. Y después de verlo irse empezó a
pensar qué era mejor hacer: o en presencia de todos los monjes
abrir la celda de aqué l y hacerles ver su falta para que no
hubiese ocasión de que murmurasen contra él cuando
castigase al monje, o primero oír de él cómo
había sido aquel asunto. Y pensando para sí que aqué lla
podría ser tal mujer o hija de tal hombre a quien él no
quisiera hacer pasar la vergüenza de mostrarla a todos los
monjes, pensó que primero vería quién era y
tomaría después partido; y quedamente yendo a la celda,
la abrió, entródentro, y volvió a cerrar la
puerta.
La joven, viendo venir al abad, palideciótoda, y
temblando empezó a llorar de vergüenza. El señor
abad, que le había echado la vista encima y la veía
hermosa y fresca, aunque él fuese viejo, sintió
súbitamente no menos abrasadores los estímulos de la
carne que los había sentido su joven monje, y para sí
empezó a decir:
«Bah, ¿por qué no tomar yo del
placer cuanto pueda, si el desagrado y el dolor aunque no los quiera,
me están esperando? Ésta es una hermosa joven, y está
aquídonde nadie en el mundo lo sabe; si la puedo traer a
hacer mi gusto no sé por qué no habría de
hacerlo. ¿Quién va a saberlo? Nadie lo sabrá
nunca, y el pecado tapado está medio perdonado. Un caso así
no me sucederá tal vez nunca más. Pienso que es de
sabios tomar el bien que Dios nos manda».
Y así diciendo, y habiendo del todo cambiado el
propósito que allí le había llevado, acercándose
más a la joven, suavemente comenzó a consolarla y a
rogarle que no llorase; y de una palabra en otra yendo, llegó
a manifestarle su deseo. La joven, que no era de hierro ni de
diamante, con bastante facilidad se plegó a los gustos del
abad: el cual, después de abrazarla y besarla muchas veces,
subiéndose a la cama del monje, y en consideración tal
vez del grave peso de su dignidad y la tierna edad de la joven,
temiendo tal vez ofenderla con demasiada gravedad, no se puso sobre
el pecho de ella sino que la puso a ella sobre su pecho y por largo
espacio se solazó con ella.
El monje, que había fingido irse al bosque,
habiéndose ocultado en el dormitorio, como vio al abad solo
entrar en su celda, casi por completo tranquilizado, juzgó que
su estratagema debía surtir efecto; y, viéndole
encerrarse dentro, lo tuvo por certísimo. Y saliendo de donde
estaba, calladamente fue hasta un agujero por donde lo que el abad
hizo o dijo lo oyó y lo vio.
Pareciéndole al abad que se había demorado
bastante con la jovencita, encerrándola en la celda, se volvió
a su alcoba; y luego de algún tiempo, oyendo al monje y
creyendo que volvía del bosque, pensó en reprenderlo
duramente y hacerlo encarcelar para poseer él solo la ganada
presa; y haciéndolo llamar, duramente y con mala cara le
reprendió , y mandó que lo llevaran a la cárcel.
El monje prestísimamente respondió :
Señor, yo no he estado todavía tanto
en la orden de San Benito que pueda haber aprendido todas sus reglas;
y vos aún no me habíais mostrado que los monjes deben
acordar tanta preeminencia a las mujeres como a los ayunos y las
vigilias; pero ahora que me lo habéis mostrado, os prometo, si
me perdonáis esta vez, no pecar más por esto y hacer
siempre como os he visto a vos.
El abad, que era hombre avisado, entendió
prestamente que aqué l no sólo sabía su hecho
sino que lo había visto, por lo que, sintiendo remordimientos
de su misma culpa, se avergonzóde hacerle al monje lo que él
también había merecido; y perdonándole e
imponiéndole silencio sobre lo que había visto, con
toda discreción sacaron a la jovencita de allí, y aún
debe creerse que más veces la hicieron volver.
NOVELA QUINTA
La
marquesa de Monferrato con una invitación a comer gallinas y
con unas discretas palabras reprime el loco amor del rey de Francia.
La historia contada por Dioneo hirióprimero de
alguna vergüenza el corazón de las damas que la
escuchaban y dio de ello señal el honesto rubor que apareció
en sus rostros; mas luego, mirándose unas a otras, pudiendo
apenas contener la risa, la escucharon sonriendo. Y llegado el final,
después de haberle reprendido con algunas dulces palabras,
queriendo mostrar que historias semejantes no debían contarse
delante de mujeres, la reina, vuelta hacia Fiameta (que junto a él
estaba sentada en la hierba), le mandó que continuase el orden
establecido, y ella galanamente y con alegre rostro, mirándola,
comenzó:
Tanto porque me complace que hayamos entrado a demostrar
con las historias cuánta es la fuerza de las respuestas agudas
y prontas, como porque tan gran cordura es en el hombre amar siempre
a mujeres de linaje más alto que el suyo como es en las
mujeres grandísima precaución saber guardarse de caer
en el amor de un hombre de mayor posición que la suya, me ha
venido al ánimo, hermosas señoras, mostraros, en la
historia que me toca contar, cómo una noble dueña supo
con palabras y obras guardarse de esto y evitar otras cosas.
Había el marqué s de
Monferrato, hombre de alto valor, gonfalonero de la Iglesia, pasado a
ultramar en una expedición general hecha por los cristianos a
mano armada(21)
y hablándose de su valor en la corte de Felipe el Tuerto(22)
que se preparaba a ir desde Francia en aquella misma expedición,
fue dicho por un caballero que no había bajo las estrellas
otra pareja semejante a la del marqué s y su mujer: porque
cuanto destacaba en todas las virtudes el marqué s entre los
caballeros, tanto era la mujer entre las demás mujeres
hermosísima y valerosa. Las cuales palabras entraron de tal
modo en el ánimo del rey de Francia que, sin haberla visto
nunca, comenzó a amarla ardientemente, y se propuso no hacerse
a la mar, en la expedición en que iba, sino en Génova
para que, yendo por tierra, pudiese tener un motivo razonable para ir
a ver a la marquesa, pensando que, no estando el marqué s,
podría suceder que viniese a tener efecto su deseo. Y según
lo había pensado mandó que fuese puesto en ejecución;
por lo que, enviando delante a todos los hombres, él con poca
compañía y de hombres nobles, se puso en camino, y
acercándose a la tierra del marqué s, mandódecir
a la señora con anticipación de un día que a la
mañana siguiente le esperase a almorzar. La señora,
sabia y precavida, repuso alegremente que aqué l era un favor
superior a cualquier otro y que fuese bien venido.
Y enseguida se puso a pensar qué querría
decir que un tal rey, no estando su marido, viniese a visitarla; y no
la engañó en esto la sospecha de que la fama de su
hermosura lo atrajese. Pero no menos como mujer de pro se dispuso a
honrarlo, y haciendo llamar a todos los hombres buenos que allí
habían quedado, dio con su consejo las órdenes
oportunas para todos los preparativos: pero la comida y los manjares
quiso prepararlos ella misma. Y sin demora hizo reunir cuantas
gallinas había en la comarca, y tan sólo con ellas
indicó a sus cocineros que preparasen varios platos para el
convite real.
Vino, pues, el rey el día dicho y fue recibido
por la señora con gran fiesta y honor; y a él, más
de lo que había imaginado por las palabras del caballero, al
mirarla le parecióhermosa y valerosa y cortés, y se
maravillógrandemente y mucho la estimó, encendiéndose
tanto más en su deseo cuanto más sobrepasaba la señora
la estima que él había tenido de ella. Y luego de algún
reposo tomado en cámaras adornadísimas con todo lo que
es necesario para recibir a tal rey, venida la hora del almuerzo, el
rey y la marquesa se sentaron a una mesa, y los demás según
su condición fueron en otras mesas honrados.
Aquí, siendo el rey servido sucesivamente con
muchos platos y vinos óptimos y preciosos, y además de
ello mirando de vez en cuando con deleite a la hermosísima
marquesa, gran placer tenía. Pero llegando un plato tras el
otro, comenzó el rey a maravillarse un tanto advirtiendo que,
por muy diversos que fueran los guisos, no lo eran tanto que no
fuesen todos hechos de gallina. Y como supiese el rey que el lugar
donde estaba era tal que debía haber abundancia de variados
animales salvajes, y que con haberle avisado de su venida había
dado a la señora espacio suficiente para poder mandar a
cazarlos, como mucho de esto se maravillase, no quiso tomar ocasión
de hacerla hablar de otra cosa sino de sus gallinas; y con alegre
rostro se volvió hacia ella y le dijo:
Dama, ¿nacen en este país solamente
gallinas sin ningún gallo?
La marquesa, que entendió óptimamente la
pregunta, pareciéndole que según su deseo Nuestro Señor
la había mandado momento oportuno para poder mostrar su
intención, hacia el rey que le preguntaba resueltamente
vuelta, repuso:
No, monseñor; pero las mujeres, aunque en
vestidos y en honores algo varíen de las otras, todas sin
embargo son igual aquíque en cualquier parte.
El rey, oídas estas palabras, bien entendió
la razón de la invitación a gallinas y la virtud que
escondían aquellas palabras y comprendió que en vano se
gastarían las palabras con tal mujer y que no era el caso de
usar la fuerza; por lo que, así como imprudentemente se había
encendido en su amor, así era sabio apagar por su honor el mal
concebido fuego. Y sin bromear más, temeroso de sus
respuestas, almorzófuera de toda esperanza, y terminado el
almuerzo, le pareció que con el pronto partir disimularía
su deshonesta venida, y agradeciéndole por haberle honrado,
encomendándolo ella a Dios, se fue a Génova.
NOVELA SEXTA
Confunde
un buen hombre con un dicho ingenioso la malvada hipocresía de
los religiosos.
Emilia, que estaba sentada junto a Fiameta, habiendo
sido ya alabado por todas el valor y la cortés reprensión
hecha por la marquesa al rey de Francia, como agradó a su
reina, comenzó a decir con animosa franqueza:
Yo tampoco callaréuna lección que dio un
buen hombre laico a un religioso avaro con una agudeza no menos
divertida que digna de loa.
Hubo, pues, queridos jóvenes, no
hace mucho tiempo, en nuestra ciudad, un fraile menor, inquisidor de
la depravación herética que, por mucho que se ingeniase
en parecer santo y tierno amante de la fe cristiana (como todos
hacen), no era menos buen investigador de quien tenía la bolsa
llena que de quien sintiera tibieza en la fe. Y llevado por su
solicitud encontró por acaso un buen hombre, bastante más
rico en dineros que en juicio, el cual no ya por falta de fe sino
hablando simplemente, tal vez con el vino o por la alegría de
la abundancia calentado, había llegado a decir un día a
la compañía con quien estaba que tenía un vino
tan bueno que de él bebería Cristo. Lo que, siéndole
contado al inquisidor y entendiendo éste que sus haberes eran
grandes y que tenía bien abultada la bolsa, cum gladiis et
fustibus(23)
corrió impetuosísimamente a echarle encima una
gravísima acusación, entendiendo no que de ella debiese
resultar un alivio a la incredulidad del procesado sino una afluencia
de florines a su mano, como sucedió . Y, haciéndolo
llamar, le preguntósi era verdad lo que le había dicho
contra él. El buen hombre contestó que sí , y le
dijo el modo. A lo que el inquisidor santísimo y devoto de San
Juán Barba de Oro(24)
dijo:
¿De modo que has hecho a
Cristo bebedor y aficionado a los buenos vinos, como si fuese
Cinciglione(25)
o algún otro de vosotros, bebedores borrachos y tabernarios, y
ahora, hablando humildemente, ¿quieres hacer ver que es una
cosa sin importancia? No es como te parece; has merecido el fuego por
ello, si es que queremos comportarnos contigo como debemos.
Y con éstas y con otras bastantes palabras, con
rostro amenazador, como si aqué l hubiese sido un epicúreo
negando la eternidad del alma, le hablaba; y, en resumen, tanto lo
asustó, que el buen hombre, por algunos intermediarios, le
hizo con una buena cantidad de la grasa de San Juan Barba de Oro
ungir las manos (lo que mucho mejora la enfermedad de la pestilente
avaricia de los clérigos, y especialmente de los frailes
menores que no osan tocar el dinero) para que se condujese con él
misericordiosamente. La cual unción, aunque Galeno no habla de
ella como muy eficaz en ninguna parte de sus libros, tanto le
aprovechó , que el fuego que le amenazaba se permutó en
una cruz: y como si hubiera de ir a la expedición de ultramar,
para hacer una bella bandera, se la puso amarilla sobre lo negro. Y
además de esto, recibidos ya los dineros, le retuvo junto a sí
unos días más, poniéndole por penitencia que
todas las mañanas oyese una misa en Santa Cruz y que a la hora
de comer se presentase delante de él, y que lo restante del
día podía hacer lo que más le gustase.
Y, haciendo el dicho hombre estas cosas diligentemente,
sucedió que una de las mañanas oyó en misa un
evangelio en el que se cantaban estas palabras: «Recibiréis
ciento por uno y recibiréis la vida eterna», que retuvo
firmemente en la memoria; y según la obligación
impuesta, viniendo a la hora de comer ante el inquisidor, lo encontró
almorzando. El inquisidor le preguntósi había oído
misa aquella mañana y él, prontamente, le respondió :
Sí, señor mío.
A lo que el inquisidor dijo:
¿Has oído, en ella, alguna cosa de
la que dudes o quieras preguntarme?
En verdad repuso el buen hombre de
nada de lo que he oído dudo, y todo firmemente lo creo
verdadero; y algo he oído que me ha hecho y me hace tener de
vos y de los otros frailes grandísima compasión,
pensando en el mal estado en que vais a estar allá en la otra
vida.
Dijo entonces el inquisidor:
¿Y qué es lo que te ha movido a
tener esta compasión de nosotros?
El buen hombre respondió :
Señor mío, fueron aquellas palabrasdel Evangelio que dicen: «Recibiréis el ciento por uno».
A lo que el inquisidor dijo:
así es; pero ¿por qué te han
conmovido estas palabras?
Señor mío dijo el buen
hombre, yo os lo diré. Desde que vengo aquí, he
visto todos los días dar aquíafuera a muchos pobres a
veces uno y otras dos calderos de sopa, que se os quita a vos y a los
frailes de vuestro convento como superflua; por lo que si por cada
uno os van a dar ciento en el más allá tanta tendréis
que allí dentro todos vais a ahogaros.
Y como todos los que estaban sentados a la mesa del
inquisidor se echaran a reír, el inquisidor, sintiendo que se
transparentaba la hipocresía de sus sopicaldos, se enojó
todo, y si no fuese porque ya se le reprochaba lo que le había
hecho, otra acusación le habría echado encima por lo
que con aquel chiste había reprobado a él y a sus
holgazanes invitados; y, con ira, le ordenó que hiciese lo que
más le gustara sin ponérsele más delante.
NOVELA SÉPTIMA
Bergamino,
con una historia sobre Primasso y el abad de Cligny, reprende
donosamente la rara avaricia en que cayó el señor Cane
della Scala(26)
Movió la donosura de Emilia y su novela a la
reina y a todos los demás a reír y encomiar la insólita
amonestación hecha al cruzado, pero después de que las
risas se apaciguaron y se tranquilizaron todos, Filostrato, a quien
tocaba novelar, empezó a hablar de esta guisa:
Buena cosa es, valerosas señoras, acertar en un
blanco que nunca se mueve; pero raya en lo maravilloso cuando un
arquero da súbitamente en alguna cosa no usada que aparece de
pronto. La viciosa y sucia vida de los clérigos, en muchas
cosas firme blanco de maldad, sin demasiada dificultad da que hablar,
que amonestar y que reprender a quienquiera que desee hacerlo: y por
ello, aunque bien hizo el hombre valiente que la hipócrita
caridad de los frailes que dan a los pobres lo que convendría
dar a los puercos o tirarlo, echó en cara al inquisidor,
bastante más estimo que ha de alabarse aquel del cual debo
hablar (llevándome a ello la precedente historia), quien al
señor Cane della Scala, magnífico señor, de una
súbita y desusada avaricia aparecida en él, reprendió
con una ingeniosa historia, representando en otros lo que sobre él
y sobre sí mismo quería decir; la cual es ésta:
así como lo extiende su fama por
todo el mundo, el señor Cane della Scala, a quien en hartas
cosas fue favorable la fortuna, fue uno de los más notables y
magníficos señores del emperador Federico II(27)
de los que se tuviese noticia en Italia. El cual, habiendo dispuesto
hacer una notable y maravillosa fiesta en Verona, a la que muchas
gentes y de diversas partes habían venido, y sobre todo
hombres de corte de toda clase, de súbito, fuese cual fuese la
razón, se retrajo de ello y recompensó con algo a los
que habían venido y les dio licencia. Sólo uno llamado
Bergamino(28)
hablador agudo y florido más de lo que puede creer quien no lo
ha oído, como no se le había dado nada ni se le había
despedido, se quedó, esperando que no sin alguna utilidad
futura para él se había hecho aquello. Pero se le había
puesto en el pensamiento al señor Cane que cualquier cosa que
diese a éste era peor que perderla o que arrojarla al fuego: y
no por ello le decía o hacía decir cosa alguna.
Bergamino, después de algunos días, viendo que no le
llamaban ni le solicitaban para nada que fuese propio de su oficio, y
además de ello que se estaba arruinando en el albergue con sus
caballos y sus criados, empezó a desazonarse; pero sin embargo
esperaba, no pareciéndole bien irse.
Y habiendo llevado consigo tres trajes
buenos y ricos que le habían sido dados por otros señores,
para comparecer honradamente en la fiesta, queriendo pagar a su
huésped, primeramente le dio uno y luego, demorándose
todavía mucho más, se vio en necesidad, si quería
estar más con su huésped, de darle el segundo; y empezó
a comer del tercero, dispuesto a quedarse a ver qué pasaba
cuanto le durase aqué l, e irse luego. Ahora, mientras comía
del tercer traje sucedió que, estando almorzando el señor
Cane(29)
llegó un día ante él con aspecto muy
entristecido; lo que al ver el señor Cane, más por
escarnecerlo que por tomar deleite de algún dicho suyo, dijo:
Bergamino, ¿qué te pasa? ¡Estás
tan triste! Cuéntanos alguna cosa.
Bergamino, entonces, sin pararse un punto a pensar, como
si mucho tiempo pensado lo hubiera, súbitamente acomodándola
a su caso, contó esta historia:
Señor mío, debéis
saber que Primasso(30)
fue un gran entendido en gramática, y fue, más que
cualquier otro, grande e improvisado versificador; las cuales cosas
le hicieron tan notable y tan famoso que, aunque en persona no fuese
conocido en todas partes, por nombre y por fama no había casi
nadie que no supiese quién era Primasso. Ahora bien, sucedió
que encontrándose él una vez en París en pobre
estado, como lo estaba la mayor parte del tiempo, porque su mérito
poco era estimado por los que son poderosos, oyóhablar de un
abad de Cligny, que se cree que sea el prelado más rico en
riquezas propias que tenga la Iglesia de Dios, del papa para abajo; y
oyódecir de él maravillosas y magníficas cosas
de que siempre tenía reunida su corte y nunca había
negado, a cualquiera que anduviese allá donde él estaba
ni de comer ni de beber, si llegaba a pedirlo cuando el abad estaba
comiendo. Lo que, oyendo Primasso, como hombre que se complacía
en ver a los hombres y señores valiosos, deliberóir a
ver la magnificencia de este abad y preguntócuán cerca
de París vivía. A lo que le fue contestado que a unas
seis millas en una de sus posesiones; adonde Primasso pensó
poder llegar, poniéndose en camino de mañana a buena
hora, a la hora de comer.
Haciéndose, pues, enseñar el camino, no
encontrando a nadie que fuese allí, temió que por
desgracia pudiera extraviarse e ir a parar en parte donde no
encontraría de comer tan pronto; por lo que, por si ello
ocurriera, para no padecer penuria de comida, pensó en llevar
tres panes, considerando que agua, que le gustaba poco, encontraría
de beber en cualquier parte. Y metiéndoselos en el seno, tomó
el camino y tuvo tanta suerte que antes de la hora de comer llegó
a donde estaba el abad. Y, entrado dentro, estuvo mirando por todas
partes y vista la gran multitud de las mesas puestas y el gran
aparato de la cocina y las demás cosas preparadas para
almorzar, se dijo a sí mismo: «Verdaderamente éste
es tan magnífico como se dice».
Y estando a todas estas cosas atento, el senescal del
abad, porque era hora de comer mandó que se diese agua a las
manos; Y, dada el agua, sentó a todos a la mesa. Y sucedió
por ventura que Primasso fue puesto precisamente enfrente de la
puerta de la cámara por donde el abad debía salir para
venir al comedor. Era costumbre en aquella corte que sobre las mesas
ni vino, ni pan, ni nada de comer o de beber se ponía nunca si
primero no había venido el abad a sentarse a la mesa.
Habiendo, pues, el senescal puesto las mesas, hizo decir
al abad que, cuando le pluguiese, la comida estaba presta. El abad
hizo abrir la cámara para venir a la sala, y al venir miró
hacia adelante, y por ventura el primer hombre en quien puso los ojos
fue Primasso, que bastante pobre estaba de arreos y a quien él
no conocía en persona; y al verlo, incontinenti le vino al
ánimo un pensamiento mezquino y que nunca había tenido,
y se dijo: «¡Mira a quién doy a comer lo mío!».
Y, volviéndose dentro, mandó que cerrasen
la cámara y preguntó a los que estaban con él si
alguno de ellos conocía a aquel bellaco que frente a la puerta
de su cámara se sentaba a la mesa. Todos contestaron que no.
Primasso, que tenía ganas de comer como quien había
caminado y no estaba acostumbrado a ayunar, habiendo ya esperado un
rato y viendo que el abad no venía, se sacódel seno
uno de los tres panes que había llevado y empezó a
comérselo. El abad, después que pasó algún
tanto, mandó a uno de sus familiares que mirase si se había
ido este Primasso. El familiar respondió :
No, mi señor, sino que come pan, lo que
muestra que lo ha traído consigo.
Dijo entonces el abad:
Pues que coma de lo suyo, si tiene, que del
nuestro no comerá hoy.
Habría querido el abad que Primasso se hubiese
ido por sí mismo, porque despedirlo no le parecía bien.
Primasso, como se había comido un pan y el abad no venía,
empezó a comer el segundo, lo que igualmente fue dicho al
abad, que había mandado mirar si se había ido. Por
último, no viniendo el abad, Primasso, comido el segundo,
empezó a comer el tercero, lo que también dijeron al
abad. El cual empezó a pensar y a decirse:
«Ah, ¿qué novedad es esta que me ha
venido hoy al ánimo?, ¿qué avaricia?, ¿qué
encono?, ¿y por causa de quién? Yo he dado de comer de
lo mío, desde hace muchos años, a quien lo ha querido
comer, sin mirar si gentilhombre o villano, pobre o rico, mercader o
tendero, haya sido; y con mis ojos lo he visto despedazar a infinitos
bellacos y nunca al ánimo me vino este pensamiento que por
éste me ha venido hoy; no me debe de haber atacado tan
firmemente la avaricia por un hombre de poco: algún gran
personaje debe ser este que me parece bellaco, pues que así se
me ha embotado el ánimo para honrarlo».
Y, dicho así , quiso saber quién era: y
vino a saber que era Primasso, que había venido aquía
ver lo que había oído de su magnificencia. Y como el
abad le conocía por su fama hacía mucho tiempo como
hombre sabio, se avergonzó y, deseoso de enmienda, de muchas
maneras se ingenió en honrarlo. Y después de comer,
como convenía al valor de Primasso, le hizo vestir noblemente,
y dándole dineros y un palafrén, dejó a su
arbitrio irse o quedarse; de lo que, contento Primasso, habiéndole
dado las gracias mayores que pudo, a París, de donde había
salido a pie, volvió a caballo.
El señor Cane, que era buen entendedor, sin
ninguna otra explicación entendió óptimamente lo
que quería decir Bergamino, y sonriendo le dijo:
Bergamino, asaz finamente has mostrado tus
agravios, tu virtud y mi avaricia y lo que de mídeseas; y en
verdad nunca sino ahora contigo he sido asaltado por la avaricia,
pero la arrojaréde mícon aquel bastón que tú
mismo has inventado.
Y haciendo pagar al huésped de Bergamino, le hizo
restituir los tres trajes, y a él, vestido nobilísimamente
con un rico traje suyo, dándole dineros y un palafrén,
dejó por aquella vez en libertad de quedarse o de irse.
NOVELA OCTAVA
Guiglielmo
Borsiere, con discretas palabras, reprende la avaricia del señor
Herminio de los Grimaldi.
Se sentaba junto a Filostrato Laureta, la cual, después
de que hubo oído alabar el ingenio de Bergamino y advirtiendo
que le correspondía a ella contar alguna cosa, sin esperar
ningún mandato, placenteramente empezó a hablar así .
La novela precedente, queridas compañeras, me
induce a contar cómo un hombre bueno, también cortesano
y no sin fruto, reprendió la codicia de un mercader riquísimo;
y ésta, aunque se asemeje al argumento de la pasada, no deberá
por eso seros menos gustosa, pensando que va a acabar bien.
Hubo, pues, en Génova, ya hace mucho
tiempo, un gentilhombre llamado señor Herminio de los
Grimaldi(13)
que, según era estimado por todos, por sus grandísimas
posesiones y dineros superaba con mucho la riqueza de cualquier otro
ciudadano riquísimo de quien entonces se supiera en Italia; y
tanto como superaba en riqueza a cualquier itálico que fuese,
tanto en avaricia y miseria sobresalía sobre cualquier
miserable y avaro que hubiese en el mundo(47)
por lo que no solamente para honrar a otros tenía la bolsa
cerrada, sino en las cosas necesarias a su propia persona, contra la
costumbre general de los genoveses que acostumbran a vestir
noblemente, mantenía él, por no gastar, privaciones
grandísimas, y del mismo modo en el comer y el beber. Por lo
que merecidamente su apellido de Grimaldi le había sido
quitado y nadie le llamaba otra cosa que Herminio Avaricia.
Sucedió que en este tiempo en que
él, no gastando, multiplicaba lo suyo, llegó a Génova
un valeroso hombre de corte(31)
cortés y buen decidor, llamado Guiglielmo Borsiere(32)
en nada semejante a los de hoy que, no sin gran vergüenza de las
corruptas y vituperables costumbres de quienes quieren hoy ser
llamados y reputados por nobles y por señores, parecen más
bien asnos educados en la torpeza de toda la maldad de los hombres
más viles que en las cortes. Y mientras en otros tiempos solía
ser su ocupación y consagrarse su cuidado a concertar paces
donde la guerra o las ofensas hubiesen nacido entre hombres nobles, o
a concertar matrimonios, parentescos y amistad, y con palabras buenas
y discretas recrear los ánimos de los fatigados y solazar las
cortes, y con agrias reprensiones, como si fuesen padres, corregir
los defectos de los malos, y todo esto por premios asaz ligeros; hoy
en contar mal de unos a otros, en sembrar cizaña, en decir
maldades e ignominias y, lo que es peor, en hacerlas en presencia de
los hombres, en echarse en cara los males, las vergüenzas y las
tristezas, verdaderas y no verdaderas, unos a otros, y con falsos
halagos hacer volver los ánimos nobles a las cosas viles y
malvadas, se ingenian en consumir su tiempo.
Y más es tenido en amor y más honrado y
exaltado con premios altísimos por los señores
miserables y descorteses aquel que más abominables palabras
dice o acciones comete: gran vergüenza y digna de reprobación
del mundo presente y prueba muy evidente de que las virtudes, volando
de aquíabajo, nos han abandonado en las heces del vicio a los
míseros vivientes.
Pero, volviendo a lo que comenzado había, de lo
que el justo enojo me ha apartado más de lo que pensaba, digo
que el ya dicho Guiglielmo fue honrado y de buena gana recibido por
todos los hombres nobles de Génova y que, habiéndose
quedado algunos días en la ciudad y habiendo oído
muchas cosas sobre la miseria y la avaricia del señor
Herminio, lo quiso ver. El señor Herminio había ya oído
que este Guiglielmo Borsiere era hombre honrado y habiendo aún
en él, por avaro que fuese, alguna chispita de cortesía,
con palabras asaz amistosas y con alegre gesto le recibió y
entró con él en muchos y variados razonamientos, y
conversando le llevó consigo, junto con otros genoveses que
con él estaban, a una casa nueva suya que había mandado
hacer muy hermosa; y después de habérsela mostrado
toda, dijo:
Ah, señor Guiglielmo, vos que habéis
visto y oído tantas cosas, ¿me sabríais mostrar
alguna cosa que nunca haya sido vista, que yo pudiese mandar pintar
en la sala de esta casa mía?
A lo que Guiglielmo, oyendo su modo de hablar poco
discreto, repuso:
Señor, algo que nunca se haya visto no
creeréis que yo pueda mostraros, si no son estornudos y otras
cosas semejantes; pero si os place, bien os enseñaré
una cosa que vos no creo que hayáis visto nunca.
El señor Herminio dijo:
Ah, os lo ruego, decidme cuál es no
esperando que él iba a contestarle lo que le contestó.
A lo que Guiglielmo entonces contestó
prestamente:
Mandad pintar la Cortesía.
Al oír el señor Herminio estas palabras se
sintióinvadido por una vergüenza tan grande que tuvo
fuerza para hacerle cambiar el ánimo a todo lo contrario de lo
que hasta aquel momento había sido, y dijo:
Señor Guiglielmo, la haré pintar de
manera que nunca ni vos ni otro con razón podáis
decirme que no la haya visto y conocido.
Y de entonces en adelante (con tal virtud
fueron dichas las palabras de Guiglielmo) fue el más liberal y
más generoso gentilhombre(33)
y el que honró a los forasteros y a los ciudadanos más
que ningún otro que hubiera en Génova en su tiempo.
NOVELA NOVENA
El
rey de Chipre(34)
reprendido por una dama de Gascuña, de cobarde se transforma
en valeroso.
Para Elisa quedaba el último mandato de la reina;
y ella, sin esperarlo, festivamente comenzó:
Jóvenes señoras, ha sucedido
muchas veces que aquello que varias reprensiones y muchos castigos
impuestos a alguno no han podido enseñarle, unas palabras
(muchas veces dichas por acaso), no ex propósito,lo
han logrado. Lo que bien aparece en la novela contada por
Laureta, y yo, además, con otra muy breve entiendo demostraros
porque, como sea que las cosas buenas siempre pueden servir de algo,
deben seguirse con ánimo atento, sea quien sea quien las dice.
Digo, pues, que en tiempos del primer rey
de Chipre, después de la conquista de los Santos Lugares hecha
por Godofredo de Bouillón(35)
sucedió que una noble señora de Gascuña fue en
peregrinación al Sepulcro, y volviendo de allí, llegada
a Chipre, por algunos hombres criminales fue villanamente ultrajada;
de lo que ella, doliéndose sin hallar consuelo, pensó
ir a reclamar al rey; pero alguien le dijo que se cansaría en
balde porque él era de una vida tan abúlica y tan
apocada que, no es que no vengase con su justicia los ultrajes de
otros, sino que soportaba infinitos a él hechos con
vituperable vileza, mientras que quien sufría algún
agravio lo desahogaba haciéndole alguna afrenta o vergüenza.
Oyendo lo cual la dama, desesperando de la venganza, para tener algún
consuelo en su dolor, se propuso reprender la miseria del dicho rey;
y yéndose llorando ante él, dijo:
Señor, no vengo a tu presencia porque
espere venganza de la injuria que me ha sido hecha; sino que en
satisfacción de ella te ruego que me enseñes cómo
sufres las que entiendo te son hechas, para que, aprendiendo de ti,
pueda soportar la mía pacientemente, la cual, sábelo
Dios de buena gana te daría puesto que eres tan buen portador
de ellas.
El rey, que hasta entonces había sido lento y
perezoso, como si se despertase de un sueño, empezando por la
injuria hecha a aquella señora, que vengó duramente, se
hizo severísimo de allí en adelante persecutor de
cualquiera que cometiese alguna cosa contra el honor de su corona.
NOVELA DÉCIMA
El maestro Alberto de Bolonia hace discretamente avergonzar a una señora
que quería avergonzarle a él por estar enamorado de ella.
Quedaba, al callarse Elisa, el último trabajo del
novelar a la reina, la cual, con femenina gracia empezando a hablar,
dijo:
Nobles jóvenes, como en las claras noches son las
estrellas adorno del cielo y en la primavera las flores de los verdes
prados, así lo son las frases ingeniosas de las loables
costumbres y las conversaciones placenteras; las cuales, porque son
breves, convienen mucho más a las mujeres que a los hombres,
porque más de las mujeres que de los hombres desdice el hablar
mucho y largo (cuando pueda pasarse sin ello), a pesar de que hoy
pocas o ninguna mujer puede que se entienda en agudezas o que, si las
oyese, supiera contestarlas: y vergüenza general es para
nosotras y para cuantas están vivas. Porque aquella virtud que
estuvo en el ánimo de nuestras antepasadas, las modernas la
han convertido en adornos del cuerpo, y la que se ve sobre las
espaldas los paños más abigarrados y variegados y con
más adornos, se cree que debe ser tenida en mucho más y
mucho más que otras honrada, no pensando que si en lugar de
sobre las espaldas sobre los lomos los llevase, un asno llevaría
más que alguna de ellas: y no por ello habría que
honrarle más que a un asno.
Me avergüenza decirlo porque no puedo nada decir de
las demás que contra míno diga: ésas tan
aderezadas, tan pintadas, tan abigarradas, o como estatuas de mármol
mudas e insensibles están o, así responden, si se les
dirige la palabra, que mucho mejor fuera que se hubiesen callado; y
nos hacen creer que de pureza de ánimo proceda el no saber
conversar entre señoras y con los hombres corteses, y a su
gazmoñería le han dado nombre de honestidad como si
ninguna señora honesta hubiera sino aquella que con la
camarera o con la lavandera o con su cocinera hable; porque si la
naturaleza lo hubiera querido como ellas quieren hacerlo creer, de
otra manera les hubiera limitado la charla. La verdad es que, como en
las demás cosas, en ésta hay que mirar el tiempo y el
modo y con quién se habla, porque a veces sucede que, creyendo
alguna mujer o algún hombre con alguna frasécula aguda
hacer sonrojar a otro, no habiendo bien medido sus fuerzas con las de
quien sea, aquel rubor que sobre otro ha querido arrojar contra sí
mismo lo ha sentido volverse.
Por lo cual, para que sepáis guardaros y para que
no se os pueda aplicar a vosotras aquel proverbio que comúnmente
se dice por todas partes de que las mujeres en todo cogen lo peor
siempre, esta última novela de las de hoy, que me toca decir,
quiero que os adiestre, para que así como en nobleza de ánimo
estáis separadas de las demás, así también
por la excelencia de las maneras separadas de las demás os
mostréis.
No han pasado todavía muchos años
desde que en Bolonia hubo un grandísimo médico y de
clara fama en todo el mundo, y tal vez vive todavía, cuyo
nombre fue maestro Alberto(36)
el cual, siendo ya viejo de cerca de setenta años, tanta fue
la nobleza de su espíritu que, habiéndosele ya del
cuerpo partido casi todo el calor natural, no se rehusó a
recibir las amorosas llamas habiendo visto en una fiesta a una
bellísima señora viuda llamada, según dicen
algunos, doña Malgherida de los Ghisolieri; y agradándole
sobremanera, no de otro modo que un jovencillo las recibió en
su maduro pecho, hasta tal punto que no le parecía bien
descansar de noche si el día anterior no hubiese visto el
hermoso y delicado rostro de la bella señora. Y por ello,
empezó a frecuentar, a pie o a caballo según lo que más
a mano le venía, la calle donde estaba la casa de esta señora.
Por lo cual, ella y muchas otras señoras se
apercibieron de la razón de su pasar y muchas veces hicieron
bromas entre ellas al ver a un hombre tan viejo, de años y de
juicio, enamorado, como si creyeran que esta pasión tan
placentera del amor solamente en los necios ánimos de los
jóvenes y no en otra parte entrase y permaneciese. Por lo que,
continuando el pasar del maestro Alberto, sucedió que un día
de fiesta, estando esta señora con otras muchas señoras
sentada delante de su puerta, y habiendo visto de lejos venir al
maestro Alberto hacia ellas, todas con ella se propusieron recibirlo
y honrarle y luego gastarle bromas por este su enamoramiento; y así
lo hicieron.
Por lo que, levantándose todas e invitado él,
le condujeron a un fresco patio donde mandaron traer finísimos
vinos y dulces; y al final, con palabras ingeniosas y corteses le
preguntaron cómo podía ser aquello de estar él
enamorado de esta hermosa señora sabiendo que era amada de
muchos hermosos, nobles y corteses jóvenes.
El maestro, sintiéndose gentilmente embromado,
puso alegre gesto y respondió :
Señora, que yo ame no debe maravillar a
ningún sabio, y especialmente a vos, porque os lo merecéis.
Y aunque a los hombres viejos les haya quitado la naturaleza las
fuerzas que se requieren para los ejercicios amorosos, no les ha
quitado la buena voluntad ni el conocer lo que deba ser amado, sino
que naturalmente lo conocen mejor porque tienen más
conocimiento que los jóvenes. La esperanza que me mueve a
amaros, yo viejo a vos amada de muchos jóvenes, es ésta:
muchas veces he estado en sitios donde he visto a las mujeres
merendando y comiendo altramuces y puerros; y aunque en los puerros
nada es bueno, es menos malo y más agradable a la boca la
cabeza, pero vosotras, generalmente guiadas por equivocado gusto, os
quedáis con la cabeza en la mano y os coméis las hojas,
que no sólo no valen nada sino que son de mal sabor. ¿Y
qué séyo, señora, si al elegir los amantes no
hacéis lo mismo? Y si lo hicieseis, yo sería el que
sería elegido por vos, y los otros despedidos.
La noble señora, juntamente con las otras,
avergonzándose un tanto, dijo:
Maestro, asaz bien y cortésmente nos habéis
reprendido de nuestra presuntuosa empresa; con todo, vuestro amor me
es caro, como de hombre sabio y de pro debe serlo, y por ello,
salvaguardando mi honestidad, como a cosa vuestra mandadme todos
vuestros gustos con confianza.
El maestro, levantándose con sus compañeros,
agradeció a la señora y despidiéndose de ella
riendo y con fiesta, se fue. así , la señora, no mirando
de quién se chanceaba, creyendo vencer fue vencida; de lo que
vosotras, si sois prudentes, óptimamente os guardaréis.
Ya estaba el sol inclinado hacia el ocaso y disminuido
en gran parte el calor, cuando las narraciones de las jóvenes
y de los jóvenes llegaron a su fin; por lo cual, su reina
placenteramente dijo:
Ahora ya, queridas compañeras, nada queda a
mi gobierno durante la presente jornada sino daros una nueva reina
que, en la venidera, según su juicio, su vida y la nuestra
disponga para una honesta recreación, y mientras el día
dure de aquí hasta la noche (porque quien no se toma algún
tiempo por delante no parece que bien pueda prepararse para el
porvenir) y para que aquello que la nueva reina delibere que sea
oportuno para mañana pueda disponerse, a esta hora me parece
que deben empezar las jornadas siguientes. Y por ello, en reverencia
a Aquel por quien todas las cosas viven y es nuestro consuelo, en
esta segunda jornada Filomena, joven discretísima, como reina
guiará nuestro reino.
Y dicho esto, poniéndose en pie y quitándose
la guirnalda de laurel, con reverencia a ella se la puso, y ella
primero y después todas las demás y semejantemente los
jóvenes la saludaron como a reina, y a su señorío
con complacencia se sometieron. Filomena, un tanto sonrojada de
vergüenza, viéndose coronada en aquel reino y acordándose
de las palabras poco antes dichas por Pampínea, para no
parecer gazmoña, recobrada la osadía, primeramente
confirmólos cargos dados por Pampínea y dispuso lo que
para la mañana siguiente y para la futura cena debía
hacerse y quedándose aquídonde estaban, empezó
a hablar así .
Carísimas compañeras(37)
aunque Pampínea, por su cortesía más que por mi
virtud, me haya hecho reina de todos vosotros, no me siento yo
dispuesta a seguir solamente mi juicio sobre la forma de nuestro
vivir, sino el vuestro junto con el mío, y para que lo que a
míme parece hacer sepáis, y por consiguiente añadir
y disminuir podáis a vuestro gusto, con pocas palabras
entiendo mostrároslo. Si hoy he reparado bien, los modos
seguidos por Pampínea me parece que han sido todos igualmente
loables y deleitosos; y por ello, hasta que, o por demasiada
repetición o por otra razón, no nos causen tedio, no
pienso cambiarlos. Habiendo ya, pues, comenzado las órdenes de
lo que hayamos de hacer, levantándonos de aquí, nos
iremos a pasear un rato, y cuando el sol estéponiéndose
cenaremos con la fresca y, luego de algunas cancioncillas y otros
entretenimientos, bien será que nos vayamos a dormir. Mañana,
levantándonos con la fresca, semejantemente iremos a
solazarnos a alguna parte como a cada uno le sea más agradable
hacer, y como hoy hemos hecho, igual a la hora debida volveremos a
comer; bailaremos, y cuando nos levantemos de la siesta, aquí
donde hoy hemos estado volveremos a novelar, en lo que me parece
haber grandísimo placer y utilidad a un tiempo. Y lo que
Pampínea no ha podido hacer, por haber sido ya tarde elegida
para el gobierno, quiero comenzar a hacerlo, es decir, a restringir
dentro de algunos límites aquello sobre lo cual debamos
novelar y decíroslo anticipadamente para que cada uno tenga
tiempo de poder pensar en alguna buena historia sobre el asunto
propuesto para poderla contar; el cual, si os place, sea esta vez
que, puesto que desde el principio del mundo los hombres han sido
empujados por la fortuna a casos diversos, y lo serán hasta el
fin, todos debemos contar algo sobre ello: sobre alguien que,
perseguido por diversas contrariedades, haya llegado contra toda
esperanza a buen fin.
Las mujeres y los hombres, todos por igual, alabaron
esta orden y aprobaron que se siguiese; solamente Dioneo, todos los
otros habiendo callado ya, dijo:
Señora mía, como todos éstos
han dicho, también digo yo que es sumamente placentera y
encomiable la orden por vos dada; pero como gracia especial os pido
un don, que quiero que me sea confirmado mientras nuestra compañía
dure, y es éste: que yo no sea obligado por esta ley de tener
que contar una historia según un asunto propuesto si no
quiero, sino sobre aquello que más me guste contarlo. Y para
que nadie piense que quiero esta gracia como hombre que no tenga a
mano historias, desde ahora me contentarécon ser él
último que la cuente.
La reina, que lo conocía como hombre divertido y
festivo, comprendió justamente que no lo pedía sino por
poder a la compañía alegrar con alguna historia
divertida si estuviesen cansados de tanta narración, y con
consentimiento de los demás, alegremente le concedió la
gracia; y levantándose todos, hacia un arroyo de agua
clarísima que de un montecillo descendía a un valle
sombreado con muchos árboles, entre piedras lisas y verdes
hierbecillas, con despacioso paso se fueron. Allí descalzos y
metiendo los brazos desnudos en el agua, empezaron a divertirse entre
ellos de varias maneras.
Y al acercarse la hora de la cena volvieron hacia la
villa y cenaron con gusto; después de la cena, hechos traer
los instrumentos, mandó la reina que se iniciase una danza, y
conduciéndola Laureta, que Emilia cantase una canción,
acompañada por el laúd de Dioneo. Por cuya orden,
Laureta, prestamente, comenzó una danza y la dirigió,
cantando Emilia amorosamente la siguiente canción:
Tanto me satisface mi hermosura
que en otro amor jamás
ni pensaré ni buscaré ternura.
En ella veo siempre en el espejo
el bien que satisface el intelecto(38)y ni accidente nuevo o pensar viejo
el bien me quitará que me es dilecto
pues ¿qué otro amable objeto
podré mirar jamás
que dé a mi corazón nueva ternura?
No se escapa este bien cuando deseo,
por sentir un consuelo, contemplarlo,
pues mi placer secunda, y mi recreo
de tan suave manera, que expresarlo
no podría, ni podría experimentarlo
ningún mortal jamás
que no hubiese
abrasado tal ternura.
Y yo, que a cada instante más me
enciendo,
cuanto más en él fijo la mirada,
toda
me doy a él, toda me ofrendo
gustando ya de su promesa
amada;
y tanto gozo espero a mi llegada
junto a él, que
jamás
ha sentido aquínadie tal ternura.
Terminada esta balada, que todos habían coreado
alegremente, aunque a muchos les hiciese cavilar su letra, luego de
algunas carolas, habiendo pasado ya una partecilla de la breve noche,
plugo a la reina dar fin a la primera jornada, y mandando encender
las antorchas, ordenó que todos se fuesen a descansar hasta la
mañana siguiente; por lo que, cada uno, volviéndose a
su cámara, así hizo.
TERMINA LA PRIMERA JORNADA
SEGUNDA JORNADA
COMIENZA LA SEGUNDA JORNADA DEL DECAMERóN, EN LA
QUE, BAJO EL GOBIERNO DE FILOMENA, SE RAZONA SOBRE QUIENES,
PERSEGUIDOS POR DIVERSAS CONTRARIEDADES, HAN LLEGADO, CONTRA TODA
ESPERANZA, A BUEN FIN.
Ya había el sol llevado a todas partes el nuevo
día con su luz y los pájaros daban de ello testimonio a
los oídos cantando placenteros versos sobre las verdes ramas,
cuando todas las jóvenes y los tres jóvenes, habiéndose
levantado, se entraron por los jardines y, hollando con lento paso
las hierbas húmedas de rocío, haciéndose bellas
guirnaldas acá y allá, recreándose durante largo
rato estuvieron. Y tal como habían hecho el día
anterior hicieron el presente: habiendo comido con la fresca, luego
de haber bailado alguna danza se fueron a descansar y, levantándose
de la siesta después de la hora de nona, como le plugo a su
reina, venidos al fresco pradecillo, se sentaron en torno a ella. Y
ella, que era hermosa y de muy amable aspecto, coronada con su
guirnalda de laurel, después de estar callada un poco y de
mirar a la cara a toda su compañía, mandó a
Neifile que a las futuras historias diese, con una, principio; y
ella, sin poner ninguna excusa, así , alegre, empezó a
hablar:
NOVELA PRIMERA
Martellino, fingiéndose tullido, simula curarse sobre la tumba de San
Arrigo y, conocido su engaño, es apaleado; y después de
ser apresado y estar en peligro de ser colgado, logra por fin
escaparse.
Muchas veces sucede, carísimas señoras,
que aquel que se ingenia en burlarse de otro, y máximamente de
las cosas que deben reverenciarse, se ha encontrado sólo con
las burlas y a veces con daño de sí mismo; por lo que,
para obedecer el mandato de la reina y dar principio con una historia
mía al asunto propuesto, entiendo contaros lo que, primero
desdichadamente y después (fuera de toda su esperanza) muy
felizmente, sucedió a un conciudadano nuestro.
Había, no hace todavía mucho
tiempo, un tudesco en Treviso llamado Arrigo que, siendo hombre
pobre, servía como porteador a sueldo a quien se lo solicitaba
y, a pesar de ello, era tenido por todos como hombre de santísima
y buena vida. Por lo cual, fuese verdad o no, sucedió al morir
él, según afirman los trevisanos, que a la hora de su
muerte, todas las campanas de la iglesia mayor de Treviso empezaron a
sonar sin que nadie las tocase. Lo que, tenido por milagro, todos
decían que este Arrigo era santo(39)
y corriendo toda la gente de la ciudad a la casa en que yacía
su cuerpo, lo llevaron a guisa de cuerpo santo a la iglesia mayor,
llevando allícojos, tullidos y ciegos y demás
impedidos de cualquiera enfermedad o defecto, como si todos debieran
sanar al tocar aquel cuerpo.
En tanto tumulto y movimiento de gente
sucedió que a Treviso llegaron tres de nuestros conciudadanos,
de los cuales uno se llamaba Stecchi, otro Martellino y el tercero
Marchese(40)
hombres que, yendo por las cortes de los señores, divertían
a la concurrencia distorsionándose y remedando a cualquiera
con muecas extrañas. Los cuales, no habiendo estado nunca
allí, se maravillaron de ver correr a todos y, oído el
motivo de aquello, sintieron deseos de ir a ver y, dejadas sus cosas
en un albergue, dijo Marchese:
Queremos ir a ver este santo, pero en cuanto a mí,
no veo cómo podamos llegar hasta él, porque he oído
que la plaza está llena de tudescos y de otra gente armada que
el señor de esta tierra, para que no haya alboroto, hace estar
allí, y además de esto, la iglesia, por lo que se dice,
está tan llena de gente que nadie más puede entrar.
Martellino, entonces, que deseaba ver aquello, dijo:
Que no se quede por eso, que de llegar hasta el
cuerpo santo yo encontrarébien el modo.
Dijo Marchese:
¿Cómo?
Repuso Martellino:
Te lo diré: yo me contorsionarécomo
un tullido y tú por un lado y Stecchi por el otro, como si no
pudiese andar, me vendréis sosteniendo, haciendo como que me
queréis llevar allípara que el santo me cure: no habrá
nadie que, al vernos, no nos haga sitio y nos deje pasar.
A Marchese y a Stecchi les gustó el
truco y, sin tardanza, saliendo del albergue, llegados los tres a un
lugar solitario, Martellino se retorció las manos de tal
manera, los dedos y los brazos y las piernas, y además de ello
la boca y los ojos y todo el rostro, que era cosa horrible de
ver; no habría habido nadie que lo hubiese visto que no
hubiese pensado que estaba paralítico y tullido. Y sujetado de
esta manera, entre Marchese y Stecchi, se enderezaron hacia la
iglesia, con aspecto lleno de piedad, pidiendo humildemente y por
amor de Dios a todos los que estaban delante de ellos que les
hiciesen sitio, lo que fácilmente obtenían; y en breve,
respetados por todos y todo el mundo gritando: «¡Haced
sitio, haced sitio!», llegaron allídonde estaba el
cuerpo de San Arrigo y, por algunos gentileshombres que estaban a su
alrededor, fue Martellino prestamente alzado y puesto sobre el cuerpo
para que mediante aquello pudiera alcanzar la gracia de la salud.
Martellino, como toda la gente estaba mirando lo que
pasaba con él, comenzó, como quien lo sabía
hacer muy bien, a fingir que uno de sus dedos se estiraba, y luego la
mano, y luego el brazo, y así todo entero llegar a estirarse.
Lo que, viéndolo la gente, tan gran ruido en alabanza de San
Arrigo hacían que un trueno no habría podido oírse.
Había por acaso un florentino cerca que conocía muy
bien a Martellino, pero que por estar así contorsionado cuando
fue llevado allíno lo había reconocido. El cual,
viéndolo enderezado, lo reconoció y súbitamente
empezó a reírse y a decir:
¡Señor, haz que le duela! ¿Quién
no hubiera creído al verlo venir que de verdad fuese un
lisiado?
Oyeron estas palabras unos trevisanos que, incontinenti,
le preguntaron:
¡Cómo! ¿No era éste
tullido?
A lo que el florentino repuso:
¡No lo quiera Dios! Siempre ha sido tan
derecho como nosotros, pero sabe mejor que nadie, como habéis
podido ver, hacer estas burlas de contorsionarse en las posturas que
quiere.
Como hubieron oído esto, no necesitaron otra
cosa: por la fuerza se abrieron paso y empezaron a gritar:
¡Coged preso a ese traidor que se burla de
Dios y de los santos, que no siendo tullido ha venido aquí
para escarnecer a nuestro santo y a nosotros haciéndose el
tullido!
Y, diciendo esto, le echaron las manos encima y lo
hicieron bajar de donde estaba, y cogiéndole por los pelos y
desgarrándole todos los vestidos empezaron a darle puñetazos
y puntapiés, y no se consideraba hombre quien no corría
a hacer lo mismo. Martellino gritaba:
¡Piedad, por Dios!
Y se defendía cuanto podía, pero no le
servía de nada: las patadas que le daban se multiplicaban a
cada momento. Viendo lo cual, Stecchi y Marchese empezaron a decirse
que la cosa se ponía mal; y temiendo por sí mismos, no
se atrevían a ayudarlo, gritando junto con los otros que le
matasen, aunque pensando sin embargo cómo podrían
arrancarlo de manos del pueblo. Que le hubiera matado con toda
certeza si no hubiera habido un expediente que Marchese tomó
súbitamente: que, estando allífuera toda la guardia de
la señoría, Marchese, lo antes que pudo se fue al que
estaba en representación del corregidor y le dijo:
¡Piedad, por Dios! Hay aquíalgún
malvado que me ha quitado la bolsa con sus buenos cien florines de
oro; os ruego que lo prendáis para que pueda recuperar lo mío.
Súbitamente, al oír esto, una docena de
soldados corrieron a donde el mísero Martellino era
trasquilado sin tijeras y, abriéndose paso entre la
muchedumbre con las mayores fatigas del mundo, todo apaleado y todo
roto se lo quitaron de entre las manos y lo llevaron al palacio del
corregidor, adonde, siguiéndole muchos que se sentían
escarnecidos por él, y habiendo oído que había
sido preso por descuidero, no pareciéndoles hallar más
justo título para traerle desgracia, empezaron a decir todos
que les había dado el tirón también a sus
bolsas. Oyendo todo lo cual, el juez del corregidor, que era un
hombre rudo, llevándoselo prestamente aparte le empezó
a interrogar.
Pero Martellino contestaba bromeando, como
si nada fuese aquella prisión; por lo que el juez, alterado,
haciéndolo atar con la cuerda(41)
le hizo dar unos buenos saltos, con ánimo de hacerle confesar
lo que decían para después ahorcarlo. Pero luego que se
vio con los pies en el suelo, preguntándole el juez si era
verdad lo que contra él decían, no valiéndole
decir no, dijo:
Señor mío, estoy presto a confesaros
la verdad, pero haced que cada uno de los que me acusan diga dónde
y cuándo les he quitado la bolsa, y os dirélo que yo
he hecho y lo que no.
Dijo el juez:
Que me place.
Y haciendo llamar a unos cuantos, uno decía que
se la había quitado hace ocho días, el otro que seis,
el otro que cuatro, y algunos decían que aquel mismo día.
Oyendo lo cual, Martellino dijo:
Señor mío, todos estos
mienten con toda su boca: y de que yo digo la verdad os puedo dar
esta prueba, que nunca había estado en esta ciudad y que no
estoy en ella sino desde hace poco; y al llegar, por mi desventura,
fui a ver a este cuerpo santo, donde me han trasquilado todo cuanto
veis; y que esto que digo es cierto os lo puede aclarar el oficial
del señor que registrómi entrada, y su libro(42)
y también mi posadero. Por lo que, si halláis cierto lo
que os digo, no queráis a ejemplo de esos hombres malvados
destrozarme y matarme.
Mientras las cosas estaban en estos términos,
Marchese y Stecchi, que habían oído que el juez del
corregidor procedía contra él sañudamente, y que
ya le había dado tortura, temieron mucho, diciéndose:
Mal nos hemos industriado; le hemos sacado de la
sartén para echarlo en el fuego.
Por lo que, moviéndose con toda
presteza, buscando a su posadero, le contaron todo lo que les había
sucedido; de lo que, riéndose éste, les llevó a
ver a un Sandro Agolanti(43)
que vivía en Treviso y tenía gran influencia con el
señor, y contándole todo por su orden, le rogó
que con ellos interviniera en las hazañas de Martellino, y así
se hizo. Y los que fueron a buscarlo le encontraron todavía en
camisa delante del juez y todo desmayado y muy temeroso porque el
juez no quería oír nada en su descargo, sino que, como
por acaso tuviese algún odio contra los florentinos, estaba
completamente dispuesto a hacerlo ahorcar y en ninguna guisa quería
devolverlo al señor, hasta que fue obligado a hacerlo contra
su voluntad.
Y cuando estuvo ante él, y le hubo dicho todas
las cosas por su orden, pidió que como suma gracia le dejase
irse porque, hasta que en Florencia no estuviese, siempre le
parecería tener la soga al cuello. El señor rió
grandemente de semejante aventura y, dándoles un traje por
hombre, sobrepasando la esperanza que los tres tenían de salir
con bien de tal peligro, sanos y salvos se volvieron a su casa.
NOVELA SEGUNDA
Rinaldo
de Asti, robado, va a parar a Castel Guiglielmo y es albergado por
una señora viuda, y, desagraviado de sus males, sano y salvo
vuelve a su casa.
De las desventuras de Martellino contadas por Neifile
rieron las damas desmedidamente, y sobre todo entre los jóvenes
Filostrato, a quien, como estaba sentado junto a Neifile, mandó
la reina que la siguiese en el novelar; y sin esperar, comenzó:
Bellas señoras, me siento inclinado
a contaros una historia sobre cosas católicas44)
entremezcladas con calamidades y con amores, la cual será por
ventura útil haberla oído, especialmente a quienes por
los peligrosos caminos del amor son caminantes, de los cuales quien
no haya rezado el padrenuestro de San Julián(45)
muchas veces, aunque tenga buena cama, se hospeda mal.
Había, pues, en tiempos del marqué s
Azzo de Ferrara(46)
un mercader llamado Rinaldo de Asti que, por sus negocios, había
ido a Bolonia; a los que habiendo provisto y volviendo a casa, le
sucedió que, habiendo salido de Ferrara y caminando hacia
Verona, se topó con unos que parecían mercaderes y eran
unos malhechores y hombres de mala vida y condición y,
discurriendo con ellos, siguióincautamente en su compañía.
Éstos, viéndole mercader y juzgando que
debía llevar dineros, deliberaron entre sí que a la
primera ocasión le robarían, y por ello, para que no
sintiera ninguna sospecha, como hombres humildes y de buena
condición, sólo de cosas honradas y de lealtad iban
hablando con él, haciéndose todo lo que podían y
sabían humildes y benignos a sus ojos, por lo que él
reputaba por gran ventura haberlos encontrado ya que iba solo con su
criado y su caballo. Y así caminando, de una cosa en otra,
como suele pasar en las conversaciones, llegaron a discurrir sobre
las oraciones que los hombres dirigen a Dios. Y uno de los
malhechores, que eran tres, dijo a Rinaldo:
Y vos, gentilhombre, ¿qué oración
acostumbráis a rezar cuando vais de camino?
A lo que Rinaldo repuso:
En verdad yo soy hombre asaz
ignorante y rústico, y pocas oraciones tengo a mano como que
vivo a la antigua y cuento dos sueldos por veinticuatro dineros(48)
pero no por ello he dejado de tener por costumbre al ir de camino
rezar por la mañana, cuando salgo del albergue, un
padrenuestro y un avemaría por el alma del padre y de la madre
de San Julián, después de lo que pido a Dios y a él
que la noche siguiente me deparen buen albergue. Y ya muchas veces me
he visto, yendo de camino, en grandes peligros, y escapando a todos
los cuales, he estado la noche siguiente en un buen lugar y bien
albergado; por lo que tengo firme fe en que San Julián, en
cuyo honor lo digo, me haya conseguido de Dios esta gracia; no me
parece que podría andar bien el día, ni llegar bien la
noche siguiente, si no lo hubiese rezado por la mañana.
A lo cual, el que le había preguntado dijo:
Y hoy de mañana, ¿lo habéis
dicho?
A lo que Rinaldo respondió :
Ciertamente.
Entonces aqué l, que ya sabía lo que iba a
sucederle, dijo para si «Falta te hará, porque, si
no fallamos, vas a albergarte mal según me parece». Y
luego le dijo:
Yo también he viajado mucho y
nunca lo he rezado, aunque lo haya oído a muchos recomendar, y
nunca me ha sucedido que por ello dejase de albergarme bien; y esta
noche por ventura podréis ver quién se albergará
mejor, o vos que lo habéis dicho o yo que no lo he dicho. Bien
es verdad que yo en su lugar digo el Dirupisti o la Intemerata
o el De Profundis(49)
que son, según una abuela mía solía decirme, de
grandísima virtud.
Y hablando así de varias cosas y continuando su
camino, y esperando lugar y ocasión para su mal propósito,
sucedió que, siendo ya tarde, del otro lado de Castel
Guiglielmo, al vadear un río aquellos tres, viendo la hora
tardía y el lugar solitario y oculto, lo asaltaron y lo
robaron, y dejándolo a pie y en camisa, yéndose, le
dijeron:
Anda y mira a ver si tu San Julián te da
esta noche buen albergue, que el nuestro bien nos lo dará.
Y, vadeando el río, se fueron. El criado de
Rinaldo, viendo que lo asaltaban, como vil, no hizo nada por
ayudarle, sino que dando la vuelta al caballo sobre el que estaba, no
se detuvo hasta estar en Castel Guiglielmo, y entrando allí,
siendo ya tarde, sin ninguna dificultad encontró albergue.
Rinaldo, que se había quedado en camisa y
descalzo, siendo grande el frío y nevando todavía
mucho, no sabiendo qué hacerse, viendo llegada ya la noche,
temblando y castañeteándole los dientes, empezó
a mirar alrededor en busca de algún refugio donde pudiese
estar durante la noche sin morirse de frío; pero no viendo
ninguno porque no hacía mucho que había habido guerra
en aquella comarca y todo había ardido, empujado por el frío,
se enderezó, trotando, hacia Castel Guiglielmo, no sabiendo
sin embargo que su criado hubiese huido allío a ningún
otro sitio, y pensando que si pudiera entrar allí, algún
socorro le mandaría Dios.
Pero la noche cerrada le cogiócerca de una milla
alejado del burgo, por lo que llegó allí tan tarde que,
estando las puertas cerradas y los puentes levantados, no pudo entrar
dentro. Por lo cual, llorando doliente y desconsoladamente, miraba
alrededor dónde podría ponerse que al menos no le
nevase encima; y por azar vio una casa sobre las murallas del burgo
algo saliente hacia afuera, bajo cuyo saledizo pensó quedarse
hasta que fuese de día; y yéndose allíy
habiendo encontrado una puerta bajo aquel saledizo, como estaba
cerrada, reuniendo a su pie alguna paja que por allícerca
había, triste y doliente se quedó, muchas veces
quejándose a San Julián, diciéndole que no era
digno de la fe que había puesto en él.
Pero San Julián, que le quería bien, sin
mucha tardanza le deparó un buen albergue. Había en
este burgo una señora viuda, bellísima de cuerpo como
la que más, a quien el marqué s Azzo amaba tanto como a
su vida y aquía su disposición la hacía estar.
Y vivía la dicha señora en aquella casa bajo cuyo
saledizo Rinaldo se habla ido a refugiar. Y el día anterior
por acaso había el marqué s venido aquípara
yacer por la noche con ella, y en su casa misma secretamente había
mandado prepararle un baño y suntuosamente una cena.
Y estando todo presto, y nada sino la llegada del
marqué s esperando ella, sucedió que un criado llegó
a la puerta que traía nuevas al marqué s por las cuales
tuvo que ponerse en camino súbitamente; por lo cual, mandando
decir a la señora que no lo esperase, se marchó
prestamente. Con lo que la mujer, un tanto desconsolada, no sabiendo
qué hacer, deliberómeterse en el baño preparado
para el marqué s y después cenar e irse a la cama; y
así , se metió en el baño. Estaba este baño
cerca de la puerta donde el pobre Rinaldo estaba acostado fuera de la
ciudad; por lo que, estando la señora en el baño,
sintió el llanto y la tiritona de Rinaldo, que parecía
haberse convertido en cigüeña. Y llamando a su criada, le
dijo:
Vete abajo y mira fuera de los muros al pie de esa
puerta quién hay allí, y quién es y lo que hace.
La criada fue y, ayudándola la claridad del aire,
vio al que en camisa y descalzo estaba allí, como se ha dicho,
y todo tiritando; por lo que le preguntóquién era. Y
Rinaldo, temblando tanto que apenas podía articular palabra,
quién fuese y cómo y por qué estaba allí,
lo más breve que pudo le dijo y luego lastímeramente
comenzó a rogarle que, si fuese posible, no lo dejase allí
morirse de frío durante la noche. La criada, sintiéndose
compadecida, volvió a la señora y todo le dijo; y ella,
también sintiendo piedad, se acordó que tenía la
llave de aquella puerta, que algunas veces servía a las
ocultas entradas del marqué s, y dijo:
Ve y ábrele sin hacer ruido; aquí
está esta cena que no habría quien la comiese, y para
poderlo albergar hay de sobra.
La criada, habiendo alabado mucho la humanidad de la
señora, fue y le abrió; y habiéndolo hecho
entrar, viéndolo casi yerto, le dijo la señora:
Pronto, buen hombre, entra en aquel baño,
que todavía está caliente.
Y él, sin esperar más invitaciones, lo
hizo de buena gana, y todo reconfortado con aquel calor, de la muerte
a la vida le parecióhaber vuelto. La señora le hizo
preparar ropas que habían sido de su marido, muerto poco
tiempo antes, y cuando las hubo vestido parecían hechas a su
medida; y esperando qué le mandaba la señora, empezó
a dar gracias a Dios y a San Julián que de una noche tan mala
como la que le esperaba le habían librado y a buen albergue,
por lo que parecía, conducido. Después de esto, la
señora, algo descansada, habiendo ordenado hacer un grandísimo
fuego en la chimenea de uno de sus salones, se vino allíy
preguntóqué era de aquel buen hombre. A lo que la
criada respondió :
Señora mía, se ha vestido y es un
buen mozo y parece persona de bien y de buenas maneras.
Ve, entonces dijo la señora, y
llámalo, y dile que se venga aquíal fuego, y así
cenará, que sé que no ha cenado.
Rinaldo, entrando en el salón y viendo a la
señora y pareciéndole principal, la saludó
reverentemente y las mayores gracias que supo le dio por el beneficio
que le había hecho. La señora lo vio y lo escuchó ,
y pareciéndole lo que la criada le había dicho, lo
recibió alegremente y con ella familiarmente le hizo sentarse
al fuego y le preguntósobre la desventura que le había
conducido allí, y Rinaldo le narrótodas las cosas por
su orden. Había la señora, por la llegada del criado de
Rinaldo al castillo, oído algo de ello por lo que enteramente
creyó en lo que él le contaba, y también le dijo
lo que de su criado sabía y cómo fácilmente
podría encontrarlo a la mañana siguiente.
Pero luego que la mesa fue puesta como la señora
quiso, Rinaldo con ella, lavadas las manos, se puso a cenar. Él
era alto de estatura, y hermoso y agradable de rostro y de maneras
asaz loables y graciosas, y joven de mediana edad; y la señora,
habiéndole ya muchas veces puesto los ojos encima y
apreciándolo mucho, y ya, por el marqué s que con ella
debía venir a acostarse teniendo el apetito concupiscente
despierto en la mente, después de la cena, levantándose
de la mesa, con su criada se aconsejósi le parecía
bien que ella, puesto que el marqué s la había burlado,
usase de aquel bien que la fortuna le había enviado. La
criada, conociendo el deseo de su señora, cuanto supo y pudo
la animó a seguirlo; por lo que la señora, volviendo al
fuego donde había dejado solo a Rinaldo, empezando a mirarlo
amorosamente, le dijo:
¡Ah, Rinaldo!, ¿por qué estáis
tan pensativo? ¿No creéis poder resarciros de un
caballo y de unos cuantos paños que habéis perdido?
Confortaos, poneos alegre, estáis en vuestra casa; y más
quiero deciros: que, viéndoos con esas ropas encima, que
fueron de mi difunto marido, pareciéndome vos él mismo,
me han venido esta noche más de cien veces deseos de abrazaros
y de besaros, y si no hubiera temido desagradaros por cierto que lo
habría hecho.
Rinaldo, oyendo estas palabras y viendo el relampaguear
de los ojos de la mujer, como quien no era un mentecato, se fue a su
encuentro con los brazos abiertos y dijo:
Señora mía, pensando que por vos
puedo siempre decir que estoy vivo, y mirando aquello de donde me
sacasteis, gran vileza sería la mía si yo todo lo que
pudiera seros agradable no me ingeniase en hacer; y así ,
contentad vuestro deseo de abrazarme y besarme, que yo os abrazaré
y os besarémás que a gusto.
Después de esto no necesitaron más
palabras. La mujer, que ardía toda en amoroso deseo,
prestamente se le echó en los brazos; y después que mil
veces, estrechándolo deseosamente, le hubo besado y otras
tantas fue besada por él, levantándose de allí
se fueron a la alcoba y sin esperar, acostándose, plenamente y
muchas veces, hasta que vino el día, sus deseos cumplieron.
Pero luego que empezó a salir la aurora, como
plugo a la señora, levantándose, para que aquello no
pudiera ser sospechado por nadie, dándole algunas ropas asaz
mezquinas y llenándole la bolsa de dineros, rogándole
que todo aquello tuviese secreto, habiéndole enseñado
primero qué camino debiese seguir para llegar dentro a buscar
a su criado, por aquella portezuela por donde había entrado le
hizo salir.
Él, al aclararse el día, dando muestras de
venir de más lejos, abiertas las puertas, entró en
aquel burgo y encontró a su criado; por lo que, vistiéndose
con ropas suyas que en el equipaje tenía, y pensando en
montarse en el caballo del criado, casi por milagro divino sucedió
que los tres malhechores que la noche anterior le habían
robado, por otra maldad hecha después, apresados, fueron
llevados a aquel castillo y, por su misma confesión, le fue
restituido el caballo, los paños y los dineros y no perdió
más que un par de ligas de las medías de las que no
sabían los malhechores qué habían hecho.
Por lo cual Rinaldo, dándole gracias a Dios y a
San Julián, montó a caballo, y sano y salvo volvió
a su casa; y a los tres malhechores, al día siguiente, los
llevaron a agitar los pies en el aire.
NOVELA TERCERA
Tres
jóvenes, malgastando sus bienes, se empobrecen; y un sobrino
suyo, que al volver a casa desesperado tiene como compañero de
camino a un abad, encuentra que éste es la hija del rey de
Inglaterra, la cual le toma por marido y repara los descalabros de
sus tíos restituyéndoles en su buen estado.
Fueron oídas con admiración las aventuras
de Rinaldo de Asti por las señoras y los jóvenes y
alabada su devoción, y dadas gracias a Dios y a San Julián
que le habían prestado socorro en su mayor necesidad, y no fue
por ello (aunque esto se dijese medio a escondidas) reputada por
necia la señora que había sabido coger el bien que Dios
le había mandado a casa. Y mientras que sobre la buena noche
que aqué l había pasado se razonaba entre sonrisas
maliciosas, Pampínea, que se veía al lado de
Filostrato, apercibiéndose, así como sucedió ,
que a ella le tocaba la vez, recogiéndose en sí misma,
empezó a pensar en lo que debía contar; y luego del
mandato de la reina, no menos atrevida que alegre empezó a
hablar así :
Valerosas señoras, cuanto más se habla de
los hechos de la fortuna, tanto mas, a quien quiere bien mirar sus
casos, queda por contar; y de ello nadie debe maravillarse si
discretamente piensa que todas las cosas que nosotros neciamente
nuestras llamamos están en sus manos y por consiguiente, por
ella, según su oculto juicio, sin ninguna pausa, de uno en
otro y de otro en uno sucesivamente sin ningún orden conocido
por nosotros son cambiadas. Lo que, aunque con plena fidelidad, en
todas las cosas y todo el día se muestre, y además haya
sido antes mostrado en algunas historias, no dejaré(ya que
place a nuestra reina que de ello se hable), tal vez no sin utilidad
de los oyentes, de añadir a las contadas una historia más,
que pienso que deberá agradaros.
Hubo en nuestra ciudad un caballero cuyo
nombre era micer Tebaldo, el cual, según quieren algunos, fue
de los Lamberti y otros afirman haber sido de los Agolanti,
fundándose tal vez, más que en otra cosa, en el oficio
que sus hijos después de él han hecho, conforme al que
siempre los Agolanti han hecho y hacen(50)
Pero dejando a un lado a cuál de las dos casas perteneciese,
digo que fue éste en sus tiempos riquísimo caballero y
tuvo tres hijos, el primero de los cuales tuvo por nombre Lamberto,
el segundo Tebaldo y el tercero Agolante, ya hermosos y corteses
jóvenes, aunque el mayor no llegase a dieciocho años,
cuando este riquísimo micer Tebaldo vino a morir, y a ellos,
como a sus herederos legítimos, todos sus bienes muebles e
inmuebles dejó.
Los cuales, viéndose quedar riquísimos en
campesinos y en posesiones, sin ningún otro gobierno sino su
propio placer, sin ningún freno ni contención empezaron
a gastar teniendo numerosísimos criados y muchos y buenos
caballos y perros y aves y continuamente huéspedes, dando y
justando y haciendo no solamente lo que a gentileshombres
corresponde, sino también aquello que en su apetito juvenil
les venía en gana hacer. Y no habían llevado mucho
tiempo tal vida cuando el tesoro dejado por el padre disminuyó
y no bastándoles para los comenzados gastos sus rentas,
comenzaron a empeñar y a vender las posesiones; y hoy una,
mañana otra vendiendo, apenas se dieron cuenta cuando se
vieron venidos a la nada y se abrieron a la pobreza sus ojos, que la
riqueza había tenido cerrados.
Por lo cual Lamberto, llamando un día a los otros
dos, les dijo cuán grande había sido la honorabilidad
del padre y cuánta la suya, y cuánta su riqueza y cuál
la pobreza a la que por su desordenado gastar habían venido; y
lo mejor que supo, antes de que más aparente fuese su miseria,
les animó a vender con él mismo lo poco que les quedaba
y a irse; y así lo hicieron.
Y sin despedirse ni hacer ninguna pompa, salidos de
Florencia, no se detuvieron hasta que estuvieron en Inglaterra, y
allí, tomando una casita en Londres, haciendo pequeñísimos
gastos, duramente comenzaron a prestar a usura; y tan favorable les
fue la fortuna en este lugar que en pocos años una grandísima
cantidad de dineros ganaron. Por lo cual, con ellos, sucesivamente
uno u otro volviendo a Florencia, gran parte de sus posesiones
volvieron a comprar y muchas otras compraron además de
aqué llas, y tomaron mujer; y, para continuar prestando en
Inglaterra, a atender sus negocios mandaron a un joven sobrino suyo
que tenía por nombre Alessandro, y ellos tres en Florencia,
habiendo olvidado a qué partido les había llevado el
desmedido gasto otras veces, a pesar de que con familia todos habían
venido, más que nunca excesivamente gastaban y tenían
sumo crédito con todos los mercaderes y por cualquier cantidad
grande de dinero.
Los cuales gastos unos cuantos años
ayudó a sostener la moneda que les mandaba Alessandro, que se
había puesto a prestar a barones sobre sus castillos y otras
rentas suyas, los cuales con grandes rendimientos bien le respondían.
Y mientras así los tres hermanos abundantemente gastaban y
cuando les faltaba dinero lo tomaban en préstamo, teniendo
siempre su esperanza en Inglaterra, sucedió que, contra la
opinión de todos, comenzó en Inglaterra una guerra
entre el rey y un hijo suyo por la cual se dividió toda la
isla(51)
y quién apoyaba a uno y quién al otro: por la cual cosa
fueron todos los castillos de los barones quitados a Alessandro y no
había ninguna otra renta que de algo le respondiese. Y
esperándose que cualquier día entre el hijo y el padre
debía hacerse la paz y por consiguiente todas las cosas
restituidas a Alessandro, rendimientos y capital, Alessandro de la
isla no se iba, y los tres hermanos, que en Florencia estaban, en
nada sus gastos grandísimos limitaban, tomando prestado más
cada día. Pero luego de que en muchos años ningún
efecto se vio seguir a la esperanza tenida, los tres hermanos no sólo
el crédito perdieron sino que, queriendo aquellos a quienes
debían ser pagados, fueron súbitamente presos; y no
bastando sus posesiones para pagar, por lo que faltaba quedaron en
prisión, y de sus mujeres y los hijos pequeños quién
se fue al campo y quién aquí y quién allá
con bastante pobres avíos, no sabiendo ya qué debiesen
esperar sino mísera vida siempre.
Alessandro, que en Inglaterra la paz muchos
años esperado había, viendo que no llegaba y
pareciéndole que se quedaba allíno menos con peligro
de su vida que en vano, habiendo deliberado volver a Italia solo, se
puso en camino. Y por acaso, al salir de Brujas, vio que salía
igualmente un abad blanco(52)
acompañado de muchos monjes y con muchos criados y precedido
de gran equipaje; junto al cual venían dos caballeros viejos y
parientes del rey, a los cuales; como a conocidos, acercándose
Alessandro, por ellos en su compañía fue de buena gana
recibido. Caminando, pues, Alessandro con ellos, graciosamente les
preguntóquiénes fuesen los monjes que con tanto
séquito cabalgaban delante y a dónde iban. A lo que uno
de los caballeros repuso:
Este que cabalga delante es un joven pariente
nuestro, recientemente elegido abad de una de las mayores abadías
de Inglaterra; y porque es más joven de lo que las leyes
mandan para tal dignidad, vamos nosotros con él a Roma a
impetrar del santo padre que, a pesar de su tierna edad, lo dispense
y luego en la dignidad lo confirme: porque esto no se puede tratar
con nadie más.
Caminando, pues, el novel abad ora delante de sus
criados ora junto a ellos, así como vemos que hacen todos los
días por los caminos los señores, le sucedió ver
a Alessandro junto a él al caminar, el cual era asaz joven, en
la persona y en el rostro hermosísimo y, cuanto cualquiera
podía serlo, cortés y agradable y de buenas maneras; el
cual maravillosamente le gustó a primera vista más que
nada le había gustado nunca, y llamándolo junto a sí ,
con él empezó a conversar placenteramente y a
preguntarle quién era, de dónde venía y adónde
iba. A lo cual Alessandro todo sobre su condición francamente
dijo y satisfizo sus preguntas, y él mismo a su servicio,
aunque poco pudiese, se ofreció. El abad, oyendo su conversar
bello y ordenado y más detalladamente considerando sus
maneras, y pensando para sí que a pesar de que su oficio había
sido servil, era gentilhombre, más en su agrado se encendió ;
y ya lleno de compasión por sus desgracias, asaz familiarmente
le confortó y le dijo que tuviera buena esperanza porque, si
hombre de pro era, aún Dios le repondría en donde la
fortuna le había arrojado y aún más arriba; y le
rogó que, puesto que hacia Toscana iba, quisiera quedarse en
su compañía, como fuese que él también
allíiba. Alessandro le dio gracias por el consuelo y le dijo
que estaba pronto a todos sus mandatos. Caminando, pues, el abad, en
cuyo pecho se revolvían extrañas cosas sobre el visto
Alessandro, sucedió que después de algunos días
llegaron a una villa que no estaba demasiado ricamente provista de
albergues, y queriendo allí albergar al abad, Alessandro en
casa de un posadero que le era muy conocido le hizo desmontar y le
hizo preparar una alcoba en el lugar menos incómodo de la
casa. Y, convertido ya casi en mayordomo del abad, como quien estaba
muy avezado a ello, como mejor pudo alojando por la villa a todo el
séquito, quién aquí y quién allí,
habiendo ya cenado el abad y ya siendo noche cerrada, y todos los
hombres idos a dormir, Alessandro preguntó al posadero dónde
podría dormir él. A lo que el posadero le respondió :
En verdad que no lo sé ; ves que todo está
lleno, y puedes ver a mis criados dormir en los bancos, pero en la
alcoba del abad hay unos arcones a los que te puedo llevar y poner
encima algún colchó n y allí, si te parece bien,
como mejor puedas acuéstate esta noche.
A lo que Alessandro dijo:
¿Cómo voy a ir a la alcoba del abad,
que sabes que es pequeña y por su estrechez no ha podido
acostarse allíninguno de sus monjes? Si yo me hubiera dado
cuenta de ello cuando se corrieron las cortinas habría hecho
dormir sobre los arcones a sus monjes y yo me habría quedado
donde los monjes duermen.
A lo que el posadero dijo:
Pero así está el asunto, y puedes,
si quieres, estar allílo mejor del mundo; el abad duerme y
las cortinas están corridas, yo te traerésin hacer
ruido una manta, ve a dormir.
Alessandro viendo que esto podía hacerse sin
ninguna molestia para el abad, dio su acuerdo, y lo más
calladamente que pudo se acomodó allí. El abad, que no
dormía, sino que pensaba vehementemente en sus extraños
deseos, oía lo que el posadero y Alessandro hablaban, y
también había oído dónde se había
acostado Alessandro; por lo que entre sí , muy contento, empezó
a decir:
Dios ha mandado ocasión a mis deseos; si no
la aprovecho, por acaso no volverá en mucho tiempo.
Y decidiéndose del todo a aprovecharla,
pareciéndole todo reposado en el albergue, con baja voz llamó
a Alessandro y le dijo que se acostase junto a él; el cual,
luego de muchas negativas, desnudándose se acostó allí.
El abad, poniéndole la mano en el pecho le empezó a
tocar no de otra manera que suelen hacer las deseosas jóvenes
a sus amantes; de lo que Alessandro se maravillómucho, y dudó
si el abad, impulsado por deshonesto amor, se movía a tocarlo
de aquella manera. La cual duda, o por presumirla o por algún
gesto que Alessandro hiciese, súbitamente conoció el
abad, y sonrió: y prontamente quitándose una camisa que
llevaba encima tomó la mano de Alessandro y se la puso sobre
el pecho diciéndole:
Alessandro, arroja fuera tus pensamientos necios,
y buscando aquí, conoce lo que escondo.
Alessandro, puesta la mano sobre el pecho del abad,
encontródos teticas redondas y firmes y delicadas, no de otro
modo que si hubieran sido de marfil; encontradas las cuales y
conocido en seguida que éste era mujer, sin esperar otra
invitación, abrazándola prontamente la quería
besar, cuando ella le dijo:
Antes de que te acerques, escucha lo que quiero
decirte. Como puedes conocer, soy mujer y no hombre; y, doncella, me
partíde mi casa y al papa iba a que me diera marido: o por tu
ventura o por mi desdicha, al verte el otro día, así me
hizo arder por ti Amor como mujer no hubo nunca que tanto amase a un
hombre; y por ello he deliberado quererte por marido antes que a
ningún otro. Si no me quieres por mujer, salte de aquí
en seguida y vuelve a tu sitio.
Alessandro, aunque no la conocía,
considerando la compañía que llevaba, estimó que
debía ser noble y rica, y hermosísima la veía;
por lo que, sin demasiado largo pensamiento, repuso que, si le placía
aquello, a él mucho le agradaba. Ella entonces, levantándose
y sentándose sobre la cama, delante de una tablilla donde
estaba la efigie de Nuestro Señor, poniéndole en
la mano un anillo, se hizo desposar por él y después,
abrazados juntos, con gran placer de cada una de las partes, cuanto
quedaba de aquella noche se solazaron.
Y conviniendo entre ellos el modo y la manera para los
hechos futuros, al venir el día, Alessandro por el mismo lugar
de la alcoba saliendo que había entrado, sin saber ninguno
dónde hubiese dormido durante la noche, alegre sobremanera,
con el abad y con su compañía se puso en camino, y
luego de muchas jornadas llegaron a Roma. Y allí, después
de que algunos días se hubieron quedado, el abad con los dos
caballeros y con Alessandro, sin nadie más, entraron a ver al
papa; y hecha la debida reverencia, así comenzó a
hablar el abad:
Santo padre, así como vos mejor que nadie
debéis saber, todos los que iban y honestamente quieren vivir
deben, en cuanto pueden, huir toda ocasión que a obrar de otro
modo pudiese conducirles; lo cual para que yo, que honestamente vivir
deseo, pudiese hacer cumplidamente, en el hábito en que me
veis escapada secretamente con grandísima parte de los tesoros
del rey de Inglaterra, mi padre, el cual al rey de Escocia, señor
viejísimo, siendo yo joven como me veis, me quería dar
por mujer, para venir aquí, a fin de que vuestra santidad me
diese marido, me puse en camino. Y no me hizo tanto huir la vejez del
rey de Escocia cuanto el temor de hacer, por la fragilidad de mi
juventud, si con él fuese casada, algo que fuese contra las
divinas leyes y contra el honor de la sangre real de mi padre. Y así
dispuesta viniendo, Dios, el cual sólo óptimamente
conoce lo que cada uno ha menester, creo que por su misericordia, a
aquel a quien a Él placía que fuese mi marido me puso
delante de los ojos: y aqué l fue este joven y mostró
a Alessandro que vos veis junto a mí, cuyas costumbres y
mérito son dignos de cualquier gran señora, aunque
quizá la nobleza de su sangre no sea tan clara como es la
real. A él, pues, he tomado y a él quiero, y no tendré
nunca a nadie más, parézcale lo que le parezca de ello
a mi padre o a los demás, por lo que la principal razón
que me movió ha desaparecido; pero me complació
completar el camino, tanto por visitar los santos lugares y dignos de
reverencia, de los cuales está llena esta ciudad, como a
vuestra santidad, y también para que por vos el matrimonio
contraído entre Alessandro y yo solamente en la presencia de
Dios, hiciera yo público ante la vuestra y consiguientemente
ante la presencia de los demás hombres. Por lo que
humildemente os ruego que aquello que a Dios y a míha placido
os sea grato y que me deis vuestra bendición, para que con
ella, como con mayor certidumbre del placer de Aquel del cual sois
vicario, podamos juntos, a honor de Dios y vuestro, vivir y
finalmente morir.
Maravillóse Alessandro oyendo que su mujer era
hija del rey de Inglaterra, y se llenóde extraordinaria
alegría oculta; pero más se maravillaron los dos
caballeros y tanto se enojaron que si en otra parte y no delante del
papa hubieran estado, habrían a Alessandro y tal vez a la
mujer hecho alguna villanía.
Por otra parte, el papa se maravillómucho tanto
del hábito de la mujer como de su elección; pero
sabiendo que no se podía dar vuelta atrás, quiso
satisfacer su ruego y primeramente consolando a los caballeros, a
quienes sabía airados, y poniéndolos en buena paz con
la señora y con Alessandro, dio órdenes para hacer lo
que hubiera menester. Y el día fijado por él siendo
llegado, ante todos los cardenales y otros muchos grandes hombres de
pro, los cuales invitados a una grandísima fiesta preparada
por él habían venido, hizo venir a la señora
regiamente vestida, la cual tan hermosa y atrayente parecía
que merecidamente era por todos alabada, y del mismo modo Alessandro
espléndidamente vestido, en apariencia y en modales nada
parecía un joven que a usura hubiese prestado sino más
bien de sangre real, y por los dos caballeros muy honrado; y aquí
de nuevo hizo celebrar solemnemente los esponsales, y luego, hechas
bien y magníficamente las bodas, con su bendición los
despidió .
Plugo a Alessandro, y también a la señora,
al partir de Roma venir a Florencia donde ya había llegado la
fama de la noticia; y allí, recibidos por los ciudadanos con
sumo honor, hizo la señora liberar a los tres hermanos,
habiendo hecho primero pagar a todo el mundo y devolverles sus
posesiones a ellos y sus mujeres. Por lo cual, con buenos deseos de
todos, Alessandro con su mujer, llevándose consigo a Agolante,
se fue de Florencia y llegados a París, honorablemente fueron
recibidos por el rey. De allíse fueron los dos caballeros a
Inglaterra, y tanto se afanaron con el rey que les devolvió su
gracia y con grandísima fiesta recibió a ella y a su
yerno; al cual poco después hizo caballero y le dio el condado
de Cornualles.
Y él fue tan capaz, y tanto supo hacer que
reconcilió al hijo con el padre, de lo que se siguió
gran bien a la isla y se ganó el amor y la gracia de todos los
del país y Agolante recobrótodo lo que le debían
enteramente, y rico sobremanera se volvió a Florencia,
habiéndolo primero armado caballero el conde Alessandro. El
conde, luego, con su mujer gloriosamente vivió , y según
lo que algunos dicen, con su juicio y valor y la ayuda del suegro
conquistóluego Escocia de la que fue coronado rey.
NOVELA CUARTA
Landolfo
Rúfolo, empobrecido, se hace corsario y, preso por los
genoveses, naufraga y se salva sobre una arqueta llena de joyas
preciosísimas, y recogido en Corfúpor una mujer, rico
vuelve a su casa.
Laureta estaba sentada junto a Pampínea; y
viéndola llegar al triunfal final de su historia, sin esperar
otra cosa empezó a hablar de esta guisa:
Graciosísimas damas, ninguna obra de la fortuna,
según mi juicio, puede verse mayor que ver a alguien desde la
extrema miseria al estado real elevarse, como la historia de Pampínea
nos ha mostrado que sucedió a su Alessandro. Y por ello, a
cualquiera que sobre la propuesta materia de aquíen adelante
novelare, le será necesario contar algo más acá
de estos límites y no me avergonzaréyo de contar una
historia que, aunque contenga mayores miserias, no tenga tan
espléndido desenlace. Bien sé que, teniendo aqué lla
presente, será la mía escuchada con menor diligencia;
pero como no puedo hacer de otro modo, serédisculpada por
ello.
Se cree que el litoral desde Reggio a Caeta es la parte
más deleitosa de Italia; en la cual, junto a Salerno hay un
acantilado que avanza sobre el mar al que los habitantes llaman la
costa de Amalfi, llena de pequeñas ciudades, de jardines y de
fuentes, y de hombres ricos y emprendedores en empresas mercantiles
tanto como ningunos otros. Entre las cuales ciudadecillas hay una
llamada Ravello en la que, si hoy hay hombres ricos, había
hace tiempo uno que fue riquísimo, llamado Landolfo Rúfolo;
al cual, no bastándole su riqueza, deseando duplicarla, estuvo
a punto de perderse con toda ella a sí mismo. Este, pues, así
como suele ser el uso de los mercaderes, hechos sus cálculos,
compró un grandísimo barco y con sus dineros lo cargó
todo de varias mercancías y anduvo con él a Chipre.
Allí, con aquella misma calidad de mercancías
que él había llevado, encontró que habían
llegado otros barcos; por la cual razón no solamente tuvo que
vender a bajo precio aquello que llevado había, sino que, para
colocar sus cosas, tuvo casi que tirar algunas; con lo que cerca
estuvo de arruinarse. Y sintiendo por ello grandísima
pesadumbre, no sabiendo qué hacerse y viéndose de
hombre riquísimo en breve tiempo convertido en casi pobre,
decidió o morir o robando resarcirse de sus males, para que
allíde donde rico había partido no fuese a volver
pobre.
Y encontrando un comprador de su gran barco, con
aquellos dineros y con los otros que le había valido su
mercancía, compró un barquito ligero para piratear, y
con todas las cosas necesarias a tal servicio lo armó y lo
guarnecióóptimamente, y se dio a apropiarse las cosas
de los demás, y máximamente de los turcos. En cuya
tarea le fue la fortuna mucho más benévola que le había
sido en comerciar. Quizás en un solo año robó y
prendió tantos barcos de turcos que se encontró con que
no sólo había vuelto a ganar lo suyo que había
perdido en el comercio, sino que con mucho lo había duplicado.
Por lo cual, enseñado por el dolor
de la primera pérdida, conociendo que tenía bastante,
para no caer en la segunda, se aconsejó a sí mismo que
aquello que tenía, sin querer más, debía
bastarle, y por ello se dispuso a volver con ello a su casa: y
temeroso del comercio no se molestó en invertir de otra manera
sus dineros sino que en aquel barquito con el cual los había
ganado, haciendo los remos a la mar, emprendió el regreso.
Y ya al Archipiélago(53)
llegado, levantóse por la noche un siroco que no solamente era
contrario a su ruta sino que hacía una mar gruesísima y
su pequeño barco no hubiera podido soportarlo, y en un
entrante del mar que tenía una islita, de aquel viento al
cubierto se recogió, proponiéndose allí
esperarlo mejor.
En la cual caleta, estando poco rato, dos
grandes cocas(54)
de genoveses que venían de Constantinopla, para huir de lo
mismo que Landolfo huido había, llegaron con trabajo; y sus
gentes, visto el barquichuelo y cortándole el camino para
poder irse, oyendo de quién era y ya por la fama sabiéndole
riquísimo, como hombres que eran naturalmente deseosos de
pecunia y rapaces, a tomarlo se dispusieron.
Y, haciendo bajar a tierra parte de sus gentes, con
ballestas y bien armadas, las hicieron ir a lugar tal que del
barquichuelo ninguna persona, si no quería ser asaeteada,
podía descender; y ellos haciéndose remolcar por las
chalupas y ayudados por el mar, se acostaron al pequeño barco
de Landolfo, y con poco trabajo en poco tiempo, con toda su chusma y
sin perder un solo hombre, se apoderaron de él a mansalva; y
haciendo venir a Landolfo sobre una de las dos cocas y cogiendo todo
lo que había en el barquichuelo, lo hundieron, apresándole
a él, cubierto sólo de un pobre justillo.
Al día siguiente, habiendo mudado el viento, las
naves viniendo hacia Poniente, izaron las velas, y todo aquel día
prósperamente vinieron su camino; pero al caer la tarde se
levantó un viento tempestuoso, que haciendo las olas altísimas
separó a una coca de la otra. Y por la fuerza de este viento
sucedió que aquella en que iba el mísero y pobre
Landolfo, con grandísimo ímpetu cerca de la isla de
Cefalonia chocó contra un arrecife y no de otra manera que un
vidrio golpeado contra un muro se abriótoda y se hizo
pedazos; por lo que los desdichados miserables que en ella estaban,
estando ya el mar todo lleno de mercancías que flotaban y de
cajones y de tablas, como en casos semejantes suele suceder, aun
cuando oscurísima la noche estuviese y el mar gruesísimo
e hinchado, nadando quienes sabían nadar, empezaron a asirse a
las cosas que por azar se les paraban delante.
Entre los cuales el mísero Landolfo, aun cuando
el día anterior había llamado a la muerte muchas veces,
prefiriendo quererla mejor que retornar a casa pobre como se veía,
al verla cerca tuvo miedo de ella; y como los demás, al
venirle a las manos una tabla se asió a ella, por si Dios,
retardando él el ahogarse, le mandase alguna ayuda en su
salvación: y a caballo de aqué lla como mejor podía,
viéndose arrastrado por el mar y el viento ora acá ora
allá se sostuvo hasta el clarear del día. Venido el
cual, mirando en torno, ninguna cosa sino nubes y mar veía y
un cofre que, flotando sobre las olas del mar, a veces con grandísimo
temor suyo se le acercaba: temiendo que aquel cofre le golpease de
modo que lo ahogara, y siempre que junto a él venía,
cuanto podía, con la mano, aunque pocas fuerzas le quedaran,
lo alejaba.
Pero como quiera que fuesen las cosas sucedió
que, desencadenándose de súbito en el aire un nudo de
viento y habiendo penetrado en el mar, en aquel cofre un golpe tan
fuerte dio, y el cofre en la tabla sobre la que Landolfo estaba, que,
volcada por la fuerza, soltándola Landolfo fue bajo las olas y
volvió arriba nadando, más por el miedo que por las
fuerzas ayudado, y vio muy alejada de él la tabla; por lo que,
temiendo no poder llegar a ella, se acercó al cofre, que
estaba bastante cerca, y puesto el pecho sobre su tapa, como mejor
podía con los brazos la conducía derecha.
Y de esta manera, arrojado por el mar ora aquí
ora allí, sin comer, como quien no tiene qué , y
bebiendo más de lo que habría querido, sin saber dónde
estuviese ni ver otra cosa que olas, permaneciótodo aquel día
y noche siguiente. Y al día siguiente, o por placer de Dios o
porque la fuerza del viento así lo hiciera, éste,
convertido en una esponja, agarrándose fuerte con ambas manos
a los bordillos del cofre a guisa de lo que vemos hacer a quienes
están por ahogarse cuando cogen alguna cosa, llegó a la
playa de la isla de Corfú, donde una pobre mujercita lavaba y
pulía por acaso sus cacharros con la arena y el agua salada.
La cual, al verle avecinarse, no distinguiendo en él forma
alguna, temiendo y gritando retrocedió .
Él no podía hablar y poco veía, y
por ello nada le dijo; pero mandándolo hacia la tierra el mar,
ella apercibió la forma del cofre, y mirando después
más fijamente y viendo distinguióprimeramente los
mismos brazos sobre el cofre, y luego reconoció la cara y ser
lo que era se imaginó. Por lo que, a compasión movida,
adentróse un tanto por el mar que estaba ya tranquilo y,
agarrándolo por los cabellos, con todo el cofre lo arrastró
a tierra, y allícon trabajo las manos del cofre
desenganchándole, y puesto éste al cuidado de una hija
suya que con ella estaba, lo llevó a tierra como a un niño
pequeño y, poniéndolo en un baño caliente, tanto
lo refregó y lavó con el agua caliente, que volvió
a él el perdido calor y algunas de las fuerzas desaparecidas;
y cuando le parecióoportuno le atendió y con algo de
buen vino y de confituras le reconfortó, y algunos días
lo tuvo lo mejor que pudo hasta que él, recuperadas las
fuerzas, se dio cuenta de dónde estaba.
Por lo que a la buena mujer le pareciódeber
devolverle su cofre, que ella había salvado, y decirle que en
adelante se buscase su ventura; y así lo hizo. Él, que
de ningún cofre se acordaba, lo cogiósin embargo,
visto que se lo daba la buena mujer, pensando que no debía
valer tan poco que no le sirviese para los gastos de algún
día; y al encontrarlo muy ligero, asaz menguósu
esperanza. Pero no por ello, no estando en casa la buena mujer, dejó
de desclavarlo para ver lo que habla dentro, y encontró en el
muchas piedras preciosas, engarzadas y sueltas, de las que algo
entendía. Y viendo las cuales y conociéndolas de gran
valor, alabando a Dios que aún no había querido
abandonarle, todo se reconfortó; pero como quien en poco
tiempo había sido fieramente asaeteado por la fortuna dos
veces, temiendo la tercera, pensó que le convenía tener
mucha cautela para poder llevar aquellas cosas a su casa; por lo que
en algunos harapos, como mejor pudo, envolviéndolas, dijo a la
buena mujer que no necesitaba ya el cofre, pero que, si le placía,
le diera un saco y se quedase con él.
La buena mujer lo hizo de buena gana; y él,
dándole las mayores gracias que podía por el beneficio
recibido de ella, guardándose el saco en el regazo, de ella se
separó; y subido a una barca, pasó a Brindisi y desde
allí, de costa en costa se dirigió a Trani, donde,
encontrando a unos ciudadanos suyos que eran pañeros, como por
amor de Dios le vistieron, habiéndoles contado antes todas sus
aventuras, salvo la del cofre; y además prestándole
caballo y dándole compañía hasta Ravello donde
para siempre decía querer volver, le enviaron.
Aquí, pareciéndole estar seguro, dándole
gracias a Dios que lo había guiado allí, desató
su saquito, y con más diligencia buscando todo que nunca había
hecho antes, se encontró que tenía tantas y tales
piedras que, vendiéndolas a su precio y aun a menos, era dos
veces más rico que cuando se había ido. Y encontrando
el modo de despachar sus piedras, hasta Corfúmandó una
buena cantidad de dineros, por valerlos el servicio recibido, a la
buena mujer que lo había sacado del mar; y lo mismo hizo a
Trani a quienes le habían dado de vestir; y lo restante, sin
querer comerciar ya más, lo retuvo y honorablemente vivió
hasta el fin.
NOVELA QUINTA
A Andreuccio de Perusa, llegado a Nápoles a
comprar caballos, le suceden en una noche tres graves desventuras, y
salvándose de todas, se vuelve a casa con un rubí.
Las piedras preciosas encontradas por Landolfo empezó
Fiameta, a quien le tocaba la vez de novelar me han traído
a la memoria una historia que no contiene menos peligros que la
narrada por Laureta, pero es diferente de ella en que aqué llos
tal vez en varios años y éstos en el espacio de una
noche se sucedieron, como vais a oír.
Hubo, según he oído, en Perusa, un joven
cuyo nombre era Andreuccio de Prieto, tratante en caballos, el cual,
habiendo oído que en Nápoles se compraban caballos a
buen precio, metiéndose en la bolsa quinientos florines de
oro, no habiendo nunca salido de su tierra, con otros mercaderes allá
se fue; donde, llegado un domingo al atardecer e informado por su
posadero, a la mañana siguiente bajó al mercado, y
muchos vio y muchos le pluguieron y entró en tratos sobre
muchos, pero no pudiendo concertarse sobre ninguno, para mostrar que
a comprar había ido, como rudo y poco cauto, muchas veces en
presencia de quien iba y de quien venia sacófuera la bolsa
donde tenía los florines.
Y estando en estos tratos, habiendo mostrado su bolsa,
sucedió que una joven siciliana bellísima, pero
dispuesta por pequeño precio a complacer a cualquier hombre,
sin que él la viera pasócerca de él y vio su
bolsa, y súbitamente se dijo:
¿Quién estaría mejor que yo
si aquellos dineros fuesen míos? y siguió
adelante.
Y estaba con esta joven una vieja igualmente siciliana
la cual, al ver a Andreuccio, dejando seguir la joven, afectuosamente
corrió a abrazarlo; lo que viendo la joven, sin decir nada,
aparte la empezó a esperar. Andreuccio volviéndose
hacia la vieja la conoció y le hizo grandes fiestas
prometiéndole ella venir a su posada, y sin quedarse allí
más, se fue, y Andreuccio volvió a sus tratos; pero
nada compró por la mañana.
La joven, que primero la bolsa de Andreuccio y luego la
familiaridad de su vieja con él había visto, por probar
si había modo de que ella pudiese hacerse con aquellos
dineros, o todos o en parte, cautamente empezó a preguntarle
quién fuese él y de dónde, y qué hacía
aquí y cómo le conocía. Y ella, todo con todo
detalle de los asuntos de Andreuccio le dijo, como con poca
diferencia lo hubiera dicho él mismo, como quien largamente en
Sicilia con el padre de éste y luego en Perusa había
estado, e igualmente le contódónde paraba y por qué
había venido.
La joven, plenamente informada del linaje de él y
de los nombres, para proveer a su apetito, con aguda malicia, fundó
sobre ello su plan; y, volviéndose a casa, dio a la vieja
trabajo para todo el día para que no pudiese volver a
Andreuccio; y tomando una criadita suya a quien había enseñado
muy bien a tales servicios, hacia el anochecer la mandó a la
posada donde Andreuccio paraba. Y llegada allí, por acaso a él
mismo, y solo, encontró a la puerta, y le preguntó por
él mismo; a lo cual, diciéndole él que él
era, ella llevándolo aparte, le dijo:
Señor mío, una noble dama de esta
tierra, si os pluguiese, querría hablar con vos.
Y él, al oírla, considerándose bien
y pareciéndole ser un buen mozo, pensó que aquella tal
dama debía estar enamorada de él, como si otro mejor
mozo que él no se encontrase entonces en Nápoles, y
prontamente repuso que estaba dispuesto y le preguntódónde
y cuándo aquella dama quería hablarle. A lo que la
criadita respondió :
Señor, cuando os plaza venir, os espera en
su casa.
Andreuccio, prestamente y sin decir nada en la posada,
dijo:
Pues vamos, ve delante; yo irétras de ti.
Con lo que la criadita a casa de aqué lla le
condujo, que vivía en un barrio llamado Malpertuggio que cuán
honesto barrio era, su nombre mismo lo demuestra. Pero él, no
sabiéndolo ni sospechándolo, creyéndose que iba
a un honestísimo lugar y a una señora honrada, sin
precauciones, entrada la criadita delante, entró en su casa; y
al subir las escaleras, habiendo ya la criadita a su señora
llamado y dicho: «¡Aquíestá Andreuccio!»,
la vio arriba de la escalera asomarse y esperarlo.
Y ella era todavía bastante joven, alta de
estatura y con hermosísimo rostro, vestida y adornada asaz
honradamente. Y al aproximarse a ella Andreuccio, bajótres
escalones a su encuentro con los brazos abiertos y echándosele
al cuello un rato lo estuvo abrazando sin decir nada, como si una
invencible ternura le impidiese hacerlo; después, derramando
lágrimas le besó en la frente, y con voz algo rota
dijo:
¡Oh, Andreuccio mío, sé bien
venido!
Éste, maravillándose de caricias tan
tiernas, todo estupefacto repuso:
¡Señora, bien hallada seáis!
Ella, después, tomándole de la mano le
llevó abajo a su salón y desde allí, sin nada
más decir, con él entró en su cámara, la
cual a rosas, a flores de azahar y a otros olores olía toda, y
allívio un bellísimo lecho encortinado y muchos paños
colgados de los travesaños según la costumbre de allí,
y otros muy bellos y ricos arreos; por las cuales cosas, como
inexperto que era, firmemente creyó que ella no era menos que
gran señora. Y sentándose sobre un arca que estaba al
pie de su lecho, así empezó a hablarle:
Andreuccio, estoy segura de que te
maravillas de las caricias que te hago y de mis lágrimas, como
quien no me conoce y por ventura nunca me oíste recordar: pero
pronto oirás algo que tal vez te haga maravillarte más,
como es que yo soy tu hermana; y te digo que, pues que Dios me ha
hecho tan grande gracia que antes de mi muerte haya visto a alguno de
mis hermanos, aunque deseo veros a todos, no me moriré en hora
que, consolada, no muera. Y si esto tal vez nunca lo has oído,
te lo voy a decir. Pietro, padre mío y tuyo, como creo que
habrás podido saber, vivió largamente en Palermo, y por
su bondad y agrado fue y todavía es por quienes le conocieron
amado; pero entre otros que mucho le amaron, mi madre, que fue una
mujer noble y entonces era viuda, fue quien más le amó,
tanto, que depuesto el temor a su padre, a sus hermanos y su honor,
de tal guisa se familiarizó con él que nacíyo,
y estoy aquícomo me ves. Después, llegada la ocasión
a Pietro de irse de Palermo y volver a Perusa, a mi, siendo muy niña,
me dejó con mi madre, y nunca más, por lo que yo sé ,
ni de mí ni de ella se acordó: por lo que yo, si mi
padre no fuera, mucho le reprobaría, teniendo en cuenta la
ingratitud suya hacia mi madre mostrada, y no menos el amor que a mí,
como a su hija no nacida de criada ni de vil mujer, debía
tener; y que ella, sin saber de otra manera quién fuese él,
movida por fidelísimo amor puso sus cosas y ella misma en sus
manos. Pero ¿qué ? Las cosas mal hechas y pasadas ha
mucho tiempo son más fáciles de reprochar que de
enmendar; así fueron las cosas sin embargo. Él me dejó
en Palermo siendo niña donde, crecida casi como soy, mi madre,
que era muy rica, me dio por mujer a uno de Agrigento, gentilhombre y
honrado, que por amor de mi madre y de mívino a vivir en
Palermo; y allí, como muy güelfo, comenzó a
concertar algún trato con nuestro rey Carlos(55)
Lo que, sabido del rey Federico(56)
antes de que pudiese llevarse a cabo, fue motivo de hacerle huir de
Sicilia cuando yo esperaba ser la mayor señora que hubiera en
aquella isla donde, tomadas las pocas cosas que podíamos tomar
(digo pocas con respecto a las muchas que teníamos), dejadas
las tierras y los palacios en esta tierra nos refugiamos, donde al
rey Carlos hacia nosotros encontramos tan agradecido que, reparados
en parte los daños que por él recibido habíamos,
nos ha dado posesiones y casas, y da continuamente a mi marido, y a
tu cuñado que es, buenos gajes, tal como podrás ver: y
de esta manera estoy aquídonde yo, por la buena gracia de
Dios y no tuya, dulce hermano mío, te veo.
Y dicho así , empezó a abrazarlo otra vez,
y otra vez llorando tiernamente, le besó en la frente.
Andreuccio, oyendo esta fábula tan ordenada y tan
compuestamente contada por aquella a la que en ningún momento
moría la palabra entre los dientes ni le balbuceaba la lengua,
acordándose ser verdad que su padre había estado en
Palermo, y por sí mismo conociendo las costumbres de los
jóvenes, que de buen agrado aman en la juventud, y viendo las
tiernas lágrimas, el abrazarle y los honestos besos, tuvo
aquello que ésta decía por más que verdadero. Y
después que calló, le repuso:
Señora, no os debe parecer gran cosa que me
maraville; porque en verdad, sea que mi padre, por lo que lo hiciese,
de vuestra madre y de vos no hablase nunca, o sea que, si habló
de ello a mi conocimiento no haya venido, yo por mítal
conocimiento tenía de vos como si no hubieseis existido; y me
es tanto más grato aquí haber encontrado a mi hermana
cuanto más solo estoy aquí y menos lo esperaba. Y en
verdad no conozco a nadie de tan alta posición a quien no
debieseis ser querida, y menos a míque soy un pequeño
mercader. Pero una cosa quiero que me aclaréis: ¿cómo
supisteis que estaba aquí?
A lo que respondió ella:
Esta mañana me lo hizo saber una pobre
mujer que mucho me visita porque con nuestro padre, por lo que ella
me dice, largamente en Palermo y en Perusa estuvo: y si no fuera que
me parecía más honesto que tú vinieses a mí
a tu casa que no yo fuese a ti a la de otros, hace mucho rato que yo
hubiera ido a ti.
Después de estas palabras, empezó ella a
preguntar separadamente sobre todos los parientes, por su nombre; y
sobre todos le contestó andreuccio, creyendo por esto más
todavía lo que menos le convenía creer. Habiendo sido
la conversación larga y el calor grande, hizo ella venir vino
de Grecia y dulces e hizo dar de beber a Andreuccio; el cual, luego
de esto, queriéndose ir porque era la hora de la cena, en
ninguna guisa lo sufrió ella, sino que poniendo semblante de
enojarse mucho, abrazándole le dijo:
¡Ay, triste de mí!, que asaz claro
conozco que te soy poco querida. ¿Cómo va a pensarse
que estés con una hermana tuya nunca vista por ti, y en su
casa, donde al venir aquídebías haberte albergado, y
quieras salir de ella para ir a cenar a la posada? En verdad que
cenarás conmigo: y aunque mi marido no estéaquí,
de lo que mucho me pesa, yo sabrébien, como mujer, hacerte
los honores.
A lo que Andreuccio, no sabiendo qué otra cosa
responder, dijo:
Vos me sois querida como debe serlo una hermana,
pero si no me voy seré esperado durante toda la noche para
cenar y cometeréuna villanía.
Y ella entonces dijo:
Alabado sea Dios, ¿no tengo yo en casa por
quien mandar a decir que no seas esperado? Y aún harías
mayor cortesía, y tu deber, en mandar a decir a tus compañeros
que viniesen a cenar, y luego, si quisieras irte, podríais
todos iros en compañía.
Andreuccio respondió que de sus compañeros
no quería nada por aquella noche, pero que, pues ello le
agradaba, dispusiese de él a su gusto. Ella entonces hizo
semblante de mandar a decir a la posada que no le esperasen para la
cena; y luego, después de muchos otros razonamientos,
sentándose a cenar y espléndidamente servidos de muchos
manjares, astutamente la hizo durar hasta la noche cerrada: y
habiéndose levantado de la mesa, y Andreuccio queriéndose
ir, ella dijo que en ninguna guisa lo sufriría porque Nápoles
no era una ciudad para andar por la calle de noche, y máxime
un forastero, y que lo mismo que había mandado a decir que no
le esperasen a cenar, lo mismo había hecho con el albergue.
El, creyendo esto, y agradándole, engañado
por la falsa confianza, quedarse con ella, se quedó. Fue,
pues, después de la cena, la conversación mucha y
larga, y no mantenida sin razón: y habiendo ya pasado parte de
la noche, ella, dejando a Andreuccio dormir en su alcoba con un
muchachito que le ayudase si necesitaba algo, con sus mujeres se fue
a otra cámara. Y era el calor grande; por lo cual Andreuccio,
al ver que se quedaba solo, prontamente se quedó en justillo y
se quitó las calzas y las puso en la cabecera de la cama; y
siéndole menester la natural costumbre de tener que disponer
del superfluo peso del vientre, dónde se hacía aquello
preguntó al muchachito, quien en un rincón de la alcoba
le mostró una puerta, y dijo:
Id ahíadentro.
Andreuccio, que había pasado dentro con
seguridad, fue por acaso a poner el pie sobre una tabla la cual, de
la parte opuesta desclavada de la viga sobre la que estaba,
volcándose esta tabla, junto a él se fue de allí
para abajo: y tanto lo amóDios que ningún mal se hizo
en la caída, aun cayendo de bastante altura; pero todo en la
porquería de la cual estaba lleno el lugar se ensució.
El cual lugar, para que mejor entendáis lo que se ha dicho y
lo que sigue, cómo era os lo diré. Era un callejón
estrecho como muchas veces lo vemos entre dos casas: sobre dos
pequeños travesaños, tendidos de una a la otra casa, se
habían clavado algunas tablas y puesto el sitio donde
sentarse; de las cuales tablas, aquella con la que él cayó
era una.
Encontrándose, pues, allá abajo en el
callejón Andreuccio, quejándose del caso comenzó
a llamar al muchacho: pero el muchacho, al sentirlo caer corrió
a decirlo a su señora, la cual, corriendo a su alcoba,
prontamente mirósi sus ropas estaban allíy
encontradas las ropas y con ellas los dineros, los cuales, por
desconfianza tontamente llevaba encima, teniendo ya aquello a lo que
ella, de Palermo, haciéndose la hermana de un perusino, había
tendido la trampa, no preocupándose de él, prontamente
fue a cerrar la puerta por la que él había salido
cuando cayó.
Andreuccio, no respondiéndole el muchacho,
comenzó a llamar más fuerte, pero sin servir de nada;
por lo que, ya sospechando y tarde empezando a darse cuenta del
engaño, súbito subiéndose sobre una pared baja
que aquel callejón separaba de la calle y bajando a la calle,
a la puerta de la casa, que muy bien reconoció, se fue y allí
en vano llamó largamente, y mucho la sacudió y golpeó.
Sobre lo que, llorando como quien clara veía su desventura,
empezó a decir:
¡Ay de mí, triste!, ¡en qué
poco tiempo he perdido quinientos florines y una hermana!
Y después de muchas otras palabras, de nuevo
comenzó a golpear la puerta y a gritar; y tanto lo hizo que
muchos de los vecinos circundantes, habiéndose despertado, no
pudiendo sufrir la molestia, se levantaron, y una de las domésticas
de la mujer, que parecía medio dormida, asomándose a la
ventana, reprobatoriamente dijo:
¿Quién da golpes abajo?
¡Oh! dijo Andreuccio, ¿y
no me conoces? Soy Andreuccio, hermano de la señora Flordelís.
A lo que ella respondió :
Buen hombre, si has bebido de más ve a
dormirte y vuelve por la mañana; no sé qué
Andreuccio ni qué burlas son esas que dices: vete en buena
hora y déjame dormir, si te place.
¿Cómo? dijo Andreuccio,
¿no sabes lo que digo? sí lo sabes bien; pero si así
son los parentescos de Sicilia, que en tan poco tiempo se olvidan,
devuélveme al menos mis ropas que he dejado ahí, y me
irécon Dios de buena gana.
A lo que ella, casi riéndose, dijo:
Buen hombre, me parece que estás soñando.
Y el decir esto y el meterse dentro y
cerrar la ventana fue todo uno. Por lo que la gran ira de Andreuccio,
ya segurísimo de sus males, con la aflicción estuvo a
punto de convertirse en furor, y con la fuerza se propuso reclamar
aquello que con las palabras recuperar no podía, por lo que,
para empezar, cogiendo una gran piedra, con mucho mayores golpes que
antes, furiosamente comenzó a golpear la puerta. Por lo cual,
muchos de los vecinos antes despertados y levantados, creyendo que
fuese algún importuno que aquellas palabras fingiese para
molestar a aquella buena mujer(57)
fastidiados por el golpear que armaba, asomados a la ventana no de
otra manera que a un perro forastero todos los del barrio le ladran
detrás, empezaron a decir:
Es gran villanía venir a estas horas a casa
de las buenas mujeres a decir estas burlas; ¡bah!, vete con
Dios, buen hombre; déjanos dormir si te place; y si algo
tienes que tratar con ella vuelve mañana y no nos des este
fastidio esta noche.
Con las cuales palabras tal vez tranquilizado uno que
había dentro de la casa, alcahuete de la buena mujer, y a
quien él no había visto ni oído, se asomó
a la ventana y con una gran voz gruesa, horrible y fiera dijo:
¿Quién está ahíabajo?
Andreuccio, levantando la cabeza a aquella voz, vio uno
que, por lo poco que pudo comprender, parecía tener que ser un
pez gordo, con una barba negra y espesa en la cara, y como si de la
cama o de un profundo sueño se levantase, bostezaba y
refregaba los ojos. A lo que él, no sin miedo, repuso:
Yo soy un hermano de la señora de ahí
dentro.
Pero aqué l no esperó a que Andreuccio
terminase la respuesta sino que, más recio que antes, dijo:
¡No sé qué me detiene que no
bajo y te doy de bastonazos mientras vea que te estás
moviendo, asno molesto y borracho que debes ser, que esta noche no
nos vas a dejar dormir a nadie!
Y volviéndose adentro, cerró la ventana.
Algunos de los vecinos, que mejor conocían la condición
de aqué l, en voz baja decían a Andreuccio:
Por Dios, buen hombre, ve con Dios; no quieras que
esta noche te mate éste; vete por tu bien.
Por lo que Andreuccio, espantado de la voz de aqué l
y de la vista, y empujado por los consejos de aqué llos, que le
parecía que hablaban movidos por la caridad, afligido cuanto
más pudo estarlo nadie y desesperando de recuperar sus
dineros, hacia aquella parte por donde de día había
seguido a la criadita, sin saber dónde ir, tomó el
camino para volver a la posada.
Y disgustándose a sí mismo por el mal olor
que de él mismo le llegaba, deseoso de llegar hasta el mar
para lavarse, torció a mano izquierda y se puso a bajar por
una calle llamada la Ruga Catalana; y andando hacia lo alto de la
ciudad, vio que por acaso venían hacia él dos con una
linterna en la mano, los cuales, temiendo que fuesen de la guardia de
la corte u otros hombres a hacer el mal dispuestos, por huirlos, en
una casucha de la cual se vio cerca, cautamente se escondió .
Pero éstos, como si a aquel mismo lugar fuesen enviados,
dejando en el suelo algunas herramientas que traía, con el
otro empezó a mirarlas, hablando de varias cosas sobre ellas.
Y mientras hablaban dijo uno:
¿qué quiere decir esto? Siento el
mayor hedor que me parece haber sentido nunca.
Y esto dicho, alzando un tanto la linterna, vieron al
desdichado de Andreuccio y estupefactos preguntaron:
¿Quién está ahí?
Andreuccio se callaba; pero ellos, acercándose
con la luz, le preguntaron que qué cosa tan asquerosa estaba
haciendo allí, a los que Andreuccio, lo que le había
sucedido les contó por entero. Ellos, imaginándose
dónde le podía haber pasado aquello, dijeron entre sí :
Verdaderamente en casa del matón
de Buottafuoco(58)
ha sido eso.
Y volviéndose a él, le dijo uno:
Buen hombre, aunque hayas perdido tus dineros,
tienes mucho que dar gracias a Dios de que te sucediera caerte y no
poder volver a entrar en la casa; porque, si no te hubieras caído,
está seguro de que, al haberte dormido, te habrían
matado y habrías perdido la vida con los dineros. ¿Pero
de qué sirve ya lamentarse? No podrías recuperar un
dinero como que hay estrellas en el cielo: y bien podrían
matarte si aqué l oye que dices una palabra de todo esto.
Y dicho esto, hablando entre sí un momento, le
dijeron:
Mira, nos ha dado compasión de ti, y por
ello, si quieres venir con nosotros a hacer una cosa que vamos a
hacer, parece muy cierto que la parte que te toque será del
valor de mucho más de lo que has perdido.
Andreuccio, como desesperado, repuso que
estaba pronto. Había sido sepultado aquel día un
arzobispo de Nápoles, llamado micer Filippo Minútolo(59)
y había sido sepultado con riquísimos ornamentos y con
un rubíen el dedo que valía más de quinientos
florines de oro, y que éstos querían ir a robar; y así
se lo dijeron a Andreuccio, con lo que Andreuccio, más
codicioso que bien aconsejado, con ellos se puso en camino. Y andando
hacia la iglesia mayor, y Andreuccio hediendo muchísimo, dijo
uno:
¿No podríamos hallar el modo de que
éste se lavase un poco donde sea, para que no hediese tan
fieramente?
Dijo el otro:
Sí, estamos cerca de un pozo en el que
siempre suele estar la polea y un gran cubo; vamos allá y lo
lavaremos en un momento.
Llegados a este pozo, encontraron que la soga estaba,
pero que se habían llevado el cubo; por lo que juntos
deliberaron atarlo a la cuerda y bajarlo al pozo, y que él
allí abajo se lavase, y cuando estuviese lavado tirase de la
soga y ellos le subirían; y así lo hicieron. Sucedió
que, habiéndolo bajado al pozo, algunos de los guardias de la
señoría (o por el calor o porque habían corrido
detrás de alguien) teniendo sed, a aquel pozo vinieron a
beber; los que, al ver a aquellos dos incontinenti se dieron a la
fuga, no habiéndolos visto los guardias que venían a
beber.
Y estando ya en el fondo del pozo Andreuccio lavado,
meneó la soga. Ellos, con sed, dejando en el suelo sus escudos
y sus armas y sus tú nicas, empezaron a tirar de la cuerda,
creyendo que estaba colgado de ella el cubo lleno de agua. Cuando
Andreuccio se vio del brocal del pozo cerca, soltando la soga, con
las manos se echó sobre aqué l; lo cual, viéndolo
aqué llos, cogidos de miedo súbito, sin más
soltaron la soga y se dieron a huir lo más deprisa que podían.
De lo que Andreuccio se maravillómucho, y si no se hubiera
sujetado bien, habría otra vez caído al fondo, tal vez
no sin gran daño suyo o muerte: pero salió de allí
y, encontradas aquellas armas que sabía que sus compañeros
no habían llevado, todavía más comenzó a
maravillarse.
Pero temeroso y no sabiendo de qué , lamentándose
de su fortuna, sin nada tocar, deliberóirse; y andaba sin
saber adónde. Andando así , vino a toparse con aquellos
sus dos compañeros, que venían a sacarlo del pozo; y,
al verle, maravillándose mucho, le preguntaron quién
del pozo le había sacado. Andreuccio respondió que no
lo sabía y les contóordenadamente cómo había
sucedido y lo que había encontrado fuera del pozo. Por lo que
ellos, dándose cuenta de lo que había sido, riendo le
contaron por qué habían huido y quiénes eran
aquellos que le habían sacado.
Y sin más palabras, siendo ya medianoche, se
fueron a la iglesia mayor, y en ella muy fácilmente entraron,
y fueron al sepulcro, el cual era de mármol y muy grande; y
con un hierro que llevaba la losa, que era pesadísima, la
levantaron tanto cuanto era necesario para que un hombre pudiese
entrar dentro, y la apuntalaron. Y hecho esto, empezó uno a
decir:
¿Quién entrará dentro?
A lo que el otro respondió :
Yo no.
Ni yo dijo aqué l, pero que
entre Andreuccio.
Eso no lo haréyo dijo Andreuccio.
Hacia el cual aqué llos, ambos a dos vueltos,
dijeron:
¿Cómo que no entrarás? A fe
de Dios, si no entras te daremos tantos golpes con uno de estos
hierros en la cabeza que te haremos caer muerto.
Andreuccio, sintiendo miedo, entró, y al entrar
pensó:
«Ésos me hacen entrar para engañarme
porque cuando les haya dado todo, mientras estétratando de
salir de la sepultura se irán a sus asuntos y me quedaré
sin nada».
Y por ello pensó quedarse ya con su parte; y
acordándose del precioso anillo del que les había oído
hablar, cuando ya hubo bajado se lo sacódel dedo al arzobispo
y se lo puso él; y luego, dándoles el báculo y
la mitra y los guantes, y quitándole hasta la camisa, todo se
lo dio, diciendo que no había nada más.
Ellos, afirmando que debía estar el anillo, le
dijeron que buscase por todas partes; pero él, respondiendo
que no lo encontraba y fingiendo buscarlo, un rato les tuvo
esperando. Ellos que, por otra parte, eran tan maliciosos como él,
diciéndole que siguiera buscando bien, en el momento oportuno,
quitaron el puntal que sostenía la losa y, huyendo, a él
dentro del sepulcro lo dejaron encerrado. Oyendo lo cual lo que
sintió andreuccio cualquiera puede imaginarlo. Trató
muchas veces con la cabeza y con los hombros de ver si podía
alzar la losa, pero se cansaba en vano; por lo que, de gran valor
vencido, perdiendo el conocimiento, cayósobre el muerto
cuerpo del arzobispo; y quien lo hubiese visto entonces malamente
hubiera sabido quién estaba más muerto, el arzobispo o
él.
Pero luego que hubo vuelto en sí , empezó a
llorar sin tino, viéndose allísin duda a uno de dos
fines tener que llegar: o en aquel sepulcro, no viniendo nadie a
abrirlo, de hambre y de hedores entre los gusanos del cuerpo muerto
tener que morir, o viniendo alguien y encontrándolo dentro,
tener que ser colgado como ladrón. Y en tales pensamientos y
muy acongojado estando, sintió por la iglesia andar gentes y
hablar muchas personas, las cuales, como pensaba, andaban a hacer lo
que él con sus compañeros habían ya hecho; por
lo que mucho le aumentó el miedo.
Pero luego de que aqué llos tuvieron el sepulcro
abierto y apuntalado, cayeron en la discusión de quién
debiese entrar, y ninguno quería hacerlo; pero luego de larga
disputa un cura dijo:
¿qué miedo tenéis? ¿Creéis
que va a comeros? Los muertos no se comen a los hombres; yo entraré
dentro, yo.
Y así dicho, puesto el pecho sobre el borde del
sepulcro, volvió la cabeza hacia afuera y echó dentro
las piernas para tirarse al fondo.
Andreuccio, viendo esto, poniéndose en pie, cogió
al cura por una de las piernas y fingió querer tirar de él
hacia abajo. Lo que sintiendo el cura, dio un grito grandísimo
y rápidamente del arca se tiró afuera: de lo cual,
espantados todos los otros, dejando el sepulcro abierto, no de otra
manera se dieron a la fuga que si fuesen perseguidos por cien mil
diablos. Lo que viendo Andreuccio, alegre contra lo que esperaba,
súbitamente se arrojófuera y por donde había
venido salió de la iglesia.
Y aproximándose ya el día, con aquel
anillo en el dedo andando a la aventura, llegó al mar y de
allíse enderezó a su posada, donde a sus compañeros
y al posadero encontró, que habían estado toda la noche
preocupados por lo que podría haber sido de él. A los
cuales contándoles lo que le había sucedido, pareció
por el consejo de su posadero que él incontinenti debía
irse de Nápoles; la cual cosa hizo prestamente y se volvió
a Perusa, habiendo invertido lo suyo en un anillo cuando a lo que
había ido era a comprar caballos.
NOVELA SEXTA
Madama
Beritola, con dos cabritillos en una isla encontrada, habiendo
perdido dos hijos, se va de allí a Lunigiana, allí,
uno de los hijos va a servir a su señor y con la hija de éste
se acuesta, y es puesto en prisión; Sicilia rebelada contra el
rey Carlos, y reconocido el hijo por la madre, se casa con la hija de
su señor y encuentra a su hermano, y vuelven a tener una alta
posición(60)
Habían las señoras al igual que los
jóvenes reído mucho de los casos de Andreuccio por
Fiameta narrados, cuando Emilia, advirtiendo la historia terminada,
por mandato de la reina así comenzó:
Graves cosas y dolorosas son los movimientos varios de
la fortuna, sobre los cuales (porque cuantas veces alguna cosa se
dice, tantas hay un despertar de nuestras mentes, que fácilmente
se adormecen con sus halagos) juzgo que no desagrade tener que oír
tanto a los felices como a los desgraciados, por cuanto a los
primeros hace precavidos y a los segundos consuela. Y por ello,
aunque grandes cosas hayan sido dichas antes, entiendo contaros una
historia no menos verdadera que piadosa, la cual, aunque alegre fin
tuviese, fue tanta y tan larga su amargura, que apenas puedo creer
que alguna vez la dulcificase la alegría que la siguió:
Carísimas señoras, debéis
saber que después de la muerte de Federico II el emperador,
fue coronado rey de Sicilia Manfredo(61)
junto al cual en grandísima privanza estuvo un hombre noble de
Nápoles llamado Arrighetto Capece, el cual tenía por
mujer a una hermosa y noble dama igualmente napolitana llamada madama
Beritola Caracciola(62)
El cual Arrighetto, teniendo el gobierno de la isla en las manos,
oyendo que el rey Carlos primero había vencido en Benevento y
matado a Manfredo, y que todo el reino se volvía a él,
teniendo poca confianza en la escasa lealtad de los sicilianos no
queriendo convertirse en súbdito del enemigo de su señor,
se preparaba huir. Pero conocido esto por los sicilianos, súbitamente
él y muchos otro amigos y servidores del rey Manfredo fueron
entregados como prisionero al rey Carlos, y el dominio de la isla
después.
Madama Beritola, en tan gran mudanza de las cosas, no
sabiendo que fuese de Arrighetto y siempre temiendo lo que había
sucedido, por temor a ser ultrajada, dejadas todas sus cosas, con un
hijo suyo de edad de unos ocho años llamado Giuffredi, y
preñada y pobre, montando en una barquichuela, huyó a
Lípari, y allíparióotro hijo varón al
que llamó el Expulsado; y tomada una nodriza, con todos en un
barquichuelo montópara volverse a Nápoles con sus
parientes. Pero de otra manera sucedió que como pensaba;
porque por la fuerza del viento el barco, que a Nápoles ir
debía, fue transportado a la isla de Ponza, donde, entrados en
una pequeña caleta, se pusieron a esperar oportunidad para su
viaje. Madama Beritola, tomando tierra en la isla como los demás,
y en ella un lugar solitario y remoto encontrado, allí a
dolerse por su Arrighetto se retirósola. Y haciendo lo mismo
todos los días, sucedió que, estando ella ocupada en su
aflicción, sin que nadie, ni marinero ni otro, se diese
cuenta, llegó una galera de corsarios, quienes a todos
capturaron a mansalva y se fueron.
Madama Beritola, terminado su diario lamento, volviendo
a la playa para ver de nuevo a sus hijos, como acostumbraba hacer, a
nadie encontró allí, de lo que se maravilló
primero, y luego, súbitamente sospechando lo que había
sucedido, los ojos hacia el mar dirigió y vio la galera,
todavía no muy alejada, que remolcaba al barquichuelo, por lo
que óptimamente conoció que, al igual que al marido,
había perdido a los hijos; y pobre y sola y abandonada, sin
saber dónde a nadie pudiese encontrar jamás, viéndose
allí, desmayada, llamando al marido y a los hijos, cayó
sobre la playa.
No había aquíquien con agua
fría o con otro medio a las desmayadas fuerzas llamase, por lo
que a su albedrío pudieron los espíritus andar vagando
por donde quisieron(63)
pero después de que en el mísero cuerpo las partidas
fuerzas junto con las lágrimas y el llanto volvieron,
largamente llamó a los hijos y mucho por todas las cavernas
los anduvo buscando. Pero luego que conoció que se fatigaba
inútilmente y vio caer la noche, esperando y no sabiendo qué ,
por sí misma se preocupó un tanto y, yéndose de
la playa, a aquella caverna donde acostumbraba a llorar y a dolerse
volvió .
Y luego de que la noche con mucho miedo y con
incalculable dolor fue pasada y el nuevo día venido, y ya
pasada la hora de tercia, como la noche antes cenado no había,
obligada por el hambre, se dio a pacer la hierba; y paciendo como
pudo, llorando, a diversos pensamientos sobre su futura vida se
entregó . Y mientras estaba en ellos, vio venir una cabrilla y
entrar allícerca en una caverna, y luego de un poco salir de
ella e irse por el bosque; por lo que, levantándose, allí
entródonde había salido la cabrilla, y vio dos
cabritillos tal vez nacidos el mismo día, los cuales le
parecieron la cosa más dulce del mundo y la más
graciosa; y no habiéndosele todavía del reciente parto
retirado la leche del pecho, los cogiótiernamente y se los
puso al pecho.
Los cuales, no rehusando el servicio, así mamaban
de ella como hubiesen hecho de su madre, y de entonces en adelante
entre la madre y ella ninguna distinción hicieron; por lo que,
pareciéndole a la noble señora haber en el desierto
lugar alguna compañía encontrado, pastando hierbas y
bebiendo agua y tantas veces llorando cuantas del marido y de los
hijos y de su pretérita vida se acordaba, allí a vivir
y a morir se había dispuesto, no menos familiar con la
cabrilla vuelta que con los hijos. Y, viviendo así , la noble
señora en fiera convertida, sucedió que, después
de algunos meses, por fortuna llegó también un barquito
de pisanos allídonde ella había llegado antes, y se
quedóvarios días.
Había en aquel barco un hombre noble
llamado Currado de los marqueses de Malaspina(64)
con una mujer suya valerosa y santa; y venían en peregrinación
de todos los santos lugares que hay en el reino de Apulia(65)
y a su casa volvían. El cual, por entretener el aburrimiento,
junto con su mujer y con algunos servidores y con sus perros, un día
a bajar a la isla se puso; y no muy lejano del lugar donde estaba
madama Beritola, empezaron los perros de Currado a seguir a los dos
cabritillos, los cuales, ya grandecitos, andaban paciendo; los cuales
cabritillos, perseguidos por los perros, a ninguna parte huyeron sino
a la caverna donde estaba madama Beritola. La cual, viendo esto,
poniéndose en pie y cogiendo un bastón, hizo retroceder
a los perros; y allíCurrado y su mujer, que a sus perros
seguían, llegando, viéndola morena y delgada y peluda
como se había puesto, se maravillaron, y ella mucho más
que ellos.
Pero luego de que a sus ruegos hubo Currado sujetado a
sus perros, después de muchas súplicas le hicieron que
dijese quién era y qué hacía aquí, la
cual enteramente toda su condición y todas sus desventuras y
su rigurosa resolución les comunicó. Lo que, oyendo
Currado, que muy bien a Arrighetto Capece conocido había,
lloróde compasión y con muchas palabras se ingenió
en apartarla de decisión tan rigurosa, ofreciéndola
llevarla a su casa o tenerla consigo con el mismo honor que a su
hermana, y que allí se quedase hasta que Dios más
alegre fortuna le deparara. A cuyas ofertas no plegándose la
señora, Currado dejó con ella a su mujer y le dijo que
mandase traer aquíde qué comer, y a ella, que estaba
en harapos, con alguno de sus vestidos vistiese, e hiciese todo para
llevarla con ellos.
Quedándose con ella la noble señora,
habiendo primero con madama Beritola llorado mucho de sus
infortunios, hechos venir vestidos y viandas, con la mayor fatiga del
mundo a tomarlos y a comer la indujo: y por fin, luego de muchos
ruegos, afirmando ella nunca querer ir a donde conocida fuera, la
indujo a irse con ellos a Lunigiana junto con los dos cabritillos y
con la cabrilla, la que en aquel entretanto había vuelto y no
sin gran maravilla de la noble señora le había hecho
grandísimas fiestas. Y así , venido el buen tiempo,
madama Beritola con Currado y con su mujer en su barco montó,
y junto con ellos la cabrilla y los dos cabritillos; por los cuales
no sabiendo todos su nombre, fue Cabrilla llamada; y, con buen
viento, pronto llegaron hasta la desembocadura del Magra, donde
bajándose, a sus castillos subieron.
Allí, junto a la mujer de Currado, madama
Beritola, en trajes de viuda, como una damisela suya, honesta y
humilde y obediente estuvo, siempre a sus cabritillos teniendo amor y
haciéndoles alimentar.
Los corsarios que habían en Ponza tomado el barco
en que madama Beritola había venido dejándola a ella
como a quien no habían visto, con toda la demás gente
se fueron a Génova; y allídividida la presa entre los
amos de la galera, tocó por ventura, entre otras cosas, en
suerte a un micer Guasparrino de Oria la nodriza de madama Beritola y
los dos niños con ella; el cual, a ella junto con los dos
niños mandó a su casa para tenerlos como siervos en los
trabajos de la casa.
La nodriza, sobremanera afligida por la
pérdida de su ama y por la mísera fortuna en la que
veía haber caído a los dos niños, lloró
amargamente; pero después que vio que las lágrimas de
nada servían y que ella era sierva junto con ellos, aunque
pobre mujer fuese, era sin embargo sabia y sagaz; por lo que,
consolándose lo mejor que pudo, y mirando a donde habían
llegado, pensó que si los dos niños eran reconocidos,
por acaso podrían con facilidad recibir molestias(66)
y además de ello, esperando que, cuando fuese podría
cambiar la fortuna y ellos podrían, si vivos estuvieran, al
perdido estado volver, pensóno descubrir a nadie quiénes
fueran, si no veía que fuese oportuno: y a todos decía
(los que le habían preguntado por ello) que eran sus hijos. Y
al mayor, no Giuffredi, sino Giannotto de Prócida llamaba; al
menor no se preocupóde cambiarle el nombre; y con suma
diligencia enseñó a Giuffredi por qué le había
cambiado el nombre y en qué peligro podía estar si
fuera reconocido, y esto no una vez sino muchas y con frecuencia le
recordaba: lo que el muchacho, que era buen entendedor, según
la enseñanza de la sabia nodriza óptimamente hacía.
Se quedaron, pues, mal vestidos y peor calzados,
ocupados en todos los trabajos viles, junto con la nodriza,
pacientemente muchos años los dos muchachos en casa de micer
Guasparrino. Pero Giannotto, ya de edad de dieciséis años,
teniendo mayor ánimo del que pertenecía a un siervo,
desdeñando la vileza de la condición servil, subiendo a
unas galeras que iban a Alejandría, del servicio de micer
Guasparrino se fue y anduvo en muchos lugares, sin poder mejorar en
nada. Al final después de unos tres o cuatro años de
haberse ido de casa de micer Guasparrino, siendo un buen mozo y
habiéndose hecho grande de estatura, y habiendo oído
que su padre, al que creía muerto, estaba todavía vivo
aunque en cautividad tenido por el rey Carlos, casi desesperando de
la fortuna, andando vagabundo, llegó a Lunigiana, y allí
entró por acaso como criado de Currado Malaspina sirviéndole
con diligencia y agrado.
Y como raras veces a su madre, que con la señora
de Currado estaba, viese, ninguna la conoció, ni ella a él:
tanto la edad al uno y al otro, de lo que solían ser cuando se
vieron por última vez, había transformado.
Estando, pues, Giannotto al servicio de Currado, sucedió
que una hija de Currado cuyo nombre era Spina, que había
enviudado de Niccolb de Grignano, volvió a casa del padre; la
cual, siendo muy bella y agradable y joven de poco más de
dieciséis años, por ventura le echó los ojos
encima a Giannotto y él a ella, y ardentísimamente el
uno del otro se enamoraron. El cual amor no estuvo largamente sin
efecto, y muchos meses pasaron antes de que nadie se apercibiese; por
lo cual, ellos, demasiado seguros, comenzaron a actuar de manera
menos discreta que la que para tales hechos se requería.
Y yendo un día por un hermoso bosque de muchos
árboles, la joven junto con Giannotto, dejando a toda la demás
compañía, se fueron delante, y pareciéndoles que
habían dejado muy lejos a los demás, en un lugar
deleitoso y lleno de hierbas y flores, y rodeado de árboles,
descansando, a tomar el amoroso placer el uno del otro empezaron. Y
cuando ya habían estado juntos largo tiempo, que el gran
deleite les hizo encontrar muy breve, en esto por la madre de la
joven primero, y luego por Currado, fueron alcanzados. El cual,
afligido sobremanera al ver esto, sin nada decir del porqué , a
los dos hizo coger por tres de sus servidores y a un castillo suyo
llevarlos atados; y de ira y de disgusto gimiendo andaba, dispuesto a
hacerles vilmente morir.
La madre de la joven, aunque muy enojada estuviese y
digna reputase a su hija por su falta de cualquier cruel penitencia,
habiendo por algunas palabras de Currado comprendido cuál era
su intención respecto a los culpables, no pudiendo soportar
aquello, apresurándose alcanzó al airado marido y
comenzó a rogarle que quisiese agradarla no corriendo
furiosamente a convertirse en su vejez en homicida de su hija y a
mancharse las manos con la sangre de un criado suyo, y que encontrase
otra manera de satisfacer su ira, así como hacerles encarcelar
y en la prisión penar y llorar por el pecado cometido. Y tanto
estas y otras palabras le estuvo diciendo la santa mujer que apartó
de su ánimo el propósito de matarlos; y mandó
que en distintos lugares cada uno de ellos fuese encarcelado, y allí
guardado bien, y con poca comida y muchas incomodidades mantenidos
hasta que decidiese hacer otra cosa de ellos; y así se hizo.
Y cuál fuese su vida en cautiverio y
en continuas lágrimas y en más largos ayunos de los que
serían menester, cualquiera puede pensarlo. Llevando, pues,
Giannotto y Spina una vida tan dolorosa, y habiendo ya un año
sin acordarse Currado de ellos pasado, sucedió que el rey
Pedro de Aragó n, por un acuerdo con micer Gian de Prócida,
sublevó a la isla de Sicilia y la quitó al rey Carlos(67)
por lo que Currado, como gibelino, hizo una gran fiesta. De la que
oyendo hablar Giannotto a alguno de aquellos que le custodiaban, dio
un gran suspiro y dijo:
¡Ay, triste de mí!, ¡que hace
hoy ya catorce años que ando arrastrándome por el
mundo, no esperando otra cosa que ésta, y ahora que es venida,
y para que ya no espere tener ningún bien, me ha encontrado en
prisión, de la que nunca sino muerto espero salir!
¿Y qué ? dijo el carcelero.
¿qué te importa a ti lo que hagan los altísimos
reyes? ¿qué tienes tú que hacer en Sicilia?
A lo que Giannotto dijo:
Parece que se me rompe el corazón
acordándome de lo que mi padre tuvo que hacer allí, el
cual, aunque yo niño chico era cuando huíde allí,
aún me acuerdo que lo vi señor en vida del rey
Manfredo.
Siguió el carcelero:
¿Y quién fue tu padre?
Mi padre dijo Giannotto puedo ya asaz
seguramente manifestarlo pues que me veo a cubierto del peligro que
temía descubriéndolo, se llamó y se llama aún,
si vive, Arrighetto Capece, y yo no Giannotto sino Giuffredi me
llamo; y nada dudo, si de aquísaliera, que volviendo a
Sicilia, no tuviese allítodavía una altísima
posición.
El buen hombre, sin más decir, en cuanto hubo
lugar todo se lo contó a Currado. Lo que oyendo Currado,
aunque mostróno preocuparse del prisionero, se fue a ver a
madama Beritola y placenteramente le preguntósi había
tenido algún hijo de Arrighetto que se llamase Giuffredi. La
señora, llorando, respondió que, si el mayor de los dos
suyos que había tenido estuviera vivo, así se llamaría
y sería de edad de veintidós años. Oyendo esto,
Currado pensó que podía de una vez hacer una gran
misericordia y borrar su vergüenza y la de su hija dándosela
a aqué l por mujer; y por ello, haciendo venir secretamente a
Giannotto, le examinódetalladamente sobre toda su pasada
vida. Y hallando abundancia de indicios manifiestos de que
verdaderamente era Giuffredi, hijo de Arrighetto, le dijo:
Giannotto, sabes cuán grande y cuál
ha sido la ofensa que me has hecho en mi propia hija cuando,
habiéndote yo tratado bien y amistosamente, como debe hacerse
con los servidores, debías mi honor y el de mis cosas siempre
buscar y servir; y muchos serían los que si tú les
hubieras hecho lo que a míme hiciste, con vituperio te
habrían hecho morir, lo que mi piedad no sufrió. Ahora,
puesto que así como me dices eres hijo de un hombre noble y de
una noble señora, quiero a tus angustias, si tú lo
quieres, poner fin y quitarte de la miseria y del cautiverio en los
que estás, y al mismo tiempo tu honor y el mío
reintegrar a su debido sitio. Como sabes, Spina, a quien con amorosa
(aunque poco conveniente para ti y para ella) amistad tomaste, es
viuda, y su dote es grande y buena; cuáles sean las costumbres
de su padre y de su madre las conoces, de tu presente estado nada
digo. Por lo que, cuando quieras, estoy dispuesto a que, ya que
deshonestamente fue tu amiga se convierta honestamente en tu mujer, y
que a guisa de hijo mío aquíconmigo y con ella cuanto
te plazca vivas.
Había la prisión macerado las carnes de
Giannotto, pero el generoso ánimo propio de su origen no había
disminuido nada en él, ni tampoco el verdadero amor que tenía
a su mujer; y aunque fervientemente desease lo que Currado le ofrecía
y lo viese a su alcance, en nada atenuólo que la grandeza de
su ánimo le mostraba tener que decir, y repuso:
Currado, ni avidez de señorío ni
deseo de dineros ni alguna otra razón me hizo nunca contra tu
vida y tus cosas obrar como traidor. Améa tu hija y la amo y
la amarésiempre, porque la reputo digna de mi amor; y si yo
con ella me conduje menos que honestamente según la opinión
de los vulgares, aquel pecado cometíque siempre lleva
aparejada la juventud, y que si se quisiera hacer desaparecer habría
que hacer desaparecer a la juventud, y éste, si los viejos se
quisieran acordar de haber sido jóvenes y los defectos de los
demás midiesen con los suyos, no sería tenido por grave
como lo es por ti y por otros muchos; y como amigo, no como enemigo,
lo cometí. Lo que me ofreces hacer, siempre lo deseé, y
si hubiera creído que me habría podido ser concedido,
largo tiempo hace que lo habría pedido; y tanto más
caro me será ahora cuando la esperanza de ello es menor. Si no
tienes en el ánimo lo que tus palabras demuestran, no me
alimentes con vanas esperanzas; hazme volver a la prisión, y
hazme allí afligir cuanto te plazca, que mientras ame a Spina
te amaréa ti por amor suyo, hagas lo que hagas, y te tendré
reverencia.
Currado, habiéndole oído, se maravilló
y le tuvo por de gran ánimo y reputó a su amor como
ardiente, y más lo quiso: por ello, poniéndose en pie,
lo abrazó y lo besó, y sin poner más dilación
a la cosa, mandó que aquífuese Spina traída
secretamente. Ella en la prisión se había puesto
delgada y pálida y débil, y otra mujer distinta de la
que solía y parecía ser, y del mismo modo Giannotto
otro hombre; los cuales, en presencia de Currado, con consentimiento
mutuo contrajeron los esponsales según nuestra costumbre. Y
luego que pasaron algunos días sin que nadie se enterase de lo
que pasado había y les hubo proporcionado todo aquello que
necesitaban y les placía, pareciéndole tiempo de hacer
alegrarse a las dos madres, llamando a su mujer y a la Cabrilla así
les dijo:
¿qué diríais, señora,
si yo os devolviera a vuestro hijo mayor casado con una de mis hijas?
A lo que la Cabrilla respondió :
No podría deciros sino que, si pudiese
estaros más obligada de lo que os estoy, tanto más os
estaría cuanto vos una cosa que me es querida más que
yo misma me devolveríais; y devolviéndomela en la guisa
que decís, algo haríais de volver a mími
perdida esperanza.
Y llorando, se calló. Entonces dijo Currado a su
mujer:
¿Y a ti qué te parecería,
mujer, si te diese un tal yerno?
A lo que la señora respondió :
No uno de ellos, que son nobles, sino cualquier
miserable si a vos os pluguiese, me placería.
Entonces dijo Currado:
Espero dentro de pocos días haceros alegrar
por ello.
Y viendo ya a los dos jóvenes vueltos a su
anterior aspecto, vistiéndolos honradamente, preguntó a
Giuffredi:
¿qué te gustaría más,
además de la alegría que tienes, si vieses aquí
a tu madre?
A lo que Giuffredi respondió :
No me es posible creer que los dolores de sus
desventurados accidentes la hayan dejado viva: pero si así
fuese, sumamente me gustaría, como a quien aún, con su
consejo, creería que podría recobrar en Sicilia gran
parte de mis bienes.
Entonces Currado hizo venir allí a la una y la
otra señora. Las dos hicieron maravillosas fiestas a la recién
casada, maravillándose no poco de la inspiración a que
podía deberse que Currado hubiese llegado a ser tan benigno
que hubiese hecho su pariente a Giannotto; al cual, madama Beritola,
por las palabras oídas a Currado, empezó a mirar, y,
por oculta virtud, se despertó en ella algún recuerdo
de las pueriles facciones del rostro de su hijo, sin esperar otra
demostración, con los brazos abiertos se le echó al
cuello, ni el desbordante amor y la alegría materna le
permitieron poder decir palabra alguna, sino que la privaron de toda
virtud sensitiva hasta tal punto que como muerta cayó en los
brazos del hijo.
El cual, aunque mucho se maravillase de
haberla visto muchas veces antes en aquel mismo castillo sin nunca
reconocerla, no dejóde conocer incontinenti el aroma materno(68)
y reprochándose su pretérito descuido, recibiéndola
en sus brazos llorando, tiernamente la besó. Pero luego de que
madama Beritola, piadosamente ayudada por la mujer de Currado y por
Spina y con agua fría y con otras artes suyas le devolvieron
las desmayadas fuerzas empezóde nuevo a abrazar al hijo con
muchas lágrimas y muchas dulces palabras; y llena de piedad
materna mil veces más le besó, y él y a ella
reverentemente mucho la miró y la abrazó. Pero después
de que los honestos y alegres agasajos se repitieron tres o cuatro
veces, no sin contento y placer de los circunstantes, y el uno hubo
al otro narrado sus desventuras, habiendo ya Currado a sus amigos
comunicado, con gran placer de todos, el nuevo parentesco por él
contraído, y ordenando una hermosa y magnífica fiesta
le dijo Giuffredi:
Currado, me habéis contentado con muchas
cosas y largamente habéis honrado a mi madre: ahora, para que
nada, en lo que podáis, quede por hacer, os ruego que a mi
madre, a mis invitados y a míalegréis con la presencia
de mi hermano, que como siervo tiene en su casa micer Guasparrino de
Oria, quien, como ya os he dicho, de él y de míse
apoderópirateando y luego, que mandéis a Sicilia para
que se informe plenamente de las condiciones y del estado del país,
y averigüe lo que ha sido de Arrighetto, mi padre, si está
vivo o muerto, y si está vivo, en qué estado; y
plenamente informado de todo, vuelva a nosotros.
Plugo a Currado la petición de Giuffredi, y sin
tardanza alguna a discretísimas personas mandó a Génova
y a Sicilia. El que fue a Génova, hallado micer Guasparrino,
de parte de Currado le rogó vehementemente que al Expulsado y
a su nodriza le enviase, contándole lo que Currado había
hecho con Giuffredi y con su madre. A lo que Micer Guasparrino se
maravillómucho oyéndolo, y dijo:
Es verdad que harépor Currado cualquier
cosa que estéen mi poder que le agrade; y ciertamente he
tenido en casa, desde hace catorce años, al muchacho que me
pides y a su madre, los cuales te enviaréde buena gana; pero
le dirás de mi parte que cuide de no haber creído
demasiado o de no creer las fábulas de Giannotto, que dices
que hoy se hace llamar Giuffredi, porque es mucho más malo de
lo que él piensa.
Y dicho esto, haciendo honrar al valiente hombre, hizo
llamar a la nodriza en secreto, y cautamente la interrogó
sobre aquel asunto. La cual, habiendo oído la rebelió n
de Sicilia y oyendo que Arrighetto estaba vivo, desechando el miedo
que hasta entonces había tenido, ordenadamente le contó
todo y le mostró las razones por las que aquella manera de
conducirse había seguido. Micer Guasparrino, viendo que las
cosas dichas por la nodriza con las del embajador de Currado se
convenían óptimamente, empezó a dar fe a las
palabras; y de una manera y de otra, como hombre astutísimo
que era, haciendo averiguaciones sobre este asunto y cada vez
encontrando más cosas que más le hacían creer en
ello, avergonzándose del vil trato que le había dado al
muchacho, para enmendarlo, teniendo una bella hija de once años
de edad, sabiendo quién Arrighetto había sido y era,
con una gran dote se la dio por mujer, y luego de una gran fiesta,
con el muchacho y con la hija y con el embajador de Currado y con la
nodriza, subiendo a una galera bien armada, se vino a Lérici;
donde recibido por Currado, con toda su compañía se fue
a un castillo de Currado no muy alejado de allí, donde estaba
preparada una gran fiesta.
qué fiestas hizo la madre al volver a ver a su
hijo, cuáles las de los dos hermanos, cuál la de los
tres a la fiel nodriza, cuál la hecha por todos a micer
Guasparrino y a su hija, y por él a todos, y de todos juntos
con Currado y su mujer y con sus hijos y sus amigos, no se podría
explicar con palabras, ni con pluma escribir; por lo que a vosotras,
señoras, os dejo que lo imaginéis. Para lo cual, para
que fuese completa, quiso Dios, generosísimo donante cuando
empieza, hacer llegar las alegres nuevas de la vida y el buen estado
de Arrighetto Capece.
Por lo que, siendo grande la fiesta y los
convidados, las mujeres y los hombres estando a la mesa todavía
al primer plato, llegó aquel que había sido enviado a
Sicilia, y entre otras cosas contóde Arrighetto, que, estando
en Catania encarcelado por el rey Carlos, cuando se levantó
contra el rey la revuelta en aquella tierra, el pueblo enfurecido
corrió a la cárcel y, matando a los guardias, le habían
sacado de allí, y como a capital enemigo del rey Carlos lo
habían hecho su capitán y le habían seguido en
expulsar y matar a los franceses; por la cual cosa, se había
hecho sumamente grato al rey Pedro, quien todos sus bienes y todo su
honor le había restituido, por lo que estaba en grande y buena
posición; añadiendo que a él le había
recibido con sumo honor y había hecho indecibles fiestas por
las noticias de su mujer y del hijo, de los cuales después de
su prisión nada había sabido, y además de ello,
mandaba a por ellos una saetía(69)
con algunos gentileshombres, que venían detrás.
Fue con gran alegría y fiesta éste
recibido; y prontamente Currado con algunos de sus amigos salieron al
encuentro de los gentileshombres que a por madama Beritola y por
Giuffredi venían, y recibidos alegremente, a su banquete, que
todavía no estaba mediado, les introdujo. allí a la
señora y a Giuffredi y además de a ellos a todos los
otros con tanta alegría los vieron, que nunca mayor fue oída;
y ellos, antes de sentarse a comer, de parte de Arrighetto saludaron
y agradecieron como mejor supieron y pudieron a Currado y a su mujer
por el honor hecho a su mujer y a su hijo, y a Arrighetto y a
cualquier cosa que por medio de él se pudiese hacer pusieron a
su disposición. Luego, volviéndose a micer Guasparrino,
cuyos favores eran inesperados, dijeron que estaban certísimos
de que, en cuanto lo que habían hecho por el Expulsado supiese
Arrighetto, gracias semejantes y mayores le daría. Después
de lo cual, muy contentos, en el banquete de las recién
casadas y con los recién casados comieron.
Y no sólo aquel día festejóCurrado
al yerno y a sus otros parientes amigos, sino muchos otros; y después
que hubieron cesado los festejos, pareciéndole a madama
Beritola y a Giuffredi y a los demás que tenían que
irse, con muchas lágrimas de Currado y de su mujer y de micer
Guasparrino subiendo a la saetía, llevándose consigo a
Spina, se fueron. Y teniendo próspero el viento, pronto
llegaron a Sicilia, donde con tan gran fiesta por Arrighetto (todos
por igual, los hijos y las mujeres) fueron en Palermo recibidos que
decir no se podría; y allíse cree que mucho tiempo
todos vivieron feliz mente, y reconocidos por el beneficio recibido,
en amistad con Dios Nuestro Señor.
NOVELA SÉPTIMA
El
sultán de Babilonia manda a una hija suya como mujer al rey
del Algarbe, la cual, por diversas desventuras, en el espacio de
cuatro años llega a las manos de nueve hombres en diversos
lugares, por último, restituida al padre como doncella, vuelve
de su lado al rey del Algarbe como mujer, como primero iba(70)
Tal vez no se habría extendido mucho más
la historia de Emilia sin que la compasión sentida por las
jóvenes por los casos de madama Beritola no les hubiera
conducido a derramar lágrimas. Pero luego de que a aqué lla
se puso fin, plugo a la reina que Pánfilo siguiera, contando
la suya; por lo cual él, que obedientísimo era,
comenzó:
Difícilmente, amables señoras,
puede ser conocido por nosotros lo que nos conviene, por lo que, como
muchas veces se ha podido ver, ha habido muchos que, estimando que si
se hicieran ricos podrían vivir sin preocupación y
seguros, lo pidieron a Dios no sólo con oraciones sino con
obras, no rehusando ningún trabajo ni peligro para buscar
conseguirlo: y cuando lo hubieron logrado, encontraron que por deseo
de tan gran herencia fueron a matarles quienes antes de que se
hubieran enriquecido deseaban su vida. Otros, de bajo estado subidos
a las alturas de los reinos por medio de mil peligrosas batallas, por
medio de la sangre de sus hermanos y de sus amigos, creyendo estar en
ellas la suma felicidad, además de los infinitos cuidados y
temores de que llenas las vieron y sintieron, conocieron (no sin su
muerte) que en el oro de las mesas reales se bebía el veneno(71)
Muchos hubo que la fuerza corporal y la belleza, y ciertos ornamentos
con apetito ardentísimo desearon, y no se percataron de haber
deseado mal hasta que aquellas cosas no les fueron ocasión de
muerte o de dolorosa vida.
Y para no hablar por separado de todos los humanos
deseos, afirmo que ninguno hay que con completa precaución,
como por seguro de los azares de la fortuna pueda ser elegido por los
vivos; por lo que, si queremos obrar rectamente, a tomar y poseer
deberíamos disponernos lo que nos diese Aqué l que sólo
lo que nos hace falta conoce y nos puede dar. Pero si los hombres
pecan por desear varias cosas, vosotras, graciosas señoras,
sobremanera pecáis por una, que es por desear ser hermosas,
hasta el punto de que, no bastándoos los encantos que por la
naturaleza os son concedidos, aún con maravilloso arte buscáis
acrecentarlos, y me place contaros cuán desventuradamente fue
hermosa una sarracena que, en unos cuatro años, tuvo, por su
hermosura, que contraer nuevas bodas nueve veces.
Ya ha pasado mucho tiempo desde que hubo un
sultán en Babilonia que tuvo por nombre Beminedab, al que en
sus días bastantes cosas de acuerdo con su gusto sucedieron.
Tenía éste, entre sus muchos hijos varones y hembras,
una hija llamada Alatiel que, por lo que todos los que la veían
decían, era la mujer más hermosa que se viera en
aquellos tiempos en el mundo; y porque en una gran derrota que había
causado a una gran multitud de árabes que le habían
caído encima, le había maravillosamente ayudado el rey
del Algarbe(72)
a éste, habiéndosela pedido él como gracia
especial, la había dado por mujer; y con honrada compañía
de hombres y de mujeres y con muchos nobles y ricos arneses la hizo
montar en una nave bien armada y bien provista, y mandándosela,
la encomendó a Dios. Los marineros, cuando vieron el tiempo
propicio, dieron al viento las velas y del puerto de Alejandría
partieron y muchos días navegaron felizmente; y ya habiendo
pasado Cerdeña, pareciéndoles que estaban cerca del fin
de su camino, se levantaron súbitamente un día
contrarios vientos, los cuales, siendo todos sobremanera impetuosos,
tanto azotaron a la nave donde iba la señora y los marineros
que muchas veces se tuvieron por perdidos.
Pero, como hombres valientes, poniendo en obra toda arte
y toda fuerza, siendo combatidos por el infinito mar, resistieron
durante dos días; y empezando ya la tercera noche desde que la
tempestad había comenzado, y no cesando ésta sino
creciendo continuamente, no sabiendo dónde estaban ni pudiendo
por cálculo marinesco comprenderlo ni por la vista, porque
oscurísimo de nubes y de tenebrosa noche estaba el cielo,
estando no mucho más allá de Mallorca, sintieron que se
resquebrajaba la nave. Por lo cual, no viendo remedio para su
salvación, teniendo en el pensamiento cada cual a sí
mismo y no a los demás, arrojaron a la mar una chalupa, y
confiando más en ella que en la resquebrajada nave, allí
se arrojaron los patrones, y después de ellos unos y otros de
cuantos hombres había en la nave (aunque los que primero
habían bajado a la chalupa con los cuchillos en la mano
trataron de impedírselo) se arrojaron, y creyendo huir de la
muerte dieron con ella de cabeza: porque no pudiendo con aquel mal
tiempo bastar para tantos, hundiéndose la chalupa, todos
perecieron.
Y la nave, que por impetuoso viento era empujada, aunque
resquebrajada estuviese y ya casi llena de agua no habiéndose
quedado en ella nadie más que la señora y sus mujeres,
y todas por la tempestad del mar y por el miedo vencidas, yacían
en ella como muertas corriendo velocísimamente, fue a
vararse en una playa de la isla de Mallorca, con tanto y tan gran
ímpetu que se hundió casi entera en la arena, a un tiro
de piedra de la orilla aproximadamente; y allí, batida por el
mar, sin poder ser movida por el viento, se quedódurante la
noche. Llegado el día claro y algo apaciguada la tempestad, la
señora, que estaba medio muerta, alzó la cabeza y, tan
débilmente como estaba empezó a llamar ora a uno ora a
otro de su servidumbre, pero en vano llamaba: los llamados estaban
demasiado lejos.
Por lo que, no oyéndose responder por nadie ni
viendo a nadie, se maravillómucho y empezó a tener
grandísimo miedo; y como mejor pudo levantándose, a las
damas que eran de su compañía y a las otras mujeres vio
yacer, y a una ahora y a otra después sacudiendo, luego de
mucho llamar a pocas encontró que tuvieran vida, como que por
graves angustias de estómago y por miedo se habían
muerto: por lo que el miedo de la señora se hizo mayor. Pero
no obstante, apretándole la necesidad de decidir algo, puesto
que allísola se veía (no conociendo ni sabiendo dónde
estuviera), tanto animó a las que vivas estaban que las hizo
levantarse; y encontrando que ellas no sabían dónde los
hombres se hubiesen ido, y viendo la nave varada en tierra y llena de
agua, junto con ellas dolorosamente comenzó a llorar. Y llegó
la hora de nona antes de que a nadie vieran, por la orilla o en otra
parte, a quien pudiesen provocar piedad y les diese ayuda.
Llegada nona, por azar volviendo de una tierra suya pasó
por allíun gentilhombre cuyo nombre era Pericón de
Visalgo, con muchos servidores a caballo; el cual, viendo la nave,
súbitamente se imaginólo que era y mandó a uno
de los sirvientes que sin tardanza procurase subir a ella y le
contase lo que hubiera. El sirviente, aunque haciéndolo con
dificultad, allísubió y encontró a la noble
joven, con aquella poca compañía que tenía, bajo
el pico de la proa de la nave, toda tímida escondida. Y ellas,
al verlo, llorando pidieron misericordia muchas veces, pero
apercibiéndose de que no eran entendidas y de que ellas no le
entendían, por señas se ingeniaron en demostrarle su
desgracia. El sirviente, como mejor pudo mirando todas las cosas,
contó a Pericón lo que allí había, el
cual prontamente hizo traer a las mujeres y las más preciosas
cosas que allí había y que pudieron coger, y con ellas
se fue a un castillo suyo; y allícon víveres y con
reposo reconfortadas las señoras, comprendió , por los
ricos arneses, que la mujer que había encontrado debía
ser una grande y noble señora, y a ella la conoció
prestamente al ver los honores que veía a las otras hacerle a
ella sola. Y aunque pálida y asaz desarreglada en su persona
por las fatigas del mar estuviese entonces la mujer, sin embargo sus
facciones le parecieron bellísimas a Pericón, por lo
cual deliberósúbitamente que si no tuviera marido la
querría por mujer, y si por mujer no pudiese tenerla, la
querría tener por amiga.
Era Pericón hombre de fiero aspecto y muy
robusto; y habiendo durante algunos días a la señora
hecho servir óptimamente, y por ello estando ésta toda
reconfortada, viéndola él sobremanera hermosísima,
afligido desmedidamente por no poder entenderla ni ella a él,
y así no poder saber quién fuera, pero no por ello
menos desmesuradamente prendado de su belleza, con obras amables y
amorosas se ingenió en inducirla a cumplir su placer sin
oponerse. Pero era en vano: ella rehusaba del todo sus
familiaridades, y mientras tanto más se inflamaba el ardor de
Pericón. Lo que, viéndolo la mujer, y ya durante
algunos días estando allíy dándose cuenta por
las costumbres de que entre cristianos estaba, y en lugar donde, si
hubiera sabido hacerlo, el darse a conocer de poca cosa le servía,
pensando que a la larga o por la fuerza o por amor tendría que
llegar a satisfacer los gustos de Pericón, se propuso con
grandeza de ánimo hollar la miseria de su fortuna, y a sus
mujeres, que más de tres no le habían quedado, mandó
que a nadie manifestasen quiénes eran, salvo si en algún
lugar se encontrasen donde conocieran que podrían encontrar
una ayuda manifiesta a su libertad; además de esto,
animándolas sumamente a conservar su castidad, afirmando
haberse ella propuesto que nunca nadie gozaría de ella sino su
marido. Sus mujeres la alabaron por ello, y le dijeron que
observarían en lo que pudieran su mandato.
Pericón, inflamándose más de día
en día, y tanto más cuanto más cerca veía
la cosa deseada y muchas veces negada, y viendo que sus lisonjas no
le valían, preparó el ingenio y el arte, reservándose
la fuerza para el final. Y habiéndose dado cuenta alguna vez
que a la señora le gustaba el vino, como a quien no estaba
acostumbrada a beber, porque su ley se lo vedaba, con él, como
ministro de Venus pensó que podía conseguirla, y,
aparentando no preocuparse de que ella se mostrase esquiva, hizo una
noche a modo de solemne fiesta una magnífica cena, a la que
vino la señora; y en ella, siendo por muchas cosas alegrada la
cena, ordenó al que la servía que con varios vinos
mezclados le diese de beber. Lo que él hizo óptimamente;
y ella, que de aquello no se guardaba, atraída por el agrado
de la bebida, más tomóde lo que habría
requerido su honestidad; por lo que, olvidando todas las advertencias
pasadas, se puso alegre, y viendo a algunas mujeres bailar a la moda
de Mallorca, ella a la manera alejandrina bailó.
Lo que, viendo Pericón, estar cerca le pareció
de lo que deseaba, y continuando la cena con más abundancia de
comidas y de bebidas, por gran espacio durante la noche la prolongó .
Por último, partiendo los convidados, solo con la señora
entró en su alcoba; la cual, más caliente por el vino
que templada por la honestidad, como si Pericón hubiese sido
una de sus mujeres, sin ninguna contención de vergüenza
desnudándose en presencia de él, se metió en la
cama. Pericón no dudó en seguirla sino que, apagando
todas las luces, prestamente de la otra parte se echó junto a
ella, y cogiéndola en brazos sin ninguna resistencia, con ella
empezó amorosamente a solazarse. Lo que cuando ella lo hubo
probado, no habiendo sabido nunca antes con qué cuerpo
embisten los hombres, casi arrepentida de no haber accedido antes a
las lisonjas de Pericón, sin esperar a ser invitada a tan
dulces noches, muchas veces se invitaba ella misma, no con palabras,
con las que no se sabía hacer entender, sino con obras. A este
gran placer de Pericón y de ella, no estando la fortuna
contenta con haberla hecho de mujer de un rey convertirse en amiga de
un castellano, opuso una amistad más cruel.
Tenía Pericón un hermano de
veinticinco años de edad, bello y fresco como una rosa, cuyo
nombre era Marato; el cual, habiéndola visto y habiéndole
agradado sumamente, pareciéndole, según por sus actos
podía comprender, que gozaba de su gracia, y estimando que lo
que él deseaba nada se lo vedaba sino la continua guardia que
de ella hacía Pericón, dio en un cruel pensamiento: y
al pensamiento siguiósin tregua el criminal efecto. Estaba
entonces, por acaso, en el puerto de la ciudad, una nave cargada de
mercancía para ir a Clarentza, en Romania(73)
de la que eran patrones dos jóvenes genoveses, y tenía
ya la vela izada para irse en cuanto buen viento soplase; con los
cuales concertándose Marato, arreglócómo la
siguiente noche fuese recibido con la mujer. Y hecho esto, al hacerse
de noche, a casa de Pericón, quien de él nada se
guardaba, secretamente fue con algunos de sus fidelísimos
compañeros, a los cuales había pedido ayuda para lo que
pensaba hacer, y en la casa, según lo que habían
acordado, se escondió . Y luego que fue pasada parte de la
noche, habiendo abierto a sus compañeros, allá donde
Pericón con la mujer dormía se fue, y abriéndola,
a Pericón mataron mientras dormía y a la mujer,
despierta y gimiente, amenazándola con la muerte si hacía
algún ruido, se llevaron; y con gran cantidad de las cosas más
preciosas de Pericón, sin que nadie les hubiera oído,
prestamente se fueron al puerto, y allísin tardanza subieron
a la nave Marato y la mujer, y sus compañeros se dieron la
vuelta.
Los marineros, teniendo viento favorable y
fresco, se hicieron a la mar. La mujer, amargamente de su primera
desgracia y de ésta se dolió mucho; pero Marato, con el
SanCrescencioenmano(74)
que Dios le había dado empezó a consolarla de tal
manera que ella, ya familiarizándose con él, olvidó
a Pericón; y ya le parecía hallarse bien cuando la
fortuna le aparejónuevas tristezas, como si no estuviese
contenta con las pasadas. Porque, siendo ella hermosísima de
aspecto, como ya hemos dicho muchas veces, y de maneras muy dignas de
alabanza, tan ardientemente de ella los dos patrones de la nave se
enamoraron que, olvidándose de cualquier otra cosa, solamente
a servirla y a agradarla se aplicaban, teniendo cuidado siempre de
que Marato no se apercibiese de su intención. Y habiéndose
dado cuenta el uno de aquel amor del otro, sobre aquello tuvieron
juntos una secreta conversación y convinieron en adquirir
aquel amor común, como si Amor debiese sufrir lo mismo que se
hace con las mercancías y las ganancias.
Y viéndola muy guardada por Marato, y por ello
impedido su propósito, yendo un día la nave con vela
velocísima, y Marato estando sobre la popa y mirando al mar,
no sospechando nada de ellos, se fueron a él de común
acuerdo y, cogiéndolo prestamente por detrás lo
arrojaron al mar; y estuvieron más de una milla alejados antes
de que nadie se hubiera dado cuenta de que Marato había caído
al mar; lo que oyendo la mujer y no viendo manera de poderlo
recobrar, nuevo duelo empezó a hacer en la nave. Y a su
consuelo los dos amantes vinieron incontinenti, y con dulces palabras
y grandísimas promesas, aunque ella poco los entendiese, a
ella, que no tanto por el perdido Marato como por su desventura
lloraba, se ingeniaban en tranquilizar. Y luego de largas
consideraciones una y otra vez dirigidas a ella, pareciéndoles
que la habían consolado, vino la hora de discutir entre sí
cuál de ellos la fuera a llevar primero a la cama.
Y queriendo cada uno ser el primero y no
pudiendo en aquello llegar a ningún acuerdo entre ambos,
primero con palabras graves y duras empezaron un altercado y
encendiéndose en ira con ellas, echando mano a los cuchillos,
furiosamente se echaron uno sobre el otro; y muchos golpes, no
pudiendo los que en la nave estaban separarlos, se dieron uno al
otro, de los que uno cayómuerto incontinenti, y el otro en
muchas partes de su cuerpo gravemente herido, quedó con vida;
lo que desagradómucho a la mujer, como a quien allí
sola, sin ayuda ni consejo alguno se veía, y mucho temía
que contra ella se volviese la ira de los parientes y de los amigos
de los dos patrones; pero los ruegos del herido y la pronta llegada a
Clarentza del peligro de muerte la libraron. Donde junto con el
herido descendió a tierra, y estando con él en un
albergue, súbitamente corrió la fama de su gran belleza
por la ciudad, y a los oídos del príncipe de Morea(75)
que entonces estaba en Clarentza, llegó : por lo que quiso
verla, y viéndola, y más de lo que la fama decía
pareciéndole hermosa, tan ardientemente se enamoróde
ella que en otra cosa no podía pensar.
Y habiendo oído en qué guisa había
llegado allí, se propuso conseguirla para él, y
buscándole las vueltas y sabiéndolo los parientes del
herido, sin esperar más se la mandaron prestamente; lo que al
príncipe fue sumamente grato y otro tanto a la mujer, porque
fuera de un gran peligro le pareció estar. El príncipe,
viéndola además de por la belleza adornada con trajes
reales, no pudiendo de otra manera saber quién fuese ella,
estimó que sería noble señora, y por lo tanto su
amor por ella se redobló; y teniéndola muy
honradamente, no a guisa de amiga sino como a su propia mujer la
trataba. Lo que, considerando la mujer los pasados males y
pareciéndole bastante bien estar, tan consolada y alegre
estaba mientras sus encantos florecían que de nada más
parecía que hubiera que hablar en Romania.
Por lo cual, al duque de Atenas, joven y bello y
arrogante en su persona, amigo y pariente del príncipe, le
dieron ganas de verla: y haciendo como que venía a visitarle,
como acostumbraba a hacer de vez en cuando, con buena y honorable
compañía se vino a Clarentza, donde fue honradamente
recibido con gran fiesta. Después, luego de algunos días,
venidos a hablar de los encantos de aquella mujer, preguntó al
duque si eran cosa tan admirable como se decía; a lo que el
príncipe respondió :
Mucho más; pero de ello no mis palabras
sino tus ojos quiero que den fe.
A lo que, invitando al duque el príncipe, juntos
fueron allá donde ella estaba; la cual, muy cortésmente
y con alegre rostro, habiendo antes sabido su venida, les recibió.
Y habiéndola hecho sentar entre ellos, no se pudo de hablar
con ella tomar ningún agrado porque poco o nada de aquella
lengua entendía; por lo que cada uno la miraba como a cosa
maravillosa, y mayormente el duque, el cual apenas podía creer
que fuese cosa mortal, y sin darse cuenta, al mirarla, con el amoroso
veneno que con los ojos bebía, creyendo que su gusto
satisfacía mirándola, se enviscó a sí
mismo, enamorándose de ella ardentísimamente.
Y luego que de ella, junto con el príncipe, se
hubo partido y tuvo espacio de poder pensar por sí solo,
juzgaba al príncipe más feliz que a nadie teniendo una
cosa tan bella a su disposición; y luego de muchos y diversos
pensamientos, pesando más su fogoso amor que su honra,
determinó, sucediera lo que fuese, privar al príncipe
de aquella felicidad y hacerse feliz con ella a sí mismo si
pudiese. Y, teniendo en el ánimo apresurarse, dejando toda
razón y toda justicia aparte, a los engaños dispuso
todo su pensamiento; y un día, según el malvado plan
establecido por él, junto con un secretísimo camarero
del príncipe que tenía por nombre Ciuriaci,
secretísimamente todos sus caballos y sus cosas hizo preparar
para irse, y viniendo la noche, junto con un compañero, todos
armados, llevado fue por el dicho Ciuriaci a la alcoba del príncipe
silenciosamente. Al que vio que, por el gran calor que hacía,
mientras dormía la mujer, él todo desnudo estaba a una
ventana abierta al puerto, tomando un vientecillo que de aquella
parte venía; por la cual cosa, habiendo a su compañero
antes informado de lo que tenía que hacer, silenciosamente fue
por la cámara hasta la ventana, y allícon un cuchillo
hiriendo al príncipe en los riñones, lo traspasó
de una a otra parte, y cogiéndolo prestamente, lo arrojó
por la ventana abajo.
Estaba el palacio sobre el mar y muy alto, y aquella
ventana a la que estaba entonces el príncipe daba sobre
algunas casas que habían sido derribadas por el ímpetu
del mar, a las cuales raras veces o nunca alguien iba; por lo que
sucedió , tal como el duque lo había previsto, que la
caída del cuerpo del príncipe ni fue ni pudo ser oída
por nadie. El compañero del duque, viendo que aquello estaba
hecho, rápidamente un cabestro que llevaba para aquello,
fingiendo hacer caricias a Ciuriaci, se lo echó a la garganta
y tiróde manera que Ciuriaci no pudo hacer ningún
ruido; y reuniéndose con él el duque, lo estrangularon,
y adonde el príncipe arrojado había, lo arrojaron. Y
hecho esto, manifiestamente conociendo que no habían sido
oídos ni por la mujer ni por nadie, tomó el duque una
luz en la mano y la levantósobre la cama, y silenciosamente a
la mujer toda, que profundamente dormía, descubrió; y
mirándola entera la apreciósumamente, y si vestida le
había gustado sobre toda comparación le gustó
desnuda. Por lo que, inflamándose en mayor deseo, no espantado
por el reciente pecado por él cometido, con las manos todavía
sangrientas, junto a ella se acostó y con ella toda
soñolienta, y creyendo que el príncipe fuese, yació.
Pero luego de que algún tiempo con grandísimo
placer estuvo con ella, levantándose y haciendo venir allí
a algunos de sus compañeros, hizo coger a la mujer de manera
que no pudiera hacer ruido, y por una puerta falsa, por donde entrado
había él, llevándola y poniéndola a
caballo, lo más silenciosamente que pudo, con todos los suyos
se puso en camino y se volvió a Atenas. Pero como tenía
mujer, no en Atenas sino en un bellísimo lugar suyo que un
poco a las afueras de la ciudad tenía junto al mar, dejó
a la más dolorosa de las mujeres, teniéndola allí
ocultamente y haciéndola honradamente, de cuanto necesitaba,
servir.
Habían a la mañana siguiente los
cortesanos del príncipe esperado hasta la hora de nona a que
el príncipe se levantase; pero no oyendo nada, empujando las
puertas de la cámara que solamente estaban entornadas, y no
encontrando allí a nadie, pensando que ocultamente se hubiera
ido a alguna parte para estarse algunos días a su gusto con
aquella su hermosa mujer, más no se preocuparon. Y así
las cosas, sucedió que al día siguiente, un loco,
entrando entre las ruinas donde estaban el cuerpo del príncipe
y el de Ciuriaci, por el cabestro arrastró afuera a Ciuriaci,
y lo iba arrastrando tras él. El cual, no sin maravilla fue
reconocido por muchos, que con lisonjas haciéndose llevar por
el loco allíde donde lo había arrastrado, allí,
con grandísimo dolor de toda la ciudad, encontraron el del
príncipe, y honrosamente lo sepultaron; e investigando sobre
los autores de tan grande delito, y viendo que el duque de Atenas no
estaba, sino que se había ido furtivamente, estimaron, como
era, que él debía haber hecho aquello y llevádose
a la mujer.
Por lo que prestamente sustituyendo a su príncipe
con un hermano del muerto, le incitaron con todo su poder a la
venganza; el cual, por muchas otras cosas confirmado después
haber sido tal como lo habían imaginado, llamando en su ayuda
a amigos y parientes y servidores de diversas partes, prontamente
reunió una grande y buena y poderosa hueste, y a hacer la
guerra al duque de Atenas se enderezó.
El duque, oyendo estas cosas, en su defensa
semejantemente aparejótodo su ejército, y vinieron en
su ayuda muchos señores, entre los cuales, enviados por el
emperador de Constantinopla, estaban Costanzo su hijo y Manovello su
sobrino con buenas y grandes gentes, los cuales fueron recibidos
honradamente por el duque, y más por la duquesa, porque era su
hermana. Aprestándose las cosas para la guerra más de
día en día, la duquesa, en tiempo oportuno, a ambos a
dos hizo venir a su cámara, y allícon lágrimas
bastantes y con muchas palabras toda la historia les contó,
mostrándoles las razones de la guerra y la ofensa hecha contra
ella por el duque con la mujer a la que creía tener
ocultamente; y doliéndose mucho de aquello, les rogó
que al honor del duque y al consuelo de ella ofreciesen la reparación
que pensasen mejor. Sabían los jóvenes cómo
había sido todo aquel hecho y, por ello, sin preguntar
demasiado, confortaron a la duquesa lo mejor que supieron y la
llenaron de buena esperanza, e informados por ella de dónde
estaba la mujer, se fueron.
Y habiendo muchas veces oído hablar de la mujer
como maravillosa, desearon verla y al duque pidieron que se la
enseñase; el cual, mal recordando lo que al príncipe
había sucedido por habérsela enseñado a él,
prometióhacerlo: y hecho aparejar en un bellísimo
jardín, en el lugar donde estaba la mujer, un magnífico
almuerzo, a la mañana siguiente, a ellos con algunos otros
compañeros a comer con ella los llevó. Y estando
sentado Costanzo con ella, la comenzó a mirar lleno de
maravilla, diciéndose que nunca había visto nada tan
hermoso, y que ciertamente por excusado podía tenerse al duque
y a cualquiera que para tener una cosa tan hermosa cometiese traición
o cualquier otra acción deshonesta: y una vez y otra
mirándola, y celebrándola cada vez más, no de
otra manera le sucedió a él lo que le había
sucedido al duque. Por lo que, yéndose enamorado de ella,
abandonado todo el pensamiento de guerra, se dio a pensar cómo
se la podría quitar al duque, óptimamente a todos
celando su amor. Pero mientras él se inflamaba en este fuego,
llegó el tiempo de salir contra el príncipe que ya a
las tierras del duque se acercaba; por lo que el duque y Costanzo y
todos los otros, según el plan hecho en Atenas saliendo,
fueron a contender a ciertas fronteras, para que más adelante
no pudiera venir el príncipe.
Y deteniéndose allímuchos días,
teniendo siempre Costanzo en el ánimo y en el pensamiento a
aquella mujer, imaginando que, ahora que el duque no estaba junto a
ella, muy bien podría venir a cabo de su placer, por tener una
razón para volver a Atenas se fingiómuy indispuesto en
su persona; por lo que, con permiso del duque, delegado todo su poder
en Manovello, a Atenas se vino junto a la hermana, y allí,
luego de algunos días, haciéndola hablar sobre la
ofensa que del duque le parecía recibir por la mujer que
tenía, le dijo que, si ella quería, él la
ayudaría bien en aquello, haciendo de allídonde estaba
sacarla y llevársela. La duquesa, juzgando que Costanzo por su
amor y no por el de la mujer lo hacía, dijo que le placía
mucho siempre que se hiciese de manera que el duque nunca supiese que
ella hubiera consentido en esto. Lo que Costanzo plenamente le
prometió; por lo que la duquesa consintió en que él
como mejor le pareciese hiciera.
Costanzo, ocultamente, hizo armar una barca ligera, y
aquella noche la mandócerca del jardín donde vivía
la mujer, informados los suyos que en ella estaban de lo que habían
de hacer, y junto con otros fue al palacio donde estaba la mujer,
donde por aquellos que allí al servicio de ella estaban fue
alegremente recibido, y también por la mujer; y con ésta,
acompañada por sus servidores y por los compañeros de
Costanzo, como quisieron, fueron al jardín. Y como si a la
mujer de parte del duque quisiera hablarle, con ella, hacia una
puerta que salía al mar, solo se fue; a la cual, estando ya
abierta por uno de sus compañeros, y allícon la señal
convenida llamada la barca, haciéndola coger prestamente y
poner en la barca, volviéndose a sus criados, les dijo:
Nadie se mueva ni diga palabra, si no quiere
morir, porque entiendo no robar al duque su mujer sino llevarme la
vergüenza que le hace a mi hermana.
A esto nadie se atrevió a responder; por lo que
Costanzo, con los suyos en la barca montado y acercándose a la
mujer que lloraba, mandó que diesen los remos al agua y se
fueran; los cuales, no bogando sino volando, casi al alba del día
siguiente llegaron a Egina. Bajando aquía tierra y
descansando Costanzo con la mujer, que su desventurada hermosura
lloraba, se solazó; y luego, volviéndose a subir a la
barca, en pocos días llegaron a Quíos, y allí,
por temor a la reprensión de su padre y para que la mujer
robada no le fuese quitada, plugo a Costanzo como en seguro lugar
quedarse; donde muchos días la mujer llorósu
desventura, pero luego, consolada por Costanzo, como las otras veces
había hecho, empezó a tomar el gusto a lo que la
fortuna le deparaba.
Mientras estas cosas andaban de tal guisa, Osbech,
entonces rey de los turcos, que estaba en continua guerra con el
emperador, en aquel tiempo vino por acaso a Esmirna, y oyendo allí
cómo Costanzo en lasciva vida, con una mujer suya a quien
robado había, sin ninguna precaución estaba en Quíos,
yendo allícon unos barquichuelos armados una noche y
ocultamente con su gente entrando en la ciudad, a muchos cogió
en sus camas antes de que se diesen cuenta de que los enemigos habían
llegado; y por último a algunos que, despertándose,
habían corrido a las armas, los mataron, y, prendiendo fuego a
toda la ciudad, el botín y los prisioneros puestos en las
naves, hacia Esmirna se volvieron.
Llegados allí, encontrando Osbech, que era hombre
joven, al revisar el botín, a la hermosa mujer, y conociendo
que aqué lla era la que con Costanzo había sido cogida
durmiendo en la cama, se puso sumamente contento al verla; y sin
tardanza la hizo su mujer y celebró las bodas, y con ella se
acostó contento muchos meses.
El emperador, que antes de que estas cosas sucedieran
había tenido tratos con Basano, rey de Capadocia, para que
contra Osbech bajase por una parte con sus fuerzas y él con
las suyas le asaltara por la otra, y no había podido cumplirlo
aún plenamente porque algunas cosas que Basano pedía,
como menos convenientes no había podido hacerlas, oyendo lo
que a su hijo había sucedido, triste se puso sobremanera y sin
tardanza lo que el rey de Capadocia le pedía hizo, y él
cuanto más pudo solicitó que descendiese contra Osbech,
aparejándose él de la otra parte a irle encima. Osbech,
al saber esto, reunido su ejército, antes de ser cogido en
medio por los dos poderosísimos señores, fue contra el
rey de Capadocia, dejando en Esmirna al cuidado de un fiel familiar y
amigo a su bella mujer; y con el rey de Capadocia enfrentándose
después de algún tiempo combatió y fue muerto en
la batalla y su ejército vencido y dispersado.
Por lo que Basano, victorioso, se puso libremente a
venir hacia Esmirna; y al venir, toda la gente como a vencedor le
obedecía. El familiar de Osbech, cuyo nombre era Antíoco,
a cargo de quien había quedado la hermosa mujer, por templado
que fuese, viéndola tan bella, sin observar a su amigo y señor
lealtad, de ella se enamoró; y sabiendo su lengua (lo que
mucho le agradaba, como a quien varios años a guisa de sorda y
de muda había tenido que vivir, por no haberla entendido nadie
y ella no haber entendido a nadie), incitado por el amor, comenzó
a tomar tanta familiaridad con ella en pocos días que, no
después de mucho, no teniendo consideración a su señor
que en armas y en guerra estaba, hicieron su trato no solamente en
amistoso sino en amoroso transformarse, tomando el uno del otro bajo
las sábanas maravilloso placer.
Pero oyendo que Osbech estaba vencido y muerto, y que
Basano venía pillando todo, tomaron juntos por partido no
esperarlo allísino que cogiendo grandísima parte de
las cosas más preciosas que allítenía Osbech,
juntos y escondidamente, se fueron a Rodas; y no habían vivido
allímucho tiempo cuando Antíoco enfermóde
muerte. Estando con el cual por acaso un mercader chipriota muy amado
por él y sumamente su amigo, sintiéndose llegar a su
fin, pensó que le dejaría a él sus cosas y su
querida mujer. Y ya próximo a la muerte, a ambos llamó,
diciéndoles así :
Veo que desfallezco sin remedio; lo que me duele,
porque nunca tanto me gustóvivir como ahora me gustaba. Y
cierto es que de una cosa muero contentísimo, porque, teniendo
que morir, me veo morir en los brazos de las dos personas a quienes
amo más que a ninguna otra que haya en el mundo, esto es en
los tuyos, carísimo amigo, y en los de esta mujer a quien más
que a mímismo he amado desde que la conocí. Es verdad
que doloroso me es saber que se queda forastera y sin ayuda ni
consejo, al morirme yo; y más doloroso me sería todavía
si no te viese a ti que creo que cuidado de ella tendrás por
mi amor como lo tendrías de mi mismo; y por ello, cuanto más
puedo te ruego que, si me muero, que mis cosas y ella queden a tu
cuidado, y de las unas y de la otra haz lo que creas que sirva de
consuelo a mi alma. Y a ti, queridísima mujer, te ruego que
después de mi muerte no me olvides, para que yo allá
pueda envanecerme de que soy amado aquípor la más
hermosa mujer que nunca fue formada por la naturaleza. Si de estas
dos cosas me dieseis segura esperanza, sin ninguna duda me iré
consolado.
El amigo mercader y semejantemente la mujer, al oír
estas palabras, lloraban; y habiendo callado él, le
confortaron y le prometieron por su honor hacer lo que les pedía,
si sucediera que él muriese; y poco después murió
y por ellos fue hecho sepultar honorablemente. Después, luego
de pocos días, habiendo el mercader chipriota todos sus
negocios en Rodas despachado y queriendo volverse a Chipre en una
coca de catalanes que allí había, preguntó a la
hermosa mujer que qué quería hacer, como fuera que a él
le convenía volverse a Chipre.
La mujer repuso que con él, si le pluguiera, iría
de buena gana, esperando que por el amor de Antíoco sería
tratada y mirada por él como una hermana. El mercader repuso
que de lo que a ella gustase estaría contento: y, para de
cualquier ofensa que pudiese sobrevenirle antes de que a Chipre
llegasen, defenderla, dijo que era su mujer. Y subido a la nave,
habiéndoles dado un camarote en la popa, para que las obras no
pareciesen contrarias a las palabras, con ella en una litera bastante
pequeña dormía. Por lo que sucedió lo que ni por
el uno ni por el otro había sido acordado al partir de Rodas;
es decir que, incitándoles la oscuridad y la comodidad y el
calor de la cama, cuyas fuerzas no son pequeñas, olvidada la
amistad y el amor por Antíoco muerto, atraídos por
igual apetito, empezando a hurgonearse el uno al otro, antes de que a
Pafos llegasen, de donde era el chipriota, se habían hecho
parientes; y llegados a Pafos, mucho tiempo estuvo con el mercader.
Sucedió por acaso que a Pafos llegó por
algún asunto suyo un gentilhombre cuyo nombre era Antígono,
cuyos años eran muchos pero cuyo juicio era mayor, y pocas las
riquezas, porque habiéndose en muchas cosas mezclado al
servicio del rey de Chipre, la fortuna le había sido
contraria. El cual, pasando un día por delante de la casa
donde la hermosa mujer vivía, habiendo el mercader chipriota
ido con su mercancía a Armenia, le sucedió por ventura
ver a una ventana de su casa a esta mujer; a quien, como era
hermosísima, empezó a mirar fijamente, y empezó
a querer acordarse de haberla visto otras veces, pero dónde de
ninguna manera acordarse podía.
La hermosa mujer, que mucho tiempo habla sido juguete de
la fortuna, acercándose al término en que sus males
debían hallar fin, al ver a Antígono se acordó
de haberlo visto en Alejandría al servicio de su padre, en no
baja condición; por lo cual, concibiendo súbita
esperanza de poder aún volver al estado real con sus consejos,
no sintiendo a su mercader, lo antes que pudo hizo llamar a Antígono.
Al cual, venido a ella, tímidamente preguntósi él
fuese Antígono de Famagusta, como creía. Antígono
repuso que sí , y además de ello dijo:
Señora, a míme parece conoceros,
pero por nada puedo acordarme de dónde; por lo que os ruego,
si no os es enojoso, que a la memoria me traigáis quién
sois.
La mujer, oyendo que era él, llorando fuertemente
le echó los brazos al cuello, y, luego de un poco, a él,
que mucho se maravillaba, le preguntósi nunca en Alejandría
la había visto. Cuya pregunta oyendo Antígono reconoció
incontinenti que era aqué lla Alatiel la hija del sultán
que muerta en el mar se creía que había sido, y quiso
hacerle la reverencia debida; pero ella no lo sufrió, y le
rogó que con ella se sentase un poco. Lo que, hecho por
Antígono, le preguntóreverentemente cómo y
cuándo y de dónde había venido aquí, como
fuera que en toda la tierra de Egipto se tuviese por cierto que se
había ahogado en el mar, hacía ya algunos años.
A lo que dijo la mujer:
Bien querría que hubiera sido así
más que haber tenido la vida que he tenido, y creo que mi
padre querría lo mismo, si alguna vez lo supiera.
Y dicho así , volvió a llorar
maravillosamente; por lo que Antígono le dijo:
Señora, no os desconsoléis antes que
sea necesario; si os place, contadme vuestras desventuras y qué
vida habéis tenido; por ventura vuestros asuntos podrán
encaminarse de manera que les encontremos, con ayuda de Dios, buena
solución.
Antígono dijo la hermosa mujer,
me pareció al verte ver a mi padre, y movida por el amor y la
ternura que a él le he tenido, pudiéndome ocultar me
manifestéa ti, y a pocas personas me habría podido
suceder haber visto de que tan contenta fuese cuanto estoy de
haberte, antes que a ningún otro, visto y reconocido; y por
ello, lo que en mi mala fortuna siempre he tenido escondido, a ti
como a padre te lo descubriré. Si ves, después de que
oído lo hayas, que puedas de algún modo a mi debida
condición hacerme volver, te ruego que lo pongas en obra; si
no lo ves, te ruego que jamás a nadie digas que me has visto o
que nada has oído de mí.
Y dicho esto, siempre llorando, lo que sucedido le había
desde que naufragó en Mallorca hasta aquel punto le contó;
de lo que Antígono, movido a piedad, empezó a llorar, y
luego de que por un rato hubo pensado, dijo:
Señora, puesto que oculto ha
estado en vuestros infortunios quién seáis, sin falta
os devolverémás querida que nunca a vuestro padre, y
luego como mujer al rey del Algarbe.
Y preguntado por ella que cómo, ordenadamente lo
que había de hacer le enseñó; y para que ninguna
otra fuese a sobrevenir si se demoraba, en el mismo momento volvió
Antígono a Famagusta y se fue al rey, al que dijo:
Señor mío, si os place, podéis
al mismo tiempo haceros grandísimo honor a vos, y a mí
(que soy pobre por vos) gran provecho sin que os cueste mucho.
El rey le preguntócómo. Antígono
entonces dijo:
A Pafos ha llegado la hermosa joven hija del
sultán, de la que ha corrido tanto la fama de que se había
ahogado; y, por preservar su honestidad, grandísimas
privaciones ha sufrido largamente, y al presente se encuentra en
pobre estado y desea volver a su padre. Si a vos os pluguiera
mandársela bajo mi custodia, sería un gran honor para
vos, y un gran bien para mí; y no creo que nunca tal servicio
se le olvidase al sultán.
El rey, movido por real magnanimidad, súbitamente
repuso que le placía: y honrosamente enviando a por ella, a
Fainagusta la hizo venir, donde por él y por la reina con
indecible fiesta y con magnífico honor fue recibida; a la
cual, después, por el rey y la reina siéndole
preguntadas sus desventuras, según los consejos dados por
Antígono repuso y contótodo. Y pocos días
después, pidiéndolo ella, el rey, con buena y honorable
compañía de hombres y de mujeres, bajo la custodia de
Antígono la devolvió al sultán; por el cual si
fue celebrada su vuelta nadie lo pregunte, y lo mismo la de Antígono
con toda su compañía. La que, luego de que reposó
algo, quiso el sultán saber cómo estaba viva, y dónde
se había detenido tanto tiempo sin nunca haberle hecho nada
saber sobre su condición.
La joven, que óptimamente las enseñanzas
de Antígono había aprendido, a su padre así
comenzó a hablar:
Padre mío, sería el vigésimo
día después que partíde vuestro lado cuando,
por fiera tempestad nuestra nave resquebrajada, encalló en
ciertas playas allá en Occidente, cerca de un lugar llamado
Aguasmuertas, una noche, y lo que de los hombres que en nuestra nave
iban sucediese no lo sé ni lo supe nunca; de cuanto me acuerdo
es de que, llegado el día y yo casi de la muerte a la vida
volviendo, habiendo sido ya la rota nave vista por los campesinos,
corrieron a robarla de toda la comarca, y yo con dos de mis mujeres
primero sobre la orilla puestas fuimos, e incontinenti cogidas por
los jóvenes que, quién por aquícon una y quién
por ahícon otra, empezaron a huir. qué fue de ellas no
lo supe nunca; pero habiéndome a mí, que me resistía,
cogido entre dos jóvenes y arrastrándome por los
cabellos, llorando yo fuertemente, sucedió que, pasando los
que me arrastraban un camino para entrar en un grandísimo
bosque, cuatro hombres en aquel momento pasaban por allí a
caballo, a los cuales, como vieron los que me arrastraban,
soltándome, prestamente se dieron a la fuga. Los cuatro
hombres, que por su semblante me parecían de autoridad, visto
aquello, corrieron a donde yo estaba y mucho me preguntaron, y yo
mucho dije, pero ni por ellos fui entendida ni a ellos los entendí.
Ellos, luego de larga consulta, subiéndome a uno de sus
caballos, me llevaron a un monasterio de mujeres según su ley
religiosa, y yo, por lo que les dijeran, fui allí
benignísimamente recibida y siempre honrada, y con gran
devoción junto con ellas he servido desde entonces a san
Crescencioenlacueva, a quien las mujeres de aquel
país mucho aman. Pero luego de que algún tiempo estuve
con ellas, y ya habiendo algo aprendido de su lengua, preguntándome
quién yo fuese y de dónde, y sabiendo yo dónde
estaba y temiendo, si dijese la verdad, ser perseguida como enemiga
de su ley, repuse que era hija de un gran gentilhombre de Chipre, el
cual habiéndome mandado a Creta para casarme, por azar allí
habíamos sido llevados y naufragamos. Y muchas veces en muchas
cosas, por miedo a lo peor, observésus costumbres; y
preguntándome la mayor de aquellas señoras, a la que
llamaban «abadesa», si a Chipre me gustaría
volver, contesté que nada deseaba tanto; pero ella, solícita
de mi honor, nunca me quiso confiar a nadie que hacia Chipre viniera
sino, hace unos dos meses, cuando llegados allíciertos
hombres buenos de Francia con sus mujeres, entre los cuales algún
pariente tenía la abadesa, y oyendo ella que a Jerusalén
iban a visitar el sepulcro donde aquel a quien tienen por Dios fue
enterrado después de que fue matado por los judíos, a
ellos me encomendó, y les rogó que en Chipre quisieran
entregarme a mi padre. Cuánto estos gentileshombres me
honraron y alegremente me recibieron junto con sus mujeres, larga
historia sería de contar. Subidos, pues, en una nave, luego de
muchos días llegamos a Pafos; y allíviéndome
llegar, sin conocerme nadie ni sabiendo qué debía decir
a los gentileshombres que a mi padre me querían entregar,
según les había sido impuesto por la venerable señora,
me aparejóDios, a quien tal vez daba lástima de mí,
sobre la orilla a Antígono en la misma hora que nosotros en
Pafos bajábamos; al que llaméprestamente y en nuestra
lengua, para no ser entendida por los gentileshombres ni las señoras,
le dije que como hija me recibiera. Él me entendió
enseguida; y haciéndome gran fiesta, a aquellos
gentileshombres y a aquellas señoras según sus pobres
posibilidades honró, y me llevó al rey de Chipre, el
cual con qué honor me recibió y aquía vos me ha
enviado nunca podría yo contar. Si algo por decir queda,
Antígono, que muchas veces me ha oído esta mi
peripecia, lo cuente.
Antígono, entonces, volviéndose al sultán,
dijo:
Señor mío, ordenadísimamente,
tal como me lo ha contado muchas veces y como aquellos
gentileshombres con los que vino me contaron, os lo ha contado;
solamente una parte ha dejado por deciros, que estimo que, porque
bien no le está decirlo a ella, lo haya hecho: y ello es
cuánto aquellos gentileshombres y señoras con quienes
vino hablaron de la honesta vida que con las señoras
religiosas había llevado y de su virtud y de sus loables
costumbres, y de las lágrimas y del llanto que hicieron las
señoras y los gentileshombres cuando, restituyéndola a
mí, se separaron de ella. De las cuales cosas si yo quisiera
enteramente decir lo que ellos me dijeron, no el presente día
sino la noche siguiente no nos bastaría; tanto solamente creo
que basta que, según sus palabras mostraban y aun aquello que
yo he podido ver, os podéis gloriar de tener la más
hermosa hija y la más honrada y la más valerosa que
ningún otro señor que hoy lleve corona.
Estas cosas celebró el sultán
maravillosamente y muchas veces rogó a Dios que le concediese
gracia para poder dignas recompensas conceder a cualquiera que
hubiera honrado a su hija, y máximamente al rey de Chipre por
quien honradamente le había sido devuelta; y luego de algunos
días, habiendo hecho preparar grandísimos dones para
Antígono, le dio licencia de volverse a Chipre, dándole
al rey con cartas y con embajadores especiales grandísimas
gracias por lo que había hecho a la hija. Y después de
esto, queriendo que lo que comenzado había sido tuviese lugar,
es decir, que ella fuese la mujer del rey del Algarbe, a éste
todo hizo saber enteramente, escribiéndole además de
ello que, si le pluguiera tenerla, a por ella mandase.
Mucho celebró esto el rey del Algarbe y, mandando
honorablemente a por ella, alegremente la recibió. Y ella, que
con otros ocho hombres unas diez mil veces se había acostado,
a su lado se acostócomo doncella, y le hizo creer que lo era,
y, reina, con él alegremente mucho tiempo vivió
después. Y por ello se dice: «Boca besada no pierde
fortuna, que se renueva como la luna».
NOVELA OCTAVA
El
conde de Amberes, acusado en falso, va al exilio; deja a dos hijos
suyos en diversos lugares de Inglaterra y él, al volver de
Escocia(76)
sin ser conocido, los encuentra en buen estado; entra como
palafrenero en el ejército del rey de Francia y, reconocida su
inocencia, es restablecido en su primer estado.
Mucho suspiraron las señoras por las diversas
desventuras de la hermosa mujer: pero ¿quién sabe qué
razón movía los suspiros? Tal vez las había que
no menos por anhelo de tan frecuentes nupcias que por lástima
de ella suspiraban. Pero dejando esto por el momento presente,
habiéndose alguna reído por las últimas palabras
dichas por Pánfilo, y viendo por ellas la reina que su novela
había terminado, vuelta hacia Elisa, le impuso que continuara
el orden con una de las suyas; la cual, alegremente haciéndolo,
comenzó
Amplísimo campo es este por el cual hoy nos
estamos paseando, y no hay nadie que, no una justa sino diez pudiese
contender en él asaz fácilmente pues tan abundante lo
ha hecho la fortuna en sus extraños y dolorosos casos; y por
ello, viniendo de ellos, que infinitos son, a contar alguno, digo
que:
Al ser el imperio de Roma de los franceses
a los tudescos transportado(77)
nació entre una nación y la otra grandísima
enemistad y acerba y continua guerra, por la cual, tanto para
defender su país como para atacar a los otros, el rey de
Francia y un hijo suyo, con toda la fuerza de su reino y junto con
los amigos y parientes con quienes hacer lo pudieron, organizaron un
grandísimo ejército para ir contra los enemigos; y
antes de que a ello procedieran, para no dejar el reino sin gobierno,
sabiendo que Gualterio, conde de Amberes, era un hombre noble y sabio
y muy fiel amigo y servidor suyo, y que aunque también era
conocedor del arte de la guerra les parecía a ellos más
apto para las cosas delicadas que para las fatigosas, a él en
el lugar de ellos dejaron como vicario general sobre todo el gobierno
del reino de Francia, y se fueron a sus campañas.
Comenzó, pues, Gualterio con juicio y con orden
el oficio encomendado, siempre en todas las cosas con la reina y con
su nuera consultando; y aunque bajo su custodia y jurisdicción
hubiesen sido dejadas, no menos como a sus señoras y
principales en lo que podía las honraba. Era el dicho
Gualterio hermosísimo de cuerpo y de edad de unos cuarenta
años, y tan amable y cortés cuanto más pudiese
serlo hombre noble, y además de todo esto, era el más
galante y el más delicado caballero que en aquel tiempo se
conociese, y el que más adornado iba.
Ahora, sucedió que, estando el rey de Francia y
su hijo en la guerra ya dicha, habiendo muerto la mujer de Gualterio
y habiéndole dejado con un hijo varón y una hija, niños
pequeños, y sin nadie más, frecuentando él la
corte de las dichas señoras y hablando con ellas
frecuentemente de las necesidades del reino, la mujer del hijo del
rey puso en él sus ojos y con grandísimo afecto
considerando su persona y sus costumbres, con oculto amor
fervientemente se inflamó por él; y viéndose
joven y fresca y a él sin mujer, pensó que sería
fácil realizar su deseo. Y pensando que ninguna cosa se oponía
a aquello sino la vergüenza de manifestárselo, se dispuso
del todo a desecharla de sí , y estando un día sola y
pareciéndole oportuno, como si otras cosas con él
hablar quisiese, mandó a por él. El conde, cuyo
pensamiento estaba muy lejos del de la señora, sin ninguna
dilación se fue a donde ella; y sentándose, como ella
quiso, con ella sobre una cama, en una cámara los dos solos,
habiéndola ya el conde preguntado sobre la razón por la
que le hubiese hecho venir, y ella callando, finalmente, empujada por
el amor, toda roja de vergüenza, casi llorando y temblando toda,
con palabras entrecortadas, así comenzó a decir:
Carísimo y dulce amigo y señor mío,
vos podéis, como hombre sabio, fácilmente conocer
cuánta sea la fragilidad de los hombres y de las mujeres, y
por diversas razones más en una que en otra; por lo que
debidamente, ante un justo juez, un mismo pecado en diversa cualidad
de personas no debe recibir la misma pena. ¿Y quién
sería quien dijese que no debiese ser mucho más
reprensible un pobre hombre o una pobre mujer que con su trabajo
tuviesen que ganar lo que necesitasen para vivir, si fuesen por el
amor estimulados y lo siguiesen, que una señora rica y ociosa
y a quien nada que agradase a sus deseos faltara? Creo ciertamente
que nadie. Por la razón que juzgo que grandísima parte
de excusa deban prestar las dichas cosas de aquella que las posee, si
por ventura se deja llevar a amar; y lo restante debe tenerlo el
haber elegido a un sabio y valeroso amador, si lo ha hecho así
aquella que ama. Las cuales cosas, como quiera que ambas según
mi parecer, se dan en mí, y además de ellas otras más
que a amar deben inducirme, como es mi juventud y el alejamiento de
mi marido, deben ahora venir en mi ayuda a la defensa de mi fogoso
amor ante vuestra consideración; y si pueden lo que en la
presencia de los sabios deben poder, os ruego que consejo y ayuda en
lo que os pida me prestéis. Es verdad que, por el alejamiento
de mi marido no pudiendo yo a los estímulos de la carne ni a
la fuerza del amor oponerme (los cuales son de tanto poder, que a los
fortísimos hombres, no ya a las tiernas mujeres, han vencido
muchas veces y vencen todos los días), estando yo en las
comodidades y los ocios en que me veis, a secundar los placeres de
amor y a enamorarme me he dejado llevar: y como tal cosa, si sabida
fuese, yo sepa que no es honesta, no menos, siendo y estando
escondida en nada la juzgo ser deshonesta, pues me ha sido Amor tan
complaciente que no solamente no me ha quitado el debido juicio al
elegir el amante sino que mucho me ha dado, mostrándome que
sois digno vos de ser amado por una mujer tal como yo; que, si no me
engaño, os reputo por el más hermoso, el más
amable y más galante y el más sabio caballero que en el
reino de Francia pueda encontrarse; y tal como yo puedo decir que sin
marido me veo, vos también sin mujer. Por lo que yo os ruego,
por tan grande amor como es el que os tengo, que no me neguéis
el vuestro y que se acreciente con mi juventud, la cual
verdaderamente, como el hielo al fuego, se consume por vos.
Al llegar a estas palabras le acometieron tan
abundantemente las lágrimas que ella, que todavía más
ruegos intentaba interponer, no tuvo más poder para hablar,
sino que bajado el rostro y abatida, llorando, en el seno del conde
dejó caer la cabeza. El conde, que lealísimo caballero
era, con gravísima reprimenda empezó a reprender un tan
loco amor y a rechazarla porque ya al cuello quería echársele,
y con juramentos a afirmar que primero sufriría él ser
descuartizado que tal cosa contra el honor de su señor ni en
símismo ni en otro consintiera. Lo que oyendo la señora,
súbitamente olvidado el amor y en fiero furor encendida dijo:
¿Será, pues, ruin caballero, de esta
guisa escarnecido por vos mi deseo? No plazca a Dios, puesto que
queréis hacerme morir, que yo morir arrojar del mundo no os
haga.
Y diciendo así , al punto se echó las manos
a los cabellos, enmarañándoselos y descomponiéndoselos
todos, y después de haberse desgarrado las vestiduras en el
pecho, comenzó a gritar fuerte:
¡Ayuda, ayuda, que el conde de Amberes
quiere forzarme!
El conde, viendo esto, y temiendo mucho más la
envidia de los cortesanos que a su conciencia, y temiendo que aqué lla
fuese a dar más fe a la maldad de la señora que a su
inocencia, se levantó y lo más aprisa que pudo, de la
cámara y del palacio salió y escapó a su casa,
donde, sin tomar otro consejo, puso a sus hijos a caballo y
montándose él también, lo más aprisa que
pudo se fue hacia Calais. Al ruido de la señora corrieron
muchos, los cuales, viéndola y oyendo la razón de sus
gritos, no solamente por aquello dieron fe a sus palabras, sino que
añadieron que la galanura y la adornada manera del conde había
sido por él largamente buscada para poder llegar a aquello. Se
corrió, pues, con furia a los palacios del conde para
arrestarlo; pero no encontrándole a él, primero los
saquearon todos y luego hasta los cimientos los hicieron derribar.
La noticia, tan torpe como se contaba, llegó en
las huestes al rey y al hijo, los cuales, muy airados, a perpetuo
exilio a él y a sus descendientes condenaron, grandísimos
dones prometiendo a quien vivo o muerto se lo llevase. El conde,
pesaroso de que, de inocente, al huir, se había hecho
culpable, llegado sin darse a conocer o ser conocido, con sus hijos a
Calais, prestamente pasó a Inglaterra y en pobres vestidos fue
hacia Londres, donde antes de entrar, con muchas palabras adoctrinó
a los dos pequeños hijos suyos, y máximamente en dos
cosas: primera, que pacientemente soportasen el estado pobre al que
sin culpa de ellos la fortuna, junto con él, les había
llevado, y luego que con toda prudencia se guardasen de manifestar a
nadie de dónde eran ni hijos de quién, si amaban la
vida.
Era el hijo, llamado Luigi, de unos nueve
años, y la hija, que tenía por nombre Violante(78)
tenía unos siete, los cuales, según lo que permitía
su tierna edad, muy bien comprendieron la lección del padre, y
en las obras lo mostraron después. Y para que aquello mejor
pudiese hacerse le pareciódeber cambiarles los nombres; y lo
hizo así , y llamó al varón Perotto y Giannetta a
la niña; y llegados a Londres con pobres vestidos, del modo
que vemos hacer a los pordioseros franceses, se dieron a andar
pidiendo limosna.
Y estando por acaso en tal ocupación una mañana
en una iglesia, sucedió que una gran dama, que era mujer de
uno de los mariscales del rey de Inglaterra, al salir de la iglesia,
vio al conde y a sus dos hijitos que limosna pedían, al que
preguntóde dónde era y si suyos eran aquellos dos
niños. A quien repuso que él era de Picardía y
que, por un delito de un hijo mayor, había tenido que hacerse
vagabundo con aquellos dos, que suyos eran. La dama, que era piadosa,
puso los ojos en la muchacha y le gustómucho porque hermosa y
gentil y agraciada era, y dijo:
Buen hombre, si te contentase dejar aquí
conmigo a esta hijita tuya, porque buen aspecto tiene, la enseñaré
de buena gana, y si se hace mujer virtuosa la casaré en el
tiempo que sea conveniente de manera que estará bien.
Al conde mucho le plugo esta petición, y
prestamente repuso que sí , y con lágrimas se la dio y
recomendómucho. Y habiendo así colocado a la hija y
sabiendo bien a quién, deliberóno quedarse allí,
y pidiendo limosna atravesó la isla y con Perotto llegó
a Gales no sin gran fatiga, como quien a andar a pie no está
acostumbrado. Allí había otro de los mariscales del
rey, que gran estado y muchos servidores tenía, en cuya corte
el conde alguna vez, él y el hijo, para tener de qué
comer, mucho se detenían. Y estando en ella algún hijo
del dicho mariscal y otros muchachos de gente noble, y jugando a
algunos juegos de muchachos como de correr y de saltar, Perotto
comenzó a mezclarse con ellos y a hacerlo tan diestramente, o
más, que cualquiera de los otros hiciese alguna de las pruebas
que entre ellos se hacían. Lo que viendo alguna vez el
mariscal, y gustándole mucho la manera y los modos del
muchacho, preguntó que quién fuese. Le fue dicho que
era hijo de un pobre hombre que alguna vez por limosna venia allá
adentro.
Al cual el mariscal se lo hizo pedir y el conde, como
quien a Dios otra cosa no rogaba, libremente se lo concedió ,
por mucho disgusto que le causase separarse de él. Teniendo,
pues, el conde el hijo y la hija colocados, pensó que más
no quería quedarse en Inglaterra sino que como mejor pudo se
pasó a Irlanda, y llegado a Stanford, con un caballero de un
conde campesino se colocócomo criado, todas aquellas cosas
haciendo que a un criado o a un palafrenero pueden convenir; y allí
sin ser nunca por nadie conocido, con asaz disgusto y fatiga se quedó
largo tiempo.
Violante, llamada Giannetta, con la noble señora
en Londres fue creciendo en años y en persona y en belleza, y
en tanto favor de la señora y de su marido y de cualquiera
otro de la casa y de quienquiera que la conociese, que era cosa
maravillosa de ver; y no había nadie que sus costumbres y sus
maneras mirase que no dijese que debía ser digna de todo
grandísimo bien y honor. Por la cual cosa, la noble señora
que la había recibido de su padre, sin haber podido nunca
saber quién era él de otra manera que por lo que él
decía, se había propuesto casarla honradamente según
la condición de que estimaba que era. Pero Dios, justo
protector de los méritos de los demás, sabiendo que era
mujer noble, y llevaba sin culpa la penitencia del pecado ajeno, lo
dispuso de otra manera: y para que a manos de un hombre vil no
viniese la noble joven, debe creerse que, lo que sucedió , Él
por su misericordia lo permitió. Tenía la noble señora
con la que Giannetta vivía un único hijo de su marido a
quien ella y el padre sumamente amaban, tanto porque era su hijo como
porque por virtud y méritos lo valía, como quien más
que nadie cortés y valeroso y arrogante y hermoso de cuerpo
era. El cual, teniendo unos seis años más que Giannetta
y viéndola hermosísima y graciosa, tanto se enamoró
de ella que más allá de ella nada veía.
Y porque imaginaba que debía ser de baja
condición, no solamente no osaba pedirla a su padre y a su
madre por mujer, sino que temiendo ser reprendido por haberse puesto
a amar bajamente, cuanto podía su amor tenía escondido.
Por la cual cosa, mucho más que si descubierto lo hubiera, lo
estimulaba; y ocurrió que por exceso de angustia enfermó,
y gravemente. Habiendo sido llamados varios médicos a su
cuidado, y habiendo un signo y otro observado en él y no
pudiendo su enfermedad conocer, todos juntos desesperaban de su
salvación; por lo que el padre y la madre del joven tenían
tanto dolor y melancolía que mayor no habría podido
tenerse; y muchas veces con piadosos ruegos le preguntaban la razón
de su mal, a los que o suspiros por respuesta daba o que todo se
sentía desfallecer.
Sucedió un día que, estando
sentado junto a él un médico asaz joven, pero en
ciencia muy profundo, y teniéndole cogido por el brazo en
aquella parte donde buscan el pulso, Giannetta, que, por respeto por
la madre, solícitamente le servía, por alguna razón
entró en la cámara en la que el joven estaba echado. A
la cual, cuando el joven vio, sin ninguna palabra o ademán
hacer, sintió con más fuerza en el corazón el
amoroso ardor, por lo que el pulso más fuerte comenzó a
latirle de lo acostumbrado; lo que el médico sintió
incontinenti y maravillóse, y estuvo quedo por ver cuánto
aquel latir durase(x) Plutarco, en la «Vida de Demetrio», cuenta un episodio semejante a éste, y también Valerio Máximo (V,7), a propósito del amor de Antíoco por Stratónica. El motivo, difundido bastante en la Edad Medía, no es puramente literario, pues respondía a la concepción del amor como una enfermedad cuyos sí ntomas y terapia eran estudiados en medicina. La escuela árabe de Alejandría había derivado esta lección de Galeno. -->
.
Al salir Giannetta de la cámara el latir se calmó: por
lo que le pareció al médico haber entendido algo de la
razón de la enfermedad del joven; y poco después, como
si algo quisiera preguntar a Giannetta, siempre teniendo al enfermo
por el brazo, la hizo llamar. A lo que ella vino incontinenti; no
había entrado en la cámara cuando el latir del pulso
volvió al joven, y partida ella, cesó. Con lo que,
pareciendo al médico tener plena certeza, levantóse y
llevando aparte al padre y a la madre del joven, les dijo:
La salud de vuestro hijo no en los remedios de los
médicos sino en las manos de Giannetta está, a la cual,
tal como he conocido manifiestamente por ciertos signos, el joven ama
ardientemente aunque ella no se haya dado cuenta por lo que yo veo.
Sabéis ya lo que tenéis que hacer si su vida os es
querida.
El noble señor y su mujer, oyendo esto, se
pusieron contentos en cuanto algún modo se encontraba para su
salvación, aunque mucho les pesase que lo que temían
fuera aquello, esto es, tener que dar a Giannetta a su hijo por
esposa. Ellos, pues, partido el médico, se fueron al enfermo,
y díjole la señora así :
Hijo mío, no habría yo creído
nunca que me escondieses algún deseo tuyo, y especialmente
viéndote, por no tenerlo, desfallecer, por lo que debías
estar cierto, y debes, que nada hay que por contentarte hacer
pudiese, aunque menos que honesto fuera, que como por mímisma
no lo hiciese; pero pues que lo has hecho así ha sucedido que
Nuestro Señor se ha compadecido de ti más que tú
mismo, y para que de esta enfermedad no te mueras me ha mostrado la
razón de tu mal, que no es otra cosa que un excesivo amor que
sientes por alguna joven, sea quien sea ella. Y en verdad, de
manifestar esto no deberías avergonzarte porque tu edad lo
pide, y si no estuvieras enamorado yo te tendría en bastante
poco. Por lo que, hijo mío, no te escondas de mísino
que con confianza descúbreme todo tu deseo, y la melancolía
y el pensamiento que tienes y del que esta enfermedad procede,
arrójalos fuera, y consuélate y persuádete de
que nada habrá por satisfacción tuya, que tú me
impongas, que yo no haga si está en mi poder, como quien más
te ama que a la vida mía. Desecha la vergüenza y el
temor, y dime si puedo por tu amor hacer algo; y si no encuentras que
sea solícita en ello y logre tal efecto tenme por la más
cruel madre que ha parido un hijo.
El joven, oyendo las palabras de la madre, primero se
avergonzó; luego, pensando que nadie mejor que ella podría
satisfacer su placer, desechada la vergüenza, le dijo así :
Madama, nada me ha hecho teneros escondido mi amor
sino haberme apercibido de que la mayoría de las personas,
después de que entran en años, de haber sido jóvenes
no quieren acordarse. Pero pues que en esto os veo discreta, no
solamente no negaré que es verdad aquello de que os habéis
apercibido, sino que os harémanifiesto de quién; con
tal condición de que el efecto siga a vuestra promesa en todo
cuanto estéen vuestro poder y así podréis
sanarme.
A lo que la señora, confiando demasiado en que
debía suceder en la forma en que ella misma pensaba,
libremente repuso que con confianza su pecho le abriese, que ella sin
tardanza alguna se pondría a actuar para que él su
placer tuviera.
Madama dijo entonces el joven, la alta
hermosura y las loables maneras de nuestra Giannetta y el no poder
manifestárselo ni hacerla apiadarse de mi amor y el no haber
osado jamás manifestarlo a nadie me han conducido donde me
veis: y si lo que me habéis prometido de un modo u otro no se
sigue, estaos por segura de que mi vida será breve.
La señora, a quien más parecía
momento aquel de consuelo que de reprensiones, sonriendo dijo:
¡Ay, hijo mío!, ¿así
que por esto te has dejado enfermar? Consuélate y déjame
a míhacer, pues curado serás.
El joven, lleno de esperanza, en brevísimo tiempo
mostrósignos de grandísima mejoría, por lo que
la señora, muy contenta, se dispuso a intentar el modo en que
pudiera cumplirse lo que prometido le había; y llamando un día
a Giannetta, con bromas y asaz discretamente le preguntósi
tenía algún amador. Giannetta, toda colorada, repuso:
Madama, a una doncella pobre y echada de su casa,
como soy yo, y que está al servicio ajeno, como hago yo, no se
le pide ni le está bien servir a Amor.
A lo que la señora dijo:
Pues si no lo tenéis, queremos daros uno,
con el que contenta viváis y más os deleitéis
con vuestra beldad, porque no es conveniente que tan hermosa damisela
como vos sois estésin amante.
A lo que Giannetta repuso:
Madama, vos sacándome de la pobreza de mi
padre, me habéis criado como hija, y por ello debo hacer todo
vuestro gusto; pero no os complaceré en esto, creyendo que me
hago bien. Si os place darme marido, a él entiendo amar pero
no a otro; porque si de la herencia de mis abuelos nada me ha quedado
sino la honra, entiendo guardarla y observarla cuanto mi vida dure.
Estas palabras parecieron a la señora muy
contrarias a lo que quería conseguir para cumplir la promesa
hecha a su hijo, aunque, como mujer discreta, mucho estimase en su
interior a la doncella; y dijo:
Cómo, Giannetta, si monseñor el rey,
que es joven caballero, y tú eres hermosísima doncella,
buscase en tu amor algún placer, ¿se lo negarías?
Y ella súbitamente le respondió :
Forzarme podría el rey, pero nunca con mi
consentimiento, sino lo que fuera honesto, podría tener.
La dama, comprendiendo cuál fuese su ánimo,
dejóde hablar y pensóponerla a prueba; y le dijo a su
hijo que, en cuanto estuviera curado, la haría ir con él
a una cámara y que él se ingeniase en conseguir de ella
su placer, diciendo que le parecía deshonesto, a guisa de
alcahueta, hablar por el hijo y rogar a su doncella. Con lo que el
joven no estuvo contento en ninguna guisa y de súbito empeoró
gravemente; lo que viendo la señora, manifestósu
intención a Giannetta pero, encontrándola más
constante que nunca, contando a su marido lo que había hecho,
aunque duro les pareciese, de mutuo consentimiento deliberaron
dársela por esposa, queriendo mejor a su hijo vivo con mujer
que no le correspondía que muerto sin ninguna; y así ,
luego de muchas historias, lo hicieron. Con lo que Giannetta estuvo
muy contenta y con piadoso corazón agradeció a Dios que
no la había olvidado; pero, con todo, no dijo nunca que era
sino hija de un picardo. El joven curó y celebró las
nupcias más contento que ningún otro hombre, y empezó
a darse buena vida con ella.
Perotto, que se había quedado en Gales con el
mariscal del rey de Inglaterra, igualmente creciendo halló la
gracia de su señor y se hizo hermosísimo de persona y
gallardo cuanto cualquiera otro que hubiese en la isla, tanto que ni
en los torneos ni en las justas ni en cualquier otro hecho de armas
había nadie en el país que valiese lo que él;
por lo que por todos, que le llamaban Perotto el picardo, era
conocido y famoso. Y así como Dios no había olvidado a
su hermana, así demostróigualmente tenerlo a él
en el pensamiento; porque, sobrevenida en aquella comarca una
pestilente mortandad, a la mitad de la gente se llevó consigo,
sin contar que grandísima parte de los que quedaron huyeron,
por miedo, a otras comarcas, por lo que el país todo parecía
abandonado.
En la cual mortandad el mariscal su señor y su
mujer y un hijo suyo y otros muchos hermanos y sobrinos y parientes
todos murieron, y no quedósino una doncella ya en edad de
casarse, y con algunos otros servidores Perotto. Al cual, cesada un
tanto la pestilencia, la doncella, porque era hombre honrado y
valeroso, con placer y con el consejo de algunos campesinos que
habían quedado vivos, por marido lo tomó, y de todo
aquello que a ella por herencia le había correspondido, le
hizo señor; y poco tiempo pasóhasta que, enterándose
el rey de Inglaterra de que el mariscal había muerto, y
conociendo el valor de Perotto el picardo, en el lugar del que muerto
había lo puso y lo hizo mariscal suyo. Y así , en breve,
fue de los dos hijos del conde de Amberes, dejados por él como
perdidos.
Ya había pasado el año
decimoctavo desde que el conde de Amberes, huyendo, se había
ido de París cuando, habitante de Irlanda él, habiendo,
en una vida asaz mísera, sufrido muchas cosas, viéndose
ya viejo, le vino el deseo de saber, si pudiese, lo que hubiera
sucedido con sus hijos. Por lo que, por completo en el aspecto que
soler tenía viéndose cambiado, y sintiéndose por
el mucho ejercicio más fuerte de cuerpo de lo que era cuando
joven viviendo en el ocio, partió, asaz pobre y mal vestido,
de donde largamente había estado y se fue a Inglaterra y allá
donde a Perotto había dejado se fue, y encontró que
éste era mariscal y gran señor, y lo vio sano y fuerte
y hermoso en su aspecto; lo que le agradómucho, pero no quiso
darse a conocer hasta que hubiera sabido qué había
sido de Giannetta.
Por lo que, poniéndose en camino, no descansó
hasta llegar a Londres; y allípreguntando cautamente por la
señora a quien había dejado su hija por su estado,
encontró a Giannetta mujer del hijo, lo que mucho le plugo; y
todas sus adversidades pretéritas reputó por pequeñas
puesto que vivos había encontrado a sus hijos y en buen
estado. Y deseoso de poderla ver empezó, como pobre, a
acercarse junto a su casa, donde, viéndole un día
Giachetto Lamiens, que así se llamaba el marido de Giannetta,
teniendo compasión de él porque pobre y viejo lo vio,
mandó a uno de los sirvientes que a su casa lo llevase y le
hiciera dar de comer por Dios; lo que el sirviente hizo de buena
gana.
Había Giannetta tenido ya de Giachetto varios
hijos, de los que el mayor no tenía más de ocho años,
y eran los más hermosos y los más graciosos niños
del mundo; los cuales, como vieron comer al conde, todos juntos se le
pusieron en derredor y empezaron a hacerle fiestas, como si por
oculta virtud hubiesen conocido que aqué l era su abuelo. El
cual, sabiendo que eran sus nietos, empezó a demostrarles amor
y a hacerles caricias; por lo que los niños de él no
querían separarse, por mucho que quien atienda a su vigilancia
les llamase. Por lo que Giannetta, oyéndolo, salió de
una cámara y vino allídonde el conde, amenazándoles
con pegarlos si lo que su maestro quería no hiciesen. Los
niños empezaron a llorar y a decir que querían quedarse
con aquel hombre honrado, que les quería más que su
maestro; de lo que la señora y el conde se rieron. Se había
levantado el conde, no a guisa de padre sino de mendigo, para saludar
a la hija como a señora y un maravilloso placer al verla había
sentido en el alma.
Pero ella ni entonces ni después le conoció
en nada, porque sobremanera estaba cambiado de lo que ser solía,
como quien viejo y canoso y barbudo estaba, y magro y moreno vuelto,
y más otra persona parecía que el conde. Y viendo la
señora que los niños no querían separarse de él,
sino que al quererlos separar lloraban, dijo al maestro que un rato
los dejase quedarse. Estando, pues, los niños con el hombre
honrado, sucedió que el padre de Giachetto volvió , y
por el maestro se enteróde aquello; por lo que, como
despreciaba a Giannetta, dijo:
Dejadlos con la mala ventura que Dios les dé,
que son imagen de donde han nacido: por su madre descienden de
vagabundos y no hay que maravillarse si con los vagabundos les gusta
estar.
Estas palabras escuchó el conde, y mucho le
dolieron; pero encogiéndose de hombros sufrió aquella
injuria como muchas otras había sufrido. Giachetto, que oído
había las fiestas que los hijos hacían al hombre
honrado, es decir al conde, aunque le desagradó, tanto les
amaba que, antes de verlos llorar mandó que si el hombre
honrado quisiera quedarse para hacer algún servicio, que fuese
recibido. El cual respondió que se quedaba de buena gana pero
que otra cosa no sabía hacer sino cuidar caballos, a lo que
toda su vida estaba acostumbrado. Dándole, pues, un caballo,
cuando lo había atendido, se ponía a jugar con los
niños.
Mientras la fortuna de esta guisa que se ha contado
conducía al conde de Amberes y a sus hijos, sucedió que
el rey de Francia, concertadas muchas treguas con los alemanes,
murió, y en su lugar fue coronado el hijo de quien era mujer
aqué lla por quien el conde había sido perseguido. Éste,
habiendo expirado la última tregua con los tudescos, comenzó
de nuevo muy cruda guerra; en cuya ayuda, como de nuevo pariente, el
rey de Inglaterra mandómucha gente bajo las órdenes de
Perotto su mariscal y de Giachetto Lamiens, hijo del otro mariscal:
con el cual, el hombre honrado, es decir el conde, fue, y sin ser
reconocido por nadie se quedó en el ejército por largo
espacio como palafrenero, y allí, como hombre de pro, con
consejos y obras, más de lo que le correspondía prestó
ayuda.
Sucedió durante la guerra que la reina de Francia
enfermógravemente; y conociendo ella misma que iba a morir,
arrepentida de todos sus pecados se confesódevotamente con el
arzobispo de Rouen, que por todos era tenido por hombre bueno y
santísimo, y entre los demás pecados le contó el
gran daño que por su culpa había sufrido el conde de
Amberes. Y no solamente se contentó con decirlo, sino que
delante de muchos otros hombres de pro contótodo como había
sucedido, rogándoles que con el rey intercediesen para que al
conde, si estaba vivo, y si no a alguno de sus hijos se les
restituyese en su estado; y mucho después, ya finada su vida,
honrosamente fue sepultada.
Y contándole al rey su confesión, después
de algunos dolorosos suspiros por las injurias hechas sin razón
al valeroso hombre, le movió a hacer publicar por todo el
ejército, y además en otras muchas partes, el bando de
que a quien sobre el conde de Amberes o alguno de sus hijos le diese
noticias, maravillosamente por cada uno sería recompensado,
porque él lo tenía por inocente de aquello que le había
hecho expatriarse por la confesión hecha por la reina y
entendía restituirle en el estado que tenía y aún
en mayor. Las cuales cosas oyendo el conde transformado en
palafrenero y comprendiendo que eran verdad, súbitamente fue a
Giachetto y le rogó que con él y con Perotto fuese
porque quería mostrarles lo que el rey andaba buscando.
Reunidos, pues, los tres, dijo el conde a Perotto, que ya tenía
el pensamiento en descubrirse:
Perotto, Giachetto que aquíestá
tiene a tu hermana por mujer; y nunca tuvo ninguna dote; y por ello,
para que tu hermana no estésin dote, entiendo que sea él
y no otro quien obtenga el beneficio que el rey promete que es tan
grande, por ti, y te declare como hijo del conde de Amberes, y por
Violante, tu hermana y su mujer, y por mi, que el conde de Amberes y
vuestro padre soy.
Perotto, oyendo esto y mirándole fijamente,
enseguida lo reconoció, y llorando se arrojó a sus pies
y lo abrazódiciendo:
¡Padre mío, seáis muy bien
venido!
Giachetto, oyendo primero lo que había dicho el
conde y viendo luego lo que Perotto hacía, fue acometido en un
punto por tanta maravilla y tanta alegría que apenas sabía
qué se debía hacer; pero dando fe a las palabras y
avergonzándose mucho de las palabras injuriosas que había
usado con el conde palafrenero, llorando se dejó caer a sus
pies y humildemente de todas las ofensas pasadas le pidió
perdón; lo que el conde, muy benignamente, levantándolo
en pie, le concedió . Y luego de que los varios casos de cada
uno se hubieron contado los tres, y habiendo llorado y habiéndose
regocijado mucho juntos, queriendo Perotto y Giachetto vestir al
conde, de ninguna manera lo sufrió, sino que quiso que,
teniendo primero Giachetto la seguridad de obtener la recompensa
prometida, tal como estaba y en aquel hábito de palafrenero,
para hacerlo más avergonzarse, se lo llevase.
Giachetto, pues, con el conde y con Perotto se presentó
al rey y ofrecióllevarle al conde y a su hijo si, según
el bando publicado, quisiera recompensarle. El rey prestamente hizo
traer una maravillosa recompensa ante los ojos de Giachetto y mandó
que se la llevase si con verdad le mostraba, como prometía, al
conde y a sus hijos. Giachetto entonces, retrocediendo y haciendo
poner delante de él al conde su palafrenero y a Perotto dijo:
Monseñor, he aquíal padre y al
hijo; la hija, que es mi mujer y no está aquí, pronto
vendrá con la ayuda de Dios.
El rey, oyendo aquello, miró al conde, y por muy
cambiado que estuviera de lo que ser solía, sin embargo luego
de haberlo mirado un tanto lo reconoció, y con lágrimas
en los ojos a él, que arrodillado estaba, le hizo poner en pie
y lo abrazó y lo besó, y amigablemente recibió a
Perotto; y mandó que incontinenti el conde con vestidos,
servidores y caballos y arneses fuese convenientemente provisto,
según requería su nobleza; la cual cosa inmediatamente
fue hecha. Además de esto, mucho honró el rey a
Giachetto y quiso saber todo sobre sus aventuras pretéritas. Y
cuando Giachetto tomó las altas recompensas por haber mostrado
al conde y a sus hijos, le dijo el conde:
Toma estos dones de la magnificencia de monseñor
el rey, y acuérdate de decir a tu padre que tus hijos, nietos
suyos y míos, no son por su madre nacidos de vagabundo.
Giachetto tomólos dones e hizo venir a París
a su mujer y a su suegra; vino la mujer de Perotto; y allíen
grandísima fiesta estuvieron con el conde, al cual el rey
había restituido todos sus bienes y le había hecho más
de lo que antes fuese; después, cada uno con su venia se
volvió a su casa, y él hasta la muerte vivió en
París con más honor que nunca.
NOVELA NOVENA
Bernabó
de Génova, engañado por Ambruogiuolo, pierde lo suyo y
manda matar a su mujer, inocente; ésta se salva y, en hábito
de hombre, sirve al sultán; encuentra al engañador y
conduce a Bernabó a Alejandría donde, castigado el
engañador, volviendo a tomar hábito de mujer, con el
marido y ricos vuelven a Génova(79)
Habiendo Elisa con su lastímera historia cumplido
su deber, la reina Filomena, que hermosa y alta de estatura era, más
que ninguna otra amable y sonriente de rostro, recogiéndose en
símisma dijo:
El pacto hecho con Dioneo debe ser respetado y,
así , no quedando más que él y que yo por
novelar, diréyo mi historia primero y él, como lo
pidió por merced, será el último que la diga.
Y dicho esto, así comenzó:
Se suele decir frecuentemente entre la gente común
el proverbio de que el burlador es a su vez burlado; lo que no parece
que pueda demostrarse que es verdad mediante ninguna explicación
sino por los casos que suceden. Y por ello, sin abandonar el asunto
propuesto, me ha venido el deseo de demostraros al mismo tiempo que
esto es tal como se dice; y no os será desagradable haberlo
oído, para que de los engañadores os sepáis
guardar.
Había en París, en un albergue, unos
cuantos importantísimos mercaderes italianos, cuál por
un asunto cuál por otro, según lo que es su costumbre;
y habiendo cenado una noche todos alegremente, empezaron a hablar de
distintas cosas, y pasando de una conversación en otra,
llegaron a hablar de sus mujeres, a quienes en sus casas habían
dejado; y bromeando comenzó a decir uno:
Yo no sé lo que hará la mía,
pero sí sé bien que, cuando aquíse me pone por
delante alguna jovencilla que me plazca, dejo a un lado el amor que
tengo a mi mujer y gozo de ella el placer que puedo.
Otro repuso:
Y yo lo mismo hago, porque si creo que mi mujer
alguna aventura tiene, la tiene, y si no lo creo, también la
tiene; y por ello, lo que se hace que se haga: lo que el burro da
contra la pared, eso recibe.
El tercero llegó , hablando, a la mismísima
opinión: y, en breve, todos parecía que estuviesen de
acuerdo en que las mujeres por ellos dejadas no perdían el
tiempo. Uno solamente, que tenía por nombre Bernabó
Lomellin de Génova, dijo lo contrario, afirmando que él,
por especial gracia de Dios, tenía por esposa a la mujer más
cumplida en todas aquellas virtudes que mujer o aun caballero, en
gran parte, o doncella puede tener, que tal vez en Italia no hubiera
otra igual: porque era hermosa de cuerpo y todavía bastante
joven, y diestra y fuerte, y nada había que fuese propio de
mujer, como bordar labores de seda y cosas semejantes, que no hiciese
mejor que ninguna. Además de esto no había escudero, o
servidor si queremos llamarlo así , que pudiera encontrarse que
mejor o más diestramente sirviese a la mesa de un señor
de lo que ella servía, como que era muy cortés, muy
sabía y discreta. Junto a esto, alabó que sabía
montar a caballo, gobernar un halcón, leer y escribir y contar
una historia mejor que si fuese un mercader; y de esto, luego de
otras muchas alabanzas, llegó a lo que se hablaba allí,
afirmando con juramento que ninguna más honesta ni más
casta se podía encontrar que ella; por lo cual creía él
que, si diez años o siempre estuviese fuera de casa, ella no
se entendería con otro hombre en tales asuntos.
Había entre estos mercaderes que así
hablaban un joven mercader llamado Ambruogiuolo de Piacenza, el cual
a esta última alabanza que Bernabóhabía hecho
de su mujer empezó a dar las mayores risotadas del mundo, y
jactándose le preguntósi el emperador le había
concedido aquel privilegio sobre todos los demás hombres.
Bernabó, un tanto airadillo, dijo que no el emperador sino
Dios, quien tenía algo más de poder que el emperador,
le había concedido aquella gracia. Entonces dijo Ambruogiuolo:
Bernabó, yo no dudo que no creas decir
verdad, pero a lo que me parece, has mirado poco la naturaleza de las
cosas, porque si la hubieses mirado, no te creo de tan torpe ingenio
que no hubieses conocido en ella cosas que te harían hablar
más cautamente sobre este asunto. Y para que no creas que
nosotros, que muy libremente hemos hablado de nuestras mujeres,
creamos tener otra mujer o hecha de otra manera que tú , sino
que hemos hablado así movidos por una natural sagacidad,
quiero hablar un poco contigo sobre esta materia. Siempre he
entendido que el hombre es el animal más noble que fue creado
por Dios entre los mortales, y luego la mujer; pero el hombre, tal
como generalmente se cree y ve en las obras, es más perfecto y
teniendo más perfección, sin falta debe tener mayor
firmeza, y la tiene por lo que universalmente las mujeres son más
volubles, y el porqué se podría por muchas razones
naturales demostrar; que al presente entiendo dejar a un lado. Si el
hombre, que es de mayor firmeza, no puede ser que no condescienda, no
digamos a una que se lo ruegue, sino a no desear a alguna que a él
le plazca, y además de desearla a hacer todo lo que pueda para
poder estar con ella, y ello no una vez al mes sino mil al día
le sucede, ¿qué esperas que una mujer, naturalmente
voluble, pueda hacer ante los ruegos, las adulaciones y mil otras
maneras que use un hombre entendido que la ame? ¿Crees que
pueda contenerse? Ciertamente, aunque lo afirmes no creo que lo
creas; y tú mismo dices que tu esposa es mujer y que es de
carne y hueso como son las otras. Por lo que, si es así ,
aquellos mismos deseos deben ser los suyos y las mismas fuerzas que
tienen las otras para resistir a los naturales apetitos; por lo que
es posible, aunque sea honestísima, que haga lo que hacen las
demás: y no es posible negar nada tan absolutamente ni afirmar
su contrario como tú lo haces.
A lo que Bernabórepuso y dijo:
Yo soy mercader y no filósofo, y como
mercader responderé; y digo que sé que lo que dices les
puede suceder a las necias, en las que no hay ningún pudor;
pero que aquellas que sabias son tienen tanta solicitud por su honor
que se hacen más fuertes que los hombres, que no se preocupan
de él, para guardarlo, y de éstas es la mía.
Dijo entonces Ambruogiuolo:
Verdaderamente si por cada vez que cediesen en
tales asuntos les creciese un cuerno en la frente, que diese
testimonio de lo que habían hecho creo yo que pocas habría
que cediesen, pero como el cuerno no nace, no se les nota a las que
son discretas ni pisada ni huella y la vergüenza y en deshonor
no están sino en las cosas manifiestas; por lo que, cuando
pueden ocultamente las hacen, o las dejan por necedad. Y ten esto por
cierto; que sólo es casta la que no fue por nadie rogada, o si
rogó ella, la que no fue escuchada. Y aunque yo conozca por
naturales y diversas razones que las cosas son así , no
hablaría tan cumplidamente como lo hago si no hubiese muchas
veces y a muchas puesto a prueba; y te digo que si yo estuviese junto
a esa tu santísima esposa, creo que en poco espacio de tiempo
la llevaría a lo que ya he llevado a otras.
Bernabó, airado, repuso:
El contender con palabras podría extenderse
demasiado: tú dirías y yo diría, y al final no
serviría de nada. Pero puesto que dices que todas son tan
plegables y que tu ingenio es tanto, para que te asegures de la
honestidad de mi mujer estoy dispuesto a que me corten la cabeza si
jamás a algo que te plazca en tal asunto puedas conducirla; y
si no puedes no quiero sino que pierdas mil florines de oro.
Ambruogiuolo, ya calentado sobre el asunto, repuso:
Bernabó, no sé qué iba a
hacer con tu sangre si te ganase; pero si quieres tener una prueba de
lo que te he explicado, apuesta cinco mil florines de oro de los
tuyos, que deben serte menos queridos que la cabeza, contra mil de
los míos, y aunque no pongas ningún límite,
quiero obligarme a ir a Génova y antes de tres meses luego de
que me haya ido, haber hecho mi voluntad con tu mujer, y en señal
de ello traer conmigo algunas de sus cosas más queridas, y
tales y tantos indicios que tú mismo confieses que es verdad,
a condición de que me des tu palabra de no venir a Génova
antes de este límite ni escribirle nada sobre este asunto.
Bernabódijo que le placía mucho; y aunque
los otros mercaderes que allíestaban se ingeniasen en
estorbar aquel hecho, conociendo que gran mal podía nacer de
él, estaban sin embargo tan encendidos los ánimos de
los dos mercaderes que, contra la voluntad de los otros, por buenos
escritos con sus propias manos se comprometieron el uno con el otro.
Y hecho el compromiso, Bernabóse quedó y Ambruogiuolo
lo antes que pudo se vino a Génova.
Y quedándose allí algunos días y
con mucha cautela informándose del nombre del barrio y de las
costumbres de la señora, aquello y más oyó que
le había oído a Bernabó; por lo que le pareció
haber emprendido necia empresa. Pero sin embargo, habiendo conocido a
una pobre mujer que mucho iba a su casa y a la que la señora
quería mucho, no pudiéndola inducir a otra cosa, la
corrompió con dineros y por ella, dentro de un arca construida
para su propósito, se hizo llevar no solamente a la casa sino
también a la alcoba de la noble señora: y allí,
como si a alguna parte quisiese irse la buena mujer, según las
órdenes dadas por Ambruogiuolo, le pidió que la
guardase algunos días.
Quedándose, pues, el arca en la cámara y
llegada la noche, cuando Ambruogiuolo pensó que la señora
dormía, abriéndola con ciertos instrumentos que
llevaba, salió a la alcoba silenciosamente, en la que había
una luz encendida; por lo cual la situación de la cámara,
las pinturas y todas las demás cosas notables que en ella
había empezó a mirar y a guardar en su memoria. Luego,
aproximándose a la cama y viendo que la señora y una
muchachita que con ella estaba dormían profundamente, despacio
la descubriótoda y vio que era tan hermosa desnuda como
vestida, y ninguna señal para poder contarla le vio fuera de
una que tenía en la teta izquierda, que era un lunar alrededor
del cual había algunos pelillos rubios como el oro; y visto
esto, calladamente la volvió a tapar, aunque, viéndola
tan hermosa, las ganas le dieron de aventurar su vida y acostársele
al lado.
Pero como había oído que era tan rigurosa
y agreste en aquellos asuntos no se arriesgó y, quedándose
la mayor parte de la noche por la alcoba a su gusto, una bolsa y una
saya sacóde un cofre suyo, y unos anillos y un cinturón,
y poniendo todo aquello en su arca, él también se metió
en ella, y la cerrócomo estaba antes: y lo mismo hizo dos
noches sin que la señora se diera cuenta de nada. Llegado el
tercer día, según la orden dada, la buena mujer volvió
a por su arca, y se la llevó allíde donde la había
traído; saliendo de la cual Ambruogiuolo y contentando a la
mujer según le había prometido, lo antes que pudo con
aquellas cosas se volvió a París antes del término
que se había puesto.
Allí, llamando a los mercaderes que habían
estado presentes a las palabras y a las apuestas, estando presente
Bernabódijo que había ganado la apuesta que había
hecho, puesto que había logrado aquello de lo que se había
gloriado: y de que ello era verdad, primeramente dibujó la
forma de la alcoba y las pinturas que en ella había, y luego
mostró las cosas de ella que se había llevado consigo,
afirmando que se las había dado. ConfesóBernabó
que tal era la cámara como decía y que, además,
reconocía que aquellas cosas verdaderamente habían sido
de su mujer; pero dijo que había podido por algunos de los
criados de la casa saber las características de la alcoba y
del mismo modo haber conseguido las cosas; por lo que, si no decía
nada más, no le parecía que aquello bastase para darse
por ganador. Por lo que Ambruogiuolo dijo:
En verdad que esto debía bastar; pero como
quieres que diga algo más, lo diré. Te digo que la
señora Zinevra, tu mujer, tiene debajo de la teta izquierda un
lunar grandecillo, alrededor del cual hay unos pelillos rubios como
el oro.
Cuando Bernabóoyó esto, le pareció
que le habían hundido un cuchillo en el corazón, tal
dolor sintió, y con el rostro demudado, aún sin decir
palabra, dio señales asaz manifiestas de ser verdad lo que
Ambruogiuolo decía; y después de un poco dijo:
Señores, lo que dice Ambruogiuolo es
verdad, y por ello, habiendo ganado, que venga cuando le plazca y
será pagado.
Y así fue al día siguiente Ambruogiuolo
enteramente pagado: y Bernabó, saliendo de París, con
crueles designios contra su mujer, hacia Génova se vino. Y
acercándose allí, no quiso entrar en ella sino que se
quedó a unas veinte millas en una de sus posesiones; y a un
servidor suyo, de quien mucho se fiaba, con dos caballos y con sus
cartas mandó a Génova, escribiéndole a la señora
que había vuelto y que viniera a su encuentro: al cual
servidor secretamente le ordenó que, cuando estuviese con la
señora en el lugar que mejor le pareciese, sin falta la matase
y volviese a donde estaba él.
Llegado, pues, el servidor a Génova y entregadas
las cartas y hecha su embajada, fue por la señora con gran
fiesta recibido; y ella a la mañana siguiente, montando con el
servidor a caballo, hacia su posesión se puso en camino; y
caminando juntos y hablando de diversas cosas, llegaron a un valle
muy profundo y solitario y rodeado por altas rocas y árboles;
el cual, pareciéndole al servidor un lugar donde podía
con seguridad cumplir el mandato de su señor, sacando fuera el
cuchillo y cogiendo a la señora por el brazo dijo:
Señora, encomendad vuestra alma a Dios,
que, sin proseguir adelante, es necesario que muráis.
La señora, viendo el cuchillo y oyendo las
palabras, toda espantada, dijo:
¡Merced, por Dios! Antes de que me mates
dime en qué te he ofendido para que debas matarme.
Señora dijo el servidor, a mí
no me habéis ofendido en nada: pero en qué hayáis
ofendido a vuestro marido yo no lo sé , sino que él me
mandó que, sin teneros ninguna misericordia, en este camino os
matase: y si no lo hiciera me amenazó con hacerme colgar.
Sabéis bien qué obligado le estoy y que a cualquier
cosa que él me ordene no puedo decirle que no: sabe Dios que
por vos siento compasión, pero no puedo hacer otra cosa.
A lo que la señora, llorando, dijo:
¡Ay, merced por Dios!, no quieras
convertirte en homicida de quien no te ofendió por servir a
otro. Dios, que todo lo sabe, sabe que no hice nunca nada por lo cual
deba recibir tal pago de mi marido. Pero dejemos ahora esto; puedes,
si quieres, a la vez agradar a Dios, a tu señor y a mí
de esta manera: que cojas estas ropas mías, y dame solamente
tu jubón y una capa, y con ellas vuelve a tu señor y el
mío y dile que me has matado; y te juro por la salvación
que me hayas dado que me alejaréy me iréa algún
lugar donde nunca ni a ti ni a él en estas comarcas llegará
noticia de mí.
El servidor, que contra su gusto la mataba, fácilmente
se compadeció; por lo que, tomando sus paños y dándole
un juboncillo suyo y una capa con capuchó n, y dejándole
algunos dineros que ella tenía, rogándole que de
aquellas comarcas se alejase, la dejó en el valle a pie y se
fue a donde su señor, al que dijo que no solamente su orden
había sido cumplida sino que el cuerpo de ella muerto había
arrojado a algunos lobos. Bernabó, luego de algún
tiempo, se volvió a Génova y, cuando se supo lo que
había hecho, muy recriminado fue.
La señora, quedándose sola y
desconsolada, al venir la noche, disimulándose lo mejor que
pudo fue a una aldehuela vecina de allí, y allí,
comprándole a una vieja lo que necesitaba, arregló el
jubón a su medida, y lo acortó, y se hizo con su camisa
un par de calzas y cortándose los cabellos y disfrazándose
toda de marinero, hacia el mar se fue, donde por ventura encontró
a un noble catalán cuyo nombre era señer(80)
en Cararh, que de una nave suya, que estaba algo alejada de allí,
había bajado a Alba a refrescarse en una fuente; con el cual,
entrando en conversación, se contrató por servidor, y
subió con él a la nave, haciéndose llamar
Sicurán de Finale. Allí, con mejores paños
vestido con atavío de gentilhombre, lo empezó a servir
tan bien y tan capazmente que sobremanera le agradó.
Sucedió a no mucho tiempo de
entonces que este catalán con su carga navegó a
Alejandría y llevó al sultán ciertos halcones
peregrinos, y se los regaló; y habiéndole el sultán
invitado a comer alguna vez y vistas las maneras de Sicurán
que siempre a atenderle iba, y agradándole, se lo pidió
al catalán, y éste, aunque duro le pareció, se
lo dejó. Sicurán en poco tiempo no menos la gracia y el
amor del sultán conquistó, con su esmero, que lo había
hecho los del catalán; por lo que con el paso del tiempo
sucedió que, debiéndose hacer en cierta época
del año una gran reunión de mercaderes cristianos y
sarracenos, a manera de feria, en Acre(81)
que estaba bajo la señoría del sultán, y para
que los mercaderes y las mercancías seguras estuvieran,
siempre había acostumbrado el sultán a mandar allí,
además de sus otros oficiales, algunos de sus dignatarios con
gente que atendiese a la guardia; para cuya necesidad, llegado el
tiempo, deliberó mandar a Sicurán, el cual ya sabía
la lengua óptimamente, y así lo hizo.
Venido, pues, Sicurán a Acre como señor y
capitán de la guardia de los mercaderes y las mercancías,
y desempeñando allíbien y solícitamente lo que
pertenecía a su oficio, y andando dando vueltas vigilando, y
viendo a muchos mercaderes sicilianos y pisanos y genoveses y
venecianos y otros italianos, con ellos de buen grado se entretenía,
recordando su tierra. Ahora, sucedió una vez que, habiendo él
un día descabalgado en un depósito de mercaderes
venecianos, vio entre otras joyas una bolsa y un cinturón que
enseguida reconociócomo que habían sido suyos, y se
maravilló; pero sin hacer ningún gesto, amablemente
preguntóde quién eran y si se vendían. Había
venido allí ambruogiuolo de Piacenza con muchas mercancías
en una nave de venecianos; el cual, al oír que el capitán
de la guardia preguntaba de quién eran, dio unos pasos
adelante y, riendo, dijo:
Micer, las cosas son mías, y no las vendo,
pero si os agradan os las darécon gusto.
Sicurán, viéndole reír, sospechó
que le hubiese reconocido en algún gesto; pero, poniendo serio
rostro, dijo:
Te ríes tal vez porque me ves a mí,
hombre de armas, andar preguntando sobre estas cosas femeninas.
Dijo Ambruogiuolo:
Micer, no me río de eso sino que me río
del modo en que las conseguí.
A lo que Sicurán dijo:
¡Ah, así Dios te débuena
ventura, si no te desagrada, di cómo las conseguiste!
Micer dijo Ambruogiuolo, me las dio
con alguna otra cosa una noble señora de Génova llamada
señora Zinevra, mujer de BernabóLomellin, una noche
que me acostécon ella, y me rogó que por su amor las
guardase. Ahora, me río porque me he acordado de la necedad de
Bernabó, que fue de tanta locura que apostócinco mil
florines de oro contra mil a que su mujer no se rendía a mi
voluntad; lo que hice yo y vencíla apuesta; y él, a
quien más por su brutalidad debía castigarse que a ella
por haber hecho lo que todas las mujeres hacen, volviendo de París
a Génova, según lo he oído, la hizo matar.
Sicurán, al oír esto, pronto comprendió
cuál había sido la razón de la ira de Bernabó
contra ella y claramente conoció que éste era el
causante de todo su mal; y determinó en su interior no dejarlo
seguir impune. Hizo ver, pues, Sicurán haber gustado mucho de
esta historia y arteramente trabó con él una estrecha
familiaridad, tanto que, por sus consejos, Ambruogiuolo, terminada la
feria, con él y con todas sus cosas se fue a Alejandría,
donde Sicurán le hizo hacer un depósito y le entregó
bastantes de sus dineros; por lo que él, viéndose sacar
gran provecho, se quedaba de buena gana.
Sicurán, preocupado por demostrar su inocencia a
Bernabó, no descansóhasta que, con ayuda de algunos
grandes mercaderes genoveses que en Alejandría estaban,
encontrando raras razones, le hizo venir; y estando éste en
asaz pobre estado, por algún amigo suyo le hizo recibir
ocultamente hasta el momento que le pareciese oportuno para hacer lo
que hacer entendía. Había ya Sicurán hecho
contar a Ambruogiuolo la historia delante del sultán, y hecho
que el sultán gustase de ella; pero luego que vio aquí
a Bernabó, pensando que no había que dar largas a la
tarea, buscando el momento oportuno, pidió al sultán
que llamase a Ambruogiuolo y a Bernabó, y que en presencia de
Bernabó, si no podía hacerse fácilmente, con
severidad se arrancase a Ambruogiuolo la verdad de cómo había
sido aquello de lo que él se jactaba de la mujer de Bernabó.
Por la cual cosa, Ambruogiuolo y Bernabóvenidos,
el sultán en presencia de muchos, con severo rostro, a
Ambruogiuolo mandó que dijese la verdad de cómo había
ganado a Bernabócinco mil florines de oro; y estaba presente
allíSicurán, en el que Ambruogiuolo más
confiaba, y él con rostro mucho más airado le amenazaba
con gravísimos tormentos si no la decía. Por lo que
Ambruogiuolo, espantado por una parte y otra, y obligado, en
presencia de Bernabó y de muchos otros, no esperando más
castigo que 1a devolución de los cinco mil florines de oro y
de las cosas, claramente cómo había sido el asunto todo
lo contó. Y habiéndolo contado Ambruogiuolo, Sicurán,
como delegado del sultán en aquello, volviéndose a
Bernabódijo:
¿Y tú , qué le hiciste por
esta mentira a tu mujer?
A lo que Bernabórepuso:
Yo, llevado de la ira por la pérdida de mis
dineros y de la vergüenza por el deshonor que me parecía
haber recibido de mi mujer, hice que un servidor mío la
matara, y según lo que él me contó, pronto fue
devorada por muchos lobos.
Dichas todas estas cosas en presencia del sultán
y por él oídas y entendidas todas, no sabiendo él
todavía a dónde Sicurán (que esto le había
pedido y ordenado) quisiese llegar, le dijo Sicurán:
Señor mío, asaz claramente podéis
conocer cuánto aquella buena señora pueda gloriarse del
amante y del marido; porque el amante en un punto la priva del honor
manchando con mentiras su fama y aparta de ella al marido; y el
marido, más crédulo de las falsedades ajenas que de la
verdad que él por larga experiencia podía conocer, la
hace matar y comer por los lobos y además de esto, es tanto el
cariño y el amor que el amigo y el marido 1e tienen que,
estando largo tiempo con ella, ninguno la conoce. Pero porque vos
óptimamente conocéis lo que cada uno de éstos ha
merecido, si queréis por una especial gracia, concederme que
castiguéis al engañador y perdonéis al engañado,
la haré que venga ante vuestra presencia.
El sultán, dispuesto en este asunto a complacer a
Sicurán en todo, dijo que le placía y que hiciese venir
a la mujer. Se maravillaba mucho Bernabó, que firmemente la
creía muerta; y Ambruogiuolo, ya adivino de su mal, de más
tenía miedo que de pagar dineros y no sabía si esperar
o si temer más que la señora viniese, pero con gran
maravilla su venida esperaba. Hecha, pues, la concesión por el
sultán a Sicurán, éste, llorando y arrojándose
de rodillas ante el sultán, en un punto abandonó la
masculina voz y el querer parecer varón, y dijo:
Señor mío, yo soy la mísera y
desventurada Zinevra, que seis años llevo rodando disfrazada
de hombre por el mundo, por este traidor Ambruogiuolo falsamente y
criminalmente infamada, y por este cruel e inicuo hombre entregada a
la muerte a manos de su criado y a ser comida por los lobos.
Y rasgándose los vestidos y mostrando el pecho,
que era mujer al sultán y a todos los demás hizo
evidente; volviéndose luego a Ambruogiuolo, preguntándole
con injurias cuándo, según se jactaba, se había
acostado con ella. El cual, ya reconociéndola y mudo de
vergüenza, no decía nada.
El sultán, que siempre por hombre la había
tenido, viendo y oyendo esto, tanto se maravilló que más
creía ser sueño que verdad aquello que oía y
veía. Pero después que el asombro pasó,
conociendo la verdad, con suma alabanza la vida y la constancia y las
costumbres y la virtud de Zinevra, hasta entonces llamada Sicurán,
loó. Y haciéndole traer riquísimas vestiduras
femeninas y damas que le hicieran compañía según
la petición hecha por ella, a Bernabóperdonó la
merecida muerte; el cual, reconociéndola, a los pies se le
arrojóllorando y le pidió perdón, lo que ella,
aunque mal fuese digno de él, benignamente le concedió ,
y le hizo levantarse tiernamente abrazándolo como a su marido.
El sultán después mandó
que incontinenti Ambruogiuolo en algún lugar de la ciudad
fuese atado al sol a un palo y untado de miel, y que de allí
nunca, hasta que por sí mismo cayese, fuese quitado; y así
se hizo. Después de esto, mandó que lo que había
sido de Ambruogiuolo fuese dado a la señora, que no era tan
poco que no valiera más de diez mil doblas(82)
y él, haciendo preparar una hermosísima fiesta, en ella
a Bernabócomo a marido de la señora Zinevra, y a la
señora Zinevra como valerosísima mujer honró, y
le dio, tanto en joyas como en vajilla de oro y de plata como en
dineros, tanto que valió más de otras diez mil doblas.
Y haciendo preparar un barco para ellos, luego que
terminó la fiesta que les hacía, les dio licencia para
poder volver a Génova si quisieran; adonde riquísimos y
con gran alegría volvieron, y con sumo honor fueron recibidos
y especialmente la señora Zinevra, a quien todos creían
muerta; y siempre de gran virtud y en mucho, mientras vivió ,
fue reputada. Ambruogiuolo, el mismo día que fue atado al palo
y untado de miel, con grandísima angustia suya por las moscas
y por las avispas y por los tábanos, en los que aquel país
es muy abundante, fue no solamente muerto sino devorado hasta los
huesos; los que, blancos y colgando de sus tendones, por mucho tiempo
después, sin ser movidos de allí, de su maldad fueron
testimonio a cualquiera que los veía. Y así el burlador
fue burlado.
NOVELA DÉCIMA
Paganín de Mónaco roba la mujer a
micer Ricciardo de Chínzica, el cual, sabiendo dónde
está ella, va y se hace amigo de Paganín; le pide que
se la devuelva y él, si ella quiere, se lo concede, ella no
quiere volver con él, y muerto micer Ricciardo, se casa con
Paganín.
Todos los de la honrada compañía alabaron
por buena la historia contada por su reina, y mayormente Dioneo, el
único a quien faltaba novelar por la presente jornada; el
cual, luego de hacer muchas alabanzas de ella, dijo:
Hermosas señoras, una parte de la historia de la
reina me ha hecho mudar la opinión de contar una que tenía
en el ánimo a decir otra: y es la bestialidad de Bernabó
(aunque terminase bien) y de todos los demás que se dan a
creer lo que él mostraba que creía: es decir, que
ellos, yendo por el mundo con ésta y con aqué lla ahora
una vez y ahora otra solazándose, se imaginan que las mujeres
dejadas en casa se estén de brazos cruzados, como si no
supiésemos, quienes entre ellas nacemos y crecemos y estamos,
qué es lo que les gusta. Y contándola os mostraré
cuál sea la estupidez de estos tales, y cuánto mayor
sea la de quienes, estimándose más poderosos que la
naturaleza, se persuaden (con fantásticos razonamientos) de
poder hacer lo que no pueden y se esfuerzan por traer a otro a lo que
ellos son, no sufriéndolo la naturaleza de quien es
arrastrado.
Hubo, pues, un juez en Pisa, más que
de fuerza corporal dotado de ingenio, cuyo nombre fue micer Ricciardo
de Chínzica, el cual, creyendo tal vez satisfacer a su mujer
con las mismas obras que hacía para sus estudios, siendo muy
rico, con no poca solicitud buscó a una mujer hermosa y joven
por esposa, cuando de lo uno y lo otro, si hubiese sabido aconsejarse
él mismo como hacía a los demás, debía
huir. Y lo consiguió, porque micer Lotto Gualandi(83)
le dio por mujer a una hija suya cuyo nombre era Bartolomea, una de
las más hermosas y vanidosas jóvenes de Pisa, aun
cuando allí haya pocas que no parezcan lagartijas gusaneras(84)
A la cual, el juez, llevándola con grandísima fiesta a
su casa, y celebrando unas bodas hermosas y magníficas, acertó
la primera noche a tocarla una vez para consumar el matrimonio, y
poco faltópara que hiciera tablas; el cual, luego por la
mañana, como quien era magro y seco y de poco espíritu,
tuvo que confortarse con garnacha y con dulces, y con otros remedios
volverse a la vida.
Pues este señor juez, habiendo
aprendido a estimar mejor sus fuerzas que antes, empezó a
enseñarle a ella un calendario bueno para los niños que
aprenden a leer, y quizás hecho en Rávena(85)
porque, según le enseñaba, no había día
en que no tan sólo una fiesta sino muchas se celebrasen; en
reverencia de las cuales, por diversas razones le enseñaba que
el hombre y la mujer debían abstenerse de tales ayuntamientos,
añadiendo a ellos los ayunos y las cuatro témporas y
vigilias de los apóstoles y de mil otros santos, y viernes y
sábados, y el domingo del Señor, y toda la Cuaresma, y
ciertas fases de la luna y otras muchas excepciones, pensando tal vez
que tanto convenía descansar de las mujeres en la cama como
descansos él se tomaba al pleitear sus causas. Y esta
costumbre, no sin gran melancolía de la mujer, a quien tal vez
tocaba una vez al mes, y apenas, por mucho tiempo mantuvo; siempre
guardándola mucho, para que ningún otro fuera a
enseñarle los días laborables tan bien como él
le había enseñado las fiestas.
Sucedió que, haciendo mucho calor, a micer
Ricciardo le dieron ganas de ir a recrearse a una posesión
suya muy hermosa cercana a Montenero, y allí, para tomar el
aire, quedarse algunos días. Y llevó consigo a su
hermosa mujer, y estando allí, por entretenerla un poco, mandó
un día salir de pesca; y en dos barquillas, él en una
con los pescadores y ella en otra con las otras mujeres, fueron a
mirar y, sintiéndose a gusto, se adentraron en el mar unas
cuantas millas casi sin darse cuenta. Y mientras estaban atentos
mirando, de improviso una galera de Paganín de Mónaco,
entonces muy famoso corsario, apareció, y vistas las barcas,
se enderezó a ellas; y no pudieron tan pronto huir que Paganín
no llegase a aquella en que iban las mujeres, en la cual viendo a la
hermosa señora, sin querer otra cosa, viéndolo micer
Ricciardo que estaba ya en tierra, subiéndola a ella a su
galera, se fue. Viendo lo cual micer el juez, que era tan celoso que
temía al aire mismo, no hay que preguntar si le pesó.
Sin provecho se quejó, en Pisa y en otras partes, de la maldad
de los corsarios, sin saber quién le había quitado a la
mujer o dónde la había llevado.
A Paganín, al verla tan hermosa, le pareció
que había hecho un buen negocio; y no teniendo mujer pensó
quedarse con ella siempre, y como lloraba mucho empezó a
consolarla dulcemente. Y, venida la noche, habiéndosele a él
el calendario caído de las manos y salido de la memoria
cualquier fiesta o feria, empezó a consolarla con los hechos,
pareciéndole que de poco habían servido las palabras
durante el día; y de tal modo la consoló que, antes de
que llegasen a Mónaco, el juez y sus leyes se le habían
ido de la memoria y empezó a vivir con Paganín lo más
alegremente del mundo; el cual, llevándola a Mónaco,
además de los consuelos que de día y de noche le daba,
honradamente como a su mujer la tenía.
Después de cierto tiempo, llegando a los oídos
de micer Ricciardo dónde estaba su mujer, con ardentísimo
deseo, pensando que nadie sabía verdaderamente hacer lo que se
necesitaba para aquello, se dispuso a ir él mismo, dispuesto a
gastar en el rescate cualquier cantidad de dineros; y haciéndose
a la mar, se fue a Mónaco, y allíla vio y ella a él,
la cual por la tarde se lo dijo a Paganín e informóde
sus intenciones. A la mañana siguiente, micer Ricciardo,
viendo a Paganín, se acercó a él y estableció
con él en un momento gran familiaridad y amistad, fingiendo
Paganín no reconocerlo y esperando a ver a dónde quería
llegar. Por lo que, cuando parecióoportuno a micer Ricciardo,
como mejor supo y del modo más amable, descubrió la
razón por la que había venido, rogándole que
tomase lo que pluguiera y le devolviese a la mujer. A quien Paganín,
con alegre rostro, repuso:
Micer, sois bien venido; y respondiéndoos
brevemente, os digo: es verdad que tengo en casa a una joven que no
sési es vuestra mujer o de algún otro, porque a vos no
os conozco, ni a ella tampoco sino en tanto en cuanto, conmigo ha
estado algún tiempo. Si sois vos su marido, como decís,
yo, como parecéis gentilhombre amable, os llevarédonde
ella, y estoy seguro de que os reconocerá. Si ella dice que es
como decís, y quiere irse con vos, por amor de vuestra
amabilidad, me daréis de rescate por ella lo que vos mismo
queráis; si no fuera así , haríais una villanía
en querérmela quitar porque yo soy joven y puedo tanto como
otro tener una mujer, y especialmente ella que es la más
agradable que he visto nunca.
Dijo entonces micer Ricciardo:
Por cierto que es mi mujer, y si me llevas donde
ella esté, lo verás pronto: se me echará al
cuello incontinenti; y por ello te pido que no sea de otra manera que
como tú has pensado.
Pues entonces dijo Paganín
vamos.
Fueron, pues, a la casa de Paganín y, estando
ella en una cámara suya, Paganín la hizo llamar; y
ella, vestida y dispuesta, salió de una cámara y vino a
donde micer Ricciardo con Paganín estaba, e hizo tanto caso a
micer Ricciardo como lo hubiera hecho a cualquier otro forastero que
con Paganín hubiera venido a su casa. Lo que viendo el juez,
que esperaba ser recibido por ella con grandísima fiesta, se
maravillófuertemente, y empezó a decirse:
«Tal vez la melancolía y el largo dolor que
he pasado desde que la perdíme ha desfigurado tanto que no me
reconoce».
Por lo que le dijo:
Señora, caro me cuesta haberte llevado a
pescar, porque un dolor semejante no sentínunca al que he
tenido desde que te perdí, y tú no pareces reconocerme,
pues tan hurañamente me diriges la palabra. ¿No ves que
soy tu micer Ricciardo, venido aquía pagarle lo que quiera a
este gentilhombre en cuya casa estamos, para recuperarte y llevarte
conmigo; y él, su merced, por lo que quiera darle te devuelve
a mí?
La mujer, volviéndose a él, sonriéndose
una pizquita, dijo:
Micer, ¿me lo decís a mí?
Mirad que no me hayáis tomado por otra porque yo no me acuerdo
de haberos visto nunca.
Dijo micer Ricciardo:
Mira lo que dices: mírame bien; si bien te
acuerdas bien verás que soy tu micer Ricciardo de Chínzica.
La señora dijo:
Micer, perdonadme: puede que no sea a mí
tan honesto miraros mucho como os imagináis, pero os he mirado
lo bastante para saber que nunca jamás os he visto.
Imaginóse micer Ricciardo que hacía esto
de no querer confesar en su presencia reconocerlo por temor a Paganín
por lo que, luego de algún tanto, pidió por merced a
Paganín que le dejase hablar en una cámara a solas con
ella. Paganín dijo que le placía a cambio de que no la
besase contra su voluntad, y mandó a la mujer que fuese con él
a la alcoba y escuchase lo que quisiera decirle, y le respondiera
como quisiese. Yéndose, pues, a la alcoba solos la señora
y micer Ricciardo, en cuanto se sentaron, empezómicer
Ricciardo a decir:
¡Ah!, corazón de mi cuerpo, dulce
alma mía, esperanza mía, ¿no reconoces a tu
Ricciardo que te ama más que a sí mismo? ¿Cómo
puede ser? ¿Estoy tan desfigurado? ¡Ah!, bellos ojos
míos, mírame un poco.
La mujer se echó a reír y sin dejarlo
seguir, dijo:
Bien sabéis que no soy tan desmemoriada que
no sepa que sois micer Ricciardo de Chínzica, mi marido; pero
mientras estuve con vos mostrasteis conocerme muy mal, porque si
erais sabio o lo sois, como queréis que de vos se piense,
debíais haber tenido el conocimiento de ver que yo era joven y
fresca y gallarda, y saber por consiguiente lo que las mujeres
jóvenes piden (aunque no lo digan por vergüenza) además
de vestir y comer; y lo que hacíais en eso bien lo sabéis.
Y si os gustaba más el estudio de las leyes que la mujer, no
debíais haberla tomado; aunque a míme parezca que
nunca fuisteis juez sino un pregonero de ferias y fiestas, tan bien
os las sabíais, y de ayunos y de vigilias. Y os digo que si
tantas fiestas hubierais hecho guardar a los labradores que labraban
vuestras tierras como hacíais guardar al que tenía que
labrar mi pequeño huertecillo, nunca hubieseis recogido un
grano de trigo. Me he doblegado a quien Dios ha querido, como piadoso
defensor de mi juventud, con quien me quedo en esta alcoba, donde no
se sabe lo que son las fiestas, digo aquellas que vos, más
devoto de Dios que de servir a las damas, tantas celebrabais; y nunca
por esta puerta entraron sábados ni domingos ni vigilia ni
cuatro témporas ni cuaresma, que es tan larga, sino que de día
y de noche se trabaja y se bate la lana; y desde que esta noche
tocaron maitines, bien sé cómo anduvo el asunto más
de una vez. Y, así , entiendo quedarme con él y trabajar
mientras sea joven, y las fiestas y las peregrinaciones y los ayunos
esperar a hacerlos cuando sea vieja; y vos idos con buena ventura lo
más pronto que podáis y, sin mí, guardad cuantas
fiestas gustéis.
Micer Ricciardo, oyendo estas palabras, sufría un
dolor insoportable, dijo, luego que vio que callaba:
¡Ah, dulce alma mía!, ¿qué
palabras son las que me has dicho? ¿Pues no miras el honor de
tus parientes y el tuyo? ¿Quieres de ahora en adelante
quedarte aquíde barragana con éste, y en pecado
mortal, en lugar de en Pisa ser mi mujer? Éste, cuando le
hayas hartado, con gran vituperio tuyo te echará a la calle;
yo te tendrésiempre amor y siempre, aunque yo no lo quisiera,
serías el ama de mi casa. ¿Debes por este apetito
desordenado y deshonesto abandonar tu honor y a míque te amo
más que a mi vida? ¡Ah, esperanza mía!, no digáis
eso, dignaos venir conmigo: yo de aquíen adelante, puesto que
conozco tu deseo, me esforzaré; pero, dulce bien mío,
cambia de opinión y vente conmigo, que no he tenido ningún
bien desde que me fuiste arrebatada.
Y la mujer le respondió :
Por mi honor no creo que nadie, ahora
que ya nada puede hacerse, se preocupe más que yo: ¡ojalá
se hubieran preocupado mis parientes cuando me entregaron a vos! Y si
ellos no lo hicieron por el mío, no entiendo yo hacerlo ahora
por el de ellos; y si ahora estoy en pecado mortero, alguna vez
estaré en pecado macero: no os preocupéis más
por mí. Y os digo más, que aquíme parece ser la
mujer de Paganín y en Pisa me parecía ser vuestra
barragana, pensando que según las fases de la luna y las
escuadras geométricas debíamos vos y yo ayuntar los
planetas, mientras que Paganín toda la noche me tiene en
brazos y me aprieta y me muerde, ¡y cómo me cuida dígalo
Dios por mí! Decís aún que os esforzaréis:
¿y en qué ?, ¿en empatar en tres bazas y
levantarla a palos(86)
¡Ya veo que os habéis hecho un caballero de pro desde
que no os he visto! Andad y esforzaos por vivir: que me parece que
estáis a pensión, tan flacucho y delgado me parecéis.
Y aún os digo más: que cuando éste me deje, a lo
que no me parece dispuesto, sea donde sea donde tenga que estar, no
entiendo volver nunca con vos que, exprimiéndoos todo no
podría hacerse con vos ni una escudilla de salsa, porque con
grandísimo daño mío e interés y réditos
allíestuve una vez; por lo que en otra parte buscaré
mi pitanza. Lo que os digo es que no habrá fiesta ni vigilia
donde entiendo quedarme; y por ello, lo antes que podáis,
andaos con Dios, si no, gritaré que queréis forzarme.
Micer Ricciardo, viéndose en mal trance y aun
conociendo entonces su locura al elegir mujer joven estando
desmadejado, doliente y triste, salió de la alcoba y dijo a
Paganín muchas palabras que de nada le valieron. Y por último,
sin haber conseguido nada, dejada la mujer, se volvió a Pisa,
y en tal locura dio por el dolor que, yendo por Pisa, a quien le
saludaba o le preguntaba algo, no respondía nada más
que:
¡El mal foro no quiere
fiestas(87)
Y luego de no mucho tiempo murió; de lo que
enterándose Paganín, y sabiendo el amor que la mujer le
tenía, la desposócomo su legítima esposa, y sin
nunca guardar fiestas ni vigilias o hacer ayunos, trabajaron mientras
las piernas les sostuvieron y bien se divirtieron. Por lo cual,
queridas señoras mías, me parece que el señor
Bernabódisputando con Ambruogiuolo quisiese apartar la cabra
del monte.
Esta historia hizo reír tanto a toda la compañía
que no había nadie a quien no le doliesen las mandíbulas;
y de común consentimiento todas las mujeres dijeron que Dioneo
llevaba razón y que Bernabóhabía sido un
animal. Pero luego que terminó la historia y las risas
callaron, habiendo mirado la reina que la hora era ya tardía y
que todos habían novelado, y el fin de su señorío
había llegado, según el orden comenzado, quitándose
la guirnalda de la cabeza, sobre la cabeza la puso de Neifile,
diciendo con alegre gesto:
Ya, cara compañera, sea tuyo el gobierno de
este pequeño pueblo y volvió a sentarse.
Neifile se ruborizó un poco con el recibido
honor, y su rostro parecía una fresca rosa de abril o de mayo
tal como se muestra al clarear el día, con los ojos anhelantes
y chispeantes (no de otro modo que una matutina estrella) un poco
bajos. Pero luego que el cortés murmullo de los circunstantes
(en el que su disposición favorable a la reina mostraban
alegremente) se reposó y que ella recuperó el ánimo,
sentándose un poco más alto de lo que acostumbraba,
dijo:
Puesto que así es que vuestra reina soy, no
alejándome de la costumbre seguida por aquellas que antes de
mílo han sido, cuyo gobierno habéis alabado
obedeciéndolo, os harémanifiesto en pocas palabras mi
parecer; que si por vuestra opinión es estimado, seguiremos.
Como sabéis, mañana es viernes y el día
siguiente sábado, días que, por las comidas que se
acostumbran en ellos, son un tanto enojosos a la mayoría de la
gente; sin decir que, el viernes, atendiendo a que en él Aquel
que por nuestra vida murió, sufriópasión, es
digno de reverencia; por lo que justa cosa y muy honesta reputaría
que, en honor de Dios, más con oraciones que con historias nos
entretuviésemos. Y el sábado es costumbre de las
mujeres lavarse la cabeza y quitarse todo el polvo, toda la suciedad
que por el trabajo de la semana anterior se hubiese cogido; y también
muchos acostumbran a ayunar en reverencia a la Virgen madre del Hijo
de Dios, y de ahíen adelante, en honor del domingo siguiente,
descansar de cualquier trabajo; por lo que, no pudiendo tan
plenamente en esos días seguir el orden en el vivir que hemos
adoptado, también estimo que estaría bien que esos días
depongamos las historias. Luego, como habremos estado aquí
cuatro días, si queremos evitar que llegue la gente nueva,
juzgo oportuno mudarnos de aquíe irnos a otra parte; y dónde
ya lo he pensado y provisto. Allí, cuando estemos reunidos el
domingo después de dormir, como hemos tenido hoy mucho tiempo
para razonar conversando, tanto porque tendréis más
tiempo para pensar como porque será mejor que se limite un
poco la libertad en novelar y que se hable de uno de los muchos casos
de la fortuna, he pensado que sea sobre quien alguna cosa muy deseada
haya conseguido con industria o una pérdida recuperado. Sobre
lo cual, piense cada uno en decir algo que a la compañía
pueda ser útil o al menos deleitable, siempre con la salvedad
del privilegio de Dioneo.
Todo el mundo alabólo dicho y lo imaginado por
la reina, y así establecieron que fuese. La cual, después
de esto, haciendo llamar a su senescal, dónde debía
poner la mesa por la tarde le dijo, y todo lo que luego debía
hacer en todo el tiempo de su señorío plenamente le
expuso; y hecho así , poniéndose en pie con su compañía,
les dio licencia para hacer lo que a cada uno más gustase.
Tomaron, pues, las señoras y los hombres el
camino de un jardincillo, y allí, luego de que un tanto se
hubieron entretenido, venida la hora de la cena, con fiesta y con
placer cenaron; y levantándose de allí, según
plugo a la reina, conduciendo Emilia la carola, la siguiente canción
de Pampínea, que los demás coreaban, se cantó:
¿Quién podría cantar en lugar
mío
que tengo y gozo todo cuanto ansío?
Ven,
pues, Amor, razón de mi ventura,
de la esperanza y de toda
alegría,
ven conmigo a cantar
no de suspiros, penas y
amargura,
que ahora me es dulce lo que fue agonía,
sino
de este brillar
del fuego en cuyas llamas quiero estar
adorándote
a ti como a dios mío.
Túante los ojos me trajiste, Amor,
cuando
en tu fuego ardípor vez primera,
a uno de tal talante
que
en beldad y osadía, y en valor,
otro mejor jamás se
encontraría,
ni aún otro semejante;
y tanto me
inflamó que en este instante
feliz te estoy cantando, señor
mío.
Y este que es para mísumo
placer
y que me quiere cuanto yo le quiero
Amor, por tu
merced,
por lo que en este mundo mi querer
tengo y gozar de paz
en otro espero;
y pues le guardo fe
que aun a su reino Dios,
que esto lo ve,
por su bondad nos llevará confío(88)
Después de ésta, otras muchas se cantaron
y se bailaron muchas danzas y se tocaron distintas músicas;
pero juzgando la reina que era tiempo de tener que irse a descansar,
con las antorchas por delante cada uno a su cámara se fueron,
y durante los dos días siguientes atendiendo a aquellas cosa
que la reina había hablado, esperando con deseo la llegada del
domingo.
TERMINA LA SEGUNDA JORNADA
TERCERA JORNADA
COMIENZA LA TERCERA
JORNADA DEL DECAMERóN, EN LA QUE SE HABLA, BAJO EL GOBIERNO DE
NEIFILE, SOBRE ALGUIEN QUE HUBIERA CONSEGUIDO CON INDUSTRIA ALGUNA
COSA MUY DESEADA O ALGUNA PERDIDA RECUPERASE.
La aurora empezaba ya a convertirse de
bermeja en anaranjada por la aproximación del sol cuando el
domingo, levantada la reina y hecho levantar a su compañía,
y habiendo mandado ya el senescal buen espacio por delante al lugar
donde debían ir muchas de las cosas oportunas y quien allí
preparase lo que era necesario, viendo ya a la reina en camino,
prestamente haciendo cargar todas las demás cosas, como si de
allílevantasen el campo, se fue con los bagajes, dejando a
los sirvientes junto a las señoras y los señores. La
reina, pues, con lento paso, acompañada y seguida por sus
damas y los tres jóvenes, guiada por el canto de quién
sabe si veinte ruiseñores y otros tantos pájaros, por
un sendero no muy frecuentado mas lleno de verdes hierbecillas y de
flores que al sol que llegaba todas empezaban a abrirse, tomó
el camino hacia occidente, y charlando y bromeando y riendo con su
compañía, sin haber andado más de dos mil pasos,
bastante antes de que mediada la hora de tercia estuviese, a una
hermosísima y rica mansión que un tanto levantada sobre
el suelo en un cerro estaba, les hubo conducido(89)
Entrados en la cual y andando por todas partes, y
habiendo visto las grandes salas, las limpias y adornadas alcobas
debidamente abastecidas de todo lo que a una alcoba corresponde,
sumamente la alabaron y reputaron a su dueño por magnífico;
después, bajando abajo, y viendo el amplísimo y alegre
patio, las bodegas llenas de óptimos vinos y el agua
fresquísima y abundante que de allímanaba, más
aún lo alabaron. De allí, como deseosos de reposo en
una galería desde donde todo el patio se señoreaba,
estando todas las cosas llenas de las flores que el tiempo daba y de
ramas, sentándose, vino el discreto senescal y con exquisitos
dulces y óptimos vinos los recibió y confortó.
Después de lo cual, haciendo abrir un jardín contiguo
al palacio, allí, que estaba todo cercado por un muro,
entraron; y pareciéndoles a primera vista de maravillosa
belleza todo el conjunto, más atentamente empezaron a mirar
sus partes.
Tenía a su alrededor y por la mitad en bastantes
partes paseos amplísimos, rectos como caminos y cubiertos por
un emparrado que gran aspecto tenía de ir aquel año a
dar muchas uvas; y todo florido entonces esparcía tan gran
olor que, mezclado con el de muchas otras cosas que por el jardín
olían, les parecía estar entre todos los aromas nacidos
en el oriente. Los lados de los cuales paseos todos por rosales
blancos y bermejos y por jazmines estaban casi cubiertos; por las
cuales cosas, no ya de mañana sino cuando el sol estuviese más
alto, bajo olorosas y deleitables sombras, sin ser tocado por él,
se podía andar por ellos. Cuántas y cuáles y
cómo estaban ordenadas las plantas que había en aquel
lugar sería largo de contar; pero no hay ninguna estimable que
en nuestro clima se dé, que no hubiese allí
abundantemente. En mitad del cual, lo que no es menos digno de lo que
otra cosa que allí hubiera sino mucho más, había
un prado de menudísima hierba y tan verde que casi parecía
negra, pintado todo de mil variedades de flores, cercado en torno por
verdísimos y erguidos naranjos y por cedros, los cuales,
teniendo frutos, los viejos y los nuevos, flores todavía, no
solamente con sombra amable a los ojos sino también al olfato
lisonjeaban.
En medio del tal prado había una fuente de mármol
blanquísimo y con maravillosas figuras esculpidas; allí
dentro, no sé si natural o artificiosa, por una estatua que
sobre una columna en el medio de aqué lla estaba en pie,
arrojaba tanta agua y tan alta hacia el cielo (que luego no sin
deleitable sonido sobre la clarísima fuente volvía a
caer) que hubiera hecho mover al menos un molino. La que después
(aquella, digo, que sobrepasaba el borde de la fuente) por vía
oculta salía del pradecillo y por canalillos asaz bellos y
artificiosamente hechos, fuera de aquello haciéndose ya
manifiesta, todo lo rodeaba; y allípor canalillos semejantes
por todas las partes del jardín discurría, recogiéndose
últimamente en una parte por donde había salido del
hermoso jardín y de allí, descendiendo clarísima
hacia el llano antes de llegar a él, con grandísima
fuerza y con no poca utilidad para su dueño, hacía dar
vueltas a dos molinos.
Al ver este jardín, su bello orden, las plantas y
la fuente con los arroyuelos procedentes de ella, tanto agradó
a todas las mujeres y a los tres jóvenes, que todos comenzaron
a afirmar que, si se pudiera hacer un paraíso en la tierra, no
sabrían qué otra forma sino aquella del jardín
pudiera dársele, ni pensar, además de aqué llas,
qué belleza podría añadírsele. Paseando,
pues, contentísimos por allí, haciéndose
bellísimas guirnaldas de varias ramas de árboles,
oyendo siempre unos veinte modos de cantos de pájaros como si
contendiesen el uno con el otro en el cantar, se apercibieron de una
deleitosa belleza de que, sorprendidos por las demás, no se
habían todavía apercibido: vieron que el jardín
estaba lleno de cien especies de hermosos animales, y enseñándoselos
uno al otro, de una parte salir conejos, por otra correr liebres, y
dónde yacer cabritillos, y en algunas estar paciendo
cervatillos vieron; y además de éstos, otras muchas
clases de animales inofensivos, cada uno a su agrado, como
domesticados, ir recreándose; las cuales cosas, a los otros
placeres, mucho mayor placer sumaron.
Pero luego de que mucho hubieron andado,
viendo ora esta cosa ora aqué lla, habiendo hecho poner las
mesas alrededor de la hermosa fuente, y cantando allíprimero
seis cancioncillas y danzando algunos bailes, cuando agradó a
la reina se pusieron a comer, y servidos con grandísimo y
bueno y reposado orden, y con buenas y delicadas viandas, más
alegres se levantaron y a las tonadas y a los cantos y a los bailes
volvieron a darse hasta que a la reina, por el calor que había
sobrevenido, parecióhora de que a quien le agradase, se fuera
a acostar. Y algunos se fueron y algunos, vencidos por la belleza del
lugar, irse no quisieron; sino que quedándose allí,
quién a leer libros de caballerías, quién a
jugar al ajedrez y quién a las tablas(90)
mientras los otros dormían, se dedicaron.
Pero luego de que pasó la hora de nona, todos se
levantaron y, habiéndose refrescado el rostro con la fresca
agua, en el prado, como plugo a la reina, viniendo cerca de la
fuente, y en él según la manera acostumbrada
sentándose, se pusieron a esperar contar sus historias sobre
la materia propuesta por la reina. De los que el primero a quien la
reina dio el encargo fue a Filostrato, que comenzóde esta
guisa:
NOVELA PRIMERA
Masetto
de Lamporecchio se hace el mudo y entra como hortelano en un
monasterio de mujeres, que porfían en acostarse con él.
Hermosísimas señoras, bastantes hombres y
mujeres hay que son tan necios que creen demasiado confiadamente que
cuando a una joven se le ponen en la cabeza las tocas blancas y sobre
los hombros se le echa la cogulla negra, que deja de ser mujer y ya
no siente los femeninos apetitos, como si se la hubiese convertido en
piedra al hacerla monja; y si por acaso algo oyen contra esa creencia
suya, tanto se enojan cuanto si se hubiera cometido un grandísimo
y criminal pecado contra natura, no pensando ni teniéndose en
consideración a sí mismos, a quienes la plena libertad
de hacer lo que quieran no puede saciar, ni tampoco al gran poder del
ocio y la soledad. Y semejantemente hay todavía muchos que
creen demasiado confiadamente que la azada y la pala y las comidas
bastas y las incomodidades quitan por completo a los labradores los
apetitos concupiscentes y los hacen bastísimos de inteligencia
y astucia. Pero cuán engañados están cuantos así
creen me complace (puesto que la reina me lo ha mandado, sin salirme
de lo propuesto por ella) demostraros más claramente con una
pequeña historieta.
En esta comarca nuestra hubo y todavía hay un
monasterio de mujeres, muy famoso por su santidad, que no nombraré
por no disminuir en nada su fama; en el cual, no hace mucho tiempo,
no habiendo entonces más que ocho señoras con una
abadesa, y todas jóvenes, había un buen hombrecillo
hortelano de un hermosísimo jardín suyo que, no
contentándose con el salario, pidiendo la cuenta al mayordomo
de las monjas, a Lamporecchio, de donde era, se volvió . Allí,
entre los demás que alegremente le recibieron, había un
joven labrador fuerte y robusto, y para villano hermoso en su
persona, cuyo nombre era Masetto; y le preguntódónde
había estado tanto tiempo. El buen hombre, que se llamaba
Nuto, se lo dijo; al cual, Masetto le preguntó a qué
atendía en el monasterio. Al que Nuto repuso:
Yo trabajaba en un jardín suyo hermoso y
grande, y además de esto, iba alguna vez al bosque por leña,
traía agua y hacía otros tales servicios; pero las
señoras me daban tan poco salario que apenas podía
pagarme los zapatos. Y además de esto, son todas jóvenes
y parece que tienen el diablo en el cuerpo, que no se hace nada a su
gusto; así , cuando yo trabajaba alguna vez en el huerto, una
decía: «Pon esto aquí», y la otra: «Pon
aquíaquello» y otra me quitaba la azada de la mano y
decía: «Esto no está bien»; y me daba tanto
coraje que dejaba el laboreo y me iba del huerto, así que,
entre por una cosa y la otra, no quise estarme más y me he
venido. Y me pidió su mayordomo, cuando me vine, que si tenía
alguien a mano que entendiera en aquello, que se lo mandase, y se lo
prometí, pero así le guarde Dios los riñones que
ni buscaréni le mandaréa nadie.
A Masetto, oyendo las palabras de Nuto, le vino al ánimo
un deseo tan grande de estar con estas monjas que todo se derretía
comprendiendo por las palabras de Nuto que podría conseguir
algo de lo que deseaba. Y considerando que no lo conseguiría
si decía algo a Nuto, le dijo:
¡Ah, qué bien has hecho en venirte!
¿qué es un hombre entre mujeres? Mejor estaría
con diablos: de siete veces seis no saben lo que ellas mismas
quieren.
Pero luego, terminada su conversación, empezó
Masetto a pensar qué camino debía seguir para poder
estar con ellas; y conociendo que sabía hacer bien los
trabajos que Nuto hacía, no temióperderlo por aquello,
pero temióno ser admitido porque era demasiado joven y
aparente. Por lo que, dando vueltas a muchas cosas, pensó:
«El lugar es bastante alejado de aquí y
nadie me conoce allí, si sé fingir que soy mudo, por
cierto que me admitirán».
Y deteniéndose en aquel pensamiento, con una
segur al hombro, sin decir a nadie adónde fuese, a guisa de un
hombre pobre se fue al monasterio; donde, llegado, entró
dentro y por ventura encontró al mayordomo en el patio, a
quien, haciendo gestos como hacen los mudos, mostró que le
pedía de comer por amor de Dios y que él, si lo
necesitaba, le partiría la leña. El mayordomo le dio de
comer de buena gana; y luego de ello le puso delante de algunos
troncos que Nuto no había podido partir, los que éste,
que era fortísimo, en un momento hizo pedazos. El mayordomo,
que necesitaba ir al bosque, lo llevó consigo y allíle
hizo cortar leña; después de lo que, poniéndole
el asno delante, por señas le dio a entender que lo llevase a
casa. Él lo hizo muy bien, por lo que el mayordomo, haciéndole
hacer ciertos trabajos que le eran necesarios, más días
quiso tenerlo; de los cuales sucedió que un día la
abadesa lo vio, y preguntó al mayordomo quién era. El
cual le dijo:
Señora, es un pobre hombre mudo y sordo,
que vino uno de estos días a por limosna, así que le he
hecho un favor y le he hecho hacer bastantes cosas de que había
necesidad. Si supiese labrar un huerto y quisiera quedarse, creo
estaríamos bien servidos, porque él lo necesita y es
fuerte y se podría hacer de él lo que se quisiera; y
además de esto no tendríais que preocuparos de que
gastase bromas a vuestras jóvenes.
Al que dijo la abadesa:
Por Dios que dices verdad: entérate si sabe
labrar e ingéniate en retenerlo; dale unos pares de
escarpines, algún capisayo viejo, y halágalo, hazle
mimos, dale bien de comer.
El mayordomo dijo que lo haría. Masetto no estaba
muy lejos, pero fingiendo barrer el patio oía todas estas
palabras y se decía:
«Si me metéis ahídentro, os labraré
el huerto tan bien como nunca os fue labrado.»
Ahora, habiendo el mayordomo visto que sabía
óptimamente labrar y preguntándole por señas si
quería quedarse aquí, y éste por señas
respondiéndole que quería hacer lo que él
quisiese, habiéndolo admitido, le mandó que labrase el
huerto y le enseñólo que tenía que hacer; luego
se fue a otros asuntos del monasterio y lo dejó. El cual,
labrando un día tras otro, las monjas empezaron a molestarle y
a ponerlo en canciones, como muchas veces sucede que otros hacen a
los mudos, y le decían las palabras más malvadas del
mundo no creyendo ser oídas por él; y la abadesa que
tal vez juzgaba que él tan sin cola estaba como sin habla, de
ello poco o nada se preocupaba. Pero sucedió que habiendo
trabajado un día mucho y estando descansando, dos monjas que
andaban por el jardín se acercaron a donde estaba, y empezaron
a mirarle mientras él fingía dormir. Por lo que una de
ellas, que era algo más decidida, dijo a la otra:
Si creyese que me guardabas el secreto te diría
un pensamiento que he tenido muchas veces, que tal vez a ti también
podría agradarte.
La otra repuso:
Habla con confianza, que por cierto no lo diré
nunca a nadie.
Entonces la decidida comenzó:
No sé si has pensado cuán
estrictamente vivimos y que aquínunca ha entrado un hombre
sino el mayordomo, que es viejo, y este mudo: y muchas veces he oído
decir a muchas mujeres que han venido a vernos que todas las dulzuras
del mundo son una broma con relación a aquella de unirse la
mujer al hombre. Por lo que muchas veces me ha venido al ánimo,
puesto que con otro no puedo, probar con este mudo si es así ,
y éste es lo mejor del mundo para ello porque, aunque
quisiera, no podría ni sabría contarlo; ya ves que es
un mozo tonto, más crecido que con juicio. Con gusto oiré
lo que te parece de esto.
¡Ay! dijo la otra, ¿qué
es lo que dices? ¿No sabes que hemos prometido nuestra
virginidad a Dios?
¡Oh! dijo ella, ¡cuántas
cosas se le prometen todos los días de las que no se cumple
ninguna! ¡Si se lo hemos prometido, que sea otra u otras
quienes cumplan la promesa!
A lo que la compañera dijo:
Y si nos quedásemos grávidas, ¿qué
iba a pasar?
Entonces aqué lla dijo:
Empiezas a pensar en el mal antes de que te
llegue; si sucediere, entonces pensaremos en ello: podrían
hacerse mil cosas de manera que nunca se sepa, siempre que nosotras
mismas no lo digamos.
Esta, oyendo esto, teniendo más ganas que la otra
de probar qué animal era el hombre, dijo:
Pues bien, ¿qué haremos?
A quien aqué lla repuso:
Ves que va a ser nona; creo que las sores están
todas durmiendo menos nosotras; miremos por el huerto a ver si hay
alguien, y si no hay nadie, ¿qué vamos a hacer sino
cogerlo de la mano y llevarlo a la cabaña donde se refugia
cuando llueve, y allíuna se queda dentro con él y la
otra hace guardia? Es tan tonto que se acomodará a lo que
queremos.
Masetto oía todo este razonamiento, y dispuesto a
obedecer, no esperaba sino ser tomado por una de ellas. Ellas,
mirando bien por todas partes y viendo que desde ninguna podían
ser vistas, aproximándose la que había iniciado la
conversación a Masetto, le despertó y él
incontinenti se puso en pie; por lo que ella con gestos halagadores
le cogióde la mano, y él dando sus tontas risotadas,
lo llevó a la cabaña, donde Masetto, sin hacerse mucho
rogar hizo lo que ella quería. La cual, como leal compañera,
habiendo obtenido lo que quería, dejó el lugar a la
otra, y Masetto, siempre mostrándose simple, hacía lo
que ellas querían; por lo que antes de irse de allí,
más de una vez quiso cada una probar cómo cabalgaba el
mudo, y luego, hablando entre ellas muchas veces, decían que
en verdad aquello era tan dulce cosa, y más, como habían
oído; y buscando los momentos oportunos, con el mudo iban a
juguetear.
Sucedió un día que una compañera
suya, desde una ventana de su celda se apercibiódel
tejemaneje y se lo enseñó a otras dos; y primero
tomaron la decisión de acusarlas a la abadesa, pero después,
cambiando de parecer y puestas de acuerdo con aqué llas, en
participantes con ellas se convirtieron del poder de Masetto; a las
cuales, las otras tres, por diversos accidentes, hicieron compañía
en varias ocasiones. Por último, la abadesa, que todavía
no se había dado cuenta de estas cosas, paseando un día
sola por el jardín, siendo grande el calor, se encontró
a Masetto (el cual con poco trabajo se cansaba durante el día
por el demasiado cabalgar de la noche) que se había dormido
echado a la sombra de un almendro, y habiéndole el viento
levantado las ropas, todo al descubierto estaba. Lo cual mirando la
señora y viéndose sola, cayó en aquel mismo
apetito en que habían caído sus monjitas; y despertando
a Masetto, a su alcoba se lo llevó, donde varios días,
con gran quejumbre de las monjas porque el hortelano no venía
a labrar el huerto, lo tuvo, probando y volviendo a probar aquella
dulzura que antes solía censurar ante las otras.
Por último, mandándole de su alcoba a la
habitación de él y requiriéndole con mucha
frecuencia y queriendo de él más de una parte, no
pudiendo Masetto satisfacer a tantas, pensó que de su mudez si
duraba más podría venirle gran daño; y por ello
una noche, estando con la abadesa, roto el frenillo, empezó a
decir:
Señora, he oído que un gallo basta a
diez gallinas, pero que diez hombres pueden mal y con trabajo
satisfacer a una mujer, y yo que tengo que servir a nueve; en lo que
por nada del mundo podréaguantarlo, pues que he venido a tal,
por lo que hasta ahora he hecho, que no puedo hacer ni poco ni mucho;
y por ello, o me dejáis irme con Dios o le encontráis
un arreglo a esto.
La señora, oyendo hablar a este a quien tenía
por mudo, toda se pasmó, y dijo:
¿qué es esto? Creía que eras
mudo.
Señora dijo Masetto, sí
lo era pero no de nacimiento, sino por una enfermedad que me quitó
el habla, y por primera vez esta noche siento que me ha sido
restituida, por lo que alabo a Dios cuanto puedo.
La señora lo creyó y le preguntó
qué quería decir aquello de que a nueve tenía
que servir. Masetto le dijo lo que pasaba, lo que oyendo la abadesa,
se dio cuenta de que no había monja que no fuese mucho más
sabia que ella; por lo que, como discreta, sin dejar irse a Masetto,
se dispuso a llegar con sus monjas a un entendimiento en estos
asuntos, para que por Masetto no fuese vituperado el monasterio.
Y habiendo por aquellos días muerto el mayordomo,
de común acuerdo, haciéndose manifiesto en todas lo que
a espaldas de todas se había estado haciendo, con placer de
Masetto hicieron de manera que las gentes de los alrededores creyeran
que por sus oraciones y por los méritos del santo a quien
estaba dedicado el monasterio, a Masetto, que había sido mudo
largo tiempo, le había sido restituida el habla, y le hicieron
mayordomo; y de tal modo se repartieron sus trabajos que pudo
soportarlos. Y en ellos bastantes monaguillos engendrópero
con tal discreción se procedió en esto que nada llegó
a saberse hasta después de la muerte de la abadesa, estando ya
Masetto viejo y deseoso de volver rico a su casa; lo que, cuando se
supo, fácilmente lo consiguió. así , pues,
Masetto, viejo, padre y rico, sin tener el trabajo de alimentar a sus
hijos ni pagar sus gastos, por su astucia habiendo sabido bien
proveer a su juventud, al lugar de donde había salido con una
segur al hombro, volvió , afirmando que así trataba
Cristo a quien le ponía los cuernos sobre la guirnalda.
NOVELA SEGUNDA
Un
palafrenero yace con la mujer del rey Agilulfo, de lo que Agilulfo
sin decir nada se apercibe, lo encuentra y le corta el pelo; el
tonsurado a todos los demás tonsura y así se salva de
lo que le amenaza.
Habiendo llegado el fin de la historia de Filostrato,
con la que algún veces se habían sonrojado un poco las
señoras y algunas otras se habían reído, plugo a
la reina que Pampínea siguiese novelando; la cual, comenzando
con sonriente gesto, dijo:
Hay algunos tan poco discretos al querer mostrar que
conocen y sienten lo que no les conviene saber, que algunas veces con
esto, al castigar las desapercibidas faltas de otros, creen que su
vergüenza menguan cuando por el contrario la acrecientan
infinitamente; y que esto es verdad, por medio de su contrario,
mostrándoos la astucia de alguien quizá tenido por de
menos valor que Masetto contra la prudencia de un valeroso rey,
lindas señoras, entiendo que será demostrado por mí.
Agilulfo, rey de los longobardos, así
como sus predecesores habían hecho, en Pavia, ciudad de la
Lombardía, estableció la sede de su reino, habiendo
tomado por mujer a Teudelinga, que había quedado viuda de
Auttari, que también había sido rey de los longobardos,
la cual era hermosísima mujer, muy sabía y honesta,
pero desventurada en amores(91)
Y estando por el valor y el juicio de este rey Agilulfo las cosas de
los longobardos prósperas y en paz, sucedió que un
palafrenero de dicha reina, hombre de vilísima condición
por su nacimiento pero por otras cosas mucho mejor de lo que
correspondía a tal vil menester, y en su persona hermoso y
alto como era el rey, se enamoródesmesuradamente de la reina;
y porque su bajo estado no le quitaba la comprensión de que
este amor suyo estaba fuera de toda conveniencia, como sabio, a nadie
lo descubría, ni aun en la mirada se atrevía a
descubrirlo.
Y aunque sin ninguna esperanza viviese de poder
agradarla nunca, se gloriaba consigo sin embargo de haber puesto sus
pensamientos en alta parte; y como quien todo ardía en amoroso
fuego, diligentemente hacía, más que cualquier otro de
sus compañeros, todas las cosas que debían agradar a la
reina. Por lo que sucedía que la reina, cuando tenía
que montar a caballo, con más gusto cabalgaba en el palafrén
cuidado por éste que por algún otro; lo que, cuando
sucedía, éste se lo tomaba como grandísimo
favor, y nunca del estribo se le apartaba, teniéndose por
feliz sólo con poder tocarle las ropas. Pero como vemos
suceder con mucha frecuencia que cuanto disminuye la esperanza, tanto
se hace mayor el amor, así sucedía con el pobre
palafrenero, mientras dolorosísimo le era poder soportar el
gran deseo tan ocultamente como lo hacía, no siendo ayudado
por ninguna esperanza; y muchas veces, no pudiendo desligarse de este
amor, deliberómorir.
Y pensando de este modo, tomó el partido de
querer recibir esta muerte por alguna cosa por la que le pareciese
que moría por el amor que a la reina había tenido y
tenía; y esta cosa se propuso que fuera tal que en ella
tentase la fortuna de poder en todo o en parte conseguir su deseo. Y
no se dio a decir palabras a la reina o a por cartas hacerle saber su
amor, que sabía que en vano diría o escribiría,
sino a querer probar si con astucia podría acostarse con la
reina; y no otra astucia ni vía había sino encontrar el
modo de que, como si fuese el rey, que sabía que no se
acostaba con ella de continuo, pudiera llegar a ella y entrar en su
cámara. Por lo que, para ver en qué manera y qué
hábito el rey, cuando iba a estar con ella, iba, muchas veces
por la noche en una gran sala del palacio del rey, que estaba en
medio entre la cámara del rey y de la reina, se escondió ;
y una noche entre otras, vio al rey salir de su cámara
envuelto en un gran manto y tener en una mano una pequeña
antorcha encendida y en la otra una varita, e ir a la cámara
de la reina y, sin decir nada, golpear una vez o dos la puerta de la
cámara con aquella varita, e incontinenti serle abierto y
quitarle de la mano la antorcha. La cual cosa vista, y semejantemente
viéndolo retornar, pensó que debía hacer él
otro tanto; y encontrando modo de tener un manto semejante a aquel
que había visto al rey y una antorcha y estaca, y lavándose
primero bien en un caldero, para que no fuese a molestar a la reina
el olor del estiércol y la hiciese darse cuenta del engaño,
con estas cosas, como acostumbraba, en la gran sala se escondió .
Y sintiendo que ya en todas partes dormían, y
pareciéndole tiempo o de dar efecto a su deseo o de hacer
camino con alta razón a la deseada muerte, haciendo con la
piedra y el eslabón que había llevado consigo un poco
de fuego, encendió su antorcha, y oculto y envuelto en el
manto se fue a la puerta de la cámara y dos veces la golpeó
con la varita. La cámara por una camarera toda somnolienta fue
abierta y la luz cogida y ocultada; donde él, sin decir cosa
alguna, pasado dentro de la cortina y dejado el manto, se metió
en 1a cama donde la reina dormía. Y tomándola
deseosamente en brazos, mostrándose airado porque sabía
que era costumbre del rey que no quería oír ninguna
cosa cuando airado estaba, muchas veces carnalmente conoció a
la reina.
Y aunque doloroso le pareciese partir, temiendo que la
demasiada demora le fuese ocasión de convertir en tristeza el
deleite tenido, se levantó y tomando su manto y la luz, sin
decir nada se fue, y lo antes que pudo se volvió a su cama. Y
apenas podía estar en ella cuando el rey, levantándose,
se fue la cámara de la reina, de lo que ella se maravilló
mucho; y habiendo él entrado en el lecho y saludándola
alegremente, ella, de su alegría tomando valor, dijo:
Oh, señor mío, ¿qué
novedad hay esta noche? Os habéis partido de muy poco ha, y
más de lo acostumbrado habéis tomado placer de mí,
¿y tan pronto volvéis a empezar? Cuidaos de lo que
hacéis.
El rey, al oír estas palabras, súbitamente
presumió que la reina, por la semejanza de las costumbres y de
la persona había sido engañada, pero, como sabio,
súbitamente pensó(pues vio que la reina no se había
dado cuenta ni nadie más) que no quería hacerla caer en
la cuenta; lo que muchos necios no hubieran hecho, sino que habrían
dicho: «No he sido yo; ¿quién fue quien estuvo
aquí?, ¿cómo fue?, ¿quién ha
venido?». De lo que habrían nacido muchas cosas por las
que sin razón habrían contristado a la señora y
dado materia de desear otra vez lo que ya había sentido; y
aquello, que callándolo no podía traerle ninguna
vergüenza, diciéndolo le habría traído
vituperio Le contestó entonces el rey, más en el
pensamiento que en el rostro o las palabras airado:
Señora, ¿no os parezco hombre de
poder haber estado otra vez y volver además ésta?
A lo que la dama contestó:
Señor mío, sí , pero yo os
ruego que miréis por vuestra salud.
Entonces el rey dijo:
Y que me place seguir vuestro consejo, y esta vez
sin daros más empacho voy a volverme.
Y teniendo ya el ánimo lleno de ira
y de rencor por lo que veía que le habían hecho,
volviendo a tomar su manto se fue de la cámara y quiso
encontrar silenciosamente quién había hecho aquello,
imaginando que debía ser de la casa, y que cualquiera que
fuese no habría podido salir de ella. Cogiendo, pues, una
pequeñísima luz en una linternilla se fue a una
larguísima habitación que en su palacio había
sobre las cuadras de los caballos, en la cual casi toda su
servidumbre dormía en diversas camas; y juzgando que a
quienquiera que hubiese hecho aquello que la dama decía, no se
le habría podido todavía reposar el pulso y el latido
del corazón por el prolongado afán, empezando por uno
de los extremos de la habitación, empezó a ir
tocándoles el pecho a todos, para saber si les latía el
corazón con fuerza.
Como sucediese que todos dormían profundamente,
el que con la reina había estado no dormía todavía;
por la cual cosa, viendo venir al rey y dándose cuenta de lo
que andaba buscando, fuertemente empezó a temblar, tanto que
el golpear del pecho que tenía por el cansancio fue aumentado
por el miedo; y dándose cuenta firmemente de que, si el rey se
apercibía de aquello, sin tardanza le haría morir. Y
aunque varias cosas que podría hacer le pasaron por la cabeza,
viendo sin embargo al rey sin ninguna arma, deliberóhacerse
el dormido y esperar lo que el rey hiciese. Habiendo, pues, el rey a
muchos buscado y no encontrando a ninguno a quien juzgase haber sido
aqué l, llegó a éste, y notando que le latía
fuertemente el corazón, se dijo: «Este es aqué l».
Pero como quien nada de lo que quería hacer
entendía que se supiese, no le hizo otra cosa sino que, con un
par de tijerillas que había llevado, le cortó un poco
de uno de los lados los cabellos, que en aquel tiempo se llevaban
larguísimos, para por aquella señal reconocerlo la
mañana siguiente; y hecho esto, se volvió a su cámara.
Éste, que todo aquello había sentido, como quien era
malicioso, claramente se dio cuenta de por qué había
sido señalado; por lo que, sin esperar un momento, se levantó,
y encontrando un par de tijerillas, de las que por ventura había
un par en la cuadra para el servicio de los caballos, cautamente
dirigiéndose a cuantos en aquella habitación dormían,
a todos de manera igual sobre las orejas les cortó el pelo; y
hecho esto, sin que le oyeran, se volvió a dormir.
El rey, levantado por la mañana, mandó
que, antes que las puertas del palacio se abriesen, toda su
servidumbre viniese ante él; y así se hizo. A todos los
cuales, estando delante de él sin nada en la cabeza, empezó
a mirar para reconocer al que él había tonsurado; y
viendo a la mayoría de ellos con los cabellos de un mismo modo
cortados, se maravilló, y se dijo:
«Aquel a quien estoy buscando, aunque de baja
condición sea, bien muestra ser hombre de alto ingenio.»
Luego, viendo que sin divulgarlo no podía
encontrar al que buscaba, dispuesto a no querer por una pequeña
venganza cubrirse de gran vergüenza, sólo con unas
palabras le plugo amonestarlo y mostrarle que se había dado
cuenta de lo ocurrido; y volviéndose a todos, dijo:
Quien lo hizo que no lo haga más, e idos
con Dios.
Otro habría querido darle suplicio, martirizarlo,
interrogarle y preguntarle y al hacerlo habría descubierto lo
que cualquiera debe tratar de ocultar; y al ponerse al descubierto,
aunque se hubiera vengado cumplidamente, no menguado sino mucho
habría aumentado su vergüenza y manchado el honor de su
mujer. Los que aquellas palabras oyeron se maravillaron y largamente
dilucidaron entre sí qué habría querido decir el
rey con aquello, pero no hubo ninguno que lo entendiese sino sólo
aquel a quien tocaba. El cual, como sabio, nunca, en vida del rey lo
descubrió, ni nunca más su vida con tal acción
fió a la fortuna.
NOVELA TERCERA
Bajo
especie de confesión y de purísima conciencia una
señora enamorada de un joven induce a un grave fraile, sin
darse él cuenta, a hallar la manera de que el placer de ella
tuviese entero cumplimiento.
Callaba ya Pampínea, y ya la osadía y la
cautela del palafrenero había sido alabada por muchos de
ellos, y semejantemente el buen juicio del rey, cuando la reina,
volviéndose hacia Filomena, le ordenó continuar; por lo
cual Filomena, graciosamente comenzó a, hablar así :
Yo entiendo contaros una burla que fue muy justamente
hecha por una hermosa señora a un grave fraile, que tanto más
a todo seglar agrada cuanto que éstos (la mayoría
estupidísimos y hombres de extrañas maneras y
costumbres) se creen que más que los otros en todas las cosas
valen y saben, cuando son de mucho menor valor, como quienes por
vileza de ánimo, no teniendo inventiva para sustentarse como
los demás hombres, se refugian donde puedan tener qué
comer, como el puerco. La que, oh amables señoras, os contaré
no sólo por obedecer la orden impuesta sino también
para advertiros de que también los religiosos (a quienes
nosotras, sobremanera crédulas, demasiada fe prestamos) pueden
ser y son algunas veces, no ya por los hombres sino por algunas de
nosotras, sagazmente burlados.
En nuestra ciudad, más llena de engaños
que de amor o lealtad, no hace todavía muchos años,
hubo una noble señora adornada de belleza y de costumbres, con
alteza de ánimo y con sutiles agudezas tan dotada como la que
más por la naturaleza, cuyo nombre (ni tampoco ninguno otro
que pertenezca a la presente historia) aunque yo lo sepa, no entiendo
descubrir porque todavía viven algunos que se llenarían
por ello de indignación cuando con risa se debe hablar de
ello. Ésta, pues, viéndose nacida de alto linaje y
casada con un artesano lanero porque era riquísimo, no
pudiendo deponer el desdén de su ánimo según el
cual estimaba que ningún hombre de baja condición, por
riquísimo que fuese, era digno de mujer noble; y viéndole
a él además, con todas sus riquezas, no ser capaz de
nada sino de saber distinguir una mezcla o hacer urdir una tela o una
hilandera disputar sobre lo hilado, se propuso no querer de ninguna
manera sus abrazos sino cuando no pudiera negárselos, sino
encontrar alguien a su gusto que le pareciese más digno de
ellos que el lanero.
Y enamoróse de un muy valeroso hombre y de
mediana edad tanto que, el día que no lo veía no podía
pasar la noche siguiente sin sentimiento; pero el hombre de pro, no
dándose cuenta de aquello, nada se preocupaba, y ella, que muy
cauta era, ni por embajada de ninguna mujer ni por carta osaba
hacérselo saber, temiendo que podrían sobrevenir
posibles peligros. Y dándose cuenta que aqué l
frecuentaba mucho a un religioso que, aunque fuera zopenco y obtuso,
no dejaba de tener fama entre todos de hombre de mucha valía
porque era de santísima vida, juzgó que aqué l
podía ser óptimo intermediario entre ella y su amante.
Y habiendo pensado qué le convenía hacer, se fue a una
hora oportuna a la iglesia donde él iba y, haciéndole
llamar, dijo que cuando le placiera, con él quería
confesarse. El fraile, viéndola y estimándola mujer de
linaje, la escuchó de buena gana, y ella después de la
confesión dijo:
Padre mío, necesito recurrir a
vos por ayuda y por consejo en lo que vais a oír. Yo sé ,
porque os lo he dicho, que conocéis a mis parientes y a mi
marido, por el cual soy amada más que su vida, y ninguna cosa
deseo que él, como hombre que es riquísimo y que puede
bien hacerlo, no lo adquiera incontinenti; por las cuales cosas más
que a mímisma le amo; y dejemos aparte que lo hiciese, pero
si siquiera pensase alguna cosa que contra su honor o gusto fuera,
ninguna mujer culpable sería más digna del fuego que
yo. Ahora, uno de quien en verdad no sé el nombre, pero que me
parece persona de bien, y si no estoy engañada os frecuenta
mucho, apuesto y alto en la persona, vestido de paños oscuros
muy honrados(92)
tal vez no percatándose de que mi intención era tal
como es, parece que me ha puesto sitio y no puedo asomarme a puerta
ni ventana ni salir de casa sin que él incontinenti no se
ponga delante; y me maravillo de que no estéaquí
ahora; de lo que mucho me duele, porque tales maneras hacen con
frecuencia a las damas honestas ser censuradas sin culpa. He tenido
en el ánimo hacérselo decir alguna vez a mis hermanos,
pero luego he pensado que los hombres hacen algunas veces las
embajadas de manera que las respuestas que se siguen son malas, de lo
que nacen palabras, y de las palabras se llega a las obras; por lo
que, para que daño y escándalo no se provocasen de
ello, me lo he callado, y deliberédecíroslo antes a
vos que a otros, tanto porque me parece que su amigo sois como
también porque a vos os está bien de tales cosas no ya
a los amigos sino a los extraños reprender. Por lo que os
ruego en nombre de Dios que le reprendáis y roguéis que
no siga con estas costumbres. Hay bastantes mujeres que por ventura
estarán dispuestas a estas cosas y les agradará ser
miradas y deseadas por él, mientras a míme es
gravísima molestia, como que de ningún modo tengo el
ánimo dispuesto a tal materia.
Y dicho esto, como si lagrimear quisiese, bajó la
cabeza. El santo fraile comprendió en seguida que hablaba de
aquel de quien verdaderamente hablaba, y alabando mucho a la señora
por esta su buena disposición firmemente creyendo ser verdad
lo que decía, le prometió actuar así y de tal
manera que por aquel tal no sería molestada, y sabiendo que
era muy rica, le alabó las obras de caridad y las limosnas,
contándole sus necesidades. A lo que la señora dijo:
Os lo ruego por Dios; y si lo negase, decidle con
firmeza que soy yo quien os ha dicho esto y a vos me he dolido.
Y luego, hecha la confesión e impuesta la
penitencia, acordándose de los encomios hechos por el fraile a
las limosnas, llenándole ocultamente la mano de dineros, le
rogó que dijese misas por el alma de sus muertos; y
levantándose de junto a sus pies, se volvió a casa.
A ver al santo fraile no después de mucho tiempo,
como acostumbraba vino el hombre de pro; al cual, luego de que de una
cosa y de otra hubieran hablado juntos durante algún tiempo,
llevándole aparte, con modos muy corteses le reprendió
la atención y las miradas que creía que dedicaba a
aquella señora, tal como ella le había explicado. El
hombre de pro se maravilló, como quien nunca la había
mirado y rarísimas veces acostumbraba a pasar por delante de
su casa, y empezó a querer excusarse; pero el fraile no le
dejóhablar, sino que le dijo:
Ahora, no finjas maravillarte ni gastes palabras
en negarlo, porque no puedes; no he sabido estas cosas por los
vecinos: ella misma, mucho quejándose de ti, me las ha dicho.
Y si a ti estas chanzas ya no te están bien, de ella te digo
esto: que, si jamás he encontrado alguna esquiva a estas
tonterías, ella es; y por ello, por tu honor y por tu
tranquilidad, te ruego que te retraigas y déjala estar en paz.
El hombre de pro, más agudo que el santo fraile,
sin demasiada tardanza la argucia de la mujer comprendió , y
mostrando avergonzarse un tanto, dijo que no se entrometería
en aquello de allíen adelante; y separándose del
fraile, de su casa fue a la de la señora, la cual siempre
estaba asomada a una pequeña ventana por verlo si pasaba. Y
viéndolo venir, tan alegre y tan graciosa se le mostró
que él asaz bien pudo comprender que había la verdad
entendido por las palabras del fraile; y de aquel día en
adelante, asaz cautamente, con placer suyo y con grandísimo
deleite y consuelo de la señora fingiendo que otro asunto
fuese el motivo, continuópasando por aquel barrio.
Pero la señora después de algún
tiempo, ya convencida de que le gustaba tanto como él a ella,
deseosa de inflamarlo más y asegurarle del amor que le tenía,
buscando el lugar y el momento, al santo fraile volvió , y
echándosele a los pies en la iglesia, empezó a llorar.
El fraile, viendo esto, le preguntócompasivamente que qué
novedad traía. La señora repuso:
Padre mío, las noticias que traigo no son
sino de aquel maldito de Dios amigo vuestro de quien me he quejado a
vos hace unos días, porque creo que haya nacido para irritarme
grandemente y para hacerme hacer algo por lo que nunca podré
ya estar contenta ni me atreveréa ponerme aquía
vuestros pies.
¡Cómo! dijo el fraile,
¿no ha dejado de molestarte?
Cierto que no dijo la señora,
pues desde que me quejéa vos de ello, como por despecho,
habiendo tomado sin duda a mal que me haya quejado a vos, por una vez
que pasaba, creo que después ha pasado siete por allí.
Y quisiera Dios que el pasar y el mirarme le hubiera bastado; pero ha
sido tan atrevido y tan descarado que hasta ayer me mandó a
una mujer a casa con noticias suyas y con sus vanidades, y como si yo
no tuviese escarcelas o cintos me mandó una escarcela y un
cinto, lo que he tomado y tomo tan a mal que creo que si no hubiera
pensado en el escándalo, y también por vuestro amor,
habría armado un zipizape; pero al fin me he serenado y no he
querido hacer ni decir nada sin hacéroslo saber antes. Y
además de esto, habiendo ya devuelto la escarcela y el cinto a
la mujercilla que los había traído, para que se los
devolviese, y habiéndola despedido de malos modos, temiendo
que se fuera a quedar con ellos y le dijera que yo los había
aceptado, como entiendo que hacen algunas veces, la volvía
llamar y llena de enojo se los quitéde la mano y os los he
traído a vos, para que se los deis y le digáis que no
tengo necesidad de sus cosas, porque, por merced de Dios, y de mi
marido, tengo tantas escarcelas y tantos cintos que podría
enterrarle con ellos. Y luego de esto, como ante su padre me excuso
ante vos de que si no se corrige, lo diréa mi marido y a mis
hermanos, y que suceda lo que sea; que más quiero que él
reciba injurias si debe recibirlas que ser difamada por su culpa; ¡y
hermano, así está ello!
Y dicho esto, siempre llorando fuertemente, se sacó
de debajo de la saya una preciosísima y rica escarcela con un
valioso y elegante cintillo y se la echó al fraile en el
regazo; el cual, totalmente creyendo lo que la señora le
decía, airado desmesuradamente lo tomó y dijo:
Hija, si de estas cosas te enojas no me maravillo
ni te reprendo por ello; sino que mucho te alabo que sigas en esto
mis consejos. Yo le reprendíel otro día, y él
mal ha cumplido lo que me prometió; por lo que, entre aquello
y esto que acaba de hacer entiendo tirarle de las orejas de tal
manera que no te moleste más; y tú , con la bendición
de Dios, no te dejes vencer tanto por la ira que vayas a decírselo
a alguno de los tuyos, que podría seguirse de ello mucho mal.
Y no pienses que de esto te va a venir ninguna calumnia, que yo seré
siempre, ante Dios y ante los hombres, firmísimo testigo de tu
honestidad.
La señora fingió consolarse un tanto, y
dejando esta conversación, como quien su avaricia y la de los
demás conocía, dijo:
Señor, estas noches se me han aparecido
mucho mis padres en sueños y me parece que están en
grandísimas penas y lo que piden es limosnas, especialmente mi
mamá, que me parece tan afligida e infeliz que es una lástima
verla; creo que estépasando grandísimos sufrimientos
al verme en esta tribulación a causa de ese enemigo de Dios, y
por ello querría que me dijeseis por sus almas las cuarenta
misas gregorianas y vuestras oraciones, a fin de que Dios los saque
de aquel fuego atormentador.
Y dicho esto, le puso en la mano un florín. El
santo fraile lo tomó alegremente, y con buenas palabras y con
muchos ejemplos alentósu devoción y dándole su
bendición la dejóirse. Y cuando se fue la señora,
no dándose cuenta que le había tomado el pelo, mandó
a por su amigo; el cual, venido y viéndole airado, se
apercibióincontinenti de que había noticias de la
mujer, y esperó a ver qué decía el fraile. El
cual, repitiéndole las palabras que le había dicho
otras veces y hablándole ahora insultantemente y enojado, le
reprendió mucho por lo que le había dicho la señora
que había hecho. El hombre de pro, que todavía no veía
adónde el fraile quería llegar, negaba con bastante
blandura que le hubiera mandado la escarcela y el cinto, para que el
padre no lo creyese, si por acaso la mujer se la hubiera dado. Pero
el padre, muy enfadado, dijo:
¿Cómo puedes negarlo, mal hombre?
Ahílo tienes, que ella misma llorando me lo ha traído:
¡mira a ver si lo conoces!
El hombre de pro, haciendo como que se avergonzaba
mucho, dijo:
Claro que lo conozco, y os confieso que he hecho
mal; y os juro que, pues que en esa disposición la veo, que
nunca más oiréis una palabra de esto.
Ahora, las palabras fueron muchas: al final, el borrego
del fraile le dio la escarcela y el cintillo a su amigo, y luego de
mucho haberle adoctrinado y rogado que no se ocupase más de
aquellas cosas, y habiéndoselo él prometido, le dio
licencia. El hombre de pro, contentísimo de la certeza que
tener le parecía del amor de la mujer y del hermoso presente,
cuando se separódel fraile se fue a un lugar de donde
cautamente hizo a su señora ver que tenía la una y la
otra cosa; de lo que la señora estuvo muy contenta, y más
aún porque le parecía que su invención iba de
bien en mejor.
Y no esperando nada más ya, sino a que su marido
se fuese a cualquier parte, para finalizar su obra, sucedió
que, por alguna razón, no mucho después de esto tuvo el
marido que ir hasta Génova. Y en cuanto se hubo montado a
caballo por la mañana y puesto en camino, se fue la señora
a donde el santo fraile, y luego de muchas quejumbres, llorando, le
dijo:
Padre mío, ahora sí os digo que no
puedo aguantar más; pero porque el otro día os prometí
que no haría nada que antes no os dijese, he venido a
excusarme con vos; y para que creáis que tengo razón en
llorar y quejarme, quiero deciros lo que vuestro amigo, o diablo del
infierno, me hizo esta mañana poco antes de maitines. No sé
qué mala suerte le hizo saber que mi marido se fue ayer por la
mañana a Génova; pero esta mañana, a la hora que
os he dicho, entró en un jardín mío y por un
árbol subióhasta la ventana de mi cámara, que
da sobre el jardín; y ya había abierto la ventana y
quería entrar en la cámara cuando yo, despertándome,
me levantéde repente y me había dispuesto a gritar, y
habría gritado a no ser que él, que todavía
dentro no estaba, me pidió merced por Dios y por vos,
diciéndome quién era; con lo que, al oírlo, por
amor vuestro me callé, y desnuda como nacícorrí
a cerrarle la ventana en la cara, y él en mala hora creo que
se fue, porque no lo sentímás. Ahora, si esto es cosa
que pueda aguantarse, decídmelo; en cuanto a mí, no
entiendo soportarle más pues por amor de vos ya le he sufrido
demasiadas.
El fraile al oír esto se sintiólo más
irritado del mundo y no sabía qué decir sino que muchas
veces le preguntósi había visto bien que fuese él
y no otro. A lo que la señora repuso:
¡Alabado sea Dios, si no voy a distinguirle
a él de cualquiera otro! Digo que vi que fue él, y
aunque lo negase él, no se lo creáis.
Dijo entonces el fraile:
Hija mía, no hay más que hablar, que
esto ha sido demasiado atrevimiento y una cosa demasiado mal hecha, e
hiciste lo que debías al echarlo de allícomo hiciste.
Pero te ruego, puesto que Dios te libródel deshonor, que, así
como has seguido mi consejo dos veces seguidas, lo hagas esta vez, es
decir, que sin quejarte de ello a ninguno de tus parientes me dejes
hacer a mí, y ver si puedo ponerle freno a ese demonio
desenfrenado que yo creía que era un santo; y si puedo llegar
a apartarle de esta bestialidad, bien; y si no pudiera, desde ahora
te doy permiso y mi bendición para que hagas lo que en tu
ánimo juzgues por bueno.
Pues bien dijo la señora, por
esta vez no quiero enfadaros ni desobedeceros, pero haced de manera
que se guarde de molestarme más, y os prometo no volver a
venir más por este asunto.
Y sin decir más, como enojada, se fue de donde el
fraile. Y apenas había salido de la iglesia la señora,
cuando el hombre de pro llegó , y fue llamado por el fraile; y
llevándole aparte, le dijo los mayores insultos que nunca se
han dicho a un hombre, desleal y perjuro y traidor llamándolo.
Éste, que ya otras dos veces había visto lo que querían
decir los reproches de este fraile, escuchándole con atención
e ingeniándose con respuestas perplejas en hacerle hablar,
primeramente le dijo:
¿A qué viene este enojo, señor
mío? ¿He crucificado a Cristo?
A lo que el fraile repuso:
¡Mirad el desvergonzado, oíd lo que
dice! Habla ni más ni menos como si hubieran pasado un año
o dos y el tiempo le hubiera hecho olvidar sus ignominias y
deshonestidad. ¿En los instantes que han pasado desde los
maitines de esta mañana se te han ido de la cabeza las
injurias que has hecho al prójimo? ¿Dónde has
estado poco antes del amanecer?
Respondió el hombre de pro:
No sé dónde he estado; muy pronto os
llega el recadero.
Es la verdad dijo el fraile que el
recadero ha venido: pienso que creíste que porque el marido no
estaba la noble señora iba a abrirte sus brazos incontinenti.
¡Ah, qué lindo, qué hombre honrado! ¡Se ha
hecho caminante nocturno, abridor de jardines y escalador de árboles!
¿Crees que con tu osadía vas a vencer la santidad de
esta mujer que de noche te le subes a las ventanas por los árboles?
Nada hay en el mundo que la desagrade tanto como tú ; y tú
no cejas. En verdad, dejemos que ella te lo ha demostrado muchas
veces, pero también con mis correcciones te has enmendado
mucho. Pero voy a decirte una cosa: hasta ahora, no por el amor que
te tenga, sino a instancias de mis ruegos ha callado lo que le has
hecho; pero no va a callarse más: le he dado permiso para que,
si la desagradas en algo más, haga lo que le parezca. ¿Y
qué harás si se lo dice a sus hermanos?
El hombre de pro, habiendo comprendido suficientemente
lo que le convenía, como mejor supo y pudo, con muchas
promesas tranquilizó al fraile; y despidiéndose de él,
al llegar maitines de la noche siguiente, entrando en el jardín
y subiendo por el árbol y hallando la ventana abierta, se
metió en la alcoba, y lo más pronto que pudo se echó
en los brazos de su hermosa señora. La cual, con grandísimo
deseo habiéndolo esperado, alegremente le recibió
diciendo:
Gracias sean dadas al señor fraile que tan
bien te enseñó el modo de venir.
Y después, tomando placer el uno del otro,
hablando y riéndose mucho de la simplicidad del bruto fraile,
injuriando los copos de lana y los peines y las cardenchas, juntos se
solazaron con deleite. Y poniendo en orden sus asuntos, de tal manera
hicieron que, sin tener que recurrir de nuevo al señor fraile,
muchas otras noches con igual contento se reunieron; al que pido a
Dios por su santa misericordia que me lleve pronto a míy a
todas las almas cristianas que lo deseen.
NOVELA CUARTA
Don Felice enseña al hermano Puccio cómo ganar la
bienaventuranza haciendo una penitencia que él conoce; la que
el hermano Puccio hace, y don Felice, mientras tanto, con la mujer
del hermano se divierte(93)
Luego de que Filomena, terminada su historia, se calló,
habiendo Dioneo con dulces palabras mucho alabado el ingenio de la
señora y también la plegaria hecha por Filomena al
terminar, la reina miróhacia Pánfilo sonriéndose
y dijo:
Pues ahora, Pánfilo, alarga con alguna
cosilla placentera nuestro entretenimiento.
Pánfilo prontamente repuso que de buen grado, y
comenzó:
Señora, bastantes personas hay que, mientras se
esfuerzan en ir al paraíso, sin darse cuenta a quien mandan
allíes a otro; lo que a una vecina nuestra, no hace todavía
mucho tiempo, tal como podréis oír, le sucedió .
Según he oído decir, vecino
de San Brancazio(94)
vivía un hombre bueno y rico que era llamado Puccio de
Rinieri, que luego, habiéndose entregado por completo a las
cosas espirituales, se hizo beato de esos de San Francisco(95)
y tomó el nombre de hermano Puccio; y siguiendo su vida
espiritual, como otra familia no tenía sino su mujer y una
criada, y no necesitaba ocuparse en ningún oficio, iba mucho a
la iglesia. Y porque era hombre simple y de ruda índole, decía
sus padrenuestros, iba a los sermones, iba a las misas y nunca
faltaba a las laúdes que cantaban los seglares; y ayunaba y se
disciplinaba, y se había corrido la voz de que era de los
flagelantes. La mujer, a quien llamaban señora Isabetta, joven
de sólo veintiocho o treinta años, fresca y hermosa y
redondita que parecía una manzana casolana(96)
por la santidad del marido y tal vez por la vejez estaba con mucha
frecuencia a dietas mucho más largas de lo que hubiera
querido; y cuando hubiera querido dormirse, o tal vez juguetear con
él, él le contaba la vida de Cristo o los sermones de
fray Anastasio o el llanto de la Magdalena u otras cosas semejantes.
Volvió en estos tiempos de París un monje
llamado don Felice, del convento de San Brancazio, el cual bastante
joven y hermoso en su persona era, y de agudo ingenio y de profunda
ciencia, con el cual fray Puccio se ligó con estrecha amistad.
Y porque él todas sus dudas se las resolvía, y además,
habiendo conocido su condición, se le mostraba santísimo,
empezó el hermano Puccio a llevárselo algunas veces a
casa y a darle de almorzar y cenar, según venía al
caso; y la mujer también, por amor de fray Puccio, se había
hecho a su compañía y de buen grado le hacía los
honores. Continuando, pues, el monje las visitas a casa de fray
Puccio y viendo a la mujer tan fresca y redondita, se dio cuenta de
cuál era la cosa de que más carecía; y pensó
si no podría, por quitarle trabajos a fray Puccio, suplírsela
él. Y echándole miradas una y otra vez, bien
astutamente, tanto hizo que encendió en su mente aquel mismo
deseo que él tenía; de lo que habiéndose
apercibido el monje, lo antes que pudo habló con ella de sus
deseos.
Pero aunque bien la encontrase dispuesta a rematar el
asunto, no se podía encontrar el modo, porque ella de ningún
lugar del mundo se fiaba para estar con el monje sino de su casa; y
en su casa no se podía porque el hermano Puccio no salía
nunca de la ciudad. Por lo que el monje tenía gran pesar; y
luego de mucho se le ocurrió un modo de poder estar con la
mujer en su casa sin sospechas, aunque el hermano Puccio allí
estuviera. Y habiendo un día ido a estar con él el
hermano Puccio, le dijo así .
Ya me he dado cuenta muchas veces, hermano Puccio,
de que tu mayor deseo es llegar a ser santo, a lo que me parece que
vas por un camino demasiado largo cuando hay uno que es muy corto,
que el papa y sus otros prelados mayores, que lo saben y lo ponen en
práctica, no quieren que se divulgue porque el orden clerical,
que la mayoría vive de limosna, incontinenti sería
deshecho, como que los seglares dejarían de atenderle con
limosnas y otras cosas. Pero como eres amigo mío y me has
honrado mucho, si yo creyera que no vas a decírselo a nadie en
el mundo, y quisieras seguirlo, te lo enseñaría.
El hermano Puccio, deseando aquella cosa, primero empezó
a rogarle con grandísimas instancias que se la enseñase
y luego a jurarle que jamás, sino cuando él quisiera, a
nadie lo diría, afirmando que si tal cosa era que pudiera
seguirla, se pondría a ello.
Puesto que así me lo prometes dijo el
monje te la explicaré. Debes saber que los santos
Doctores sostienen que quien quiere llegar a bienaventurado debe
hacer la penitencia que vas a oír; pero entiéndelo
bien: no digo que después de la penitencia no seas tan pecador
corno eres, pero sucederá que los pecados que has hecho hasta
la hora de la penitencia estarán purgados y mediante ella
perdonados y los que hagas después no se escribirán
para tu condenación sino que se irán con el agua
bendita como ahora hacen los veniales. Debe, pues, el hombre con gran
diligencia confesarse de sus pecados cuando va a comenzar la
penitencia, y luego de ello debe comenzar un ayuno y una abstinencia
grandísima, que conviene que dure cuarenta días, en los
que no ya de otra mujer sino de tocar la suya propia debe abstenerse.
Y además de esto, tienes que tener en tu propia casa algún
sitio donde por la noche puedas ver el cielo, y hacia la hora de
completas irte a este lugar; y tener allíuna tabla muy ancha
colocada de guisa que, estando en pie, puedas apoyar los riñones
en ella y, con los pies en tierra, extender los brazos a guisa de
crucifijo; y si los quieres apoyar en alguna clavija puedes hacerlo;
y de esta manera mirando el cielo, estar sin moverte un punto hasta
maitines. Y si fueses letrado te convendría en este tiempo
decir ciertas oraciones que voy a darte; pero como no lo eres debes
rezar trescientos padrenuestros con trescientas avemarías y
alabanzas a la Trinidad, y mirando al cielo tener siempre en la
memoria que Dios ha sido el creador del cielo y de la tierra, y la
pasión de Cristo estando de la misma manera en que estuvo él
en la cruz. Luego, al tocar maitines, puedes si quieres irte, y así
vestido echarte en la cama y dormir; y a la mañana siguiente
debes ir a la iglesia y oír allípor lo menos tres
misas y decir cincuenta padrenuestros con otras tantas avemarías
y, después de esto, con sencillez hacer algunos de tus
negocios si tienes alguno que hacer, y luego almorzar e ir después
de vísperas a la iglesia y decir ciertas oraciones que te daré
escritas, sin las que no se puede pasar, y luego a completas volver a
lo antes dicho. Y haciendo esto, como yo he hecho, espero que al
terminar la penitencia sentirás la maravillosa sensación
de la beatitud eterna, si la has hecho con devoción.
El hermano Puccio dijo entonces:
Esto no es cosa demasiado pesada ni demasiado
larga, y debe poderse hacer bastante bien; y por ello quiero empezar
el domingo en nombre de Dios.
Y separándose de él y yéndose a
casa, ordenadamente, con su licencia para hacerlo, a su mujer contó
todo. La mujer entendió demasiado bien, por aquello de estarse
quieto hasta la mañana sin moverse, lo que quería decir
el monje, por lo que, pareciéndole buen invento, le dijo que
de esto y de cualquiera otro bien que hiciese a su alma, estaba ella
contenta; y que, para que Dios hiciera su penitencia provechosa,
quería con él ayunar, pero hacer lo demás no.
Habiendo quedado, pues, de acuerdo, llegado
el domingo, el hermano Puccio empezósu penitencia, y el señor
fraile, habiéndose puesto de acuerdo con la mujer, a una hora
en que ser visto no podía, la mayoría de las noches
venía a cenar con ella, trayendo siempre con él buenos
manjares y bebidas; luego, se acostaba con ella hasta la hora de
maitines, a la cual, levantándose, se iba, y el hermano Puccio
volvía a la cama. Estaba el lugar que el hermano Puccio había
elegido para cumplir su penitencia junto a la alcoba donde se
acostaba la mujer, y nada más estaba separado de ella por una
pared delgadísima; por lo que, retozando el señor monje
demasiado desbocadamente con la mujer y ella con él, le
pareció al hermano Puccio sentir un temblor del suelo de la
casa; por lo que, habiendo ya dicho cien de sus padrenuestros,
haciendo una pausa, llamó a la mujer sin moverse, y le
preguntóqué hacía. La mujer, que era ingeniosa,
tal vez cabalgando entonces en la bestia de San Benito o la de San
Juan Gualberto(97)
respondió :
¡A fe, marido, que me meneo todo lo que
puedo!
Dijo entonces el hermano Puccio:
¿Cómo que te meneas? ¿qué
quiere decir eso de menearte?
La mujer, riéndose, porque aguda y valerosa era,
y porque tal vez tenía motivo de reírse, respondió :
¿Cómo no sabéis lo que quiero
decir? Pues yo lo he oído decir mil veces: «Quien por la
noche no cena, toda la noche se menea».
Se creyó el hermano Puccio que el ayuno, que con
él fingía hacer, fuese la razón de no poder
dormir, y que por ello se meneaba en la cama; por lo que, de buena
fe, dijo:
Mujer, ya te lo he dicho: «No ayunes»;
pero puesto que lo has querido hacer no pienses en ello; piensa en
descansar; que das tales vueltas en la cama que haces moverse todo.
Dijo entonces la mujer:
No os preocupéis, no; bien sé lo que
me hago; haced bien lo vuestro que yo harébien lo mío
si puedo.
Se calló entonces, pues, el hermano Puccio y
volvió a sus padrenuestros, y la mujer y el señor monje
desde aquella noche en adelante, haciendo colocar una cama en otra
parte de la casa, allímientras duraba el tiempo de la
penitencia del hermano Puccio con grandísima fiesta se
estaban; y a un tiempo se iba el monje y la mujer volvía a su
cama, y a los pocos instantes de su penitencia venía a ella el
hermano Puccio. Continuando, pues, en tal manera el hermano la
penitencia y la mujer con el monje su deleite, muchas veces bromeando
le dijo:
Túhaces hacer una penitencia al hermano
Puccio que nos ha ganado a nosotros el paraíso.
Y pareciéndole a la mujer que le iba bien, tanto
se aficionó a las comidas del monje, que habiendo sido por el
marido largamente tenida a dieta, aunque se terminase la penitencia
del hermano Puccio, encontró el modo de alimentarse con él
en otra parte, y con discreción mucho tiempo en él tomó
su placer. Por lo que, para que las últimas palabras no sean
discordantes de las primeras, sucedió que, con lo que el
hermano Puccio creyó que ganaba el paraíso haciendo
penitencia, mandó allí al monje (que antes le había
enseñado el camino de ir) y a la mujer que vivía con él
en gran penuria de lo que el señor monje, como misericordioso,
le dio abundantemente.
NOVELA QUINTA
El
Acicalado regala a micer Francesco Vergellesi un palafrén
suyo, y por ello habla a su mujer con su permiso; y como ella calla,
él se contesta como si fuera ella, y a su respuesta le sigue
el efecto consiguiente.
Había Pánfilo terminado la historia del
hermano Puccio, no sin risas de las señoras, cuando
señorialmente la reina mandó a Elisa que continuase; la
cual, un sí es no es desdeñosa no por malicia sino por
hábito antiguo, así empezó a hablar:
Muchos que mucho saben, se creen que otros no saben
nada, y ellos, muchas veces, mientras creen engañar a otros,
después conocen que han sido los engañados; por la cual
cosa reputo gran locura la de quien se pone sin necesidad de probar
las fuerzas del ingenio ajeno. Pero porque tal vez todos no serían
de mi opinión, lo que sucedió a un caballero pistoyés,
siguiendo el orden de los razonamientos, me place contaros:
Hubo en Pistoya en la familia de los
Vergellesi un caballero llamado micer Francesco(98)
hombre muy rico y sabio y precavido además, pero avarísimo
sin mesura; el cual, debiendo ir a Milán como podestá,
de todas las cosas oportunas para ir honradamente se había
provisto, salvo de un palafrén que fuese adecuadamente bueno
para su rango; y no encontrando ninguno que le agradase, estaba
preocupado por ello. Había entonces un joven en Pistoya cuyo
nombre era Ricciardo, de bajo nacimiento pero muy rico, que tan
adornado y pulido iba en su persona, que era generalmente llamado el
Acicalado; y durante mucho tiempo había amado y cortejado en
vano a la mujer de micer Francesco, la cual era hermosísima y
muy honesta.
Pues éste tenía uno de los más
bellos palafrenes de Toscana, y lo tenía en mucho aprecio por
su belleza; y siendo público a todo el mundo que cortejaba a
la mujer de micer Francesco, hubo quien le dijo que si él se
lo pidiese lo obtendría por el amor que el tal Acicalado tenía
a su mujer. Micer Francesco, llevado por la avaricia, haciendo llamar
al Acicalado le pidió que vendiese su palafrén, para
que el Acicalado se lo ofreciese como presente. El Acicalado, al oír
aquello, se puso contento, y respondió al caballero:
Micer, si me dieseis todo lo que tenéis en
el mundo no podríais comprarme mi palafrén; pero como
don podríais tenerlo cuando gustaseis con esta condición:
que yo, antes de que lo toméis, pueda, con vuestra venia y en
vuestra presencia, decir algunas palabras a vuestra mujer tan
apartado de toda persona que no sea oído más que por
ella.
El caballero, llevado por la avaricia y esperando poder
burlarle, repuso que le placía, y que cuanto él
quisiese; y dejándolo en la sala de su palacio, se fue a la
cámara de la señora, y cuando le hubo dicho qué
fácilmente podía ganar el palafrén, le ordenó
que viniera a oír al Acicalado, pero que se guardase de
contestarle poco ni mucho a nada que él le dijera. La señora
reprobómucho aquello, pero como le convenía dar gusto
al marido, dijo que lo haría, y detrás del marido se
fue a la sala a oír lo que el Acicalado quisiera decirle. El
cual habiendo confirmado su pacto con el caballero, en una parte de
la sala bastante alejada de cualquier persona se sentójunto a
la señora y comenzó a hablar así :
Honrada señora, me parece ser cierto que
sois tan sabía, que muy bien, hace mucho tiempo, habréis
podido comprender a cuán grande amor me ha llevado a teneros
vuestra hermosura, que sin falta sobrepasa cualquiera otra que me
haya parecido ver. Dejo a un lado las costumbres loables y las
singulares virtudes que en vos hay, las cuales tendrían fuerza
para apresar cualquier alto ánimo de cualquier hombre; y por
ello no es necesario que os muestre con palabras que aqué l ha
sido el mayor y más ferviente que jamás hombre alguno
sintióhacia alguna mujer, y así será sin falta
mientras mi mísera vida sostenga estos miembros, y más
aún, que, si allícomo aquíse ama,
perpetuamente os amaré. Y por ello podéis estar segura
que nada tenéis, sea precioso o de poco valor, que más
vuestro podáis tener y en todo momento disponer de ello como
de mí, por lo que yo valga, y semejantemente de mis cosas. Y
para que tengáis certísima prueba de esto, os digo que
reputarécomo la mayor gracia que cualquiera cosa que yo
pudiera hacer y que os pluguiese me mandaseis, que nada habrá
que, mandándolo yo, todos prestísimamente no me
obedecieran. Por lo cual, si soy tan vuestro como oís que lo
soy, no osaréinmerecidamente elevar mis ruegos a vuestra
alteza, de la cual tan sólo toda mi paz, todo mi bien y mi
salud puede venirme, y no de otra parte: y así como
humildísimo servidor os ruego, caro bien mío y única
esperanza de mi alma, que esperando que el amoroso fuego en vos se
alimente, que vuestra benignidad sea tanta, y así ablande
vuestra pasada dureza mostrada hacia mí(que vuestro soy) que
yo, reconfortado con vuestra piedad, pueda decir que como de vuestra
hermosura me he enamorado, por ella he de tener la vida; la cual, si
a mis ruegos el altanero ánimo vuestro no se inclina, sin
falta desfallecerá, y me moriré, y podréis ser
llamada homicida mía. Y dejemos que mi muerte no os hiciese
honor, no dejo de creer que, remordiéndoos alguna vez la
conciencia no os dolería haberlo hecho, y tal vez, mejor
dispuesta, con vos misma diríais: «¡Ah!, ¡qué
mal hice al no tener misericordia de mi Acicalado!». Y no
sirviendo de nada este arrepentiros os sería ocasión de
mayor sufrimiento; por lo que, para que no suceda, ahora que
socorrerme podéis, tenedme lástima, y antes de que
muera moveos a tener misericordia de mí, porque en vos sola
está el hacerme el más feliz y el más doliente
hombre que vive. Espero que sea tanta vuestra cortesía que no
sufráis que por tanto y tal amor reciba la muerte por
galardón, sino con alegre respuesta y llena de gracia
reconfortéis mis espíritus que todos espantados
tiemblan ante vuestra presencia.
Y callándose aquí, algunas lágrimas,
después de profundísimos suspiros, vertidas, se puso a
esperar lo que la noble señora le respondiera. La señora,
a la cual el largo cortejar, el justar, las serenatas y las demás
cosas semejantes a éstas hechas por amor suyo por el Acicalado
no habían podido conmover, conmovieron las afectuosas palabras
dichas por el ferventísimo amante, y comenzó a sentir
lo que antes nunca había sentido, esto es, qué era
amor. Y aunque, por obedecer la orden dada por el marido, callase, no
pudo por ello dejar de esconder con algún suspirillo lo que de
buena gana, respondiendo al Acicalado, hubiera puesto de manifiesto.
El Acicalado, habiendo esperado un tanto y viendo que
ninguna respuesta le seguía, se maravilló, y enseguida
empezó a darse cuenta del arte usada por el caballero; pero
sin embargo, mirándola a la cara y viendo algún
fulgurar de sus ojos hacia él algunas veces vueltos, y además
de ello sintiendo los suspiros que con toda la fuerza de su pecho
dejaba salir, cobró alguna esperanza y, ayudado por ella, tuvo
una rara idea; y comenzócomo si fuera la señora,
oyéndolo ella, a responderse a sí mismo de tal guisa:
Acicalado mío, sin duda ha gran tiempo que
me he apercibido de que tu amor hacia míes grandísimo
y perfecto, y ahora por tus palabras mayormente lo conozco, y estoy
contenta, como debo. Empero, si dura y cruel te he parecido, no
quiero que creas que en mi ánimo he sido como he mostrado en
el gesto; pues siempre te he amado y querido más que a
cualquier hombre, pero me ha convenido hacerlo así por miedo
de los demás y por preservar mi fama de honestidad. Pero ahora
viene el tiempo en que podréclaramente mostrarte si te amo y
concederte el galardón del amor que me has tenido y me tienes;
y por ello consuélate y ten esperanza porque micer Francesco
está por irse dentro de pocos días a Milán como
podestá, como sabes tú , que por amor mío le has
donado tu hermoso palafrén; y cuando se haya ido, sin falta te
doy palabra, por el buen amor que te tengo, que no pasarán
muchos días sin que te reúnas conmigo y a nuestro amor
demos placentero y entero cumplimiento. Y para que no te tenga otra
vez que hablar de esta materia, desde ahora te digo que el día
en que veas dos paños de manos tendidos en la ventana de mi
alcoba, que da sobre nuestro jardín, aquella noche, cuidando
bien de no ser visto, ven a mípor la puerta del jardín:
me encontrarás allíesperándote y juntos
tendremos toda la noche fiesta y placer el uno con el otro tanto como
deseemos.
Apenas había el Acicalado hablado así como
si fuera él la señora, cuando empezó a hablar
por sí mismo, y respondió así :
Carísima señora, está por la
superabundante alegría de vuestra favorable respuesta tan
colmada toda mi virtud que apenas puedo formular la respuesta para
rendiros las debidas gracias, pero si pudiese hablar como deseo,
ningún término es tan largo que me bastase a poder
agradeceros plenamente como querría y como me convendría
hacer; y por ello a vuestra discreta consideración atañe
conocer lo que yo, aunque lo desee, no puedo explicar con palabras.
Sólo os digo que lo que me habéis ordenado pensaré
en hacer sin falta, y tal vez entonces, más tranquilizado con
tan gran don como me habéis concedido, me imaginaré
cuanto pueda en daros las gracias mayores que pueda. Y pues aquí
no queda, al presente, nada que decir, carísima señora
mía, Dios os déaquella alegría y bien que
deseéis mayor, y a Dios os encomiendo.
A todo esto no dijo la señora una sola palabra;
con lo que el Acicalado se puso en pie y empezó a andar hacia
el caballero, el cual, viéndolo en pie, le salió al
encuentro, y riendo le dijo:
¿qué te parece? ¿He cumplido
bien mi promesa?
Micer, no repuso el Acicalado, que me
prometisteis dejarme hablar con vuestra mujer y me habéis
dejado hablar con una estatua de mármol. Estas palabras
agradaron mucho al caballero, el cual, aunque ya tenía buena
opinión de su mujer, todavía la tuvo mejor por ellas; y
dijo:
Ahora es bien mío el palafrén que
fue tuyo.
A lo que el Acicalado respondió :
Micer, sí , pero si yo hubiera creído
sacar de esta gracia recibida de vos tal fruto como he sacado, sin
pedírosla os lo habría dado; y quisiera Dios que lo
hubiera hecho, porque vos habéis comprado el palafrén y
yo no lo he vendido.
El caballero se rióde esto, y ya provisto de
palafrén, de allí a pocos días se puso en camino
y hacia Milán se fue como podestá. La mujer, quedándose
libre en su casa, dándole vueltas a las palabras del Acicalado
y al amor que le tenía y al palafrén que por su amor
había regalado, y viéndolo desde su casa pasar con
mucha frecuencia, se dijo:
«¿qué es lo que hago?, ¿por
qué pierdo mi juventud? Éste se ha ido a Milán y
no volverá hasta dentro de seis meses; ¿y cuándo
me los devolverá?, ¿cuando sea vieja? Y además
de esto, ¿cuándo volveréa encontrar un amante
como el Acicalado? Estoy sola, de nadie tengo que temer; no sé
porque no cojo el goce mientras puedo; no siempre tendréla
ocasión como la tengo ahora: esto no lo sabrá nunca
nadie, y si tuviera que saberse, mejor es hacer algo y arrepentirse
que no hacerlo y arrepentirse.»
Y así aconsejándose a sí misma, un
día puso dos paños de manos en la ventana del jardín,
como le había dicho el Acicalado; los cuales siendo vistos por
el Acicalado, contentísimo, al venir la noche, secretamente y
solo se fue a la puerta del jardín de la señora y lo
encontró abierto; y de aquíse fue a otra puerta que
daba a la entrada de la casa, donde encontró a la noble señora
que lo esperaba. La cual, viéndole venir, levantándose
a su encuentro, con grandísima fiesta le recibió, y él,
abrazándola y besándola cien mil veces, por la escalera
arriba la siguió; y sin ninguna tardanza acostándose,
los últimos términos del amor conocieron. Y no fue esta
vez la última, aunque fuese la primera: porque mientras el
caballero estuvo en Milán, y también después de
su vuelta, volvió allí, con grandísimo placer de
cada una de las partes, el Acicalado muchas otras veces.
NOVELA SEXTA
Ricciardo
Minútolo ama a la mujer de Filippello Sighinolfo, a la que
advirtiendo celosa y diciéndole que Filippello al día
siguiente va a reunirse con su mujer en unos baños, la hace ir
allíy, creyendo que ha estado con el marido se encuentra con
que con Ricciardo ha estado.
Nada más quedaba por decir a Elisa cuando,
alabada la sagacidad de Acicalado, la reina impuso a Fiameta que
procediese con una, y ella, toda sonriente, repuso:
Señora, de buen grado.
Y comenzó:
Algo conviene salir de nuestra ciudad, que
tanto como es copiosa en otras cosas lo es en ejemplos de toda clase,
y como Elisa ha hecho, algo de las cosas que por el mundo han
sucedido contar, y por ello, pasando a Nápoles, cómo
una de estas beatas que se muestran tan esquivas al amor fue por el
ingenio de su amante llevada a sentir los frutos del amor antes de
que hubiese conocido las flores(99)
lo que a un tiempo os recomendará cautela en las cosas que
puedan sobreveniros y os deleitará con las sucedidas.
En Nápoles, ciudad antiquísima
y tal vez tan deleitable, o más, que alguna otra en Italia,
hubo un joven preclaro por la nobleza de su sangre y espléndido
por sus muchas riquezas, cuyo nombre fue Ricciardo Minútolo(100)
el cual, a pesar de que por mujer tenía a una hermosísima
y graciosa joven, se enamoróde una que, según la
opinión de todos, en mucho sobrepasaba en hermosura a todas
las demás damas napolitanas, y era llamada Catella(101)
mujer de un joven igualmente noble llamado Filippello Sighinolfo(102)
al Cual ella, honestísima, más que a nada amaba y tenía
en aprecio. Amando, pues, Ricciardo Minútolo a esta Catella y
poniendo en obra todas aquellas cosas por las cuales la gracia y el
amor de una mujer deben poder conquistarse, y con todo ello no
pudiendo llegar a nada de lo que deseaba, se desesperaba, y del amor
no sabiendo o no pudiendo desenlazarse, ni sabía morir ni le
aprovechaba vivir.
Y en tal disposición estando, sucedió que
por las mujeres que eran sus parientes fue un día bastante
alentado para que se deshiciese de tal amor, por el que en vano se
cansaba, como fuera que Catella no tenía otro bien que
Filippello, del que era tan celosa que los pájaros que por el
aire volaban temía que se lo quitasen. Ricciardo, oídos
los celos de Catella, súbitamente imaginó una manera de
satisfacer sus deseos y comenzó a mostrarse desesperado del
amor de Catella y a haberlo puesto en otra noble señora, y por
amor suyo comenzó a mostrarse justando y contendiendo y a
hacer todas aquellas cosas que por Catella solía hacer. Y no
lo había hecho mucho tiempo cuando en el ánimo de todos
los napolitanos, y también de Catella, estaba que ya no a
Catella sino a esta segunda señora amaba sumamente, y tanto en
esto perseveró que tan por cierto por todos era tenido ello
que hasta Catella abandonó la esquivez que con él usaba
por el amor que tenerla solía, y familiarmente, como vecino,
al ir y al venir le saludaba como hacía a los otros.
Ahora, sucedió que, estando caluroso el tiempo,
muchas compañías de damas y caballeros, según la
costumbre de los napolitanos, fueron a recrearse a la orilla del mar
y a almorzar allíy a cenar allí; sabiendo Ricciardo
que Catella con su compañía había ido, también
él con sus amigos fue, y en la compañía de las
damas de Catella fue recibido, haciéndose primero rogar mucho,
como si no estuviese muy deseoso de quedarse allí. Allí
las señoras, y Catella con ellas, empezaron a gastarle bromas
sobre su nuevo amor, en el que mostrándose muy inflamado, más
les daba materia para hablar.
Al cabo, habiéndose ido una de las señoras
acá y la otra allá, como se hace en aquellos lugares,
habiéndose quedado Catella con pocas allídonde
Ricciardo estaba, dejó caer Ricciardo mirándola a ella
una alusión a cierto amor de Filippello su marido, por lo que
ella sintiósúbitos celos y por dentro comenzó
toda a arder en deseos de saber lo que Ricciardo quería decir.
Y luego de contenerse un poco, no pudiendo más contenerse,
rogó a Ricciardo que, por el amor de la señora a quien
él más amaba, le pluguiese aclararle lo que dicho había
de Filippello. El cual le dijo:
Me habéis conjurado por alguien por quien
no os oso negar nada que me pidáis, y por ello estoy pronto a
decíroslo, con que me prometáis que ni una palabra
diréis a él ni a otro, sino cuando veáis por los
hechos que es verdad lo que voy a contaros, que si lo queréis
os enseñarécómo podéis verlo.
A la señora le agradólo que le pedía,
y más creyó que era verdad, y le juróno decirlo
nunca. Retirados, pues, aparte, para no ser oídos por los
demás, Ricciardo comenzó a decirle así :
Señora, si yo os amase como os amé,
no osaría deciros nada que creyese que iba a doleros, pero
porque aquel amor ha pasado me cuidarémenos de deciros la
verdad de todo. No sé si Filippello alguna vez tomó a
ultraje el amor que yo os tenía, o si ha tenido el pensamiento
de que alguna vez fui amado por vos, pero haya sido esto o no, a mí
nunca me demostrónada. Pero tal vez esperando el momento
oportuno en que ha creído que yo menos sospechaba, muestra
querer hacerme a mílo que me temo que piensa que le haya
hecho yo, es decir, querer tener a mi mujer para placer suyo, y a lo
que me parece la ha solicitado desde hace no mucho tiempo hasta ahora
con muchas embajadas, que todas he sabido por ella, y ella le ha dado
respuesta según yo lo he ordenado. Pero esta mañana,
antes de venir aquí, encontrécon mi mujer en casa a
una mujer en secreto conciliábulo, que enseguida me pareció
que fuese lo que era; por lo que llaméa mi mujer y le
preguntéqué quería aqué lla. Me dijo: «Es
ese aguijón de Filippello, al que con ese darle respuestas y
esperanzas tú me has echado encima, y dice que del todo quiere
saber lo que entiendo hacer, y que, si yo quisiera, haría que
yo pudiera ir secretamente a una casa de baños de esta ciudad
y con esto me ruega y me cansa, y si no fuese porque me has hecho, no
sépor qué , tener estos tratos, me lo habría
quitado de encima de tal manera que jamás habría puesto
los ojos donde yo hubiera estado». Ahora me parece que ha ido
demasiado lejos y que ya no se le puede sufrir más, y
decíroslo para que conozcáis qué recompensa
recibe vuestra fiel lealtad por la que yo estuve a punto de morir. Y
para que no creáis que son cuentos y fábulas, sino que
podáis, si os dan ganas de ello, abiertamente verlo y tocarlo,
hice que mi mujer diese a aquella que esperaba esta respuesta: que
estaba pronta a estar mañana hacia nona, cuando la gente
duerme, en esa casa de baños, con lo que la mujer se fue
contentísima. Ahora, no creo que creáis que iba a
mandarla allí, pero si yo estuviese en vuestro lugar haría
que él me encontrase allíen lugar de aquella con quien
piensa encontrarse, y cuando hubiera estado un tanto con él,
le haría ver con quién había estado, y el honor
que le conviene se lo haría; y haciendo esto creo que se le
pondría en tanta vergüenza que en el mismo punto la
injuria que a vos y a míquiere hacer sería vengada.
Catella, al oír esto, sin tener en consideración
quién era quien se lo decía ni sus engaños,
según la costumbre de los celosos, dio súbitamente fe a
aquellas palabras, y ciertas cosas pasadas antes comenzó a
encajar con este hecho; y encendiéndose con súbita ira,
repuso que ciertamente ella haría aquello, que no era tan gran
trabajo hacerlo y que ciertamente si él iba allíle
haría pasar tal vergüenza que siempre que viera a alguna
mujer después se le vendría a la memoria. Ricciardo,
contento con esto y pareciéndole que su invento había
sido bueno y daba resultado, con otras muchas palabras la confirmó
en ello y acrecentósu credulidad, rogándole, no
obstante, que no dijese jamás que se lo había dicho él;
lo que ella le prometió por su honor.
A la mañana siguiente, Ricciardo se fue a una
buena mujer que dirigía aquellos baños que le había
dicho a Catella, y le dijo lo que entendía hacer, y le rogó
que en aquello le ayudase cuanto pudiera. La buena mujer, que muy
obligada le estaba, le dijo que lo haría de grado, y con él
concertólo que había de hacer o decir. Tenía
ésta, en la casa donde estaban los baños, una alcoba
muy oscura, como que en ella ninguna ventana por la que entrase la
luz había. Aqué lla, según las indicaciones de
Ricciardo, preparó la buena mujer e hizo dentro una cama lo
mejor que pudo, en la que Ricciardo, como lo había planeado,
se metió y se puso a esperar a Catella.
La señora, oídas las palabras de Ricciardo
y habiéndoles dado más fe de lo que merecían,
llena de indignación, volvió por la noche a casa,
adonde por acaso Filippello embebido en otro pensamiento también
volvió y no le hizo tal vez la acogida que acostumbraba a
hacerle. Lo que, viéndolo ella, tuvo mayores sospechas de las
que tenía, diciéndose a sí misma:
«En verdad, éste tiene el ánimo
puesto en la mujer con quien mañana cree que va a darse placer
y gusto, pero ciertamente esto no sucederá.»
Y con tal pensamiento, e imaginando qué debía
decirle cuando hubiera estado con él, pasótoda la
noche. Pero ¿a qué más? Venida nona, Catella
tomósu compañía y sin mudar de propósito
se fue a aquellos baños que Ricciardo le había
enseñado; y encontrando allí a la buena mujer le
preguntósi Filippello había estado allí aquel
día. A lo que la buena mujer, adoctrinada por Ricciardo, dijo:
¿Sois la señora que debe venir a
hablar con él?
Respondió Catella:
Sísoy.
Pues dijo la buena mujer, andad con
él.
Catella, que andaba buscando lo que no habría
querido encontrar, haciéndose llevar a la alcoba donde estaba
Ricciardo, con la cabeza cubierta entró en ella y cerró
por dentro. Ricciardo, viéndola venir, alegre se puso en pie y
recibiéndola en sus brazos dijo quedamente:
¡Bien venida sea el alma mía!
Catella, para mostrar que era otra de la que era, lo
abrazó y lo besóle hizo grandes fiestas sin decir una
palabra, temiendo que si hablaba fuese por él reconocida. La
alcoba era oscurísima, con lo que cada una de las partes
estaba contenta; y no por estar allímucho tiempo cobraban los
ojos mayor poder. Ricciardo la condujo a la cama y allí, sin
hablar para que no pudiese distinguirse la voz, por grandísimo
espacio con mayor placer y deleite de una de las partes que de la
otra estuvieron; pero luego de que a Catella le pareciótiempo
de dejar salir la concebida indignación, encendida por
ardiente ira, comenzó a hablar así .
¡Ay!, ¡qué mísera es la
fortuna de las mujeres y que mal se emplea el amor de muchas en sus
maridos! Yo, mísera de mí, hace ocho años ya que
te amo más que a mi vida, y tú , corno lo he sentido,
ardes todo y te consumes en el amor de una mujer extraña,
hombre culpable y malvado. ¿Pues con quién te crees que
has estado? Has estado con aquella que se ha acostado a tu lado
durante ocho años; has estado con aquella a quien con falsas
lisonjas has, tiempo ha, engañado mostrándole amor y
estando enamorado de otra. Soy Catella, no soy la mujer de Ricciardo,
traidor desleal: escucha a ver si reconoces mi voz, que soy ella; y
se me hacen mil años hasta que a la luz estemos para
avergonzarte como lo mereces, perro asqueroso y deshonrado. ¡Ah,
mísera de mí!, ¿a quién le he dedicado
tanto amor tantos años? A este perro desleal que, creyéndose
tener en brazos a una mujer extraña, me ha hecho más
caricias y ternuras en este poco tiempo que he estado aquícon
él que en todo el restante que he sido suya. ¡Hoy has
estado gallardo, perro renegado, cuando en casa sueles mostrarte tan
débil y cansado y sin fuerza! Pero alabado sea Dios que tu
huerto has labrado, no el de otro, como te creías. No me
maravilla que esta noche no te me acercases; esperabas descargar la
carga en otra parte y querías llegar muy fresco caballero a la
batalla: ¡pero gracias a Dios y mi artimaña, el agua por
fin ha bajado por donde debía! ¿Por qué no
contestas, hombre culpable? ¡Por Dios que no sé por qué
no te meto los dedos en los ojos y te los saco! Te creíste que
muy ocultamente podías hacer esta traición. ¡Por
Dios, tanto sabe uno como otro; no has podido: mejores sabuesos te he
tenido detrás de lo que creías!
Ricciardo gozaba para sí mismo con estas palabras
y, sin responder nada la abrazaba y la besaba y más que nunca
le hacía grandes caricias. Por lo que ella, que seguía
hablando, decía:
Sí, te crees que ahora me halagas con tus
caricias fingidas, perro fastidioso, y me quieres tranquilizar y
consolar; estás equivocado: nunca me consolaréde esto
hasta que no te haya puesto en vergüenza en presencia de cuantos
parientes y amigos y vecinos tenemos. ¿Pues no soy yo,
malvado, tan hermosa como lo sea la mujer de Ricciardo Minútolo?,
¿no soy igual en nobleza a ella? ¿No dices nada, perro
sarnoso? ¿qué tiene ella más que yo? Apártate,
no me toques, que por hoy ya bastante has combatido. Bien sé
que ya, puesto que sabes quién soy, lo que hicieses lo harías
a la fuerza: pero así Dios me désu gracia como te haré
pasar carencia, y no sé por qué no mando a por
Ricciardo, que me ha amado más que a sí mismo y nunca
pudo gloriarse de que lo mirase una vez; y no sé qué
mal hubiera habido en hacerlo. tú has creído tener aquí
a su mujer y es como si la hubieras tenido, porque por ti no ha
quedado; pues si yo lo tuviera a él no me lo podrías
reprochar con razón.
así , las palabras fueron muchas y la amargura de
la señora grande; pero al final Ricciardo, pensando que si la
dejaba irse con esta creencia a mucho mal podría dar lugar,
deliberódescubrirse y sacarla del engaño en que
estaba; y cogiéndola en brazos y apretándola bien, de
modo que no pudiera irse, dijo:
Alma mía dulce, no os enojéis; lo
que con tan sólo amar no podía tener, Amor me ha
enseñado a conseguir con engaño, y soy vuestro
Ricciardo.
Lo que oyendo Catella, y conociéndolo en la voz,
súbitamente quiso arrojarse de la cama, pero no pudo; entonces
quiso gritar, pero Ricciardo le tapó la boca con una de las
manos, y dijo:
Señora, ya no puede ser que lo que ha sido
no haya sido; aunque gritaseis durante todo el tiempo de vuestra
vida, y si gritáis o de alguna manera hacéis que esto
sea sabido alguna vez por alguien, sucederán dos cosas. La una
será (que no poco debe importaros) que vuestro honor y vuestra
fama se empañarán, porque aunque digáis que yo
os he hecho venir aquícon engaños yo diré que
no es verdad, sino que os he hecho venir aquícon dinero y
presentes que os he prometido y que como no os los he dado tan
cumplidamente como esperabais os habéis enojado, y por eso
habláis y gritáis, y sabéis que la gente está
más dispuesta a creer lo malo que lo bueno y me creerá
antes a míque a vos. Además de esto, se seguirá
entre vuestro marido y yo una mortal enemistad y podrían
ponerse las cosas de modo que o yo le matase a él antes o él
a mí, por lo que nunca podríais estar después
alegre ni contenta. Y por ello, corazón mío, no queráis
en un mismo punto infamaros y poner en peligro y buscar pelea entre
vuestro marido y yo. No sois la primera ni seréis la última
que es engañada, y yo no os he engañado por quitaros
nada vuestro sino por el excesivo amor que os tengo y estoy dispuesto
siempre a teneros, y a ser vuestro humildísimo servidor. Y si
hace mucho tiempo que yo y mis cosas y lo que puedo y valgo han sido
vuestras y están a vuestro servicio, entiendo que lo sean más
que nunca de aquíen adelante. Ahora, vos sois prudente en las
otras cosas, y estoy cierto que también lo seréis en
ésta.
Catella, mientras Ricciardo decía estas palabras,
lloraba mucho, y aunque muy enojada estuviera y mucho se lamentase,
no dejóde oír la razón en las verdaderas
palabras de Ricciardo, que no conociese que era posible que sucediera
lo que Ricciardo decía; por lo que dijo:
Ricciardo, yo no sé cómo Dios me
permitirá soportar la ofensa y el engaño que me has
hecho. No quiero gritar aquí, donde mi simpleza y excesivos
celos me han conducido, pero estate seguro de esto, de que no estaré
nunca contenta si de un modo o de otro no me veo vengada de lo que me
has hecho; por ello déjame, no me toques más; has
tenido lo que has deseado y me has vejado cuanto te ha placido;
tiempo es de que me dejes: déjame, te lo ruego.
Ricciardo, que se daba cuenta de que su ánimo
estaba aún demasiado airado, se había propuesto no
dejarla hasta conseguir que se calmara; por lo que, comenzando con
dulcísimas palabras a ablandarla, tanto dijo, y tanto rogó
y tanto juró que ella, vencida, hizo las paces con él,
y con igual deseo de cada uno de ellos por gran espacio, después,
con grandísimo deleite, se quedaron juntos. Y conociendo
entonces la señora cuánto más sabrosos eran los
besos del amante que los del marido, transformada su dureza en dulce
amor a Ricciardo, desde aquel día en adelante tiernísimamente
lo amó y, prudentísimamente obrando, muchas veces
gozaron de su amor. Que Dios nos haga gozar del nuestro.
NOVELA SÉPTIMA
Tedaldo,
enojado con una amante suya, se va de Florencia; vuelve allí
después de algún tiempo disfrazado de peregrino; habla
con la dama y le hace reconocer su error y libra de la muerte a su
marido, a quien se le había acusado de haberle dado muerte a
él, y lo reconcilia con los hermanos; y luego, discretamente,
con su amante goza.
Ya alabada por todos se calla Fiameta, cuando la reina,
para no perder tiempo, prestamente a Emilia encomendó la
narración; y ella empezó:
A míme place volver a nuestra ciudad, de donde a
las dos anteriores les plugo apartarse, y contaros cómo un
ciudadano nuestro reconquistó a su perdida señora.
Hubo, pues, en Florencia, un noble joven
cuyo nombre era Tedaldo de los Elisei(103)
que enamorado sobremanera de una señora, llamada doña
Ermelina y mujer de un Aldobrandino Palermini, por sus loables
costumbres mereciódisfrutar de su deseo; placer al cual la
Fortuna, enemiga de los dichosos, se opuso; por lo cual, fuera cual
fuese la razón, la señora, habiendo complacido a
Tedaldo durante un tiempo, por completo se apartóde querer
complacerlo y de querer no ya escuchar ninguna embajada suya, sino
tampoco verle de manera ninguna. Por lo que él se dejó
ir a una tristeza fiera y aborrecible, mas tenía de tal manera
celado su amor que nadie creía que éste era la razón
de su melancolía; y luego de que de diversas maneras se hubo
ingeniado mucho en reconquistar el amor que sin culpa suya le parecía
haber perdido, y encontrando vana toda fatiga, a alejarse del mundo
(para no alegrar al verlo consumirse a aquella que de su mal era
ocasión) se dispuso.
Y cogiendo los dineros que pudo conseguir, secretamente,
sin decir palabra a amigo ni a pariente fuera de un compañero
suyo que todo sabía, se fue y llegó hasta Ancona,
haciéndose llamar Filippo de San Lodeccio, y trabando allí
conocimiento con un rico mercader, entró a su servicio y en un
barco junto con él se fue a Chipre. Sus costumbres y sus
maneras agradaron tanto al mercader que no solamente le asignó
un buen salario, sino que le hizo su socio en parte y además
gran parte de sus negocios le puso entre las manos, los cuales llevó
tan bien y con tanta solicitud que en pocos años se hizo bueno
y rico mercader y famoso. En los cuales negocios, aunque muchas veces
se acordase de la cruel señora y fieramente fuese de amor
traspasado y mucho desease volver a verla, fue de tanta constancia
que durante siete años venció aquella batalla. Pero
sucedió que, oyendo un día en Chipre cantar una canción
que hacía tiempo él había compuesto, en la que
el amor que tenía a su señora y ella a él y el
placer que de ella gozaba se contaba, pensando que no podía
ser que ella le hubiera olvidado, en tanto deseo de volver a verla se
inflamó que, no pudiendo sufrirlo más, se dispuso a
volver a Florencia.
Y puestos en orden todos sus asuntos, se vino tan sólo
con un sirviente suyo a Ancona, adonde habiendo llegado sus cosas,
las mandó a Florencia a un amigo del anconés socio
suyo, y él ocultamente, como un peregrino que viniera del
Santo Sepulcro, con su criado se vino detrás; y llegados a
Florencia, se fue a una posadita que dos hermanos tenían cerca
de la casa de su señora. Y donde primero fue no fue a otra
parte sino a la puerta de su casa por verla si podía; pero vio
las ventanas y las puertas y todo cerrado, por lo que mucho temió
que hubiera muerto o que se hubiese mudado de allí. Por lo
que, muy pensativo, se fue a la casa de sus hermanos, a quienes vio
todos vestidos de negro, de lo que se maravillómucho, y
sabiéndose tan cambiado en el vestido y la persona de lo que
ser solía cuando se fue de allí, que no podría
ser reconocido fácilmente, confiadamente se acercó a un
zapatero y le preguntó por qué aqué llos iban
vestidos de negro. A lo que el zapatero respondió :
Van vestidos de negro porque no hace quince días
que un hermano suyo que hacía mucho tiempo que no estaba aquí,
que tenía por nombre Tedaldo, fue muerto; y me parece entender
que han probado a la justicia que uno que tiene por nombre
Aldobrandino Palermini, que está preso, lo mató porque
estaba enamorado de la mujer y había vuelto disfrazado para
estar con ella.
Maravillóse mucho Tedaldo de que tanto se le
asemejase alguno que fuese tomado por él y le dolió la
desgracia de Aldobrandin, y habiendo oído que la señora
estaba sana y salva, siendo ya de noche, lleno de diversos
pensamientos, se volvió a la posada, y luego de que cenado
hubo con su criado, en lo más alto de la casa fue puesto a
dormir. Allí, tanto por los muchos pensamientos que le
asaltaban como por la dureza de la cama y tal vez por la cena, que
había sido escasa, ya era medianoche y todavía Tedaldo
no había podido dormirse, por lo que, estando despierto, le
parecióhacia la medianoche sentir que desde el tejado de la
casa bajaba gente a la casa, y luego por las rendijas de la puerta de
la cámara vio hacia allívenir una luz.
Por lo que, calladamente acercándose a las
rendijas, empezó a mirar qué significaba aquello y vio
a una joven muy hermosa tener en mano esta luz y venir hacia ella
tres hombres, que habían bajado del tejado, y luego de hacerse
algunas fiestas unos a otros, dijo uno de ellos a la joven:
Ya podemos, Dios sea loado, estar seguros, porque
sabemos ciertamente que la muerte de Tedaldo Elisei ha sido achacada
por sus hermanos a Aldobrandín Palermini, y él ha
confesado y ya está escrita la sentencia, pero debemos seguir
callando porque si alguna vez se sabe que hemos sido nosotros
estaremos en el mismo peligro que está Aldobrandino.
Y dicho esto, con la mujer, que muy contenta se mostró
con esto, bajaron y se fueron a dormir.
Tedaldo, oído esto, empezó a considerar
cuántos y cuáles eran los errores en que podía
caer la mente de los hombres, pensando primero en sus hermanos, que a
un extraño habían llorado y sepultado en su lugar, y
luego acusado a un inocente por falsas sospechas, y con testigos no
verdaderos haberlo llevado a la muerte, y además de ello en la
severidad ciega de las leyes y de sus rectores, los cuales muchas
veces, como solícitos investigadores de la verdad, con
crueldades hacen probar lo falso y se llaman ministros de la justicia
y de Dios cuando son ejecutores de la iniquidad y del diablo. Después
de esto, a la salvación de Aldobrandino dirigiósus
pensamientos y consideró consigo mismo lo que debía
hacer. Y en cuanto se levantó por la mañana, dejando al
criado, cuando le parecióoportuno se fue él solo a la
casa de su señora y, encontrando por acaso abierta la puerta,
entródentro y vio a su señora sentada por tierra en
una salita que allíen la planta baja había; y estaba
llena de llanto y de amargura; y casi se puso a llorar de compasión;
y acercándose le dijo:
Señora, no os atribuléis; vuestra
paz está cerca.
La señora, al oírle, levantó el
rostro y, llorando, dijo:
Buen hombre, me pareces un peregrino forastero;
¿qué sabes tú de la paz ni de mi aflicción?
Repuso entonces el peregrino:
Señora, soy de Constantinopla y poco ha he
llegado aquímandado por Dios a convertir vuestras lágrimas
en risa y a librar de la muerte a vuestro marido.
¿Cómo dijo la señora
si eres de Constantinopla y recién llegado aquísabes
quiénes mi marido y yo somos?
El peregrino, empezando desde el principio, toda la
historia de la angustia de Aldobrandino le contó y le dijo
quién era ella, cuánto tiempo hacía que estaba
casada y otras muchas cosas que él muy bien sabía de
sus asuntos, por lo que la señora se maravillómucho y
teniéndolo por un profeta se arrodilló a sus pies,
rogándole por Dios que, si había venido a salvar a
Aldobrandino que se apresurase porque el tiempo era poco. El
peregrino, mostrándose como un muy santo varón, dijo:
Señora, levantaos y no lloréis, y
escuchad bien lo que voy a deciros, y guardaos de decirlo nunca a
nadie. Por lo que Dios me ha revelado que la tribulación en la
que estáis os ha sobrevenido por un gran pecado que
cometisteis hace tiempo, que Dios ha querido que purguéis en
parte con esta angustia y del que quiere que os enmendéis: si
no, por ello recaeréis en una aflicción mucho mayor.
Dijo entonces la señora:
Señor, he pecado mucho y no sé de
qué dios querrá que me enmiende entre todos, y por
ello, si lo sabéis, decídmelo y harétodo cuanto
pueda por enmendarlo.
Señora dijo entonces el peregrino,
bien sé cuál es y no voy a preguntároslo para
saberlo mejor, sino para que diciéndolo vos misma tengáis
más remordimiento. Pero vengamos al asunto. Decidme, ¿os
acordáis de haber tenido algún amante?
La señora, al oír esto, dio un gran
suspiro y se maravillómucho, no creyendo que nadie nunca lo
hubiera sabido, a no ser que desde que había sido muerto aquel
que fue enterrado como Tedaldo se hubiese propalado algo por algunas
palabras indiscretamente dichas por un amigo de Tedaldo, que sabía
de ello; y respondió :
Bien veo que Dios os muestra todos los secretos de
los hombres, y por ello estoy dispuesta a no ocultaros los míos.
Es verdad que en mi juventud amésumamente al desventurado
joven de cuya muerte se culpa a mi marido, cuya muerte tanto he
llorado cuanto me duele, por lo que, por muy rígida y agreste
que me mostrase con él antes de su partida, ni su partida ni
su larga ausencia ni aun su desventurada muerte han podido nunca
arrancármelo del corazón.
A lo que dijo el peregrino:
Al desventurado joven que ha sido muerto no
amasteis vos, sino a Tedaldo Elisei. Pero decidme, ¿cuál
fue la razón por la que os enojasteis con él? ¿Os
ofendió en algo?
Y la señora le respondió :
Ciertamente que no, nunca me ofendió , pero
la razón del enfado fueron las palabras de un maldito fraile
con el que me confeséuna vez, porque cuando le hablé
del amor que a aqué l tenía y de la intimidad que tenía
con él, me levantótal quebradero de cabeza que todavía
me espanta, diciéndome que si no me abstenía de ello
iría a dar a la boca del diablo en lo profundo de los
infiernos y sería condenada al fuego eterno. De lo que me
entrótal pavor que por completo me dispuse a no querer ya su
intimidad; y para quitar la ocasión, ni su carta ni su
embajada quise recibir; aunque creo que si hubiese perseverado más
(porque por lo que presumo se fue desesperado y lo vi consumirse como
hace la nieve al sol), mi dura decisión se hubiese doblegado
porque un deseo mayor no tenía en el mundo.
Dijo entonces el peregrino:
Señora, éste es el único
pecado que ahora os atribula. sé firmemente que Tedaldo no os
forzó en nada; cuando os enamorasteis de él por vuestra
propia voluntad lo hicisteis, agradándoos él, y cuando
vos misma quisisteis vino a vos y gozó de vuestra intimidad,
en la cual con palabras y con obras tanto agrado le mostrasteis que,
si primero os amaba, más de mil veces hicisteis redoblar su
amor. Y si así fue, como sé que fue, ¿qué
razón podía moveros a apartarlo tan rígidamente?
Esas cosas debían pensarse antes de hacerse y si creyeseis que
debíais arrepentiros como de algo mal hecho, no hacerlas. Tal
como él se hizo vuestro, vos os hicisteis suya. Si él
no hubiera sido vuestro, podríais haber hecho en todo lo que
quisieseis, como dueña, pero querer arrebatarle a vos que
erais suya era un robo y cosa reprobable si aqué lla no era la
voluntad de él. Pues debéis saber que yo soy fraile y
por ello conozco todas sus costumbres; y si hablo de ellas un tanto
libremente para vuestro provecho no estará mal en mí
como estaría en otros; y me place hablar de ellas para que de
ahora en adelante mejor los conozcáis de lo que parece que
habéis hecho hasta ahora. Hubo antes frailes santísimos
y hombres de valor, pero los que hoy se llaman frailes, y por ello
quieren ser tenidos, nada tienen de fraile, sino la capa, y ni
siquiera ésta es de fraile porque si por los fundadores de los
frailes fueron elegidas delgadas y míseras y de telas groseras
y manifestadoras del espíritu que había despreciado las
cosas temporales cuando se envolvía el cuerpo en tan vil
vestido, hoy se las hacen anchas y forradas y satinadas y de telas
finísimas y les han dado forma cortesana y pontifical para no
avergonzarse de pavonearse con ellos en las iglesias y en las plazas
como con sus vestidos hacen los seglares; y como con el esparavel el
pescador se ingenia en coger en los ríos muchos peces de una
vez, así éstos, con las amplísimas fimbrias
envolviéndose, a muchas santurronas, muchas viudas, a muchas
otras mujeres necias y hombres se ingenian en coger debajo, y de ello
se ocupan con mayor solicitud que de otro ejercicio. Y por ello, para
decirlo con más verdad, no las capas de los frailes llevan
éstos sino solamente el color de las capas. Y mientras los
antiguos deseaban la salvación de los hombres, éstos
desean las mujeres y las riquezas, y todo su empeño han puesto
y ponen en asustar con palabrería y con pinturas las mentes de
los necios y en enseñarles que con las limosnas se purgan los
pecados y con misas, para que a aquellos que por cobardía (no
por devoción) se han acogido a hacerse frailes, y para no
pasar trabajos, éste les mande el pan, aqué l les mande
el vino, aquel otro les déla pitanza por el alma de sus
muertos. Y ciertamente es verdad que las limosnas y las oraciones
purgan los pecados, pero si quienes las hacen viesen a quién
las hacen o les conocieran, antes las guardarían para sí
o mejor a otros tantos puercos las arrojarían. Y porque saben
que cuanto menor es el número de los poseedores de una gran
riqueza, a tanto más tocan, todos con charlas y con espantos
se ingenian en quitarles a los demás aquello que desean para
ellos solos. Reprueban a los hombres la lujuria para que, apartándose
de ella los reprobados, para los reprobadores se queden las mujeres;
condenan la usura y las ganancias injustas para que, siéndoles
restituidas a ellos, puedan hacerse las capas más amplias,
comprar obispados y las otras prelaturas mayores con aquello que han
enseñado que llevaría a la condenación a quien
lo tuviera. Y cuando de estas cosas y de otras muchas que causan
escándalo se les reprende, con responder «Haced lo que
decimos y no lo que hacemos» creen que tienen digna descarga de
tanto peso grave, como si fuese más posible a las ovejas ser
constantes y de hierro que a los pastores. Y cuántos son
aquellos a quienes dan tal respuesta que no la entienden en el modo
que la dicen, muchos lo saben. Quieren los frailes de hoy que hagáis
lo que dicen, esto es que llenéis sus bolsas de dineros, les
confiéis vuestros secretos, observéis castidad,
perdonéis las injurias, os guardéis de hablar mal de
nadie: cosas todas buenas, todas honestas, todas santas; ¿pero
para qué ? Para poder hacer ellos lo que, si los seglares lo
hacen, no podrán hacer. ¿Quién no sabe que sin
dineros la vagancia no puede durar? Si en tus gustos te gastas el
dinero, el fraile no podrá haraganear en la orden; si te vas
con las mujeres de alrededor les quitarás el sitio a los
frailes; si no eres paciente y perdonas las injurias, el fraile no se
atreverá a venir a tu casa y contaminar a tu familia. ¿Por
qué sigo? Se acusan ellos mismos tantas veces como antes los
oyentes se excusan de aquella manera. ¿Por qué no se
quedan en casa si no creen poder ser abstinentes y santos? O si
quieren dedicarse a esto, ¿por qué no siguen aquellas
santas palabras del Evangelio: «EmpezóCristo a hacer y
a enseñar»? Hagan esto primero y enseñen luego a
los demás. He visto en mi vida galanteadores, amadores,
visitantes no sólo de las mujeres seglares sino de las monjas
y de aquellos que más escándalo arman desde sus
púlpitos. ¿Y a los tales vamos a seguir? Quien así
hace, hace lo que quiere pero Dios sabe si lo hace prudentemente.
Pero aun si hubiéramos de conceder lo que el fraile que os
reprendió dijo, esto es, que gravísimo pecado sea
romper la fe matrimonial, ¿no lo es mucho mayor robar a un
hombre?, ¿no lo es mucho mayor matarlo o enviarlo al exilio
rodando por el mundo? Esto lo concederá cualquiera. El tener
intimidad un hombre con una mujer es un pecado natural; robarlo o
matarlo o expulsarlo procede de maldad del espíritu. Que
robasteis a Tedaldo ya antes os lo he demostrado, arrebatándoos
a él cuando os habíais hecho suya por vuestra
espontánea voluntad. Además, os digo que, por lo que a
vos respecta, lo matasteis por haber hecho todo lo necesario
(mostrándoos cada vez más cruel) para que se matase con
sus propias manos; y quiere la ley que quien es ocasión del
mal tenga la misma culpa que quien lo hace. Y que vos de su exilio y
de que haya andado rodando por el mundo siete años sois la
ocasión, no se puede negar. así que mucho mayor pecado
habéis cometido con cualquiera de estas tres cosas dichas que
cometíais con concederle vuestra intimidad. Pero veamos, ¿es
que Tedaldo mereció estas cosas? Ciertamente que no: vos misma
lo habéis confesado; sin contar con que sé que más
que a sí mismo os ama. Nada fue tan honrado, tan exaltado, tan
magnificado como erais vos sobre cualquiera otra mujer por él,
si se encontraba en parte donde honestamente y sin engendrar
sospechas sobre vos podía de vos hablar. Todo su bien, todo su
honor, toda su libertad en vuestras manos era puesta por él.
¿No era un noble joven?, ¿no era más apuesto que
todos sus conciudadanos?, ¿no era valeroso en las cosas que
son propias de los jóvenes?, ¿no era amado, tenido en
aprecio, visto con agrado por todos? A nada de esto diréis que
no. Entonces ¿cómo, por lo que dijese un frailecillo
maniático, brutal y envidioso, pudisteis tomar contra él
una resolución cruel? No sé qué error debe de
ser el de las mujeres que a los hombres desprecian y estiman en poco
que, pensando en lo que ellas son y en cuánta y cuál
sea la nobleza dada por Dios al hombre sobre todos los demás
animales, deberían gloriarse cuando son amadas por alguno y
tenerle sumamente en aprecio y con toda solicitud ingeniarse en
complacerlo para que de amarla nunca se apartase. Y que lo hicisteis
vos, movida por las palabras de un fraile, que con certeza debía
de ser algún tragasopas manducador de tortas, ya lo sabéis,
y tal vez lo que él deseaba era ocupar el lugar de donde se
esforzaba en echar a otro. Este pecado es aquel que la divina
justicia que con justa balanza lleva a efecto todas sus operaciones,
no ha querido dejar sin castigo; y así como vos sin ninguna
razón os ingeniasteis en quitaros vos misma a Tedaldo, así
vuestro marido sin razón ha estado y todavía está
en peligro, y vos en tribulación. De la cual si deseáis
ser librada, lo que os conviene prometer y, sobre todo hacer, es
esto: si sucede alguna vez que Tedaldo de su largo destierro vuelva,
vuestra gracia, vuestro amor y vuestra benevolencia e intimidad le
devolveréis y le responderéis en aquel estado en que
estaba antes de que vos tontamente creyeseis al loco fraile.
Había el peregrino terminado sus palabras cuando
la señora, que atentísimamente le escuchaba porque
veracísimas le parecían sus razones, y se es timaba con
seguridad castigada por aquel pecado, al oírselo a él
decir, dijo:
Amigo de Dios, bastante conozco que son ciertas
las cosas que decís y en gran parte conozco por vuestra
enseñanza quiénes son los frailes, que hasta ahora han
sido tenidos por mícomo santos; y sin duda conozco que mi
culpa ha sido grande en lo que hice contra Tedaldo, y si pudiera con
gusto la enmendaría de la manera que me habéis dicho:
pero ¿cómo puede ser? Tedaldo no podrá nunca
volver: está muerto, y por ello lo que no puede hacerse no sé
para qué voy a prometéroslo.
El peregrino le dijo:
Señora, Tedaldo no está muerto,
según Dios me revela, sino que está vivo y sano y en
buen estado si tuviese vuestra gracia.
Dijo entonces la señora.
Mirad lo que decís; que yo lo he visto
muerto delante de mi casa de muchas cuchilladas, y lo tuve en estos
brazos y con muchas lágrimas bañésu muerto
rostro, las cuales dieron ocasión de hacer que se dijese lo
que deshonestamente se ha dicho.
Entonces dijo el peregrino:
Señora, digáis lo que digáis
os aseguro que Tedaldo está vivo; y si queréis prometer
aquello con la intención de cumplirlo, espero que lo veáis
pronto.
La señora dijo entonces:
Lo hago y lo haréde buen grado; y nada
podría suceder que me diese tanta alegría sino ver a mi
marido libre y sin daño y a Tedaldo vivo.
Pareció entonces a Tedaldo tiempo de descubrirse
y de consolar a la señora con más cierta esperanza de
su marido, y dijo:
Señora, para que pueda consolaros con
relación a vuestro marido, un gran secreto necesito deciros,
que cuidaréis de que nunca mientras viváis manifestéis
a nadie.
Estaban en un lugar asaz alejado, y solos, habiendo
tomado gran confianza la señora en la santidad que le parecía
tener el peregrino; por lo que Tedaldo, sacando un anillo guardado
por él con sumo cuidado, que la señora le había
dado la última noche que había estado con ella, y
mostrándoselo dijo:
Señora, ¿conocéis esto?
En cuanto la señora lo vio lo reconoció y
dijo:
Señor, sí , yo se lo di a Tedaldo ha
tiempo.
El peregrino, entonces, poniéndose en pie y
prestamente quitándose de encima la esclavina y de la cabeza
el capelo, y hablando en florentino, dijo:
¿Y a mí, me conocéis?
Cuando lo vio la señora, conociendo que era
Tedaldo, toda se pasmó, temiéndole como a los cuerpos
muertos, si se les ve andar como vivos, se teme: y no como a Tedaldo
que regresaba de Chipre fue a su encuentro a recibirlo, sino como de
Tedaldo que volvía desde la tumba quiso huir temerosa. Y
Tedaldo le dijo:
Señora, no temáis, soy vuestro
Tedaldo vivo y sano y nunca me he muerto ni me mataron, creáis
lo que creáis mis hermanos y vos.
La señora, tranquilizada un tanto, y bajando la
voz, y mirándolo más y asegurándose de que aqué l
era Tedaldo, llorando se le echó al cuello y lo besó,
diciendo:
Dulce Tedaldo mío, ¡seas bien venido!
Tedaldo, besándola y abrazándola, dijo:
Señora, no es ahora tiempo de hacernos más
estrechos saludos; quiero ir a hacer que Aldobrandino os sea devuelto
sano y salvo, sobre lo cual espero que antes de mañana por la
noche tengáis nuevas que os agraden; que, si tengo suerte como
espero, sobre su salvación quiero poder venir esta noche a
dároslas con más espacio que puedo hacerlo al presente.
Y volviéndose a poner la esclavina y el sombrero,
besando otra vez a la señora y confortándola con buena
esperanza, se separóde ella y allá se fue donde
Aldobrandino estaba en prisión, más embebido en
pensamientos de temor de la inminente muerte que de esperanza de
futura salud; y a guisa de consolador, con la venia de los
carceleros, entródonde él estaba y sentándose
junto a él, le dijo:
Aldobrandino, soy un amigo tuyo que Dios te manda
para salvarte, quien por tu inocencia ha sentido piedad de ti; y por
ello, si en honor suyo quieres concederme un pequeño don que
voy a pedirte, sin falta antes de que mañana sea de noche, en
lugar de la sentencia de muerte que esperas, oirás absolución.
Al que Aldobrandin repuso:
Buen hombre, puesto que de mi salvación te
preocupas, aunque no te conozco ni me acuerde de haberte visto nunca,
debes ser amigo, como dices. Y en verdad el pecado por el cual se
dice que debo ser condenado a muerte, nunca lo he cometido; muchos
otros he hecho, que tal vez a esto me hayan conducido. Pero te digo
por el temor de Dios esto: si él ahora tiene misericordia de
mí, grandes cosas, no una pequeña, haría de
buena gana, aunque no lo prometiese; así que lo que te plazca
pide, que sin falta, si llego a escapar de ésta, lo cumpliré
ciertamente.
El peregrino entonces dijo:
Lo que quiero no es otra cosa sino que perdones a
los cuatro hermanos de Tedaldo el haberte conducido a este punto,
creyéndote culpable de la muerte de su hermano, y que los
tengas por hermanos y por amigos si te piden perdón.
Al que Aldobrandín repuso:
No sabes cuán dulce cosa es la venganza ni
con cuánto ardor se desea sino quien recibe las ofensas; pero
aun así , para que Dios de mi salvación se ocupe, de
buen grado les perdonaréy ahora les perdono, y si de aquí
salgo vivo y me salvo, para hacerlo seguiré el modo que te sea
grato.
Esto le plugo al peregrino, y sin querer decirle más,
encarecidamente le rogó que tuviese buen ánimo, que con
seguridad antes de que terminase el siguiente día tendría
noticia certísima de su salud. Y separándose de él
se fue a la señoría y en secreto a un caballero que la
gobernaba dijo así .
Señor mío, todos sabemos de buen
grado empeñarnos en hacer que la verdad de las cosas se
conozca, y máximamente aquellos que tienen el puesto que vos
tenéis, para que no sufran los castigos los que no han
cometido el pecado y sean castigados los pecadores. Y para que ello
suceda en honor vuestro y para mal de quien lo ha merecido, he venido
a vos. Como sabéis, habéis procedido severamente contra
Aldobrandín Palermini y parece que habéis tenido por
cierto que él ha sido quien mató a Tedaldo Elisei, y
vais a condenarlo, lo que segurísimamente es falso, como creo
que antes de la medianoche, trayendo a vuestras manos al matador de
aquel joven, os habrédemostrado.
El valeroso hombre, que tenía lástima de
Aldobrandino, prestógustosamente oídos a las palabras
del peregrino, y explicándole muchas cosas sobre esto, siendo
su guía, cuando estaban en el primer sueño, a los dos
hermanos posaderos y a su criado apresó a mansalva, y
queriéndoles dar tortura para descubrir cómo había
sido la cosa, no lo sufrieron sino que cada uno separadamente y luego
todos juntos abiertamente confesaron haber sido quienes mataron a
Tedaldo Elisei, sin reconocerlo. Preguntados por la razón,
dijeron que porque éste a la mujer de uno de ellos, no estando
ellos en la posada, había molestado mucho y querido forzar a
que hiciese su voluntad.
El peregrino, enterado de esto, con licencia del
gentilhombre se fue y secretamente se vino a casa de la señora
Ermelina, y a ella sola (habiéndose ido a dormir todos los
demás de la casa) la encontró esperándole,
igualmente deseosa de tener buenas noticias del marido y de
reconciliarse plenamente con su Tedaldo; a la cual acercándose,
con alegre gesto, dijo:
Carísima señora mía,
alégrate, que por cierto recuperarás mañana aquí
sano y salvo a tu Aldobrandino.
Y para asegurarle de esto más, lo que había
hecho le contóplenamente. La señora, de los dos
accidentes tales y tan súbitos, esto es, de recuperar a
Tedaldo vivo, al cual firmemente creía haber llorado muerto, y
de ver libre de peligro a Aldobrandino, a quien se creía tener
que llorar por muerto unos pocos días después, tan
alegre como nunca lo estuvo nadie, afectuosamente abrazó y
besó a su Tedaldo; y yéndose juntos a la cama de buena
gana firmaron graciosas y alegres paces, tomando el uno del otro
deleitable gozo. Y al acercarse el día, Tedaldo, levantándose,
habiendo ya explicado a la señora lo que hacer entendía
y rogándole que ocultísimo lo tuviese, de nuevo en
hábito de peregrino salió de casa de la señora
para poder, cuando fuese el momento, ocuparse de los asuntos de
Aldobrandino. La señoría, llegado el día y
pareciéndole tener completa información del asunto,
prestamente liberó a Aldobrandino y pocos días después
a los malhechores hizo cortar la cabeza donde habían cometido
el homicidio.
Estando, pues, libre Aldobrandino, con gran regocijo
suyo y de su mujer y de todos sus amigos y parientes, y conociendo
manifiestamente que aquello había sido obra del peregrino, le
condujeron a su casa por tanto tiempo cuanto le pluguiera estar en la
ciudad; y allí, de hacerle honores y fiestas que no se
saciaban, y especialmente la mujer, que sabía a quién
se los hacía Pero pareciéndole, luego de algunos días,
tiempo de reconciliar a sus hermanos con Aldobrandino, a quienes
sabía no sólo desacreditados por su absolución,
sino también armados por miedo, pidió a Aldobrandino
que cumpliese su promesa. Aldobrandino espontáneamente
contestó que estaba dispuesto.
El peregrino le hizo preparar un hermoso convite para el
día siguiente, al que dijo que quería que él con
sus parientes y con sus mujeres invitase a los cuatro hermanos y a
sus mujeres, añadiendo que él mismo iría
incontinenti a invitarles a su perdón y a su convite de su
parte. Y estando Aldobrandino contento con cuanto placía al
peregrino, el peregrino enseguida se fue a casa de los cuatro
hermanos, y dirigiéndoles las palabras que para tal asunto se
requerían, al final, con razones irrebatibles fácilmente
les condujo a querer reconquistar, solicitando el perdón, la
amistad de Aldobrandino, y hecho esto, a ellos y a sus mujeres a
almorzar con Aldobrandino la mañana siguiente les invitó,
y ellos, de buen grado, creyendo su palabra, aceptaron el convite.
así , pues, la mañana siguiente, a la hora
de comer, primeramente los cuatro hermanos de Tedaldo, tan vestidos
de negro como iban, con algunos amigos suyos vinieron a casa de
Aldobrandino, que les esperaba; y allí, delante de todos
aquellos que para acompañarles habían sido invitados
por Aldobrandino, arrojadas las armas en tierra, se pusieron en manos
de Aldobrandino, pidiéndole perdón de lo que contra él
habían hecho. Aldobrandino, llorando compasivamente, los
recibió y besando a todos en la boca, gastando pocas palabras,
todas las injurias recibidas perdonó. Después de ellos,
sus hermanas y sus mujeres todas vestidas de luto vinieron, y por la
señora Ermelina y las otras grandes señoras
graciosamente recibidas fueron.
Y habiendo sido magníficamente servidos en el
convite tanto los hombres como las mujeres, no había habido en
él nada más que cosas dignas de encomio, a no ser la
taciturnidad por el reciente dolor que estaba representado en los
vestidos oscuros de los parientes de Tedaldo (por lo cual la
invención y la invitación del peregrino había
sido censurada por muchos, y él se había apercibido de
ello); pero como lo había decidido, venido el tiempo de
disiparla, se puso en pie, todavía comiendo los demás
la fruta, y dijo:
Nada ha faltado a este convite para que fuese
alegre sino Tedaldo, a quien, pues habiéndole tenido
continuamente con vosotros no lo habéis conocido, quiero
mostrároslo.
Y quitándose de encima la esclavina y toda la
ropa de peregrino se quedó en jubón de tafetán
verde, y no sin grandísima maravilla fue por todos mirado y
examinado largamente antes de que alguien se atreviese a creer que
era él. Lo que viendo Tedaldo, mucho les hablóde sus
parientes, de las cosas sucedidas entre ellos, de sus accidentes; por
lo que sus hermanos y los demás hombres, todos llenos de
lágrimas de alegría, a abrazarle corrieron, y lo mismo
después hicieron las mujeres, tanto las parientes como las no
parientes, salvo doña Ermelina. Lo que viendo Aldobrandin,
dijo:
¿qué es esto, Ermelina? ¿Cómo
no celebras tú como las otras mujeres a Tedaldo?
Y, oyéndola todos, la señora le respondió :
Ninguna hay que con más agrado le haya
hecho fiestas o se las haga que se las haréyo, como quien más
que ninguna otra le está obligada, considerando que por su
medio te he recuperado; pero las deshonestas habladurías de
los días en que llorábamos a quien creíamos
Tedaldo, hacen que me retenga.
Aldobrandino le dijo:
¡Vamos, vamos!, ¿crees que yo creo a
los que ladran? Procurando mi salvación bastante ha demostrado
que aquello eran falsedades, sin contar con que nunca lo creí:
levántate enseguida, ve a abrazarlo.
La señora, que otra cosa no deseaba, no fue lenta
en obedecer en ello al marido; por lo que, levantándose como
habían hecho los demás, abrazándolo ella, le
hizo alegres fiestas. Esta liberalidad de Aldobrandino mucho plugo a
los hermanos de Tedaldo y a todos los hombres y mujeres que allí
estaban, y cualquier barrunto que hubiera nacido en algunos por las
habladurías que había habido, con esto desapareció.
Habiendo, pues, celebrado todos a Tedaldo, él mismo rasgó
las vestiduras negras que llevaban sus hermanos y las oscuras de
las hermanas y las cuñadas, y quiso que otras ropas se
trajesen y después de que vestidas fueron, muchos cantos y
bailes se hicieron y otros pasatiempos; por las cuales cosas, el
convite, que había tenido silencioso principio, tuvo un fin
sonoro.
Y con grandísima alegría, así como
estaban, se fueron a casa de Tedaldo y allícenaron por la
noche, y muchos días después, siguiendo del mismo modo,
continuaron la fiesta. Los florentinos durante muchos días
como a hombre resucitado y asombrosa cosa miraron a Tedaldo; y
muchos, y aun los hermanos, tenían cierta ligera duda en el
ánimo sobre si era él o no, y no lo creían
todavía firmemente ni tal vez lo hubieran creído en
mucho tiempo si un caso que sucedió no hubiera llegado a
aclararles quién había sido el muerto; que fue esto.
Pasaban un día unos soldados de Lunigiana delante de su casa
y, viendo a Tedaldo, fueron a su encuentro, diciéndole:
¡Buenos los tenga Faziuolo!
A quienes Tedaldo, en presencia de sus hermanos,
respondió :
Me habéis tomado por otro.
Ellos, al oírle hablar, se avergonzaron y le
pidieron perdón, diciendo
En verdad que os parecéis, más que
nunca hemos visto parecerse nadie a otro, a un camarada nuestro que
se llama Faziuolo de Pontriémoli, que vino aquí hace
unos quince días o poco más y nunca hemos podido saber
qué fue de él. Bien es verdad que nos maravillábamos
del vestido porque él era, como lo somos nosotros, mesnadero.
El hermano mayor de Tedaldo, al oír esto, fue
hacia ellos y les preguntóqué vestido llevaba aquel
Faziuolo. Ellos se lo dijeron y se encontró que precisamente
así iba como decían ellos; por lo que, entre esto y
otras señales, conocido fue que el que había sido
muerto había sido Faziuolo y no Tedaldo, por lo que se
desvanecieron las sospechas de sus hermanos y de cualquier otro.
Tedaldo, pues, que había vuelto riquísimo, perseveró
en su amor y sin que la señora se enojase más con él,
discretamente obrando, largamente gozaron de su amor. Dios nos haga
gozar del nuestro.
NOVELA OCTAVA
Ferondo,
tomados ciertos polvos, es enterrado como muerto y por el abad, que
su mujer se disfruta, hecho sacar de la tumba y puesto en prisión
y persuadido de que está en el purgatorio, y luego,
resucitado, como suyo cría a un hijo engendrado por el abad en
su mujer.
Llegado el fin de la larga historia de Emilia, que a
nadie había desagradado por su extensión, sino
considerada por todos como narrada brevemente teniendo en cuenta la
cantidad y la variedad de los casos contados en ella; la reina, a
Laureta mostrando con un solo gesto su deseo, le dio ocasión
de comenzar así :
Carísimas señoras, se me pone delante como
digna de ser contada una verdad que tiene, mucho más de lo que
fue, aspecto de mentira, y me ha venido a la cabeza al oír
contar que uno por otro fue llorado y sepultado. Contaré,
pues, cómo un vivo fue sepultado por muerto y cómo
después, resucitado y no vivo, él mismo y otros muchos
creyeron que había salido de la tumba, siendo por ello
venerado como santo quien más bien como culpable debía
ser condenado.
Hubo, pues, en Toscana, una abadía (y todavía
hay) situada, como vemos muchas, en un lugar no demasiado frecuentado
por las gentes, de la que fue abad un monje que en todas las cosas
era santísimo, salvo en los asuntos de mujeres, y éstos
los sabía hacer tan cautamente que casi nadie no sólo
no los conocía, sino que ni los sospechaba; por lo que
santísimo y justo se pensaba que era en todo. Ahora, sucedió
que, habiendo hecho gran amistad con el abad un riquísimo
villano que tenía por nombre Ferondo, hombre ignorante y
obtuso fuera de toda ponderación (y no por otra cosa gustaba
el abad de su trato sino por la diversión que a veces le
causaba su simpleza), en esta amistad se apercibió el abad de
que Ferondo tenía por esposa a una mujer hermosísima,
de la que se enamorótan ardientemente que en otra cosa no
pensaba ni de día ni de noche; pero oyendo que, por muy simple
y necio que fuese en todas las demás cosas, era sapientísimo
en amar y proteger a esta su mujer, casi desesperaba.
Pero, como muy astuto, domesticótanto a Ferondo
que éste con su mujer venían alguna vez a pasearse por
el jardín de su abadía; y allí, con él,
sobre la felicidad de la vida eterna y sobre las santísimas
acciones de muchos hombres y mujeres ya muertos les hablaba con gran
modestia, tanto que a la señora le dieron deseos de confesarse
con él y le pidió licencia a Ferondo y la obtuvo.
Venida, pues, a confesarse con el abad con grandísimo placer
de éste y poniéndose a sus pies como si otra cosa
viniese a decir, comenzó:
Señor, si Dios me hubiese dado marido o no
me lo hubiese dado, tal vez me sería más fácil
con vuestra enseñanza entrar en el camino de que me habéis
hablado, que lleva a otros a la vida eterna, pero yo, considerando
quién sea Ferondo y su estulticia, me puedo considerar viuda
y, sin embargo, soy casada en tanto que, viviendo él, otro
marido no puedo tomar, y él, aun necio como es, es tan fuera
de toda medida y sin ninguna razón tan celoso que por ello no
puedo vivir con él más que en tribulación y en
desgracia. Por la cual cosa, antes de venir a otra confesión,
lo más humildemente que puedo os ruego que sobre esto queráis
darme algún consejo, porque si desde ahora no empiezo a
procurar ocasión de mi bien, confesarme o hacer alguna otra
buena obra de poco me servirá.
Este discurso proporcionógran placer al alma del
abad, y le pareció que la fortuna hubiera abierto el camino a
su mayor deseo; y dijo:
Hija mía, creo que gran fastidio debe ser
para una hermosa y delicada mujer como sois vos, tener por marido a
un mentecato, pero mucho mayor creo que sea tener a un celoso; por lo
que, teniendo vos uno y otro, fácilmente os creo lo que de
vuestra tribulación me decís. Pero en ello, por decirlo
en pocas palabras, no veo consejo ni remedio fuera de uno, que es que
Ferondo se cure de estos celos. La medicina para curarlo sé yo
muy bien cómo hacerla, siempre que vos tengáis la
voluntad de guardar en secreto lo que voy a deciros.
La mujer dijo:
Padre mío, no dudéis de ello, porque
me dejaréantes morir que decir a nadie algo que vos me
dijerais que no dijese, ¿pero cómo se podrá
hacer?
Repuso el abad:
Es necesario que muera, y así sucederá,
y cuando haya sufrido tantos castigos que estécastigado de
estos celos suyos, nosotros, con ciertas oraciones, rogaremos a Dios
que lo devuelva a esta vida, y así lo hará.
Pues dijo la mujer, ¿he de
quedarme viuda?
Sírepuso el abad, durante
algún tiempo, que mucho debéis guardaros de que nadie
se case con vos, porque a Dios le parecería mal, y al volver
Ferondo tendríais que volver con él y sería más
celoso que nunca.
La mujer dijo:
Siempre que se cure de esta desgracia, que no
tenga que estar yo siempre en prisión, estoy contenta; haced
como gustéis.
Dijo entonces el abad:
así lo haré: pero ¿qué
galardón tendréde vos por tal servicio?
Padre mío dijo la señora,
lo que deseéis si puedo hacerlo, pero ¿qué puede
alguien como yo que sea apropiado a tal hombre como vos sois?
El abad le dijo:
Señora, vos podéis hacer por mí
no menos que lo que yo me empeño en hacer por vos porque así
como me dispongo a hacer aquello que debe ser bien y consuelo
vuestro, así podéis hacer vos lo que será salud
y salvación de mi vida.
Dijo entonces la señora:
Síes así , estoy dispuesta.
Pues dijo el abad, me daréis
vuestro amor y me daréis el placer de teneros, porque por vos
ardo y me consumo.
La mujer, al oír esto, toda pasmada, repuso:
¡Ay, padre mío!, ¿qué
es lo que me pedís? Yo creía que erais un santo: ¿y
les cuadra a los santos requerir a las mujeres que les piden consejo
a tales asuntos?
El abad le dijo:
Alma mía bella, no os maravilléis,
que por esto la santidad no disminuye, porque está en el alma
y lo que yo os pido es un pecado del cuerpo. Pero sea como sea, tanta
fuerza ha tenido vuestra atrayente belleza que Amor me obliga a hacer
esto, y os digo que de vuestra hermosura más que otras mujeres
podéis gloriaros al pensar que agrada a los santos, que están
tan acostumbrados a las del cielo; y además de esto, aunque
sea yo abad sigo siendo un hombre como los demás y, como veis,
todavía no soy viejo. Y esto no debe seros penoso de hacer,
sino que debéis desearlo porque mientras Ferondo esté
en el purgatorio, yo os daré, haciéndoos compañía
por la noche, el consuelo que debería daros él, y nadie
se dará cuenta de ello, creyendo todos de míaquello, y
más, que vos creíais hace poco. No rehuséis la
gracia que Dios os manda, que muchas son las que desean lo que vos
podéis tener y tendréis, si como prudente seguís
mi consejo. Además, tengo hermosas joyas valiosas, que
entiendo no sean de otra persona sino vuestras. Haced, pues, dulce
esperanza mía, lo que yo hago por vos de buen grado.
La mujer tenía el rostro inclinado, y no sabía
cómo negárselo, y concedérselo no le parecía
bien, por lo que el abad, viendo que le había escuchado y daba
largas a la respuesta, pareciéndole haberla convencido a
medias, con muchas otras palabras continuando las primeras, antes de
que callase le había metido en la cabeza que aquello estaba
bien hecho; por lo que dijo vergonzosamente que estaba dispuesta a lo
que mandase, pero que antes de que Ferondo hubiese ido al purgatorio
no podía ser. El abad contentísimo le dijo:
Y haremos que allívaya incontinenti; haced
de manera que mañana o al día siguiente venga a estar
aquíconmigo.
Y dicho esto, habiéndole puesto ocultamente en la
mano un bellísimo anillo, la despidió . La mujer, alegre
con el regalo y esperando tener otros, volviendo con sus compañeras,
maravillosas cosas empezó a decir sobre la santidad del abad.
De allí a pocos días se fue Ferondo a la abadía,
y en cuanto lo vio el abad pensó en mandarlo al purgatorio; y
encontrados unos polvos de maravillosa virtud que en tierras de
Levante había obtenido de un gran príncipe que afirmaba
que solía usarlos el Viejo de la Montaña cuando quería
mandar a alguien (haciéndole dormir) a su paraíso o
traerlo de allí, y que, en mayor o menor cantidad dados, sin
ninguna lesión hacían de tal manera dormir más o
menos a quien los tomaba que, mientras duraba su poder no se habría
dicho que tenía vida, y habiendo tomado de ellos cuantos
fuesen suficientes para hacer dormir tres días, en un vaso de
vino todavía un poco turbio, en su celda, sin que Ferondo se
diese cuenta, se los dio a beber; y con él lo llevó al
claustro y con otros de sus monjes empezaron a reírse de él
y de sus tonterías.
Lo que no durómucho porque, obrando los polvos,
se le subió a éste un sueño tan súbito y
fiero a la cabeza que estando todavía en pie se durmió,
y cayódormido. El abad, mostrándose perturbado por el
accidente, haciéndolo desceñir y haciendo traer agua
fría y echándosela en la cara, y haciéndole
aplicar muchos otros remedios cómo si de alguna flatulencia de
estómago o de otra cosa que tomado le hubiera quisiera
recuperarle la desmayada vida y el sentido, viendo el abad y los
monjes que con todo aquello no recobraba el sentido, tomándole
el pulso y no encontrándolo, todos tuvieron por cierto que
estuviese muerto; por lo que, mandándolo a decir a la mujer y
a sus parientes, todos los cuales aquívinieron prontamente, y
habiéndolo la mujer con sus parientes llorado un tanto,
vestido como estaba lo hizo el abad poner en una sepultura.
La mujer volvió a su casa, y de un pequeño
muchachito que tenía de él dijo que no entendía
separarse nunca; y así quedándose en casa, el hijo la
riqueza que había sido de Ferondo empezó a administrar.
El abad, con un monje boloñés de quien mucho se fiaba y
que aquel día había venido aquídesde Bolonia,
levantándose por la noche calladamente, a Ferondo sacaron de
la sepultura y a un subterráneo, en el que ninguna luz entraba
y que para prisión de los monjes que cometiesen faltas había
sido hecho, lo llevaron y, quitándole sus vestidos,
vistiéndole a guisa de monje, sobre un haz de paja lo
pusieron, y lo dejaron hasta que recobrase el sentido. Entretanto, el
monje boloñés, por el abad informado de lo que tenía
que hacer, sin saber de ello nadie más, se puso a esperar que
Ferondo volviese en sí .
El abad, al día siguiente, con algunos de sus
monjes a modo de hacer una visita, se fue a casa de la mujer, a la
cual de negro vestida y atribulada encontró, y consolándola
algún tanto, en voz baja le pidió que cumpliera su
promesa. La mujer, viéndose libre y sin el empacho de Ferondo
ni de nadie, habiéndole visto en el dedo otro hermoso anillo,
dijo que estaba pronta y acordó con él que la noche
siguiente fuese. Por lo que, llegada la noche, el abad, disfrazado
con las ropas de Ferondo y acompañado por su monje, fue, y con
ella hasta la mañana, con grandísimo deleite y placer,
se acostó, y luego se volvió a la abadía,
haciendo aquel camino asaz frecuentemente para dicho servicio; y
siendo encontrado por algunos al ir o al venir, se creyó que
era Ferondo que andaba por aquel barrio haciendo penitencia, y sobre
ello muchas historias entre la gente vulgar de la villa nacieron, y
hasta a la mujer, que bien sabía lo que pasaba, se las
contaron muchas veces.
El monje boloñés, vuelto en sí
Ferondo y hallándose allísin saber dónde
estaba, entrando dentro, dando una voz horrible, con algunas varas en
la mano, cogiéndolo, le dio una gran paliza. Ferondo, llorando
y gritando, no hacía otra cosa que preguntar:
¿Dónde estoy?
El monje le repuso:
Estás en el purgatorio.
¿Cómo? dijo Ferondo. ¿Es
que me he muerto?
Dijo el monje:
Ciertamente.
Por lo que Ferondo por sí mismo y por su mujer y
por su hijo empezó a llorar, diciendo las más extrañas
cosas del mundo. El monje le llevó algo de comer y de beber,
lo que viendo Ferondo dijo:
¿así que los muertos comen?
Dijo el monje:
Si, y esto que te traigo es lo que la mujer que
fue tuya mandó esta mañana a la iglesia para hacer
decir misas por tu alma, lo que Dios quiere que te sea ofrecido.
Dijo entonces Ferondo:
¡Dómine, bendícela! Yo mucho
la quería antes que muriese, tanto que la tenía toda la
noche en brazos y no hacía más que besarla, y también
otra cosa hacía cuando me daba la gana.
Y luego, teniendo mucha hambre, comenzó a comer y
a beber, y no pareciéndole el vino muy bueno, dijo:
¡Dómine, házselo pagar, que no
le dio al cura del vino de la cuba de junto al muro!
Pero luego que hubo comido, el monje le cogióde
nuevo y con las mismas varas le dio una gran paliza. Ferondo,
habiendo gritado mucho, dijo:
¡Ah!, ¿por qué me haces esto?
Dijo el monje:
Porque así ha mandado Dios Nuestro Señor
que cada día te sea hecho dos veces.
¿Y por qué razón? dijo
Ferondo.
Dijo el monje:
Porque fuiste celoso teniendo por esposa a la
mejor mujer que hubiera en tu ciudad.
¡Ay! dijo Ferondo, dices verdad,
y la más dulce; era más melosa que el caramelo, pero no
sabía yo que Dios Nuestro Señor tuviera a mal que el
hombre fuese celoso, porque no lo habría sido.
Dijo el monje:
De eso debías haberte dado cuenta mientras
estabas allí, y enmendarte, y si sucede que alguna vez allí
vuelvas, haz que tengas tan presente lo que ahora te hago que nunca
seas celoso.
Dijo Ferondo:
¿Pues vuelve alguna vez quien se muere?
Dijo el monje:
Sí, quien Dios quiere.
¡Oh! dijo Ferondo, si alguna vez
vuelvo, seré el mejor marido del mundo; no le pegaré
nunca, nunca le diréinjurias sino por causa del vino que ha
mandado esta mañana: y tampoco ha mandado vela ninguna, y he
tenido que comer a oscuras.
Dijo el monje:
Sílo hizo, pero se consumieron en las
misas.
¡Oh! dijo Ferondo, será
verdad, y ten por seguro que si allívuelvo la dejaré
hacer lo que quiera. Pero dime: ¿quién eres tú
que me haces esto?
Dijo el monje:
También estoy muerto, y fui de Cerdeña,
y porque alabémucho a un señor mío el ser
celoso me ha condenado Dios a esta pena, a que tenga que darte de
comer y de beber y estas palizas hasta que Dios disponga otra cosa de
ti y de mí.
Dijo Ferondo:
¿No hay aquínadie más que
nosotros dos?
Dijo el monje:
Sí, millones, pero tú no los puedes
ver ni oír, ni ellos a ti.
Dijo entonces Ferondo:
¿Pues a qué distancia estamos de
nuestra tierra?
¡Ojojú! dijo el
monje, estamos a millas de más bienlacagueremos(104)
¡Recontra, eso es mucho! dijo
Ferondo, y a lo que me parece debemos estar fuera del mundo, de
tan lejos.
Ahora, en tales conversaciones y otras semejantes, con
comida y con palizas, fue tenido Ferondo cerca de diez meses, en los
cuales con mucha frecuencia el abad muy felizmente visitó a su
hermosa mujer y con ella se dio la mejor vida del mundo. Pero como
suceden las desgracias, la mujer quedópreñada, y
dándose cuenta enseguida lo dijo al abad; por lo que a los dos
les pareció que sin demora Ferondo tenía que ser traído
del purgatorio a la vida y volver con ella, y decir ella que estaba
grávida de él.
El abad, pues, la noche siguiente hizo con una voz
fingida llamar a Ferondo en su prisión y decirle:
Ferondo, consuélate, que place a Dios que
vuelvas al mundo; adonde, vuelto, tendrás un hijo de tu mujer,
al que llamarás Benedetto porque por las oraciones de tu santo
abad y de tu mujer y por amor de San Benito te concede esta gracia.
Ferondo, al oír esto, se puso muy alegre, y dijo:
Mucho me place: Dios bendiga a Nuestro Señor
y al abad y a San Benito y a mi mujer quesosa melosa sabrosa.
El abad, habiéndole hecho dar en el vino que le
mandaba tantos polvos de aquellos que le hicieran dormir unas cuatro
horas, volviéndole a poner sus vestidos, junto con su monje
silenciosamente lo volvieron a la sepultura donde había sido
enterrado. Por la mañana al hacerse de día, Ferondo
volvió en sí y vio por alguna rendija de la sepultura
luz, lo que no veía hacía diez meses, por lo que
pareciéndole estar vivo, empezó a gritar:
¡Abridme, abridme! y a golpear él
mismo con la cabeza contra la tapa del sepulcro, tan fuerte que
removiéndola, porque con poco se removía, empezaba a
abrirse cuando los monjes, que habían rezado maitines,
corrieron allíy conocieron la voz de Ferondo y lo vieron ya
salir del sepulcro, por lo que, espantados todos ante la extrañeza
del hecho, comenzaron a huir y se fueron al abad. El cual, haciendo
semblante de levantarse de la oración, dijo:
Hijos, no temáis; tomad la cruz y el agua
bendita y venid detrás de mi, y veamos lo que el poder de Dios
nos quiere mostrar y así lo hizo.
Estaba Ferondo tan pálido como quien ha estado
tanto tiempo sin ver el cielo, fuera del ataúd; el cual, al
ver al abad, corrió a sus pies y le dijo:
Padre mío, vuestras oraciones,
según me ha sido revelado, y las de San Benito y las de mi
mujer me han sacado de las penas del purgatorio y traído a la
vida de nuevo; por lo que os ruego a Dios que tengáis buenos
días y buenas calendas(105)
hoy y siempre.
El abad dijo:
Alabado sea el poder de Dios. Ve, pues, hijo, pues
que Dios aquíte ha devuelto, y consuela a tu mujer, que
siempre, desde que te fuiste, ha estado llorando, y sé de aquí
en adelante amigo y servidor de Dios.
Dijo Ferondo:
Señor, así ha sido dicho; dejadme
hacer a mí, que en cuanto la encuentre, tanto la besaré
cuanto la quiero.
El abad, quedándose con sus monjes,
mostrósentir por esta cosa una gran admiración e hizo
cantar devotamente el miserere. Ferondo tornó a su villa,
donde, quien lo veía huía de él como suele
hacerse de las cosas horribles, pero él, llamándole,
afirmaba que había resucitado. La mujer también tenía
miedo de él, pero después de que la gente fue tomando
confianza con él, y, viendo que estaba vivo, le preguntaban
sobre muchas cosas; convertido en sabio, a todos respondía y
daba noticias de las almas de sus parientes, y hacía por sí
mismo las más bellas fábulas del mundo sobre los hechos
del purgatorio, y delante de todo el pueblo contó la
revelación que había sido hecha por boca de Arañuelo
Grabiel(106)
antes de que resucitase.
Por la cual cosa, volviéndose a casa con la mujer
y entrado en posesión de sus bienes, la preñó a
su parecer, y sucedió por ventura que llegado el tiempo
oportuno en opinión de los tontos, que creen que la mujer
lleva a los hijos precisamente nueve meses, la mujer parió un
hijo varón, que fue llamado Benedetto Ferondo. La vuelta de
Ferondo y sus palabras, al creer casi todo el mundo que había
resucitado, acrecentaron sin límites la fama de la santidad
del abad; y Ferondo, que por sus celos había recibido muchas
palizas, según la promesa que el abad había hecho a la
mujer, dejóde ser celoso de allíen adelante, con lo
que, contenta la mujer, honestamente como solía con él
vivió aunque, cuando convenientemente podía, de buen
grado se encontraba con el santo abad que bien y diligentemente en
sus mayores necesidades la había servido.
NOVELA NOVENA
Giletta
de Narbona cura al rey de Francia de una fístula; le pide por
marido a Beltramo de Rosellón, el cual, desposándose
con ella contra su voluntad, a Florencia se va enojado; donde,
cortejando a una joven, en lugar de ella, Giletta se acuesta con él
y tiene de él dos hijos, por lo que él, después,
sintiendo amor por ella, la tuvo como mujer(107)
Quedaba, al no querer negar su privilegio a Dioneo,
solamente la reina por contar su historia (como fuera que ya había
terminado la novela de Laureta); por lo cual, ésta, sin
esperar a ser solicitada por los suyos, así , toda amorosa,
comenzó a hablar:
¿Quién contará ahora ya una
historia que parezca buena, habiendo escuchado la de Laureta? Alguna
ventaja ha sido que ella no fuese la primera, que luego pocas de las
otras nos hubieran gustado, y así espero que suceda con las
que esta jornada quedan por contar. Pero sea como sea, aquella que
sobre el presente asunto se me ocurre os contaré.
En el reino de Francia hubo un gentilhombre que era
llamado Isnardo, conde del Rosellón, el cual, porque poca
salud tenía, siempre tenía a su lado a un médico
llamado maestro Gerardo de Narbona. Tenía el dicho conde un
solo hijo pequeño, llamado Beltramo, el cual era hermosísimo
y amable, y con él otros niños de su edad se educaban,
entre los cuales estaba una niña del dicho médico
llamada Giletta, la cual infinito amor, y más allá de
lo que convenía a su tierna edad ardiente, puso en este
Beltramo. El cual, muerto el conde y confiado él a las manos
del rey, tuvo que irse a París, de lo que la jovencilla quedó
vehementemente desconsolada; y habiendo muerto el padre de ella no
mucho después, si alguna razón honesta hubiera tenido,
de buen grado a París para ver a Beltramo habría ido;
pero estando muy guardada, porque rica y sola había quedado,
no encontraba ningún camino honesto. Y siendo ella ya de edad
de tomar marido, no habiendo podido nunca olvidar a Beltramo, a
muchos con quienes sus parientes habían querido casarla había
rechazado sin manifestar la razón.
Ahora, sucedió que, inflamada ella en el amor de
Beltramo más que nunca, porque hermosísimo joven oía
que se había hecho, vino a oír una noticia, de cómo
al rey de Francia, de un nacido que había tenido en el pecho y
le había sido curado mal, le había quedado una fístula
que grandísima molestia y grandísimo dolor le
ocasionaba, y no se había podido todavía encontrar un
médico (aunque muchos lo hubiesen intentado) que lo hubiera
podido curar de aquello, sino que todos lo habían empeorado;
por la cual cosa el rey, desesperándose, ya de ninguno quería
consejo ni ayuda. De lo que la joven se puso sobremanera contenta y
pensóno solamente por aquello tener una razón legítima
para ir a París, sino que, si fuese la enfermedad que ella
creía, que fácilmente podría tener a Beltramo
por marido.
Con lo que, como quien en el pasado del padre había
aprendido muchas cosas, hechos sus polvos con ciertas hierbas útiles
para la enfermedad que pensaba que era, montó a caballo y a
París se fue. Y antes de haber hecho nada se ingenió
para ver a Beltramo, y luego, venida delante del rey, de gracia le
pidió que su enfermedad le mostrase. El rey, viéndola
joven hermosa y agradable, no se lo supo negar, y se la mostró.
En cuanto la hubo visto, incontinenti sintió esperanzas de
poder curarlo, y dijo:
Monseñor, si os place, sin ninguna molestia
o trabajo vuestro, espero en Dios que en ocho días os sanaré
de esta enfermedad.
El rey, para sí mismo, se burlóde sus
palabras diciendo:
¿Lo que los mayores médicos del
mundo no han podido ni sabido, una mujer joven cómo podrá
saberlo?
Pero le agradeciósu buena voluntad y repuso que
se había propuesto no seguir ya ningún consejo de
médico. La joven le dijo:
Monseñor, desprecias mi arte porque joven
soy y mujer, pero os recuerdo que yo no curo con mi ciencia, sino con
la ayuda de Dios y con la ciencia del maestro Gerardo narbonense, que
fue mi padre y famoso médico mientras vivió .
El rey, entonces se dijo: «Tal vez me ha mandado
Dios a ésta; ¿por qué no pruebo lo que sabe
hacer, pues dice que sin sufrir molestias me curará en poco
tiempo?», y habiendo decidido probarlo, dijo:
Damisela, y si no me curáis, después
de hacernos romper nuestra decisión, ¿qué
queréis que se os haga?
Monseñor repuso la joven,
vigiladme, y si antes de ocho días no os curo, hacedme quemar;
pero si os curo, ¿qué premio me daréis?
El rey le respondió :
Me parecéis aún sin marido; si lo
hacéis, os casaremos bien y altamente.
La joven le dijo:
Monseñor, verdaderamente me place que vos
me caséis, pero quiero a un marido tal cual yo os lo pida,
entendiendo que no os debo pedir ninguno de vuestros hijos ni de la
familia real.
El rey enseguida le prometióhacerlo. La joven
comenzósu cura y, en breve, antes del tiempo fijado, le
devolvió la salud, por lo que el rey, sintiéndose
curado, dijo:
Damisela, os habéis ganado bien el marido.
Ella le contestó:
Pues, monseñor, he ganado a Beltramo de
Rosellón, a quien infinitamente en mi infancia comencé
a amar y desde entonces siempre he amado sumamente.
Fuerte cosa pareció al rey tenérselo que
dar, pero como prometido lo había, no queriendo faltar a su
palabra, lo hizo llamar y así le dijo:
Beltramo, sois ya maduro y fornido: queremos que
volváis a gobernar vuestro condado y que con vos llevéis
a una damisela que os hemos dado por mujer.
Dijo Beltramo:
¿Y quién es la damisela, monseñor?
El rey le repuso:
Es aquella que con sus medicinas me ha devuelto la
salud.
Beltramo, que la conocía y la había visto,
aunque muy bella le pareciese, conociendo que no era de linaje que a
su nobleza correspondiera, todo ofendido dijo:
Monseñor, ¿pues me queréis
dar por mujer a una mendiga? No plazca a Dios que tal mujer tome
jamás.
El rey le dijo:
¿Pues queréis vos que no cumplamos
nuestra palabra, que para recobrar la salud dimos a la damisela que
os ha pedido por marido en galardón?
Monseñor dijo Beltramo, podéis
quitarme cuanto tengo, y darme, como vuestro hombre que soy, a quien
os place: pero estad seguro de esto, que nunca estarécontento
con tal matrimonio.
Sílo estaréis dijo el rey,
porque la damisela es hermosa y prudente y os ama mucho, por lo que
esperamos que mucho más feliz vida tengáis con ella que
tendríais con una dama de más alto linaje.
Beltramo se calló y el rey hizo preparar con gran
aparato la fiesta de las bodas; y llegado el día para ello
determinado, por muy de mala gana que lo hiciera Beltramo, en
presencia del rey la damisela se casó con quien más que
a ella misma amaba. Y hecho esto, como quien ya pensado tenía
lo que debía hacer, diciendo que a su condado volver quería
y consumar allíel matrimonio, pidió licencia al rey;
y, montado a caballo, no a su condado se fue, sino que se vino a
Toscana.
Y sabiendo que los florentinos peleaban con los
sieneses, a ponerse a su lado se dispuso, donde alegremente recibido
y con honor, hecho capitán de cierta cantidad de gente y
recibiendo de ellos buen salario, a su servicio se quedó y
estuvo mucho tiempo. La recién casada, poco contenta de tal
suerte, esperando poder con sus sabias obras hacerlo volver a su
condado se fue al Rosellón, donde por todos como su señora
fue recibida. Encontrando allí, por el largo tiempo que sin
conde había estado, todas las cosas descompuestas y
estragadas, como señora prudente con gran diligencia y
solicitud todas las cosas puso en orden, por lo que los súbditos
mucho contento tuvieron y la tuvieron en mucha estima y le tomaron
gran amor, reprochando mucho al conde que con ella no se contentara.
Habiendo la señora recompuesto todo el país, por dos
caballeros se lo comunicó al conde, rogándole que, si
por ella no quería venir a su condado, se lo comunicase, y
ella, por complacerle, se iría; a los cuales él,
durísimamente, dijo:
Que haga lo que le plazca: en cuanto a mí,
volveréallí a estar con ella cuando tenga este anillo
en su dedo, y en los brazos un hijo engendrado por mí.
Tenía el anillo en gran aprecio y nunca se
separaba de él, por cierto poder que le habían dado a
entender que tenía. Los caballeros oyeron la dura condición
puesta con aquellas dos cosas casi imposibles, y viendo que con sus
palabras de su intención no podían moverle, volvieron a
la señora y su respuesta le contaron. La cual, muy dolorida,
después de pensarlo mucho, deliberó querer saber si
aquellas dos cosas podían ocurrir y dónde, para que
como resultado pudiera recobrar a su marido. Y habiendo pensado lo
que debía hacer, reunidos una parte de los mayores y mejores
hombres de su condado, les contóordenadamente y con palabras
dignas de compasión lo que antes había hecho por amor
del conde, y mostrólo que había sucedido por aquello,
y finalmente les dijo que su intención no era que por su
estancia allíel conde estuviera en perpetuo exilio, por lo
que entendía consumir lo que le quedase de vida en
peregrinaciones y en obras de misericordia por la salvación de
su alma; y les rogó que la protección y el gobierno del
condado tomasen y se lo significasen al conde, que ella vacía
y libre le había dejado su posesión y se había
alejado con intención de nunca volver al Rosellón.
Aquí, mientras ella hablaba, fueron derramadas
lágrimas por muchos de aquellos hombres buenos y le hicieron
muchos ruegos de que le pluguiese cambiar de opinión y
quedarse; pero de nada sirvieron. Ella, encomendándolos a
Dios, con un primo suyo y una camarera, en hábito de
peregrinos, bien surtidos de dineros y valiosas joyas, sin que nadie
supiese dónde iba, se puso en camino y no se detuvo hasta que
llegó a Florencia; y llegada allípor acaso a una
posadita que tenía una buena mujer viuda, simplemente y a
guisa de pobre peregrina estaba, deseosa de oír noticias de su
señor.
Sucedió , pues, que al día siguiente vio
pasar a Beltramo por delante de la posada, a caballo con su compañía,
y aunque muy bien lo conocióno dejóde preguntar a la
buena mujer de la posada quién era. La posadera le respondió :
Es un gentilhombre forastero que se llama el conde
Beltramo, amable y cortés y muy amado en esta ciudad; y lo más
enamorado del mundo de una vecina nuestra, que es mujer noble, pero
pobre. Verdad es que honestísima joven es, y por pobreza no se
ha casado aún, sino que con su madre, prudentísima y
buena señora, vive; y tal vez, si no fuese por esta su madre,
habría ella hecho ya lo que este conde hubiera querido.
La condesa, oyendo estas palabras, las retuvo bien; y
más menudamente examinando y viniendo a todos los detalles, y
bien comprendidas todas las cosas, tomósu decisión, y
aprendida la casa y el nombre de la señora y de su hija amada
por el conde, un día, ocultamente, en hábito de
peregrina, allíse fue, y a la señora y a su hija
encontrando muy pobremente, saludándolas, dijo a la señora
que cuando le placiese quería hablarle. La honrada señora,
levantándose, dijo que estaba pronta a escucharla; y entrando
solas en una alcoba suya, y tomando asiento, comenzó la
condesa:
Señora, me parece que os contáis
entre las enemigas de la fortuna como me cuento yo, pero si
quisierais, por ventura podríais a vos y a mí
consolarnos.
La señora respondió que nada deseaba tanto
cuanto consolarse honestamente. Siguió la condesa:
Me es necesaria vuestra palabra, en la que si
confío y vos me engañaseis, echaríais a perder
vuestros asuntos y los míos.
Con confianza dijo la noble señora,
decid todo lo que gustéis, que nunca por míseréis
engañada.
Entonces la condesa, comenzando con su primer
enamoramiento, quién era ella y lo que hasta aquel día
le había sucedido le contó, de tal manera que la noble
señora, como quien ya en parte lo había oído a
otros, comenzóde ella a sentir compasión. Y la
condesa, contadas sus aventuras, siguió:
Ya habéis oído, entre mis otras
angustias, cuáles son las dos cosas que necesito tener si
quiero tener a mi marido, las cuales a nadie más conozco que
pueda ayudarme a adquirirlas sino a vos, si es verdad lo que
entiendo, esto es, que el conde mi marido sumamente a vuestra hija
ama.
La noble señora le dijo:
Señora, si el conde ama a mi hija no lo sé ,
pero mucho lo aparenta; ¿pero qué puedo yo por ello
lograr de lo que vos deseáis?
Señora repuso la condesa, os lo
diré, pero primeramente os quiero mostrar lo que quiero daros
si me ayudáis. Veo que vuestra hija es hermosa y en edad de
darle marido, y por lo que he entendido y me parece comprender, no
tener dote para darle os la hace tener en casa. Entiendo, en
recompensa del servicio que me hagáis, darle prestamente de
mis dineros la dote que vos misma estiméis que para casarla
honradamente sea necesaria.
A la señora, como a quien estaba en necesidad, le
plugo la oferta, pero como tenía el ánimo noble, dijo:
Señora, decidme lo que puedo hacer por vos,
y si es honesto para mílo harécon gusto, y vos luego
haréis lo que os plazca.
Dijo entonces la condesa:
Necesito que vos, por alguien de quien os fiéis,
hagáis decir al conde mi marido que vuestra hija está
dispuesta a hacer lo que él guste si puede cerciorarse de que
la ama como aparenta, lo que nunca creerá si no le envía
el anillo que lleva en la mano y que ella ha oído que él
ama tanto; el cual si se lo manda, vos me lo daréis; y luego
le mandaréis decir que vuestra hija está dispuesta a
hacer su gusto, y le haréis venir aquíocultamente y
escondidamente a mí, en lugar de a vuestra hija, me pondréis
a su lado. Tal vez me conceda Dios la gracia de quedar preñada;
y así luego, teniendo su anillo en el dedo y en los brazos a
un hijo por él engendrado, le conquistaréy con él
vivirécomo la mujer debe vivir con su marido, habiendo sido
vos la ocasión de ello.
Grave cosa parecióésta a la señora,
temiendo que fuese a seguirse de ella vergüenza para su hija;
pero pensando que era cosa honrada dar ocasión a que la buena
señora recuperase a su marido y que con honesto fin se ponía
a hacer aquello, confiándose a sus buenos y honrados
sentimientos, no solamente prometióhacerlo a la condesa sino
que pocos días después, con secreta cautela, según
las órdenes que había dado, tuvo el anillo (aunque un
tantillo le costase al conde) y a ella en lugar de a su hija
magistralmente puso en la cama con el conde.
En los cuales primeros ayuntamientos afectuosísimamente
por el conde buscados, como agradó a Dios, la señora
quedópreñada de dos hijos varones, como el parto hizo
manifiesto a su debido tiempo. Y no solamente una vez alegró
la noble señora a la condesa con los abrazos del marido, sino
muchas, tan secretamente actuando que nunca se supo una palabra de
ello: creyendo siempre el conde que no con su mujer sino con aquella
a quien amaba había estado. A quien cuando se iba a ir por las
mañanas, había dado diversas joyas hermosas y de valor,
que diligentemente la condesa guardaba. La cual, sintiéndose
preñada, no quiso más a la honrada señora
imponer tal ayuda, sino que le dijo:
Señora, por merced de Dios y vuestra tengo
lo que deseaba, y por ello es tiempo que haga lo que os agrade, para
irme después.
La honrada señora le dijo que si había
hecho algo que le agradase, que le placía, pero que no lo
había hecho por ninguna esperanza de galardón sino
porque le parecía deber hacerlo para obrar bien. La condesa le
dijo:
Señora, mucho me place, y así , por
otra parte, no entiendo daros lo que me pidáis por galardón,
sino por obrar bien, que a míme parece que debe hacerse así .
La honrada señora entonces, por la necesidad
obligada, con grandísima vergüenza, cien liras le pidió
para casar a su hija. La condesa, conociendo su vergüenza y
oyendo su discreta petición, le dio quinientas y tantas joyas
hermosas y valiosas que por ventura valían otro tanto; con lo
que la honrada señora, mucho más que contenta, las
gracias que mejor pudo a la condesa dio, la cual, separándose
de ella, se volvió a la posada.
La honrada señora, por quitar ocasión a
Beltramo de mandar a nadie ni venir a su casa, con la hija se fue al
campo a casa de sus parientes, y Beltramo de allí a poco
tiempo, reclamado por sus hombres, a su casa, oyendo que la condesa
se había alejado, se volvió . La condesa, oyendo que se
había ido de Florencia, y vuelto a su condado, se puso muy
contenta; y se quedó en Florencia hasta que el tiempo del
parto vino, y dio a luz a dos hijos varones parecidísimos a su
padre, a los que hizo diligentemente criar.
Y cuando le parecióoportuno, poniéndose
en camino, sin ser por nadie reconocida, con ellos se vino a
Montpellier; y descansando allí algunos días, y sobre
el conde y dónde estuviera habiendo indagado, y enterándose
de que el día de Todos los Santos en el Rosellón iba a
hacer una gran fiesta de damas y caballeros, siempre disfrazada de
peregrina (como había salido de allí), allá se
fue. Y oyendo a las damas y los caballeros reunidos en el palacio del
conde estar para sentarse a la mesa, sin cambiarse de hábito,
con sus hijuelos en los brazos subiendo a la sala, abriéndose
paso entre todos, allá se fue hasta donde vio al conde, y
arrojándosele a los pies, dijo llorando:
Señor mío, yo soy tu desventurada
esposa, que por dejarte volver y estar en tu casa, largamente he
andado rodando. Por Dios te requiero a que las condiciones que me
pusiste por los dos caballeros que te mandélas mantengas: y
aquíestá tu anillo en mi dedo, y aquí, en mis
brazos, tengo no a uno sino a dos hijos tuyos. Es hora ya de que deba
por ti ser recibida como mujer, según tu promesa.
El conde, al oír esto, todo se desvaneció
y reconoció el anillo, y también a los dos hijos, tanto
se le parecían; pero dijo:
¿Cómo puede haber sucedido esto?
La condesa, con gran maravilla del conde y de todos
cuantos presentes estaban, ordenadamente contólo que había
pasado y cómo; por lo cual el conde, conociendo que decía
la verdad y viendo su perseverancia y su buen juicio, y además
a aquellos dos hijitos tan hermosos, para cumplir lo que prometido
había y por complacer a todos sus hombres y a las damas, que
todos le rogaban que a ésta como su legítima esposa
acogiera ya y honrase, depuso su obstinada dureza e hizo ponerse en
pie a la condesa, y la abrazó y besó y por su legítima
mujer la reconoció, y a aqué llos por hijos suyos; y
haciéndola vestirse con ropas convenientes a ella, con
grandísimo placer de cuantos allí había y de
todos sus otros vasallos que aquello oyeron, hizo no solamente todo
aquel día, sino muchísimos otros grandísima
fiesta, y de aquel día en adelante a ella siempre como a su
esposa y mujer honrada, la amó y la apreciósumamente.
NOVELA DÉCIMA
Alibech
se hace ermitaña, y el monje Rústico la enseña a
meter al diablo en el infierno, después, llevada de allí,
se convierte en la mujer de Neerbale.
Dioneo, que diligentemente la historia de la reina
escuchado había, viendo que estaba terminada y que sólo
a él le faltaba novelar, sin esperar órdenes,
sonriendo, comenzó a decir:
Graciosas señoras, tal vez nunca hayáis
oído contar cómo se mete al diablo en el infierno, y
por ello, sin apartarme casi del argumento sobre el que vosotras todo
el día habéis discurrido, os lo puedo decir: tal vez
también podáis salvar a vuestras almas luego de haberlo
aprendido, y podréis también conocer que por mucho que
Amor en los alegres palacios y las blandas cámaras más
a su grado que en las pobres cabañas habite, no por ello
alguna vez deja de hacer sentir sus fuerzas entre los tupidos bosques
y los rígidos alpes, por lo que comprender se puede que a su
potencia están sujetas todas las cosas.
Viniendo, pues, al asunto, digo que en la ciudad de
Cafsa, en Berbería, hubo hace tiempo un hombre riquísimo
que, entre otros hijos, tenía una hijita hermosa y donosa cuyo
nombre era Alibech; la cual, no siendo cristiana y oyendo a muchos
cristianos que en la ciudad había alabar mucho la fe cristiana
y el servicio de Dios, un día preguntó a uno de ellos
en qué materia y con menos impedimentos pudiese servir a Dios.
El cual le repuso que servían mejor a Dios aquellos que más
huían de las cosas del mundo, como hacían quienes en
las soledades de los desiertos de la Tebaida se habían
retirado. La joven, que simplicísima era y de edad de unos
catorce años, no por consciente deseo sino por un impulso
pueril, sin nada decir a nadie, a la mañana siguiente hacia el
desierto de Tebaida, ocultamente, sola, se encaminó; y con
gran trabajo suyo, continuando sus deseos, después de algunos
días a aquellas soledades llegó , y vista desde lejos
una casita, se fue a ella, donde a un santo varón encontró
en la puerta, el cual, maravillándose de verla allí, le
preguntóqué es lo que andaba buscando. La cual repuso
que, inspirada por Dios, estaba buscando ponerse a su servicio, y
también quién la enseñara cómo se le
debía servir. El honrado varón, viéndola joven y
muy hermosa, temiendo que el demonio, si la retenía, lo
engañara, le alabósu buena disposición y,
dándole de comer algunas raíces de hierbas y frutas
silvestres y dátiles, y agua a beber, le dijo:
Hija mía, no muy lejos de aquí hay
un santo varón que en lo que vas buscando es mucho mejor
maestro de lo que soy yo: irás a él.
Y le enseñó el camino; y ella, llegada a
él y oídas de éste estas mismas palabras, yendo
más adelante, llegó a la celda de un ermitaño
joven, muy devota persona y bueno, cuyo nombre era Rústico, y
la petición le hizo que a los otros les había hecho. El
cual, por querer poner su firmeza a una fuerte prueba, no como los
demás la mandóirse, o seguir más adelante, sino
que la retuvo en su celda; y llegada la noche, una yacija de hojas de
palmera le hizo en un lugar, y sobre ella le dijo que se acostase.
Hecho esto, no tardaron nada las tentaciones en luchar contra las
fuerzas de éste, el cual, encontrándose muy engañado
sobre ellas, sin demasiados asaltos volvió las espaldas y se
entregó como vencido; y dejando a un lado los pensamientos
santos y las oraciones y las disciplinas, a traerse a la memoria la
juventud y la hermosura de ésta comenzó, y además
de esto, a pensar en qué vía y en qué modo
debiese comportarse con ella, para que no se apercibiese que él,
como hombre disoluto, quería llegar a aquello que deseaba de
ella.
Y probando primero con ciertas preguntas, que no había
nunca conocido a hombre averiguó y que tan simple era como
parecía, por lo que pensócómo, bajo especie de
servir a Dios, debía traerla a su voluntad. Y primeramente con
muchas palabras le mostrócuán enemigo de Nuestro Señor
era el diablo, y luego le dio a entender que el servicio que más
grato podía ser a Dios era meter al demonio en el infierno,
adonde Nuestro Señor le había condenado. La jovencita
le preguntócómo se hacía aquello; Rústico
le dijo:
Pronto lo sabrás, y para ello harás
lo que a míme veas hacer.
Y empezó a desnudarse de los pocos vestidos que
tenía, y se quedócompletamente desnudo, y lo mismo
hizo la muchacha; y se puso de rodillas a guisa de quien rezar
quisiese y contra él la hizo ponerse a ella. Y estando así ,
sintiéndose Rústico más que nunca inflamado en
su deseo al verla tan hermosa, sucedió la resurrección
de la carne; y mirándola Alibech, y maravillándose,
dijo:
Rústico, ¿qué es esa cosa que
te veo que así se te sale hacia afuera y yo no la tengo?
Oh, hija mía dijo Rústico,
es el diablo de que te he hablado; ya ves, me causa grandísima
molestia, tanto que apenas puedo soportarle.
Entonces dijo la joven:
Oh, alabado sea Dios, que veo que estoy mejor que
tú, que no tengo yo ese diablo.
Dijo Rústico:
Dices bien, pero tienes otra cosa que yo no tengo,
y la tienes en lugar de esto.
Dijo Alibech:
¿El qué ?
Rústico le dijo:
Tienes el infierno, y te digo que creo que Dios te
haya mandado aquípara la salvación de mi alma, porque
si ese diablo me va a dar este tormento, si tú quieres tener
de mítanta piedad y sufrir que lo meta en el infierno, me
darás a mígrandísimo consuelo y darás a
Dios gran placer y servicio, si para ello has venido a estos lugares,
como dices.
La joven, de buena fe, repuso:
Oh, padre mío, puesto que yo tengo el
infierno, sea como queréis.
Dijo entonces Rústico:
Hija mía, bendita seas. Vamos y metámoslo,
que luego me deje estar tranquilo.
Y dicho esto, llevada la joven encima de una de sus
yacijas, le enseñócómo debía ponerse
para poder encarcelar a aquel maldito de Dios.
La joven, que nunca había puesto en el infierno a
ningún diablo, la primera vez sintió un poco de dolor,
por lo que dijo a Rústico:
Por cierto, padre mío, mala cosa debe ser
este diablo, y verdaderamente enemigo de Dios, que aun en el
infierno, y no en otra parte, duele cuando se mete dentro.
Dijo Rústico:
Hija, no sucederá siempre así .
Y para hacer que aquello no sucediese, seis veces antes
de que se moviesen de la yacija lo metieron allí, tanto que
por aquella vez le arrancaron tan bien la soberbia de la cabeza que
de buena gana se quedótranquilo.
Pero volviéndole luego muchas veces en el tiempo
que siguió, y disponiéndose la joven siempre obediente
a quitársela, sucedió que el juego comenzó a
gustarle, y comenzó a decir a Rústico:
Bien veo que la verdad decían aquellos
sabios hombres de Cafsa, que el servir a Dios era cosa tan dulce; y
en verdad no recuerdo que nunca cosa alguna hiciera yo que tanto
deleite y placer me diese como es el meter al diablo en el infierno;
y por ello me parece que cualquier persona que en otra cosa que en
servir a Dios se ocupa es un animal.
Por la cual cosa, muchas veces iba a Rústico y le
decía:
Padre mío, yo he venido aquípara
servir a Dios, y no para estar ociosa; vamos a meter el diablo en el
infierno.
Haciendo lo cual, decía alguna vez:
Rústico, no sé por qué el
diablo se escapa del infierno; que si estuviera allíde tan
buena gana como el infierno lo recibe y lo tiene, no se saldría
nunca.
así , tan frecuentemente invitando la joven a
Rústico y consolándolo al servicio de Dios, tanto le
había quitado la lana del jubón que en tales ocasiones
sentía frío en que otro hubiera sudado; y por ello
comenzó a decir a la joven que al diablo no había que
castigarlo y meterlo en el infierno más que cuando él,
por soberbia, levantase la cabeza:
Y nosotros, por la gracia de Dios, tanto lo hemos
desganado, que ruega a Dios quedarse en paz.
Y así impuso algún silencio a la joven, la
cual, después de que vio que Rústico no le pedía
más meter el diablo en el infierno, le dijo un día:
Rústico, si tu diablo está castigado
y ya no te molesta, a mími infierno no me deja tranquila; por
lo que bien harás si con tu diablo me ayudas a calmar la rabia
de mi infierno, como yo con mi infierno te he ayudado a quitarle la
soberbia a tu diablo.
Rústico, que de raíces de hierbas y agua
vivía, mal podía responder a los envites; y le dijo que
muchos diablos querrían poder tranquilizar al infierno, pero
que él haría lo que pudiese; y así alguna vez la
satisfacía, pero era tan raramente que no era sino arrojar un
haba en la boca de un león; de lo que la joven, no
pareciéndole servir a Dios cuanto quería, mucho
rezongaba. Pero mientras que entre el diablo de Rústico y el
infierno de Alibech había, por el demasiado deseo y por el
menor poder, esta cuestión, sucedió que hubo un fuego
en Cafsa en el que en la propia casa ardió el padre de Alibech
con cuantos hijos y demás familia tenía; por la cual
cosa, Alibech, de todos sus bienes quedóheredera. Por lo que
un joven llamado Neerbale, habiendo en magnificencias gastado todos
sus haberes, oyendo que ésta estaba viva, poniéndose a
buscarla y encontrándola antes de que el fisco se apropiase de
los bienes que habían sido del padre, como de hombre muerto
sin herederos, con gran placer de Rústico y contra la voluntad
de ella, la volvió a llevar a Cafsa y la tomó por
mujer, y con ella de su gran patrimonio fue heredero. Pero
preguntándole las mujeres que en qué servía a
Dios en el desierto, no habiéndose todavía Neerbale
acostado con ella, repuso que le servía metiendo al diablo en
el infierno y que Neerbale había cometido un gran pecado con
haberla arrancado a tal servicio.
Las mujeres preguntaron:
¿Cómo se mete al diablo en el
infierno?
La joven, entre palabras y gestos, se lo mostró;
de lo que tanto se rieron que todavía se ríen, y
dijeron:
No estés triste, hija, no, que eso también
se hace bien aquí, Neerbale bien servirá contigo a Dios
Nuestro Señor en eso.
Luego, diciéndoselo una a otra por toda la
ciudad, hicieron famoso el dicho de que el más agradable
servicio que a Dios pudiera hacerse era meter al diablo en el
infierno; el cual dicho, pasado a este lado del mar, todavía
se oye. Y por ello vosotras, jóvenes damas, que necesitáis
la gracia de Dios, aprended a meter al diablo en el infierno, porque
ello es cosa muy grata a Dios y agradable para las partes, y mucho
bien puede nacer de ello y seguirse.
Mil veces o más había movido a risa la
historia de Dioneo a las honestas damas, tales y de tal manera les
parecían sus palabras; por lo que, llegado él a la
conclusión de ésta, conociendo la reina que el término
de su señorío había llegado, quitándose
el laurel de la cabeza, muy placenteramente lo puso sobre la cabeza
de Filostrato, y dijo:
Pronto veremos si el lobo sabe mejor guiar a las
ovejas que las ovejas han guiado a los lobos.
Filostrato, al oír esto, dijo riéndose:
Si me hubieran hecho caso, los lobos habrían
enseñado a las ovejas a meter al diablo en el infierno no peor
de lo que hizo Rústico con Alibech; y por ello no nos llaméis
lobos porque no habéis sido ovejas, pero según me ha
sido concedido, gobernaré el reino que se me ha encomendado.
A quien Neifile contestó:
Oye, Filostrato; habríais, queriéndonos
enseñar, podido aprender sensatez como aprendió Masetto
de las monjas y recuperar el habla en tal punto que los huesos sin
dueño habrían aprendido a silbar.
Filostrato, conociendo que había allíno
menos hoces que dardos tenía él, dejando el bromear, a
dedicarse al gobierno del reino encomendado empezó; y haciendo
llamar al senescal, en qué punto estaban todas las cosas quiso
oír, y además de esto, según lo que pensó
que estaría bien y que debía satisfacer a la compañía,
por cuanto su señorío durase, discretamente dispuso, y
después, dirigiéndose a las señoras, dijo:
Amorosas señoras, por mi desventura, pues
que mucho dolor he conocido, siempre por la hermosura de alguna de
vosotras he estado sujeto a Amor, y ni el ser humilde ni el ser
obediente ni el secundarlo como mejor he podido conocer en todas sus
costumbres, me ha valido sino primero ser abandonado por otro y luego
andar de mal en peor, y así creo que andaréde aquí
a la muerte, y por ello no de otra materia me place que se hable
mañana sino de lo que a mis casos es más conforme, esto
es, de aquellos cuyos amores tuvieron infeliz final, porque yo con el
tiempo lo espero infelicísimo, y no por otra cosa el nombre
con que me llamáis, por quienes bien sabían lo que
decían, me fue impuesto.
Y dicho esto, poniéndose en pie, hasta la hora de
la cena dio a todos licencia.
Era tan hermoso el jardín y tan
deleitable que no hubo ninguna que eligiera salir de él para
mayor placer hallar en otra parte; así , no causando el sol, ya
tibio, ninguna molestia para seguirlos, a los cabritillos y los
conejos y los otros animales que estaban en él y que, mientras
estaban sentados unas cien veces, saltando por medio de ellos, habían
venido a molestarlos, se pusieron algunos a seguir. Dioneo y Fiameta
comenzaron a cantar sobre micer Guglielmo y la Dama del Vergel(108)
Filomena y Pánfilo se pusieron a jugar al ajedrez, y así ,
quién haciendo esto, quién haciendo aquello, pasándose
el tiempo, apenas esperada, la hora de la cena llegó ; por lo
que, puestas las mesas en torno a la bella fuente, allí con
grandísimo deleite cenaron por la noche. Filostrato, por no
salir del camino seguido por quienes reinas antes que él
habían sido, cuando se levantaron las mesas, mandó que
Laureta guiase una danza y cantase una canción; la cual dijo:
Señor mío, canciones de los demás
no sé , ni de las mías tengo en la cabeza ninguna que
sea lo bastante conveniente a tan alegre compañía; si
queréis de las que sé , las cantaréde buena
gana.
El rey le dijo:
Nada de lo tuyo podría ser sino bello y
placentero, y por ello, lo que sepas, cántalo.
Laureta, con voz asaz suave, pero con manera un tanto
lastímera, respondiéndole las demás, comenzó
así .
Nadie tan desolada
como yo ha de
quejarse,
que triste, en vano, gimo enamorada.
Aquel que mueve
el cielo y toda estrella(109)me
formó a su placer
linda, gallarda, y tan graciosa y
bella,
para aquíabajo al intelecto ser
una señal
de aquella
belleza que jamás deja de ver,
mas el mortal
poder(110),
conociéndome
mal,
no me valora, soy menospreciada.
Ya hubo quien me quiso y, muy de grado,
siendo
joven me abrió
sus brazos y su pecho y su cuidado,
y en
la luz de mis ojos se inflamó,
y el tiempo (que afanado
se
escapa) a cortejarme dedicó,
y siendo cortés
yo
digna de él supe hacerme,
pero ahora estoy de aquel
amor privada.
A míllegó después,
presuntuoso,
un mozalbete fiero
reputándose noble y
valeroso,
su prisionera soy, y el traicionero
hoy se ha vuelto
celoso;
por lo que, triste, casi desespero,
puesto que
verdadero
es que, viniendo al mundo
por bien de muchos, de uno
respondísíde aquella oscura
en que alegre me vi,
mientras con ésta
llevo una vida dura,
mucho menor que
la pasada honesta.
¡Oh dolorosa fiesta,
antes muerta me
viese
que haber sido en tal caso desgraciada!
Oh caro amante, con quien fui primero
más
que nadie dichosa,
que ahora en el cielo ves al verdadero
creador,
mírame con tu piadosa
bondad, ya que por otro
no te
puedo olvidar, haz la amorosa
llama arder por mí,
soy guardada.
Maldigo mi ventura
que, por cambiarme
en esta
veste(111)
ansiosa,
y ruega que yo vuelva a esa morada.
Aquí puso fin Laureta a su canción,
que, oída por todos, diversamente por cada uno fue entendida;
y los hubo que entendieron a la milanesa que mejor era un buen puerco
que una bella moza(112)
otros fueron de más sublime y mejor y más verdadero
intelecto, sobre el que al presente no es propio recitar. El rey,
después de ésta, sobre la hierba y entre las flores
habiendo hecho encender muchas velas dobles, hizo cantar otras hasta
que todas las estrellas que subían comenzaron a caer; por lo
que, pareciéndole tiempo de dormir, mandó que con las
buenas noches cada uno a su alcoba se fuese.
TERMINA LA
TERCERA JORNADA
CUARTA JORNADA
COMIENZA LA CUARTA JORNADA DEL DECAMERóN, EN
LA CUAL, BAJO EL GOBIERNO DE FILOSTRATO, SE RAZONA SOBRE AQUELLOS
CUYOS AMORES TUVIERON UN FINAL INFELIZ.
CARíSIMAS señoras, tanto por
las palabras oídas a los hombres sabios como por las cosas por
mímuchas veces vistas y leídas, juzgaba yo que el
impetuoso viento y ardiente de la envidia no debía golpear
sino las altas torres y las más elevadas cimas de los árboles;
pero en mi opinión me encuentro sobremanera engañado.
Porque huyendo yo, y habiéndome siempre ingeniado en huir el
fiero ímpetu de ese rabioso espíritu, no solamente por
las llanuras sino también por los profundísimos valles,
callado y escondido, me he ingeniado en andar; lo que puede aparecer
asaz manifiesto a quien las presentes novelitas mira, que no
solamente en florentino vulgar y en prosa están escritas por
míy sin título sino también en estilo
humildísimo y bajo cuanto más se puede, y no por todo
ello he podido dejar de ser fieramente atacado por tal viento (hasta
casi desarraigado) y de ser todo lacerado por los mordiscos de la
envidia(113)
por lo que asaz manifiestamente puedo comprender que es verdad lo que
suelen decir los sabios que sólo la miseria deja de ser
envidiada en este mundo presente. Pues ha habido quienes, discretas
señoras, leyendo estas novelitas, han dicho que vosotras me
gustáis demasiado y que no es cosa honesta que yo tanto
deleite tome en agradaros y consolaros y algunos han dicho peor: que
en alabaros como lo hago. Otros, mostrando querer hablar más
reflexivamente, han dicho que a mi edad no está bien perseguir
ya estas cosas: esto es, hablar de mujeres y complacerlas.
Y muchos, muy preocupados por mi fama
mostrándose, dicen que más sabiamente haré en
estar con las musas en el Parnaso que en estas chácharas
mezclarme con vosotras. Y hay quienes, más despechada que
sabiamente hablando, han dicho que haría más
discretamente en pensar dónde podría encontrar el pan
que tras estas necedades andar palpando el viento. Y algunos otros,
que de otra guisa han sido las cosas por mícontadas que como
os las digo, se ingenian en detrimento de mis trabajos en demostrar.
así , por tantos y tales soplos, por tan atroces dientes, por
tan agudos, valerosas señoras, mientras en vuestro servicio
milito, estoy azotado, molestado y, en fin, crucificado vivo. Las
cuales cosas con tranquilo ánimo, sábelo Dios, escucho
y oigo, y aunque a vos en esto corresponda por completo mi defensa,
no menos entiendo yo no ahorrar mis fuerzas y sin responder cuanto
sería conveniente, con alguna ligera respuesta quitármelos
de las orejas, y hacer esto sin tardanza porque si ya, no habiendo
llegado al tercio de mi trabajo, son ellos muchos y mucho presumen,
pienso que antes de que llegue al final podrán haberse
multiplicado de manera (no habiendo sufrido antes ninguna repulsa)
que con poco esfuerzo suyo me hundirían, y contra ellos, por
muy grandes que sean, no podrían resistir vuestras fuerzas.
Pero antes de que comience a responder a alguien, me place contar en
mi favor no una historia entera, para que no parezca que quiero mis
historias con aquellas de tan loable compañía como fue
la que os he mostrado mezclar, sino parte de una, para que en su
misma forma incompleta se muestre que no es de aqué llas; y
hablando a mis detractores, digo que:
En nuestra ciudad, hace ya mucho tiempo, hubo un
ciudadano que fue llamado Filippo Balducci, hombre de condición
asaz modesta, pero rico y bien despachado y hábil en las cosas
cuanto su estado lo requería; y tenía a una señora
por mujer a quien tiernamente amaba, y ella a él, y juntos
llevaban una feliz vida, en ninguna otra cosa poniendo tanto afán
como en agradarse enteramente el uno al otro. Ahora, sucedió
que, como sucede a todos, la buena señora falleció y
nada dejósuyo a Filippo sino un único hijo concebido
de él, que de edad de unos dos años era. Él, por
la muerte de su mujer tan desconsolado se quedócomo nunca
quedónadie al perder la cosa amada; y viéndose quedar
solo sin la compañía que más amaba, se decidió
por completo a no pertenecer más al mundo sino dedicarse al
servicio de Dios, y hacer lo mismo de su pequeño hijo. Por lo
que, dando todas sus cosas por el amor de Dios, sin demora se fue a
lo alto del Monte Sinerio y allíen una pequeña celda
se metió con su hijo, con el cual, de limosnas y en ayunos y
en oraciones viviendo, sumamente se guardaba de hablar, allí
donde estaba, de ninguna cosa temporal ni de dejarle ver ninguna de
ellas, para que no lo apartasen de tal servicio, sino que siempre de
la gloria de la vida eterna y de Dios y de los santos hablaba, no
enseñándole otra cosa sino santas oraciones: y en esta
vida muchos años le tuvo, no dejándolo nunca salir de
la celda ni mostrándole ninguna cosa más que a sí
mismo.
Acostumbraba el buen hombre a venir alguna vez a
Florencia, y de allí, según sus necesidades ayudado por
los amigos de Dios, a su celda se volvía. Ahora, sucedió
que siendo ya el muchacho de edad de dieciocho años, y Filippo
viejo, un día le preguntó que dónde iba. Filippo
se lo dijo; al cual dijo el muchacho:
Padre mío, vos sois ya viejo y mal podéis
soportar los trabajos; ¿por qué no me lleváis
una vez a Florencia, para que, haciéndome conocer a los amigos
de Dios y vuestros, yo, que soy joven y tengo más fuerzas que
vos, pueda luego ir a Florencia a vuestros asuntos cuando lo deseéis,
y vos quedaros aquí?
El buen hombre, pensando que ya su hijo era grande, y
estaba tan habituado al servicio de Dios que difícilmente las
cosas del mundo debían ya poder atraerlo, se dijo:
«Bien dice éste».
Por lo que, teniendo que ir, lo llevó consigo.
Allíel joven, viendo los edificios, las casas, las iglesias y
todas las demás cosas de que toda la ciudad se ve llena, como
quien no se acordaba de haberlas visto, comenzó a maravillarse
grandemente, y sobre muchas preguntaba al padre qué eran, y
cómo se llamaban. El padre se lo decía y él,
quedándose contento al oírlo, le preguntaba otra cosa.
Y preguntando de esta manera el hijo y respondiendo el padre, por
ventura se tropezaron con un grupo de bellas muchachas jóvenes
y adornadas que de una fiesta de bodas venían; a las cuales,
en cuanto vio el joven, le preguntó al padre que qué
eran.
El padre le dijo:
Hijo mío, baja la vista, no las mires, que
son cosa mala.
Dijo entonces el hijo:
Pero ¿cómo se llaman?
El padre, por no despertar en el concupiscente apetito
del joven ningún proclive deseo menos que conveniente, no
quiso nombrarlas por su propio nombre, es decir, «mujeres»,
sino que dijo:
Se llaman gansas.
¡Maravillosa cosa de oír! Aquel que nunca
en su vida había visto ninguna, no preocupándose de los
palacios, ni del buey, ni del caballo, ni del asno, ni de los dineros
ni de otra cosa que visto hubiera, súbitamente dijo:
Padre mío, os ruego que hagáis que
tenga yo una de esas gansas.
¡Ay, hijo mío! dijo el padre,
calla: son cosa mala.
El joven, preguntándole, le dijo:
¿Pues así son las cosas malas?
Sídijo el padre.
Y él dijo entonces:
No sé lo que decís, ni por qué
éstas sean cosas malas: en cuanto a mí, no me ha
parecido hasta ahora ver nunca nada tan bello ni tan agradable como
ellas. Son más hermosas que los corderos pintados que me
habéis enseñado muchas veces. ¡Ah!, si os importo
algo, haced que nos llevemos una allá arriba de estas gansas y
yo la llevaréa pastar.
Dijo el padre:
No lo quiero; ¡no sabes tú dónde
pastan!
Y sintióincontinenti que la naturaleza era más
fuerte que su ingenio, y se arrepintióde haberlo llevado a
Florencia. Pero haber hasta aquícontado de la presente novela
me basta, y dirigirme a quienes la he contado.
Dicen, pues, algunos de mis censores que hago mal, oh
jóvenes damas, esforzándome demasiado en agradaros; y
que vosotras demasiado me agradáis. Las cuales cosas
abiertísimamente confieso; es decir, que me agradáis y
que me esfuerzo en agradaros; y les pregunto si de esto se maravillan
considerando no ya el haber conocido el amoroso besarse y el
placentero abrazarse y los ayuntamientos deleitosos que con vos,
dulcísimas señoras, se tienen muchas veces, sino
solamente el haber visto y ver continuamente las corteses costumbres
y la atractiva hermosura y la cortés gallardía y además
de todo esto, vuestra señoril honestidad: cuando aquel que
nutrido, criado, crecido en un monte salvaje y solitario, dentro de
los límites de una pequeña celda, sin otra compañía
que el padre, al veros, solas por él deseadas fuisteis, solas
con afecto seguidas.
¿Habrían de reprenderme, de
amonestarme, de castigarme éstos si yo, cuyo cuerpo el cielo
produjo apto para amaros, y yo desde mi infancia el alma os dediqué
al sentir el poder de la luz de vuestros ojos, la suavidad de las
palabras melifluas y las llamas encendidas por los compasivos
suspiros, si me agradáis y si yo en agradaros me esfuerzo; y
especialmente teniendo en cuenta que antes que nada agradasteis a un
ermitañito, a un jovencillo sin sentido, casi a un animal
salvaje? Por cierto que quien no os ama y por vos no desea ser amado,
como persona que ni los placeres ni la virtud de la natural afección
siente ni conoce me reprende: y poco me preocupo por ello. Y quien
contra mi edad va hablando muestra que mal conoce que aunque el perro
tiene la cabeza blanca, la cola la tiene verde; a los cuales, dejando
a un lado las bromas, respondo que nunca reputarévergonzoso
para míhasta el final de mi vida el complacer a aquellas
cosas a las que Guido Cavalcanti y Dante Alighieri ya viejos, y micer
Gino de Pistoia viejísimo tuvieron en honor, y buscaron su
placer(114)
Y si no fuese que sería salirme del modo que se
acostumbra a hablar, traería aquíen medio la historia,
y la mostraría llena de hombres viejos y valerosos que en sus
más maduros años sumamente se esforzaron en complacer a
las damas, lo que si ellos no lo saben, que vayan y lo aprendan. Que
se quede con las musas en el Parnaso, afirmo que es un buen consejo:
pero no siempre podemos quedarnos con las musas ni ellas con
nosotros. Si cuando sucede que el hombre se separa de ellas, se
deleita en ver cosa que se las asemejan no es de reprochar: las musas
son mujeres, y aunque las mujeres lo que las musas valen no valgan,
sin embargo tienen en el primer aspecto semejanza con ellas, así
que aunque por otra cosa no me agradasen, por ello debían
agradarme; sin contar con que las mujeres ya fueron para mí
ocasión de componer mil versos mientras las musas nunca me
fueron de hacer ninguno ocasión. Ellas me ayudaron bien y me
mostraron cómo componer aquellos mil; y tal vez para escribir
estas cosas, aunque humildísimas sean, también han
venido algunas veces a estar conmigo, en servicio tal vez y en honor
de la semejanza que las mujeres tienen con ellas; por lo que,
tejiendo estas cosas, ni del Monte Parnaso ni de las Musas me separo
tanto cuanto por ventura muchos creen.
Pero ¿qué diremos a aquellos que de mi
fama tienen tanta compasión que me aconsejan que me busque el
pan? Ciertamente no lo sé , pero, queriendo pensar cuál
sería su respuesta si por necesidad se lo pidiera a ellos,
pienso que dirían: «¡Búscatelo en tus
fábulas!». Y ya más han encontrado entre sus
fábulas los poetas que muchos ricos entre sus tesoros, y
muchos ha habido que andando tras de sus fábulas hicieron
florecer su edad, mientras por el contrario, muchos al buscar más
pan del que necesitaban, murieron sin madurar.
¿qué dirémás? Échenme
con malos modos esos tales cuando se lo pida, si bien con la merced
de Dios todavía no lo necesito y si me sobreviniese la
necesidad yo sé , según el Apóstol, vivir en la
abundancia y padecer la miseria; y por ello nadie se preocupe de mí
sino yo. Y los que dicen que estas cosas no han sido así , me
gustaría mucho que encontrasen los originales, que si fueran
discordantes de lo que yo escribo, justa diré que es su
reprimenda y en corregirme yo mismo me ingeniaré; pero
mientras no aparezca nada sino palabras, les dejarécon su
opinión, siguiendo la mía, diciendo de ellos lo que
ellos dicen de mí. Y queriendo haber respondido bastante por
esta vez, digo que con la ayuda de Dios y la vuestra, gentilísimas
señoras, en quien espero, armado y con buena paciencia, con
esto procederéadelante, volviendo las espaldas a este viento
y dejándolo soplar, porque no veo que pueda sucederme a mí
otra cosa que le sucede al menudo polvo, el cual, soplando el
torbellino, o de la tierra no lo mueve, o si lo mueve lo lleva a lo
alto y muchas veces sobre la cabeza de los hombres, sobre las coronas
de los reyes y de los emperadores, y a veces sobre los altos palacios
y sobre las excelsas torres lo deja; de las cuales, si cae, más
abajo no puede llegar del lugar adonde fue llevado. Y si alguna vez
con toda mi fuerza a complaceros en algo me dispuse, ahora más
que nunca me dispondré, porque conozco que otra cosa nadie
podrá decir con razón sino que los demás y yo,
que os amamos, naturalmente obramos; a cuyas leyes (de la naturaleza)
para querer oponerse, demasiado grandes fuerzas se necesitan y muchas
veces no solamente en vano sino con grandísimo daño del
que se afana se ponen en obra. Las cuales fuerzas, confieso que no
las tengo ni deseo tenerlas en esto, y si las tuviese, antes a otros
las prestaría que las usaría para mí. Por lo que
cállense los reprensores, y si calentarse no pueden, vivan
congelados, y en sus deleites (más bien apetitos corruptos)
estándose, a míen el mío, en esta breve vida
que se nos da, me dejen tranquilo. Pero hemos de volver, porque
bastante hemos divagado, oh hermosas señoras, allá de
donde partimos, y el orden empezado seguir.
Arrojado había el sol ya del cielo a todas las
estrellas y de la tierra la húmeda sombra de la noche, cuando
Filostrato, levantándose, a toda su compañía
hizo levantar, y yendo al hermoso jardín, por allí
empezaron a pasearse; y venida la hora de la comida, almorzaron aquí
donde habían cenado la noche pasada. Y de dormir, estando el
sol en su mayor altura, levantándose, de la manera
acostumbrada cerca de la hermosa fuente se sentaron, y entonces
Filostrato a Fiameta mandó que principio diese a las
historias, la cual, sin esperar más a que dicho le fuese,
señorilmente así comenzó:
NOVELA PRIMERA
Tancredo,
príncipe de Salerno, mata al amante de su hija y le manda el
corazón en una copa de oro; la cual, echando sobre él
agua envenenada, se la bebe y muere(115)
Duro asunto para tratar nos ha impuesto hoy nuestro rey,
si pensamos que cuando para alegrarnos hemos venido, tenemos que
hablar de las lágrimas de otros, que no pueden contarse sin
que deje de sentir compasión quien las cuenta y quien las
escucha. Tal vez por moderar un tanto la alegría sentida los
días pasados lo ha hecho; pero sea lo que le haya movido, como
a míno me incumbe cambiar su gusto, un caso lastímero,
y por lo mismo desventurado y digno de nuestras lágrimas,
contaré.
Tancredo, príncipe de Salerno(116)
fue señor asaz humano, y de benigno talante, si en amorosa
sangre, en su vejez, no se hubiera ensuciado las manos; el cual en
todo el tiempo de su vida no tuvo más que una hija, y más
feliz hubiera sido si no la hubiese tenido. Ésta fue por el
padre tan tiernamente amada cuanto hija alguna vez fuese amada por su
padre; y por este tierno amor, habiendo ella ya pasado en muchos años
la edad de tener marido, no sabiendo cómo separarla de él,
no la casaba; luego, por fin, habiéndola dado por mujer a un
hijo del duque de Capua, viviendo con él poco tiempo, se quedó
viuda y volvió con su padre. Era hermosísima en el
cuerpo y el rostro como la mujer que más lo hubiera sido, y
joven y gallarda, y más discreta de lo que por ventura
convenía a una mujer serlo. Y viviendo con el amante padre
como una gran señora, en mucha blandura, y viendo que su
padre, por el amor que le tenía, poco cuidado se tomaba por
casarla otra vez, y a ella cosa honesta no le parecía
pedírselo, pensó en tener, ocultamente si podía
hallarlo, un amante digno de ella. Y viendo a muchos hombres en la
corte de su padre, nobles y no, como nosotros los vemos en las
cortes, y consideradas las maneras y las costumbres de muchos, entre
los otros un joven paje del padre cuyo nombre era Guiscardo, hombre
de nacimiento asaz humilde pero por la virtud y las costumbres noble,
más que otro le agradó y por él calladamente,
viéndolo a menudo, ardientemente se inflamó, estimando
cada vez más sus maneras. Y el joven, que no dejaba de ser
perspicaz, habiéndose fijado en ella, la había recibido
en su corazón de tal manera que de cualquiera otra cosa que no
fuera amarla tenía alejada la cabeza. De tal guisa, pues,
amándose el uno al otro secretamente, nada deseando tanto la
joven como encontrarse con él, ni queriéndose sobre
este amor confiarse a nadie, para poderle declarar su intención
inventó una rara estratagema.
Escribió una carta, y en ella lo que tenía
que hacer el día siguiente para estar con ella le mostró;
y luego, puesta en el hueco de una caña, jugando se la dio a
Guiscardo diciendo:
Con esto harás esta noche un soplillo para
tu sirvienta con que encienda el fuego.
Guiscardo la tomó, y pensando que no
sin razón debía habérsela dado y dicho aquello,
marchándose, con aquello volvió a su casa, y mirando la
caña, y viéndola hendida, la abrió y, hallada
dentro la carta de ella y leída, y bien entendido lo que tenía
que hacer, se sintió el hombre más contento que ha
habido en el mundo, y se dedicó a prepararse para reunirse con
ella según el modo que le había mostrado. Había
junto al palacio del príncipe una gruta cavada en el monte,
hecha en tiempos lejanísimos, a la que daba luz un respiradero
abierto en el monte; el cual, como la gruta estaba abandonada, por
zarzas y por hierbas nacidas por encima, estaba casi obturado; y a
esta gruta, por una escala secreta que había en una de las
cámaras bajas del palacio, que era la de la señora,
podía bajarse, aunque con un fortísimo portón
cerrada estaba. Y estaba tan fuera de la cabeza de todos esta escala,
porque hacía muchísimo tiempo que no se usaba, que casi
ninguno de los que allívivían la recordaba; pero Amor,
a cuyos ojos nada está tan secreto que no lo alcance, se la
había traído a la memoria a la enamorada señora(117)
La cual, para que nadie de ello apercibirse pudiera, muchos días
con sus arneses(118)
mucho había trabajado para que aquel portón pudiera
abrirse; abierto el cual, y sola bajando a la gruta y visto el
respiradero, por él había mandado decir a Giuscardo que
se industriase en bajar, habiéndole dibujado la altura de
aqué l a la tierra haber podía.
Y para cumplir esto, Guiscardo prestamente, preparada
una soga con ciertos nudos y lazadas para poder descender y subir por
ella, y vestido con un cuero que de las zarzas le protegiese, sin
haber dicho nada a nadie, a la noche siguiente al respiradero se fue,
y acomodando bien uno de los cabos de la soga a un fuerte tocón
que en la boca del respiradero había nacido, por ella bajó
a la gruta y esperó a la señora. La cual, al día
siguiente, fingiendo querer dormir, mandadas afuera sus damiselas y
encerrándose sola en la alcoba, abierto el portón, a la
gruta bajó, donde, encontrando a Guiscardo, uno a otro
maravillosas fiestas se hicieron, y viniendo juntos a su alcoba, con
grandísimo placer gran parte de aquel día se quedaron,
y puesto discreto orden en sus amores para que fuesen secretos,
volviéndose a la gruta Guiscardo y ella cerrando el portón,
con sus damiselas se vino afuera.
Guiscardo luego, al venir la noche, subiendo por su
soga, por el respiradero por donde había entrado salió
afuera y se volvió a su casa; y habiendo aprendido este
camino, muchas veces luego, andando el tiempo, allíretornó.
Pero la fortuna, envidiosa de tan largo y de tan grande deleite, con
un doloroso suceso el gozo de los dos amantes volvió triste
llanto. Acostumbraba Tancredo a venir alguna vez solo a la cámara
de su hija, y allí hablar con ella y quedarse un rato, y luego
irse; el cual, un día después de comer, bajando allí,
estando la señora, que Ghismunda tenía por nombre, en
un jardín suyo con todas sus damiselas, en ella entrando, sin
haber sido por nadie visto u oído, no queriendo apartarla de
su distracción, encontrando las ventanas de la alcoba cerradas
y las cortinas de la cama echadas, junto a ellas en una esquina se
sentó en un almohadón; y apoyando la cabeza en la cama
y cubriéndose con la cortina, como si deliberadamente se
hubiera escondido allí, se quedódormido. Y estando
durmiendo de esta manera, Ghismunda, que por desgracia aquel día
había hecho venir a Guiscardo, dejando a sus damiselas en el
jardín, calladamente entró en la alcoba y, cerrándola,
sin apercibirse de que nadie estuviera allí, abierto el portón
a Guiscardo que la esperaba y yéndose los dos a la cama como
acostumbraban, y juntos jugando y solazándose, sucedió
que Tancredo se despertó y oyó y vio lo que Guiscardo y
su hija hacían; y dolorido por ello sobremanera, primero quiso
gritarles, luego tomó el partido de callarse y de quedarse
escondido, si podía, para poder más cautamente obrar y
con menor vergüenza suya lo que ya le había venido la
intención de hacer.
Los dos amantes estuvieron largo tiempo juntos como
acostumbraban, sin apercibirse de Tancredo; y cuando les pareció
tiempo, bajándose de la cama, Guiscardo se volvió a la
gruta y ella salió de la alcoba. De la cual Tancredo, aunque
era viejo, desde una ventana bajó al jardín y sin ser
visto por nadie, mortalmente dolorido, a su cámara volvió .
Y por una orden que dio, al salir del respiradero, la noche siguiente
durante el primer sueño, Guiscardo, tal como estaba con la
vestimenta de cuero embarazado, fue apresado por dos y secretamente
llevado a Tancredo; el cual, al verle, casi llorando dijo:
Guiscardo, mi benignidad contigo no merecía
el ultraje y la vergüenza que en mis cosas me has hecho, como he
visto hoy con mis propios ojos.
Al cual, Guiscardo, nada respondió sino esto:
Amor puede mucho más de lo que podemos vos
y yo.
Mandó entonces Tancredo que
calladamente en alguna cámara de allí adentro
guardado fuese; y así se hizo. Venido el día siguiente,
no sabiendo Ghismunda nada de estas cosas, habiendo Tancredo consigo
mismo pensado varios y diversos procedimientos, después de
comer, según su costumbre se fue a la cámara de la
hija, donde haciéndola llamar y encerrándose dentro con
ella, llorando comenzó a decirle:
Ghismunda, pareciéndome conocer tu virtud y
tu honestidad, nunca habría podido caberme en el ánimo,
aunque me lo hubieran dicho, si yo con mis ojos no lo hubiera visto,
que someterte a algún hombre, si tu marido no hubiera sido,
hubieses no ya hecho sino ni aun pensado; por lo que yo en este poco
resto de vida que mi vejez me conserva siempre estarédolorido
al recordarlo. Y hubiera querido Dios que, pues que a tanta
deshonestidad encaminarte debías, hubieses tomado un hombre
que a tu nobleza hubiera sido conveniente; pero entre tantos que mi
corte frecuentan, elegiste a Guiscardo, joven de condición
vilísima en nuestra corte casi como por el amor de Dios desde
niño hasta este día criado; por lo que en grandísimo
afán de ánimo me has puesto no sabiendo qué
partido tomar sobre ti. De Guiscardo, a quien esta noche hice prender
cuando por el respiradero salía y lo tengo en prisión,
ya he determinado qué hacer, pero de ti sabe Dios que no sé
qué hacer. Por una parte, me arrastra el amor que siempre te
he tenido más que ningún padre tuvo a su hija y por la
otra me arrastra la justísima ira ocasionada por tu gran
locura: aqué l quiere que te perdone y éste quiere que
contra mi misma naturaleza me ensañe; pero antes de tomar
partido, deseo oírte lo que tengas que decir a esto.
Y dicho esto, bajó el rostro, llorando tan
fuertemente como habría hecho un muchacho apaleado. Ghismunda,
al oír a su padre y al conocer no solamente que su secreto
amor había sido descubierto sino que Guiscardo estaba preso,
un dolor indecible sintió y de mostrarlo con gritos y con
lágrimas, como la mayoría de las mujeres hace, estuvo
muchas veces cerca, pero venciendo esta vileza su ánimo
altanero, su rostro con maravillosa fuerza contuvo, y se determinó
a no seguir con vida antes que proferir alguna súplica por
ella misma, imaginando que ya su Guiscardo había muerto, por
lo que no como dolorida mujer o arrepentida de su yerro, sino como
mujer impasible y valerosa, con seco rostro y abierto y en ningún
rasgo alterado, así dijo a su padre:
Tancredo, ni a negar ni a suplicar estoy dispuesta
porque ni lo uno me valdría ni lo otro quiero que me valga; y
además de esto, de ningún modo entiendo que me
favorezcan tu benevolencia y tu amor sino la verdad confesando,
primero defender mi fama con razones verdaderas y luego con las obras
seguir firmemente la grandeza de mi ánimo. Es verdad que he
amado y amo a Guiscardo, y mientras viva, que será poco, lo
amaréy si después de la muerte se ama, no dejaré
de amarlo; pero a esto no me indujo tanto mi femenina fragilidad como
tu poca solicitud en casarme y la virtud suya. Debe serte, Tancredo,
manifiesto, siendo tú de carne, que has engendrado a una hija
de carne y no de piedra ni de hierro; y acordarte debías y
debes, aunque tú ahora seas viejo, cómo y cuáles
y con qué fuerza son las leyes de la juventud, y aunque tú ,
hombre, en parte de tus mejores años en las armas te hayas
ejercitado, no debías, sin embargo, conocer lo que los ocios y
las delicadezas pueden en los viejos, no ya en los jóvenes.
Soy, pues, como engendrada por ti, de carne, y he vivido tan poco que
todavía soy joven, y por una cosa y la otra llena del deseo
concupiscente, al que asombrosísimas fuerzas ha dado ya, por
haber estado casada, el conocimiento del placer sentido cuando tal
deseo se cumple. A cuyas fuerzas, no pudiendo yo resistir, a seguir
aquello a lo que me empujaban, como joven y como mujer, me dispuse, y
me enamoré.
»Y ciertamente en esto puse toda mi virtud al no
querer que ni para ti ni para mí, de aquello que al natural
pecado me atraía (en cuanto yo pudiera evitarlo) viniese
ninguna vergüenza. A lo que el compasivo Amor y la benigna
fortuna una muy oculta vía me habían encontrado y
mostrado, por la cual, sin nadie saberlo, yo mis deseos alcanzaba: y
esto (quien sea que te lo haya mostrado o como quiera que lo sepas)
no lo niego. A Guiscardo no escogípor acaso, como muchas
hacen, sino que con deliberado consejo lo elegíantes que a
cualquiera otro, y con precavido pensamiento lo atraje, y con sabia
perseverancia de él y de mílargamente he gozado en mi
deseo. En lo que parece que, además de haber pecado por amor,
tú, más la opinión vulgar que la verdad
siguiendo, con más amargura me reprendes al decir, como si no
te hubiese enojado si a un hombre noble hubiera elegido para esto,
que con un hombre de baja condición me he mezclado; en lo que
no te das cuenta de que no mi pecado sino el de la fortuna reprendes,
la cual con asaz frecuencia a los que no son dignos eleva, dejando
abajo a los dignísimos.
»Pero dejemos ahora esto, y mira un poco los
principios del asunto: verás que todos nosotros de una sola
masa de carne tenemos la carne, y que por un mismo creador todas las
almas con igual fuerza, con igual poder, con igual virtud fueron
creadas. La virtud primeramente hizo distinción entre
nosotros, que nacemos y nacíamos iguales; y quienes mayor
cantidad de ella tenían y la ponían en obra fueron
llamados nobles, y los restantes quedaron siendo no nobles. Y aunque
una costumbre contraria haya ocultado después esta ley, no
está todavía arrancada ni destruída por la
naturaleza y por las buenas costumbres; y por ello, quien
virtuosamente obra, abiertamente se muestra noble, y si de otra
manera se le llama, no quien es llamado sino quien le llama se
equivoca.
»Mira, pues, entre tus nobles y examina su vida,
sus costumbres y sus maneras, y de otra parte las de Guiscardo
considera: si quisieras juzgar sin animosidad, le llamarías a
él nobilísimo y a todos estos nobles tuyos villanos. En
la virtud y el valor de Guiscardo no creípor el juicio de
otra persona, sino por tus palabras y por mis ojos. ¿Quién
le alabótanto cuando tú le alababas en todas las cosas
loables que deben ser alabadas en un hombre valeroso? Y ciertamente
no sin razón: que si mis ojos no me engañaron, ninguna
alabanza fue dicha por ti que yo ponerla en obra, y más
admirablemente que podían expresarlo tus palabras, no le
viese; y si en ello me hubiera engañado en algo, por ti habría
sido engañada. ¿Dirás, pues, que con un hombre
de baja condición me he mezclado? No dirás verdad; si
por ventura dijeses que con un pobre, con vergüenza tuya podría
concederse, que así has sabido a un hombre valioso servidor
tuyo traer a buen estado; pero la pobreza no quita a nadie nobleza,
sino los haberes.
»Muchos reyes, muchos grandes príncipes
fueron pobres, y muchos que cavan la tierra y guardan ovejas fueron
riquísimos, y lo son. La última duda que me expusiste,
es decir, qué debas hacer conmigo, deséchala por
completo: si en tu extrema vejez estás dispuesto a hacer lo
que de joven no acostumbraste, es decir, a obrar cruelmente,
prepárate a ello, sé cruel conmigo porque no estoy
dispuesta a rogarte de ningún modo que no lo seas como que
eres la primera razón de este pecado, si es que pecado es; por
lo que te aseguro que lo que de Guiscardo hayas hecho o hagas si no
haces conmigo lo mismo, mis propias manos lo harán. Y ahora
anda, vete con las mujeres a derramar lágrimas, y para
descargar tu crueldad con el mismo golpe, a él y a mí,
si te parece que lo hemos merecido, mátanos.
Conoció el príncipe la grandeza de ánimo
de su hija, pero no por ello creyó que estuviese tan
firmemente dispuesta a lo que con sus palabras amenazaba como decía;
por lo que, separándose de ella y alejando el pensamiento de
obrar cruelmente contra ella, pensó con la condenación
del otro enfriar su ardiente amor, y mandó a los dos que a
Guiscardo guardaban que, sin hacerlo saber a nadie, la noche
siguiente lo estrangularan y, arrancándole el corazón,
se lo llevasen. Los cuales, tal como se les había ordenado, lo
hicieron, por lo que, venido el día siguiente, haciéndose
traer el príncipe una grande y hermosa copa de oro y puesto en
ella el corazón de Guiscardo, por un fidelísimo
sirviente suyo se lo mandó a su hija y le ordenó que
cuando se lo diera le dijese:
Tu padre te envía esto para consolarte con
lo que más amas, como le has consolado tú con lo que él
más amaba.
Ghismunda, no apartada de su dura decisión,
haciéndose traer hierbas y raíces venenosas, luego de
que su padre partió, las destiló y las redujo a agua,
para tenerla preparada si lo que temía sucediese. Y venido el
sirviente a ella con el regalo y con las palabras del príncipe,
con inconmovible rostro la copa recibió, y descubriéndola,
al ver el corazón y al oír las palabras, tuvo por
certísimo que aqué l era el corazón de Guiscardo,
por lo que, levantando los ojos hacia el sirviente, dijo:
No convenía sepultura menos digna que el
oro a tal corazón como es éste; discretamente ha obrado
mi padre en esto. Y dicho esto, acercándoselo a la boca,
lo besó y después dijo: En todas las cosas y
hasta en este extremo de mi vida he encontrado tiernísimo el
amor que mi padre me tiene, pero ahora más que nunca; y por
ello las últimas gracias que debo darle ahora por tan gran
presente, de mi parte le darás. Dicho esto, mirando la
copa que tenía abrazada, mirando el corazón, dijo:
¡Ay!, dulcísimo albergue de todos mis placeres, ¡maldita
sea la crueldad de aquel que con los ojos de la cara me hace verte
ahora! Bastante me era mirarte a cada momento con los del espíritu.
Túhas cumplido ya tu carrera y te has liberado de la que te
concedió la fortuna; llegado has al final a donde todos
corremos; dejado has las miserias del mundo y las fatigas, y de tu
mismo enemigo has recibido la sepultura que tu valor merecía.
»Nada te faltaba para recibir cumplidas exequias
sino las lágrimas de quien mientras viviste tanto amaste; las
que para que las tuvieses, puso Dios en el corazón de mi cruel
padre que te mandase a mí, yo te las ofreceréaunque
tuviera el propósito de morir con los ojos secos y con el
gesto de nada espantado; y después de habértelas
ofrecido, sin tardanza alguna haré que mi alma se una a la
que, rigiéndola tú , con tanto amor guardaste.
»¿Y en qué compañía
podréir más contenta y más segura a los lugares
desconocidos que con ella? Estoy segura de que está todavía
aquídentro y que mira los lugares de sus deleites y los míos,
y como quien estoy segura de que sigue amándome, espera a la
mía por la cual sumamente es amada.
Y dicho esto, no de otra manera que si una fuente en la
cabeza tuviese, sin hacer ningún mujeril alboroto,
inclinándose sobre la copa, llorando empezó a verter
tantas lágrimas que admirable cosa era de ver, besando
infinitas veces el muerto corazón. Sus damiselas, que en torno
de ella estaban, qué corazón fuese éste y qué
querían decir sus palabras no entendían, pero por la
piedad vencidas, todas lloraban; y compasivamente le preguntaban en
vano por el motivo de su llanto, y mucho más, como mejor
podían y sabían, se ingeniaban en consolarla. La cual,
después de que cuanto le parecióhubo llorado, alzando
la cabeza y secándose los ojos, dijo:
Oh, corazón muy amado, todos mis deberes
hacia ti están cumplidos y nada me queda por hacer sino venir
con mi alma a estar en tu compañía.
Y dicho esto, se hizo dar la botijuela donde estaba el
agua que el día anterior había preparado; y la echó
en la copa donde el corazón estaba, con muchas lágrimas
suyas lavado; y sin ningún espanto puesta allíla boca,
toda la bebió, y habiéndola bebido, con la copa en la
mano subió a su cama, y lo más honestamente que supo
colocósobre ella su cuerpo y contra su corazón apoyó
el de su muerto amante, y sin decir palabra esperaba la muerte. Sus
damiselas, habiendo visto y oído estas cosas, como no sabían
qué agua fuera la que había bebido, a Tancredo habían
mandado a decir todo aquello, el cual, temiendo lo que sucedió ,
bajóprontamente a la alcoba de su hija. Adonde llegó
en el momento en que ella se echaba sobre la cama, y tarde, con
dulces palabras viniendo a consolarla, viendo el término en
que estaba, comenzódoloridamente a llorar; y la señora
le dijo:
Tancredo, guarda esas lágrimas para algún
caso menos deseado que éste, y no las viertas por mí
que no las deseo. ¿Quién ha visto jamás a nadie
llorar por lo que él mismo ha querido? Pero si algo de aquel
amor que me tuviste todavía vive en ti, por último don
concédeme que, pues que no te fue grato que yo calladamente y
a escondidas con Guiscardo viviera, que mi cuerpo con el suyo,
dondequiera que lo hayas hecho arrojar muerto, esté
públicamente.
La angustia del llanto no dejóresponder al
príncipe, y entonces la joven, sintiéndose llegar a su
fin, estrechando contra su pecho el muerto corazón, dijo:
Quedaos con Dios, que yo me voy.
Y velados los ojos y perdido todo sentido, de esta
dolorosa vida se partió.
Tal doloroso fin tuvo el amor de Guiscardo
y de Ghismunda, como habéis oído; a los cuales
Tancredo, luego de mucho llanto, y tarde arrepentido de su crueldad,
con general dolor de todos los salernitanos, honradamente a ambos en
un mismo sepulcro hizo enterrar(119)
NOVELA SEGUNDA
Fray
Alberto convence a una mujer de que el arcángel Gabriel está
enamorado de ella y, como si fuera él, muchas veces se acuesta
con ella, luego, por miedo a los parientes de ella huyendo de su casa
se refugia en casa de un hombre pobre, el cual, como a un hombre
salvaje, al día siguiente a la plaza lo lleva; donde,
reconocido, sus frailes le echan mano y lo encarcelan.
Había la historia por Fiameta contada hecho
muchas veces saltar las lágrimas a sus compañeras, pero
estando ya completa, el rey con inconmovible gesto dijo:
Poco precio me parecería tener que dar mi
vida por la mitad del deleite que con Guiscardo gozó a
Ghismunda, y ninguna de vosotras debe maravillarse, como sea que yo,
viviendo, a cada paso mil muertes siento, y por todas ellas no me es
dada una sola partecilla de deleite. Pero dejando estar mis asuntos
en sus términos por el momento, quiero que sobre duros casos,
y en parte a mis accidentes semejantes, siga hablando Pampínea;
la cual, si como ha comenzado Fiameta, continúa, sin duda
algún rocío comenzaréa sentir caer sobre mis
llamas.
Pampínea, oyendo que a ella le tocaba aquella
orden, más por su emoción conoció el ánimo
de sus compañeras que el del rey por sus palabras y por ello,
más dispuesta a recrearlas un poco que a tener (salvo por el
solo mandato) que contentar al rey, se dispuso a contar una historia
que sin salir de lo propuesto, las hiciera reír, y comenzó:
Acostumbra el pueblo a decir el proverbio siguiente:
«Quien es malvado y por bueno tenido, puede hacer el mal y no
es creído»; el cual amplia materia para hablar sobre lo
que me ha sido propuesto me presta, y aun para demostrar cuánta
y cuál sea la hipocresía de los religiosos, los cuales
con las ropas largas y amplias y con los rostros artificialmente
pálidos y con las voces humildes y mansas para pedir a otros,
y altanerísimos y ásperos al reprender a los otros sus
mismos vicios y en mostrarles que ellos por coger y los demás
por darles a ellos consiguen la salvación, y además de
ello, no como hombres que el paraíso tengan que ganar como
nosotros sino casi como señores y poseedores de él
dando a cada uno que muere, según la cantidad de los dineros
que les deja, un lugar más o menos excelente, con esto primero
a sí mismos, si así lo creen, y luego a quienes a sus
palabras dan fe se esfuerzan en engañar. Sobre los cuales, si
cuanto les conviene me fuera permitido demostrar, pronto le aclararía
a muchos simples lo que en sus capas anchísimas tienen
escondido. Pero quisiera Dios que en todas sus mentiras a todos les
sucediese lo que a un fraile menor, nada joven, sino de aquellos que
por mayores santones eran tenidos en Venecia; sobre el cual sumamente
me place hablar para tal vez aliviar un tanto con risa y con placer
vuestros ánimos llenos de compasión por la muerte de
Ghismunda.
Hubo, pues, valerosas señoras, en
Imola, un hombre de malvada vida y corrupta que fue llamado Berto de
la Massa, cuyas vituperables acciones muy conocidas por los
imolenses, a tanto le llevaron que no ya la mentira sino la verdad no
había en Imola quien le creyese; por lo que, apercibiéndose
de que allíya sus artimañas no le servían, como
desesperado a Venecia, receptáculo de toda inmundicia(120)
se mudó, y allípensó encontrar otra manera para
su mal obrar de lo que había hecho en otra parte. Y como si le
remordiese la conciencia por las malvadas acciones cometidas por él
en el pasado, mostrándose embargado por suma humildad y
convertido en mejor católico que ningún otro hombre,
fue y se hizo fraile menor y se hizo llamar fray Alberto de Imola; y
en tal hábito comenzó a hacer en apariencia una vida
sacrificada y a alabar mucho la penitencia y la abstinencia, y nunca
comía carne ni bebía vino cuando no había el que
le gustaba.
Y sin apercibirse casi nadie, de ladrón,
de rufián, de falsario, de homicida, súbitamente se
convirtió en un gran predicador sin haber por ello abandonado
los susodichos vicios cuando ocultamente pudiera ponerlos en obra. Y
además de ello, haciéndose sacerdote, siempre en el
altar, cuando celebraba, si muchos lo veían, lloraba por la
pasión del Señor como a quien poco le costaban las
lágrimas cuando lo quería. Y en breve, entre sus
predicaciones y sus lágrimas, supo de tal manera engatusar a
los venecianos que casi de todo testamento que allíse hacía
era fideicomisario y depositario, y guardador de los dineros de
muchos, confesor y consejero casi de la mayoría de los hombres
y de las mujeres; y obrando así , de lobo se había
convertido en pastor, y era su fama de santidad en aquellas partes
mucho mayor que nunca había sido la de San Francisco de así s.
Ahora, sucedió que una mujer joven, mema y boba que se llamaba
doña Lisetta de en cá Quirini(121)
casada con un rico mercader que había ido con sus galeras a
Flandes, fue con otras mujeres a confesarse con este santo fraile; y
estando a sus pies, como veneciana que era, que son todos unos
vanidosos, habiendo dicho una parte de sus asuntos, fue preguntada
por fray Alberto si tenía algún amante. Y con mal gesto
le respondió :
Ah, señor fraile, ¿no tenéis
ojos en la cara? ¿Os parecen mis encantos hechos como los de
esas otras? Demasiados amantes tendría, si quisiera; pero no
son mis encantos para dejar que los ame un tal o un cual ¿A
cuántas veis cuyos encantos sean como los míos, yo que
sería hermosa en el paraíso?
Y además de esto dijo tantas cosas de esta
hermosura suya que era un fastidio oírla. Fray Alberto conoció
incontinenti que aqué lla olía a necia, y pareciéndole
tierra para su arado, de ella súbitamente y con desmesura se
enamoró; pero guardando las alabanzas para momento más
cómodo, para mostrarse santo aquella vez, comenzó a
quererla reprender y a decirle que aquello era vanagloria, y otras de
sus historias; por lo que la mujer le dijo que era un animal y que no
sabía que había hermosuras mayores que otras, por lo
que fray Alberto, no queriéndola enojar demasiado, terminada
la confesión, la dejóirse con las demás.
Y unos días después, tomando un fiel
compañero, se fue a casa de doña Lisetta y, retirándose
aparte a una sala con ella y sin poder ser visto por otros, se le
arrodillódelante y dijo:
Señora, os ruego por Dios que me perdonéis
de lo que el domingo, hablándome vos de vuestra hermosura, os
dije, por lo que tan fieramente fui castigado la noche siguiente que
no he podido levantarme de la cama hasta hoy.
Dijo entonces doña Trulla:
¿Y quién os castigó así ?
Dijo fray Alberto:
Os lo diré: estando en oración
durante la noche, como suelo estar siempre, vi súbitamente en
mi celda un gran esplendor, y antes de que pudiera volverme para ver
lo que era, me vi encima un joven hermosísimo con un grueso
bastón en la mano, el cual, cogiéndome por la capa y
haciéndome levantar, tanto me pegó que me quebrantó
todo. Al cual preguntédespués por qué me había
hecho aquello, y respondió : «Porque hoy te has atrevido
a reprender los celestiales encantos de doña Lisetta, a quien
amo, Dios aparte, sobre todas las cosas». Y yo entonces
pregunté: «¿Quién sois vos?». A lo
que respondió él que era el arcángel Gabriel.
«Oh, señor mío, os ruego que me perdonéis»,
dije yo. Y él dijo entonces: «Te perdono con la
condición de que irás a verla en cuanto puedas, y
pídele perdón; y si no te perdona, yo volveré
aquí y te darétantos que lo sentirás mientras
vivas». Lo que me dijo después no me atrevo a decíroslo
si no me perdonáis primero.
Doña Calabaza deviento,
que era un sí es no es dulce de sal(122)
se esponjaba oyendo estas palabras y todas las creía
veracísimas, y luego de un poco dijo:
Bien os decía yo, fray Alberto, que mis
encantos eran celestiales; pero así Dios me ayude, me da
lástima de vos, y hasta ahora, para que no os hagan más
daño, os perdono, si verdaderamente me decís lo que el
ángel os dijo después.
Fray Alberto dijo:
Señora, pues que me habéis
perdonado, os lo diréde buen grado, pero una cosa os
recuerdo, que lo que yo os diga os guardéis de decirlo a
ninguna persona del mundo, si no queréis estropear vuestros
asuntos, que sois la más afortunada mujer que hay hoy en el
mundo. Este ángel Gabriel me dijo que os dijera que le gustáis
tanto que muchas veces habría venido a estar por la noche con
vos si no hubiera sido por no asustaros. Ahora, os manda decir por mí
que quiere venir una noche a veros y quedarse con vos un buen rato; y
porque como es un ángel y viniendo en forma de ángel no
lo podríais tocar, dice que por deleite vuestro quiere venir
en figura de hombre, y por ello dice que le mandéis decir
cuándo queréis que venga y en forma de quién, y
que lo hará; por lo que vos, más que ninguna mujer
viva, os podréis tener por feliz.
Doña Bachillera dijo entonces que
mucho le placía si el ángel Gabriel la amaba, porque
ella lo quería bien, y nunca sucedía que una vela de un
matapán(123)
no le encendiera delante de donde le viese pintado; y que cuando
quisiera venir a ella era bien venido, que la encontraría sola
en su alcoba; pero con el pacto de que no fuese a dejarla por la
Virgen María, que le habían dicho que la quería
mucho, y también lo parecía así porque en
cualquier sitio que lo veía estaba arrodillado delante de
ella; y además de esto, que era cosa suya venir en la forma
que quisiese, siempre que no la asustara.
Entonces dijo fray Alberto:
Señora, habláis sabiamente, y yo
arreglarébien con él lo que me decís. Pero
podéis hacerme un gran favor, y no os costará nada y el
favor es éste: que queráis que venga en este cuerpo
mío. Y escuchad por qué me haréis un favor: que
me sacará el alma del cuerpo y la pondrá en el paraíso,
y cuanto él estécon vos tanto estará mi alma en
el paraíso.
Dijo entonces doña Pocohila:
Bien me parece; quiero que por los azotes que os
dio por mi causa, que tengáis este consuelo.
Entonces dijo fray Alberto:
así , haréis que esta noche encuentre
él la puerta de vuestra casa de manera que pueda entrar,
porque viniendo en cuerpo humano como vendrá, no podrá
entrar sino por la puerta.
La mujer repuso que lo haría. Fray Alberto se fue
y ella se quedó con tan gran alborozo que no le llegaba la
camisa al cuerpo, mil años pareciéndole hasta que el
arcángel Gabriel viniera a verla. Fray Alberto, pensando que
caballero y no ángel tenía que ser por la noche, con
confites y otras buenas cosas empezó a fortalecerse, para que
fácilmente no pudiera ser arrojado del caballo; y conseguido
el permiso, con un compañero, al hacerse de noche, se fue a
casa de una amiga suya de donde otra vez había arrancado
cuando andaba corriendo las yeguas, y de allí, cuando le
parecióoportuno, disfrazado, se fue a casa de la mujer y,
entrando en ella, con los perifollos que había llevado, en
ángel se transfiguró, y subiendo arriba, entró
en la cámara de la mujer. La cual, cuando aquella cosa tan
blanca vio, se le arrodillódelante, y el ángel la
bendijo y la hizo ponerse en pie, y le hizo señal de que se
fuese a la cama; lo que ella, deseosa de obedecer, hizo prestamente,
y el ángel después con su devota se acostó.
Era fray Alberto hermoso de cuerpo y robusto, y muy bien
plantado; por la cual cosa, encontrándose con doña
Lisetta, que era fresca y mórbida, distinto yacimiento
haciéndole que el marido, muchas veces aquella noche voló
sin alas, de lo que ella muy contenta se consideró; y además
de ello, muchas cosas le dijo de la gloria celestial. Luego,
acercándose el día, organizando el retorno, con sus
arneses fuera se salió y volvió se a su compañero,
al cual, para que no tuviese miedo durmiendo solo, la buena mujer de
la casa había hecho amigable compañía. La mujer,
en cuanto almorzó, tomando sus acompañantes, se fue a
fray Alberto y le dio noticias del ángel Gabriel y de lo que
le había contado de la gloria y la vida eterna, y cómo
era él, añadiendo además a esto, maravillosas
fábulas.
A la que fray Alberto dijo:
Señora, yo no sé cómo os fue
con él; lo que sé bien es que esta noche, viniendo él
a míy habiéndole yo dado vuestra embajada, me llevó
súbitamente el alma entre tantas flores y tantas rosas que
nunca se han visto tantas aquí, y me estuve en uno de los
lugares más deleitosos que nunca hubo hasta esta mañana
a maitines: lo que pasóde mi cuerpo, no lo sé .
¿No os lo digo yo? dijo la señora.
Vuestro cuerpo estuvo toda la noche en mis brazos con el ángel
Gabriel, y si no me creéis miraos bajo la teta izquierda,
donde le di un beso grandísimo al ángel, tal que allí
tendréis la señal unos cuantos días.
Dijo entonces fray Alberto:
Bien haréhoy algo que no he hecho hace
mucho tiempo, que me desnudarépara ver si me decís
verdad.
Y luego de mucho charlar, la mujer se volvió a
casa; a donde en figura de ángel fray Alberto fue luego muchas
veces sin encontrar ningún obstáculo. Pero sucedió
un día que, estando doña Lisetta con una comadre suya y
juntas hablando sobre la hermosura, para poner la suya delante de
ninguna otra, como quien poca sal tenía en la calabaza, dijo:
Si supierais a quién le gusta mi hermosura,
en verdad que no hablaríais de las demás.
La comadre, deseosa de oírla, como quien bien la
conocía, dijo:
Señora, podréis decir verdad; pero
sin embargo, no sabiendo quién sea él, no puede uno
desdecirse tan ligeramente.
Entonces la mujer, que poco meollo tenía, dijo:
Comadre, no puede decirse, pero con quien me
entiendo es con el ángel Gabriel, que más que a sí
mismo me ama como a la mujer más hermosa, por lo que él
me dice, que haya en el mundo o en la marisma.
A la comadre le dieron entonces ganas de reírse,
pero se contuvo para hacerla hablar más, y dijo:
A fe, señora, que si el ángel
Gabriel se entiende con vos y os dice esto debe ser así , pero
no creía yo que los ángeles hacían estas cosas.
Dijo la mujer:
Comadre, estáis equivocada, por las llagas
de Dios: lo hace mejor que mi marido, y me dice que también se
hace allá arriba; pero porque le parezco más hermosa
que ninguna de las que hay en el cielo se ha enamorado de míy
se viene a estar conmigo muchas veces; ¿está claro?
La comadre, cuando se fue doña Lisetta, se le
hicieron mil años hasta que estuvo en un lugar donde poder
contar estas cosas; y reuniéndose en una fiesta con una gran
compañía de mujeres, ordenadamente les contó la
historia. Estas mujeres se lo dijeron a sus maridos y a otras
mujeres, y éstas a otras, y así en menos de dos días
toda Venecia estuvo llena de esto. Pero entre aquellos a cuyos oídos
llegó , estaban los cuñados de ella, los cuales, sin
decir nada, se propusieron encontrar aquel arcángel y ver si
sabía volar: y muchas noches estuvieron apostados.
Sucedió que de este anuncio alguna noticieja
llegó a oídos de fray Alberto; el cual, para reprender
a la mujer yendo una noche, apenas se había desnudado cuando
los cuñados de ella, que le habían visto venir, fueron
a la puerta de su alcoba para abrirla. Lo que, oyendo fray Alberto, y
entendiendo lo que era, levantándose y no viendo otro refugio,
abrió una ventana que sobre el gran canal daba y desde allí
se arrojó al agua. La hondura era bastante y él sabía
bien nadar así que ningún daño se hizo; y
nadando hasta la otra parte del canal, en una casa que abierta había
se metióprestamente, rogando a un buen hombre que había
dentro que por amor de Dios le salvase la vida, contando fábulas
de por qué allí a aquella hora y desnudo estaba. El
buen hombre, compadecido, corno tenía que salir a hacer sus
asuntos, lo metió en su cama y le dijo que allí hasta
su vuelta se estuviese; y encerrándolo dentro, se fue a sus
cosas.
Los cuñados de la mujer, entrando en la alcoba,
se encontraron con que el ángel Gabriel, habiendo dejado allí
las alas, había volado, por lo que, como escarnecidos,
gravísimas injurias dijeron a la mujer, y por fin
desconsoladísima la dejaron en paz y se volvieron a su casa
con los arneses del arcángel.
Entretanto, clareando el día, estando el buen
hombre en Rialto, oyó contar cómo el ángel
Gabriel había ido por la noche a acostarse con doña
Lisetta, y, encontrado por los cuñados, se había
arrojado al canal por miedo y no se sabía qué había
sido de él; por lo que prestamente pensó que aquel que
tenía en casa debía de ser él; y volviendo allí
y reconociéndolo, luego de muchas historias, llegó con
él al acuerdo de que si no quería que le entregase a
los cuñados, le diese cincuenta ducados; y así se hizo.
Y después de esto, deseando fray Alberto salir de
allí, le dijo el buen hombre:
No hay modo ninguno, si uno no
queréis. Hoy hacemos nosotros una fiesta a la que uno lleva a
un hombre vestido de oso y otro a guisa de hombre salvaje y quién
de una cosa y quién de otra, y en la plaza de San Marcos se
hace una cacería(124)
terminada la cual se termina la fiesta; y luego cada uno se va con
quien ha llevado donde le guste; si queréis, antes de que
pueda descubrirse que estáis aquí, que yo os lleve de
alguna de estas maneras, os podréllevar donde queráis;
de otro modo, no veo cómo podréis salir sin ser
reconocido; y los cuñados de la señora, pensando que en
algún lugar de aquídentro estáis, han puesto
por todas partes guardias para cogeros.
Aunque duro le pareciese a fray Alberto ir de tal guisa,
a pesar de todo le indujo a hacerlo el miedo que tenía a los
parientes de la mujer, y le dijo a aqué l adónde debía
llevarlo: y que de cómo le llevase se contentaba. Éste,
habiéndole ya untado todo con miel y recubierto encima con
pequeñas plumas, y habiéndole puesto una cadena al
cuello y una máscara en la cara, y habiéndole dado para
una mano un gran bastón y para la otra dos grandes perros que
había llevado del matadero, mandó a uno a Rialto a que
pregonase que si alguien quería ver al ángel Gabriel
subiese a la plaza de San Marcos. Y fue lealtad veneciana ésta.
Y hecho esto, luego de un rato, lo sacófuera y
lo puso delante de él, y andando detrás sujetándolo
por la cadena, no sin gran alboroto de muchos, que decían
todos: «¿qué es eso? ¿qué es eso?»,
lo llevóhasta la plaza donde, entre los que habían
venido detrás y también los que, al oír el
pregó n, se habían venido desde Rialto, había un
sinfín de gente. Éste, llegado allí, en un lugar
destacado y alto, ató a su hombre salvaje a una columna,
fingiendo que esperaba la caza, al cual las moscas y los tábanos,
porque estaba untado de miel, daban grandísima molestia.
Pero luego que de gente vio la plaza bien llena,
haciendo como que quería desatar a su salvaje, le quitó
la máscara a fray Alberto, diciendo:
Señores, pues que el jabalíno viene
a la caza, y no puede hacerse, para que no hayáis venido en
vano quiero que veáis al arcángel Gabriel, que del
cielo desciende a la tierra por las noches para consolar a las
mujeres venecianas.
Al quitarle la máscara fue fray Alberto
incontinenti reconocido por todos y contra él se elevaron los
gritos de todos, diciéndole las más injuriosas palabras
y la mayor infamia que nunca se dijo a ningún bribón,
y, además de esto, arrojándole a la cara quién
una porquería y quién otra; y así le tuvieron
durante muchísimo tiempo, hasta tanto que por acaso llegando
la noticia a sus frailes, hasta seis de ellos poniéndose en
camino llegaron allí, y, echándole una capa encima y
desencadenándolo, no sin grandísimo alboroto detrás
hasta su casa lo llevaron, donde encarcelándolo, después
de vivir míseramente se cree que murió. así
éste, tenido por bueno y obrando el mal, no siendo creído,
se atrevió a hacer de arcángel Gabriel; y de él
convertido en hombre salvaje, con el tiempo, como lo había
merecido, vituperado, sin provecho llorólos pecados
cometidos. Plazca a Dios que a todos los demás les suceda lo
mismo.
NOVELA TERCERA
Tres
jóvenes aman a tres hermanas y con ellas se fugan a Creta, la
mayor, por celos, mata a su amante, la segunda, entregándose
al duque de Creta, salva de la muerte a la primera, cuyo amante la
mata y con la primera huye, es culpado de ello el tercer amante con
la tercera hermana y, presos, lo confiesan y por temor a morir
corrompen con dinero a la guardia, y, pobres, huyen a Rodas y en la
pobreza allímueren(125)
Filostrato, oído el final del novelar de
Pampínea, se quedó un poco ensimismado y luego dijo
volviéndose a ella:
Algo bueno y que me agradóhubo al final de
vuestra novela, pero demasiada diversión hubo antes que habría
querido que no hubiese.
Luego, volviéndose a Laureta, dijo:
Señora, seguid vos con una mejor, si es que
puede ser.
Laureta, riendo, dijo:
Demasiado cruel estáis contra los amantes,
si sólo un mal fin les deseáis; y por obedeceros os
contaréuna sobre tres que igualmente mal terminaron habiendo
gozado poco de su amor.
Y dicho esto, comenzó:
Jóvenes señoras, como claramente podéis
conocer, todos los vicios pueden volverse, con grandísimo
dolor, contra quien los tiene y muchas veces contra otros; y entre
los que con más flojas riendas a nuestros peligros nos lleva,
me parece que la ira sea el que más; la cual no es otra cosa
que un movimiento súbito y desconsiderado, movido por los
sentidos dolores; el cual, desterrada toda razón y teniendo
los ojos de la mente ofuscados por tinieblas, con ardentísimo
furor enciende nuestro ánimo. Y aunque con frecuencia le
sobreviene al hombre, y más a unos que a otros, no menos ha
sobrevenido (y con mayores daños) a las mujeres, porque más
fácilmente se enciende en ellas y allí arde con llama
más clara y con menor freno las agita.
Y no hay que maravillarse de ello: porque si queremos
mirar, veremos que su fuego por su naturaleza antes prende en las
cosas ligeras y suaves que en las duras y más pesadas; y
nosotras somos (no lo tengan a mal los hombres) más delicadas
que lo son ellos, y mucho más volubles. Por lo cual, viéndonos
naturalmente a esto proclives, y mirando después cómo
nuestra mansedumbre y benignidad son gran reposo y placer a los
hombres con quien acostumbramos a tratar, y cómo la ira y el
furor son de gran angustia y peligro, para que de ella con más
fuerte pecho nos guardemos, el amor de tres jóvenes y de otras
tantas señoras, como dije antes, convertido de feliz que era
en infelicísimo por la ira de una de ellas, entiendo mostraros
con mi historia.
Marsella es, como sabéis, en
Provenza, una nobilísima y antigua ciudad, situada junto al
mar, y ha sido antes en hombres ricos y en grandes mercaderes más
copiosa de lo que hoy se ve; entre los que hubo uno llamado N'Arnald
Civada(126)
hombre de nacimiento ínfimo pero de claro honor y leal
mercader, sin medida rico en posesiones y en dineros, el cual de su
mujer tenía muchos hijos entre los cuales tres eran mujeres, y
eran de edad mayores que los otros que eran varones. De las cuales,
dos, nacidas de un parto, tenían quince años de edad,
la tercera tenía catorce; y nada esperaban sus parientes para
casarlas sino la vuelta de N'Arnald, que con su mercancía se
había ido a España.
Eran los nombres de las dos primeras, el de la una
Ninetta, y de la otra Maddalena; la tercera se llamaba Bertella. De
Ninetta estaba un joven, gentilhombre aunque fuese pobre, llamado
Restagnone, enamorado cuanto más podía, y la joven de
él; y de tal modo habían sabido obrar que, sin que
ninguna persona en el mundo lo supiese, gozaban de su amor; y ya buen
espacio gozado habían cuando sucedió que dos jóvenes
amigos, de los cuales uno se llamaba Folco y el otro Ughetto, muertos
sus padres y habiendo quedado riquísimos, el uno de Maddalena
y el otro de Bertella se enamoraron. De lo cual percatándose
Restagnone (habiéndole sido por Ninetta mostrado) pensó
en poder ayudarse en sus carencias con el amor de éstos; y
familiarizándose con su trato, ahora a uno ahora al otro, y a
veces a los dos, les acompañaba a ver sus señoras y la
de él.
Y cuando lo bastante familiar y amigo suyo le pareció
ser, un día a su casa llamándoles les dijo:
Carísimos jóvenes, nuestro trato os
puede haber demostrado cuánto es el amor que os tengo y que
por vosotros pondría en obra lo que por mímismo
pondría; y porque mucho os amo, lo que se me ha venido al
ánimo entiendo mostraros, y vosotros luego conmigo, juntos,
tomaremos el partido que os parezca mejor. Vosotros, si vuestras
palabras no mienten, y por lo que en vuestros actos de día y
de noche me parece haber comprendido, en grandísimo amor por
las dos jóvenes que amáis ardéis, y yo por la
tercera, su hermana; al cual ardor, si queréis concedérmelo,
me pide el corazón hallar un muy dulce y placentero remedio
como es éste: vosotros sois riquísimos, lo que no soy
yo; si quisierais juntar vuestras riquezas y hacerme a mí
tercer poseedor de ellas junto con vosotros y deliberar a qué
parte del mundo podríamos ir a vivir alegremente con ellas,
sin falta me dice el corazón que podréhacer que las
tres hermanas, con gran parte de lo que tiene su padre, con nosotros
a donde queramos ir vengan, y allícada uno con la suya a
guisa de hermanos vivir podremos como los hombres más felices
que hay en el mundo. A vosotros os toca ahora decidir si queréis
haceros felices con esto, o dejarlo.
Los dos jóvenes, que sobremanera ardían,
al oír que a las dos jóvenes tendrían, no
pasaron mucho trabajo deliberando sino que dijeron que, si esto
sucedía, estaban dispuestos a hacerlo. Restagnone, con esta
respuesta de los jóvenes, de allí a pocos días
se encontró con Ninetta, a la que no sin gran dificultad ver
podía; y luego de que un tanto con ella hubo estado, lo que
había hablado con los jóvenes le explicó, y con
muchas razones se ingenió en que esta empresa le agradase.
Pero poco difícil le fue porque ella mucho mas que él
deseaba poder estar con él sin sobresalto; por lo que de buena
gana le contestó que le placía y que sus hermanas, y
máximamente en esto, harían lo que ella quisiese; le
dijo que todas las cosas necesarias para ello lo antes que pudiera
preparase.
Volviendo Restagnone a los dos jóvenes, que mucho
sobre lo que les había dicho le preguntaban, les dijo que por
parte de sus señoras el asunto estaba decidido; y entre ellos
deliberaron irse a Creta después de vender algunas posesiones
que tenían, bajo título de querer ir a comerciar con
los dineros, y trocadas en dineros todas las demás cosas que
tenían, compraron una saetía y la armaron secretamente
con gran ventaja, y esperaron el término puesto.
Por otra parte, Ninetta, que del deseo de las hermanas
demasiado sabía, con dulces palabras en tanto afán de
hacer aquello las inflamó que les parecía que no iban a
vivir lo suficiente para llegar a ello. Por lo que, venida la noche
en que debían subir a la saetía, las tres hermanas,
abierto un gran cofre de su padre, de él grandísima
cantidad de dineros y de joyas sacaron, y con ellas, de casa las tres
ocultamente saliendo, según lo planeado, allí a sus
tres amantes que las esperaban encontraron; con los cuales sin
ninguna demora a la saetía subidas, dieron los reinos al agua
y se fueron, y sin detenerse un punto en ningún lugar, a la
tarde siguiente llegaron a Génova, donde los noveles amantes
gozo y placer por primera vez tomaron de su amor. Y proveyéndose
de aquello que necesitaban se fueron, y de un puerto en otro, antes
de que llegase el día octavo, sin ningún impedimento
llegaron a Creta, donde grandísimas y hermosas posesiones
compraron, en las cuales, asaz cerca de Candia construyeron
hermosísimas y deleitables mansiones; y allícon muchos
sirvientes, con perros y con aves de presa y con caballos en convites
y en fiestas y en placeres con sus mujeres lo más contentos
del mundo a guisa de barones comenzaron a vivir.
Y viviendo de tal manera, sucedió (así
como vemos suceder todos los días) que aunque las cosas mucho
gusten, si se tienen en cantidad excesiva cansan, que a Restagnone,
el cual mucho amado había a Ninetta, pudiéndola sin
ningún temor tener a todo su placer, comenzó a
cansarle, y por consiguiente, a fallarle el amor hacia ella. Y
habiéndole en una fiesta sumamente agradado una joven del
país, hermosa y noble señora, y cortejándola con
toda asiduidad, comenzó a hacer por ella maravillosos gastos y
fiestas, de lo que percatándose Ninetta, le entraron tantos
celos de él que no podía dar un paso sin que ella lo
supiera y sin que luego con palabras y con reproches a él y a
ella no se atribulase. Pero así como la abundancia de las
cosas engendra el fastidio, así multiplica el apetito el ser
negadas las que se desean: y así los reproches de Ninetta
acrecentaban las llamas del nuevo amor de Restagnone; y como con el
paso del tiempo aconteciese o que Restagnone la intimidad de la mujer
amada tuviese o que no, Ninetta, quienquiera que se lo dijese, lo
tuvo por cierto, con lo que cayó en tanta tristeza, y de ella
en tanta ira y subsiguientemente a tanto furor pasó que,
convertido el amor que a Restagnone tenía en amargo odio,
cegada por la ira, pensó con la muerte de Restagnone vengar la
vergüenza que le parecía haber recibido.
Y hecha venir a una vieja griega, gran maestra en
componer venenos, con promesas y con dones la condujo a hacer un agua
mortífera, la que ella, sin aconsejarse con nadie, una noche a
Restagnone acalorado y que aquello no temía le dio a beber. El
poder de aquello fue tal que antes de que llegase la mañana lo
había matado; cuya muerte, sintiendo Folco y Ughetto y sus
mujeres, sin saber que de veneno hubiese muerto, junto con Ninetta
amargamente lloraron y honradamente lo hicieron sepultar. Pero
sucedió no muchos días después que, por otra
malvada acción, fue apresada la vieja que a Ninetta el agua
envenenada le había preparado, la cual, entre sus otras
maldades, al darle tortura, confesóésta, claramente
mostrando lo que por ello había sucedido; por lo que el duque
de Creta, sin nada decir, ocultamente una noche fue a los alrededores
de la villa de Folco, y sin alboroto ni oposición ninguna, se
llevópresa a Ninetta, de la cual, sin ninguna tortura,
prestísimamente lo que oír quería obtuvo sobre
la muerte de Restagnone.
Folco y Ughetto ocultamente le habían oído
al duque, y a sus mujeres, por qué había sido apresada
Ninetta; lo que mucho les dolió , y todo trabajo ponían
en hacer que Ninetta escapase al fuego, al que creían que
sería condenada, como quien muy bien merecido lo tenía,
porque el duque firme estaba en querer hacer justicia. Maddalena, que
hermosa joven era y largamente había sido cortejada por el
duque sin nunca haber querido hacer nada que él desease,
imaginando que si le daba gusto podría librar a la hermana del
fuego, por un cauto embajador se lo dio a entender, que ella estaba
por completo a sus órdenes si dos cosas se siguiesen de ello;
la primera, que recuperase a su hermana salva y libre; la otra, que
esto fuese cosa secreta. El duque, oída la embajada y
agradándole, largamente considerósi debía
hacerlo y al final estuvo de acuerdo y repuso que estaba pronto.
Haciendo, pues, con consentimiento de la señora (como si de
ellos quisiera informarse del asunto) detener una noche a Folco y a
Ughetto, fue secretamente a albergarse con Maddalena; y fingiendo
primero haber puesto a Ninetta dentro de un saco y deber aquella
noche misma arrojar al mar con una piedra atada al cuello, con él
se la llevó a su hermana y por precio de aquella noche se la
dio, rogándole al irse por la mañana que aquella noche,
que había sido la primera de su amor, no fuese la última,
y además de esto le ordenó que de allí hiciese
partir a la mujer culpable para que no le fuese reprochado aquello y
no tuviese que empezar de nuevo a maltratarla.
A la mañana siguiente, Folco y Ughetto, habiendo
oído que Ninetta por la noche había sido arrojada al
mar, y creyéndolo, fueron liberados; y a su casa para consolar
a sus mujeres de la muerte de la hermana retornados, por mucho que
Maddalena se ingeniase en esconderla mucho, Folco se dio cuenta de
que estaba allí; de lo que se maravillómucho y
súbitamente sospechó , habiendo ya oído que el
duque había cortejado a Maddalena, y le preguntócómo
podía ser que Ninetta estuviese aquí. Maddalena urdió
una larga fábula para querérselo explicar, poco por él
(que era malicioso) creída, y a decir la verdad la constriñó;
y ella, luego de muchas palabras, se la dijo.
Folco, vencido por el dolor y montando en ira,
desenvainada una espada, a ella que en vano le pedía merced,
la mató; y temiendo la ira y la justicia del duque, dejándola
muerta en la alcoba, se fue donde Ninetta estaba, y con rostro
infinitamente alegre, le dijo:
Vamos pronto allídonde tu hermana ha
determinado que te lleve para que no vuelvas a manos del duque.
La cual cosa creyendo Ninetta, y como temerosa, deseando
irse, con Folco, sin otra despedida buscar de su hermana, siendo ya
de noche, se puso en camino, y con aquellos dineros a que Folco pudo
echar mano, que fueron pocos; y yéndose al puerto, subieron a
una barca y nunca más se supo dónde llegaron. Venido el
día siguiente y siendo Maddalena hallada muerta, hubo algunos
que por envidia y odio que tenían a Ughetto, rápidamente
al duque se lo hicieron saber, por la cual cosa el duque, que mucho
amaba a Maddalena, corriendo fogosamente a la casa, a Ughetto apresó
y a su mujer, que de estas cosas todavía nada sabían,
esto es de la partida de Folco y Ninetta, los constriñó
a confesar que ellos juntos con Folco habían sido culpables de
la muerte de Maddalena. Por cuya confesión ellos, fundadamente
temiendo la muerte, con gran habilidad a quienes los guardaban
corrompieron, dándoles una cierta cantidad de dineros que en
su casa escondidos para los casos necesarios guardaban: y junto con
los guardias, sin tener espacio de poder coger ninguna de sus cosas,
montándose en una barca, de noche se escaparon a Rodas, donde
en pobreza y miseria vivieron no mucho tiempo. Pues a semejante
partido el loco amor de Restagnone y la ira de Ninetta les condujeron
a ellos y a los demás.
NOVELA CUARTA
Gerbino,
contra la palabra dada al rey Guilielmo, su abuelo, combate una nave
del rey de tú nez para quitarle a una hija suya; y matada ésta
por los que allíiban, los mata, y a él luego le cortan
la cabeza.
Laureta callaba, una vez terminada su novela, y, entre
la compañía, quién con uno, quién con
otro de la desgracia de los amantes se dolía, y quién
reprobaba la ira de Ninetta, y unos una cosa y otros otra decían,
cuando el rey, como saliendo de un profundo pensamiento, alzó
el rostro y a Elisa le hizo señal de continuar narrando; la
cual gentilmente comenzó:
Amables señoras, muchos son los que
creen que Amor solamente por las miradas encendido, envía sus
saetas, burlándose de quienes sostener quieren que alguien por
el oído pueda enamorarse(127)
y que éstos están engañados aparecerá
asaz claramente en una novela que contar entiendo, en la que no
solamente por la fama, sin haberse visto nunca, veréis que ha
obrado sino también cómo a mísera muerte condujo
a cada uno os será manifiesto.
Guilielmo II, rey de Sicilia, según
dicen los sicilianos, tuvo dos hijos(128)
uno varón llamado Ruggiero, la otra mujer, llamada Constanza.
El cual Ruggiero, muriendo antes que su padre, dejó un hijo
llamado Gerbino, el cual, con solicitud educado por su abuelo, se
hizo un joven hermosísimo y famoso en bizarría y en
cortesía. Y no dentro de los límites de Sicilia se
quedó encerrada su fama, sino que en varias partes del mundo
sonando, era clarísima en Berbería, que en aquellos
tiempos era tributaria del rey de Sicilia. Y entre los demás a
cuyos oídos la magnífica fama de la virtud y la
cortesía de Gerbino llegaron, hubo una hija del rey de tú nez,
la cual, según lo que todos los que la veían decían,
era una de las más hermosas criaturas que nunca por la
naturaleza hubiera sido formada, y la más cortés y de
ánimo grande y noble. La cual, gustando de oír hablar
de los hombres valerosos, con tanto afecto retuvo las cosas
valerosamente hechas por Gerbino que unos y otros contaban, y tanto
le agradaban, que dándole vueltas en su imaginación a
cómo debía ser él, ardientemente se enamoró,
y con más agrado que de otros hablaba de él y a quien
de él hablaba escuchaba.
Por otra parte, había también, como a
otros lugares, llegado a Sicilia la grandísima fama de la
belleza y del valor de ella, y no sin gran deleite ni en vano había
alcanzado los oídos de Gerbino; así , no menos que la
joven se había inflamado por él, él por ella se
había inflamado. Por la cual cosa, hasta tanto que con
conveniente razón de su abuelo la licencia pidiese para ir a
Túnez, deseoso sobremanera de verla, a todo amigo suyo que
allíiba, ordenaba que en cuanto estuviera en su poder le
comunicase su secreto y gran amor del modo que mejor le pareciese y
le trajese de ella noticia. De los cuales, uno lo hizo muy sagazmente
llevándole joyas de mujer para que las viese, del modo que
hacen los mercaderes, y por completo manifestándole el ardor
de Gerbino, él y sus cosas le ofreciódispuestas a sus
mandatos; la cual, con alegre rostro el embajador y la embajada
recibió; y respondiéndole que ella en igual amor ardía,
una de sus más preciosas joyas en testimonio de ello le mandó.
La cual recibióGerbino con tanta alegría como pueda
recibirse la cosa más querida, y por aquel mismo muchas veces
le escribió y le mandópreciosísimos presentes,
haciendo con ella ciertos conciertos para, si la fortuna lo
permitiese, verse y tocarse.
Pero andando las cosas de esta guisa y un poco más
lejos de lo que hubiera sido necesario ardiendo por una parte la
joven y por otra Gerbino, sucedió que el rey de tú nez
la casó con el rey de Granada, de lo que ella se afligió
sobremanera, pensando que no solamente con larga distancia se alejaba
de su amante sino que casi por completo le era arrebatada; y si
hubiera habido manera, de buena gana, para que aquello no sucediese,
hubiera huido del padre y se hubiera reunido con Gerbino. Del mismo
modo, Gerbino, enterado de este matrimonio, sin medida doliente vivía
y pensando si pudiese hallar alguna manera de poder llevársela
por la fuerza, si sucediese que por mar fuese al marido. El rey de
Túnez, oyendo algo de este amor y de la determinación
de Gerbino, y temiendo su valor y su poder, llegando el tiempo en que
debía mandarla, hizo saber al rey Guilielmo lo que quería
hacer y que entendía hacerlo si él le aseguraba que ni
Gerbino ni otro se lo impediría.
El rey Guilielmo, que viejo era y no había
oído nada del enamoramiento de Gerbino, no imaginándose
que por ello se le pidiese tal garantía, lo concedió de
buena gana y en señal de ello mandó al rey de tú nez
su guante(129)
El cual, después de que la seguridad hubo recibido, hizo
preparar una grandísima y hermosa nave en el puerto de Cartago
y abastecerla con todo lo que fuera necesario, y adornarla y
prepararla, para mandar en ella a su hija a Granada; y no esperaba
sino el tiempo favorable. La joven señora, que todo esto sabía
y veía, ocultamente mandó a Palermo a un servidor suyo
y le ordenó que al bellido Gerbino saludase de su parte y le
dijera cómo iba a irse a Granada pocos días después;
por lo que ahora se vería si era hombre tan valiente como se
decía y si tanto la amaba como muchas veces le había
significado. Aquel a quien le fue ordenada, óptimamente
cumplió su embajada y se volvió a tú nez.
Gerbino, al oír esto, y sabiendo que el rey Guilielmo su
abuelo había otorgado la seguridad al rey de tú nez, no
sabía qué hacerse; pero empujado por el amor, habiendo
escuchado las palabras de la señora y para no parecer vil,
yendo a Mesina, allí hizo prestamente armar dos galeras
ligeras, y haciendo subir a ellas valientes hombres, con ellos se fue
junto a Cerdeña, pensando que por allídebía
pasar la nave de la señora. Y no tardó en realizarse su
pensamiento, porque después de que allípocos días
hubo estado, la nave, con poco viento y no lejana al lugar donde se
había apostado esperándola, apareció.
Viendo la cual, Gerbino, a sus compañeros dijo:
Señores, si sois tan valerosos como pienso,
ninguno de vosotros creo que estésin haber sentido o sentir
amor, sin el cual, como por mímismo juzgo, ningún
mortal puede ninguna virtud o bien tener en sí ; y si
enamorados habéis estado o estáis, fácil cosa os
será comprender mi deseo. Yo amo: Amor me indujo a daros la
presente fatiga, y lo que amo, en la nave que se ve ahí
delante está, la cual, junto con la cosa que yo más
deseo, va llena de grandísimas riquezas, las cuales, si
hombres valerosos sois, con poca fatiga, virilmente combatiendo,
podemos conquistar; de cuya victoria no busco quedarme sino con una
mujer por cuyo amor muevo las armas; todas las demás cosas
sean vuestras libremente desde ahora. Vamos, pues, y con buena
ventura asaltemos la nave mientras Dios, favorable a nuestra empresa,
sin prestarle viento nos la tiene inmóvil.
No necesitaba el bellido Gerbino tantas palabras porque
los mesinenses que con él estaban, deseosos del botín,
ya en su ánimo estaban dispuestos a hacer aquello a lo que
Gerbino les alentaba con las palabras; por lo que, haciendo un
grandísimo alboroto, al final de sus palabras, para que así
fuese sonaron las trompetas, y empuñando las armas dieron los
remos al agua y a la nave llegaron. Los que en la nave estaban,
viendo de lejos venir las galeras, no pudiéndose ir, se
aprestaron a la defensa. El bellido Gerbino, llegado a ella, ordenó
que los patrones a las galeras fuesen llevados si no querían
batalla. Los sarracenos, asegurados de quiénes eran y qué
pedían, dijeron que se les asaltaba contra la palabra empeñada
con ellos por el rey suyo, y en señal de ello mostraron el
guante del rey Guilielmo y del todo se negaron, si no eran vencidos
en batalla, a rendirse o a darle nada que hubiera en la nave.
Gerbino, que en la popa de la nave había visto a la señora,
mucho más hermosa de lo que él ya pensaba, mucho más
inflamado en amor que antes, al mostrarle el guante repuso que allí
no había en aquel momento halcones para los que se necesitase
un guante, y que por ello, si no querían entregarles a la
señora, que se preparasen a la batalla. La que, sin esperar
más, a arrojarse saetas y piedras el uno contra el otro
fieramente comenzaron y largamente con daño de cada una de las
partes en tal guisa combatieron.
Por último, viéndose Gerbino sin mucho
provecho, tomando una barquichuela que de Cerdeña llevado
había, y prendiéndole fuego, con las dos galeras la
acostó a la nave; lo que viendo los sarracenos y conociendo
que por necesidad debían o rendirse o morir, haciendo a
cubierta venir a la hija del rey, que bajo cubierta lloraba, y
llevándola a la proa de la nave y llamando a Gerbino, ante sus
ojos, a ella, que pedía merced y ayuda, le cortaron las venas
y arrojándola al mar dijeron:
Tómala, te la damos como podemos y como tu
lealtad la ha merecido.
Gerbino, viendo su crueldad, deseoso de
morir, no preocupándose por saetas ni por piedras, a la nave
se hizo acercar, y subiendo a ella a pesar de cuantos allí
iban, no de otra manera que un león famélico entra en
una manada de becerros, ora a éste ora a aqué l
desangrando y primero con los dientes y con las uñas su ira
sacia que el hambre, con una espada en la mano ora a éste ora
a aqué l cortando de los sarracenos, cruelmente a muchos mató
Gerbino(130)
creciendo ya el fuego en la encendida nave, haciendo a los marineros
coger lo que pudieran como recompensa, abajo se fue con aquella poco
alegre victoria conseguida sobre sus enemigos. Luego, haciendo el
cuerpo de la hermosa señora recoger del mar, largamente y con
muchas lágrimas la lloró, y volviéndose a
Sicilia, en Ustica, pequeñísima isla casi enfrente de
Trápani, honradamente la hizo sepultar, y a su casa se fue más
dolorido que ningún hombre. El rey de tú nez, conocida
la noticia, a sus embajadores de negro vestidos, envió al rey
Guilielmo, doliéndose de que la palabra dada mal había
sido cumplida, y le contaron cómo. Por lo que el rey
Guilielmo, fuertemente airado, no viendo manera de poder negarles la
justicia que pedían, hizo apresar a Gerbino, y él
mismo, no habiendo ninguno de sus barones que con ruegos se esforzase
en disuadirlo, le condenó a muerte y en presencia suya le hizo
cortar la cabeza, queriendo antes quedarse sin nieto que tenido por
un rey sin honor. así , en pocos días, tan
miserablemente los dos amantes, sin haber gustado ningún fruto
de su amor, de mala muerte murieron, como os he contado.
NOVELA QUINTA
Los hermanos de Isabetta matan a su amante, éste
se le aparece en sueños y le muestra dónde está
enterrado, ella ocultamente le desentierra la cabeza y la pone en un
tiesto de albahaca y llorando sobre él todos los días
durante mucho tiempo, sus hermanos se lo quitan y ella se muere de
dolor poco después.
Terminada la historia de Elisa y alabada por el rey
durante un rato, a Filomena le fue ordenado que contase: la cual,
llena de compasión por el mísero Gerbino y su señora,
luego de un piadoso suspiro, comenzó:
Mi historia, graciosas señoras, no será
sobre gentes de tan alta condición como fueron aqué llas
sobre quienes Elisa ha hablado, pero acaso no será menos digna
de lástima; y a acordarme de ella me trae Mesina, ha poco
recordada, donde sucedió el caso.
Había, pues, en Mesina tres jóvenes
hermanos y mercaderes, y hombres, que habían quedado siendo
bastante ricos después de la muerte de su padre, que era de
San Gimigniano, y tenían una hermana llamada Elisabetta, joven
muy hermosa y cortés, a quien, fuera cual fuese la razón,
todavía no habían casado. Y tenían además
estos tres hermanos, en un almacén suyo, a un mozo paisano
llamado Lorenzo, que todos sus asuntos dirigía y hacía,
el cual, siendo asaz hermoso de persona y muy gallardo, habiéndolo
muchas veces visto Isabetta, sucedió que empezó a
gustarle extraordinariamente, de lo que Lorenzo se percató y
una vez y otra, semejantemente, abandonando todos sus otros amoríos,
comenzó a poner en ella el ánimo; y de tal modo anduvo
el asunto que, gustándose el uno al otro igualmente, no pasó
mucho tiempo sin que se atrevieran a hacer lo que los dos más
deseaban.
Y continuando en ello y pasando juntos muchos buenos
ratos y placenteros, no supieron obrar tan secretamente que una
noche, yendo Isabetta calladamente allídonde Lorenzo dormía,
el mayor de los hermanos, sin advertirlo ella, no lo advirtiese; el
cual, porque era un prudente joven, aunque muy doloroso le fue
enterarse de aquello, movido por muy honesto propósito, sin
hacer un ruido ni decir cosa alguna, dándole vuelta a varios
pensamientos sobre aquel asunto, esperó a la mañana
siguiente. Después, venido el día, a sus hermanos contó
lo que la pasada noche había visto entre Isabetta y Lorenzo, y
junto con ellos, después de largo consejo, deliberó
para que sobre su hermana no cayese ninguna infamia, pasar aquello en
silencio y fingir no haber visto ni sabido nada de ello hasta que
llegara el momento en que, sin daño ni deshonra suya, esta
afrenta antes de que más adelante siguiera pudiesen lavarse. Y
quedando en tal disposición charlando y riendo con Lorenzo tal
como acostumbraban, sucedió que fingiendo irse fuera de la
ciudad para solazarse llevaron los tres consigo a Lorenzo; y llegados
a un lugar muy solitario y remoto, viéndose con ventaja, a
Lorenzo, que de aquello nada se guardaba, mataron y enterraron de
manera que nadie pudiera percatarse; y vueltos a Mesina corrieron la
voz de que lo habían mandado a algún lugar, lo que
fácilmente fue creído porque muchas veces solían
mandarlo de viaje.
No volviendo Lorenzo, e Isabetta muy frecuente y
solícitamente preguntando por él a sus hermanos, como a
quien la larga tardanza pesaba, sucedió un día que
preguntándole ella muy insistentemente, uno de sus hermanos le
dijo:
¿qué quiere decir esto? ¿qué
tienes que ver tú con Lorenzo que me preguntas por él
tanto? Si vuelves a preguntarnos te daremos la contestación
que mereces.
Por lo que la joven, doliente y triste, temerosa y no
sabiendo de qué , dejóde preguntarles, y muchas veces
por la noche lastímeramente lo llamaba y le pedía que
viniese, y algunas veces con muchas lágrimas de su larga
ausencia se quejaba y sin consolarse estaba siempre esperándolo.
Sucedió una noche que, habiendo llorado mucho a
Lorenzo que no volvía y habiéndose al fin quedado
dormida, Lorenzo se le apareció en sueños, pálido
y todo despeinado, y con las ropas desgarradas y podridas, y le
pareció que le dijo:
Oh, Isabetta, no haces más que llamarme y
de mi larga tardanza te entristeces y con tus lágrimas
duramente me acusas; y por ello, sabe que no puedo volver ahí,
porque el último día que me viste tus hermanos me
mataron.
Y describiéndole el lugar donde lo habían
enterrado, le dijo que no lo llamase más ni lo esperase. La
joven, despertándose y dando fe a la visión,
amargamente lloró; después, levantándose por la
mañana, no atreviéndose a decir nada a sus hermanos, se
propuso ir al lugar que le había sido mostrado y ver si era
verdad lo que en sueños se le había aparecido. Y
obteniendo licencia de sus hermanos para salir algún tiempo de
la ciudad a pasearse en compañía de una que otras veces
con ellos había estado y todos sus asuntos sabía, lo
antes que pudo allá se fue, y apartando las hojas secas que
había en el suelo, donde la tierra le pareciómenos
dura allícavó; y no había cavado mucho cuando
encontró el cuerpo de su mísero amante en nada
estropeado ni corrompido; por lo que claramente conoció que su
visión había sido verdadera. De lo que más que
mujer alguna adolorida, conociendo que no era aqué l lugar de
llantos, si hubiera podido todo el cuerpo se hubiese llevado para
darle sepultura más conveniente; pero viendo que no podía
ser, con un cuchillo lo mejor que pudo le separó la cabeza del
tronco y, envolviéndola en una toalla y arrojando la tierra
sobre el resto del cuerpo, poniéndosela en el regazo a la
criada, sin ser vista por nadie, se fue de allíy se volvió
a su casa.
Allí, con esta cabeza en su alcoba
encerrándose, sobre ella lloró larga y amargamente
hasta que la lavó con sus lágrimas, dándole mil
besos en todas partes. Luego cogió un tiesto grande y hermoso,
de esos donde se planta la mejorana o la albahaca, y la puso dentro
envuelta en un hermoso paño, y luego, poniendo encima la
tierra, sobre ella plantó algunas matas de hermosísima
albahaca salernitana(131)
y con ninguna otra agua sino con agua de rosas o de azahares o con
sus lágrimas la regaba; y había tomado la costumbre de
estar siempre cerca de este tiesto, y de cuidarlo con todo su afán,
como que tenía oculto a su Lorenzo, y luego de que lo había
cuidado mucho, poniéndose junto a él, empezaba a
llorar, y mucho tiempo, hasta que toda la albahaca humedecía,
lloraba. La albahaca, tanto por la larga y continua solicitud como
por la riqueza de la tierra procedente de la cabeza corrompida que en
ella había, se puso hermosísima y muy olorosa.
Y continuando la joven siempre de esta manera, muchas
veces la vieron sus vecinos; los cuales, al maravillarse sus hermanos
de su estropeada hermosura y de que los ojos parecían
salírsele de la cara, les dijeron:
Nos hemos apercibido de que todos los días
actúa de tal manera.
Lo que, oyendo sus hermanos y advirtiéndolo
ellos, habiéndola reprendido alguna vez y no sirviendo de
nada, ocultamente hicieron quitarle aquel tiesto. Y no encontrándolo
ella, con grandísima insistencia lo pidió muchas veces,
y no devolviéndoselo, no cesando en el llanto y las lágrimas,
enfermó y en su enfermedad no pedía otra cosa que el
tiesto. Los jóvenes se maravillaron mucho de esta petición
y por ello quisieron ver lo que había dentro; y vertida la
tierra vieron el paño y en él la cabeza todavía
no tan consumida que en el cabello rizado no conocieran que era la de
Lorenzo. Por lo que se maravillaron mucho y temieron que aquello se
supiera; y enterrándola sin decir nada ocultamente salieron de
Mesina y ordenando la manera de irse de allíse fueron a
Nápoles. No dejando de llorar la joven y siempre pidiendo su
tiesto llorando murió y así tuvo fin su desventurado
amor; pero después de cierto tiempo, siendo esto sabido por
muchos hubo alguien que compuso aquella canción que todavía
se canta hoy y dice:
Quién sería el mal
cristiano
que el albahaquero me robó, etc(132)
NOVELA SEXTA
Andreuola
ama a Gabyiotto; le cuenta un sueño que ha tenido y él
a ella otro; repentinamente se muere en sus brazos, mientras ella con
una criada a su casa lo llevan son apresadas por la señoría,
y ella dice lo que ha sucedido; el podestá la quiere forzar,
ella no lo sufre, se entera su padre y, hallándola inocente,
la hace liberar, ella, rehusando seguir en el mundo, se hace monja.
La historia que Filomena había contado fue muy
apreciada por las señoras porque muchas veces habían
oído cantar aquella canción y nunca habían
podido, a pesar de preguntarlo, saber con qué ocasión
había sido compuesta. Pero habiendo el rey su final oído,
a Pánfilo le ordenó que continuase el orden. Pánfilo,
entonces, dijo:
El sueño contado en la pasada historia me da
materia para contaros una en la cual se habla de dos, que sobre cosas
que debían pasar, como si hubieran ya sucedido, versaban, y
apenas hubieron terminado de contarse por quienes las habían
visto cuando tuvieron los dos efecto. Y así , amorosas señoras,
debéis saber que general impresión es de todos los
vivientes ver varias cosas en su sueño, las cuales, aunque a
quien duerme, durmiendo le parecen todas verdaderas, y despertándose
juzgue verdaderas algunas, algunas verosímiles y una parte
fuera de toda verosimilitud, no menos resulta que muchas de ellas
suceden. Por la cual cosa, muchos prestan tanta fe a cada sueño
cuanta prestarían a las cosas que vieran estando en vigilia, y
con sus mismos sueños se entristecen o se alegran como por lo
que temen o esperan, y por el contrario, hay quienes en ninguno creen
sino después de que se ven caer en el peligro que les ha sido
mostrado; de los cuales, ni a unos ni a otros alabo, porque no
siempre son verdaderos ni todas las veces falsos.
Que no son todos verdaderos, muchas veces todos nosotros
hemos tenido ocasión de verlo, y que todos no son falsos, ya
antes en la historia de Filomena se ha mostrado, y en la mía,
como ya he dicho, entiendo mostrarlo. Por lo que juzgo que si se vive
virtuosamente y se obra, a ningún sueño contrario a
ello debe temerse y no dejar por él los buenos propósitos;
en las cosas perversas y malvadas, aunque los sueños parezcan
favorables a ellas y con visiones propicias a quienes los ven animen,
nadie debe creer; y así , en su contrario, dar a todos completa
fe. Pero vengamos a la historia.
Hubo en la ciudad de Brescia un gentilhombre llamado
micer Negro de Pontecarrato, el cual, entre otros muchos hijos, tenía
una hija, llamada Andreuola, muy joven y hermosa y sin marido, la
cual, por ventura de un vecino suyo cuyo nombre era Gabriotto, se
enamoró, hombre de baja condición aunque de loables
costumbres lleno y en su persona hermoso y amable; y con la
intervención y la ayuda de la nodriza de la casa tanto anduvo
la joven, que Cabriotto supo no sólo que era amado por
Andreuola, sino que fue llevado mucho a un hermoso jardín del
padre de ella, y muchas veces con deleite de una y de otra parte; y
para que ninguna razón nunca sino la muerte pudiera separar su
deleitoso amor, marido y mujer secretamente se hicieron. Y del mismo
modo, furtivamente, confirmando sus ayuntamientos, sucedió que
a la joven una noche, durmiendo, le parecióver en sueños
que estaba en su jardín con Gabriotto y que le tenía
entre sus brazos con grandísimo placer de ambos; y mientras
así estaban le parecióver salir del cuerpo de él
una cosa oscura y terrible cuya forma ella no podía reconocer,
y le parecía que esta cosa cogiese a Gabriotto y contra su
voluntad con espantosa fuerza se lo arrancase de los brazos y con él
se escondiese dentro de la tierra y no pudiese ver más ni al
uno ni a la otra; por lo que muy gran dolor e imponderable sentía,
y por ello se despertó, y despierta, aunque fuese viendo que
no era así como lo había soñado, no por ello
dejóde sentir miedo por el sueño visto.
Y por esto, queriendo luego Gabriotto la noche siguiente
venir a donde ella, cuanto pudo se esforzó en hacer que no
viniese por la noche allí; pero, viendo su voluntad, para que
de otro no fuese a sospechar, la noche siguiente lo recibió en
su jardín. Y habiendo muchas rosas blancas y bermejas cogido,
porque era tiempo de ellas, con él junto a una bellísima
fuente y clara que en el jardín había, se fue a estar,
y allí, después de una grande y muy larga fiesta que
disfrutaron juntos, Gabriotto le preguntócuál era la
razón por la que le había prohibido venir el día
antes.
La joven, contándole el sueño tenido por
ella la noche antes y el temor que le había dado, se la
explicó. Gabriotto, al oírla, se rió y dijo que
gran necedad era creer en sueños porque o por exceso de comida
o por falta de ella sucedían, y que eran todos vanos se veía
cada día; y luego dijo:
Si yo hubiese querido hacer caso de sueños
no habría venido aquí, no tanto por el tuyo sino por
uno que también tuve esta noche pasada, el cual fue que me
parecía estar en una hermosa y deleitosa selva por la que iba
cazando, y haber cogido una cabritilla tan bella y tan placentera
como la mejor que se haya visto; y me parecía que era más
blanca que la nieve y en breve espacio se hizo tan amiga mía
que en ningún momento se separaba de mí. Y me parecía
que la quería tanto que para que no se separase de mí
me parecía que le había puesto en la garganta un collar
de oro y con una cadena de oro la sujetaba entre las manos. Y después
de esto me parecía que, descansando esta cabritilla una vez y
teniéndome la cabeza en el regazo, salió de no sé
dónde una perra negra como el carbón, muy hambrienta y
espantosa en su apariencia, y se vino hacia mí, contra la que
ninguna resistencia me parecía hacer; por lo que me parecía
que me metía el hocico en el seno en el lado izquierdo, y
tanto lo roía que llegaba al corazón, que parecía
que me arrancaba para llevárselo. Por lo que sentía tal
dolor que mi sueño se interrumpió y, despierto, con la
mano súbitamente corría palpar si algo tenía en
el costado; pero no encontrándome el mal me burléde mí
mismo por haberlo hecho. Pero ¿qué quiere decir esto?
Tales y más espantosos he tenido más veces y no por
ello me ha sucedido nada más ni nada menos; y por ello
olvídate de eso y pensemos en disfrutar.
La joven, por su sueño ya muy espantada, al oír
esto lo estuvo mucho más, pero para no ser ocasión de
enfado a Gabriotto, lo más que pudo ocultósu miedo; y
aunque abrazándolo y besándolo algunas veces y siendo
por él abrazada y besada se solazase, temerosa y no sabiendo
de qué , más de lo acostumbrado muchas veces le miraba a
la cara y de vez en cuando miraba por el jardín por si alguna
cosa negra viese venir de alguna parte.
Y estando de esta manera, Cabriotto, lanzando un gran
suspiro, la abrazó y dijo:
¡Ay de mí, alma mía, ayúdame
que me muero!
Y dicho esto, cayó en tierra sobre la hierba del
pradecillo.
Lo que viendo la joven y caído como estaba,
apoyándoselo en el regazo, casi llorando dijo:
Oh, dulce señor mío, ¿qué
te pasa?
Gabriotto no respondió sino que jadeando
fuertemente y sudando todo, luego de no mucho tiempo, pasóde
la presente vida.
Cuán duro y doloroso fue esto para la joven, que
más que a sí misma lo amaba, cada una debe imaginarlo.
Ella lo llorómucho, y muchas veces lo llamó en vano,
pero luego de que se apercibióde que estaba verdaderamente
muerto, habiéndolo tocado por todas las partes del cuerpo y en
todas encontrándolo frío, no sabiendo qué
hacerse ni qué decir, lacrimosa como estaba y llena de
angustia, se fue a llamar a su nodriza, que de este amor era
cómplice, y su miseria y su dolor le mostró. Y luego de
que míseramente juntas un tanto hubieron llorado sobre el
muerto rostro de Cabriotto, dijo la joven a la nodriza:
Puesto que Dios me lo ha quitado, no entiendo
seguir yo con vida pero antes de que llegue a matarme, querría
que buscásemos una manera conveniente de proteger mi honor y
el secreto amor que ha habido entre nosotros y que el cuerpo del cual
la graciosísima alma ha partido fuese sepultado.
A lo que la nodriza dijo:
Hija mía, no hables de querer matarte,
porque si lo has perdido, matándote también lo
perderías en el otro mundo porque irías al infierno,
donde estoy cierta que su alma no ha ido porque bueno fue; pero mucho
mejor es que te consueles y pienses en ayudar con oraciones o con
otras buenas obras a su alma, por si por algún pecado cometido
tiene necesidad de ello. Sepultarlo es muy fácil hacerlo en
este jardín, lo que nadie sabrá nunca porque nadie
sabe que nunca él haya venido aquí, y si no lo quieres
así , pongámoslo fuera del jardín y dejémoslo:
mañana por la mañana lo encontrarán y llevándolo
a su casa será sepultado por sus parientes.
La joven, aunque estuviese llena de amargura y
continuamente llorase, escuchaba sin embargo los consejos de su
nodriza, y no estando de acuerdo en la primera parte, repuso a la
segunda, diciendo:
No quiera Dios que un joven tan valioso y tan
amado por míy marido mío sufra que sea sepultado a
guisa de un perro o dejado en tierra en la calle. Ha recibido mis
lágrimas y, como yo pueda, recibirá las de sus
parientes, y ya me viene al ánimo lo que tenemos que
hacer.
Y prestamente a por una pieza de paño de seda que
tenía en su arca la mandó; y traída aqué lla
y extendiéndola en tierra, encima pusieron el cuerpo de
Gabriotto, y poniéndole la cabeza sobre una almohada y
cerrándole con muchas lágrimas los ojos y la boca, y
haciéndole una guirnalda de rosas y poniéndole
alrededor las rosas que habían cogido juntos, dijo a la
nodriza:
De aquía la puerta de su casa hay poco
camino, y por ello tú y yo, así como lo hemos
arreglado, lo llevaremos de aquí y lo pondremos delante de su
casa. No tardará mucho tiempo en hacerse de día y lo
recogerán, y aunque para los suyos no sea esto ningún
consuelo, para mí, en cuyos brazos ha muerto, será un
placer.
Y dicho esto, de nuevo con abundantísimas
lágrimas se le inclinósobre el rostro y largo espacio
estuvo llorando, la cual, muy requerida por la criada, porque venía
el día, irguiéndose, el mismo anillo con el que se
había desposado con Gabriotto quitándose del dedo, se
lo puso en el dedo a él, diciendo entre llanto:
Caro señor mío, si tu alma ve mis
lágrimas y algún conocimiento o sentimiento después
de su partida queda en los cuerpos, recibe benignamente el último
don de esta a quien viviendo amaste tanto.
Y dicho esto, desvanecida, cayó encima de él,
y luego de algún tiempo volviendo en sí y poniéndose
en pie, junto con la criada cogiendo el paño sobre el que
yacía el cuerpo, con él salieron del jardín y
hacia la casa de él se enderezaron.
Y yendo así , sucedió por casualidad que
por los guardias del podestá, que por azar iban a aquella hora
a algún asunto, fueron encontradas y prendidas con el cuerpo
muerto.
La Andreuola, más deseosa de morir que de vivir,
reconocidos los guardas de la señoría, francamente
dijo:
Séquiénes sois y que querer huir de
nada me serviría; estoy dispuesta a ir con vos ante la
señoría, y lo que sea contar; pero ninguno se atreva a
tocarme, si os obedezco, ni a quitar nada de lo que lleva este cuerpo
si no quiere que yo le acuse.
Por lo que, sin que ninguno la tocase, con
el cuerpo de Gabriotto se fue a palacio(133)
lo cual oyendo el podestá, se levantó, y haciéndola
venir a la alcoba, de lo que había sucedido se informó,
y habiendo hecho mirar por algunos médicos si con veneno o de
otra manera había sido muerto el buen hombre, todos afirmaron
que no sino que algún acceso cercano al corazón se le
había roto que lo había ahogado. Y él, oído
esto y que aqué lla en poca cosa era culpable, se ingenió
en parecer que le daba lo que no podía venderle, y dijo que si
ella su voluntad hiciese, la liberaría.
Pero no sirviéndole las palabras, quiso contra
toda conveniencia usar la fuerza; pero Andreuola, encendida en desdén
y sintiéndose fortísima, virilmente se defendió ,
rechazándolo con injuriosas y altivas palabras. Pero llegado
el día claro y siéndole contadas estas cosas a micer
Negro, mortalmente dolido se fue con muchos de sus amigos a palacio y
allí, informado de todo por el podestá, pidió
que le devolviesen a su hija. El podestá, queriendo primero
acusarse de la fuerza que le había querido hacer que ser
acusado por ella, alabando primero a la joven y su constancia, por
probarla vino a decir que era lo que había hecho; por la cual
cosa, viéndola de tanta firmeza, sumo amor había puesto
en ella y si a él le agradaba, que su padre era, y a ella, no
obstante haber tenido marido de baja condición, de buen grado
como mujer la tomaría.
En este tiempo que así éstos hablaban,
Andreuola vino ante su padre y llorando se le arrojó a los
pies y dijo:
Padre mío, no creo que sea necesario que la
historia de mi atrevimiento y de mi desgracia os cuente, que estoy
cierta de que ya la habéis oído y lo sabéis; y
por ello cuanto más puedo humildemente perdón os pido
de mi falta, esto es, de haber, sin vos saberlo, a quien más
me placía tomado por marido; y este perdón no os lo
pido para que me sea perdonada la vida sino para morir como hija
vuestra y no como vuestra enemiga.
Y así , llorando, cayó a sus pies.
Micer Negro, que viejo era ya y hombre benigno y amoroso
por naturaleza, al oír estas palabras empezó a llorar,
y llorando alzó a su hija tiernamente en pie, y dijo:
Hija mía, mucho me hubiera gustado que
hubieses tenido tal marido como según mi parecer te convenía;
y si lo hubieras tomado tal como a ti te agradase debía
también gustarme; pero el haberlo ocultado me hace dolerme de
tu poca confianza, y más aún, viéndote que lo
has perdido antes de haberlo sabido yo. Pero puesto que es así ,
lo que por contentarte, viviendo él, habría hecho con
gusto, esto es, honrarle como a mi yerno hágasele a su muerte.
Y volviéndose a sus hijos y a sus parientes les
ordeno que preparasen para Gabriotto exequias grandes y honorables.
Habían entretanto acudido los padres y los parientes del
joven, que se habían enterado de la noticia, y casi tantas
mujeres y tantos hombres como en la ciudad había; por lo que,
puesto en medio del patio el cuerpo sobre el paño de Andreuola
y con todas sus rosas, allíno tan sólo por ella y por
sus parientes fue llorado, sino públicamente casi por todas
las mujeres de la ciudad y por muchos hombres, y no a guisa de
plebeyo sino de señor sacado de la plaza pública a
hombros de los más nobles ciudadanos, con grandísimo
honor fue llevado a la sepultura. Y de allí a algunos días,
insistiendo el podestá en lo que pedido había,
exponiéndose micer Negro a su hija, ésta nada de ello
quiso oír; pero queriendo en algo complacer a su padre, en un
monasterio muy famoso por su santidad, ella y su nodriza monjas se
hicieron, y honradamente luego en él vivieron mucho tiempo.
NOVELA SÉPTIMA
Simona ama a Pasquino; están juntos en un
huerto; Pasquino se frota los dientes con una hoja de salvia y se
muere; Simona es apresada, la cual, queriendo mostrar al juez cómo
murióPasquino, frotándose con una de aquellas hojas
los dientes, muere del mismo modo.
Pánfilo se había desembarazado de su
historia cuando el rey, no mostrando ninguna compasión por
Andreuola, mirando a Emilia, le hizo un gesto significándole
que le agradaría que siguiese con la narración a
quienes ya habían hablado; la cual, sin ninguna demora,
comenzó:
Caras compañeras, la historia contada por Pánfilo
me induce a contar una en ninguna otra cosa semejante a la suya sino
en que, así como Andreuola perdió el amante en el
jardín, igual sucedió a aquella de quien debo hablar; y
del mismo modo presa, como lo fue Andreuola, no por fuerza ni por
virtud sino por inesperada muerte se libróde la justicia. Y
como ya se ha dicho más veces entre nosotras, aunque Amor de
buen grado habite en las casas de los nobles, no por ello rehúsa
el señorío sobre las de los pobres y también en
ellas muestra alguna vez sus fuerzas de tal manera que como
poderosísimo señor se hace temer de los más
ricos. Lo que aunque no en todo, en gran parte aparecerá en mi
historia, con la que me place volver a nuestra ciudad, de la que hoy,
contando diversas cosas diversamente, vagando por diversas partes del
mundo, tanto nos hemos alejado.
Hubo, pues, no hace todavía mucho tiempo, en
Florencia, una joven muy hermosa y gallarda para su condición,
e hija de padre pobre, que se llamaba Simona; y aunque tuviera que
ganarse con sus manos el pan que quería comer, y para
subsistir hilase lana, no fue ello de tan pobre ánimo que no
osase recibir a Amor en su mente, el cual con los actos y las
palabras amables de un mozo de no más fuste que ella, que
andaba dando lana a hilar para su maestro lanero, hacía tiempo
que había mostrado querer entrar. Acogiéndolo, pues, en
ella bajo el placentero aspecto del joven que la amaba, cuyo nombre
era Pasquino, deseándolo mucho y no atreviéndose a nada
más, hilando, a cada vuelta de lana hilada que enroscaba al
huso arrojaba mil suspiros más calientes que el fuego al
acordarse de aquel que para hilarla se la había dado.
Él, por otra parte, muy solícito
habiéndose vuelto de que se hilase bien la lana de su maestro,
como si sólo la que Simona hilaba, y no ninguna otra, debiese
bastar a toda la tela, más frecuentemente que la otras las
solicitaba. Por lo que, solicitando uno y la otra gozando al ser
solicitada, sucedió que, cobrando el uno más osadía
de la que solía tener y desechando la otra mucho del miedo y
de la vergüenza que acostumbraba a tener, juntos se unieron en
mutuos placeres, los cuales a una parte y a la otra agradaron tanto
que no esperaba el uno a ser solicitado por el otro para ello, sino
que uno invitaba al otro para disfrutarlos.
Y continuando así su placer de un
día en otro, y siempre, al continuar, más inflamándose,
sucedió que Pasquino dijo a Simona que firmemente quería
que encontrase el modo de poder venir a un jardín adonde él
quería llevarla, para que allímás a sus anchas
y con menos temor pudiesen estar juntos. Simona dijo que le placía,
y dando a entender a su padre, un domingo después de comer,
que quería ir a la bendición de San Galo(134)
con una compañera suya llamada Lagina, al jardín que le
había mostrado Pasquino se fue, donde, junto con un compañero
suyo que Puccino tenía por nombre, pero que era llamado el
Tuerto, lo encontró, y allí, iniciándose un
amorío entre el Tuerto y Lagina, ellos se retiraron a una
parte del jardín a gustar de sus placeres y al Tuerto y a
Lagina dejaron en otra.
Había en aquella parte del jardín donde
Pasquino y Simona habían ido, una grandísima y hermosa
mata de salvia; a cuyo pie se sentaron y un buen rato se solazaron
juntos, y habiendo hablado mucho de una merienda que en aquel huerto,
con ánimo reposado, querían hacer, Pasquino,
volviéndose a la gran mata de salvia, cogió algunas
hojas de ella y empezó a frotarse con ellas los dientes y las
encías, diciendo que la salvia los limpiaba muy bien de
cualquier cosa que hubiera quedado en ellos después de haber
comido. Y luego de que, así , un poco los hubo frotado volvió
a la conversación de la merienda de la que estaba hablando
primero; y no había proseguido hablando casi nada cuando
empezó a demudársele todo el rostro y luego de
demudársele no pasósin que perdiese la vista y la
palabra y en breve se murió. Las cuales cosas viendo Simona
empezó a llorar y a gritar y a llamar al Tuerto y a Lagina,
los cuales prestamente corriendo allíy viendo a Pasquino no
solamente muerto, sino ya todo hinchado y lleno de manchas oscuras
por el rostro y por el cuerpo, súbitamente gritó el
Tuerto:
¡Ay, mujer malvada, lo has envenenado tú !
Y habiendo hecho un gran alboroto, fue oído por
muchos que vivían cerca del jardín; los cuales, corrido
el rumor y encontrándole muerto e hinchado, y oyendo dolerse
al Tuerto y acusar a Simona de haberlo envenenado con engaños,
y a ella, por el dolor del súbito accidente que le había
arrebatado a su amante, casi fuera de sí , no sabiendo
excusarse, fue reputado por todos que había sido como el
Tuerto decía; por la cual cosa, apresándola, llorando
siempre ella mucho, fue llevada al palacio del podestá. E
insistiendo allíel Tuerto, y el Rechoncho y el Desmañado,
compañeros de Pasquino que habían llegado, un juez sin
dilatar el asunto se puso a interrogarla sobre el hecho y, no
pudiendo comprender ella en qué podía haber obrado
maliciosamente o ser culpable, quiso, estando él presente, ver
el cuerpo muerto y decirle el lugar y el modo porque por las palabras
suyas no lo comprendía bastante bien. Haciéndola, pues,
sin ningún tumulto, llevar allídonde todavía
yacía el cuerpo de Pasquino, le preguntó que cómo
había sido.
Ella, acercándose a la mata de salvia y habiendo
contado toda la historia precedente para darle completamente a
entender lo sucedido, hizo lo que Pasquino había hecho,
frotándose contra los dientes una de aquellas hojas de salvia.
Las cuales cosas, mientras que por el Tuerto y por el Rechoncho y por
los otros amigos y compañeros de Pasquino, como frívolas
y vanas en la presencia del juez eran rechazadas, y con más
insistencia acusada su maldad, no pidiendo sino que el fuego fuese de
semejante maldad castigo, la pobrecilla, que por el dolor del perdido
amante y por el miedo de la pena pedida por el Tuerto estaba
encogida, por haberse frotado la salvia en los dientes, sufrió
aquel mismo accidente que antes había sufrido Pasquino, no sin
gran maravilla de cuantos estaban presentes.
¡Oh, almas felices, a quienes un mismo día
sucedió el ardiente amor y la mortal vida acabar; y más
felices si juntas a un mismo lugar os fuisteis; y felicísimas
si en la otra vida se ama, y os amáis como lo hicisteis en
ésta! Pero mucho más feliz el alma de Simona en gran
medida, por lo que respecta al juicio de quienes, vivos, tras de ella
hemos quedado, cuya inocencia la fortuna no sufrió que cayese
bajo los testimonios del Tuerto y del Rechoncho y del Desmañado
(tal vez cardadores u hombres más villanos) abriéndole
más honesto camino con la misma clase de muerte de su amante,
para deshacerse de su calumnia y seguir al alma de su Pasquino, tan
amada por ella.
El juez, todo estupefacto por el accidente junto con
cuantos allíestaban, no sabiendo qué decirse,
largamente calló; luego, con mejor juicio, dijo:
Parece que esta salvia es venenosa, lo que no
suele suceder con la salvia. Pero para que a alguien más no
pueda ofender de modo semejante, córtese hasta las raíces
y arrójese al fuego.
La cual cosa, el que era guardián
del jardín haciéndola en presencia del juez, no acababa
de abatir la gran mata cuando apareció la razón de la
muerte de los dos míseros amantes. Había bajo la mata
de aquella salvia un sapo de maravilloso tamaño, de cuyo
venenoso aliento pensaron que la salvia se había envenenado.
Al cual sapo, no atreviéndose nadie a acercarse, poniéndole
alrededor una pila grandísima de leña, allí
junto con la salvia lo quemaron, y se terminó el proceso del
señor juez por la muerte del pobrecillo Pasquino. El cual,
junto con su Simona, tan hinchados como estaban, por el Tuerto y el
Rechoncho y el Hocico Puerco(135)
y el Desmañado fueron sepultados en la iglesia de San Paolo,
de donde probablemente eran feligreses.
NOVELA OCTAVA
Giró lamo ama a Salvestra; empujado por los
ruegos de su madre va a París,, vuelve y la encuentra casada;
entra a escondidas en su casa y se queda muerto a su lado, y llevado
a una iglesia, Salvestra muere a su lado.
Había acabado la historia de Emilia cuando, por
orden del rey, Neifile comenzó así :
Algunos, a mi juicio hay, valerosas
señoras, que más que la otra gente creen saber, y menos
saben; y por esto no solamente a los consejos de los hombres sino
también contra la naturaleza de las cosas pretenden oponer su
juicio; de la cual presunción han sobrevenido ya grandísimos
males y nunca se vio venir ningún bien. Y porque entre las
demás cosas naturales es el amor la que menos admite el
consejo o la acción que le sean contrarios, y cuya naturaleza
es tal que antes puede consumirse por sí mismo que ser
arrancado por ningún consejo, me ha venido al ánimo
narraros una historia de una señora que, queriendo ser más
sabia de lo que debía y no lo era (y también porque no
lo soportaba la cosa en que se esforzaba por manifestar su buen
juicio) creyendo del enamorado corazón arrancar el amor que
tal vez allí habían puesto las estrellas(136)
llegó a arrancarle en un mismo punto el amor y el alma del cuerpo a su hijo.
Hubo, pues, en nuestra ciudad, según
los ancianos cuentan, un grandísimo mercader y rico cuyo
nombre fue Leonardo Sighieri(137)
que de su mujer tuvo un hijo llamado Giró lamo, después
de cuyo nacimiento, arreglados ordenadamente sus asuntos, dejó
esta vida. Los tutores del niño, junto con la madre, bien y
lealmente administraron sus bienes. El niño, creciendo con los
niños de sus otros vecinos, más que con ningún
otro del barrio con una niña de su edad, hija de un sastre, se
familiarizó; y creciendo los años, el trato se
convirtió en amor tan grande y fiero que Giró lamo no
estaba bien si no veía cuanto veía ella; y ciertamente
no la amaba menos que era amado por ella.
La madre del muchacho, percatándose de ello,
muchas veces se lo reprochó y lo castigó ; y luego que a
sus tutores (no pudiendo Giró lamo contenerse) se quejó
y como quien se creía que por la gran riqueza del hijo podía
pedir peras al olmo, les dijo:
Este muchacho nuestro, que todavía no tiene
catorce años, está tan enamorado de una hija de un
sastre vecino, que se llama Salvestra, que, si no se la quitamos de
delante, probablemente la tomará un día por mujer sin
que nadie lo sepa, y yo nunca estarécontenta; o se consumirá
por ella si la ve casarse con otro; y por ello me parece que para
evitar esto lo debíais mandar a alguna parte lejana de aquí,
al cuidado de los negocios para que, dejando de ver a ésta, se
le salga del ánimo y se le podrá luego dar por mujer
alguna joven bien nacida.
Los tutores dijeron que la señora decía
bien y que harían aquello que pudiesen, y haciendo llamar al
muchacho al almacén, comenzó a decirle uno, muy
amorosamente:
Hijo mío, ya eres grande; bueno será
que comiences tú mismo a velar por tus negocios, por lo que
nos contentaría mucho que fueses a estar algún tiempo
en París, donde verás cómo se trafica con gran
parte de tu riqueza; sin contar con que te harás mucho mejor y
más cortés y de más valor allíque aquí
lo harías, viendo a aquellos señores y a aquellos
barones y a aquellos gentileshombres (que allí hay tantos) y
aprendiendo sus costumbres; luego podrás venir aquí.
El muchacho escuchó diligentemente y en breve
respondió que no quería hacerlo porque pensaba que lo
mismo que los demás, podía quedarse en Florencia. Los
honrados hombres, al oírle esto, le insistieron con más
palabras; pero no pudiendo sacarle otra respuesta, a su madre se lo
dijeron. La cual, bravamente enojada, no por no querer irse a París,
sino por su enamoramiento, le dijo graves insultos; y luego, con
dulces palabras ablandándolo, empezó a halagarlo y a
rogarle tiernamente que hiciese aquello que querían sus
tutores; y tanto supo decirle que él consintió en irse
a estar allíun año y no más; y así se
hizo.
Yéndose, pues, Giró lamo a
París vehementemente enamorado, diciéndole hoy no,
mañana te irás, allílo tuvieron dos años;
y más enamorado que nunca volviendo encontró a su
Salvestra casada con un buen joven que hacía tiendas(138)
de lo que desmesuradamente se entristeció. Pero viendo que de
otra manera no podía ser, se esforzó en tranquilizarse;
y espiando cuándo estuviese en casa, según la costumbre
de los jóvenes enamorados empezó a pasar delante de
ella, creyendo que no lo había olvidado sino como él
había hecho con ella. Pero el asunto estaba de otra guisa:
ella se acordaba de él como si nunca lo hubiera visto, y si
por acaso algo se acordaba, mostraba lo contrario. De lo que el joven
se apercibió en muy poco espacio de tiempo y no sin grandísimo
dolor; pero no por ello dejaba de hacer todo lo que podía por
volver a entrar en su pecho; pero como nada parecía conseguir,
se dispuso, aunque fuese su muerte, a hablarle él mismo. E
informándose por algún vecino sobre cómo su casa
estaba dispuesta, una tarde que habían ido de vela ella y el
marido a casa de sus vecinos, ocultamente entródentro en su
alcoba, detrás de las lonas de las tiendas que estaban tejidas
allí, se escondió ; y tanto esperó, que, vueltos
ellos y acostados, sintió a su marido dormido, y allá
se fue adonde había visto acostada a Salvestra; y poniéndole
una mano en el pecho, simplemente dijo:
¡Oh, alma mía! ¿Duermes ya?
la joven, que no dormía, quiso gritar pero el joven
prontamente dijo: por Dios, no grites, que soy tu Giró lamo
Al que oyendo ella toda temblorosa dijo:
¡Ah, por Dios, Giró lamo, vete!; ha
pasado aquel tiempo en que éramos muchachos y no era contra el
decoro estar enamorados; estoy, como ves casada, por lo que ya no me
está bien escuchar a otro hombre que a mi marido; por lo que
te ruego por Dios que te vayas, que si mi marido te oyese aunque otro
mal no se siguiera, se seguiría que ya no podría vivir
nunca con él en paz ni en reposo, mientras que ahora, amada
por él, en paz y en tranquilidad con él vivo.
El joven, al oír estas palabras, sintió un
terrible dolor, y recordándole el tiempo pasado y su amor
nunca por la distancia disminuido, y mezclando muchos ruegos y
promesas grandísimas, nada obtuvo; por lo que, deseoso de
morir, por último le pidió que en recompensa de tanto
amor, sufriese que se acostase a su lado hasta que pudiera calentarse
un poco, que se había quedado helado esperándola,
prometiéndole que ni le diría nada ni la tocaría,
y que en cuanto se hubiera calentado un poco se iría.
Salvestra, teniendo un poco de compasión
de él, se lo concedió con las condiciones que él
había puesto. Se acostó, pues, el joven junto a ella
sin tocarla; y recordando en un solo pensamiento el largo amor que le
había tenido y su presente dureza y la perdida esperanza, se
dispuso a no vivir más y retrayendo en sí los
espíritus(139)
sin decir palabra, cerrados los puños(140)
junto a ella se quedómuerto.
Y luego de algún rato, la joven, maravillándose
de su quietud, temiendo que el marido se despertase, comenzó a
decir:
¡Ah, Giró lamo! ¿No te vas?
Pero no sintiéndose responder, pensó que
se habría quedado dormido; por lo que, extendiendo la mano,
empezó a menearlo para que se despertase, y al tocarlo lo
encontrófrío como el hielo, de lo que se maravilló
mucho; y meneándolo con más fuerza y sintiendo que no
se movía, luego de tocarlo otra vez conoció que había
muerto; por lo que sobremanera angustiada estuvo mucho tiempo sin
saber qué hacerse. Al fin, decidió , fingiendo que se
trataba de otra persona, ver qué decía su marido que
debía hacerse; y despertándolo, lo que acababa de
sucederle a ella le dijo que le había sucedido a otra, y luego
le preguntó que si le sucediese a él, ella qué
tendría que hacer. El buen hombre respondió que le
parecía que a aquel que había muerto se le debía
calladamente llevar a su casa y dejarlo allí, sin enfurecerse
contra la mujer, que no le parecía que hubiese cometido
ninguna falta.
Entonces la joven dijo:
Pues eso tenemos que hacer nosotros.
Y cogiéndole de la mano, le hizo tocar al muerto
joven, con lo que él, todo espantado, se puso en pie y,
encendiendo una luz, sin entrar con su mujer en otras historias,
vestido el cuerpo muerto con sus mismas manos y sin ninguna tardanza,
ayudándole su inocencia, echándoselo a las espaldas, a
la puerta de su casa lo llevó, y allílo puso y lo
dejó.
Y venido el día y encontrado aqué l delante
de su puerta muerto, fue hecho un gran alboroto y, especialmente por
su madre; y examinado por todas partes y mirado, y no encontrándosele
ni herida ni golpe, fue generalmente creído por los médicos
que había muerto de dolor, como había sido. Fue, pues,
este cuerpo llevado a una iglesia; y allívino la dolorida
madre con muchas otras señoras parientes y vecinas, y sobre él
comenzaron a llorar a lágrima viva, y a lamentarse, según
nuestras costumbres.
Y mientras se hacía un grandísimo duelo,
el buen hombre en cuya casa había muerto, dijo a Salvestra:
Anda, échate algún manto a la cabeza
y ve a la iglesia donde ha sido llevado Giró lamo y métete
entre las mujeres; y escucha lo que se hable sobre este asunto, y yo
harélo mismo entre los hombres, para enterarnos de si se dice
algo contra nosotros.
A la joven, que tarde se había hecho piadosa, le
plugo, como a quien deseaba ver muerto a quien de vivo no había
querido complacer con un solo beso; y allá se fue.
¡Maravillosa cosa es de pensar cuán difícil es
descubrir las fuerzas de Amor! Aquel corazón, que la feliz
fortuna de Giró lamo no había podido abrir lo abrió
su desgracia, y resucitando las antiguas llamas todas, súbitamente
lo movió a tanta piedad el ver el muerto rostro, que, oculta
bajo su manto, abriéndose paso entre las mujeres, no paró
hasta llegar al cadáver; y allí, lanzando un fortísimo
grito, sobre el muerto joven se arrojóde bruces, y no lo bañó
con muchas lágrimas porque, antes de tocarle, el dolor, como
al joven le había quitado la vida, a ella se la quitó.
Luego, consolándola las mujeres y diciéndole que se
levantase, no conociéndola todavía, y como ella no se
levantaba, queriendo levantarla, y encontrándola inmóvil,
pero levantándola, sin embargo, en un mismo punto conocieron
que era Salvestra y estaba muerta. Por lo que todas las mujeres que
allíestaban, vencidas de doble compasión, comenzaron
un llanto mucho mayor. La noticia se esparciófuera de la
iglesia, entre los hombres, y llegando a los oídos de su
marido que entre ellos estaba, sin atender consuelo o alivio de
nadie, largo espacio lloró, y contando luego a muchos que allí
había lo que aquella noche había sucedido entre aquel
hombre y aquella mujer abiertamente todos supieron la razón de
la muerte de cada uno, lo que dolió a todos.
Tomando, pues, a la muerta joven, y
adornándola también como se adorna a los cuerpos
muertos, sobre aquel mismo lecho junto al joven la pusieron yacente,
y llorándola allílargamente, en una misma sepultura
fueron enterrados los dos; y a ellos, a quienes Amor no había
podido unir vivos, la muerte unió en inseparable compañía(141)
NOVELA NOVENA
Micer
Guiglielmo de Rosellón da a comer a su mujer el corazón
de micer Guiglielmo Guardastagno, muerto por él y amado por
ella; lo que sabiéndolo ella después, se arroja de una
alta ventana y muere, y con su amante es sepultada(142)
Habiendo terminado la historia de Neifile no sin haber
hecho sentir gran compasión a todas sus compañeras, el
rey, que no entendía abolir el privilegio de Dioneo, no
quedando nadie más por narrar, comenzó:
Se me ha puesto delante, compasivas señoras, una
historia con la cual, puesto que así os conmueven los
infortunados casos de amor, os convendrá sentir no menos
compasión que con la pasada, porque más altos fueron
aquellos a quienes sucedió lo que voy a contar y con un
accidente más atroz que los que aquíse han contado.
Debéis, pues, saber que, según
cuentan los provenzales(143)
en Provenza hubo hace tiempo dos nobles caballeros, de los que cada
uno castillos y vasallos tenía, y tenía uno por nombre
micer Guiglielmo de Rosellón y el otro micer Guiglielmo
Guardastagno; y porque el uno y el otro eran muy de pro con las
armas, mucho se amaban y tenían por costumbre ir siempre a
todo torneo o justas u otro hecho de armas juntos y llevando una
misma divisa.
Y aunque cada uno vivía en un castillo suyo y
estaban uno del otro lejos más de diez millas, sucedió
sin embargo que, teniendo micer Guiglielmo de Rosellón una
hermosísima y atrayente señora por mujer, micer
Guiglielmo Guardastagno, fuera de toda medida y no obstante la
amistad y la compañía que había entre ellos, se
enamoróde ella; y tanto, ora con un acto ora con otro, hizo
que la señora se apercibió; y sabiéndolo
valerosísimo caballero, le agradó, y comenzó a
amarle hasta tal punto que nada deseaba o amaba más que a él,
y no esperaba sino ser requerida por él; lo que no pasó
mucho tiempo sin que sucediese, y juntos estuvieron una vez y otra,
amándose mucho.
Y obrando menos discretamente juntos, sucedió que
el marido se apercibióde ello y fieramente se enfureció,
hasta el punto que el gran amor que a Guardastagno tenía se
convirtió en mortal odio, pero mejor lo supo tener oculto que
los dos amantes habían podido tener su amor; y deliberó
firmemente matarlo. Por lo cual, estando el de Rosellón en
esta disposición, sucedió que se pregonó en
Francia un gran torneo; lo que el de Rosellón incontinenti
hizo decir a Guardastagno, y le mandódecir que si le placía,
viniera a donde él y juntos deliberarían si iban a ir y
cómo. Guardastagno, contentísimo, respondió que
al día siguiente sin falta iría a cenar con él.
Rosellón, oyendo aquello, pensó que había
llegado el momento de poder matarlo, y armándose, al día
siguiente, con algún hombre suyo, montó a caballo, y a
cerca de una milla de su castillo se puso en acecho en un bosque por
donde debía pasar Guardastagno; y habiéndolo esperado
un buen espacio, lo vio venir desarmado con dos hombres suyos junto a
él, desarmados como él, que nada desconfiaba; y cuando
le vio llegar a aquella parte donde quería, cruel y lleno de
rencor, con una lanza en la mano, le salió al paso gritando:
¡Traidor, eres muerto!
Y decir esto y darle con aquella lanza en el pecho fue
una sola cosa; Guardastagno, sin poder nada en su defensa ni decir
una palabra, atravesado por aquella lanza, cayó en tierra y
poco después murió. Sus hombres, sin haber conocido a
quien lo había hecho, vueltas las cabezas a los caballos, lo
más que pudieron huyeron hacia el castillo de su señor.
Rosellón, desmontando, con un cuchillo abrió el pecho
de Guardastagno y con sus manos le sacó el corazón, y
haciéndolo envolver en el pendón de una lanza, mandó
a uno de sus vasallos que lo llevase; y habiendo ordenado a todos que
nadie fuera tan osado que dijese una palabra de aquello, montó
de nuevo a caballo y, siendo ya de noche, volvió a su
castillo.
La señora, que había oído que
Guardastagno debía ir a cenar por la noche, y con grandísimo
deseo lo esperaba, no viéndolo venir, se maravilló
mucho y dijo al marido:
¿Y cómo es esto, señor, que
Guardastagno no ha venido?
A lo que el marido repuso:
Señora, he sabido de su parte que no puede
llegar aquísino mañana.
De lo que la señora quedó un tanto
enojada.
Rosellón, desmontando, hizo llamar al cocinero y
le dijo:
Coge aquel corazón de jabalíy
prepara el mejor alimento y más deleitoso de comer que sepas;
y cuando estéa la mesa, mándamelo en una escudilla de
plata.
El cocinero, cogiéndolo y poniendo en ello todo
su arte y toda su solicitud, desmenuzándolo y poniéndole
muchas buenas especias, hizo con él un manjar exquisito.
Micer Guiglielmo, cuando fue hora, con su mujer se sentó
a la mesa. Vino la comida, pero él, por la maldad cometida
impedido su pensamiento, poco comió. El cocinero le mandó
el manjar, que hizo poner delante de la señora, mostrándose
él aquella noche desganado, y lo alabómucho. La
señora, que desganada no estaba, comenzó a comerlo y le
parecióbueno, por lo que lo comiótodo.
Cuando el caballero hubo visto que la señora lo
había comido todo, dijo:
Señora, ¿qué tal os ha
parecido esa comida?
La señora repuso:
Monseñor, a fe que me ha placido mucho.
así me ayude Dios como lo creo dijo
el caballero y no me maravillo si muerto os ha gustado lo que
vivo os gustó más que cosa alguna.
La señora, esto oído, un poco se quedó
callada; luego dijo:
¿Cómo? ¿qué es lo que
me habéis dado a comer?
El caballero repuso:
Lo que habéis comido ha sido verdaderamente
el corazón de micer Guiglielmo Guardastagno, a quien como
mujer desleal tanto amábais; y estad cierta de que ha sido eso
porque yo con estas manos se lo he arrancado del pecho.
La señora, oyendo esto de aqué l a quien
más que a ninguna cosa amaba, si sintió dolor no hay
que preguntarlo, y luego de un poco dijo:
Habéis hecho lo que cumple a un caballero
desleal y malvado; que si yo, no forzándome él, le
había hecho señor de mi amor y a vos ultrajado con
esto, no él sino yo era quien debía sufrir el castigo.
Pero no plazca a Dios que sobre una comida tan noble como ha sido la
del corazón de un tan valeroso y cortés caballero como
micer Guiglielmo Guardastagno fue, nunca caiga otra comida.
Y poniéndose en pie, por una ventana
que detrás de ella estaba, sin dudarlo un momento, se arrojó.
La ventana estaba muy alta; por lo que al caer la señora no
solamente se mató, sino que se hizo pedazos. Micer Guiglielmo,
viendo esto, mucho se turbó, y le pareció haber hecho
mal; y temiendo a los campesinos y al conde de Provenza(144)
haciendo ensillar los caballos, se fue de allí.
A la mañana siguiente fue sabido por
toda la comarca cómo había sucedido aquello: por lo
que, por los del castillo de micer Guiglielmo Guardastagno y por los
del castillo de la señora, con grandísimo dolor y
llanto fueron los dos cuerpos recogidos y en la iglesia del mismo
castillo de la señora puestos en una misma sepultura, y sobre
ella escritos versos diciendo quiénes eran los que dentro
estaban sepultados, y el modo y la razón de su muerte(145)
NOVELA DÉCIMA
La mujer de un médico, teniéndole
por muerto, mete a su amante narcotizado en un arcón que, con
él dentro, se llevan dos usureros a su casa; al recobrar el
sentido, es apresado por ladrón; la criada de la señora
cuenta a la señoría que ella lo había puesto en
el arcón robado por los usureros, con lo que se salva de la
horca, y los prestamistas por haber robado el arca son condenados a
pagar una multa.
Solamente a Dioneo, habiendo ya terminado el rey su
relato, quedaba por cumplir su labor; el cual, conociéndolo y
siéndole ya ordenado por el rey, comenzó:
Las desdichas de los infelices amantes aquí
contadas, no sólo a vosotras, señoras, sino también
a míme han entristecido los ojos y el pecho, por lo que
sumamente he deseado que se terminase con ellas. Ahora, alabado sea
Dios, que han terminado (salvo si yo quisiera a esta malvada
mercancía añadir un mal empalme, de lo que Dios me
libre), sin seguir más adelante en tan dolorosa materia, una
más alegre y mejor comenzaré, tal vez sirviendo de
buena orientación a lo que en la siguiente jornada debe
contarse.
Debéis, pues, saber, hermosísimas
jóvenes, que todavía no hace mucho tiempo hubo en
Salerno un grandísimo médico cirujano cuyo nombre fue
maestro Mazzeo de la Montagna(146)
el cual, ya cerca de sus últimos años, habiendo tomado
por mujer a una hermosa y noble joven de su ciudad, de lujosos
vestidos y ricos y de otras joyas y de todo lo que a una mujer puede
placer más, la tenía abastecida; es verdad que ella la
mayor parte del tiempo estaba resfriada, como quien en la cama no
estaba por el marido bien cubierta. El cual, como micer Ricciardo de
Chínzica, de quien hemos hablado, a la suya enseñaba
las fiestas y los ayunos, éste a ella le explicaba que por
acostarse con una mujer una vez tenía necesidad de descanso no
sécuántos días, y otras chanzas; con lo que
ella vivía muy descontenta, y como prudente y de ánimo
valeroso, para poder ahorrarle trabajos al de la casa se dispuso a
echarse a la calle y a desgastar a alguien ajeno, y habiendo mirado a
muchos y muchos jóvenes, al fin uno le llegó al alma,
en el que puso toda su esperanza, todo su ánimo y todo su
bien. Lo que, advirtiéndolo el joven y gustándole
mucho, semejantemente a ella volvió todo su amor. Se llamaba
éste Ruggeri de los Aieroli, noble de nacimiento pero de mala
vida y de reprobable estado hasta el punto de que ni pariente ni
amigo le quedaba que le quisiera bien o que quisiera verle, y por
todo Salerno se le culpaba de latrocinios y de otras vilísimas
maldades; de lo que poco se preocupó la mujer, gustándole
por otras cosas.
Y con una criada suya tanto lo preparó, que
estuvieron juntos; y luego de que algún placer disfrutaron, la
mujer le comenzó a reprochar su vida pasada y a rogarle que,
por amor de ella, de aquellas cosas se apartase; y para darle ocasión
de hacerlo empezó a proporcionarle cuándo una cantidad
de dineros y cuándo otra. Y de esta manera, persistiendo
juntos asaz discretamente, sucedió que al médico le
pusieron entre las manos un enfermo que tenía dañada
una de las piernas, al cual mal habiendo visto el maestro, dijo a sus
parientes que, si un hueso podrido que tenía en la pierna no
se le extraía, con certeza tendría aqué l o que
cortarse toda la pierna o que morirse; y si le sacaba el hueso podía
curarse, pero que si no se le daba por muerto, él no lo
recibiría; con lo que, poniéndose de acuerdo todos los
de su parentela, así se lo entregaron.
El médico, juzgando que el enfermo sin ser
narcotizado no soportaría el dolor ni se dejaría
intervenir, debiendo esperar hasta el atardecer para aquel servicio,
hizo por la mañana destilar de cierto compuesto suyo una agua
que debía dormirle tanto cuanto él creía que iba
a hacerlo sufrir al curarlo; y haciéndola traer a casa en una
ventanica de su alcoba la puso, sin decir a nadie lo que era. Venida
la hora del crepúsculo, debiendo el maestro ir con aqué l,
le llegó un mensaje de ciertos muy grandes amigos suyos de
Amalfi de que por nada dejase de ir incontinenti allí, porque
había habido una gran riña y muchos habían sido
heridos.
El médico, dejando para la mañana
siguiente la cura de la pierna, subiendo a una barquita, se fue a
Amalfi; por lo cual la mujer, sabiendo que por la noche no debía
volver a casa, ocultamente como acostumbraba, hizo venir a Ruggeri y
en su alcoba lo metió, y lo cerródentro hasta que
algunas otras personas de la casa se fueran a dormir. Quedándose,
pues, Ruggeri en la alcoba y esperando a la señora, teniendo
(o por trabajos sufridos durante el día o por comidas saladas
que hubiera comido, o tal vez por costumbre) una grandísima
sed, vino a ver en la ventana aquella garrafita del agua que el
médico había hecho para el enfermo, y creyéndola
agua de beber, llevándosela a la boca, toda la bebió; y
no había pasado mucho cuando le dio un gran sueño y se
durmió.
La mujer, lo antes que pudo se vino a su alcoba y,
encontrando a Ruggeri dormido, empezó a sacudirlo y a decirle
en voz baja que se pusiese en pie, pero como si nada: no respondía
ni se movía un punto; por lo que la mujer, algo enfadada, con
más fuerza lo sacudió , diciendo:
Levántate, dormilón, que si querías
dormir, donde debías ir es a tu casa y no venir aquí.
Ruggeri, así empujado, se cayó
al suelo desde un arcón sobre el que estaba y no dio ninguna
señal de vida, sino la que hubiera dado un cuerpo muerto; con
lo que la mujer, un tanto asustada, empezó a querer levantarlo
y menearlo más fuerte y a cogerlo por la nariz y a tirarle de
la barba, pero no servía de nada: había atado el asno a
una buena clavija(147)
Por lo que la señora empezó a temer que estuviera
muerto, pero aun así le empezó a pellizcar agriamente
las carnes y a quemarlo con una vela encendida; por lo que ella, que
no era médica aunque médico fuese el marido, sin falta
lo creyómuerto, por lo que, amándolo sobre todas las
cosas como hacía, si sintiódolor no hay que
preguntárselo, y no atreviéndose a hacer ruido,
calladamente, sobre él comenzó a llorar y a dolerse de
tal desventura. Pero luego de un tanto, temiendo añadir la
deshonra a su desgracia, pensó que sin ninguna tardanza debía
encontrar el modo de sacarlo de casa muerto como estaba, y ni en esto
sabiendo determinarse, ocultamente llamó a su criada, y
mostrándole su desgracia, le pidió consejo.
La criada, maravillándose mucho y meneándolo
también ella y empujándolo, y viéndolo sin
sentido, dijo lo mismo que decía la señora, es decir,
que verdaderamente estaba muerto, y aconsejó que lo sacasen de
casa.
A lo que la señora dijo:
¿Y dónde podremos ponerlo que no se
sospeche mañana cuando sea visto que de aquídentro ha
sido sacado?
A lo que la criada contestó:
Señora, esta tarde ya de noche he visto,
apoyada en la tienda del carpintero vecino nuestro, un arca no
demasiado grande que, si el maestro no la ha metido en casa, será
muy a propósito lo que necesitamos porque dentro podemos
meterlo, y darle dos o tres cuchilladas y dejarlo. Quien lo encuentre
allí, no sé por qué más de aquí
dentro que de otra parte vaya a creer que lo hayan llevado; antes se
creerá, como ha sido tan malvado, que, yendo a cometer alguna
fechoría, por alguno de sus enemigos ha sido muerto, luego
metido en el arca.
Plugo a la señora el consejo de la criada, salvo
en lo de hacerle algunas heridas, diciendo que no podría por
nada del mundo sufrir que aquello se hiciese; y la mandó a ver
si estaba allíel arca donde la había visto, y ella
volvió y dijo que sí . La criada, entonces, que joven y
gallarda era, ayudada por la señora, se echó a las
espaldas a Ruggeri y yendo la señora por delante para mirar si
venía alguien, llegadas al arca, lo metieron dentro y,
volviéndola a cerrar, se fueron.
Habían, hacía unos días más
o menos, venido a vivir a una casa dos jóvenes que prestaban a
usura, y deseosos de ganar mucho y de gastar poco, teniendo necesidad
de muebles, el día antes habían visto aquella arca y
convenido que si por la noche seguía allíse la
llevarían a su casa. Y llegada la medianoche, salidos de casa,
encontrándola, sin entrar en miramientos, prestamente, aunque
pesadita les pareciese, se la llevaron a casa y la dejaron junto a
una alcoba donde sus mujeres dormían, sin cuidarse de
colocarla bien entonces; y dejándola allí, se fueron a
dormir.
Ruggeri, que había dormido un grandísimo
rato y ya había digerido el bebedizo y agotado su virtud cerca
de maitines se despertó; y al quedar el sueño roto y
recuperar sus sentidos el poder, sin embargo le quedó en el
cerebro una estupefacción que no solamente aquella noche sino
después algunos días lo tuvo aturdido; y abriendo los
ojos y no viendo nada, y extendiendo las manos acá y allá,
encontrándose en esta arca, comenzó a devanarse los
sesos y a decirse:
¿qué es esto? ¿Dónde
estoy? ¿Estoy dormido o despierto? Me acuerdo que esta noche
he entrado en la alcoba de mi señora y ahora me parece estar
en un arca. ¿qué quiere decir esto? ¿Habrá
vuelto el médico o sucedido otro accidente por lo cual la
señora, mientras yo dormía, me ha escondido aquí?
Eso creo, y seguro que así habrá sido.
Y por ello, comenzó a estarse quieto y a escuchar
si oía alguna cosa, y estando así un gran rato, estando
más bien a disgusto en el arca, que era pequeña, y
doliéndole el costado sobre el que se apoyaba, queriendo
volverse del otro lado, tan hábilmente lo hizo que, dando con
los riñones contra uno de los lados del arca, que no estaba
colocada sobre un piso nivelado, la hizo torcerse y luego caer; y al
caer hizo un gran ruido, por lo que las mujeres que allí al
lado dormían se despertaron y sintieron miedo, y por miedo se
callaban. Ruggeri, por el caer del arca temiómucho, pero
notándola abierta con la caída, quiso mejor, si otra
cosa no sucedía, estar fuera que quedarse dentro. Y entre que
él no sabía dónde estaba y una cosa y la otra,
comenzó a andar a tientas por la casa, por ver si encontraba
escalera o puerta por donde irse. Cuyo tantear sintiendo las mujeres,
que despiertas estaban, comenzaron a decir:
¿Quién hay ahí?
Ruggeri, no conociendo la voz, no respondía, por
lo que las mujeres comenzaron a llamar a los dos jóvenes, los
cuales, porque habían velado hasta tarde, dormían
profundamente y nada de estas cosas sentían. Con lo que las
mujeres, más asustadas, levantándose y asomándose
a las ventanas, comenzaron a gritar:
¡Al ladrón, al ladrón!
Por la cual cosa, por varios lugares muchos de los
vecinos, quién arriba por los tejados, quién por una
parte y quién por otra, corrieron a entrar en la casa, y los
jóvenes semejantemente, despertándose con este ruido,
se levantaron. Y a Ruggeri, el cual viéndose allí, como
por el asombro fuera de sí , y sin poder ver de qué lado
podría escaparse, pronto le echaron mano los guardias del
rector de la ciudad, que ya habían corrido allí al
ruido, y llevándolo ante el rector, porque por malvadísimo
era tenido por todos, sin demora dándole tormento, confesó
que en la casa de los prestamistas había entrado para robar;
por lo que el rector pensó que sin mucha espera debía
colgarlo.
Se corrió por la mañana por todo Salerno
la noticia de que Ruggeri había sido preso robando en casa de
los prestamistas, lo que la señora y su criada oyendo, de tan
grande y rara maravilla fueron presa que cerca estaban de hacerse
creer a sí mismas que lo que habían hecho la noche
anterior no lo habían hecho, sino que habían soñado
hacerlo; y además de ello, del peligro en que Ruggeri estaba
la señora sentía tal dolor que casi se volvía
loca.
No poco después de mediada tercia, habiendo
retornado el médico de Amalfi, preguntóqué
había sido de su agua, porque quería darla a su
enfermo; y encontrándose la garrafa vacía hizo un gran
alboroto diciendo que nada en su casa podía durar en su sitio.
La señora, que por otro dolor estaba azuzada,
repuso airada diciendo:
¿qué haríais vos, maestro,
por una cosa importante, cuando por una garrafita de agua vertida
hacéis tanto alboroto? ¿Es que no hay más en el
mundo?
A quien el maestro dijo:
Mujer, te crees que era agua clara; no es así ,
sino que era un agua preparada para hacer dormir.
Y le contó la razón por la que la había
hecho.
Cuando la señora oyó esto, se convenció
de que Ruggeri se la había bebido y por ello les había
parecido muerto, y dijo:
Maestro, nosotras no lo sabíamos, así
que haceos otra.
El maestro, viendo que de otro modo no podía ser,
hizo hacer otra nueva. Poco después, la criada, que por orden
de la señora había ido a saber lo que se decía
de Ruggeri, volvió y le dijo:
Señora, de Ruggeri todos hablan mal y, por
lo que yo he podido oír, ni amigo ni pariente alguno hay que
para ayudarlo se haya levantado o quiera levantarse; y se tiene por
seguro que mañana el magistrado lo hará colgar. Y
además de esto, voy a contaros una cosa curiosa, que me parece
haber entendido cómo llegó a casa del prestamista; y
oíd cómo. Bien conocéis al carpintero junto a
quien estaba el arca donde le metimos: éste estaba hace poco
con uno, de quien parece que era el arca, en la mayor riña del
mundo, porque aqué l le pedía los dineros por su arca, y
el maestro respondía que él no había visto el
arca, pues le había sido robada por la noche; al que aqué l
decía: «No es así sino que la has vendido a los
dos jóvenes prestamistas, como ellos me dijeron cuando la vi
en su casa cuando fue apresado Ruggeri». A quien el carpintero
dijo: «Mienten ellos porque nunca se la he vendido, sino que la
noche pasada me la habrán robado; vamos a donde ellos».
Y así se fueron, de acuerdo, a casa de los prestamistas y yo
me vine aquí, y como podéis ver, entiendo que de tal
guisa Ruggeri, adonde fue encontrado fue transportado; pero cómo
resucitó allíno puedo entenderlo.
La señora, entonces, comprendiendo óptimamente
cómo había sido, dijo a la criada lo que había
oído al médico, y le rogó que para salvar a
Ruggeri la ayudase, como quien, si quería, en un mismo punto
podía salvar a Ruggeri y proteger su honor.
La criada dijo:
Señora, decidme cómo, que yo haré
cualquier cosa de buena gana.
La señora, como a quien le apretaban los zapatos,
con rápida determinación habiendo pensado qué
había de hacerse, ordenadamente informóde ello a la
criada. La cual, primeramente fue al médico, y llorando
comenzó a decirle:
Señor, tengo que pediros perdón de
una gran falta que he cometido contra vos.
Dijo el médico:
¿Y de cuál?
Y la criada, no dejando de llorar, dijo:
Señor, sabéis quién es el
joven Ruggeri de los Aieroli, quien, gustándole yo, entre
amenazas y amor me condujo hogaño a ser su amiga: y sabiendo
ayer tarde que vos no estabais, tanto me cortejó que a vuestra
casa en mi alcoba a dormir conmigo lo traje, y teniendo él sed
y no teniendo yo dónde ir antes a por agua o a por vino, no
queriendo que vuestra mujer, que en la sala estaba, me viera,
acordándome de que en vuestra alcoba una garrafita de agua
había visto, corría por ella y se la di a beber, y
volvía poner la garrafa donde la había cogido; de lo
que he visto que vos en casa gran alboroto habéis hecho. Y en
verdad confieso que hice mal, pero ¿quién hay que
alguna vez no haga mal? Siento mucho haberlo hecho; sobre todo porque
por ello y por lo que luego se siguióde ello, Ruggeri está
a punto de perder la vida, por lo que os ruego, por lo que más
queráis, que me perdonéis y me deis licencia para que
me vaya a ayudar a Ruggeri en lo que pueda.
El médico, al oír esto, a pesar de la saña
que tuviese, repuso bromeando:
Túya te has impuesto penitencia tú
misma porque cuando creíste tener esta noche a un joven que
muy bien te sacudiera el polvo, lo que tuviste fue a un dormilón:
y por ello vete a procurar la salvación de tu amante, y de
ahora en adelante guárdate de traerlo a casa porque lo pagarás
por esta vez y por la otra.
Pareciéndole a la criada que buena pieza había
logrado al primer golpe, lo antes que pudo se fue a la prisión
donde Ruggeri estaba, y tanto lisonjeó al carcelero que la
dejóhablar a Ruggeri. La cual, después de que lo hubo
informado de lo que responder debía al magistrado para poder
salvarse, tanto hizo que llegó ante el magistrado. El cual,
antes de consentir en oírla, como la viese fresca y gallarda,
quiso enganchar una vez con el garfio a la pobrecilla cristiana; y
ella, para ser mejor escuchada, no le hizo ascos; y levantándose
de la molienda, dijo:
Señor, tenéis aquía Ruggeri
de los Aieroli preso por ladrón, y no es eso verdad.
Y empezando por el principio le contó la historia
hasta el fin de cómo ella, su amiga, a casa del médico
lo había llevado y cómo le había dado a beber el
agua del narcótico, no sabiendo que lo era, y cómo por
muerto lo había metido en el arca; y después de esto,
lo que entre el maestro carpintero y el dueño del arca había
oído decir, mostrándole con aquello cómo a casa
de los prestamistas había llegado Ruggeri.
El magistrado, viendo que fácil cosa era
comprobar si era verdad aquello, primero preguntó al médico
si era verdad lo del agua, y vio que había sido así ; y
luego, haciendo llamar al carpintero y a quien era el dueño
del arca y a los prestamistas, luego de muchas historias vio que los
prestamistas la noche anterior habían robado el arca y se la
habían llevado a casa. Por último, mandó a por
Ruggeri y preguntándole dónde se había albergado
la noche antes, repuso que dónde se había albergado no
lo sabía, pero que bien se acordaba que había ido a
albergarse con la criada del maestro Maezzo, de cuya alcoba había
bebido agua porque tenía mucha sed; pero que dónde
había estado después, salvo cuando despertándose
en casa de los prestamistas se había encontrado dentro de un
arca, no lo sabía.
El magistrado, oyendo estas cosas y
divirtiéndose mucho con ellas, a la criada y a Ruggeri y al
carpintero y a los prestamistas las hizo repetir muchas veces. Al
final, conociendo que Ruggeri era inocente, condenando a los
prestamistas que robado habían el arca a pagar diez onzas(148)
puso en libertad a Ruggeri; lo cual, cuánto gustó a
éste, nadie lo pregunte: y a su señora gustó
desmesuradamente. La cual, luego, junto con él y con la
querida criada que había querido darle de cuchilladas, muchas
veces se rió y se divirtió, continuando su amor y su
solaz siempre de bien en mejor; como querría que me sucediese
a mí, pero no que me metieran dentro de un arca.
Si las primeras historias los pechos de las anhelantes
señoras habían entristecido, esta última de
Dioneo las hizo reír tanto, y especialmente cuando dijo que el
magistrado había enganchado el garfio, que pudieron sentirse
recompensadas de las tristezas sentidas con las otras. Pero viendo el
rey que el sol comenzaba a ponerse amarillo y que era llegado el
término de su señorío, con muy placenteras
palabras se excusó con las hermosas señoras de lo que
había hecho; es decir, de haber hecho hablar de un asunto tan
cruel como es el de la infelicidad de los amantes, y hecha la excusa
se levantó y de la cabeza se quitó el laurel y,
esperando las señoras a ver a quién iba a ponérselo,
placenteramente sobre la cabeza rubísima de Fiameta lo puso,
diciendo:
Te pongo esta corona como a quien, mejor que
ninguna otra, de la dura jornada de hoy con la de mañana
sabrás consolar a estas compañeras nuestras.
Fiameta, cuyos cabellos eran crespos,
largos y de oro, y sobre los cándidos y delicados hombros le
caían, y el rostro redondito con un verdadero color de blancos
lirios y de bermejas rosas mezclados todo esplendoroso, con dos ojos
en la cara que parecían de un halcón peregrino(149)
y con una boquita pequeñita cuyos labios parecían dos
pequeños rubíes, sonriendo contestó:
Filostrato, yo la acepto de buena gana, y para que
mejor veas lo que has hecho, desde ahora mando y ordeno que todos se
preparen para contar mañana lo que a algún amante,
luego de algunos duros o desventurados accidentes, le hubiera
sucedido de feliz.
La cual proposición plugo a todos; y ella,
haciendo venir al senescal y habiendo dispuesto con él las
cosas necesarias, a toda la compañía, levantándose,
hasta la hora de la cena dio alegremente licencia.
Ellos, pues, parte por el jardín, cuya hermosura
no era de las que cansa pronto, y parte por los molinos que fuera de
él daban vueltas, y quién por aquí y quién
por allí, a gustar según los distintos apetitos
diversos deleites se dieron hasta la hora de la cena. Venida la cual,
recogiéndose todos, como tenían por costumbre, junto a
la hermosa fuente, a bailar y a cantar se pusieron, y dirigiendo
Filomena la danza, dijo la reina:
Filostrato, yo no pretendo apartarme de mis
predecesores, sino, como ellos han hecho, entiendo que obedeciéndome
se cante una canción; y porque estoy cierta de que tus
canciones son como tus novelas, para no tener más días
turbados con tus infortunios, queremos que una nos cantes como más
te plazca.
Filostrato repuso que de grado, y sin demora comenzó
a cantar de tal guisa:
Con lagrimas demuestro
cuánta amargura
siente, y qué dolor,
el traicionado corazón, Amor.
Amor, amor, cuando primeramente
pusiste en él
a quien me mueve al llanto
sin esperar salud,
tan llena la
mostraste de virtud
que leve yo creícualquier
quebranto
que embargase mi mente,
ya mártir y
doliente
por causa tuya, pero bien mi error
conozco ahora, y no
sin gran dolor.
Me ha mostrado mi engaño
el verme
abandonado por aquella
en quien sólo esperaba:
que
cuando, triste, yo creíque estaba
más en su gracia
y la servía a ella,
sin pensar en el daño
que
sentiría hogaño,
vi que la calidad de otro
amador
dentro acogía y yo perdíel favor.
Cuando me vi por ella desdeñado
nació
en mi corazón el doloroso
llanto que lloro ahora;
y
mucho he maldecido el día y la hora
en que primero vi el
rostro amoroso
de alba belleza ornado
y muy mucho infamado,
mi
confianza, esperanza y ardor
va maldiciendo mi alma en su dolor.
Cuán sin consuelo sea mi quebranto,
señor,
puedes sentirlo, pues te llamo
con voz que se lamenta
y te digo
que tanto me atormenta
que por menor martirio muerte clamo:
venga,
y la vida tanto
anegada en su llanto
termine con su golpe, y mi
furor
a donde vaya sentirémenor.
Ni otro camino ni otra salvación
le queda
sino muerte a míafligida
vida: dámela, Amor,
pronto
y con ella acaba mi amargor
y al corazón despoja de tal
vida.
¡Hazlo, ay, que sin razón
se me ha quitado
mi consolación!
Hazla feliz con mi muerte, señor,
como
la has hecho con nuevo amador.
Balada mía, si otros no te aprenden
me da
igual, porque no sabrá la gente
igual que yo cantarte;
un
trabajo tan sólo quiero darte
a Amor encuentra, a él
tan solamente
cuánto me es enojosa
esta vida
angustiosa
di claramente, y ruega que a mejor
puesto la lleve
para hacerse honor.
Demostraron las palabras de esta canción asaz
claramente cuál era el ánimo de Filostrato, y la
ocasión; y tal vez más declarado lo habría el
aspecto de tal señora que estaba danzando, si las tinieblas de
la llegada noche el rubor de su rostro no hubieran escondido. Pero
luego de que él la hubo puesto fin, muchos otros cantares hubo
hasta que llegó la hora de irse a dormir; por lo que,
mandándolo la reina, cada uno en su cámara se recogió.
TERMINA LA CUARTA JORNADA
QUINTA JORNADA
COMIENZA LA QUINTA JORNADA DEL
DECAMERÓN, EN LA CUAL, BAJO EL GOBIERNO DE FIAMETA, SE RAZONA
SOBRE LO QUE A ALGúN AMANTE, DESPUÉS DE DUROS O
DESVENTURADOS ACCIDENTES, SUCEdió DE FELIZ.
ESTABA ya el oriente todo blanco y los
surgentes rayos de todo nuestro hemisferio habían extendido la
claridad, cuando Fiameta, por los dulces cantos de los jóvenes
que a primera hora del día cantaban alegremente en los
arbustos incitada, se levantó e hizo llamar a todas las demás
y a los tres jóvenes; y con suave paso descendiendo a los
campos, por la ancha llanura arriba entre las hierbas cubiertas de
rocío, hasta que el sol se hubo alzado un tanto, con su
compañía fue paseando, hablando con ellos de una y otra
cosa. Pero al sentir que ya los solares rayos se calentaban, hacia su
habitación volvieron los pasos; llegados a la cual, con
óptimos vinos y con dulces del ligero trabajo pasado les hizo
confortarse y por el deleitoso jardín hasta la hora de comer
se recrearon. Venida la cual, estando todas las cosas aparejadas por
el discretísimo senescal, luego de que alguna estampida(150)
y una baladilla o dos fueron cantadas, alegremente, según
plugo a la reina, se pusieron a comer; y habiéndolo hecho
ordenadamente y con alegría, no olvidada la establecida
costumbre de bailar, con los instrumentos y con las canciones algunas
danzas siguieron. Después de las cuales, hasta pasada la hora
de dormir, la reina dio licencia a todos; algunos de ellos se fueron
a dormir y otros a su solaz por el bello jardín se quedaron.
Pero todos, un poco pasada nona, allí, como quiso la reina,
según la usada costumbre se reunieron junto a la fuente; y
habiéndose sentado la reina pro tribunali, mirando
hacia Pánfilo, sonriendo, a él le ordenó que
diese principio a las felices novelas; el cual a ello se dispuso de
grado, y dijo así .
NOVELA PRIMERA
Cimone, por amar, se hace sabio y a Ifigenia su
señora rapta en el mar, es hecho prisionero en Rodas, de donde
Lisímaco le libera y, de acuerdo con él, rapta a
Ifigenia y a Casandra en sus bodas, huyendo con ellas a Creta; y
allí, haciéndolas sus mujeres, con ellas a sus casas
son llamados.
Muchas historias, amables señoras, para dar
principio a tan alegre jornada como será ésta se me
ponen delante para ser contadas; de las cuales una más agrada
a mi ánimo porque por ella podréis entender no
solamente el feliz final según el cual comenzamos a razonar,
sino cuán santas sean, cuán poderosas y cuán
benéficas las fuerzas del Amor, las cuales muchos, sin saber
lo que dicen, condenan y vituperan con gran error; lo que, si no me
equivoco (porque creo que estáis enamoradas) mucho deberá
agradaros.
Pues así como hemos leído en
las antiguas historias de los chipriotas, en la isla de Chipre hubo
un hombre nobilísimo que tuvo por nombre Aristippo, más
que sus otros paisanos riquísimo en todos los bienes
temporales, y si con una cosa no le hubiese herido la fortuna, más
que nadie hubiera podido sentirse contento. Y era ésta que
entre sus otros hijos tenía uno que en estatura y belleza de
cuerpo a todos los demás jóvenes sobrepasaba, pero que
era estúpido sin esperanza, cuyo verdadero nombre era Caleso;
pero porque ni con trabajo de ningún maestro ni por lisonja o
golpes del padre ni por ingenio de ningún otro había
podido metérsele en la cabeza ni letra ni educación
alguna, así como por su voz gruesa y deforme y por sus maneras
más propias de animal que de hombre, por burla era de todos
llamado Cimone(151)
lo que en su lengua sonaba como en la nuestra «asno».
Cuya malgastada vida el padre soportaba con grandísimo dolor;
y habiendo perdido ya toda esperanza, para no tener siempre delante
la causa de su dolor, le mandó que se fuese al campo y que
allíviviera con sus labradores; la cual cosa agradó
muchísimo a Cimone porque las costumbres y las maneras de los
hombres rústicos eran más de su gusto que las
ciudadanas.
Yéndose, pues, Cimone al campo, y haciendo allí
las cosas que correspondían a aquel lugar, sucedió que
un día, pasado ya mediodía, yendo él de una
posesión a otra con un bastón echado al cuello, entró
en un bosquecillo que había hermosísimo en aquella
comarca, y que, porque el mes de mayo era, estaba todo frondoso;
andando por el cual llegó , según le guiósu
fortuna, a un pradecillo rodeado de altísimos árboles,
en uno de los rincones del cual había una bellísima y
fresca fuente junto a la que vio, sobre el verde prado, dormir a una
hermosísima joven cubierta por un vestido tan sutil que casi
nada de las cándidas carnes escondía, y de la cintura
para arriba estaba solamente cubierta por un paño blanquísimo
y sutil; y junto a ella semejantemente dormían dos mujeres y
un hombre, siervos de esta joven. A la cual, como Cimone vio, no de
otra manera que si nunca hubiera visto forma de mujer, apoyándose
sobre su bastón, sin decir cosa alguna, con admiración
grandísima comenzóintensísimamente a
contemplar; y en el rudo pecho, donde con mil enseñanzas no se
había podido hacer entrar impresión alguna de ciudadano
placer, sintiódespertar un pensamiento que le decía a
su material y gruesa mente que aqué lla era la más
hermosa cosa que nunca había sido vista por ningún
viviente.
Y allíempezó a distinguir sus partes
alabando los cabellos, que estimaba de oro, la frente, la nariz y la
boca, la garganta y los brazos y sumamente el pecho, todavía
no muy elevado; y de labrador convertido súbitamente en juez
de la hermosura, deseaba sumamente en su interior verle los ojos que,
por alto sueño apesadumbrados, tenía cerrados; y por
vérselos muchas veces tuvo deseos de despertarla. Pero
pareciéndole infinitamente más hermosa que otras
mujeres que antes había visto, dudaba que fuese alguna diosa;
y tanto juicio mostraba que juzgaba que las cosas divinas eran más
dignas de reverencia que las mundanas y por ello se contenía
esperando que por sí misma se despertase; y aunque la espera
le pareciese excesiva, invadido por desusado placer, no sabía
irse de allí.
Sucedió , pues, que, luego de un largo espacio, la
joven, cuyo nombre era Ifigenia, antes que ninguno de los suyos se
despertó, y alzando la cabeza y abriendo los ojos y viendo que
en su bastón apoyado estaba Cimone delante, se maravilló
mucho, y dijo:
Cimone, ¿qué vas buscando a estas
horas por este bosque?
Era Cimone, tanto por su hermosura como por su rudeza y
por la nobleza y riqueza del padre, conocido a cualquiera del país.
No contestónada a las palabras de Ifigenia, pero al verla
abrir los ojos empezó a mirárselos fijamente
pareciéndole que de ellos salía una suavidad que le
llenaba de un placer nunca por él probado. Lo que viendo la
joven comenzó a temer que aquel su fijo mirar moviese su
rudeza a alguna cosa que pudiera causarle deshonra, por lo que,
llamadas sus mujeres, se levantódiciendo:
Cimone, quedaos con Dios.
Y entonces Cimone le respondió :
Yo voy contigo.
Y por mucho que la joven rechazase su compañía,
siempre temiéndole, no pudo separarlo de ella hasta que no la
hubo acompañado a su casa; y de allíse fue a casa de
su padre afirmando que de ninguna manera volvería al campo; lo
que, por muy pesado que fuera a su padre y a los suyos, le dejaron
hacer esperando ver qué causa era la que de aquella manera le
había hecho mudar de opinión.
Habiendo, pues, entrado en el corazón de Cimone,
en el que ninguna enseñanza había podido entrar, la
saeta de Amor por la hermosura de Ifigenia, en brevísimo
tiempo, yendo de un pensamiento a otro, maravilló a su padre y
a todos los suyos y a cualquiera otro que le conocía.
Primeramente pidió a su padre que le hiciera vestir con los
trajes y todas las demás cosas adornado que llevaban sus
hermanos, lo que su padre hizo contentísimo. Luego,
reuniéndose con los jóvenes de pro y oyendo hablar de
las cosas que corresponden a los gentileshombres, y máximamente
a los enamorados, primero con admiración grandísima de
todos en poco espacio de tiempo, no solamente aprendió las
primeras letras, sino que llegó a ser de gran valor entre los
filósofos; y después de esto, siendo razón de
todo aquello el amor que tenía a Ifigenia, no solamente la voz
bronca y rústica redujo a educada y ciudadana, sino que llegó
a ser maestro de canto y de música, y en el cabalgar y en las
cosas bélicas, tanto marinas como de tierra, expertísimo
y valeroso llegó a ser. Y en breve, para no contar en detalle
todas las cosas de su virtud, no había pasado el cuarto año
desde el día de su primer enamoramiento cuando había
llegado a ser el más gallardo y el más cortés y
el que tenía más particulares virtudes entre los otros
jóvenes que hubiera en la isla de Chipre.
¿qué es, amables señoras, lo que
hemos de pensar de Cimone? Ciertamente, no otra cosa sino que las
altas virtudes por el cielo infundidas en su valerosa alma habían
sido por la envidiosa fortuna en una pequeñísima parte
de su corazón con lazos fortísimos atadas y encerradas,
los cuales todos Amor rompió e hizo pedazos, como que era
mucho más poderoso que ella; y como animador de los
adormecidos ingenios, a aqué llos, oscurecidos por crueles
tinieblas, con su fuerza arrastró a la clara luz mostrando
abiertamente de qué lugar arrastra a los espíritus
sujetos a él y a cuál los conduce con sus rayos.
Cimone, pues, por mucho que en amar a Ifigenia en
algunas cosas, así como suelen hacer los jóvenes
amantes, exagerase, no por ello Aristippo, considerando que Amor lo
había hecho de borrego transformarse en persona, no sólo
no dejaba pacientemente de ayudarlo sino que le animaba a seguir en
todo su voluntad. Pero Cimone, que rehusaba ser llamado Galeso por
acordarse de que así lo había llamado Ifigenia,
queriendo dar honesto fin a su deseo, muchas veces hizo sondear a
Cipseo, padre de Ifigenia, para que se la diese por mujer, pero
Cipseo repuso siempre que se la había prometido a Pasimundas,
noble joven rodense a quien entendía no faltar.
Y habiendo llegado el tiempo de las pactadas nupcias de
Ifigenia, y habiendo mandado a por ella su esposo, se dijo Cimone:
«Ahora es tiempo de mostrar, oh Ifigenia, cuánto
eres amada por mí. Por ti me he hecho un hombre y si puedo
tenerte no dudo que me convertiré en más glorioso que
algún dios; y con certeza o te tendréo moriré.»
Y dicho esto, ocultamente a algunos nobles jóvenes
pidiendo ayuda, que eran sus amigos, y haciendo secretamente armar un
barco con todas las cosas oportunas para la batalla naval, se hizo a
la mar, en espera del barco que debía transportar a Ifigenia a
su esposo en Rodas. La cual, luego de muchos honores que le hicieron
su padre y los amigos de su esposo, hecha a la mar, hacia Rodas
enderezaron la proa y salieron.
Cimone, que no se dormía, al día siguiente
con su barco la alcanzó, y de lo alto de la proa a los que en
el barco de Ifigenia iban, gritófuerte:
Deteneos, arriad las velas, o esperad ser vencidos
y hundidos en el mar.
Los adversarios de Cimone habían traído
las armas a cubierta y se preparaban a defenderse; por lo que Cimone,
tomando, después de las palabras, un arpón de hierro,
sobre la popa de los rodenses, que se alejaban deprisa, lo echó
y la proa de su barco lo sujetó con fuerza; y fiero como un
león, sin esperar a ser seguido por nadie, sobre la nave de
Rodas saltó, como si a todos tuviera por nadie; y espoleándolo
Amor, con maravillosa fuerza entre los enemigos se arrojó con
un cuchillo en la mano y ora a éste ora a aqué l
hiriendo, como a ovejas los abatía. Lo que viendo los
rodenses, arrojando en tierra las armas, casi al unísono se
declararon prisioneros.
A los que Cimone dijo:
Jóvenes, ni deseo de botín ni enojo
contra vosotros me hizo partir de Chipre para asaltaros en medio del
mar con mano armada: lo que me movió es para mí
grandísima cosa de conseguir y para vosotros fácil de
conceder con paz, y es Ifigenia, sobre todas las cosas por mí
amada, a quien no pudiendo obtener de su padre como amigo y en paz, a
vosotros como enemigo y con las armas me ha empujado Amor a
quitárosla; y porque entiendo ser yo para ella lo que debía
ser vuestro Pasimundas, dádmela, e idos con la gracia de Dios.
Los jóvenes, a quienes más la fuerza que
la liberalidad obligaba, a Ifigenia, lacrimosa, concedieron a Cimone;
el cual, viéndola llorar, le dijo:
Noble señora, no te aflijas; soy tu Cimone,
que por un largo amor mucho más he merecido tenerte que
Pasimundas por una palabra dada.
Volvió se, pues, Cimone, habiéndola ya
hecho llevar sobre su nave, sin tocar nada más de los
rodenses, con sus compañeros, y los dejómarchar.
Cimone entonces, más que ningún otro hombre contento
con la adquisición de tan cara prenda, luego de que algún
tiempo hubo empleado en consolarla a ella, que lloraba, deliberó
con sus compañeros que no era el caso de volver a Chipre por
el momento, por lo que, de común consejo, todos hacia Creta,
donde casi todos ellos y máximamente Cimone, por parentescos
viejos y recientes y por muchos amigos creían que estarían
seguros junto con Ifigenia, enderezaron la proa de su nave. Pero la
fortuna, que asaz fácilmente había otorgado a Cimone la
consecución de la mujer, inconstante, súbitamente en
triste y amargo llanto mudó la indecible alegría del
enamorado joven.
No habían todavía pasado cuatro horas
desde que Cimone había dejado a los rodenses cuando, llegando
la noche (que Cimone esperaba más placentera que ninguna de
las pasadas antes) junto con ella se levantó un temporal
bravísimo y tempestuoso que al cielo con nubes y al mar con
perniciosos vientos llenó; por la cual cosa ni podía
nadie ver qué hacer ni adónde ir, ni siquiera
mantenerse en cubierta para buscar algún remedio. Cuánto
dolió esto a Cimone no hay que preguntárselo. Parecía
que los dioses le hubiesen concedido su deseo para que más
doloroso le fuese el morir, de lo que sin aquello poco se hubiese
preocupado antes. Se dolían del mismo modo sus compañeros,
pero sobre todos se dolía Ifigenia, llorando fuertemente y
temiendo cada sacudida de las olas, y en su llanto ásperamente
maldecía el amor de Cimone y se quejaba de su atrevimiento,
afirmando que por ninguna otra cosa había nacido aquel
tempestuoso azar sino porque los dioses no querían que aquel
que contra su gusto quería tenerla por esposa pudiera gozar de
su presuntuoso deseo sino que, viéndola primero morir a ella,
él después muriese miserablemente.
Con tales lamentos y con otros mayores no sabiendo los
marineros qué hacerse, haciéndose el viento cada vez
más fuerte, sin saber ni distinguir adónde iban,
llegaron junto a la isla de Rodas; y no sabiendo sin embargo qué
isla fuese aqué lla, con todo ingenio se esforzaron, para
salvar sus vidas en llegar a tierra si se podía. A lo cual fue
favorable la fortuna y los condujo a un pequeño seno del mar
adonde poco antes que ellos los rodenses dejados libres por Cimone
habían llegado con su nave; y antes de apercibirse de haber
anclado en la isla de Rodas, se vieron (al salir la aurora y hacer el
cielo algo más claro) como vecinos por un tiro de arco del
barco que el día anterior habían dejado libre, de la
cual cosa Cimone, angustiado sin medida, temiendo que le sucedería
lo que le sucedió , mandó que se pusiera todo esfuerzo
en salir de allíe ir a donde la fortuna los llevase porque en
ninguna parte podían estar peor que aquí.
Se hicieron grandes esfuerzos para poder salir de allí,
pero en vano: el viento poderosísimo los empujaba al lado
contrario hasta el punto de que no sólo no pudieron salir del
pequeño golfo, sino que, quisieran o no, los empujó a
tierra. Y al llegar a ella fueron reconocidos por los marineros
rodenses que habían descendido de su nave, de los cuales
rápidamente alguno corrió a una hacienda cercana adonde
habían ido los nobles jóvenes rodenses y les contó
que allíCimone con Ifigenia a bordo de su nave habían
llegado por azar del mismo modo que ellos. Éstos, al oírlo,
contentísimos, tomando a muchos de los hombres de la hacienda,
prestamente fueron al mar; y Cimone, que ya en tierra con los suyos
había tomado la decisión de huir a algún bosque
cercano, todos juntos con Ifigenia fueron presos y llevados a la
hacienda, y de allí, venido de la ciudad Lisímaco,
sobre quien reposaba aquel año la suma magistratura de los
rodenses, con grandísima compañía de hombres de
armas, a Cimone y a todos sus compañeros se llevó a
prisión, como Pasimundas, a quien las noticias habían
llegado, había ordenado querellándose ante el senado de
Rodas. Y de tal guisa el mísero y enamorado Cimone perdió
a su Ifigenia ganada por él poco antes sin haberle quitado más
que algún beso.
Ifigenia fue recibida y confortada por muchas mujeres
nobles de Rodas, tanto por el dolor sufrido en su captura como por la
fatiga pasada en el airado mar, y junto a ellas se estuvo hasta el
día fijado para sus bodas. A Cimone y a sus compañeros,
por la libertad que habían dado el día antes a los
jóvenes rodenses, les fue concedida la vida, que Pasimundas
solicitaba con todas sus fuerzas que les fuera quitada, y a prisión
perpetua fueron condenados; en la cual, como puede creerse, dolorosos
estaban y sin esperanza ya de ningún placer. Pasimundas cuanto
podía la preparación de las futuras nupcias solicitaba;
pero la fortuna, como arrepentida de la súbita injuria hecha a
Cimone, obró un nuevo accidente en favor de su salud.
Tenía Pasimundas un hermano menor en edad que él,
pero no en virtud que tenía por nombre Orínisda, que
había estado en largas negociaciones para tomar por mujer a
una joven noble y hermosa de la ciudad, que se llamaba Casandra, a
quien Lisímaco sumamente amaba; y se había aplazado el
matrimonio muchas veces por distintos accidentes. Ahora, viéndose
Pasimundas a punto de celebrar sus nupcias con grandísima
fiesta, pensó que óptimamente estaría si en
aquella misma fiesta, para no volver de nuevo a los gastos y a los
festejos, pudiera hacer que Orínisda semejantemente tomara
mujer, por lo que con los parientes de Casandra renovó las
conversaciones y las llevó a término, y él junto
con el hermano decidieron que el mismo día que Pasimundas se
llevase a Ifigenia, el mismo Orínisda se llevase a Casandra.
La cual cosa oyendo Lisímaco, sobremanera le desagradó
porque se veía privado de su esperanza, según la cual
pensaba que si Orínisda no la desposaba, ciertamente la
obtendría él; pero como prudente, tuvo escondido su
dolor y empezó a pensar de qué manera podría
impedir que aquello tuviera lugar, y no vio ninguna vía
posible sino raptarla. Esto le pareciófácil por el
cargo que tenía, pero mucho más deshonroso lo juzgaba
que si no hubiera tenido aquel cargo; pero en resumen, después
de larga deliberación, la honestidad cedió el lugar al
amor y tomó el partido de que, sucediera lo que sucediese,
raptaría a Casandra.
Y pensando en la compañía que para hacer
aquello necesitaba y de la manera en que debla procederse, se acordó
de Cimone, a quien tenía prisionero junto con sus compañeros,
e imaginó que ningún otro compañero mejor ni más
leal podía tener que Cimone en este asunto; por lo que la
noche siguiente ocultamente le hizo venir a su cámara y
comenzó a hablarle de esta guisa:
Cimone, así como los dioses son óptimos
y liberales donantes de las cosas a los hombres, así son
sagacísimos probadores de su virtud, y a quienes encuentran
firmes y constantes en todos los casos, como a los más
valerosos hacen dignos de las más altas recompensas. Ellos han
querido una prueba de tu virtud más cierta que aquella que
pudiste mostrar dentro de los límites de la casa de tu padre,
a quien sé abundantísimo en riquezas; y primero con las
punzantes solicitudes de amor te hicieron hombre de insensato animal
(tal como he sabido), y luego con dura fortuna y al presente con
dolorosa prisión quieren ver si tu ánimo cambia de lo
que era cuando por poco tiempo te sentiste feliz con la ganada presa;
el cual si es el mismo que fue, nada tan feliz te concedieron como lo
que al presente se preparan a darte, lo cual, para que recobres las
usadas fuerzas y te sientas animoso, entiendo mostrarte. Pasimundas,
contento con tu desgracia y solicito procurador de tu muerte, cuanto
puede se apresura a celebrar las bodas con tu Ifigenia para gozar en
ellas de la presa que primero una alegre fortuna te había
concedido y súbitamente airada te quitó; la cual cosa,
cuánto tiene que dolerte, si amas como yo creo, por mí
mismo lo conozco, a quien igual injuria que la tuya se prepara a
hacerme el mismo día su hermano Orínisda con Casandra,
a quien yo amo sobre todas las cosas. Y para escapar a tanta injuria
y a tanto dolor de la fortuna ninguna vía veo que quede
abierta sino la virtud de nuestros ánimos y de nuestras
diestras con las que debemos mantener las espadas y abrirnos camino,
túpara el segundo rapto, y yo para el primero de nuestras
señoras; por lo que si tú , no quiero decir tu libertad
(de la que poco creo que te preocupes sin tu señora), sino si
a tu señora quieres recuperar, en tus manos la han puesto los
dioses si quieres seguirme en mi empresa.
Estas palabras hicieron volver a Cimone todo el perdido
ánimo, y sin demasiado respiro tomarse para responder, dijo:
Lísimaco, ni más fuerte ni más
fiel compañero que yo puedes tener en tal cosa si es que de
ella se seguirá para mílo que dices; y por ello lo que
te parece que tenga que hacer ordénamelo y verás que lo
hago con maravillosa fuerza.
A quien Lísimaco dijo:
El tercer día a partir de hoy, entrarán
por vez primera las nuevas esposas en casa de sus maridos, donde tú
armado con tus compañeros y yo con algunos de los míos
en los que más confío, al caer la tarde entraremos, y
raptándolas en medio del convite, a una nave que he hecho
aprestar secretamente las llevaremos matando a cualquiera que se
atreva a hacernos frente.
Gustó la orden a Cimone y, callado, hasta el
tiempo acordado estuvo en la prisión. Llegado el día de
las bodas, la pompa fue grande y magnífica, y por todas partes
la casa de los dos hermanos estaba en fiesta. Habiendo preparado
Lísimaco todas las cosas oportunas, a Cimone y sus compañeros
y semejantemente a sus amigos, todos armados bajo sus vestidos,
cuando le parecióoportuno y habiéndolos primero con
muchas palabras animado a su propósito, dividió en tres
partes, de las cuales cautamente a una mandó al puerto para
que nadie pudiera impedir el subir a la nave cuando lo necesitasen; y
con las otras dos venidos a la casa de Pasimundas, a una dejó
a la puerta para que ninguno pudiera encerrarlos dentro e impedir su
salida, y con el remanente, junto con Cimone, subió por las
escaleras.
Y llegados ya a la sala donde las nuevas esposas con
muchas otras señoras ya a la mesa se habían sentado
para comer ordenadamente, echándose hacia adelante y tirando
al suelo las mesas, cada uno cogió a la suya y, poniéndolas
en brazos de sus compañeros, mandaron que a la preparada nave
las llevasen inmediatamente. Las recién casadas empezaron a
llorar y a gritar e igualmente las otras mujeres y servidores; y
repentinamente todo se llenóde voces y de llanto. Pero Cimone
y Lisímaco y sus compañeros, sacando las espadas, sin
que nadie se enfrentase a ellos, dejándoles todos paso, hacia
la escalera se volvieron; y bajando por ella corrió a ellos
Pasimundas que con un gran bastón en la mano corría al
ruido, al que animosamente Cimone con su espada golpeó en la
cabeza y se la partió por medio, y le hizo caer muerto a sus
pies; corriendo en ayuda del cual el mísero Orínisda,
igualmente fue muerto por uno de los golpes de Cimone, y algunos
otros que acercarse quisieron por los compañeros de Lísimaco
y de Cimone fueron heridos y rechazados. Éstos, dejando la
casa llena de sangre y de alboroto y de llanto y de tristeza, sin
ningún obstáculo, apretando su botín, llegaron a
la nave; y poniendo en ella a las mujeres y subiendo ellos y todos
sus compañeros, estando ya la playa llena de gente armada que
a rescatar a las señoras venía, dando los remos al
agua, alegremente se fueron a lo suyo.
Y llegados a Creta, allípor muchos amigos y
parientes alegremente recibidos fueron, y casándose con las
mujeres haciendo una gran fiesta, alegremente de su botín
gozaron. En Chipre y en Rodas hubo alborotos y riñas grandes y
durante mucho tiempo por sus hechos; por último, mediando en
un lugar y en otro los amigos y los parientes, encontraron el modo de
que, luego de algún exilio, Cimone con Ifigenia, contento,
volviese a Chipre y Lísimaco del mismo modo con Casandra se
volvió a Rodas; y cada uno alegremente con la suya vivió
largamente contento en su tierra.
NOVELA SEGUNDA
Costanza ama a Martuccio Gmito y, oyendo que había
muerto, desesperada se sube sola a una barca, la cual por el viento
es transportada a Susa; lo encuentra vivo en tú nez, se
descubre a él, y él, estando en gran privanza con el
rey por los consejos que le ha dado, casándose con ella, rico,
se vuelve con ella a Lípari.
La reina, viendo terminada la historia de Pánfilo,
después de haberla alabado mucho, ordenó a Emilia que,
diciendo una, continuase; la cual comenzó así :
Todos debemos con razón deleitarnos con las cosas
que vemos seguidas por el galardón que merecen los afectos; y
porque amar más merece deleite que aflicción a largo
término, con mucho mayor placer mío al hablar de la
presente materia obedeceréa la reina de lo que en la
precedente hice al rey.
Debéis, pues, delicadas señoras, saber que
junto a Sicilia hay una islita llamada Lípari, en la cual, no
hace aún mucho tiempo, hubo una bellísima joven llamada
Costanza, nacida en la isla de gentes muy honradas, de la cual un
joven que en la isla había, llamado Martuccio Gomito, asaz
gallardo y cortés y valioso en su oficio, se enamoró.
La cual tanto por él se inflamóde igual manera que
nunca sentía ningún bien sino cuando lo veía, y
deseando Martuccio tenerla por mujer, la hizo pedir a su padre, el
cual contestó que él era pobre y por ello no quería
dársela.
Martuccio, despechado al verse rehusado por su pobreza,
con algunos amigos y parientes armando un barco, juróno
volver jamás a Lípari sino rico; y partiendo de allí,
comenzó a piratear costeando Berbería, robando a
cualquiera que pudiese menos que él; en la cual cosa bastante
favorable le fue la fortuna, si hubiera sabido poner límite a
su ventura. Pero no bastándole que él y sus compañeros
se hubiesen hecho riquísimos en poco tiempo, mientras buscaban
enriquecerse más, sucedió que por algunos barcos
sarracenos luego de larga defensa, con sus compañeros fue
preso y robado, y por 1a mayor parte de los sarracenos despedazado y
hundido su barco, él, llevado a tú nez, fue puesto en
prisión y tenido en larga miseria. Llegó a Lípari
no por una ni por dos, sino por muchas y diversas personas la noticia
de que todos aquellos que con Martuccio había en el
barquichuelo se habían anegado.
La joven, que sin medida estaba triste por la partida de
Martuccio, oyendo que con los otros había muerto, largamente
lloró, y decidió no seguir viviendo, y no sufriéndole
su corazón matarse a sí misma con violencia, pensó
una rara obligación imponer a su muerte; y saliendo
secretamente una noche de su casa y llegando al puerto, halló
por acaso, un tanto separada de las otras naves, una navecilla de
pescadores, a la cual, porque acababan de bajarse de ella sus
patrones, encontróprovista de mástil y de remos.
Y subiendo en ella prestamente y con los
remos empujándose un tanto por el mar, algo conocedora del
arte marinero como lo son generalmente todas las mujeres de aquella
isla, izó la vela y arrojólos remos y el timón
y se entregó por completo al viento, pensando que por
necesidad debía suceder o que el viento a la barca sin carga y
sin piloto volcase, o que contra algún escollo la arrojase y
rompiera; con lo que ella, aunque salvarse quisiera, no pudiese y por
necesidad se ahogara; y tapándose la cabeza con un manto, se
echó sollozando en el fondo de la barca(152)
Pero de muy distinta manera sucedió de lo que ella pensaba,
porque siendo aquel viento que soplaba tramontano y asaz suave, y no
habiendo casi oleaje, y sosteniéndose bien la barca, al
siguiente día de la noche en que se había subido a
ella, al atardecer, a unas cien millas más allá de
Túnez a una playa vecina a una ciudad llamada Susa la llevó.
La joven no advertía estar en la
tierra más que en el mar, como quien nunca por ningún
accidente había levantado la cabeza ni entendía
levantarla. Y había por acaso entonces, cuando la barca golpeó
la orilla, una pobre mujer junto al mar, que quitaba del sol las
redes de sus pescadores; la cual, viendo la barca, se maravilló
de cómo con la vela desplegada la hubiese dejado dar en
tierra; y pensando que en ella los pescadores dormían, fue a
la barca y a ninguna otra persona vio sino a esta joven, y a ella,
que profundamente dormía, llamómuchas veces, y al fin
la hizo despertarse, y conociendo en el vestir que era cristiana,
hablándola en ladino(153)
le preguntócómo era que tan sola en aquella barca
hubiera llegado allí.
La joven, oyéndola hablar ladino, temió
que tal vez otro viento la hubiera devuelto a Lípari, y
poniéndose súbitamente en pie miró alrededor, y
no conociendo la comarca y viéndose en tierra, preguntó
a la buena mujer que dónde estaba.
Y la buena mujer le respondió :
Hija mía, estás cerca de Susa en
Berbería.
Oído lo cual, la joven, pesarosa de que Dios no
había querido mandarle la muerte, temiendo el deshonor y no
sabiendo qué hacerse, junto a su barca sentándose,
comenzó a llorar. La buena mujer, viendo esto, sintió
piedad de ella, y tanto le rogó que se la llevó a su
cabaña; y tanto la lisonjeó allíque ella le
dijo cómo había llegado hasta allí, por lo que,
viendo la buena mujer que estaba todavía en ayunas, su duro
pan y algún pez y agua le preparó, y tanto la rogó
que comió un poco. Luego preguntóCostanza quién
era a la buena mujer que así hablaba ladino; y ella le dijo
que de Trápani era y que tenía por nombre Carapresa y
que allíservía a algunos pescadores cristianos.
La joven, al oír decir «Carapresa»,
por muy apesadumbrada que estuviera, y no sabiendo ella misma qué
razón le movía a ello, sintió que era buen
augurio haber oído este nombre(154)
y comenzó a sentir esperanzas sin saber de qué y a
sentir cesar un tanto el deseo de la muerte; y sin manifestar quién
era ni de dónde, rogó insistentemente a la buena mujer
que por amor de Dios tuviera misericordia de su juventud y que le
diese algún consejo con el cual pudiera escapar de que le
hicieran algún daño.
Carapresa, al oírla, a guisa de buena mujer,
dejándola en la cabaña, prestamente recogiósus
redes y volvió con ella, y cubriéndola toda con su
mismo manto, la llevó con ella a Susa, y llegada allí,
dijo:
Costanza, yo te llevaréa casa de una
buenísima señora sarracena a quien sirvo muchas veces
en lo que necesita, y es una señora anciana y misericordiosa;
te recomendaréa ella cuanto pueda y estoy certísima de
que te recibirá de grado y te tratará como a una hija,
y tú , estando con ella, te las ingeniarás como puedas,
sirviéndola, para conseguir su gracia hasta que Dios te mande
mejor ventura.
Y como lo dijo, lo hizo. La señora, que era ya
vieja, después de oírla, miró a la joven a la
cara y empezó a llorar, y asiéndola, la besó en
la frente y luego, de la mano, la llevó a su casa, en la cual,
con algunas otras mujeres vivía sin hombre alguno, y todas
trabajaban en diversas cosas con sus manos, haciendo distintos
trabajos de seda, de palma, de cuero; de los que la joven en pocos
días aprendió a hacer alguno y con ellas comenzó
a trabajar, y en tanta gracia y amor llegaron a tenerla la buena
señora y las otras, que era cosa maravillosa, y en poco
espacio de tiempo, enseñándosela ellas, aprendió
su lengua.
Viviendo, pues, la joven en Susa, habiendo
sido ya en su casa llorada por perdida y muerta, sucedió que,
siendo rey de tú nez uno que se llamaba Meriabdelá(155)
un joven de gran linaje y de mucho poder que había en Granada,
diciendo que le pertenecía a él el reino de tú nez,
reunida grandísima multitud de gente contra el rey de tú nez
se vino, para arrojarlo del reino.
Y llegando estas cosas a los oídos de Martuccio
Gomito en la prisión, el cual muy bien sabía el
berberisco, y oyendo que el rey de tú nez se esforzaba
muchísimo en defenderla, dijo a uno de aquellos que a él
y a sus compañeros guardaban:
Si yo pudiera hablar al rey, me da el corazón
que le daría un consejo con el cual ganaría la guerra.
El guardián dijo estas palabras a su señor,
el cual al rey las contóincontinenti; por lo cual, el rey
mandó que le fuera llevado Martuccio; y preguntándole
cuál era su consejo, le respondió así :
Señor mío, si he mirado bien en
otros tiempos que he estado en estas tierras vuestras la manera en
que tenéis vuestras batallas, me parece que más con
arqueros que otra cosa las libráis; y por ello, si encontrase
el modo de que a los arqueros de vuestro adversario les faltasen
saetas y que los vuestros tuvieran de ellas en abundancia, creo que
venceríais vuestra batalla.
Y el rey le dijo:
Sin duda si esto pudiera hacerse, creería
ser vencedor.
Y Martuccio le dijo:
Señor mío, si lo queréis,
esto podrá hacerse, y oíd cómo: vosotros debéis
hacer cuerdas mucho más delgadas para los arcos de vuestros
arqueros que las que son por todas usadas comúnmente, y luego
mandar hacer saetas cuyas muescas no sean buenas sino para estas
cuerdas delgadas; y esto conviene hacerlo tan secretamente que
vuestro adversario no lo sepa, porque de otra manera encontraría
un remedio. Y la razón por la que os digo esto es ésta:
luego que los arqueros de vuestro enemigo hayan lanzado sus saetas y
los vuestros las vuestras, sabed que las que los vuestros hayan
lanzado tendrán que recogerlas vuestros enemigos, para seguir
la batalla, y los vuestros tendrán que recoger las suyas; pero
los adversarios no podrán usarlas saetas lanzadas por los
vuestros porque las pequeñas muescas no entrarán en las
cuerdas gruesas, mientras a los vuestros sucederá lo contrario
con las saetas de vuestros enemigos, porque en las cuerdas delgadas
entrarán óptimamente las saetas que tengan anchas
muescas; y así los vuestros tendrán gran acopio de
saetas mientras los otros tendrán falta de ellas.
Al rey, que era sabio señor, agradó el
consejo de Martuccio, y siguiéndole enteramente, con él
encontróhaber ganado la guerra, con lo que sumamente
Martuccio consiguiósu gracia y, por consiguiente, un grande y
rico estado. Corrió la fama de estas cosas por el país
y llegó a oídos de Costanza que Martuccio Gomito estaba
vivo, a quien largamente había creído muerto; por lo
que el amor por él, ya entibiado en su corazón frío,
con pronta flama se inflamóde nuevo y se hizo mayor y la
muerta esperanza suscitó. Por lo cual a la buena señora
con quien vivía manifestótodos sus asuntos, y le dijo
que deseaba ir a tú nez para saciar sus ojos con aquello que
los oídos por las recibidas noticias le habían hecho
deseosa. La cual alabómucho su deseo, y como si hubiese sido
su madre, subiendo a una barca, con ella se fue a tú nez, donde
con Costanza en casa de una pariente suya fue recibida honradamente.
Y habiendo ido con ella Carapresa, la mandó a
escuchar lo que pudiera saberse de Martuccio; y encontrando que
estaba vivo y en gran estado y contándoselo, plugo a la noble
señora ser ella quien significase a Martuccio que allí
en su busca había venido su Costanza; y yendo un día a
donde Martuccio estaba, le dijo:
Martuccio, a mi casa ha llegado un servidor tuyo
que viene de Lípari y querría secretamente hablarte; y
por ello, por no confiarse a los otros, tal como él ha
querido, yo mismo he venido a decírtelo.
Martuccio le dio las gracias y tras ella se fue a su
casa. Cuando la joven lo vio, cerca estuvo de morir de alegría,
y no pudiendo contenerse, súbitamente con los brazos abiertos
se le echó al cuello y lo abrazó, y por lástima
de los infortunios pasados y por la alegría presente, sin
poder nada decir, tiernamente comenzó a llorar.
Martuccio, viendo a la joven, un tanto se quedó
sin palabra de la maravilla, y luego, suspirando, dijo:
¡Oh, Costanza mía! ¿Estás
viva? Hace mucho tiempo que oíque habías muerto y en
nuestro país de ti nada se sabía.
Y dicho esto, llorando tiernamente, la abrazó y
la besó. Costanza le contótodas sus aventuras y el
honor que había recibido de la noble señora con quien
había estado. Martuccio, luego de muchos razonamientos,
separándose de ella, a su señor se fue y todo le contó;
esto es, sus azares y los de la joven, añadiendo que, con su
licencia, entendía según nuestra fe casarse con ella.
El rey se maravillóde estas cosas, y haciendo
venir a la joven y oyéndole que era tal como Martuccio había
dicho, dijo:
Pues muy bien lo has ganado por marido.
Y haciendo venir grandísimos y nobles presentes,
parte le dio a ella y parte a Martuccio, dándoles licencia
para hacer entre sí lo que más fuese del agrado de cada
uno. Martuccio, honrada mucho la noble señora con quien
Costanza había vivido, y agradeciéndole lo que en su
servicio había hecho, y haciéndole tales presentes como
a ella convenían y encomendándola a Dios, no sin muchas
lágrimas de Costanza, se despidió ; y luego, subiendo a
un barquito con licencia del rey, y con su Carapresa, con próspero
viento volvieron a Lípari, donde hubo tan gran fiesta como
nunca decir se podría. AllíMartuccio se caso con ella
e hizo grandes y hermosas bodas, y luego con ella, en paz y en
reposo, largamente gozaron de su amor.
NOVELA TERCERA
Pietro Boccamazza se escapa con Agnolella; se
encuentra con ladrones, la joven huye por un bosque y es conducida a
un castillo, Pietro es apresado y se escapa de manos de los ladrones,
y luego de algunos accidentes llega al castillo donde estaba
Agnolella, y casándose con ella, con ella vuelve a Roma.
No hubo nadie entre todos que la historia de Emilia no
alabase, la que viendo la reina que había terminado,
volviéndose a Elisa le ordenó que continuase ella; y
ella, deseosa de obedecer, comenzó:
A míse me pone delante, encantadoras señoras,
una mala noche que pasaron dos jovencillos poco prudentes; pero
porque le siguieron muchos días felices, como está de
acuerdo con nuestro argumento, me place contarla.
En Roma, que como hoy es la cola antes fue
la cabeza del mundo(156)
hubo un joven hace poco tiempo, llamado Pietro Boccamazza(157)
de familia muy honrada entre las romanas, que se enamoróde
una hermosísima y atrayente joven llamada Agnolella, hija de
uno que tuvo por nombre Gigliuozzo Saullo, hombre plebeyo pero muy
querido a los romanos. Y amándola, tanto hizo, que la joven
comenzó a amarle no menos que él la amaba. Pietro,
empujado por ferviente amor, y pareciéndole que no debía
sufrir más la dura pena que el deseo de ella le daba, la pidió
por mujer; la cual cosa, al saberla sus parientes, fueron adonde él
y le reprocharon mucho lo que quería hacer; y por otra parte
hicieron decir a Gigliuozzo Saullo que de ninguna manera atendiese a
las palabras de Pietro porque, si lo hacía, nunca como amigo
le tendrían sus parientes.
Pietro, viéndose el vedado camino por el que sólo
creía poder conseguir su deseo, quiso morirse de dolor, y si
Gigliuozzo lo hubiera consentido, contra el gusto de todos los
parientes que tenía hubiese tomado por mujer a su hija; pero
como no fue así , se le puso en la cabeza que, si a la joven le
placiere, haría que aquello tuviese lugar, y por persona
interpuesta conociendo que le placía, se puso de acuerdo con
ella para huir de Roma. Y planeado aquello, Pietro, una mañana,
levantándose tempranísimo, junto con ella montó
a caballo y se pusieron en camino hacia Anagni, donde Pietro tenía
algunos amigos en los cuales confiaba mucho; y cabalgando así ,
no teniendo tiempo de hacer las bodas porque temían ser
seguidos, hablando. sobre su amor, alguna vez el uno besaba al otro.
Ahora, sucedió que, no conociendo Pietro muy bien
el camino, cuando estuvieron unas ocho millas lejos de Roma, debiendo
tomar a la derecha, se fueron por un camino a la izquierda; y apenas
habían cabalgado más de dos millas cuando se vieron
cerca de un castillo del cual, habiéndolos visto, súbitamente
salieron cerca de doce hombres de armas; y estando bastante cerca, la
joven los vio, por lo que gritando dijo:
¡Pietro, salvémonos que nos asaltan!
Y como pudo, hacia un bosque grandísimo volvió
su jaco y, apretándole las espuelas, sujetándose al
arzón, sintiéndose el jaco aguijar, corriendo por aquel
bosque la llevaba. Pietro, que más la cara de ella iba mirando
que el camino, no habiéndose percatado pronto, como ella, de
los hombres que venían, fue alcanzado por ellos y preso y
obligado a bajar del jaco; y preguntándole quién era,
empezaron a deliberar entre ellos y a decir:
Éste es de los amigos de
nuestros enemigos; ¿qué hemos de hacer sino quitarle
estas ropas y este jaco y, por desagradar a los Orsini(158)
colgarlo de una de estas encinas?
Y estando todos de acuerdo con esta decisión,
habían mandado a Pietro que se desnudase; y estando él
desnudándose, ya adivinando todo su mal, sucedió que
una cuadrilla de bien veinticinco hombres de armas que estaban en
acecho súbitamente se les echaron encima a aqué llos
gritando:
¡Mueran, mueran!
Los cuales, sorprendidos por aquello, dejando a Pietro,
se volvieron en su defensa, pero viéndose mucho menos que los
asaltantes, comenzaron a huir, y éstos a seguirlos, la cual
cosa viendo Pietro, súbitamente cogiósus cosas y saltó
sobre su jaco y comenzó a huir cuanto pudo por el camino por
donde había visto que la joven había huido.
Pero no viendo por el bosque ni camino ni sendero, ni
distinguiendo huellas de caballo, después de que le pareció
encontrarse a salvo y fuera de las manos de aquellos que le habían
apresado y también de los otros por quienes ellos habían
sido asaltados, no encontrando a su joven, más triste que
ningún hombre, comenzó a llorar y a andarla llamando
por aquí y por allípor el bosque; pero nadie le
respondía, y él no se atrevía a volverse atrás,
y andando por allídelante no sabía adónde iba a
llegar; y, por otra parte, de las fieras que suelen habitar en los
bosques tenía al mismo tiempo miedo por él y por su
joven, a quien le parecía estar viendo estrangulada por un oso
o un lobo.
Anduvo, pues, este desventurado Pietro todo el día
por aquel bosque gritando y dando voces, a veces retrocediendo cuando
creía que avanzaba; y ya entre el gritar y el llorar y por el
miedo y por el largo ayuno, estaba tan rendido que más no
podía. Y viendo llegada la noche, no sabiendo qué
consejo tomar, encontrada una grandísima encina, bajando del
jaco, lo ató a ella, y luego, para no ser por las fieras
devorado por la noche, se subió a ella, y poco después,
saliendo la luna y estando el tiempo clarísimo, no
atreviéndose a dormir para no caer, aunque hubiera tenido la
ocasión, el dolor y los pensamientos que tenía de su
joven no le hubieran dejado; por lo que, suspirando y llorando y
maldiciendo su desventura, velaba.
La joven, huyendo como decíamos antes, no
sabiendo dónde ir sino donde su jaco mismo donde mejor le
parecía la llevaba, se adentrótanto en el bosque que
no podía ver el lugar por donde había entrado; por lo
que no de otra manera de lo que había hecho Pietro, todo el
día (ora esperando y ora andando), y llorando y dando voces, y
doliéndose de su desgracia, por el selvático lugar
anduvo dando vueltas.
Al fin, viendo que Pietro no venía, estando ya
oscuro, dio junto a un senderillo, entrando por el cual y siguiéndolo
el jaco, luego de que más de dos millas hubo cabalgado, desde
lejos se vio delante de una casita, a la que lo antes que pudo se
llegó ; y allíencontró un buen hombre de mucha
edad con su mujer que también era vieja; los cuales, cuando la
vieron sola, dijeron:
Hija, ¿qué vas haciendo tú
sola a esta hora por este lugar?
La joven, llorando, repuso que había perdido a su
compañía en el bosque y preguntó a qué
distancia estaba Anagni.
El buen hombre respondió :
Hija mía, éste no es camino por
donde ir a Anagni; hay más de doce millas desde aquí.
Dijo entonces la joven:
¿Y dónde hay habitaciones en que
poder albergarse?
Y el buen hombre repuso:
Habitaciones no hay en ningún lugar tan
cercano que pudieses llegar antes que fuera de día.
Dijo entonces la joven:
¿Os placería, puesto que a otro
lugar ir no puedo, tenerme aquípor el amor de Dios esta
noche?
El buen hombre repuso:
Joven, que te quedes con nosotros esta noche nos
placerá, pero sin embargo queremos recordarte que por estas
comarcas de día y de noche van muchas malas brigadas de amigos
y enemigos que muchas veces nos causan gran daño y gran
disgusto; y si por desgracia estando tú aquíviniera
alguna, y viéndote hermosa y joven como eres te causaran
molestias y deshonra, nosotros no podríamos ayudarte. Queremos
decírtelo para que después, si ello sucediera, no
puedas quejarte de nosotros.
La joven, viendo que la hora era tardía, aunque
las palabras la asustasen, dijo:
Si place a Dios, nos guardará a vos y a mí
de este dolor, que si a pesar de ello me sucediera, es mucho menos
malo ser desgarrada por los hombres que despedazada en los bosques
por las fieras.
Y dicho esto, bajando de su rocín, entró
en la casa del pobre hombre, y allícon ellos de lo que
pobremente tenían cenó y luego, toda vestida, sobre una
yacija, junto con ellos, se acostó a dormir; y en toda la
noche no cesóde suspirar ni de llorar su desventura y la de
Pietro, de quien no sabía qué debía esperar sino
mal.
Y estando ya cerca la mañana, sintió un
gran ruido de pasos de gente; por la cual cosa, levantándose,
se fue a un gran patio que tenía detrás la pequeña
casita, y viendo en una de las partes mucho heno, se fue a esconder
dentro para que, si aquella gente llegase aquí, no la
encontraran tan pronto. Y apenas acababa de esconderse del todo
cuando aqué llos, que eran una gran brigada de hombres
malvados, llegaron a la puerta de la casita; y haciendo abrir y
entrando dentro, y encontrado el jaco de la joven todavía con
la silla puesta, preguntaron quién había allí.
El buen hombre, no viendo a la joven, repuso:
No hay nadie más que nosotros, pero este
rocín, de quien se haya escapado, llegó ayer por la
tarde a nosotros y lo metimos en la casa para que los lobos no lo
comiesen.
Pues dijo el comandante de la compañía
bueno será para nosotros, puesto que otro dueño no
tiene.
Esparciéndose, pues, todos estos por la pequeña
casa, una parte se fue al patio, y dejando en tierra sus lanzas y sus
escudos de madera, sucedió que uno de ellos, no sabiendo qué
hacer, arrojósu lanza en el heno y estuvo a punto de matar a
la escondida joven, y ella a descubrirse porque la lanza le dio junto
a la teta izquierda, tanto que el hierro le desgarrólos
vestidos con lo que ella estuvo a punto de lanzar un gran grito
temiendo haber sido herida; pero acordándose de dónde
estaba, recobrándose, se quedócallada.
La brigada, quién por aquí y quién
por allá, habiéndoles cogido los cabritillos y la otra
carne, y comido y bebido, se fueron a lo suyo y se llevaron el rocín
de la joven.
Y estando ya bastante lejos, el buen hombre comenzó
a preguntar a la mujer:
¿qué ha sido de la joven que ayer
por la noche llegó aquí, que no la he visto desde que
nos levantamos?
La buena mujer respondió que no sabía, y
estuvieron buscándola. La joven, sintiendo que aqué llos
se habían ido, salió del heno; de lo que el buen
hombre, muy contento, puesto que vio que no había dado en
manos de aqué llos, y haciéndose ya de día, le
dijo:
Ahora que el día viene, si te place te
acompañaremos hasta un castillo que está a cinco millas
de aquí, y estarás en un lugar seguro; pero tendrás
que venir a pie, porque esa mala gente que ahora se va de aquí,
se ha llevado tu rocín.
La joven, sin preocuparse por ello, le rogó
que al castillo la llevasen; por lo que poniéndose en camino,
allíllegaron hacia mitad de tercia. Era el castillo de uno de
los Orsini que se llamaba Liello de Campodiflore, y por ventura
estaba allísu mujer, que era señora buenísima y
santa(159)
y viendo a la joven, prestamente la reconoció y la recibió
con fiestas, y ordenadamente quiso saber cómo hubiera llegado
aquí. La joven le contótodo.
La señora, que conocía también a
Pietro, así como amigo de su marido que era, dolorosa estuvo
del caso sucedido; y oyendo dónde había sido preso,
pensó que habría sido muerto.
Dijo entonces a la joven.
Puesto que es así que no sabes de Pietro,
te quedarás aquíconmigo hasta que pueda mandarte a
Roma con seguridad.
Pietro, estando sobre la encina lo más triste que
puede estarse vio venir unos veinte lobos hacia la hora del primer
sueño, los cuales todos en cuanto el jaco vieron lo rodearon.
Sintiéndolos el rocín, levantando la cabeza, rompió
las riendas y quiso darse a la huida, pero estando rodeado y no
pudiendo, un gran rato con los dientes y con las patas se defendió ;
al final fue abatido y destrozado y rápidamente destripado, y
apacentándose todos, no dejando sino los huesos, lo devoraron
y se fueron. Con lo que Pietro, a quien parecía tener en el
jaco una compañía y un sostén de sus fatigas,
mucho se acoquinó y se imaginó que nunca más
podría salir de aquel bosque; y siendo ya cerca del día,
muriéndose de frío sobre la encina, como quien siempre
miraba alrededor, vio cerca lo que parecía un grandísimo
fuego; por lo que, al hacerse de día claro, bajando no sin
miedo de la encina, se enderezóhacia allíy tanto
anduvo que llegó a él, alrededor del cual encontró
pastores que comían y se divertían, por los que por
compasión fue recogido. Y luego de que hubo comido bien y se
calentó, contada su desventura y cómo había
llegado solo allí, les preguntósi en aquellos lugares
había alguna villa o castillo adonde pudiese ir.
Los pastores le dijeron que a unas tres millas de allí
estaba un castillo de Liello de Campodiflore, en el cual al presente
estaba su mujer; de lo que Pietro contentísimo se puso y les
rogó que alguno de ellos le acompañase hasta el
castillo, lo que dos de ellos hicieron de buen grado. Llegado a él
Pietro, y habiendo encontrado allí a un conocido suyo,
tratando de buscar el modo de que la joven fuese buscada por el
bosque, fue mandado llamar de parte de la señora; el cual,
incontinenti, fue a ella, y al ver con ella a Agnolella, nunca
contento hubo igual que el suyo.
Se consumía todo por ir a abrazarla, pero por
vergüenza que le causaba la señora lo dejaba; y si él
estuvo muy contento, la alegría de la joven al verlo no fue
menor. La noble señora, acogiéndolo y festejándolo
y oyéndole lo que sucedido le había, le reprendió
mucho de lo que quería hacer contra el gusto de sus parientes;
pero viendo que con todo estaba determinado a ello y que agradaba a
la joven, dijo:
¿De qué me preocupo yo? Éstos
se aman, éstos se conocen; cada uno de ellos es igualmente
amigo de mi marido, y su deseo es honrado, y creo que agrade a Dios;
puesto que uno de la horca ha escapado y el otro de la lanza, y ambos
dos de las fieras salvajes, hágase así .
Y volviéndose a ellos les dijo:
Si esto tenéis en el ánimo, querer
ser mujer y marido, yo también; hágase, y que las bodas
aquíse preparen a expensas de Liello: la paz, después,
entre vosotros y vuestros parientes bien sabréhacerla yo.
Contentísimo Pietro, y más Agnolella, se
casaron allí, y como se puede hacer en la montaña, la
noble señora preparósus honradas bodas, y allí
los primeros frutos de su amor dulcísimamente gustaron. Luego,
de allí a algunos días, la señora junto con
ellos montando a caballo, y bien acompañados, volvieron a
Roma, donde, encontrando muy airados a los parientes de Pietro por lo
que había hecho, con ellos los puso en paz; y él con
mucho reposo y placer con su Agnolella hasta su vejez vivió .
NOVELA CUARTA
Ricciardo Manardi es hallado por micer Lizio de
Valbona con su hija, con la cual se casa, y con su padre queda en
paz.
Al callarse Elisa, las alabanzas que sus compañeras
hacían de su historia escuchando, ordenó la reina a
Filostrato que él hablase; el cual, riendo, comenzó:
He sido reprendido tantas veces por tantas de vosotras
porque os impuse un asunto de narraciones crueles y que movían
al llanto, que me parece (para restañar algo aquella pena)
estar obligado a contar alguna cosa con la cual algo os haga reír;
y por ello, de un amor que no tuvo más pena que algunos
suspiros y un breve temor mezclado con vergüenza, y a buen fin
llegado, con una historieta muy breve entiendo hablaros.
No ha pasado, valerosas señoras,
mucho tiempo desde que hubo en la Romaña un caballero muy de
bien y cortés que fue llamado micer Lizio de Valbona(160)
a quien por acaso, cerca de su vejez, le nació una hija de su
mujer llamada doña Giacomina; la cual, más que las
demás de la comarca al crecer se hizo hermosa y placentera; y
porque era la única que les quedaba al padre y a la madre
sumamente por ellos era amada y tenida en estima y vigilada con
maravilloso cuidado, esperando concertarle un gran matrimonio. Ahora,
frecuentaba mucho la casa de micer Lizio y mucho se entretenía
con él un joven hermoso y lozano en su persona, que era de los
Manardi de Brettinoro(161)
llamado Ricciardo, del cual no se guardaban micer Lizio y su mujer
más que si hubiera sido su hijo; el cual, una vez y otra
habiendo visto a la joven hermosísima y gallarda y de loables
maneras y costumbres, y ya en edad de tomar marido, de ella
ardientemente se enamoró, y con gran cuidado tenía
oculto su amor. De lo cual, percibiéndose la joven, sin
esquivar el golpe, semejantemente comenzó a amarle a él,
de lo que Ricciardo estuvo muy contento.
Y habiendo muchas veces sentido deseos de decirle
algunas palabras, y habiéndose callado por temor, sin embargo
una vez, buscando ocasión y valor, le dijo:
Caterina, te ruego que no me hagas morir de amor.
La joven repuso de súbito:
¡Quisiera Dios que me hicieses tú más
morir a mí!
Esta respuesta mucho placer y valor dio a Ricciardo y le
dijo:
Por míno quedará nada que te sea
grato, pero a ti corresponde encontrar el modo de salvar tu vida y la
mía.
La joven entonces dijo:
Ricciardo, ves lo vigilada que estoy, y por ello
no puedo ver cómo puedes venir conmigo; pero si puedes tú
ver algo que pueda hacer sin que me deshonre, dímelo, y yo lo
haré.
Ricciardo, habiendo pensado muchas cosas, súbitamente
dijo:
Dulce Caterina mía, no puedo ver ningún
camino si no es que pudieras dormir o venir arriba a la galería
que está junto al jardín de tu padre, donde, si supiese
yo que estabas, por la noche sin falta me las arreglaría para
llegar, por muy alta que esté.
Y Caterina le respondió :
Si te pide el corazón venir allí
creo que bien podré hacer de manera que allí duerma.
Ricciardo dijo que sí , y dicho esto, una sola vez
se besaron a escondidas, y se separaron. Al día siguiente,
estando ya cerca el final de mayo, la joven comenzó delante de
la madre a quejarse de que la noche anterior, por el excesivo calor,
no había podido dormir.
Dijo la madre:
Hija, pero ¿qué calor fue ése?
No hizo calor ninguno.
Y Caterina le dijo:
Madre mía, deberíais decir «a
mi parecer» y tal vez diríais bien; pero deberíais
pensar en lo mucho más calurosas que son las muchachas que las
mujeres mayores.
La señora dijo entonces:
Hija, es verdad, pero yo no puedo hacer calor y
frío a mi gusto, como tú parece que querrías; el
tiempo hay que sufrirlo como lo dan las estaciones; tal vez esta
noche hará más fresco y dormirás mejor.
Quiera Dios dijo Caterina, pero no
suele ser costumbre, yendo hacia el verano, que las noches vayan
refrescándose.
Pues dijo la señora, ¿qué
vamos a hacerle?
Repuso Caterina:
Si a mi padre y a vos os placiera, yo mandaría
hacer una camita en la galería que está junto a su
alcoba y sobre su jardín, y dormiría allíoyendo
cantar el ruiseñor; y teniendo un sitio más fresco,
mucho mejor estaría que en vuestra alcoba.
La madre entonces dijo:
Hija, cálmate; se lo diré a tu
padre, y si él lo quiere así lo haremos. Las cuales
cosas oyendo micer Lizio a su mujer, porque era viejo y quizá
por ello un tanto malhumorado, dijo:
¿qué ruiseñor es ése
con el que quiere dormirse? También voy a hacerla dormir con
el canto de las cigarras.
Lo que sabiendo Caterina, más por enfado que por
calor, no solamente la noche siguiente no durmiósino que no
dejódormir a su madre, siempre quejándose del mucho
calor, lo que habiendo visto la madre fue por la mañana a
micer Lizio y le dijo:
Micer, vos no queréis mucho a esta joven;
¿qué os hace durmiendo en esa galería? En toda
la noche no ha cerrado el ojo por el calor; y además, ¿os
asombráis porque le guste el canto del ruiseñor siendo
como es una criatura? A los jóvenes les gustan las cosas
semejantes a ellos.
Micer Lizio, al oír esto, dijo:
Vaya, ¡que le hagan una cama como pueda
caber allíy haz que la rodeen con sarga, y que duerma allí
y que oiga cantar el ruiseñor hasta hartarse!
La joven, enterada de esto, prontamente hizo preparar
allíuna cama; y debiendo dormir allíla noche
siguiente, esperóhasta que vio a Ricciardo y le hizo una
señal convenida entre ellos, por la que entendió lo que
tenía que hacer.
Micer Lizio, sintiendo que la joven se había
acostado, cerrando una puerta que de su alcoba daba a la galería,
del mismo modo se fue a dormir. Ricciardo, cuando por todas partes
sintió las cosas tranquilas, con la ayuda de una escala subió
al muro, y luego desde aquel muro, agarrándose a unos
saledizos de otro muro, con gran trabajo (y peligro si se hubiese
caído), llegó a la galería, donde calladamente
con grandísimo gozo fue recibido por la joven; y luego de
muchos besos se acostaron juntos y durante toda la noche tomaron uno
del otro deleite y placer, haciendo muchas veces cantar al ruiseñor.
Y siendo las noches cortas y el placer grande, y ya cercano el día
(lo que no pensaban), caldeados tanto por el tiempo como por el
jugueteo, sin tener nada encima se quedaron dormidos, teniendo
Caterina con el brazo derecho abrazado a Ricciardo bajo el cuello y
cogiéndole con la mano izquierda por esa cosa que vosotras
mucho os avergonzáis de nombrar cuando estáis entre
hombres. Y durmiendo de tal manera sin despertarse, llegó el
día y se levantómicer Lizio; y acordándose de
que su hija dormía en la galería, abriendo la puerta
silenciosamente, dijo:
Voy a ver cómo el ruiseñor ha hecho
dormir esta noche a Caterina.
Y saliendo afuera calladamente, levantó la sarga
con que estaba oculta la cama, y a Ricciardo y a ella se encontró
desnudos y destapados que dormían en la guisa arriba descrita;
y habiendo bien conocido a Ricciardo, en silencio se fue de allí
y se fue a la alcoba de su mujer y la llamódiciendo:
Anda, mujer, pronto, levántate y ven a ver
que tu hija estaba tan deseosa del ruiseñor que tanto lo ha
acechado que lo ha cogido y lo tiene en la mano.
Dijo la señora:
¿Cómo puede ser eso?
Dijo micer Lizio:
Lo verás si vienes enseguida.
La señora, apresurándose a vestirse, en
silencio siguió a micer Lizio, y llegando los dos juntos a la
cama y levantada la sarga claramente pudo ver doña Giacomina
cómo su hija había cogido y tenía el ruiseñor
que tanto deseaba oír cantar. Por lo que la señora
sintiéndose gravemente engañada por Ricciardo quiso dar
gritos y decirle grandes injurias, pero micer Francisco le dijo:
Mujer, guárdate, si estimas mi amor, de
decir palabra porque en verdad, ya que lo ha cogido, será
suyo. Ricciardo es un joven noble y rico; no puede darnos sino buen
linaje; si quiere separarse de mícon buenos modos tendrá
que casarse primero con ella, así se encontrará con que
ha metido el ruiseñor en su jaula y no en la ajena.
Por lo que la señora, consolada, viendo que su
marido no estaba irritado por este asunto, y considerando que su hija
había pasado una buena noche y había descansado bien y
había cogido el ruiseñor, se calló. Y pocas
palabras dijeron después de éstas, hasta que Ricciardo
se despertó; y viendo que era día claro se tuvo por
muerto, y llamó a Caterina diciendo:
¡Ay de mí, alma mía! ¿qué
haremos que ha venido el día y me ha cogido aquí?
A cuyas palabras micer Lizio, llegando de dentro y
levantando la sarga contestó:
Haremos lo que podamos.
Cuando Ricciardo lo vio, le pareció que le
arrancaban el corazón del pecho; e incorporándose en la
cama dijo:
Señor mío, os pido merced por Dios,
sé que como hombre desleal y malvado he merecido la muerte, y
por ello haced de mílo que os plazca, pero os ruego, si puede
ser, que tengáis piedad de mi vida y no me matéis.
Micer Lizio le dijo:
Ricciardo, esto no lo ha merecido el amor que te
tenía y la confianza que ponía en ti; pero puesto que
es así , y que a tan gran falta te ha llevado la juventud, para
salvarte de la muerte y a míde la deshonra, antes de moverte
toma a Caterina por tu legítima esposa, para que, así
como esta noche ha sido tuya, lo sea mientras viva; y de esta guisa
puedes mi perdón y su salvación lograr, y si no quieres
hacer eso encomienda a Dios tu alma.
Mientras estas palabras se decían,
Caterina soltó el ruiseñor y, despertándose,
comenzó a llorar amargamente y a rogar a su padre que
perdonase a Ricciardo; y por otra parte rogaba a Ricciardo que
hiciese lo que micer Lizio quería, para que con tranquilidad y
mucho tiempo pudiesen pasar juntos tales noches. Pero no hubo
necesidad de muchos ruegos porque, por una parte, la vergüenza
de la falta cometida y el deseo de enmendarla y, por otra, el miedo a
morir y el deseo de salvarse, y además de esto el ardiente
amor y el apetito de poseer la cosa amada, de buena gana y sin
tardanza le hicieron decir que estaba dispuesto a hacer lo que le
placía a micer Lizio; por lo que pidiendo micer Lizio a la
señora Giacomina uno de sus anillos, allí, sin moverse,
en su presencia, Ricciardo tomó por mujer a Caterina.
La cual cosa hecha, micer Lizio y su mujer, yéndose,
dijeron:
Descansad ahora, que tal vez lo necesitáis
más que levantaros.
Y habiendo partido ellos, los jóvenes se
abrazaron el uno al otro, y no habiendo andado más que seis
millas por la noche anduvieron otras dos antes de levantarse, y
terminaron su primera jornada. Levantándose luego, y teniendo
ya Ricciardo una ordenada conversación con micer Lizio, pocos
días después, como convenía, en presencia de sus
amigos y de los parientes, de nuevo desposó a la joven y con
gran fiesta se la llevó a su casa y celebróhonradas y
hermosas bodas, y luego con él largamente en paz y
tranquilidad, muchas veces y cuanto quiso dio caza a los ruiseñores
de día y de noche.
NOVELA QUINTA
Guidotto de Cremona deja a Giacomino de Pavia una
niña y se muere; a la cual Giannole de Severino y Minghino de
Mingole aman en Faenza; llegan a las manos; se descubre que la
muchacha es hermana de Giannole y se entrega por esposa a Minghino.
Habían reído tanto todas las mujeres,
escuchando la historia del ruiseñor, que todavía,
aunque Filostrato hubiera terminado de novelar, no podían
dejar de reírse.
Pero al cabo, luego de que un rato se hubieron reído,
dijo la reina:
Ciertamente, aunque nos afligiste ayer, nos has
divertido hoy tanto, que ninguna debe quejarse de ti con razón.
Y habiendo remitido la palabra a Neifile, le ordenó
que novelase; la cual alegremente, así comenzó a
hablar:
Puesto que Filostrato ha entrado, hablando, en la
Romaña, a míme agradará también andar
algún tanto por ella paseándome con mi novelar.
Digo, pues, que vivieron antiguamente en la ciudad de
Fano dos lombardos de los cuales uno fue llamado Guidotto de Cremona
y el otro Giacomino de Pavia, hombres ya de edad y que habían
pasado su juventud casi toda en hechos de armas y como soldados;
donde, llegándole la hora de la muerte a Guidotto, y no
teniendo ningún hijo ni otro amigo o pariente en quien confiar
más de lo que hacía en Giacomino, una hija suya de unos
diez años y lo que en el mundo tenía, hablándole
mucho de sus asuntos, le dejó, y se murió.
Sucedió en estos tiempos que la
ciudad de Faenza, que largamente había estado en guerra y en
desventura, a un estado mejor volvió , y fue, a cualquiera que
quisiese volver, libremente concedido que pudiese volver(162)
por la cual cosa, Giacomino, que otras veces había vivido
allí, y placídole la estancia, allíse volvió
con todas sus cosas, y con él se llevó a la muchacha
que le había dejado Guidotto, a quien como a hija propia amaba
y trataba. La cual, creciendo, se hizo hermosísima joven tanto
como cualquiera otra que hubiese en la ciudad; y tanto como era
hermosa era cortés y honrada, por la cual cosa empezaron a
cortejarla algunos, pero sobre todo dos jóvenes muy gallardos
e igualmente de pro le cogieron grandísimo amor, en tanto que
por celos empezaron a tenerse un odio desmesurado: y se llamaba el
uno Giannole de Severino y el otro Minghino de Mingole.
Y ninguno de ellos, teniendo ella quince años,
hubiese dejado de tomarla por mujer si sus parientes lo hubieran
sufrido; por lo que, viendo que en la manera honesta se la prohibían,
cada uno se dedicó a conquistarla de la manera que mejor
pudiese. Tenía Giacomino en casa una criada de edad y un
criado que tenía por nombre Crivello, persona divertida y muy
amistosa a la cual Giannole, familiarizándose mucho, cuando le
parecióoportuno le descubriósu amor, rogándole
que le fuese favorable para poder obtener su deseo, y grandes cosas
si lo hacía prometiéndole.
A quien Crivello dijo:
Mira, en esto no podréhacer otra cosa por
ti sino que cuando Giacomino se vaya a alguna parte a cenar, meterte
donde ella estuviera, porque si le quisiera decir algo por ti no se
quedaría nunca escuchándome. Esto, si te place, te lo
prometo, y lo haré; haz luego, si sabes, lo que creas que esté
bien.
Giannole le dijo que no quería más, y
quedaron de acuerdo en esto. Minghino, por otra parte, había
conquistado a la criada y conseguido tanto con ella que muchas veces
le había llevado sus embajadas a la muchacha y casi con su
amor la había inflamado; y además de esto, le había
prometido reunirlo con ella si sucediese que Giacomino por alguna
razón se fuese de casa por la noche.
Sucediendo, pues, no mucho después de estas
palabras que, por obra de Crivello, Giacomino se fue a cenar con un
amigo suyo, haciéndolo saber a Giannole, acordó con él
que, cuando hiciese cierta señal, viniera, y encontraría
la puerta abierta.
La criada, por otra parte, no sabiendo nada de esto,
avisó a Minghino de que Giacomino no cenaba allí, y le
dijo que estuviera cerca de la casa, de manera que cuando viese una
señal que le haría ella, viniera y entrase dentro.
Llegada la noche, no sabiendo los dos amantes nada el
uno del otro, sospechando cada uno del otro, con algunos compañeros
armados se fue a entrar en posesión de ésta; Minghino,
con los suyos, a esperar la señal se instaló en casa de
un amigo suyo vecino de la joven; Giannole, con los suyos se quedó
un poco alejado de la casa. Crivello y la criada, no estando allí
Giacomino, se ingeniaban en quitarse de en medio el uno al otro.
Crivello decía a la criada:
¿Cómo no te vas a dormir? ¿qué
haces dando vueltas por la casa?
Y la criada le decía:
Pero ¿túpor qué no te vas
con el señor? ¿qué estás esperando aquí
si ya has cenado?
Y así , el uno no podía hacer mover al
otro.
Pero Crivello, viendo que había llegado el
momento concertado con Giannole, se dijo:
«¿qué me importa ésta? Si no
se calla, tendrá lo que se merece».
Y hecha la señal convenida, se fue a abrir la
puerta; y Giannole, venido prontamente con dos de sus compañeros,
entró, y encontrando a la joven en la sala, la cogieron para
llevársela. La joven empezó a resistir y a gritar
fuertemente, y la criada del mismo modo; lo que sintiendo Minghino,
prestamente con sus compañeros allá corrió y,
viendo que ya sacaban a la joven por la puerta, sacando las espadas,
gritaron todos:
¡Alto, traidores, muertos sois! No os
saldréis con la vuestra; ¿qué violencia es ésta?
Y dicho esto, comenzaron a herirles y, por otra parte,
la vecindad, saliendo fuera al alboroto con luces y con armas,
comenzaron a condenar aquello y a ayudar a Minghino; por lo que,
luego de larga pelea, Minghino le quitó la joven a Giannole y
la volvió a llevar a casa de Giacomino; y no se había
terminado la reyerta cuando los soldados del capitán de la
ciudad llegaron allíy cogieron a muchos de aqué llos, y
entre otros fueron presos Minghino y Giannole y Crivello, y llevados
a prisión.
Pero tranquilizada luego la cosa y habiendo vuelto
Giacomino, y muy sañudo con este incidente, examinando cómo
había sido, y encontrando que en nada tenía culpa la
joven, se tranquilizó un tanto, proponiéndose, para que
mas casos semejantes no sucedieran, casarla lo antes que pudiera.
Llegada la mañana, los parientes de una parte y
de la otra, habiendo la verdad del caso oída y conociendo el
mal que a los jóvenes apresados podía sobrevenirles si
Giacomino quería poner en obra lo que razonablemente habría
podido, se fueron a él y con suaves palabras le rogaron que a
la ofensa recibida del poco juicio de los jóvenes no mirase
tanto cuanto al amor y a la benevolencia que creían que les
tenía a aquellos que le rogaban, ofreciéndose luego
ellos mismos y los jóvenes que habían causado el mal a
poner en obra toda reparación que él exigiese.
Giacomino, que durante su vida habría visto
muchas cosas y era de buenos sentimientos, repuso brevemente:
Señores, si como estoy en la vuestra
estuviese en mi ciudad, me tengo tanto por vuestro amigo que ni en
esto ni en otra cosa haría sino lo que os pluguiese; y además
de esto, más debo plegarme a vuestra voluntad en cuanto
vosotros os habéis ofendido a vosotros mismos, porque esta
joven no es de Cremona ni de Pavia, como tal vez muchos juzgan, sino
faentina, si bien ni yo ni ella ni aquel de quien yo la obtuve
supimos nunca de quién fuese hija; por lo cual de lo que me
rogáis, harétanto como estéen mi poder.
Los valerosos hombres, oyendo que era de Faenza se
maravillaron; y dándole las gracias a Giacomino por su
generosa respuesta le rogaron que le pluguiera decirles cómo
había llegado ella a sus manos y cómo sabía que
fuese faentina; a los que Giacomino dijo:
Guidotto de Cremona fue mi compañero
y amigo, y llegada la hora de su muerte me dijo que cuando esta
ciudad fue tomada por Federico el emperador(163)
estando pillando todo, entróél con sus compañeros
en una casa y la encontróllena de cosas y abandonada por sus
habitantes, salvo por esta niña, quien, de edad de dos años
o menos, a él que subía las escaleras le llamó
padre; por la cual cosa, sintiendo lástima de ella, junto con
todas las cosas de la casa se la llevó consigo y se fue a Fano
y, muriendo allí, con lo que tenía allíme la
dejó, ordenándome que cuando fuera tiempo la casara y
lo que había sido suyo le diese por dote. Y llegando a edad de
tener marido, no he podido darla a nadie que me guste; pero lo haré
de buena gana antes de que otro caso semejante a aquel de ayer noche
me suceda.
Había allí, entre los otros,
un Guigliemino de Medicina(164)
que con Guidotto había estado en aquel asunto, y muy bien
sabía de quién era la casa que Guidotto había
robado; y viéndolo allíentre los otros, se le acercó
y le dijo:
Bernabuccio, ¿oyes lo que dice Giacomino?
Dijo Bernabuccio:
Sí, y ha poco pensaba en ello porque me
acuerdo que en aquella turbamulta perdíuna hijita de la edad
que Giacomino dice.
A quien Guigliemino dijo:
Con certeza aqué lla es ésta porque
yo hace tiempo estuve en una parte donde oía Guidotto
explicar dónde había el pillaje, y supe que había
sido tu casa; por ello, acuérdate si por alguna señal
creerías reconocerla y hazla buscar, que encontrarás
que con certeza es tu hija.
Por lo que, pensando Bernabuccio, se acordó que
debía tener una cicatriz a guisa de crucecita sobre la oreja
izquierda, por un nacido que le había hecho quitar poco antes
de aquel accidente, por lo que, sin dilación, acercándose
a Giacomino que todavía estaba allí, le rogó que
lo llevara a su casa y le dejase ver a esta joven.
Giacomino le llevó allíde buen grado y la
hizo venir ante él; la cual, al verla Bernabuccio, la cara
misma de su madre, que todavía era una hermosa mujer, le
parecióver; pero sin embargo, no quedándose en esto,
dijo a Giacomino que le pedía la gracia de poder levantarle un
poco los cabellos sobre la oreja izquierda, de lo que Giacomino
estuvo contento. Bernabuccio, acercándose a ella, que
vergonzosamente estaba quieta, levantados con la mano derecha los
cabellos, la cruz vio; por donde, verdaderamente conociendo que era
su hija, tiernamente comenzó a llorar y a abrazarla, aunque
ella se escabullese, y vuelto a Giacomino dijo:
Hermano mío, ésta es mi hija; mi
casa fue la que fue pillada por Guidotto, y ésta, en aquel
frenesísúbito, fue dentro olvidada por mi mujer y su
madre, y hasta ahora habíamos creído que en la casa,
que aquel mismo día ardió , había ardido.
La joven, oyendo esto y viéndolo hombre de edad,
y dando fe a sus palabras y, por oculta virtud movida, recibiendo sus
abrazos, con él tiernamente comenzó a llorar.
Bernabuccio en el mismo momento mandó a por su madre y a por
otros parientes suyos y a por sus hermanos, y mostrándola a
todos y contándoles el hecho, después de mil abrazos,
haciendo una gran fiesta, estando Giacomino muy contento, consigo a
su casa la llevó.
Sabido aquello el capitán de la ciudad, que era
hombre valeroso, y sabiendo que Giannole, a quien tenía preso,
hijo era de Bernabuccio y hermano carnal de aqué lla, pensó
pasar por alto mansamente la falta cometida por aqué l; e
interviniendo en estas cosas, con Bernabuccio y con Giacomino, a
Giannole y a Minghino hizo hacer las paces, y a Minghino, con gran
placer de todos sus parientes, dio por mujer a la joven, cuyo nombre
era Agnesa, y junto con ellos liberó a Crivello y a los otros
que detenidos habían sido por esta razón; y Minghino
luego hizo contentísimo buenas y grandes bodas, Y llevándosela
a casa, con ella en paz y en prosperidad después vivió
muchos años.
NOVELA SEXTA
Gian
de Prócida(165)
hallado con una joven amada por él y regalada al rey
Federico(166)
para ser quemado con ella es atado a un palo, reconocido por
Ruggier de Loria(167)
se salva y la toma por mujer.
Terminada la historia de Neifile, que mucho había
gustado a las damas, mandó la reina a Pampínea que se
dispusiese a contar alguna; la cual, prestamente, levantando el claro
rostro, comenzó:
Grandísimas fuerzas, amables señoras, son
las de Amor, y a grandes fatigas y a exorbitantes peligros exponen a
los amantes, como por muchas cosas contadas hoy y otras veces, puede
comprenderse; pero no dejo de querer probarlo de nuevo con la osadía
de un joven enamorado.
Ischia es una isla muy cercana a Nápoles,
en la que antiguamente hubo una jovencita entre las otras hermosa y
muy alegre cuyo nombre fue Restituta, e hija de un hombre noble de la
isla que Marín Bólgaro(168)
tenía por nombre; la cual, a un mozuelo que de una islita
cercana a Ischia era, llamada Prócida, y por nombre tenía
Gianni, amaba más que a su vida, y ella a él. El cual,
no ya el día venía a pasar a Ischia para verla, sino
que muchas veces de noche, no habiendo encontrado barca, desde
Prócida a Ischia nadando había ido, para poder ver, si
otra cosa no podía, al menos las paredes de su casa.
Y durante estos amores tan ardientes sucedió que,
estando la joven un día de verano sola junto al mar, yendo de
roca en roca desprendiendo de las piedras conchas marinas con un
cuchillito, se halló en un lugar oculto por los escollos
donde, tanto por la sombra como por la comodidad de una fuente de
agua fresquísima que allí había, se habían
detenido con su fragata algunos jóvenes sicilianos, que de
Nápoles venían. Los cuales, habiendo visto a la
hermosísima joven que todavía no los veía, y
viéndola sola, decidieron entre sí cogerla y
llevársela; y a la decisión siguió el acto.
Ellos, por mucho que ella gritara, cogiéndola, la subieron a
la barca y se fueron; y llegados a Calabria empezaron a discutir de
quién debía ser la joven y, en resumen, todos la
querían, por lo que no hallando acuerdo entre ellos, temiendo
llegar a las manos y por ella arruinar sus asuntos, llegaron al
acuerdo de regalarla al rey Federico de Sicilia, que entonces era
joven y con cosas semejantes se entretenía; y llegados a
Palermo lo hicieron así .
El rey, viéndola hermosa, le gustó;
pero porque se sentía flojo de salud, hasta que se sintiese
más fuerte, mandó que fuese tenida en ciertos edificios
bellísimos de un jardín suyo al que llamaba La Cuba(169)
y allíservida; y así se hizo. El alboroto por el rapto
de la joven fue grande en Ischia, y lo que más les dolía
es que no podían saber quiénes habían sido los
que la habían raptado. Pero Gianni, a quien más que a
los demás importaba, no esperando poder averiguarlo en Ischia,
sabiendo de qué lado se había ido la fragata, haciendo
armar una, subió a ella y lo más pronto que pudo,
recorrida toda la costa desde el Minerva hasta el Scalea en
Calabria(170)
y por todas partes preguntando por la joven, le dijeron en Scalea que
había sido llevada por los marinos sicilianos a Palermo; con
lo que Gianni, lo antes que pudo se hizo llevar allí, y luego
de mucho buscar, encontrando que la joven había sido regalada
al rey y por él estaba vigilada en La Cuba, se enfureció
mucho y perdió la esperanza, no ya de poder nunca volver a
tenerla sino de verla tan sólo.
Pero, retenido por el amor, despidiendo la fragata,
viendo que por nadie era conocido, allíse quedó, y
frecuentemente pasando por La Cuba llegó a verla un día
a una ventana, y ella lo vio a él; con lo que los dos bastante
contento tuvieron. Y viendo Gianni que el lugar era solitario,
acercándose como pudo, le habló e, informado por ella
de lo que tenía que hacer si quería hablarle más
de cerca, se fue, habiendo primero considerado en todos sus detalles
la disposición del lugar, y esperando la noche, y dejando
pasar buena parte de ella, allá se volvió , y
agarrándose a sitios donde no habrían podido hincarse
picos en el jardín entró, y encontrando en él
una pértiga, a la ventana que le había enseñado
la joven la apoyó, y por ella con bastante facilidad subió.
La joven, pareciéndole que ya había
perdido el honor por cuya protección algo arisca había
sido con él en el pasado, pensando que a ninguna otra persona
más dignamente que a él podía entregarse y
pensando en poder inducirlo a sacarla de allí, había
decidido complacerle en todos sus deseos, y por ello había
dejado la ventana abierta, para que él rápidamente
pudiese entrar dentro. Encontrándola, pues, Gianni abierta,
silenciosamente entró y se acostójunto a la joven que
no dormía. La cual, antes de pasar a otra cosa, le manifestó
toda su intención, rogándole sumamente que la sacase de
allíy la llevase con él; y Gianni le dijo que nada le
agradaría tanto como aquello y que, sin falta, cuando se
separase de ella, de tal manera ordenaría las cosas que la
primera vez que volviese allíse la llevaría. Y después
de esto, abrazándose con grandísimo placer, gozaron de
aquel deleite más allá del cual ninguno mayor puede
conceder Amor; y luego de que lo hubieron reiterado muchas veces, sin
darse cuenta se quedaron dormidos uno en los brazos del otro.
El rey, a quien ella había gustado mucho a
primera vista, acordándose de ella, sintiéndose bien de
salud, aunque estaba ya cercano el día, deliberóir a
estar un rato con ella; y con algunos de sus servidores,
calladamente, se fue a La Cuba, y entrando en los edificios, haciendo
abrir sin ruido la alcoba donde sabía que dormía la
joven, en ella con un gran candelabro encendido por delante entró;
y mirando la cama, a ella y a Gianni, desnudos y abrazados, vio que
estaban durmiendo. De lo que de súbito se enojó
ferozmente y montó en tan grande ira, sin decir palabra, que
poco faltópara que allí, con un puñal que
llevaba al cinto, los matase; luego, juzgando cosa vilísima
que cualquier hombre, y no ya un rey, matase a dos personas desnudas
que dormían, se detuvo, y pensóhacerlos morir en
público y quemados.
Y volviéndose al solo compañero que tenía
consigo, dijo:
¿qué te parece esta mala mujer en
quien había puesto mi esperanza?
Y luego le preguntósi conocía al joven
que tanta audacia había tenido que había venido a su
casa a causarle tan gran ultraje y disgusto. Aquel a quien preguntado
había contestó que no se acordaba de haberlo visto
nunca. Se fue el rey, pues, airado, de la alcoba y mandó que
los dos amantes, desnudos como estaban, fuesen apresados y atados, y
al hacerse día claro los llevasen a Palermo y en la plaza,
atados a un poste con la espalda de uno vuelta contra la del otro y
hasta la hora de tercia fueran tenidos, para que pudiesen ser vistos
por todos y luego fuesen quemados como lo habían merecido; y
dicho esto se volvió a Palermo a su cámara muy sañudo.
Partido el rey, súbitamente muchos se arrojaron
sobre los dos amantes y no solamente los despertaron sino que
prestamente sin ninguna piedad los cogieron y los ataron; lo que
viendo los dos jóvenes, si se dolieron y temieron por sus
vidas y lloraron y se quejaron, puede estar bastante claro. Fueron,
según el mandato del rey, llevados a Palermo y atados a un
palo en la plaza, y delante de sus ojos se preparó la leña
y el fuego para prenderla a la hora mandada por el rey. Allí
rápidamente todos los palermitanos, hombres y mujeres,
corrieron a ver a los dos amantes; los hombres todos venían a
mirar a la joven, y lo hermosa que era por todas partes y lo bien
hecha alababan, como las mujeres, que a mirar al joven corrían,
a él por otra parte elogiaban por ser hermoso y sumamente bien
formado. Pero los desventurados amantes, avergonzándose mucho
ambos, estaban con la cabeza baja y llorando su infortunio, de hora
en hora, esperando la cruel muerte por el fuego.
Y mientras así hasta la hora fijada eran tenidos,
pregonándose por todas partes la falta cometida por ellos y
llegando a los oídos de Ruggier de Loria, hombre de
inestimable valor y entonces almirante del rey, para verlos se fue
hacia el lugar donde estaban atados y llegado allí, primero
miró a la joven y la alabóde su hermosura, y después
viniendo a mirar al joven, sin demasiado trabajo lo reconoció;
y acercándose más a él, le preguntósi
era Gianni de Prócida.
Gianni, alzando el rostro y reconociendo al almirante,
repuso:
Señor mío, bien fui aquel por quien
preguntáis, pero estoy a punto de dejar de serlo.
Le preguntó entonces el almirante que qué
le había llevado a aquello; al cual Gianni repuso:
Amor y la ira del rey.
Hízose el almirante explicar más la
historia, y habiendo oído todo cómo había
sucedido, y queriendo irse, lo llamóGianni y le dijo:
¡Ah, señor mío! Si puede ser,
alcanzadme una gracia de quien así me hace estar.
Ruggeri le pregunto que cuál.
Gianni le dijo:
Veo que debo, y muy pronto, morir; quiero, pues,
de gracia, que, como estoy con esta joven, a quien más que a
mi vida he amado, y ella a mí, dándole la espalda, y
ella a mí, que nos pongan dándonos la cara, para que al
verla la cara mientras me estémuriendo pueda irme consolado.
Ruggier, sonriendo, dijo:
Harécon gusto que la veas todavía
tanto que te hartes de ella.
Y separándose de él, mandó a
aquellos a quienes había sido ordenado poner aquello en
ejecución que sin otro mandato del rey no debían hacer
más de lo que habían hecho; y sin demora se fue al rey,
al cual, aunque le viese airado, no dejó de decirle lo que
pensaba, y le dijo:
Rey, ¿en qué te han ofendido los dos
jóvenes que allí arriba, en la plaza, has mandado que
sean quemados?
El rey se lo dijo.
ContinuóRuggier:
La falta que han cometido lo merece, pero no de
ti; y como las faltas merecen castigo, así los beneficios
merecen recompensa, además de la gracia y la misericordia.
¿Sabes quiénes son esos a quienes quieres que quemen?
El rey repuso que no.
Dijo entonces Ruggier:
Y yo quiero que lo sepas para que veas cuán
discretamente te abandonas a los impulsos de la ira. El joven es hijo
de Landolfo de Prócida, hermano carnal de micer Gian de
Prócida por obra de quien eres rey y señor de esta
isla; la joven es hija de Marín Bólgaro, cuyo poder
hace hoy que tu señorío no sea arrojado de Sicilia.
Son, además de esto, jóvenes que largamente se han
amado y empujados por el amor y no por el deseo de desafiar tu
señoría, este pecado, si se puede llamar pecado al que
por amor hacen los jóvenes, han cometido. Por lo que ¿cómo
quieres hacerlos morir cuando con grandísimos placeres y
presentes deberías honrarlos?
El rey, oyendo esto y cerciorándose de que
Ruggier decía verdad, no solamente no procedió a hacer
lo peor contra ellos sino que se arrepintióde lo que había
hecho, por lo que incontinenti mandó que los dos jóvenes
fuesen desatados de la estaca y llevados ante él; y así
se hizo.
Y habiendo conocido enteramente su condición
pensó que con honores y con dones tenía que compensar
la injuria; y haciéndolos vestir honorablemente, viendo que
era de mutuo consentimiento, a Gianni hizo casarse con la jovencita,
y haciéndoles magníficos presentes, contentos los mandó
a su casa, donde, recibidos con grandísima fiesta, largamente
en placer y en gozo vivieron juntos.
NOVELA SÉPTIMA
Teodoro, enamorado de Violante, hija de micer
Amffigo su señor, la deja preñada y es condenado a la
horca, siendo llevado a la cual, mientras le iban azotando,
reconocido por su padre y puesto en libertad, toma por mujer a
Violante.
Las señoras, que temerosas estaban pendientes de
oír si los dos amantes eran quemados, oyendo que se habían
salvado, se alegraron dando gracias a Dios; y la reina, oído
el final, a Laureta dio el encargo de la siguiente: la cual
alegremente comenzó a decir:
Hermosísimas damas, en tiempos en
que el buen rey Guiglielmo gobernaba Sicilia(171)
había en la isla un gentilhombre llamado micer Amérigo
Abate de Trápani(172)
el cual, entre los demás bienes temporales, estaba bien
provisto de hijos; por lo que, teniendo necesidad de servidores y
viniendo galeras de los corsarios genoveses de Levante(173)
que pirateando y costeando Armenia a muchos muchachos habían
apresado, de ellos, creyéndolos turcos, compró algunos,
entre los cuales, aunque todos los demás pareciesen pastores,
había uno que de gentil y mejor aspecto que ningún otro
parecía, y era llamado Teodoro. El cual, creciendo, aunque
fuese tratado a guisa de siervo, en la casa mucho con los hijos de
micer Amérigo se crió; y tirando más su
naturaleza que los accidentes, comenzó a ser cortés y
de buenos modales, hasta tal punto que tanto gustaba a micer Amérigo
que lo hizo libre; y creyendo que fuese turco, lo hizo bautizar y
llamar Pietro, y lo hizo de sus asuntos administrador, confiando
mucho en él.
Como los otros hijos de micer Amérigo, igual
creció una hija suya llamada Violante, hermosa y delicada
joven, la cual, pasando el tiempo el padre sin casarla, se enamoró
por acaso de Pietro, y amándolo y teniendo en gran estima sus
maneras y sus obras, sentía vergüenza, sin embargo, en
descubrírselo. Pero Amor le quitó este trabajo porque,
habiéndola Pietro mirado muchas veces cautelosamente, tanto se
había enamorado de ella que no sentía ningún
bien sino cuando la veía; pero mucho temía que de esto
alguien se percatase, pareciéndole que no hacía bien
con ello; de lo que la joven, que de buena gana lo miraba, se
apercibió, y para darle más seguridad, contentísima
(como estaba) se le mostraba.
Y en esto pasaron bastante, no atreviéndose a
decir el uno al otro cosa alguna, aunque mucho los dos lo deseaban.
Pero mientras ellos por igual ardían en las amorosas llamas
encendidos, la fortuna, como si hubiese decidido que quería
que aquello sucediese, encontró el modo de arrojar de ellos el
temeroso miedo que los retenía. Tenía micer Amérigo,
aproximadamente a una milla de Trápani, un lugar suyo muy
hermoso al que su mujer con la hija y con otras mujeres y señoras
acostumbraba a ir frecuentemente para distraerse; donde, habiendo ido
un día que hacía mucho calor, y habiendo llevado
consigo a Pietro y quedándose allí, sucedió
(como a veces vemos suceder en el verano) que súbitamente se
cubrió el cielo con oscuras nubes, por la cual cosa, la señora
con su compañía, para que el mal tiempo no las cogiese
aquí, se pusieron en camino para volver a Trápani; y
andaban lo más deprisa que podían.
Pero Pietro, que era joven y del mismo modo la muchacha,
se adelantaban bastante al andar de su madre y de las otras
compañeras, tal vez no menos empujados por el amor que por el
miedo al tiempo; y habiendo ya avanzado tanto, con relación a
la señora y a las otras, que apenas se veían, sucedió
que luego de muchos truenos súbitamente un granizo gruesísimo
y espeso comenzó a caer, del que la señora y su
compañía escaparon en casa de un labrador. Pietro y la
joven, no teniendo más rápido refugio, entraron en una
iglesia antigua y casi en ruinas en la que no había nadie, y
en ella, bajo un poco de techo que todavía quedaba, se
refugiaron ambos; y les obligó la necesidad del escaso amparo
a arrimarse el uno al otro. El cual tocamiento fue ocasión de
tranquilizar un poco los ánimos y abrir los amorosos deseos.
Y primero comenzóPietro a decir:
¡Quisiera Dios que nunca, debiendo yo estar
como estoy, cesase este granizo!
Y la joven dijo:
¡Mucho me gustaría!
Y de estas palabras vinieron a cogerse las manos y a
apretujarse, y de esto a abrazarse y luego a besarse, mientras
granizaba; y (para no tener yo que contar todos los particulares) el
tiempo no se arregló antes de que ellos, los últimos
deleites de amor ya conocidos, para poder secretamente el uno gozar
del otro hubiesen hecho acuerdos.
El mal tiempo cesó, y al entrar en la ciudad, que
estaba cerca, esperando a la señora, con ella a casa
volvieron. allí algunas veces, con muy discreto orden y
secreto, con gran felicidad juntos se reunieron; y fue la cosa de
manera que la joven quedó embarazada, lo que mucho desagradó
al uno y al otro, por lo que ella muchas artes usópara poder
contra el curso de la naturaleza desembarazarse, pero nunca pudo
lograrlo.
Por la cual cosa, Pietro, por su vida temiendo, decidido
a huir, se lo dijo; la cual, oyéndolo dijo:
Si te vas, me matarésin falta.
A lo que Pietro, que mucho la amaba, dijo:
¿Cómo quieres, señora mía,
que me quede aquí? Tu gravidez descubrirá nuestra
culpa, a ti te será perdonada fácilmente, pero yo,
mísero, seréquien de tu culpa y la mía tendrá
que sufrir la pena.
A quien la joven dijo:
Pietro, mi pecado bien se sabrá, pero está
seguro de que el tuyo, si no lo dices, no se sabrá nunca.
Pietro entonces dijo:
Puesto que me lo prometes así , me quedaré;
pero piensa en cumplirlo.
La joven, que lo más que había podido su
preñez había tenido escondida, viendo por el aumento de
su cuerpo que más no podía esconderse, con grandísimo
llanto un día lo manifestó a su madre, rogándole
que la salvase. La señora, desmesuradamente afligida, le dijo
grandes injurias y quiso saber cómo había sido la cosa.
La joven, para que a Pietro no se le hiciera daño, compuso una
fábula, envolviendo la verdad en otras formas. La señora
la creyó, y para ocultar la falta de la hija, a una posesión
suya la mandó. Allí, llegado el tiempo del parto,
gritando la joven como las mujeres hacen, no pensando la madre que
aquímicer Amérigo, que casi nunca acostumbraba a
hacerlo, fuese a venir, sucedió que, volviendo él de
cazar y pasando junto a la alcoba donde su hija gritaba,
maravillándose, súbitamente entródentro y
preguntóqué era aquello.
La señora, viendo llegar al marido, levantándose
afligida, lo que le había sucedido a su hija le contó,
pero él, menos dispuesto a creerla que lo había estado
la señora, dijo que no podía ser verdad que no supiera
de quién estaba grávida, y por ello firmemente lo
quería saber, y diciéndolo ella podría recobrar
su perdón; si no, que pensase en morir sin ninguna piedad. La
señora se ingenió en cuanto podía en contentar
al marido con lo que ella le había dicho, pero no servía
de nada; él, fuera de sí de furor, con la espada
desnuda en la mano, corrió a su hija, la cual, mientras su
madre entretenía al padre con palabras, había parido un
hijo varón, y dijo:
O manifiestas de quién se engendró
este parto o morirás sin dilación.
La joven, temiendo la muerte, rota la promesa hecha a
Pietro, lo que entre ella y él había pasado le
manifestó, lo que oyendo el caballero y ferozmente enfurecido,
apenas se contuvo de matarla, pero luego de que aquello que le
dictaba la ira hubo dicho, volviendo a montar a caballo, se vino a
Trápani y a un micer Currado que en nombre del rey era capitán
allí, la ofensa que le había hecho Pietro contándole,
súbitamente, no sospechando él nada, le hizo prender; y
dándole tormento, todo lo hecho confesó.
Y siendo después de algunos días condenado
por el capitán a que por la ciudad fuese azotado y luego
ahorcado, para que una misma hora se llevase de la tierra a los dos
amantes y a su hijo, micer Amérigo, a quien con haber
conducido a Pietro a la muerte no se le había calmado la ira,
vertióveneno en un vaso con vino, y lo dio a un sirviente
suyo y un cuchillo desnudo con ello, y dijo:
Ve con estas dos cosas a Violante y dile de mi
parte que prontamente tome la que quiera de estas dos muertes, o el
veneno o el hierro, y que lo haga sin demora; si no, que yo, a la
vista de todos los ciudadanos que hay aquí, la haré
quemar como lo ha merecido; y hecho esto, cogerás al hijo
parido por ella hace pocos días y, golpeándole en la
cabeza contra la pared arrójalo de comida a los perros.
Dada por el fiero padre esta cruel
sentencia contra su hija y su nieto, el servidor, más al mal
que al bien dispuesto, se fue. Pietro, condenado, siendo por los
guardias llevado a la horca dándole azotes, pasó, como
quisieron los que guiaban la brigada, por delante de un albergue
donde había tres hombres nobles de Armenia, los cuales por el
rey de Armenia eran enviados a Roma como embajadores a tratar con el
Papa de grandísimas cosas para una expedición que se
debía hacer(174)
allídescendidos para refrescarse y descansar algún
día, y que habían sido muy honrados por los hombres
nobles de Trápani y especialmente por micer Amérigo.
Éstos, sintiendo pasar a los que llevaban a Pietro, vinieron a
una ventana a mirar. Iba Pietro de la cintura para arriba todo
desnudo y con las manos atadas atrás, y mirándole uno
de los tres embajadores, que era hombre viejo y de gran autoridad
llamado Fineo, le vio en el pecho una gran mancha bermeja, no teñida,
sino naturalmente fijada en la piel, a modo de esas que las mujeres
de aquíllaman «rosas»; vista la cual, súbitamente
le vino a la memoria un hijo suyo el cual ya habían pasado
quince años desde que por los corsarios le había sido
arrebatado en la costa de Layazo, y nunca había podido tener
noticias de él.
Y considerando la edad del infeliz que era azotado,
pensó que, si estuviese vivo su hijo, debía ser de la
edad que aqué l parecía, y pensó que si fuese
aqué l debía todavía recordar su nombre y el de
su padre y acordarse de la lengua armenia; por lo que, cuando estuvo
cerca, llamó:
¡Teodoro!
La cual voz oyendo Pietro, rápidamente levantó
la cabeza; y Fineo, hablando en armenio, le dijo:
¿De dónde fuiste y cuyo hijo?
Los soldados que le llevaban, por respeto al valeroso
hombre, se detuvieron, de manera que Pietro respondió :
Fui de Armenia, hijo de un hombre que tuvo el
nombre de Fineo, traído aquíde pequeño por no
sé qué gente.
Lo que oyendo Fineo, certísimamente conoció
que él era el hijo que había perdido; por lo que,
llorando, con sus compañeros bajó y entre todos los
soldados corrió a abrazarlo, y echándole encima un
manto de riquísimo paño que llevaba, rogó a
aquel que le llevaba al suplicio que le pluguiese esperar allí
hasta que de volverlo a donde estaba le viniera la orden. Aqué l
repuso que la esperaría de buen grado.
Había ya Fineo sabido la razón por la que
era conducido a la muerte, por lo que rápidamente con sus
compañeros y con sus criados se fue a micer Currado y le dijo
así :
Micer, aquel a quien mandáis a morir como a
siervo es hombre libre e hijo mío, y está presto a
tomar por mujer a aquella a quien se dice que le ha quitado su
virginidad; plázcaos por ello aplazar la ejecución
hasta que pueda saberse si ella lo quiere por marido, para que contra
la ley si ella lo quiere no os encontréis que habéis
obrado.
Micer Currado, oyendo que aqué l era hijo de Fineo
se maravilló, y avergonzándose un tanto de la culpa de
la fortuna, confesando que era verdad lo que decía Fineo
prestamente lo hizo volver a casa y mandó a por micer Amérigo
y le dijo aquellas cosas.
Micer Amérigo, que ya creía que la hija y
el nieto estaban muertos, se dolió más que ningún
hombre en el mundo por lo que había hecho, viendo que si no
estuviese muerta se podían muy bien arreglar todas las cosas;
pero no dejóde mandar corriendo allí adonde su hija
estaba para que si no se había cumplido su orden no se
cumpliese. El que fue encontró al criado mandado por micer
Amérigo que, habiéndole puesto delante el veneno y el
cuchillo, porque ella tan pronto no se decidía, la insultaba y
quería obligarla a coger uno, pero oído el mandato de
su señor, dejándola, se volvió a él y le
dijo cómo estaba el asunto. De lo que, contento micer Amérigo,
yendo allídonde estaba Fineo, llorando, como mejor supo se
excusóde lo que había sucedido y le pidió
perdón, afirmando que él, si Teodoro quería a su
hija por mujer, estaría muy contento en dársela.
Fineo recibióde buena gana las excusas, y
repuso:
Entiendo que mi hijo tome a vuestra hija; y si no
quisiera, que se cumpla la sentencia dada contra él.
Estando, pues, Fineo y micer Amérigo de acuerdo,
allídonde Teodoro estaba, todavía todo temeroso de la
muerte y alegre por haber encontrado a su padre, le preguntaron su
voluntad sobre esta cosa. Teodoro, oyendo que Violante, si quisiese,
sería su mujer, tanta fue su alegría que del infierno
le pareciósaltar al paraíso; y dijo que esto sería
una grandísima gracia si a ellos les placía. Se mandó,
pues, a la joven a preguntarle su parecer, la cual, oyendo lo que de
Teodoro había sucedido y estaba por suceder, cuando más
doliente que mujer alguna la muerte esperaba, prestando alguna fe
después de mucho a las palabras, un poco se alegró y
repuso que si ella su deseo siguiese en aquello, nada más
feliz podía sucederle que ser la mujer de Teodoro, pero que
siempre haría lo que su padre le mandase.
así , pues, en concordia, haciendo casarse a la
joven, se hizo una fiesta grandísima con sumo placer de todos
los ciudadanos. La joven, consolándose y haciendo nutrir a su
pequeño hijo, luego de no mucho tiempo volvió a ser más
hermosa que antes; y levantándose del parto, y ante Fineo
(cuya vuelta de Roma se esperó) viniendo, le hizo la
reverencia que a un padre; y él, muy contento de tan hermosa
nuera, con grandísima fiesta y alegría hechas celebrar
sus bodas, como a hija la recibió y tuvo luego siempre; y
después de algunos días, a su hijo y a ella y a su
nietecito, subiendo a una galera, con él se los llevó a
Layazo, donde con reposo y con placer los dos amantes cuanto la vida
les duróvivieron.
NOVELA OCTAVA
Nastagio
de los Onesti, amando a una de los Traversari, gasta sus riquezas sin
ser amado, se va, importunado por los suyos, a Chiassi, allí
ve a un caballero perseguir a una joven y matarla, y ser devorada por
dos perros, invita a sus parientes y a la mujer amada a almorzar
donde está él, la cual ve despedazar a esta misma
joven, y temiendo un caso semejante, toma por marido a Nastagio(175)
Al callarse Laureta, así (por orden de la reina)
comenzóFilomena:
Amables señoras, tal como nuestra piedad se
alaba, así es castigada también nuestra crueldad por la
justicia divina; para demostraros lo cual y daros materia de
desecharla para siempre de vosotras, me place contaros una historia
no menos lamentable que deleitosa.
En Rávena, antiquísima ciudad
de Romaña, ha habido muchos nobles y ricos hombres, entre los
cuales un joven llamado Nastagio de los Onesti(176)
que por la muerte de su padre y de un tío suyo quedó
riquísimo sin medida, el cual, así como ocurre a los
jóvenes, estando sin mujer, se enamoróde una hija de
micer Paolo Traversaro, joven mucho más noble de lo que él
era, cobrando esperanza de poder inducirla a amarlo con sus obras.
Las cuales, aunque grandísimas, buenas y loables fuesen, no
solamente de nada le servían sino que parecía que le
perjudicaban, tan cruel y arisca se mostraba la jovencita amada, tan
altiva y desdeñosa (tal vez a causa de su singular hermosura o
de su nobleza) que ni él ni nada que él hiciera le
agradaba; la cual cosa le era tan penosa de soportar a Nastagio, que
muchas veces por dolor, después de haberse lamentado, le vino
el deseo de matarse; pero refrenándose, sin embargo, se
propuso muchas veces dejarla por completo o, si pudiera, odiarla como
ella le odiaba a él. Pero en vano tal decisión tomaba
porque parecía que cuanto más le faltaba la esperanza
tanto más se multiplicaba su amor.
Perseverando, pues, el joven en amar y en gastar
desmesuradamente, pareció a algunos de sus amigos y parientes
que él mismo y sus haberes por igual iban a consumirse; por la
cual cosa muchas veces le rogaron y aconsejaron que se fuera de
Rávena y a algún otro sitio durante algún tiempo
se fuese a vivir, porque, haciéndolo así , haría
disminuir el amor y los gastos. De este consejo muchas veces se burló
Nastagio; mas, sin embargo, siendo requerido por ellos, no pudiendo
decir tanto que no, dijo que lo haría, y haciendo hacer
grandes preparativos, como si a Francia o a España o a algún
otro lugar lejano ir quisiese, montado a caballo y acompañado
por algunos de sus amigos, de Rávena salió y se fue a
un lugar a unas tres millas de Rávena, que se llamaba Chiassi;
y haciendo venir allípabellones y tiendas, dijo a quienes le
habían acompañado que quería quedarse allí
y que ellos a Rávena se volvieran.
Quedándose aquí, pues, Nastagio, comenzó
a darse la mejor vida y más magnífica que nunca nadie
se dio, ahora a éstos y ahora a aqué llos invitando a
cenar y a almorzar, como acostumbraba. Ahora, sucedió que un
viernes, casi a la entrada de mayo, haciendo un tiempo buenísimo,
y empezando él a pensar en su cruel señora, mandando a
todos sus criados que solo le dejasen, para poder pensar más a
su gusto, echando un pie delante de otro, pensando se quedó
abstraído.
Y habiendo pasado ya casi la hora quinta del día,
y habiéndose adentrado ya una medía milla por el pinar,
no acordándose de comer ni de ninguna otra cosa, súbitamente
le parecióoír un grandísimo llanto y ayes
altísimos dados por una mujer, por lo que, rotos sus dulces
pensamientos, levantó la cabeza por ver qué fuese, y se
maravillóviéndose en el pinar; y además de
ello, mirando hacia adelante vio venir por un bosquecillo bastante
tupido de arbustillos y de zarzas, corriendo hacia el lugar donde
estaba, una hermosísima joven desnuda, desmelenada y toda
arañada por las ramas y las zarzas, llorando y pidiendo piedad
a gritos; y además de esto, vio a sus flancos dos grandes y
feroces mastines, los cuales, corriendo tras ella rabiosamente,
muchas veces cruelmente donde la alcanzaban la mordían; y
detrás de ella vio venir sobre un corcel negro a un caballero
moreno, de rostro muy sañudo, con un estoque en la mano,
amenazándola de muerte con palabras espantosas e injuriosas.
Esto a un tiempo maravilla y espanto despertó en
su ánimo y, por último, piedad por la desventurada
mujer, de lo que naciódeseo de librarla de tal angustia y
muerte, si pudiera. Pero encontrándose sin armas, recurrió
a coger una rama de un árbol en lugar de bastón y
comenzó a salir al encuentro a los perros y contra el
caballero.
Pero el caballero que esto vio, le gritódesde
lejos:
Nastagio, no te molestes, deja hacer a los perros
y a mílo que esta mala mujer ha merecido.
Y diciendo así , los perros, cogiendo fuertemente
a la joven por los flancos, la detuvieron, y alcanzándolos el
caballero se bajódel caballo; acercándose al cual
Nastagio, dijo:
No sé quién eres tú que así
me conoces, pero sólo te digo que gran vileza es para un
caballero armado querer matar a una mujer desnuda y haberle echado
los perros detrás como si fuese una bestia salvaje;
ciertamente la defenderécuanto pueda.
El caballero entonces dijo:
Nastagio, yo fui de la ciudad que tú , y
eras todavía un muchacho pequeño cuando yo, que fui
llamado micer Guido de los Anastagi, estaba mucho más
enamorado de ésta que lo estás tú ahora de la de
los Traversari; y por su fiereza y crueldad de tal manera anduvo mi
desgracia que un día, con este estoque que me ves en la mano,
desesperado me maté, y estoy condenado a las penas eternas. Y
no había pasado mucho tiempo cuando ésta, que con mi
muerte se había alegrado desmesuradamente, murió, y por
el pecado de su crueldad y la alegría que sintió con
mis tormentos no arrepintiéndose, como quien no creía
con ello haber pecado sino hecho méritos, del mismo modo fue
(y está) condenada a las penas del infierno; en el cual, al
bajar ella, tal fue el castigo dado a ella y a mí: que ella
huyera delante, y a mí, que la amétanto, seguirla como
a mortal enemiga, no como a mujer amada, y cuantas veces la alcanzo,
tantas con este estoque con el que me matéla mato a ella y le
abro la espalda, y aquel corazón duro y frío en donde
nunca el amor ni la piedad pudieron entrar, junto con las demás
entrañas (como verás incontinenti) le arranco del
cuerpo y se las doy a comer a estos perros. Y no pasa mucho tiempo
hasta que ella, como la justicia y el poder de Dios ordena, como si
no hubiera estado muerta, resurge y de nuevo empieza la dolorosa
fuga, y los perros y yo a seguirla, y sucede que todos los viernes
hacia esta hora la alcanzo aquí, y aquí hago el
destrozo que verás; y los otros días no creas que
reposamos sino que la alcanzo en otros lugares donde ella cruelmente
contra mípensó y obró; y habiéndome de
amante convertido en su enemigo, como ves, tengo que seguirla de esta
guisa cuantos meses fue ella cruel enemigo. así pues, déjame
poner en ejecución la justicia divina, y no quieras oponerte a
lo que no podrías vencer.
Nastagio, oyendo estas palabras, muy temeroso y no
teniendo un pelo encima que no se le hubiese erizado, echándose
atrás y mirando a la mísera joven, se puso a esperar
lleno de pavor lo que iba a hacer el caballero, el cual, terminada su
explicación, como un perro rabioso, con el estoque en mano se
le echó encima a la joven que, arrodillada, y sujetada
fuertemente por los dos mastines, le pedía piedad; y con todas
sus fuerzas le dio en medio del pecho y la atravesóhasta la
otra parte.
Cuando la joven hubo recibido este golpe cayó
boca abajo, siempre llorando y gritando; y el caballero, echando mano
al cuchillo, le abriólos costados y sacándole fuera el
corazón, y todas las demás cosas de alrededor, a los
dos mastines las arrojó; los cuales, hambrientísimos,
incontinenti las comieron; y no pasómucho hasta que la joven,
como si ninguna de estas cosas hubiesen pasado, súbitamente se
levantó y empezó a huir hacia el mar, y los perros
siempre tras ella hiriéndola, y el caballero volviendo a
montar a caballo y cogiendo de nuevo su estoque, comenzó a
seguirla, y en poco tiempo se alejaron, de manera que ya Nastagio no
podía verlos. El cual, habiendo visto estas cosas, largo rato
estuvo entre piadoso y temeroso, y luego de un tanto le vino a la
cabeza que esta cosa podía muy bien ayudarle, puesto que todos
los viernes sucedía; por lo que, señalado el lugar, se
volvió con sus criados y luego, cuando le pareció,
mandando a por muchos de sus parientes y amigos, les dijo:
Muchas veces me habéis animado a que deje
de amar a esta enemiga mía y ponga fin a mis gastos: y estoy
presto a hacerlo si me conseguís una gracia, la cual es ésta:
que el viernes que viene hagáis que micer Paolo Traversari y
su mujer y su hija y todas las damas parientes suyas, y otras que os
parezca, vengan aquía almorzar conmigo. Lo que quiero con
esto lo veréis entonces.
A ellos les pareció una cosa bastante fácil
de hacer y se lo prometieron; y vueltos a Rávena, cuando fue
oportuno invitaron a quienes Nastagio quería, y aunque fue
difícil poder llevar a la joven amada por Nastagio, sin
embargo allífue junto con las otras. Nastagio hizo preparar
magníficamente de comer, e hizo poner la mesa bajo los pinos
en el pinar que rodeaba aquel lugar donde había visto el
destrozo de la mujer cruel; y haciendo sentar a la mesa a los hombres
y a las mujeres, los dispuso de manera que la joven amada fue puesta
en el mismo lugar frente al cual debía suceder el caso.
Habiendo, pues, venido ya la última vianda, he
aquíque el alboroto desesperado de la perseguida joven empezó
a ser oído por todos, de lo que maravillándose mucho
todos y preguntando qué era aquello, y nadie sabiéndolo
decir, poniéndose todos en pie y mirando lo que pudiese ser,
vieron a la doliente joven y al caballero y a los perros, y poco
después todos ellos estuvieron aquíentre ellos. Se
hizo un gran alboroto contra los perros y el caballero, y muchos a
ayudar a la joven se adelantaron; pero el caballero, hablándoles
como había hablado a Nastagio, no solamente los hizo
retroceder, sino que a todos espantó y llenóde
maravilla; y haciendo lo que la otra vez había hecho, cuantas
mujeres allí había (que bastantes habían sido
parientes de la doliente joven y del caballero, y que se acordaban
del amor y de la muerte de él), todas tan miserablemente
lloraban como si a ellas mismas aquello les hubieran querido hacer.
Y llegando el caso a su término, y habiéndose
ido la mujer y el caballero, hizo a los que aquello habían
visto entrar en muchos razonamientos; pero entre quienes más
espanto sintieron estuvo la joven amada por Nastagio; la cual,
habiendo visto y oído distintamente todas las cosas, y
sabiendo que a ella más que a ninguna otra persona que allí
estuviera tocaban tales cosas, pensando en la crueldad siempre por
ella usada contra Nastagio, ya le parecía ir huyendo delante
de él, airado, y llevar a los flancos los mastines. Y tanto
fue el miedo que de esto sintió que para que no le sucediese a
ella, no veía el momento (que aquella misma noche se le
presentó) para, habiéndose su odio cambiado en amor, a
una fiel camarera mandar secretamente a Nastagio, que de su parte le
rogó que le pluguiera ir a ella, porque estaba pronta a hacer
todo lo que a él le agradase. Nastagio hizo responderle que
aquello le era muy grato, pero que, si le placía, quería
su placer con honor suyo, y esto era tomándola como mujer.
La joven, que sabía que no dependía más
que de ella ser la mujer de Nastagio, le hizo decir que le placía;
por lo que, siendo ella misma mensajera, a su padre y a su madre dijo
que quería ser la mujer de Nastagio, con lo que ellos
estuvieron muy contentos; y el domingo siguiente, Nastagio se casó
con ella, y, celebradas las bodas, con ella mucho tiempo vivió
contento. Y no fue este susto ocasión solamente de este bien
sino que todas las mujeres ravenenses sintieron tanto miedo que
fueron siempre luego más dóciles a los placeres de los
hombres que antes lo habían sido.
NOVELA NOVENA
Federigo de los Alberighi ama y no es amado, y con
los gastos del cortejar se arruina; y le queda un solo halcón,
el cual, no teniendo otra cosa, da de comer a su señora que ha
venido a su casa; la cual, enterándose de ello, cambiando de
ánimo, lo toma por marido y le hace rico.
Había ya dejado de hablar Filomena cuando la
reina, habiendo visto que nadie sino Dioneo (debido a su privilegio)
quedaba por hablar, con alegre gesto, dijo:
A míme corresponde ahora hablar: y yo, carísimas
señoras, lo haréde buen grado con una historia en
parte semejante a la precedente, no solamente para que conozcáis
cuánto vuestros encantos pueden en los corazones corteses,
sino porque aprendáis a ser vosotras mismas, cuando debáis,
otorgadoras de vuestros galardones sin dejar que sea siempre la
fortuna quien los conceda, la cual, no discretamente como debe ser,
sino desconsideradamente la mayoría de las veces los confiere.
Debéis, pues, saber que Coppo de los
Borghese Domenichi(177)
que fue en nuestra ciudad, y tal vez es todavía, hombre de
grande y reverenciada autoridad entre los nuestros (y por las
costumbres y por la virtud mucho más que por la nobleza de
sangre clarísimo y digno de eterna fama), siendo ya de
avanzada edad, muchas veces sobre las cosas pasadas con sus vecinos y
con otros gustaba de hablar; lo cual él, mejor y con más
orden y con mayor memoria y adornado hablar que ningún otro
supo hacer, y acostumbraba a contar entre sus otras buenas cosas que
en Florencia hubo un joven llamado Federigo de micer Filippo
Alberighi(178)
en hechos de armas y en cortesía alabado sobre todos los demás
donceles de Toscana. El cual, como sucede a la mayoría de los
gentileshombres, de una cortés señora llamada doña
Giovanna se enamoró, en sus tiempos tenida como de las más
hermosas mujeres y de las más gallardas que hubiera en
Florencia; y para poder conseguir su amor, justaba, torneaba, daba
fiestas y regalos, y lo suyo sin ninguna contención gastaba:
pero ella, no menos honesta que hermosa, de ninguna de estas cosas
por ella hechas ni de quien las hacía se ocupaba.
Gastando, pues, Federigo mucho más de lo que
podía y no consiguiendo nada, como suele suceder las riquezas
le faltaron, y se quedópobre, sin otra cosa haberle quedado
que una tierra pequeña de las rentas de la cual estrechamente
vivía, y además de esto un halcón de los mejores
del mundo; por lo que, más enamorado que nunca y no
pareciéndole que podía seguir llevando una vida
ciudadana como deseaba, a Campi, donde estaba su pequeña
hacienda, se fue a vivir. Allí, cuando podía, cazando y
sin invitar a nadie, su pobreza sobrellevaba pacientemente. Ahora,
sucedió un día que, habiendo Federigo llegado a estos
extremos, el marido de doña Giovanna enfermó, y viendo
llegar la muerte hizo testamento; y siendo riquísimo dejó
heredero de ello a un hijo suyo ya grandecito, y después de
él, habiendo amado mucho a doña Giovanna, a ella, si
sucediese que el hijo muriera sin heredero legítimo, como
heredera constituyó, y murió.
Quedándose, pues, viuda doña Giovanna,
como es costumbre entre nuestras mujeres, en el verano con este hijo
suyo se iba al campo a una posesión asaz cercana a la de
Federigo; por lo que sucedió que aquel jovencito empezó
a hacer amistad con Federigo y a entretenerse con las aves de caza y
los perros; y habiendo visto muchas veces volar el halcón de
Federigo, gustándole extraordinariamente, mucho deseaba
tenerlo, pero no se atrevía a pedírselo viendo que él
lo quería tanto.
Y estando así la cosa, sucedió que el
muchachito se enfermó, de lo que la madre, muy doliente, como
quien no tenía más y le amaba lo más que podía,
estando todo el día junto a él, no dejaba de cuidarlo y
muchas veces le preguntaba si deseaba algo, rogándole que se
lo dijese, que tuviera la certeza que si fuese posible tenerlo lo
conseguiría donde estuviera.
El jovencito, oyendo muchas veces estos proferimientos,
dijo:
Madre mía, si hacéis que tenga el
halcón de Federigo creo que me curaré en seguida.
La señora, oyendo esto, se quedócallada
un rato y empezó a pensar qué podía hacer. Sabía
que Federigo largamente la había amado, y nunca de ella una
mirada había obtenido; por lo que se decía:
«¿Cómo enviaréo iré
yo a pedirle este halcón que es, por lo que oigo, el mejor que
nunca ha volado, y además es lo que lo mantiene en el mundo?
¿Y cómo voy a ser tan desconsiderada que a un
gentilhombre a quien ningún otro deleite ha quedado, quiera
quitárselo?»
Y preocupada con tal pensamiento, si bien estaba
segurísima de obtenerlo si se lo pedía, sin saber qué
decir, no le contestaba a su hijo sino que se callaba. Por último,
la venciótanto el amor de su hijo, que decidió para
contentarlo que, pasara lo que pasase, no mandaría a por él
sino que iría ella misma y se lo traería, y repuso:
Hijo mío, consuélate y piensa en
curarte de todas las maneras, que te prometo que lo primero que haré
mañana por la mañana será ir a buscarlo y te lo
traeré.
Con lo que, contento el niño, el mismo día
mostrócierta mejoría.
La señora, a la mañana siguiente, tomando
otra señora en su compañía, como de paseo se fue
a la pequeña casa de Federigo y preguntó por él.
Él, porque no era temporada de caza, estaba en el huerto y
preparaba algunas faenas allí, el cual, al oír que doña
Giovanna preguntaba por él a la puerta, maravillándose
mucho, corrió allímuy contento; y ella, al verlo
venir, con señorial amabilidad levantándose a
saludarle, habiéndola ya Federigo con reverencia saludado,
dijo:
¡Bien hallado seáis, Federigo! y
siguió. He venido a reparar los daños que has
sufrido por míamándome más de lo que hubiera
convenido; y la reparación es que quiero con esta compañía
mía almorzar contigo familiarmente hoy.
A quien Federigo, humildemente, repuso:
Señora, ningún daño me
acuerdo de haber recibido de vos, sino tanto bien que, si alguna vez
algún valor tuve, por vuestro valor y por el amor que os tuve
fue; y ciertamente esta vuestra liberal venida me es más
querida que me sería si otra vez me fuera dado gastar cuanto
ya he gastado, aunque a pobre huésped habéis venido.
Y dicho así , avergonzado la recibió en su
casa, y de ella la condujo a su jardín, y no teniendo allí
a quien hacer acompañarla, dijo:
Señoras, pues que nadie más hay,
esta buena mujer, esposa de este labrador, os tendrá compañía
mientras que yo voy a hacer poner la mesa.
Él, por muy extrema que fuese su pobreza, no se
había percatado todavía de cuánto necesitaba las
riquezas que había gastado desordenadamente; pero esta mañana,
no encontrando nada con que poder honrar a la señora por amor
de quien ya había honrado a infinitos hombres, se lo hizo ver.
Y sobremanera angustiado, maldiciendo su fortuna, como
un hombre fuera de sí , ora yendo aquí y ora allí,
ni dineros ni nada para empeñar encontrando, siendo tarde la
hora y el deseo grande de honrar con algo a la noble señora, y
no queriendo, no ya a otro, sino ni a su mismo labrador, pedir nada,
vio delante su buen halcón, que estaba en la salita en su
percha; por lo que, no teniendo otra cosa a qué recurrir, lo
cogió y encontrándolo gordo pensó que sería
digna comida de tal señora.
Y sin pensarlo más, quitándole el collar,
a una criadita lo hizo prestamente, pelado y condimentado, poner en
un asador y asar cuidadosamente; y poniendo la mesa con manteles
blanquísimos, de los que aún tenía algunos, con
alegre gesto volvió a la señora a su jardín, y
el almuerzo que podía él, dijo que estaba preparado.
Con lo que la señora, levantándose con su compañera,
fueron a la mesa, y sin saber qué se estaban comiendo, junto
con Federigo, que con suma devoción las servía, se
comieron al buen halcón.
Y levantándose de la mesa, y un tanto con amables
conversaciones quedándose con él un rato, pareciéndole
a la señora momento de decir aquello por lo que ido había,
así benignamente comenzó a hablar a Federigo:
Federigo, acordándote tú de tu
pasada vida y de mi honestidad, que tal vez hayas reputado dureza y
crueldad, no dudo que debes maravillarte de mi atrevimiento al oír
aquello por lo que principalmente aquíhe venido; pero si
tuvieses hijos o los hubieras tenido, por quienes pudieras conocer de
qué gran fuerza es el amor que se les tiene, me parecería
estar segura de que en parte me tendrías por excusada. Pero
aunque no los tienes, yo que tengo uno, no puedo dejar de seguir las
leyes comunes de las demás madres; las cuales forzoso me es
seguir y contra mi voluntad, y fuera de toda conveniencia y deber,
pedirte un regalo que sé que te es sumamente querido: y es
justo porque ningún otro deleite, ningún otro
entretenimiento, ningún consuelo te ha dejado tu rigurosa
fortuna; y estéregalo es tu halcón, del que mi niño
se ha encaprichado tan fuertemente qué si no se lo llevo temo
que se agrave tanto en la enfermedad que tiene que se siga de ello
alguna cosa por la que lo pierda. Y por ello te ruego no por el amor
que me tienes, por el cual ninguna obligación tienes, sino por
tu nobleza, que en usar cortesía se ha mostrado mayor que la
de ningún otro, que te plazca dármelo para que con este
don pueda decir que he conservado con vida a mi hijo y por ello te
quede siempre obligada.
Federigo, al oír aquello que la señora
pedía, y sintiendo que no la podía servir porque se lo
había dado a comer, comenzó en su presencia a llorar
antes de poder responder palabra, cuyo llanto la señora creyó
primero que de dolor por tener que separarse de su buen halcón
vendría más que de otra cosa, y a punto estuvo de
decirle que no lo quería; pero conteniéndose, esperó
después del llanto la respuesta de Federigo. El cual dijo así :
Señora, desde que plugo a Dios que en vos
pusiera mi amor, en muchas cosas he juzgado que la fortuna me era
contraria y me he dolido de ella, pero todas han sido ligeras con
respecto a lo que me hacen en este momento, con lo que jamás
podré estar en paz con ella, pensando que vos hayáis
venido aquía mi pobre casa cuando, mientras que fue rica, no
os dignasteis a venir, y me pidáis un pequeño don, y
ella ha hecho de manera que no pueda dároslo; y por qué
no puede ser os lo dirébrevemente. Cuando oíque
deseabais por vuestra bondad comer conmigo, considerando vuestra
excelencia y vuestro valor, reputédigna y conveniente cosa
que con más preciosa vianda dentro de mis posibilidades debía
honraros que las que suelen usarse para las demás personas;
por lo que, acordándome del halcón que me pedís,
y de su bondad, pensé que era digno alimento para vos: y esta
mañana, asado lo habéis tenido en el plato, y yo lo
tenía por óptimamente albergado, pero al ver ahora que
de otra manera lo deseabais, siento tal duelo por no poder serviros
que creo que nunca podrétener paz.
Y dicho esto, las plumas y las patas y el pico hizo
echarles delante en testimonio de ello. La cual cosa viendo la señora
y oyendo, primero le reprendió por haber matado tal halcón
para dar de comer a una mujer, y luego la grandeza de su ánimo,
que la pobreza no había podido ni podía abatir mucho en
su interior alabó; luego, perdida la esperanza de poder tener
e halcón, y tal vez por la salud del hijo preocupada, dando
las gracias a Federigo por el honor que le había hecho y por
su buena voluntad, toda melancólica se fue y volvió con
su hijo. El cual, o por tristeza de no haber podido tener el halcón,
o por la enfermedad que a pesar de todo debería haberlo
llevado a ello, no pasaron muchos días sin que, con grandísimo
dolor de la madre, terminase esta vida. La cual, luego que llena de
lágrimas y amargura hubo estado un tanto, habiendo quedado
riquísima y todavía joven, muchas veces fue instada por
sus hermanos a que se casase de nuevo; la cual, aun que no hubiera
querido, sin embargo viéndose molestar, acordándose de
valor de Federigo y de su magnanimidad última, esto es, de que
había matado tal halcón para honrarla, dijo a sus
hermanos:
Yo de buen grado, si os pluguiera, me quedaría
sin casar, pero si os place que tome marido, ciertamente no tomaré
otro jamás si no tengo a Federigo de los Alberighi.
A lo cual los hermanos, burlándose de ella,
dijeron:
Tonta, ¿qué es lo que
dices? ¿Cómo lo quieres a él, que no tiene nada
en el mundo? a lo que ella respondió :
Hermanos míos, bien sé que es como
decís, pero antes quiero un hombre que necesite riquezas que
riquezas que necesiten un hombre.
Los hermanos, oyendo su voluntad y conociendo que era
Federigo de gente principal aunque fuese pobre, tal como ella quiso,
se la dieron con todas sus riquezas; el cual, con tal señora
que tanto había amado viéndose por mujer, y además
de ello riquísimo, con ella felizmente, convertido en mejor
administrador, terminósus años.
NOVELA DÉCIMA
Pietro
de Vinciolo va a cenar fuera; su mujer manda venir a un muchacho,
vuelve Pietro; ella lo esconde bajo un cesto de pollos; Pietro dice
que en casa de Hercolano, con quien cenaba, han encontrado a un joven
que allí había metido la mujer, su mujer censura a la
mujer de Hercolano; un burro pone la pata, por desgracia, sobre los
dedos del que estaba bajo el cesto; éste grita; Pietro corre
allí, lo ve, descubre el engaño de la mujer, con quien
al fin hace las paces a causa de su desdichado vicio(179)
Había llegado a su fin el discurrir de la reina,
siendo por todos alabado que Dios dignamente hubiese galardonado a
Federigo, cuando Dioneo, que nunca esperaba que se lo ordenasen,
comenzó:
No sé si creer que sea un vicio accidental y
adquirido por los mortales por la maldad de sus costumbres, o si, por
el contrario, es un defecto de la naturaleza el reírse con las
cosas malas más que con las buenas obras, y especialmente
cuando aquellas tales no nos tocan a nosotros.
Y porque el trabajo que otras veces me he tomado, y
ahora estoy por tomarme, no mira a ningún otro fin sino a
quitarnos la tristeza y traernos risa y alegría, aunque la
materia de la historia mía que va a seguir, enamoradas
jóvenes, sea en algunas cosas menos que honesta, como puede
causar deleite os la contaré; y vosotras, al oírla,
haced lo que soléis hacer al entrar en los jardines, que
extendiendo la delicada mano, cogéis las rosas y dejáis
las espinas; lo que haréis dejando al mal hombre quedarse con
su vicio y riendo alegremente de los amorosos engaños de su
mujer, teniendo compasión de las desgracias ajenas si es
necesario.
Hubo en Perusa, todavía no hace
mucho tiempo, un hombre rico llamado Pietro de Vinciolo(180)
el cual, tal vez más por engañar a los demás y
disminuir la general opinión que de él tenían
todos los perusinos que por deseo que tuviera de ello, tomó
mujer; y estuvo la fortuna tan conforme con su apetito, que la mujer
que tomó era una joven rolliza, de pelo rojo y encendida, que
dos maridos mejor que uno habría querido y tuvo que quedarse
con uno que mucho más a otra cosa que a ella tenía el
ánimo dispuesto. Lo que ella, con el paso del tiempo
conociendo, y viéndose hermosa y lozana y sintiéndose
gallarda y poderosa, primero comenzó a enojarse mucho y a
tener con su marido palabras de desprecio alguna vez y casi de
continuo mala vida; después, viendo que esto más su
consunción que la enmienda de la maldad del marido podría
ser, se dijo:
«Este desdichado me abandona para, con su
deshonestidad andar en zuecos por lo seco; y yo me las arreglaré
para llevar a otro en barco por lo lluvioso. Lo tomépor
marido y le di grande y buena dote sabiendo que era un hombre y
creyendo que deseaba aquello que desean y deben desear los hombres;
si no hubiera creído que era hombre, no lo habría
aceptado nunca. Él, que sabía que yo era una mujer,
¿por qué me tomó por mujer si las mujeres le
disgustaban? Esto no puede sufrirse. Si no hubiera yo querido estar
en el mundo me habría hecho monja; y si quiero estar, como
quiero y estoy, si espero de éste placer y deleite tal vez
puedo hacerme vieja esperando en vano; y cuando sea vieja,
arrepintiéndome, en vano me dolerépor haber perdido mi
juventud, y para consolarla buen maestro es él con sus
ejemplos para hacer que tome gusto a lo que a él le gusta, el
cual gusto me honrará a mímientras en él es muy
reprobable; yo ofenderésólo las leyes, mientras él
ofende las leyes y a la naturaleza».
Habiendo, pues, la buena mujer, tenido tal
pensamiento, y tal vez más de una vez, para darle secretamente
cumplimiento hizo amistad con una vieja que no parecía sino
santa Viridiana que da de comer a las serpientes(181)
la cual siempre con el rosario en la mano iba a ganar todas las
indulgencias y de nada sino de la vida de los Santos Padres hablaba y
de las llagas de san Francisco, y por todos era tenida por santa; y
cuando le parecióoportuno le explicósu intención
cumplidamente. A quien la vieja dijo:
Hija mía, sabe Dios (que sabe
todas las cosas) que haces muy bien; y aunque no lo hicieras por otra
cosa, deberíais hacerlo tú y todas las demás
jóvenes para no perder el tiempo de vuestra juventud, porque
ningún dolor es semejante a aqué l, para quien tiene
conocimiento, que es haber perdido el tiempo. ¿Y de qué
diablos servimos nosotras después, cuando somos viejas, sino
para cuidar las cenizas del fogó n? Si alguna lo sabe y puede
dar testimonio, soy yo; que ahora que soy vieja no sin grandísimas
y amargas punzadas de ánimo conozco (y sin provecho) el tiempo
que dejéperder: y aunque no lo perdiese todo, que no querría
que creyeses que he sido una pazguata, no hice sin embargo, lo que
habría podido hacer, de lo que, cuando me acuerdo, viéndome
tal como me veo, que no encontraría quien me diese un poco de
lumbre(182)
Dios sabe el dolor que siento. A los hombres no les sucede así ,
nacen buenos para mil cosas, no sólo para ésta, y la
mayor parte son más honrados de viejos que de jóvenes;
pero las mujeres para ninguna otra cosa sino para darles hijos nacen,
y por ello son estimadas. Y si tú no te has dado cuenta de
otra cosa, sí debes darte de ésta: que nosotras siempre
estamos dispuestas, lo que no sucede con los hombres; y además
de esto, una mujer cansaría a muchos hombres, mientras muchos
hombres no pueden cansar a una mujer: y porque para esto hemos
nacido, de nuevo te digo que haces muy bien en darle a tu marido un
pan por una hogaza, para que tu alma no tenga en su vejez que
reprenderle a la carne. De esta manera cada uno tiene cuanto recoge,
y especialmente las mujeres, que tienen que aprovechar mucho más
el tiempo cuando lo tienen que los hombres, porque verás que
cuando envejecemos ni el marido ni nadie nos quiere mirar, sino que
nos echan a la cocina a contar historias al gato y a contar las ollas
y las escudillas; y peor, que nos ponen en canciones y dicen: «A
las jóvenes los buenos bocados, y a las viejas, los
desechados», y otras muchas cosas dicen. Y para no entretenerte
más, te digo desde ahora que no podrías a nadie en el
mundo descubrir tu intención que más útil te
fuera que a mí, porque no hay nadie tan encumbrado a quien yo
no me atreva a decirle lo que haga falta, ni tan duro o huraño
que no lo ablande bien y lo lleve a aquello que quiera. Haz, pues, de
manera que me enseñes quién te agrada, y déjame
luego hacer a mí; pero una cosa te recuerdo hija mía:
que cuides de mí, porque soy una persona pobre y quiero desde
ahora que seas partícipe de todas mis indulgencias y de
cuantos rosarios rece, para que Dios déluz y candela a tus
muertos.
Y terminó. Quedó, pues, la joven de
acuerdo con la vieja en que si encontraba un mozuelo que por aquel
barrio muy frecuentemente pasaba, de quien le dio todas las señas,
que ya sabía lo que tenía que hacer; y dándole
un trozo de carne salada la mandó con Dios. La vieja, no
pasados muchos días, ocultamente le metió aquel del que
ella le había hablado en la alcoba, y de allí a poco
tiempo otro, según los que le iban placiendo a la joven
señora; la cual en lo que pudiese hacer en aquello, aunque
temiendo al marido, no dejaba el negocio.
Sucedió que, debiendo una noche ir a cenar su
marido con un amigo suyo que tenía por nombre Hercolano, la
joven mandó a la vieja que hiciera venir a donde ella a un
mancebo que era de los más hermosos y los más
placenteros de Perusa; la cual, prestamente así lo hizo. Y
habiéndose la señora con el joven sentado a la mesa a
comer, he aquíque Pietro llamó a la puerta para que le
abriesen. La mujer, oyendo esto, se tuvo por muerta; pero queriendo,
si podía, ocultar al joven, no ocurriéndosele mandarlo
ir o hacerle esconderse en otra parte, habiendo una galería
vecina a la cámara en que cenaban, bajo un cesto de pollos que
había allíle hizo refugiarse y le echó encima
una tela de jergó n que había hecho vaciar aquel día,
y hecho esto, prestamente hizo abrir a su marido. Al cual, entrando
en casa, le dijo:
Muy pronto la habéis engullido, esa cena.
Pietro repuso:
No la hemos catado.
¿Y cómo ha sido eso? dijo la
mujer. Pietro entonces dijo:
Te lo diré. Estando ya a la mesa Hercolano,
la mujer y yo sentimos estornudar cerca de nosotros, de lo que ni la
primera vez ni la segunda nos preocupamos, pero el que había
estornudado estornudando la tercera vez y la cuarta y la quinta y
muchas otras, a todos nos hizo maravillar; de lo que Hercolano, que
algo enojado con la mujer estaba porque un buen rato nos había
hecho estar a la puerta sin abrirnos, furioso dijo: «¿qué
quiere decir esto? ¿Quién es ese que así
estornuda?». Y levantándose de la mesa hacia una
escalera que había cerca en cuyo hueco había una
trampilla de madera, junto al pie de la escalera, donde poder ocultar
alguna cosa quien lo hubiera querido, como vemos que mandan hacer los
que hacen obra en sus casas, y pareciéndole que de allí
venia el sonido del estornudo, abrió una puertecilla que había
allíy cuando la hubo abierto, súbitamente salió
el mayor tufo a azufre del mundo, como que antes habiendo venido el
olor y quejándose había dicho la señora: «Es
que hace un rato he blanqueado mis velos con sulfuro, y luego el
cacharro sobre el que los había tendido para que recibiesen el
humo lo he puesto debajo de aquella escalera, así que ahora
viene de allí». Y luego que Hercolano hubo abierto la
puertecilla y se hubo disipado un poco el tufo, mirando dentro, vio
al que estornudado había y seguía estornudando,
obligándolo a ello la fuerza del azufre, y mientras
estornudaba le había ya oprimido tanto el pecho el azufre que
poco faltaba para que no hubiera estornudado nunca más.
Hercolano, viéndolo, gritó: «Ahora, veo, mujer,
por lo que hace poco, cuando vinimos, tanto estuvimos a la puerta sin
que nos abriesen; pero así no tenga yo nunca nada que me guste
como que me las pagas». Lo que oyendo la mujer, y viendo que su
pecado estaba descubierto, sin decir ninguna excusa, levantándose
de la mesa, huyó y no sé adónde iría.
Hercolano, no percatándose de que la mujer se escapaba, muchas
veces dijo al que estornudaba que saliese, pero él, que ya no
podía más, no se movía por nada que dijese
Hercolano; por lo que Hercolano, cogiéndolo por un pie lo
arrastrófuera, y corría a por un cuchillo para
matarlo, pero yo, temiendo por mímismo a la guardia,
levantándome, no le dejématar ni hacerle ningún
daño, sino que gritando y defendiéndolo di ocasión
a que corriesen allílos vecinos, los cuales, cogiendo al ya
vencido joven, lo llevaron fuera de la casa no sé dónde;
por las cuales cosas turbada nuestra cena, no solamente no la he
engullido sino que ni siquiera la he catado, como te dije.
Oyendo la señora estas cosas, conoció que
había otras tan listas como ella era, aunque a veces la
desgracia le tocase a alguna, y con gusto hubiera defendido con
palabras a la mujer de Hercolano; pero como reprobando la falta ajena
le pareció abrir mejor camino a las suyas, comenzó a
decir:
¡qué buena cosa! ¡qué
buena y santa mujer debe ser ésa! ¡qué promesa de
mujer honrada, que me habría confesado con ella, tan devota me
parecía! Y peor que, siendo ya vieja, muy buen ejemplo da a
las jóvenes. Maldita sea la hora en que vino al mundo y la tal
que vive aquí, que debe ser mujer perfidísima y mala,
universal vergüenza y vituperio de todas las mujeres de esta
tierra, que olvidando su honestidad y la promesa hecha al marido y el
honor de este mundo, a él, que es tal hombre y tan honrado
ciudadano y que tan bien la trataba, por otro hombre no se ha
avergonzado de injuriar, y a ella con él. Por mi salvación
que de semejantes mujeres no habría que tener misericordia:
habría que matarlas, habría que meterlas vivas en una
hoguera y hacerlas cenizas.
Luego, acordándose de su amante que debajo del
cesto muy cerca de allítenía, comenzó a animar
a Pietro a que se fuese a la cama, porque ya era hora. Pietro, que
más gana tenía de comer que de dormir, preguntaba, sin
embargo, si no había nada de cena, a lo que la mujer
respondía:
¡Si, cena va a haber! Acostumbramos a hacer
cena cuando tú no estás. ¡Síque soy yo la
mujer de Hercolano! ¡Bah! ¿Por qué no te vas a
dormir por esta noche? ¡Es lo mejor que podrías hacer!
Sucedió que habiendo venido por la noche algunos
labradores de Pietro con algunas cosas del pueblo, y habiendo dejado
sus burros, sin darles de beber, en una pequeña cuadra que
había junto a la galería, uno de los burros, que tenía
muchísima sed, sacada la cabeza del cabestro, había
salido de la cuadra y andaba olfateando todo por si encontraba agua;
y yendo así llegó ante el cesto bajo el cual estaba el
mancebo, el cual, como tenía que estar a gatas, había
estirado los dedos de una de las manos en el suelo fuera del cesto, y
tanta fue su suerte, o su desgracia si queremos, que este burro le
puso encima la pata, por lo que, sintiendo un grandísimo
dolor, dio un gran grito.
Oyendo el cual Pietro, se maravilló y se dio
cuenta de que era dentro de la casa; por lo que, saliendo de la
alcoba y sintiendo todavía quejarse a aqué l, no
habiendo todavía el burro levantado la pata de los dedos sino
aplastándolos todavía fuertemente, dijo:
¿Quién anda ahí?
Y corriendo a la cesta, y levantándola, vio al
joven, el cual, además de dolor que sentía porque el
burro le aplastaba los dedos, temblaba de miedo de que Pietro le
hiciera algún daño.
Y siendo reconocido por Pietro, como que Pietro por sus
vicios había andado tras él mucho tiempo, preguntándole
a él:
¿qué haces tú aquí?
Nada le respondió sino que le rogó que por
amor de Dios no le hiciese daño. El cual, siendo reconocido
por Pietro, dijo:
Levántate y no temas que te haga yo ningún
daño: pero dime cómo has venido aquí y por qué .
El jovencillo le dijo todo; no menos contento Pietro de
haberlo encontrado que dolida su mujer, cogiéndolo de la mano
se lo llevó con él a la alcoba, en la cual la mujer con
el mayor miedo del mundo lo esperaba.
Y sentándose Pietro frente a ella le dijo:
Si tanto censurabas hace un momento a la mujer de
Hercolano y decías que debían quemarla y que era
vergüenza de todas vosotras, ¿cómo no lo decías
de ti misma? O si no querías decirlo de ti, ¿cómo
tenías el valor de decirlo de ella sabiendo que habías
hecho lo mismo que ella había hecho? Seguro que nada te
inducía a ello sino que todas sois iguales, y con culpar a las
otras queréis tapar vuestras faltas: ¡que baje fuego del
cielo y os queme a todas, raza malvada que sois!
La mujer, viendo que para empezar no le había
hecho daño más que de palabra, y pareciéndole
que se derretía porque tenía de la mano a un jovencito
tan hermoso, cobróvalor y dijo:
Segura estoy de que querrías que bajase
fuego del cielo que nos quemase a todas, como que te gustamos tanto
como a un perro los palos; pero por la cruz de Dios que no será
así . Pero con gusto hablaréun poco contigo para saber
de qué te quejas; y ciertamente que saldría bien si me
comparas con la mujer de Hercolano, que es una vieja santurrona
gazmoña y él le da todo lo que quiere y la quiere como
se debe querer a la mujer, lo que a míno me pasa. Que, aunque
me vistas y me calces bien, bien sabes cómo ando de lo demás
y cuánto tiempo hace que no te acuestas conmigo; y más
querría andar vestida con harapos y descalza y que me tratases
bien en la cama que tener todas estas cosas tratándome como me
tratas. Y entiende bien, Pietro, que soy una mujer como las demás,
y me gusta lo que a las otras, así que porque me lo busque yo
si tú no me lo das no es para insultarme, por lo menos te
respeto tanto que no me voy con criados ni con tiñosos.
Pietro se dio cuenta de que las palabras no cesarían
en toda la noche, por lo que, como quien poco se preocupaba de ella,
dijo:
Calla ya, mujer: que te darégusto en eso;
bien harías en darnos de cenar algo, que me parece que este
muchacho, igual que yo, no habrá cenado todavía.
Claro que no dijo la mujer, que no ha
cenado, que cuando tú llegaste en mala hora, nos sentábamos
a la mesa para cenar.
Pues anda dijo Pietro, danos de cenar
y luego yo arreglarélas cosas de modo que no tengas que
quejarte.
La mujer, levantándose al oír al marido
contento, prestamente haciendo poner la mesa, hizo venir la cena que
estaba preparada y junto con su vicioso marido y con el joven cenó
alegremente. Después de la cena, lo que Pietro se proponía
para satisfacción de los tres se me ha olvidado; pero bien sé
que a la mañana siguiente en la plaza se vio el joven no muy
seguro de a quién había acompañado más
por la noche, si a la mujer o al marido. Por lo que tengo que
deciros, señoras mías, que a quien te la hace se la
hagas; y si no puedes, que no se te vaya de la cabeza hasta que lo
consigas, para que lo que el burro da contra la pared lo mismo
reciba.
Terminada, pues, la historia de Dioneo, por vergüenza
menos reída de las señoras que por poca diversión,
y conociendo la reina que había llegado el fin de su gobierno,
poniéndose en pie y quitándose la corona de laurel se
la puso en la cabeza a Elisa, diciéndole:
A vos, señora, os corresponde ahora mandar.
Elisa, recibiendo el honor, como antes había sido
hecho hizo: que, disponiendo con el senescal primeramente lo que era
preciso para el período de su señorío, con
contento de la compañía dijo:
Ya hemos oído muchas veces que con palabras
ingeniosas o con respuestas prontas muchos han sabido con la
reprimenda merecida limar los dientes ajenos o evitar los peligros
que se cernían sobre ellos; y porque la materia es buena y
puede ser útil, quiero que mañana, con la ayuda de
Dios, se discurra dentro de estos límites: es decir, sobre
quien con algunas palabras ingeniosas se vengase al ser molestado, o
con una pronta respuesta o algún invento escapase a la
perdición o al peligro o al desprecio.
Esto fue muy alabado por todos, por lo cual la reina,
poniéndose en pie les dio licencia a todos hasta la hora de la
cena.
La honrada compañía, viendo a la reina
levantada, se puso en pie y según la costumbre, cada uno se
entregó a lo que más le gustaba. Pero al callar ya las
cigarras, llamando a todos, se fueron a cenar; y terminada con alegre
fiesta a cantar y a tocar todos se entregaron. Y habiendo ya, por
deseo de la reina, comenzado Emilia una danza, a Dioneo le mandaron
que cantase una canción, el cual prestamente comenzó:
«Doña Aldruda, levantaos la cola, que buenas nuevas os
traigo». De lo que todas las señoras comenzaron a
reírse, y máximamente la reina, la cual le mandó
que dejase aqué lla y dijese otra.
Dijo Dioneo:
Señora, si tuviese un cimbalo diría:
«Alzaos las ropas, doña Lapa» o «Bajo el
olivo hay hierba». ¿O querríais que cantase: «Las
olas del mar me hacen tanto daño»? Pero no tengo
címbalo, y por ello decidme cuál queréis de
estas otras: ¿os gustaría: «Sal fuera que está
podado como un mayo en la campiña»?
Dijo la reina:
No, di otra.
Pues dijo Dioneo; diré: «Doña
Simona embotella embotella; y no es el mes de octubre».
La reina, riendo, dijo:
¡Ah, en mala hora!, di una buena, si te
place, que no queremos ésa.
Dijo Dioneo:
No, señora, no os enojéis, pero
¿cuál os gusta? sé más de mil. ¿O
que reís: «Éste mi nicho, si no lo pico» o
«¡Ah, despacio, marido mío!» o «Me
compraréun gallo de cien liras»?
La reina entonces, un tanto enojada, aunque las demás
riesen, dijo:
Dioneo, deja las bromas y di una buena; y si no,
podrías probar cómo sé enojarme.
Dioneo, oyendo esto, dejando las bromas, prestamente de
tal guisa empezó a cantar:
Amor, la hermosa luz
con que sus bellos ojos me
han herido
a ella y a ti me tiene ya rendido.
De sus ojos se mueve el esplendor
con que mi
corazón a arder se ha puesto
por los míos pasando,
y
cuánto fuese grande tu valor
su bello rostro me hizo
manifiesto,
el cual, imaginando,
sentíque me iba
atando
todo poder, y que a ella era ofrecido,
y ésta la
causa de mi llanto ha sido.
así pues, en tu siervo transformado
estoy,
señor, y así obediente espero
que me seas
clemente;
mas no sé si del todo ha adivinado
mi fe
entera y ferviente
aquella que mi mente
posee, que la paz, si
no ha venido
de ella no quiero, y nunca la he querido.
Por eso, señor mío, yo te ruego
que,
al mostrárselo, la hagas tú sentir
tu fuego en su
costado
para servirme, porque yo en tu fuego
amando me consumo,
y de sufrir
me siento ya postrado;
y, cuando tú lo creas
acertado,
dale razón de mícomo es debido;
que me
veré, si lo haces, complacido.
Luego de que Dioneo, callando, mostró que su
canción había terminado, hizo la reina decir muchas
otras, sin dejar de haber alabado mucho la de Dioneo. Mas luego que
parte de la noche hubo pasado, la reina, sintiendo que al calor del
día había vencido la frescura de la noche, mandó
que todos, hasta el día siguiente, se fuesen a descansar a
gusto.
TERMINA LA QUINTA JORNADA
SEXTA JORNADA
COMIENZA LA SEXTA JORNADA DEL
DECAMERóN, EN LA CUAL, BAJO EL GOBIERNO DE ELISA, SE DISCURRE
SOBRE QUIEN CON ALGUNAS PALABRAS INGENIOSAS SE RESARCE DE ALGúN
ATAQUE, O CON UNA RáPIDA RESPUESTA U OCURRENCIA ESCAPA A LA
PERDICIóN O AL PELIGRO O AL DESHONOR.
Había la luna, estando ya en
medio del cielo, perdido sus rayos, y ya con la nueva luz que llegaba
estando claras todas las partes de nuestro mundo cuando, levantándose
la reina, haciendo llamar a su compañía, algo se
alejaron, con lento paso, del hermoso palacio paseándose entre
el rocío, sobre una y otra cosa varios razonamientos teniendo,
y disputando sobre la mayor y menor belleza de las historias
contadas, y riéndose de nuevo de diversos sucesos contados en
ellas, hasta que, levantándose más el sol y empezando a
calentar, a todos pareciótener que volver a casa; por lo que,
volviendo sobre sus pasos, allá se fueron.
Y allí, estando ya puestas las mesas
y todo lleno de esparcidas hierbecillas olorosas y flores, antes de
que el calor se hiciese mayor, por orden de la reina se pusieron a
comer, y hecho esto con fiesta, antes de hacer otra cosa, cantadas
algunas cancioncillas bellas y graciosas, quién se fue a
dormir y quién a jugar a los dados y quién a las
tablas; y Dioneo junto con Laureta sobre Troilo y Criseida se
pusieron a cantar(183)
Y llegada ya la hora de volver al consistorio(184)
siendo todos llamados por la reina, como acostumbraban, en torno a la
fuente se sentaron; y queriendo ya la reina mandar que se contase la
primera historia sucedió algo que hasta entonces no había
sucedido, y fue que por la reina y por todos fue oído un gran
alboroto que las criadas y los servidores hacían en la cocina.
Por lo que hecho llamar el senescal y preguntándole quién
gritaba y cuál era la razón del alboroto, repuso que el
alboroto era entre Licisca y Tíndaro pero que la razón
no 1a sabía, como quien acababa de llegar a donde estaban para
hacerlos callar cuando de parte suya lo habían llamado. Al
cual mandó la reina que incontinenti hiciera venir aquí
a Licisca y Tíndaro; venidos los cuales, preguntó
la reina cuál era la razón de su alboroto.
Y queriéndole responder Tíndaro, Licisca,
que sus años tenía y un tanto soberbia era, y calentada
con el gritar, volviéndose a él con mal gesto, dijo:
¡Ved este animal de hombre a lo que se
atreve, donde estoy yo a hablar antes que yo! Deja que yo lo diga. Y
volviéndose a la reina, dijo: Señora, éste
quiere saber más que yo de la mujer de Sicofonte, y ni más
ni menos que si yo no la conociese, quiere que crea que la noche
primera que Sicofonte se acostó con ella, micer Mazo entró
en Montenegro por la fuerza y con derramamiento de sangre; y yo digo
que no es verdad sino que entrópacíficamente y con
gran placer de los de dentro. Y éste es tan animal que se cree
demasiado que las jóvenes son tan tontas que están
perdiendo el tiempo al cuidado del padre y los hermanos que de siete
veces seis esperan a casarlas tres o cuatro años más de
lo que deben. Hermano, ¡bien estarían si tuvieran que
esperar tanto! Por Cristo que debo saber lo que me digo cuando lo
juro, no tengo vecina yo que haya ido al marido doncella; y aun de
las casadas bien sé cuántas y qué burlas hacen a
los maridos; y este borrego quiere enseñarme a conocer a las
mujeres, como si yo hubiera nacido ayer.
Mientras hablaba Licisca, se reían tanto las
señoras que se les habrían podido sacar todos los
dientes que tenían; y la reina ya la había mandado
callar seis veces, pero no valía de nada: no paróhasta
que hubo dicho lo que quería. Pero luego de que puso fin a sus
palabras, la reina, riendo, volviéndose a Dioneo, dijo:
Dioneo, éste es asunto tuyo, y por ello
cuando hayamos terminado nuestras historias tendrás que
sentenciar en firme sobre él.
Dioneo prestamente le respondió :
Señora, la sentencia está dada sin
oír más; y digo que Licisca tiene razón y creo
que sea como ella dice, y Tíndaro es un animal. La cual
cosa, oyendo Licisca, comenzó a reírse, y volviéndose
a Tíndaro, le dijo:
Oye, bien lo decía yo: vete
con Dios, ¿crees que sabes más que yo cuando todavía
no tienes secos los ojos(185)
¡Alabado sea!, no he vivido yo en vano, no.
Y si no fuera que la reina con un mal gesto le impuso
silencio y le mandó que no dijese una palabra más ni
hiciera ningún alboroto si no quería ser azotada, y
mandó que se fuesen ella y Tíndaro, nada se habría
podido hacer en todo el día sino oírla a ella. Poco
después que hubieron partido, la reina ordenó a
Filomena que a las historias diera principio; la cual, alegremente
así comenzó:
NOVELA PRIMERA
Un caballero dice a doña Oretta que la
llevará a caballo y le contará una historia, y
contándola desordenadamente, ella le ruega que la baje del
caballo.
Jóvenes señoras, como en las
noches claras son las estrellas ornamento del cielo y en la primavera
las flores de los verdes prados, y de los montes los vestidos
arbustillos, así de las corteses costumbres y de los bellos
discursos lo son las frases ingeniosas; las cuales, porque son
breves, tanto mejor convienen a las mujeres que a los hombres, cuanto
a las mujeres más que a los hombres el mucho hablar afea. Es
verdad que, sea cual sea la razón, o la mitad de nuestro
ingenio o la singular enemistad que a nuestros siglos tengan los
cielos, hoy pocas o ninguna mujer quedan que sepan en los momentos
oportunos decir algunas, o, si se dicen, entenderlas como conviene:
vergüenza general de todas nosotras. Pero porque ya sobre esta
materia suficiente fue dicho por Pampínea(186)
no entiendo seguir adelante; mas por haceros ver cuán bello es
decirlas en el momento oportuno, una cortés imposición
de silencio hecha por una gentil señora a un caballero me
place contaros:
así como muchas de vosotras pueden
saberlo (o por haberlo visto o haberlo oído), no hace mucho
tiempo hubo en nuestra ciudad una gentil y cortés señora
y elocuente cuyo valor no ha merecido que se olvide su nombre. Se
llamó, pues, doña Oretta y fue la mujer de micer Geri
Spina(187)
la cual, estando por acaso en el campo, como estamos nosotros, y
yendo de un lugar a otro para entretenerse junto con otras señoras
y caballeros, a quienes en su casa había tenido a almorzar, y
siendo tal vez el camino algo largo de allíde donde partían
a donde esperaban llegar todos a pie, dijo uno de los caballeros de
la compañía:
Doña Oretta, si queréis, yo os
llevarégran parte del camino que tenemos que andar, a caballo
y contándoos una de las mejores historias del mundo.
La señora le repuso:
Señor, mucho os lo ruego, y me será
gratísimo.
El señor caballero, a quien tal vez no le sentaba
mejor la espada al cinto que el novelar a la lengua, oído
esto, comenzó una historia que en verdad era de por sí
bellísima, pero repitiendo él tres o cuatro veces una
misma palabra y unas veces volviendo atrás, y a veces
diciendo: «No es como dije», y con frecuencia
equivocándose en los nombres, diciendo uno en lugar de otro,
gravemente la estropeaba; sin contar con que pésimamente,
según la cualidad de las personas y de los actos que les
sucedían, hacía la exposición.
De lo que a doña Oretta, al oírlo, muchas
veces le venían sudores y un desvanecimiento del corazón
como si, enferma, estuviera a punto de finar; la cual cosa, después
de que ya sufrir no la pudo, conociendo que el caballero había
entrado en un embrollo y no sabía cómo salir,
placenteramente dijo:
Señor, este caballo vuestro tiene un trote
muy duro, por lo que os ruego que os plazca dejarme bajar.
El caballero, que por ventura era mucho mejor entendedor
que narrador, entendida la alusión, y tomándola
festivamente y a broma, echó mano de otras novelas, y la que
había comenzado y mal seguido, dejósin terminar.
NOVELA SEGUNDA
El panadero Cisti con una sola palabra hace
arrepentirse a micer Géri Spina de una irreflexiva petición
suya.
Mucho fue por todas las mujeres y los hombres alabado el
decir de doña Oretta, al que mandó la reina que
Pampínea siguiese; por lo que ella comenzó así :
Hermosas señoras, no sé ver
por mímisma qué tiene mayor culpa, si la naturaleza
emparejando un alma noble con un cuerpo vil o la fortuna emparejando
con un cuerpo dotado de alma noble un vil oficio, como en Cisti(188)
nuestro conciudadano, y en muchos más hemos podido ver que
sucedía; al cual Cisti, provisto de altísimo ánimo,
la fortuna hizo panadero. Y ciertamente le echaría yo la culpa
por igual a la naturaleza y a la fortuna si no supiese que la
naturaleza es discretísima y que la fortuna tiene mil ojos
aunque los tontos se la figuren ciega. Las cuales creo yo que, como
muy previsoras, hacen lo que los mortales hacen muchas veces, cuando,
inseguros del acontecer futuro, para una necesidad sus cosas más
preciosas en los sitios más viles de sus casas, como menos
sospechosos, sepultan, y de allíla sacan en las mayores
necesidades, habiéndolas el vil lugar más seguramente
conservado que lo habría hecho la hermosa cámara.
Y así las dos ministros del mundo con frecuencia
sus más preciosas cosas esconden bajo la sombra de las artes
reputadas más viles, para que al sacarlas de ellas cuando es
necesario, más claro aparezca su esplendor. Lo cual, en cuán
poca cosa el panadero Cisti lo demostró abriéndole los
ojos de la inteligencia a micer Geri Spina (a quien, la contada
historia de doña Oretta, que fue su mujer, me ha traído
a la memoria) me place exponeros con una historia muy corta.
Digo, pues, que, habiendo el papa
Bonifacio, junto al que micer Geri Spina tuvo grandísimo
favor, mandado a Florencia a algunos nobles embajadores suyos por
ciertas grandes necesidades suyas(189)
habiéndose quedado ellos en casa de micer Geri, y tratando él
con ellos los asuntos del Papa, sucedió que, cualquiera que
fuese la razón, micer Geri con estos embajadores del Papa,
todos a pie, casi todas las mañanas pasaban por delante de
Santa María Ughi(190)
donde el panadero Cisti tenía su horno y personalmente ejercía
su arte. Al cual, aunque fortuna hubiera dado un oficio muy humilde,
tanto en él le había sido benigna que se había
hecho riquísimo, y sin querer nunca abandonarlo por otro,
espléndidamente vivía, teniendo entre sus demás
buenas cosas los mejores vinos blancos y tintos que se encontraban en
Florencia o en sus alrededores. El cual, viendo todas las mañanas
pasar por delante de su puerta a micer Geri y los embajadores del
Papa, y siendo grande el calor, pensó que gran cortesía
sería invitarles a beber su buen vino blanco; pero
considerando su condición y la de micer Geri, no le parecía
cosa decorosa atreverse a invitarlo sino que pensó en una
manera que indujese a micer Geri a invitarse a sí mismo. Y
teniendo un jubón blanquísimo puesto y un mandil
limpísimo siempre por encima, que más bien le hacían
parecer molinero que panadero, todas las mañanas a la hora que
pensaba que micer Geri con los embajadores debían pasar, se
hacía traer delante de su puerta un cubo nuevo rebosante de
agua fresca y un pequeño jarro boloñés nuevo de
su buen vino blanco y dos vasos que parecían de plata, tan
claros eran; y sentándose, cuando pasaban (y después de
que él una vez o dos había carraspeado), comenzaba a
beber con tanto gusto este vino suyo que le habría dado ganas
de beberlo a un muerto.
La cual cosa habiendo micer Geri visto una o dos
mañanas, dijo la tercera:
¿qué es eso, Cisti? ¿Está
bueno?
Cisti, poniéndose prestamente en pie, repuso:
Señor, sí ; pero cuánto no
podría haceros comprender si no lo probáis.
Micer Geri, quien o por el tiempo que hacía o por
haberse cansado más de lo acostumbrado o tal vez por el gusto
con que veía beber a Cisti, sentía sed, volviéndose
a los embajadores les dijo sonriendo:
Señores, bueno será que probemos el
vino de este hombre honrado; tal vez sea tal que no nos arrepintamos.
Y junto con ellos se acercó a Cisti. El cual,
haciendo inmediatamente sacar un buen banco fuera de la tahona, les
rogó que se sentasen, y a sus criados que ya para lavar los
vasos se adelantaban dijo:
Compañeros, apartaos y dejadme hacer a mí
este servicio, que no sé peor escanciar que hornear; ¡y
no esperéis probar una gota!
Y dicho esto, lavando él mismo cuatro vasos
buenos y nuevos, y haciendo traer un pequeño jarro de su buen
vino, diligentemente dio de beber a micer Geri y sus compañeros.
A quienes el vino pareció el mejor que habían bebido en
mucho tiempo; por lo que, alabándolo mucho, mientras los
embajadores estuvieron allí, casi todas las mañanas fue
con ellos a beber micer Geri.
Habiendo terminado sus asuntos y debiendo partir, micer
Geri les hizo dar un magnífico convite, al que invitó a
una parte de los más honorables ciudadanos, e hizo invitar a
Cisti, el cual de ninguna manera quiso ir. Mandó entonces
micer Geri a uno de sus servidores que fuese a por una botella del
vino de Cisti, y de él diese medio vaso por persona la primera
vez que sirviese.
El servidor, tal vez enfadado porque nunca había
podido probar el vino, cogió un gran frasco; el cual al verlo
Cisti dijo:
Hijo, micer Geri no te envía a mí.
Lo que afirmando muchas veces el servidor y no pudiendo
obtener otra respuesta, volvió a micer Geri y se lo dijo así ,
micer Geri le dijo:
Vuelve allíy dile que de verdad te mando
yo, y si otra vez te contesta lo mismo pregúntale que adónde
te mando.
El servidor, volviendo, le dijo:
Cisti, es verdad que micer Geri me manda otra vez
a ti.
Cisti le respondió :
Seguro, hijo, que no.
Entonces dijo el servidor, ¿a
quién manda?
Respondió Cisti:
Al Arno.
Lo que contando el servidor a micer Geri, enseguida le
abriólos ojos de la inteligencia, y dijo al servidor:
Déjame ver qué frasco le llevas. Y
viéndolo, dijo: Cisti dice bien.
E insultándole, le hizo llevar un frasco
apropiado; viendo el cual, Cisti dijo:
Ahora sé bien que te manda a mí.
Y alegremente se lo llenó.
Y luego, aquel mismo día, haciendo llenar un
barrilejo de un vino igual y haciéndolo llevar despacito a
casa de micer Geri, se fue detrás y al encontrarse con él
le dijo:
Señor, no querría que creyeseis que
el gran frasco de esta mañana me había espantado; pero
pareciéndome que os habíais olvidado de lo que yo os he
mostrado estos días con mis pequeños jarritos, es
decir, que éste no es vino para criados, quise recordároslo
esta mañana. Pero como no entiendo ser guardián de él,
os he traído todo: haced con él lo que gustéis.
Micer Geri recibió el apreciadísimo regalo
de Cisti y le dio las gracias que creyó que convenían,
y siempre luego lo tuvo en gran estima y fue su amigo.
NOVELA TERCERA
Doña Nonna de los Pulci con una rápida
respuesta a las bromas menos que honestas del obispo de Florencia
impone silencio.
Cuando
Pampínea hubo terminado su historia, luego que por todos tanto
la respuesta como la liberalidad de Cisti fue muy alabada, plugo a la
reina que Laureta narrase después; la cual, alegremente,
comenzó a decir así :
Amables
señoras, primero Pampínea y ahora Filomena con mucha
verdad incidieron en nuestra poca virtud y en la belleza de los
dichos ingeniosos; por lo que como no hay necesidad de volver a ello,
además de lo que se ha dicho de los dichos ingeniosos, quiero
recordaros que la naturaleza de estos dichos es tal que del modo que
muerde la oveja deben atacar al oyente(191)
y no como hace el perro: porque si como el perro mordiesen, las
palabras no serían ingeniosas sino villanas. Es verdad que, si
como respuesta se dicen, y el que responde muerde como el perro
cuando ha sido primero mordido como por un perro, no parece tan
reprensible como lo sería si no hubiera sucedido así , y
por ello hay que considerar cómo y cuándo y con quién
y semejantemente dónde se hace gala de ingenio. Las cuales
cosas, poco teniendo en cuenta un prelado nuestro, no menor ataque
recibió que dio; lo que quiero mostraros con una corta
historia.
Siendo
obispo de Florencia micer Antonio de Orsi(192)
valioso y sabio prelado, vino a Florencia un noble catalán
llamado micer Diego de la Ratta(193)
mariscal del rey Roberto, el cual, siendo apuestísimo en su
persona y muy gran galanteador, sucedió que entre las otras
damas florentinas le gustó una que era mujer muy hermosa y era
sobrina de un hermano del dicho obispo. Y habiendo sabido que su
marido, aunque de buena familia era muy avaro y malvado, arregló
con él que le entregaría cincuenta florines de oro y
que él le dejaría dormir una noche con su mujer; por lo
que, haciendo dorar popolinos de plata(194)
que entonces se usaban, acostándose con la mujer, aunque
contra el gusto de ella, se los dio. Lo que, corriéndose luego
por todas partes, llenó al mal hombre de burlas y de escarnio
y el obispo, como prudente, fingióno haber oído nada
de todo esto. Por lo que, tratándose mucho el obispo y el
mariscal, sucedió que el día de San Juan, montando a
caballo uno al lado del otro mirando a las mujeres por la calle por
donde se corre el palio(195)
el obispo vio a una joven a quien la pestilencia presente nos ha
quitado ya siendo señora, cuyo nombre fue Nonna de los Pulci,
prima de micer Alesso Rinucci y a quien vosotras todas habéis
debido conocer; la cual, siendo entonces una lozana y hermosa joven y
elocuente y de gran ánimo, poco tiempo antes casada en Porta
San Pietro, la enseñó al mariscal.
Luego,
acercándose a ella, poniéndole al mariscal una mano en
el hombro, dijo:
Nonna,
¿qué piensas de él? ¿Crees que le
vencerías?
A Nonna le
pareció que aquellas palabras en algo iban contra su
honestidad o que la mancharían en la opinión de quienes
las oyeron, que eran muchos; por lo que, no preocupándose de
limpiar esta mancha sino de devolver golpe por golpe, rápidamente
contestó:
Señor,
él tal vez no me vencería a mí, que necesito
buena moneda.
Cuyas
palabras oídas, el mariscal y el obispo, sintiéndose
igualmente vulnerados, el uno como autor de la deshonrosa cosa con la
sobrina del hermano del obispo y el otro como el que la había
recibido en la sobrina del propio hermano, sin mirarse el uno al
otro, avergonzados y silenciosos se fueron sin decir aquel día
una palabra más. así pues, habiendo sido atacada la
joven, no estuvo mal que atacase a los otros con ingenio.
NOVELA CUARTA
Ghichibio, cocinero de Currado Gianfigliazzi, con
unas rápidas palabras cambió a su favor en risa la ira
de Currado y se salvóde la desgracia con que Currado le
amenazaba.
Se callaba ya Laureta y por todos había sido muy
alabada Nonna, cuando la reina ordenó a Neifile que siguiese;
la cual dijo:
Por mucho que el rápido ingenio, amorosas
señoras, con frecuencia preste palabras rápidas y
útiles y buenas a los decidores, según los casos,
también la fortuna, que alguna vez ayuda a los temerosos, en
sus lenguas súbitamente las pone cuando nunca los decidores
hubieran podido hallarlas con ánimo sereno; lo que con mi
historia entiendo mostraros.
Currado Gianfigliazzi(196)
como todas vosotras habéis oído y podido ver, siempre
ha sido en nuestra ciudad un ciudadano notable, liberal y magnífico,
y viviendo caballerescamente continuamente se ha deleitado con perros
y aves de caza, para no entrar ahora en sus obras mayores. El cual,
con un halcón suyo habiendo cazado un día en Perétola
una grulla muerta, encontrándola gorda y joven la mandó
a un buen cocinero suyo que se llamaba Ghichibio(197)
y era veneciano, y le mandódecir que la asase para la cena y
la preparase bien.
Ghichibio, que era un fantoche tan grande como lo
parecía, preparada la grulla, la puso al fuego y con solicitud
comenzó a guisarla. La cual, estando ya casi guisada y
despidiendo un grandísimo olor, sucedió que una
mujercita del barrio, que se llamaba Brunetta y de quien Ghichibio
estaba muy enamorado, entró en la cocina y sintiendo el olor
de la grulla y viéndola, rogó insistentemente a
Ghichibio que le diese un muslo.
Ghichibio le contestócantando(198)
y dijo:
No os la daréyo, señora Brunetta,
no os la daréyo.
Con lo que, enfadándose la señora
Brunetta, le dijo:
Por Dios te digo que si no me lo das, nunca te
daréyo nada que te guste.
Y en resumen, las palabras fueron muchas; al final,
Ghichibio, para no enojar a su dama, tirando de uno de los muslos de
la grulla se lo dio. Habiendo luego delante de Currado y algunos
huéspedes suyos puesto la grulla sin muslo, y maravillándose
Currado de ello, hizo llamar a Ghichibio y le preguntóqué
había sucedido con el otro muslo de la grulla.
El veneciano mentiroso le respondió :
Señor mío, las grullas no tienen más
que un muslo y una pata.
Currado, entonces, enojado, dijo:
¿Cómo diablos no tienen más
que un muslo y una pata? ¿No he visto yo en mi vida más
grullas que ésta?
Ghichibio siguió:
Es, señor, como os digo; y cuando os plazca
os lo haréver en las vivas.
Currado, por amor a los huéspedes que tenía
consigo, no quiso ir más allá de las palabras, sino que
dijo:
Puesto que dices que me lo mostrarás en las
vivas, cosa que nunca he visto ni oído que fuese así ,
quiero verlo mañana por la mañana, y me quedaré
contento; pero te juro por el cuerpo de Cristo que, si de otra manera
es, te haréazotar de manera que por tu mal te acordarás
siempre que aquívivas de mi nombre.
Terminadas, pues, por aquella tarde las palabras, a la
mañana siguiente, al llegar el día, Currado, a quien no
le había pasado la ira con el sueño, lleno todavía
de rabia se levantó y mandó que le llevasen los
caballos y haciendo montar a Ghichibio en una mula, hacia un río
en cuya ribera siempre solía, al hacerse de día, verse
a las grullas, lo llevó, diciendo:
Pronto veremos quién ha mentido ayer tarde,
si tú o yo.
Ghichibio viendo que todavía duraba la ira de
Currado y que tenía que probar su mentira, no sabiendo cómo
podría hacerlo, cabalgaba junto a Currado con el mayor miedo
del mundo, y de buena gana si hubiese podido se habría
escapado; pero no pudiendo, ora hacia atrás, ora hacia
adelante y a los lados miraba, y lo que veía creía que
eran grullas sobre sus dos patas.
Pero llegados ya cerca del río, antes que nadie
vio sobre su ribera por lo menos una docena de grullas que estaban
sobre una pata como suelen hacer cuando duermen. Por lo que,
rápidamente mostrándolas a Currado, dijo:
Muy bien podéis, señor, ver que ayer
noche os dije la verdad, que las grullas no tienen sino un muslo y
una pata, si miráis a las que allá están.
Currado, viéndolas, dijo:
Espérate que te enseñaré que
tienen dos. Y acercándose un poco más a ellas,
gritó: ¡Hohó !
Con el cual grito, sacando la otra pata, todas después
de dar algunos pasos comenzaron a huir; con lo que Currado,
volviéndose a Ghichibio, dijo:
¿qué te parece, truhán? ¿Te
parece que tienen dos?
Ghichibio, casi desvanecido, no sabiendo él mismo
de dónde le venía la respuesta, dijo:
Señor, sí , pero vos no le gritasteis
«¡hohó !» a la de anoche: que si le hubieseis
gritado, habría sacado el otro muslo y la otra pata como hacen
éstas.
A Currado le divirtiótanto la respuesta, que
toda su ira se convirtió en fiestas y risa, y dijo:
Ghichibio, tienes razón: debía
haberlo hecho.
así pues, con su rápida y divertida
respuesta, evitó la desgracia y se reconcilió con su
señor.
NOVELA QUINTA
Micer
Forese de Rábatta y el maestro Giotto, pintor, viniendo de
Mugello, mutuamente se burlan de su mezquina apariencia(199)
Al callarse Neifile, habiendo gustado mucho a las
señoras la respuesta de Ghichibio, así habló
Pánfilo por voluntad de la reina:
Carísimas señoras, sucede con
frecuencia que, así como la fortuna bajo viles oficios algunas
veces oculta grandes tesoros de virtud, como hace poco fue mostrado
por Pampínea, también bajo feísimas formas
humanas se encuentran maravillosos talentos escondidos por la
naturaleza. La cual cosa muy aparente fue en dos de nuestros
conciudadanos sobre los que entiendo hablar brevemente: porque el
uno, que micer Forese de Rábatta(200)
se llamaba, siendo bajo de estatura y deforme, con una cara tan
aplastada y retorcida que hubiera parecido deforme a cualquiera de
los Baronci que más deformada la tuvo(201)
tuvo tanto talento para las leyes que por muchos hombres de valor fue
reputado almacén de conocimientos civiles; y el otro, cuyo
nombre fue Giotto, fue de ingenio tan excelente que ninguna cosa de
la naturaleza (madre de todas las cosas y alimentadora de ellas con
el continuo girar de los cielos) con el estilo, la pluma o el pincel
había que no pintase tan semejante a ella que no ya semejante
sino más bien ella misma pareciese, en cuanto muchas veces en
las cosas hechas por él se encuentra que el vivísimo
juicio de los hombres se equivoca creyendo ser verdadero lo que es
pintado(202)
Y por ello, habiendo él hecho tornar a la luz
aquel arte que muchos siglos bajo los errores ajenos (que más
para deleitar los ojos de los ignorantes que para complacer al
intelecto de los sabios pintan) había estado sepultada,
merecidamente puede decirse que es una de las luces de la florentina
gloria; y tanto más cuanto que, con la mayor humildad,
viviendo siempre en ella como maestro de las artes, la conquistó
rehusando siempre ser llamado maestro; el cual título, por él
rechazado, tanto más resplandecía en él cuanto
más era usurpado con avidez mayor por quienes menos sabían
que él o por sus discípulos. Pero por muy grande que
fuese su arte, no era él en la persona y el aspecto en nada
más hermoso de lo que era micer Forese. Pero volviendo a la
historia digo que:
Tenían en Mugello micer Forese y Giotto sus
posesiones; y habiendo ido micer Forese a ver las suyas en este
tiempo del verano en que los tribunales tienen vacaciones, y
volviendo por acaso sobre un mal rocín de alquiler, encontró
al ya dicho Giotto, el cual semejantemente, habiendo visto las suyas,
se volvía a Florencia; el cual ni en el caballo ni en los
arreos estando en nada mejor que él, como viejos que eran,
avanzando poco a poco, se juntaron. Sucedió , como muchas veces
en el verano vemos suceder, que les alcanzó una súbita
lluvia, de la que lo más pronto que pudieron se refugiaron en
casa de un labrador amigo y conocido de los dos. Pero luego de un
rato, no llevando el agua aspecto de parar y queriendo ellos llegar
en el día a Florencia, pidiendo prestadas al labrador dos
viejas capas de paño romañés y dos sombreros
todos roídos por el tiempo, porque mejores no había,
comenzaron a caminar.
Ahora, habiendo andado algo, y viéndose todos
mojados y, por las salpicaduras que los rocines hacen en gran
cantidad con las patas, llenos de barro, cosas que no suelen añadir
ningún honor, aclarando un tanto el tiempo, ellos, que
largamente habían venido callados, empezaron a conversar. Y
micer Forese, cabalgando y escuchando a Giotto, que era excelentísimo
conversador, comenzó a considerarlo de lado y de frente y por
todas partes; y viéndolo todo tan deslustrado y tan mezquino,
sin considerarse a sí mismo, comenzó a reírse y
dijo:
Giotto, ¿cuándo, si viniese a
nuestro encuentro algún forastero que nunca te hubiera visto,
crees tú que pensaría que eras el mejor pintor del
mundo, como eres?
Giotto le respondió prestamente:
Señor, creo que lo creería cuando
mirándoos a vos creyese que sabíais el abecé.
Lo que, oyendo micer Forese, su error reconoció y
se vio pagado en la misma moneda con que había vendido las
mercancías.
NOVELA SEXTA
Prueba Michele Scalza a algunos jóvenes que
los Baronci son los hombres más nobles del mundo y del
ultramar y gana una cena.
Todavía reían, las señoras con la
buena y rápida respuesta de Giotto cuando la reina ordenó
seguir a Fiameta, la cual comenzó a hablar así :
Jóvenes señoras, el haber recordado
Pánfilo a los Baronci, a quienes tal vez no conocisteis como
él conoció, me ha traído a la memoria una
historia en la cual cuánta sea su nobleza se muestra sin
desviarnos de nuestro propósito; y por ello me place contarla.
No ha pasado mucho tiempo desde que en
nuestra ciudad hubo un joven llamado Michele Scalza, que era el más
agradable y divertido hombre de mundo, y tenía entre manos las
historias más extravagantes; por la cual cosa los jóvenes
florentinos estimaban mucho, cuando se reunían en compañía
poder contar con él. Ahora, sucedió un día que,
estando él con algunos más en Montughi(203)
empezó entre ellos una disputa sobre cuáles serían
los hombres más nobles de Florencia y los más antiguos;
de los cuales algunos decían que los Uberü y otros los
Lamberü, y quién uno y quién otro, según
les venía al ánimo.
Y oyéndolos Scalza, comenzó a reírse
sarcásticamente y dijo:
Idos por ahí, idos, que sois
unos bobos; no sabéis lo que decís: los hombres más
nobles y los más antiguos, no en Florencia sino en todo el
mundo y en ultramar son los Baronci, y en esto están de
acuerdo todos los filósofos y todo hombre que los conoce como
yo; y para que no creáis que hablo de otros os digo que son
los Baronci vuestros vecinos de Santa María la Mayor(204)
Cuando los jóvenes, que esperaban que dijera otra
cosa, oyeron esto, se burlaron de él todos, y dijeron:
Quieres atraparnos por tontos, como si no
conociésemos a los Baronci como tú .
Dijo Scalza:
No, por el Evangelio, sino que digo la verdad, y
si aquí hay alguno que quiera apostar una cena a pagarla quien
gane, yo apostaréde grado; aún harémás,
que me someteréa la sentencia de quien queráis.
Entre quienes dijo uno, que se llamaba Neri Vannini:
Yo estoy dispuesto a ganar esa cena.
Y poniéndose de acuerdo en tener por juez a Piero
de los Fioretino, en cuya casa estaban, y yéndose a buscarle,
y todos los otros detrás para ver perder a Scalza y burlarse
de él, le contaron todo lo dicho.
Piero, que era discreto joven, oída primeramente
la explicación de Neri, volviéndose hacia Scalza luego,
dijo:
¿Y cómo podrás demostrar esto
que afirmas?
Dijo Scalza:
¿Que cómo? Lo mostrarécon
tal argumento que no sólo tú sino también éste
que lo niega dirá que digo verdad. Sabéis que, cuanto
más antiguos son los hombres más nobles son, y así
decían éstos hace poco; y los Baronci son más
antiguos que cualquiera otro hombre, por lo que son más
nobles; y si os demuestro cómo son más antiguos sin
duda habréganado la disputa. Debéis saber que los
Baronci fueron creados por Dios en el tiempo en que él había
comenzado a aprender a pintar, pero los otros hombres fueron hechos
después de que Nuestro Señor supo pintar. Y si digo la
verdad en esto, pensad en los Baronci y en los demás hombres.
Mientras a todos los demás veréis con los rostros bien
compuestos y debidamente proporcionados, podréis ver a los
Baronci con la cara muy larga y estrecha, y alguno que la tiene ancha
más allá de toda conveniencia, y tal con la nariz muy
larga y tal con ella corta, y algunos con el mentón hacia
afuera o metido hacia adentro, y con quijadas que parecen de asno, y
los hay que tienen un ojo mayor que el otro, y aun quien tiene uno
más alto que el otro, como suelen ser las caras que pintan
primero los niños que aprenden a dibujar; por lo cual, como ya
he dicho, bastante bien se ve que Nuestro Señor los hizo
cuando aprendía a pintar, por lo que éstos son más
antiguos que los otros, y por ello más nobles.
De lo cual acordándose Piero que era el juez y
Neri que había apostado la cena, y acordándose todos
los demás también, y habiendo oído el divertido
argumento de Scalza, empezaron a reírse y a afirmar que Scalza
tenía razón y que había ganado la cena y que con
seguridad los Baronci eran los más nobles y más
antiguos que había, no ya en Florencia sino en el mundo y en
ultramar. Y por ello con toda razón Pánfilo, queriendo
mostrar la fealdad del rostro de micer Forese, dijo que habría
sido horrible en uno de los Baronci.
NOVELA SÉPTIMA
Doña Filipa, encontrada por su marido con
un amante, llamada a juicio, con una pronta y divertida respuesta
consigue su libertad y hace cambiar las leyes.
Ya se callaba Fiameta y todos reían aún
del ingenioso argumento usado por Scalza para ennoblecer sobre todos
los otros a los Baronci, cuando la reina mandó a Filostrato
que novelase; y él comenzó a decir:
Valerosas señoras, buena cosa es saber hablar
bien en todas partes, pero yo juzgo que es buenísimo saber
hacerlo cuando lo pide la necesidad; lo que tan bien supo hacer una
noble señora sobre la cual entiendo hablaros que no solamente
a diversión y risa movió a los oyentes, sino que a sí
misma se desatóde los lazos de una infamante muerte, como
oiréis.
En la ciudad de Prato había antes
una ley, ciertamente no menos condenable que dura, que, sin hacer
distinción, mandaba que igual fuera quemada la mujer que fuese
por el marido hallada en adulterio con algún amante como la
que por dinero con algún otro hombre fuese encontrada. Y
mientras había esta ley sucedió que una noble señora,
hermosa y enamorada más que ninguna otra, cuyo nombre era doña
Filipa, fue hallada en su propia alcoba una noche por Rinaldo de los
Pugliesi, su marido, en brazos de Lazarino de los Guazzagliotri(205)
joven hermoso y noble de aquella ciudad, a quien ella como a sí
misma amaba y era amada por él; la cual cosa viendo Rinaldo,
muy enfurecido, a duras penas se contuvo de echarse encima de ellos y
matarlos, y si no hubiese sido porque temía por sí
mismo, siguiendo el ímpetu de su ira lo habría hecho.
Sujetándose, pues, en esto, no se pudo sujetar de
querer que lo que a él no le era lícito hacer lo
hiciese la ley pratense, es decir, matar a su mujer. Y por ello,
teniendo para probar la culpa de la mujer muy convenientes
testimonios, al hacerse de día, sin cambiar de opinión,
acusando a su mujer, la hizo demandar. La señora, que de gran
ánimo era, como generalmente suelen ser quienes enamoradas
están de verdad, aunque desaconsejándoselo muchos de
sus amigos y parientes, decidió firmemente comparecer y mejor
querer, confesando la verdad, morir con valiente ánimo que
vilmente, huyendo, ser condenada al exilio por rebeldía y
declararse indigna de tal amante como era aquel en cuyos brazos había
estado la noche anterior. Y muy bien acompañada de mujeres y
de hombres, por todos exhortada a que negase, llegada ante el
podestá, preguntó con firme gesto y con segura voz qué
quería de ella. El podestá, mirándola y viéndola
hermosísima y muy admirable en sus maneras, y de gran ánimo
según sus palabras testimoniaban, sintió compasión
de ella, temiendo que fuera a confesar una cosa por la cual tuviese
él que hacerla morir si quería conservar su reputación.
Pero no pudiendo dejar de preguntarle aquello de que era
acusada, le dijo:
Señora, como veis, aquíestá
Rinaldo vuestro marido y se querella contra vos, a quien dice que ha
encontrado en adulterio con otro hombre, y por ello pide que yo,
según una ley dispone, haciéndoos morir os castigue;
pero yo no puedo hacerlo si vos no confesáis, y por ello
cuidaos bien de lo que vais a responder, y decidme si es verdad
aquello de que vuestro marido os acusa.
La señora, sin amedrentarse un punto, con voz
asaz placentera, repuso:
Señor, es verdad que Rinaldo es mi marido y
que la noche pasada me encontró en brazos de Lazarino, en los
que muchas veces he estado por el buen y perfecto amor que le tengo,
y esto nunca lo negaré. Pero como estoy segura que sabéis,
las leyes deben ser iguales para todos y hechas con consentimiento de
aquellos a quienes afectan; cosas que no ocurren con ésta, que
solamente obliga a las pobrecillas mujeres, que mucho mejor que los
hombres podrían satisfacer a muchos; y además de esto,
no ya ninguna mujer, cuando se hizo, le prestó consentimiento
sino que ninguna fue aquíllamada; por las cuales cosas
merecidamente puede decirse que es mala. Y si queréis en
perjuicio de mi cuerpo y de vuestra alma ser ejecutor de ella, a vos
lo dejo; pero antes de que procedáis a juzgar nada, os ruego
que me concedáis una pequeña gracia, que es que
preguntéis a mi marido si yo, cada vez y cuantas veces él
quería, sin decirle nunca que no, le concedía todo de
mímisma o no.
A lo que Rinaldo, sin esperar a que el podestá se
lo preguntase, prestamente repuso que sin duda alguna su mujer
siempre que él la había requerido le había
concedido cuanto quería.
Pues siguiórápidamente la
señora yo os pregunto, señor podestá, si
él ha tomado de mísiempre lo que ha necesitado y le ha
gustado, ¿qué debía hacer yo (o debo) con lo que
me sobra? ¿Debo arrojarlo a los perros? ¿No es mucho
mejor servírselo a un hombre noble que me ama más que a
símismo que dejar que se pierda o se estropee?
Estaban allípara semejante interrogatorio de tan
famosa señora casi todos los pratenses reunidos, los cuales,
al oír tan aguda respuesta, enseguida, luego de mucho reír,
a una voz gritaron que la señora tenía razón y
decía bien; y antes de que se fuesen de allí,
exhortándoles a ello el podestá, modificaron la cruel
ley y dejaron que solamente se refiriese a las mujeres que por dinero
faltasen contra sus maridos. Por la cual cosa Rinaldo, quedándose
confuso con tan loca empresa, se fue del tribunal; y la señora,
alegre y libre, del fuego resucitada, a su casa se volvió
llena de gloria.
NOVELA OCTAVA
Fresco aconseja a su sobrina que no se mire al
espejo si los fastidiosos le eran tan molestos de ver como decía.
La historia contada por Filostrato primero ofendió
con alguna vergüenza los corazones de las señoras que
escuchaban, y con el rubor que apareció en su rostro dieron de
ello señal; y luego, mirándose la una a la otra, apenas
pudiendo contener la risa, la escucharon riendo a escondidas. Pero
luego de que llegó el fin, la reina, volviéndose a
Emilia, le ordenó que siguiese; la cual, no de otro modo que
si se levantase de dormir, suspirando, comenzó:
Atrayentes jóvenes, porque un largo pensamiento
me ha tenido un buen rato lejos de aquí, para obedecer a
nuestra reina, tal vez con una mucho más corta historia de lo
que lo habría hecho si hubiese tenido ánimo, cumpliré,
contándoos el tonto error de una joven corregido por unas
ingeniosas palabras de un tío suyo si ella hubiera sido capaz
de entenderlo.
Uno, pues, que se llamóFresco de
Celático(206)
tenía una sobrina llamada cariñosamente Cesca, la cual,
aunque tuviese gallarda figura y rostro, no era sin embargo de esos
angelicales que muchas veces vemos, pero en tanto y tan noble se
reputaba que había tomado por costumbre censurar a los hombres
y las mujeres y todas las cosas que veía sin mirarse en nada a
símisma, que era mucho más fastidiosa, cansina y
enfadosa que ninguna, porque a su gusto nada podía hacerse; y
tan altanera era, además de todo esto, que si hubiera sido
hija del rey de Francia habría sido excesivo. Y cuando iba por
la calle tanto le olía a quemado que no hacía sino
torcer el gesto como si le llegara hedor de aquel a quien viera o
encontrara. Ahora, dejando otras muchas costumbres suyas
desagradables y fastidiosas, sucedió un día que,
habiendo vuelto a casa, donde Fresco estaba, y sentándose
frente a él, toda deshecha en dengues no hacía sino
suspirar; por lo que preguntándole Fresco le dijo:
Cesca, ¿qué es esto, que siendo hoy
fiesta has vuelto tan pronto a casa?
A quien, hecha melindres, le respondió :
Es verdad que me he venido temprano porque no creo
que nunca en esta ciudad han sido los hombres y las mujeres tan
fastidiosos y molestos como hoy, y no hay nadie en la calle que no me
desagrade como la mala ventura; y no creo que haya mujer en el mundo
a quien más fastidie ver a la gente desagradable que a mí,
y por no verla me he venido tan pronto.
Fresco, a quien grandemente desagradaban las maneras
afectadas de la sobrina, dijo:
Hija, si así te molestan los fastidiosos
como dices, si quieres vivir contenta, no te mires nunca al espejo.
Pero ella, más hueca que una caña y a
quien le parecía igualar a Salomón en inteligencia, no
de otra manera que hubiese hecho un borrego entendió las
acertadas palabras de Fresco; contestó que le gustaba mirarse
al espejo como a las demás; y así en su ignorancia
siguió, y todavía sigue.
NOVELA NOVENA
Guido
Cavalcanti(207)
injuria cortésmente con unas palabras ingeniosas a algunos
caballeros florentinos que lo habían sorprendido.
Advirtiendo la reina que Emilia se había
desembarazado de su historia y que a nadie quedaba por novelar sino a
ella, excepto a aqué l que tenía el privilegio de
decirla al final, así comenzó a decir:
Aunque, gallardas señoras, hoy me habéis
quitado más de dos historias entre las que yo había
pensado contar una, no ha dejado de quedarme una para contar en cuya
conclusión se contienen tales palabras que tal vez ningunas se
han contado de tanta sabiduría.
Debéis, pues, saber que en tiempos pasados había
en nuestra ciudad muchas bellas y encomiables costumbres (de las
cuales hoy no ha quedado ninguna por causa de la avaricia que en ella
ha crecido con las riquezas, que ha desterrado a todas) entre las
cuales había una según la cual en diversos lugares de
Florencia se reunían los nobles de los barrios y hacían
grupos de cierto número, cuidando de poner en ellos a quienes
soportar pudiesen cumplidamente los gastos, y hoy uno mañana
otro, y así sucesivamente todos invitaban a comer, cada uno el
día que le correspondiese, a todo el grupo; y a la mesa
frecuentemente invitaban a nobles forasteros, cuando allí
llegaban, o a otros ciudadanos; y también se vestían de
la misma manera al menos una vez al año; y juntos los días
festivos cabalgaban por la ciudad, y a veces justaban, y máximamente
en las fiestas principales o cuando alguna noticia alegre de victoria
o de otra cosa hubiera llegado a la ciudad.
Entre las cuales compañías
había una de micer Betto Brunelleschi(208)
a la que micer Betto y los compañeros se habían
esforzado mucho por atraer a Guido, de micer Cavalcanti de los
Cavalcanti, no sin razón, porque además de que era uno
de los mejores lógicos que hubiera en su tiempo en el mundo y
un óptimo filósofo natural (cosas de las cuales poco
cuidaba la compañía) fue tan donoso y cortés y
elocuente hombre que todo lo que quería hacer y de un noble
era propio, supo hacerlo mejor que nadie; y además de esto era
riquísimo y lo más que pueda decir la lengua sabía
honrar a quien le parecía que valiese. Pero micer Betto nunca
había podido tenerlo y creía él con sus
compañeros que ello ocurría porque Guido, en sus
especulaciones, muchas veces mucho se abstraía de los hombres;
y porque en algunas cosas compartía las opiniones de los
epicúreos se decía entre la gente vulgar que estas
especulaciones suyas estaban solamente en buscar si podía
probar que Dios no existía.
Ahora, sucedió un día que,
habiendo salido Guido de Orto San Michele y viniendo por el corso de
los Adimari hasta San Giovanni, que muchas veces era su camino,
estando allíesos sepulcros grandes de mármol que hoy
están en Santa Reparata y otros muchos alrededor de San
Giovanni(209)
y estando él entre las columnas de pórfiro que allí
hay y aquellas tumbas y la puerta de San Giovanni, que cerrada
estaba, micer Betto con su compañía a caballo, viendo a
Guido allíentre aquellas sepulturas, dijeron:
Vamos a gastarle una broma.
Y espoleados los caballos, a guisa de un asalto
bullicioso estuvieron encima casi antes de que él se diera
cuenta, y comenzaron a decirle:
Guido, tú te niegas a entrar en nuestra
compañía; pero di, cuando hayas encontrado que Dios no
existe, ¿qué harás?
A quienes Guido, viéndose rodeado por ellos,
prestamente dijo:
Señores, en vuestra casa podéis
decirme todo lo que os plazca.
Y poniendo la mano sobre una de aquellas tumbas, que
eran grandes, como agilísimo que era dio un salto y se puso
del otro lado y, librándose de ellos, se fue. Ellos se
quedaron todos mirándose unos a otros y comenzaron a decir que
era un aturdido y que lo que había contestado no quería
decir nada, siendo como era que allídonde estaban no tenían
ellos nada más que hacer que todos los demás
ciudadanos, y no Guido menos que ninguno de ellos.
Micer Betto, volviéndose a ellos, dijo:
Los aturdidos sois vosotros si no lo habéis
entendido: nos ha dicho cortésmente y con pocas palabras la
mayor injuria del mundo, porque, si bien lo miráis, estas
sepulturas son las casas de los muertos, porque en ellas se los pone
y se quedan los muertos; las cuales dice que son nuestra casa, y nos
prueba que nosotros y los demás hombres incultos y no letrados
somos, en comparación de él y de los otros hombres de
ciencia, peor que muertos, y por ello al estar aquíestamos en
nuestra casa.
Entonces todos entendieron lo que Guido había
querido decir, y avergonzándose, nunca más le gastaron
bromas; y tuvieron en adelante a micer Betto por sutil y entendido
caballero.
NOVELA DÉCIMA
Fray Cebolla promete a algunos campesinos
mostrarles la pluma del ángel Gabriel; al encontrar en lugar
de ella unos carbones, dice que son de aquellos que asaron a San
Lorenzo.
Habiendo todos los de la compañía
completado sus historias, conocióDioneo que a él le
tocaba tener que contar; por la cual cosa, sin demasiado esperar un
mandato solemne, impuesto silencio a quienes las agudas palabras de
Guido alababan, comenzó:
Graciosas señoras, aunque tenga por
privilegio poder hablar de lo que más me agrade, no entiendo
hoy querer separarme de aquella materia de que vosotras todas habéis
muy apropiadamente hablado; sino siguiendo vuestras huellas entiendo
mostraros cuán cautamente con un súbito expediente uno
de los frailes de San Antonio(210)
escapó a una burla que por dos jóvenes le había
sido preparada. Y no deberá seros penoso que, para bien contar
la historia completa, algo me extienda al hablar, si miráis al
sol que todavía está en mitad del cielo.
Certaldo, como tal vez habéis podido oír,
es un burgo de Valdelsa situado en nuestros campos el cual, aunque
sea pequeño, estuvo antiguamente habitado por hombres nobles y
acaudalados; al cual, porque se encontraban buenos pastos,
acostumbraba a ir durante mucho tiempo, todos los años una
vez, a recoger las limosnas que le daban los tontos, un fraile de San
Antonio cuyo nombre era fray Cebolla, tal vez no menos por el nombre
que por otra devoción bien visto allí, como sea que
aquel terreno produce cebollas famosas en toda Toscana. Era este fray
Cebolla pequeño de persona, de pelo rojo y alegre gesto, y lo
más campechano del mundo; y además de esto, no teniendo
ninguna ciencia, tan óptimo hablador y rápido que quien
no lo hubiera conocido no solamente lo habría estimado por
gran retórico sino que habría dicho que era el mismo
Tulio o tal vez Quintiliano; y casi de todos los de la comarca era
compadre o amigo o bienquisto.
El cual, según su costumbre, en el mes de agosto
allí se fue una vez entre otras y un domingo por la mañana,
habiendo todos los buenos hombres y las mujeres de las aldeas de
alrededor venido a misa a la parroquia, cuando le pareció
oportuno, avanzando hacia ellos, dijo:
Señores y señoras, como
sabéis, vuestra costumbre es mandar todos los años a
los pobres del barón señor San Antonio algo de vuestro
grano y de vuestras mieses, quién poco y quién mucho,
según sus posibilidades y su devoción, para que el
beato San Antonio os guarde vuestros bueyes y los burros y las
ovejas; Y además de esto, soléis pagar, y especialmente
quienes a nuestra cofradía están apuntados, esa pequeña
cuota que se paga una vez al año. Para recoger las cuales
cosas he sido mandado por mi superior, es decir, por el señor
abad; y por ello con la bendición de Dios, después de
nona, cuando oigáis tocar las campanillas, venid aquí
fuera de la iglesia, donde yo os echaré el sermón al
modo usado y besaréis la cruz; y además de esto, porque
sé que todos sois devotísimos del barón San
Antonio, como gracia especial os mostraréuna santísima
y bella reliquia, que yo mismo he traído de tierras de
ultramar(211)
y es una de las plumas del ángel Gabriel, que en la alcoba de
la Virgen María se quedócuando vino a visitarla a
Nazaret.
Y dicho esto se calló y volvió
a su misa. Había, cuando fray Cebolla decía estas
cosas, entre otros muchos jóvenes en la iglesia, dos muy
astutos, llamado el uno Giovanni del Bragoniera y el otro Biagio
Pizzini(212)
los cuales, luego de que algún tanto se hubieron reído
entre sí de la reliquia de fray Cebolla, aunque eran muy
amigos suyos y de su compañía, se propusieron hacerle
alguna burla con esta pluma. Y habiendo sabido que fray Cebolla por
la mañana almorzaba en el castillo(213)
con un amigo suyo, al sentirlo sentado a la mesa se bajaron a la
calle y al albergue donde estaba hospedado el fraile se fueron, con
el propósito de que Biagio debía dar conversación
al criado de fray Cebolla y Giovanni debía entre las cosas del
fraile buscar aquella pluma, fuese la que fuese, y quitársela,
para ver qué decía él al pueblo de este asunto.
Tenía fray Cebolla un criado a quien
algunos llamaban Guccio Balena y otros Guccio Imbratta, y quien le
decía Guccio Porco(214)
el cual era tan feo que no es verdad que Lippo Topo(215)
pintase a alguien semejante. Del que muchas veces fray Cebolla
acostumbraba a reírse con su compañía y a decir:
Mi criado tiene nueve cosas tales que si una
cualquiera de ellas se encontrase en Salomón, en Aristóteles
o en sé neca tendría la fuerza de estropear todo su
entendimiento, toda su virtud, toda su santidad. ¡Pensad qué
hombre debe ser éste en quien ni virtud, ni entendimiento ni
santidad alguna hay, habiendo nueve cosas!
Y siendo alguna vez preguntado que cuáles eran
estas nueve cosas, y habiéndolas puesto en verso, respondía:
Os las diré: es calmoso, pringoso y
mentiroso; negligente, desobediente y malediciente; descuidado,
desmemoriado y maleducado, sin contar con que tiene algunos
defectillos, además de éstos que mejor es callarlos. Y
lo que es sumamente risible de sus asuntos es que en todos los sitios
quiere tomar mujer y arrendar una casa, y teniendo la barba larga y
negra y grasienta le parece que es tan hermoso y placentero que cree
que cuantas mujeres le ven se enamoran de él y si se le dejase
andaría detrás de todas perdiendo las calzas. Y es
verdad que me es de gran ayuda porque nunca hay nadie que me quiera
hablar tan en secreto que él no quiera oír su parte, y
si sucede que me pregunten alguna cosa siente tanto miedo de que yo
no sepa responder que prestamente responde él sí o no,
según juzga que conviene.
A éste, al dejarlo en el albergue, fray Cebolla
le había mandado que mirase bien que nadie tocase sus cosas, y
especialmente sus alforjas que es donde estaban las cosas sagradas;
pero Guccio Imbratta, que más gustaba de estar en la cocina
que el ruiseñor sobre las verdes ramas, y máximamente
si a alguna sirvienta olía por allí, habiendo visto a
una del hospedero, grasienta y gruesa y pequeña y mal hecha,
con un par de tetas que parecían dos canastas de abono y con
una cara que parecía de los Baronci, toda sudada, mugrienta y
ahumada, no de otro modo que el buitre se arroja sobre la carroña,
abandonando la cámara de fray Cebolla y todas sus cosas, allá
se dejó caer.
Y aunque fuese agosto, sentándose
junto al fuego comenzó con ésta, que Nuta tenía
por nombre, a entrar en conversación y a decirle que él
era hombre noble por delegación y que tenía más
de milientainueve florines, sin contar con los que tenía que
dar a otro que eran más o menos los mismos, y que sabía
hacer y decir tantas más cosas que ni el dómine
unquanque. Y sin mirar un capuz suyo que tenía tanta grasa que
habría servido para condimentar la caldera de Altopascio(216)
y a su jubonzuelo roto y remendado, y alrededor del cuello y bajo los
sobacos esmaltado de mugre con más manchas y más
colores que nunca tuvieron los paños tártaros o indios
y a sus zapatillas todas rotas y a las calzas descosidas, le dijo,
como si hubiera sido el señor de Chatilió n(217)
que quería darle vestidos y pulirla y sacarla de aquella
esclavitud de estar en casa ajena, y sin tener grandes posesiones,
ponerla en estado de esperar mejor fortuna; y muchas otras cosas, las
cuales, por muy afectuosamente que las dijese, convertidas en aire
como ocurría con la mayoría de sus empresas, se
quedaron en nada.
Encontraron, así , los dos jóvenes a Guccio
Porco ocupado con Nuta; de la cual cosa contentos, porque la mitad
del trabajo se ahorraban, no impidiéndoselo nadie, en la
cámara de fray Cebolla, que encontraron abierta, entrados, la
primera cosa que cogieron para buscar en ella fue la alforja donde
estaba la pluma; y abierta la cual, encontraron en un gran paquete de
cendales envuelta una pequeña arqueta donde, abierta,
encontraron una pluma de aqué llas de la cola de un papagayo,
que pensaron que debía ser la que había prometido
mostrar a los certaldeños. Y ciertamente podía en
aquellos tiempos fácilmente hacérselo creer, porque
todavía los lujos de Egipto no habían llegado a Toscana
sino en pequeña cantidad y no como después en
grandísima abundancia, con ruina de toda Italia han llegado; y
si eran poco conocidos en aquella comarca, no eran nada conocidos por
los habitantes; sino que, conservándose todavía la ruda
honestidad de los antiguos no sólo no habían visto
papagayos, sino que ni de lejos la mayor parte nunca habían
oído hablar de ellos.
Contentos, pues, los jóvenes de haber encontrado
la pluma, la cogieron, y para no dejar la arqueta vacía,
viendo carbones en un rincón de la cámara, llenaron con
ellos la arqueta; y cerrándola y cerrando todas las cosas como
las habían encontrado, sin haber sido vistos, se fueron
contentos con la pluma y se pusieron a esperar lo que fray Cebolla,
al encontrar carbones en lugar de la pluma, iba a decir. Los hombres
y las mujeres sencillos que estaban en la iglesia, al oír que
iban a ver la pluma del arcángel Gabriel después de
nona, terminada la misa se volvieron a casa; y diciéndoselo de
un vecino a otro y de una comadre a otra, al terminar todos de
almorzar, tantos hombres y tantas mujeres acudieron al castillo que
apenas cabían allí, esperando con deseo de ver aquella
pluma.
Fray Cebolla, habiendo almorzado bien y luego dormido un
rato, se levantó un poco después de nona y sintiendo
que una multitud grande de campesinos había venido para ver la
pluma, mandó a decir a Guccio Imbratta que allícon las
campanillas subiera y trajese sus alforjas. El cual, luego que con
trabajo de la cocina y de la Nuta se arrancó, con las cosas
pedidas, con lento paso, allá se fue, y llegando allí
sin aliento porque el beber agua le había hecho hincharse
mucho el cuero, por mandato de fray Cebolla, bajo la puerta de la
iglesia se fue y comenzó a tocar fuertemente las campanillas.
Después de que todo el pueblo se reunió, fray Cebolla,
sin haberse apercibido de que nada le hubieran tocado, comenzó
su sermón y a favor de sus intenciones dijo muchas palabras; y
teniendo que llegar a mostrar la pluma del ángel Gabriel,
diciendo primero con gran solemnidad el Confiteor, hizo encender dos
antorchas, y desenrollando delicadamente los cendales, habiéndose
quitado primero la capucha, fuera sacó la arqueta; y diciendo
primeramente unas palabritas en alabanza y loa del arcángel
Gabriel y de su reliquia, abrió la arqueta. Y cuando llena de
carbones la vio, no sospechó que aquello Guccio Balena lo
hubiera hecho porque sabía que no alcanzaba a tanto, ni lo
maldijo por no haber cuidado de que otro no lo hiciera; sino que se
insultótácitamente por haberle encomendado la guarda
de sus cosas sabiéndolo como lo sabía negligente,
desobediente, descuidado y desmemoriado; pero sin embargo, sin
cambiar de color, alzando el rostro y las manos al cielo dijo de
manera que fue oído por todos:
¡Oh, Dios, alabado sea siempre tu poder!
Luego, volviendo a cerrar la arqueta y volviéndose
al pueblo, dijo:
Señores y señoras,
debéis saber que siendo yo todavía muy joven fui
enviado por un superior mío a aquella parte por donde aparece
el sol, y me fue ordenado con mandamiento expreso que buscase los
privilegios de Porcellana(218)
los cuales, aunque como indulgencias no costasen nada, mucho más
útiles les son a otros que a nosotros; por la cual cosa,
poniéndome en camino, partiendo de Vinegia y yendo por el
Burgo de Griegos(219)
y de allí adelante cabalgando por el reino del Garbo y por
Baldacca, llegué al Parión de donde, no sin sed, luego
de un tanto llegué a Cerdeña. ¿Pero por qué
voy diciéndoos todos los países por donde fui buscando?
llegué , pasado el estrecho de San Giorgio, a Estafia y a
Befia, países muy habitados y con muchas gentes, y de allí
llegué a la Tierra de la Mentira, donde a muchos de nuestros
frailes y de otras religiones encontré, los cuales todos
andaban evitando los disgustos por amor de Dios, poco cuidándose
de otros trabajos cuando veían que perseguían su
utilidad, no gastando más moneda que la que no estaba acuñada
por aquellos países; y pasando de allí a la tierra de
los Abruzzos, donde los hombres y las mujeres van sin zuecos por los
montes, vistiendo a los puercos con sus mismas tripas(220)
y poco más allá me encontréa gentes que llevan
el pan en los bastones y el vino en los morrales, desde donde llegué
a las montañas de los vascos, donde todas las aguas corren
hacia abajo.
»Y en resumen, tanto anduve que
llegué hasta la India Pastinaca(221)
en donde os juro, por el hábito que llevo, que vi volar a los
plumíferos, cosa increíble para quien no los haya
visto; pero no me deje mentir Maso del Saggio(222)
a quien encontréallí hecho un gran mercader que
cascaba nueces y vendía las cáscaras al por menor. Pero
no pudiendo lo que estaba buscando encontrar, porque de allí
en adelante se va por el mar, volviéndome atrás, llegué
a esas santas tierras donde en el verano os cuesta el pan frío
cuatro dineros y el caldo nada os cuesta(223)
y allí encontré al venerable padre señor
Nonmeblasméissiosplace(224)
dignísimo patriarca de Jerusalén, el cual, por
reverencia al hábito que siempre he llevado del barón
señor San Antonio, quiso que viese ya todas las santas
reliquias que tenía junto a sí , y fueron tantas que, si
quisiese describiros todas no vendrían a término en tal
milla; pero por no dejaros desilusionados os diré, sin
embargo, algunas. Primeramente me mostró el dedo del Espíritu
Santo tan entero y sano como nunca lo estuvo, y el tupédel
serafín que se apareció a San Francisco, y una de las
uñas de los querubines, y una de las costillas del
Verbumcaripuestoalajimez(225)
y de los vestidos de la santa fe católica y algunos de los
rayos de la estrella que se apareció a los tres Magos de
Oriente, y una ampolla con el sudor de San Miguel cuando combatió
con el diablo, y la mandíbula de la muerte de San Lázaro
y otras(226)
Y porque yo libremente le entreguélas laderas de Montemoreno
en vulgar y algunos capítulos del Caprezio que largamente
había estado buscando, él me hizo partícipe de
sus santas reliquias y me donó uno de los dientes de la santa
cruz y en una ampolleta algo del sonido de las campanas del templo de
Salomón y la pluma del arcángel Gabriel, de la cual ya
os he hablado, y uno de los zuecos de San Gherardo de Villamagna(227)
el cual yo, no hace mucho, en Florencia di a Gherardo de los Bonsi(228)
que tiene en él grandísima devoción; y me dio
los carbones con los que fue asado el bienaventurado mártir
San Lorenzo; las cuales cosas todas aquí conmigo traje
devotamente, y todas las tengo.
»Y es la verdad que mi superior nunca ha permitido
que las mostrase hasta tanto que no se ha certificado si son ciertas
o no, pero ahora que por algunos milagros hechos por ellas y por
cartas recibidas del patriarca se ha asegurado, me ha concedido la
licencia para que os las muestre; pero yo, temiendo confiárselas
a nadie, siempre las llevo conmigo. Cierto que llevo la pluma del
arcángel Gabriel, para que no se estropee, en una arqueta, y
los carbones con los cuales fue asado San Lorenzo en otra, las cuales
son tan semejantes la una a la otra que muchas veces he cogido la una
por la otra, y ahora me ha ocurrido; y creyendo que había
traído la arqueta donde estaba la pluma, he traído
aquella en donde están los carbones. Lo que no reputo como
error sino que me parece que sea cierto que haya sido la voluntad de
Dios y que Él mismo haya puesto la arqueta de los carbones en
mis manos, acordándome yo hace poco que la fiesta de San
Lorenzo es de aquía dos días; y por ello, queriendo
Dios que yo, al mostraros los carbones con los que fue asado,
encienda en vuestras almas la devoción que en él debéis
tener, no la pluma que quería sino los benditos carbones
rociados con el humor de aquel santísimo cuerpo me hizo coger.
Y por ello, hijos benditos, quitaos las capuchas y acercaos aquí
devotamente a verlos. Pero primero quiero que sepáis que
cualquiera que por estos carbones es tocado con la señal de la
cruz puede vivir seguro todo el año de que no le quemará
fuego que no sienta.
Y luego que hubo dicho así , cantando un laude de
San Lorenzo, abrió la arqueta y mostrólos carbones,
los cuales luego de que un rato la estúpida multitud hubo
mirado con reverente admiración, con grandísimo ruido
de pies todos se acercaron a fray Cebolla, y dando mayores limosnas
de lo que acostumbraban, que les tocase con ellos le rogaban todos.
Por la cual cosa, fray Cebolla, cogiendo aquellos carbones en la
mano, sobre sus camisolas blancas y sobre los jubones y sobre los
velos de las mujeres comenzó a hacer las cruces mayores que le
cabían, afirmando que cuanto se gastaban al hacer aquellas
cruces lo crecían después en la arqueta, como él
había experimentado muchas veces. Y de tal guisa, no sin
grandísima utilidad suya, habiendo cruzado a todos los
certaldeños, por su rápida invención se burló
de aquellos que, quitándole la pluma, habían querido
burlarse de él. Los cuales, estando en su sermón y
habiendo oído el extraordinario remedio encontrado por él,
y cómo se las había arreglado y con qué
palabras, se habían reído tanto que habían
creído que se les desencajaban las mandíbulas; y luego
de que se hubo ido el vulgo, yendo a él, con la mayor fiesta
del mundo lo que habían hecho le descubrieron y luego le
devolvieron su pluma, la cual al año siguiente le valió
no menos que aquel día le habían valido los carbones.
Esta historia dio por igual a toda la compañía
grandísimo placer y solaz y mucho se rieron todos de fray
Cebolla y máximamente de su peregrinación y de las
reliquias tanto vistas por él como traídas; la cual
sintiendo la reina que había acabado, e igualmente su señorío,
poniéndose en pie, se quitó la corona y, riendo, se la
puso en la cabeza a Dioneo y dijo:
Es tiempo, Dioneo, que algo pruebes la carga que
es tener que guiar y gobernar a las mujeres; sé , pues, rey, y
reina de tal manera que al final de tu gobierno lo alabemos.
Dioneo, recibiendo la corona, repuso riendo:
Muchas veces podéis haber visto reyes de
ajedrez que son más preciosos de lo que yo soy; y por cierto
que si me obedecieseis como a un verdadero rey se obedece, os haría
gozar de aquello sin lo cual es verdad que ninguna fiesta es
totalmente alegre. Pero dejemos estas palabras; gobernarécomo
pueda.
Y haciendo, según la costumbre usada, venir al
senescal, lo que tenía que hacer mientras durase su señorío
le mandó; y luego dijo:
Valerosas señoras, de diversas
maneras se ha hablado aquítanto del ingenio humano y de los
varios sucesos que, si la señora Licisca(229)
no hubiese venido aquí hace un rato (que con sus palabras me
ha dado la materia de las futuras narraciones de mañana) temo
que me hubiera costado mucho tiempo encontrar tema sobre el que
hablar. Ella, como habéis oído, dijo que no tenía
una vecina que hubiera ido doncella a su marido, y añadió
que bien sabía cuántas y cuáles burlas seguían
las casadas haciendo a sus maridos. Pero dejando la primera parte,
que es cosa de criaturas, pienso que la segunda deba ser divertida
para hablar de ella, y por ello quiero que mañana se digan,
puesto que la señora Licisca nos ha dado el motivo, burlas que
por amor o por salvación suya han hecho las mujeres a sus
maridos, habiéndose ellos apercibido o no.
Hablar de tal materia parecía a algunas de las
damas que no era apropiado para ellas y le rogaban que cambiase el
tema propuesto; a quienes el rey respondió :
Señoras, sé lo que he
ordenado mejor que vosotras, y de ordenarlo no me podréis
apartar por lo que queréis mostrarme, considerando que estamos
en tales tiempos(230)
que con guardarse los hombres y las mujeres de obrar deshonestamente
toda conversación está permitida. Pues ¿no
sabéis que por la perversidad de esta temporada los jueces han
abandonado los tribunales, las leyes tanto divinas como humanas están
calladas y amplia licencia para conservar la vida se ha concedido a
cada uno? Por lo que, si algo se relaja vuestra honestidad al hablar,
no para seguir con las obras nada desordenado sino para deleite de
los demás y vuestro, no veo con qué argumento os pueda
en el porvenir ser reprochado por nadie. Además de esto,
nuestra compañía, desde el primer momento hasta esta
hora honestísima, por nada que se diga no me parece que en
ningún acto se manche ni sea manchada, con la ayuda de Dios.
Además, ¿quién no conoce vuestra honestidad? La
cual no ya las conversaciones divertidas sino el terror de la muerte
creo que no podría desalentar. Y por decir verdad, quien
supiera que dejasteis de hablar de estas chanzas alguna vez acaso
sospecharía que fueseis culpables de lo que teníais que
narrar y que por ello no quisisteis. Sin contar con que bien me
honraríais si habiendo yo obedecido a todas, ahora, habiéndome
hecho vuestro rey, quisierais imponerme la ley y no hablar de lo que
yo ordenase. Dejad, pues, este temor más propio de ánimos
bajos que de los nuestros, y buena suerte tenga cada una en pensar
una buena historia.
Cuando las señoras esto hubieron oído
dijeron que fuera así como a él le pluguiese; por lo
que el rey hasta la hora de la cena dio a cada uno licencia de hacer
lo que gustase.
Estaba el sol todavía muy alto porque las
narraciones habían sido breves; por lo que, habiéndose
Dioneo con los otros jóvenes puesto a jugar a las tablas,
Elisa, llamando aparte a las otras señoras, dijo:
Desde que estarnos aquíhe deseado llevaros
a un lugar muy cerca de éste donde no creo que ninguna de
vosotras haya estado, y se llama el Valle de las Damas; y hasta ahora
no he visto el momento de poderos llevar allísino hoy, puesto
que el sol está aún alto; y por ello, si os place
venir, no dudo que cuando estéis allíno estéis
contentísimas de haber estado.
Las señoras dijeron que estaban
dispuestas, y llamando a una de sus criadas, sin decir nada a los
jóvenes, se pusieron en camino; y no habían andado más
de una milla cuando llegaron al Valle de las Damas; dentro del cual,
por un camino muy estrecho por una de cuyas partes corría un
clarísimo arroyo, entraron; y lo vieron tan hermoso y tan
deleitoso, y especialmente en aquel tiempo en que el calor era grande
cuanto más podría imaginarse. Y según me dijo
luego alguna de ellas, el llano que había en el valle era tan
redondo como si hubiera sido trazado con compás aunque
artificio de la naturaleza y no de la mano del hombre pareciese; y
tenía de contorno poco más de media milla, rodeado por
seis montañitas no muy altas, y encima de la cumbre de cada
una se veía un edificio que tenía la forma de un
hermoso castillito(231)
Las laderas de tales montañitas
declinando hacia la llanura descendían como en los teatros
vemos que desde la cima las gradas hasta la parte más baja
vienen sucesivamente ordenadas, estrechando siempre su círculo.
Y estaban estas laderas, cuantas a la vertiente del mediodía
miraban, todas con viñas, olivos, almendros, cerezos, higueras
y otras clases muchas de árboles frutales llenas sin dejar un
palmo. Las que miraban al carro del Septentrión(232)
todas eran de bosquecillos de chaparros, fresnos y otros árboles
verdísimos y lo más derechos que podían estar.
La llanura de abajo, sin tener más entrada que aquella por
donde las damas habían venido, estaba llena de abetos, de
cipreses, de laureles y de algunos pinos, tan bien compuestos y tan
bien ordenados como si todos hubieran sido plantados por el mejor
artífice; y entre ellos poco sol o ninguno, entonces que
estaba alto, entraba hasta el suelo, que era todo un prado de hierba
menudísima y llena de flores purpúreas y de otras. Y
además de esto, lo que no menos de deleite que de otra cosa
servía, había un arroyo que desde una de las calles que
dos de aquellas montañitas dividían, caía sobre
peñas de roca viva y al caer hacía un rumor muy
deleitoso al oído, y al salpicar parecía de lejos plata
viva(233)
que cayese de alguna cosa exprimida menudamente; y al llegar abajo a
la pequeña llanura, allí, recogido en una hermosa
acequia hasta la mitad de la llanura velocísimo, y formaba
allíun pequeño lago como a veces a modo de vivero
hacen en su jardín los habitantes de las ciudades que de ello
tienen ocasión.
Y era este lago no más profundo de lo que sea la
estatura de un hombre hasta el pecho, y sin tener en sí mezcla
alguna mostraba clarísimo su fondo que era de menudísimos
guijos que, quien no hubiese tenido otra cosa que hacer, habría
podido contarlos si quisiera; y no solamente al mirar se veía
el fondo del agua sino tantos peces acá y allá ir
discurriendo que además de deleite eran maravilla. Y no estaba
cerrado por la otra orilla sino por el suelo del prado, tanto más
hermoso en su borde cuanto más humedad tenía de él.
El agua que desbordaba su capacidad la recibía otra acequia
por la cual, saliendo fuera del vallecito, a las partes más
bajas corría.
Venidas, pues, aquílas jóvenes damas,
luego de que por todas partes hubieron mirado y alabado mucho el
lugar, siendo grande el calor y viendo el pequeño piélago
delante y sin ningún temor de ser vistas, deliberaron bañarse;
y mandando a su criada que sobre el camino por donde habían
estado se quedase y mirase si alguien venía y se lo hiciera
saber, las siete se desnudaron y entraron en él, que no de
otra manera escondía sus cándidos cuerpos de lo que
haría a una encarnada rosa un cristal sutil. Estando ellas
allímetidas sin que en nada se enturbiase el agua, comenzaron
como podían a andar de acá para allá detrás
de los peces, los cuales mal tenían donde esconderse, y a
querer cogerlos con las manos. Y luego de que en tal diversión,
habiendo cogido algunos, estuvieron un rato, saliendo de allí
se volvieron a vestir y sin poder alabar más el lugar que lo
habían alabado, pareciéndoles tiempo de volverse a
casa, con suave paso, hablando mucho de la belleza del lugar, se
pusieron en camino; y llegando a la villa a bastante buena hora,
todavía allíencontraron jugando a los jóvenes
donde los habían dejado; a quienes Pampínea, riendo,
dijo:
Pues ya os hemos engañado hoy.
¿Y cómo? dijo Dioneo.
¿Comenzáis primero las obras que las palabras?
Dijo Pampínea:
Señor nuestro, sí .
Y extensamente le contóde dónde venían
y cómo era el lugar y cuánto distaba de allíy
lo que habían hecho.
El rey, oyendo hablar de la belleza del lugar, deseoso
de verlo, prestamente hizo ordenar la cena; la cual luego de que con
mucho placer de todos se terminó, los tres jóvenes con
sus sirvientes, dejando a las damas, se fueron a este valle, y
considerando cada cosa, no habiendo estado allínunca ninguno
de ellos, alabaron aquello como una de las más bellas cosas
del mundo; y luego de que se hubieron bañado y volvieron a
vestirse, como se hacía demasiado tarde se volvieron a casa,
donde encontraron a las mujeres que danzaban una carola a un aria
cantada por Fiameta; y con ellas, terminada su carola, entrando en
conversación sobre el Valle de las Damas, mucho bien y muchas
alabanzas dijeron. Por la cual cosa el rey, haciendo venir al
senescal, le mandó que a la mañana siguiente hiciera
que allífuesen preparadas las cosas y fuera llevada alguna
cama por si alguna quisiera dormir o acostarse la siesta. Después
de esto, haciendo venir luces y vino y dulces y un tanto
reconfortados, mandó que todo el mundo se pusiese a bailar; y
habiendo iniciado Pánfilo una danza por voluntad suya, el rey,
volviéndose a Elisa, le dijo amablemente:
Hermosa joven, hoy me hiciste la honra de darme la
corona, y yo quiero hacerte a ti esta noche la de la canción;
y por ello haz una que diga lo que más te guste.
A quien Elisa repuso sonriendo que de buen grado, y con
suave voz comenzóde esta guisa:
Amor, si de tus garras yo saliera
no podría
suceder
que otro de tus anzuelos más mordiera.
Yo era una niña cuando entré en tu
guerra
creyendo que era suma y dulce paz,
y las armas dejé
puestas en tierra
cual quien confía en uno que es
veraz,
tú, desleal tirano, eres rapaz
y me hiciste
caer
con tu armamento y con tu garra fiera.
Luego, bien apretada en tus cadenas,
a quien nació
para verdugo mío,
llena de tristes lágrimas y
penas
presa me diste, y tiene mi albedrío;
y es tan duro
y cruel su señorío
que no pueden mover
su corazón
mis suspiros ni ojeras.
Mis ruegos todos se los lleva el
viento:
nadie me escucha ni me quiere oír,
y, si cada
hora crece mi tormento,
viviendo con dolor no sé
morir,
¡Ah, duélete, señor(234)
de mi sufrir!
Lo que no puedo hacer
haz tú , y dámelo
atado en forma fiera.
Y si no quieres, por lo menos suelta
el
nudo con que me ata la esperanza.
¡Ah, que la libertad me
sea devuelta!
Pues yo tendré, si lo haces, confianza
en
ser bella de nuevo sin tardanza;
y sin más padecer
con
blanca y roja flor ornada fuera(235)
Luego de que con un suspiro muy apesadumbrado Elisa hubo
dado fin a su canción, aunque todos se maravillasen de tales
palabras, ninguno hubo que pudiera adivinar quién de tal
cantar la razón fuese. Pero el rey, que estaba de buen humor,
haciendo llamar a Tíndaro, le ordenó que sacase su
cornamusa, al son de la cual hizo bailar muchas danzas; pero cuando
ya buena parte de la noche había pasado, dijo a todos que se
fuesen a dormir.
TERMINA LA
SEXTA JORNADA
SÉPTIMA JORNADA
COMIENZA LA SÉPTIMA JORNADA
DEL DECAMERóN, EN LA CUAL, BAJO EL GOBIERNO DE DIONEO, SE
DISCURRE SOBRE BURLAS QUE POR AMOR O POR SU SALVACIóN HAN
HECHO LAS MUJERES A SUS MARIDOS, HABIÉNDOSE APERCIBIDO ELLOS O
NO.
Todas las estrellas habían huido ya de las partes
del oriente, con la excepción de aquella que Lucifer llamamos,
que todavía lucía en la blanqueciente aurora, cuando el
senescal, levantándose, con un gran equipaje se fue al Valle
de las Damas para disponer allítodas las cosas según
la orden y el mandato habido de su señor. Después de
cuya marcha no tardómucho en levantarse el rey, a quien había
despertado el estrépito de los cargadores y de las bestias; y
levantándose, hizo levantar a las señoras y a los
jóvenes por igual; y no despuntaban aún bien los rayos
del sol cuando todos se pusieron en camino. Y nunca hasta entonces
les había parecido que los ruiseñores cantaban tan
alegremente y los otros pájaros como aquella mañana les
parecía; por cuyos cantos acompañados se fueron al
Valle de las Damas, donde, recibidos por muchos más, les
pareció que con su llegada se alegrasen. Allí, dando
una vuelta por él y volviendo a mirarlo de arriba abajo, tanto
más bello les pareció que el día pasado cuanto
más conforme era con su belleza la hora del día.
Y luego de que con el buen vino y los dulces hubieron
roto el ayuno para que por los pájaros no fuesen superados,
comenzaron a cantar, y junto con ellos el valle, siempre entonando
las mismas canciones que decían ellos a las que todos los
pájaros, como si no quisiesen ser vencidos, dulces y nuevas
notas añadían. Mas luego que la hora de comer fue
venida, puestas la, mesas bajo los frondosos laureles y los otros
verdes árboles, junto al bello lago, como plugo al rey, fueron
a sentarse, y mientras comían veían a lo peces nadar
por el lago en anchísimos bancos; lo que, tanto como de mirar
daba a veces motivo para conversar. Pero luego de que llegó el
final del almuerzo, y las viandas y las mesas fueron retiradas,
todavía más contentos que antes empezaron a cantar y
luego de esto a tañer sus instrumentos y a danzar; y después,
habiéndose puesto camas en muchos lugares por el pequeño
valle (todas por el discreto senescal rodeadas de sargas francesas y
de cortinas cerradas) con licencia del rey, quien quiso pudo irse a
dormir; y quien dormir no quiso, con los otros a sus acostumbrados
entretenimientos podía entregarse a su placer. Pero llegada ya
la hora en que todos estaban levantados y era tiempo de recogerse a
novelar, según quiso el rey, no lejos del lugar donde comido
habían, haciendo extender tapetes sobre la hierba y sentándose
cerca del lago, mandó el rey a Emilia que comenzase; la cual,
alegremente, así comenzó a decir sonriendo:
NOVELA PRIMERA
Gianni Lotteringhi oye de noche llamar a su
puerta; despierta a su mujer y ella le hace creer que es un
espantajo; van a conjurarlo con una oración y las llamadas
cesan.
Señor mío, me hubiera
agradado muchísimo, si a vos os hubiera placido, que otra
persona en lugar de míhubiera a tan buena materia como es
aquella de que hablar debemos hoy dado comienzo; pero puesto que os
agrada que sea yo quien a las demás dévalor, lo haré
de buena gana. Y me ingeniaré, carísimas señoras,
en decir, algo que pueda seros útil en el porvenir, porque si
las demás son como yo, todas somos medrosas, y máximamente
de los espantajos que sabe Dios que no sé qué son ni he
encontrado hasta ahora a nadie que lo supiera, pero a quienes todas
tememos por igual(236)
y para hacerlos irse cuando vengan a vosotras, tomando buena nota de
mi historia, podréis una santa y buena oración, y muy
valiosa para ello, aprender.
Hubo en Florencia, en el barrio de San
Brancazio, un vendedor de estambre que se llamóGianni
Lotteringhi, hombre más afortunado en su arte que sabio en
otras cosas, porque teniendo algo de simple, era con mucha frecuencia
capitán de los laudenses de Santa María la Nueva(237)
y tenía que ocuparse de su coro, y otras pequeñas
ocupaciones semejantes desempeñaba con mucha frecuencia, con
lo que él se tenía en mucho; y aquello le ocurría
porque muy frecuentemente, como hombre muy acomodado, daba buenas
pitanzas a los frailes. Los cuales, porque el uno unas calzas, otro
una capa y otro un escapulario le sacaban con frecuencia, le
enseñaban buenas oraciones y le daban el paternoste en vulgar(238)
y la canción de San Alejo y el lamento de San Bernardo y las
alabanzas de doña Matelda y otras tonterías tales, que
él tenía en gran aprecio y todas por la salvación
de su alma las decía muy diligentemente. Ahora, tenía
éste una mujer hermosísima y atrayente por esposa, la
cual tenía por nombre doña Tessa y era hija de
Mannuccio de la Cuculía, muy sabia y previsora, la cual,
conociendo la simpleza del marido, estando enamorada de Federigo de
los Neri Pegolotti(239)
el cual hermoso y lozano joven era, y él de ella, arregló
con una criada suya que Federigo viniese a hablarle a una tierra muy
bella que el dicho Gianni tenía en Camerata, donde ella estaba
todo el verano; y Gianni alguna vez allívenía por la
tarde a cenar y a dormir y por la mañana se volvía a la
tienda y a veces a sus laúdes.
Federigo, que desmesuradamente lo deseaba,
cogiendo la ocasión, un día que le fue ordenado, al
anochecer allá se fue, y no viniendo Gianni por la noche, con
mucho placer y tiempo, cenó y durmió con la señora,
y ella, estando en sus brazos por la noche, le enseñó
cerca de seis de los laúdes de su marido. Pero no entendiendo
que aqué lla fuese la última vez como había sido
la primera, ni tampoco Federigo, para que la criada no tuviese que ir
a buscarle a cada vez, arreglaron juntos esta manera: que él
todos los días, cuando fuera o volviera de una posesión
suya que un poco más abajo estaba, se fijase en una viña
que había junto a la casa de ella, y vería una calavera
de burro sobre un palo de los de la vid(240)
la cual, cuando con el hocico vuelto hacia Florencia viese,
seguramente y sin falta por la noche, viniese a ella, y si no
encontraba la puerta abierta, claramente llamase tres veces, y ella
le abriría; y cuando viese el hocico de la calavera vuelto
hacia Fiésole no viniera porque Gianni estaría allí.
Y haciendo de esta manera, muchas veces juntos
estuvieron; pero entre las otras veces hubo una en que, debiendo
Federigo cenar con doña Tessa, habiendo ella hecho asar dos
gordos capones, sucedió que Gianni, que no debía venir,
muy tarde vino. De lo que la señora mucho se apesadumbró,
y él y ella cenaron un poco de carne salada que había
hecho salcochar aparte; y la criada hizo llevar, en un mantel blanco,
los dos capones guisados y muchos huevos frescos y una frasca de buen
vino a un jardín suyo al cual podía entrarse sin ir por
la casa y donde ella acostumbraba a cenar con Federigo alguna vez, y
le dijo que al pie de un melocotonero que estaba junto a un
pradecillo aquellas cosas pusiera; y tanto fue el enojo que tuvo, que
no se acordóde decirle a la criada que esperase hasta que
Federigo viniese y le dijera que Gianni estaba allíy que
cogiera aquellas cosas del huerto. Por lo que, yéndose a la
cama Gianni y ella, y del mismo modo la criada, no pasómucho
sin que Federigo llegase y llamase una vez claramente a la puerta, la
cual estaba tan cerca de la alcoba, que Gianni lo sintió
incontinenti, y también la mujer; pero para que Gianni nada
pudiera sospechar de ella, hizo como que dormía.
Y, esperando un poco, Federigo llamó la segunda
vez; de lo que maravillándose Gianni, pellizcó un poco
a la mujer y le dijo:
Tessa, ¿oyes lo que yo? Parece que llaman a
nuestra puerta.
La mujer, que mucho mejor que él lo había
oído, hizo como que se despertaba, y dijo:
¿qué dices, eh?
Digo dijo Gianni que parece que llaman
a nuestra puerta.
¿Llaman? ¡Ay, Gianni mío! ¿No
sabes lo que es? Es el espantajo, de quien he tenido estas noches el
mayor miedo que nunca se tuvo, tal que, cuando lo he sentido, me he
tapado la cabeza y no me he atrevido a destapármela hasta que
ha sido día claro.
Dijo entonces Gianni:
Anda, mujer, no tengas miedo si es
él, porque he dicho antes el Te lucis y la Intermerata(241)
y muchas otras buenas oraciones cuando íbamos a acostarnos y
también he persignado la cama de esquina a esquina con el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y no hay que
tener miedo: que no puede, por mucho poder que tenga, hacernos daño.
La mujer, para que Federigo por acaso no sospechase otra
cosa y se enojase con ella, deliberó que tenía que
levantarse y hacerle oír que Gianni estaba dentro, y dijo al
marido:
Muy bien, tú di tus palabras; yo por mi
parte no me tendrépor salvada ni segura si no lo conjuramos,
ya que estás tú aquí.
Dijo Gianni:
¿Pues cómo se le conjura?
Dijo la mujer:
Yo bien lo sé , que antier, cuando fui a
Fiésole a ganar las indulgencias, una de aquellas ermitañas
que es, Gianni mío, la cosa más santa que Dios te diga
por mí, viéndome tan medrosa me enseñó
una santa y buena oración, y dijo que la había probado
muchas veces antes de ser ermitaña y siempre le había
servido. Pero Dios sabe que sola nunca me habría atrevido a ir
a probarla; Pero ahora que estás tú , quiero que vayamos
a conjurarlo.
Gianni dijo que muy bien le parecía; y
levantándose, se fueron los dos calladamente a la puerta,
fuera de la cual todavía Federigo, ya sospechando, estaba; y
llegados allí, dijo la mujer a Gianni:
Ahora escupe cuando yo te lo diga(242)
Dijo Gianni:
Bien.
Y la mujer comenzó la oración, y dijo:
Espantajo, espantajo, que por la noche vas, con la
cola tiesa viniste, con la cola tiesa te irás; vete al huerto
junto al melocotonero, allí hay grasa tiznada y cien cagajones
de mi gallina; cata el frasco y vete deprisa, y no hagas daño
ni a mí ni a mi Gianni.
Y dicho así , dijo al marido:
¡Escupe, Gianni!
Y Gianni escupió; y Federigo, que fuera estaba y
esto oído, ya desvanecidos los celos, con toda su melancolía
tenía tantas ganas de reír que estallaba, y en voz
baja, cuando Gianni escupía, decía:
Los dientes.
La mujer, luego de que en esta guisa hubo conjurado tres
veces al espantajo, a la cama volvió con su marido. Federigo,
que con ella esperaba cenar, no habiendo cenado y habiendo bien las
palabras de la oración entendido, se fue al huerto y junto al
melocotonero encontrando los dos capones y el vino y los huevos, se
los llevó a casa y cenó con gran gusto; y luego las
otras veces que se encontró con la mujer mucho con ella rió
de este conjuro.
Es cierto que dicen algunos que sí
había vuelto la mujer la calavera del burro hacia
Fiésole, pero que un labrador que pasaba por la viña le
había dado con un bastón y le había hecho dar
vueltas, y se había quedado mirando a Florencia, y por ello
Federigo, creyendo que le llamaban, había venido, y que la
mujer había dicho la oración de esta guisa: «Espantajo,
espantajo, vete con Dios, que la calavera del burro no la volví
yo, que otro fue, que Dios le dé castigo y yo estoy aquí
con el Gianni mío»; por lo que, yéndose, sin
albergue y sin cena se había quedado. Pero una vecina mía,
que es una mujer muy vieja, me dice que una y otra fueron verdad,
según lo que ella de niña había oído,
pero que la última no a Gianni Lotteringhi había
sucedido sino a uno que se llamó Gianni de Nello(243)
que estaba en Porta San Pietro no menos completo bobalicón que
lo fue Gianni Lotteringhi. Y por ello, caras señoras mías,
a vuestra elección dejo tomar la que más os plazca de
las dos, o si queréis las dos: tienen muchísima virtud
para tales cosas, como por experiencia habéis oído;
aprendedlas y ojalá os sirvan.
NOVELA SEGUNDA
Peronella mete a su amante en una tinaja al volver
su marido a casa; la cual habiéndola vendido el marido, ella
le dice que la ha vendido ella a uno que está dentro mirando a
ver si le parece bien entera; el cual, saliendo fuera, hace que el
marido la raspe y luego se la lleve a su casa.
Con grandísima risa fue la historia de Emilia
escuchada y la oración como buena y santa elogiada por todos,
siendo llegado el fin de la cual mandó el rey a Filostrato que
siguiera, el cual comenzó:
Carísimas señoras mías, son tantas
las burlas que los hombres os hacen y especialmente los maridos, que
cuando alguna vez sucede que alguna al marido se la haga, no debíais
vosotras solamente estar contentas de que ello hubiera ocurrido, o de
enteraros de ello o de oírlo decir a alguien, sino que
deberíais vosotras mismas irla contando por todas partes, para
que los hombres conozcan que si ellos saben, las mujeres por su
parte, saben también; lo que no puede sino seros útil
porque cuando alguien sabe que otro sabe, no se pone a querer
engañarlo demasiado fácilmente. ¿Quién
duda, pues, que lo que hoy vamos a decir en torno a esta materia,
siendo conocido por los hombres, no sería grandísima
ocasión de que se refrenasen en burlaros, conociendo que
vosotras, si queréis, sabríais burlarlos a ellos? Es,
pues, mi intención contaros lo que una jovencita, aunque de
baja condición fuese, casi en un momento, para salvarse hizo a
su marido.
No hace casi nada de tiempo que un pobre
hombre, en Nápoles, tomó por mujer a una hermosa y
atrayente jovencita llamada Peronella; y él con su oficio, que
era de albañil, y ella hilando, ganando muy escasamente, su
vida gobernaban como mejor podían. Sucedió que un joven
galanteador, viendo un día a esta Peronella y gustándole
mucho, se enamoróde ella, y tanto de una manera y de otra la
solicitó que llegó a intimar con ella. Y para estar
juntos tomaron el acuerdo de que, como su marido se levantaba
temprano todas las mañanas para ir a trabajar o a buscar
trabajo, que el joven estuviera en un lugar de donde lo viese salir;
y siendo el barrio donde estaba, que Avorio se llama, muy solitario,
que, salido él, éste a la casa entrase; y así lo
hicieron muchas veces. Pero entre las demás sucedió una
mañana que, habiendo el buen hombre salido, y Giannello
Scrignario(244)
que así se llamaba el joven, entrado en su casa y estando con
Peronella, luego de algún rato (cuando en todo el día
no solía volver) a casa se volvió , y encontrando la
puerta cerrada por dentro, llamó y después de llamar
comenzó a decirse:
Oh, Dios, alabado seas siempre, que, aunque me
hayas hecho pobre, al menos me has consolado con una buena y honesta
joven por mujer. Ve cómo enseguida cerró la puerta por
dentro cuando yo me fui para que nadie pudiese entrar aquíque
la molestase.
Peronella, oyendo al marido, que conoció en la
manera de llamar, dijo:
¡Ay! Giannelo mío, muerta soy, que
aquíestá mi marido que Dios confunda, que ha vuelto, y
no sé qué quiere decir esto, que nunca ha vuelto a esta
hora; tal vez te vio cuando entraste. Pero por amor de Dios, sea como
sea, métete en esa tinaja que ves ahíy yo iréa
abrirle, y veamos qué quiere decir este volver esta mañana
tan pronto a casa.
Giannello prestamente entró en la tinaja, y
Peronella, yendo a la puerta, le abrió al marido y con mal
gesto le dijo:
¿Pues qué novedad es ésta que
tan pronto vuelvas a casa esta mañana? A lo que me parece, hoy
no quieres dar golpe, que te veo volver con las herramientas en la
mano; y si eso haces, ¿de qué viviremos? ¿De
dónde sacaremos pan? ¿Crees que voy a sufrir que me
empeñes el zagalejo y las demás ropas mías, que
no hago día y noche más que hilar, tanto que tengo la
carne desprendida de las uñas, para poder por lo menos tener
aceite con que encender nuestro candil? Marido, no hay vecina aquí
que no se maraville y que no se burle de mícon tantos
trabajos y cuáles que soporto; y tú te me vuelves a
casa con las manos colgando cuando deberías estar en tu
trabajo.
Y dicho esto, comenzó a sollozar y a decir de
nuevo:
¡Ay! ¡Triste de mí,
desgraciada de mí! ¡En qué mala hora nací!
En qué mal punto vine aquí(245)
que habría podido tener un joven de posición y no
quise, para venir a dar con este que no piensa en quién se ha
traído a casa. Las demás se divierten con sus amantes,
y no hay una que no tenga quién dos y quién tres, y
disfrutan, y le enseñan al marido la luna por el sol; y yo,
¡mísera de mí!, porque soy buena y no me ocupo de
tales cosas, tengo males y malaventura. No sé por qué
no cojo esos amantes como hacen las otras. Entiende bien, marido mío,
que si quisiera obrar mal, bien encontraría con quién,
que los hay bien peripuestos que me aman y me requieren y me han
mandado propuestas de mucho dinero, o si quiero ropas o joyas, y
nunca me lo sufrió el corazón, porque soy hija de mi
madre; ¡y tú te me vuelves a casa cuando tenías
que estar trabajando!
Dijo el marido:
¡Bah, mujer!, no te molestes,
por Dios; debes creer que te conozco y sé quién eres, y
hasta esta mañana me he dado cuenta de ello. Es verdad que me
fui a trabajar, pero se ve que no lo sabes, como yo no lo sabía;
hoy es el día de San Caleone y no se trabaja, y por eso me he
vuelto a esta hora a casa; pero no he dejado de buscar y encontrar el
modo de que hoy tengamos pan para un mes, que he vendido a este que
ves aquíconmigo la tinaja, que sabes que ya hace tiempo nos
está estorbando en casa: ¡y me da cinco liriados(246)
Dijo entonces Peronella:
Y todo esto es ocasión de mi dolor: tú
que eres un hombre y vas por ahíy debías saber las
cosas del mundo has vendido una tinaja en cinco liriados que yo,
pobre mujer, no habías apenas salido de casa cuando, viendo lo
que estorbaba, la he vendido en siete a un buen hombre que, al volver
tú, se metiódentro para ver si estaba bien sólida.
Cuando el marido oyó esto se puso más que
contento, y dijo al que había venido con él para ello:
Buen hombre, vete con Dios, que ya oyes que mi
mujer la ha vendido en siete cuando tú no me dabas más
que cinco.
El buen hombre dijo:
¡Sea en buena hora!
Y se fue.
Y Peronella dijo al marido:
¡Ven aquí, ya estás aquí,
y vigila con él nuestros asuntos!
Giannello, que estaba con las orejas tiesas para ver si
de algo tenía que temer o protegerse, oídas las
explicaciones de Peronella, prestamente salió de la tinaja; y
como si nada hubiera oído de la vuelta del marido, comenzó
a decir:
¿Dónde estáis, buena mujer?
A quien el marido, que ya venía, dijo:
Aquíestoy, ¿qué quieres?
Dijo Giannello:
¿Quién eres tú ? Quiero hablar
con la mujer con quien hice el trato de esta tinaja.
Dijo el buen hombre:
Habla con confianza conmigo, que soy su marido.
Dijo entonces Giannello:
La tinaja me parece bien entera, pero me parece
que habéis tenido dentro heces, que está todo
embadurnado con no sé qué cosa tan seca que no puedo
quitarla con las uñas, y no me la llevo si antes no la veo
limpia.
Dijo Peronella entonces:
No, por eso no quedará el trato; mi marido
la limpiará.
Y el marido dijo:
Sí, por cierto.
Y dejando las herramientas y quedándose en
camino, se hizo encender una luz y dar una raedera, y entró
dentro incontinenti y comenzó a raspar.
Y Peronella, como si quisiera ver lo que hacía,
puesta la cabeza en la boca de la tinaja, que no era muy alta, y
además de esto uno de los brazos con todo el hombro, comenzó
a decir a su marido:
Raspa aquí, y aquí y también
allí... Mira que aquí ha quedado una pizquita.
Y mientras así estaba y al marido
enseñaba y corregía, Giannello, que completamente no
había aquella mañana su deseo todavía satisfecho
cuando vino el marido, viendo que como quería no podía,
se ingenió en satisfacerlo como pudiese; y arrimándose
a ella que tenía toda tapada la boca de la tinaja, de aquella
manera en que en los anchos campos los desenfrenados caballos
encendidos por el amor asaltan a las yeguas de Partia(247)
a efecto llevó el juvenil deseo; el cual casi en un mismo
punto se completó y se terminóde raspar la tinaja, y
él se apartó y Peronella quitó la cabeza de la
tinaja, y el marido salió fuera.
Por lo que Peronella dijo a Giannello:
Coge esta luz, buen hombre, y mira si está
tan limpia como quieres
Giannello, mirando dentro, dijo que estaba
bien y que estaba contento y dándole siete liriados se la hizo
llevar a su casa(248)
NOVELA TERCERA
Fray Rinaldo se acuesta con su comadre, lo
encuentra el marido con ella en la alcoba y le hacen creer que estaba
conjurando las lombrices del ahijado.
No pudo Filostrato hablar tan oscuro de las yeguas
partias que las sagaces señoras no le entendiesen y no se
riesen algo, aunque fingiendo reírse de otra cosa. Pero luego
de que el rey conoció que su historia había terminado,
ordenó a Elisa que ella hablara; la cual, dispuesta a
obedecer, comenzó:
Amables señoras, el conjuro del espantajo de
Emilia me ha traído a la memoria una historia de otro conjuro
que, aunque no sea tan buena como fue aqué lla, porque no se me
ocurre ahora otra sobre nuestro asunto, la contaré.
Debéis saber que en Siena hubo en tiempos pasados
un joven muy galanteador y de honrada familia que tuvo por nombre
Rinaldo; y amando sumamente a una vecina suya y muy hermosa señora
y mujer de un hombre rico, y esperando (si pudiera encontrar el modo
de hablarle sin sospechas) conseguir de ella todo lo que deseaba, no
viendo ninguno y estando la señora grávida, pensó
en convertirse en su compadre; y haciendo amistad con su marido, del
modo que más conveniente le parecióse lo dijo, y así
se hizo.
Habiéndose, pues, Rinaldo convertido en compadre
de doña Agnesa y teniendo alguna ocasión más
pintada para poder hablarle, le hizo conocer con palabras aquella
parte de su intención que ella mucho antes había
conocido en las expresiones de sus ojos; pero poco le valió ,
sin embargo, aunque no desagradara a la señora haberlo oído.
Sucedió no mucho después que, fuera cual fuese la
razón, Rinaldo se hizo fraile y, encontrara como encontrase
aquel pasto, perseveró en ello; y sucedió que un poco,
en el tiempo en que se hizo fraile, había dejado de lado el
amor que tenía a su comadre y algunas otras vanidades, pero
con el paso del tiempo, sin dejar los hábitos las recuperó
y comenzó a deleitarse en aparentar y en vestir con buenos
paños y en ser en todas sus cosas galante y adornado, y en
hacer canciones y sonetos y baladas, y a cantar, y en una gran
cantidad de otras cosas semejantes a éstas.
Pero ¿qué estoy yo diciendo del fray
Rinaldo de que hablamos? ¿Quiénes son los que no hacen
lo mismo? ¡Ay, vituperio del perdido mundo! No se avergüenzan
de aparecer gordos, de aparecer con el rostro encarnado, de aparecer
refinados en los vestidos y en todas sus cosas, y no como palomas
sino como gallos hinchados con la cresta levantada encopetados
proceden; y lo que es peor, dejemos el que tengan sus celdas llenas
de tarros colmados de electuario y de ungüentos, de cajas de
varios dulces llenas, de ampollas y de redomitas con aguas destiladas
y con aceites, de frascos con malvasí a y con vino griego y con
otros desbordantes, hasta el punto de que no celdas de frailes sino
tiendas de especieros o de drogueros parecen mayormente a los que las
ven; no se avergüenzan ellos de que los demás sepan que
son golosos, y se creen que los demás no saben y conocen que
los muchos ayunos, las comidas ordinarias y escasas y el vivir
sobriamente haga a los hombres magros y delgados y la mayoría
de las veces sanos; y si a pesar de todo los hacen enfermos, al menos
no enferman de gota, para la que se suele dar como medicamento la
castidad y todas las demás cosas apropiadas a la vida de un
modesto fraile.
Y se creen que los demás no conocen que además
de la vida austera, las vigilias largas, el orar y el disciplinarse
deben hacer a los hombres pálidos y afligidos, y que ni Santo
Domingo ni San Francisco, sin tener cuatro capas cada uno, no de
lanilla teñida ni de otros paños señoriles, sino
hechos con lana gruesa y de natural color, para protegerse del frío
y no para aparentar se vestían. ¡Que Dios los ayude como
necesitan las almas de los simples que los alimentan!
así pues, vuelto fray Rinaldo a sus primeros
apetitos, comenzó a visitar con mucha frecuencia a su comadre;
y habiendo crecido su arrogancia, con más instancias que antes
lo hacía comenzó a solicitarle lo que deseaba de ella.
La buena señora, viéndose solicitar mucho
y pareciéndole tal vez fray Rinaldo más guapo de lo que
solía, siendo un día muy importunada por él,
recurrió a lo mismo que todas aquellas que tienen deseos de
conceder lo que se les pide, y dijo:
¿Cómo, fray Rinaldo, y es que los
frailes hacen esas cosas?
A quien el fraile contestó:
Señora, cuando yo me quite este hábito,
que me lo quito muy fácilmente, os pareceréun hombre
hecho como los otros, y no un fraile.
La señora se rió y dijo:
¡Ay, triste de mí! Sois
compadre mío(249)
¿cómo podría ser esto? Estaría demasiado
mal, y he oído muchas veces que es un pecado demasiado grande;
y en verdad que si no lo fuese haría lo que quisierais.
A quien fray Rinaldo dijo:
Sois tonta si lo dejáis por eso. No digo
que no sea pecado, pero otros mayores perdona Dios a quienes se
arrepienten. Pero decidme: ¿quién es más
pariente de vuestro hijo, yo que lo sostuve en el bautismo o vuestro
marido que lo engendró?
La señora repuso:
Más pariente suyo es mi marido.
Decís verdad dijo el fraile. ¿Y
vuestro marido no se acuesta con vos?
Claro que sí repuso la señora.
Pues dijo el fraile y yo, que soy
menos pariente de vuestro hijo que vuestro marido, tanto debo poder
acostarme con vos como vuestro marido.
La señora, que no sabia lógica y de
pequeño empujón necesitaba, o creyóo hizo como
que creía que el fraile decía verdad; y respondió :
¿Quién sabría contestar a
vuestras palabras?
Y luego, no obstante el compadrazgo, se
dejóllevar a hacer su gusto; y no comenzaron una sola vez
sino que con la tapadera del compadrazgo teniendo más
facilidad porque la sospecha era menor, muchas y muchas veces
estuvieron juntos. Pero entre las demás sucedió una
que, habiendo fray Rinaldo venido a casa de la señora y viendo
que allíno había nadie sino una criadita de la señora,
asaz hermosa y agradable, mandando a su compañero con ella al
aposento de las palomas(250)
a enseñarle el padrenuestro, él con la señora,
que de la mano llevaba a su hijito, se metieron en la alcoba y,
cerrando por dentro, sobre un diván que en ella había
comenzaron a juguetear; y estando de esta guisa sucedió que
volvió el compadre, y sin que nadie lo sintiese se fue a la
puerta de la alcoba, y dio golpes y llamó a la mujer.
Doña Agnesa, oyendo esto, dijo:
Muerta soy, que aquíestá mi marido,
ahora se dará cuenta de cuál es la razón de
nuestro trato.
Estaba fray Rinaldo desnudo, esto es sin hábito y
sin escapulario, en camiseta; el cual esto oyendo, dijo tristemente:
Decís verdad; si yo estuviese vestido
alguna manera encontraría; pero si le abrís y me
encuentra así no podrá encontrarse ninguna excusa.
La señora, por una inspiración súbita
ayudada, dijo:
Pues vestíos; y cuando estéis
vestido coged en brazos a vuestro ahijado y escuchad bien lo que voy
a decirle, para que vuestras palabras estén de acuerdo con las
mías; y dejadme hacer a mí.
El buen hombre no había dejado de llamar cuando
la mujer repuso:
Ya voy. Y levantándose, con buen
gesto se fue a la puerta de la alcoba y, abriéndola, dijo:
Marido mío, te digo que fray Rinaldo nuestro compadre ha
venido y que Dios lo mandó porque seguro que si no hubiese
venido habríamos perdido hoy a nuestro niño.
Cuando el estúpido santurrón oyó
esto, todo se pasmó, y dijo:
¿Cómo?
Oh, marido mío dijo la mujer,
le vino antes de improviso un desmayo que me creíque estaba
muerto, y no sabía qué hacerme ni qué decirme,
si no llega a aparecer entonces fray Rinaldo nuestro compadre y,
cogiéndolo en brazos, dijo: «Comadre, esto son lombrices
que tiene en el cuerpo que se le están acercando al corazón
y lo matarían con seguridad; pero no temáis, que yo las
conjuraréy las harémorir a todas y antes de que yo me
vaya de aquíveréis al niño tan sano como nunca
lo habéis visto». Y porque te necesitábamos para
decir ciertas oraciones y la criada no pudo encontrarte se las mandó
decir a su compañero en el lugar más alto de la casa, y
él y yo nos entramos aquídentro; y porque nadie más
que la madre del niño puede estar presente a tal servicio,
para que otros no nos molestasen aquínos encerramos; y ahora
lo tiene él en brazos, y creo que no espera sino a que su
compañero haya terminado de decir las oraciones, y estará
terminando, porque el niño ya ha vuelto en sí del todo.
El santurrón, creyendo estas cosas, tanto el
cariño por su hijo lo conmovió que no se le vino a la
cabeza el engaño urdido por la mujer, sino que dando un gran
suspiro dijo:
Quiero ir a verle.
Dijo la mujer:
No vayas, que estropearías lo que se ha
hecho; espérate, quiero ve si puedes entrar y te llamaré.
Fray Rinaldo, que todo había oído y se
había vestido a toda prisa y había cogido al niño
en brazos, cuando hubo dispuesto las cosas a su modo llamó:
Comadre, ¿no es el compadre a quien oigo
ahí?
Repuso el santurrón:
Señor, sí .
Pues dijo fray Rinaldo, venid aquí.
El santurrón allá fue y fray Rinaldo le
dijo:
Tomad a vuestro hijo, salvado por la gracia de
Dios, cuando he creído poco ha, que no lo veríais vivo
al anochecer; y bien haríais en hacer poner una figura de cera
de su tamaño a la gloria de Dios delante de la estatua del
señor San Ambrosio, por los méritos del cual Dios os ha
hecho esta gracia.
El niño, al ver a su padre, corrióhacia
él y le hizo fiestas como hacen los niños pequeños;
el cual, cogiéndolo en brazos, llorando no de otra manera que
si lo sacase de la fosa, comenzó a besarlo y a darle gracias a
su compadre que se lo había curado.
El compañero de fray Rinaldo, que no un
padrenuestro sino más de cuatro había enseñado a
la criadita, y le había dado una bolsa de hilo blanco que le
había dado a él una monja, y la había hecho
devota suya, habiendo oído al santurrón llamar a la
alcoba de la mujer, calladamente había venido a un sitio desde
donde pudiera ver y oír lo que allípasaba.
Y viendo la cosa en buenos términos, se vino
abajo, y entrando en la alcoba dijo:
Fray Rinaldo, las cuatro oraciones que me
mandasteis las he dicho todas.
A quien fray Rinaldo dijo:
Hermano mío, tienes buena madera y has
hecho bien. En cuanto a mí, cuando mi compadre llegó no
había dicho sino dos, pero Nuestro Señor por tu trabajo
y el mío nos ha concedido la gracia de que el niño sea
curado.
El santurrón hizo traer buen vino y
dulces, e hizo honor a su compadre y a su compañero con lo que
ellos tenían necesidad más que de otra cosa; luego,
saliendo de casa junto con ellos, los encomendó a Dios, y sin
ninguna dilación haciendo hacer la imagen de cera, la mandó
colgar con las otras delante de la figura de San Ambrosio, pero no de
la de aquel de Milán(251)
NOVELA CUARTA
Tofano
le cierra una noche la puerta de su casa a su mujer, la cual, no
pudiendo hacérsela abrir con súplicas, finge tirarse a
un pozo y arroja a él una gran piedra; Tofano sale de la casa
y corre allí, y ella entra en casa y le cierra a él la
puerta y con gritos lo injuria(252)
El rey, al sentir que terminaba la novela de Elisa, sin
esperar más, volviéndose hacia Laureta, le mostró
que le placía que ella narrase; por lo que ella, sin tardar,
así comenzó a decir:
¡Oh, Amor, cuántas y cuáles son tus
fuerzas, cuántos los consejos y cuántas las
invenciones! ¿qué filósofo, qué artista
habría alguna vez podido o podría mostrar esas
sagacidades, esas invenciones, esas argumentaciones que inspiras tú
súbitamente a quien sigue tus huellas? Por cierto que la
doctrina de cualquiera otro es tarda con relación a la tuya,
como muy bien comprender se puede en las cosas antes mostradas; a las
cuales, amorosas señoras, yo añadiréuna, puesta
en práctica por una mujercita tan simple que no sé
quién sino Amor hubiera podido mostrársela.
Hubo hace tiempo en Arezzo un hombre rico,
el cual fue llamado Tofano(253)
A éste le fue dada por mujer una hermosísima mujer cuyo
nombre fue doña Ghita, de la cual él, sin saber por
qué , pronto se sintió celoso, de lo que apercibiéndose
la mujer sintió enojo; y habiéndole preguntado muchas
veces sobre la causa de sus celos y no habiéndole sabido
señalar él sino las generales y malas(254)
le vino al ánimo a la mujer hacerlo morir del mal que sin
razón temía. Y habiéndose apercibido de que un
joven, según su juicio muy de bien, la cortejaba,
discretamente comenzó a entenderse con él; y estando ya
las cosas tan avanzadas entre él y ella que no faltaba sino
poner en efecto las palabras con obras, pensó la señora
encontrar semejantemente un modo para ello.
Y habiendo ya conocido entre las malas costumbres de su
marido que se deleitaba bebiendo, no solamente comenzó a
alabárselo sino arteramente a invitarle a ello muy
frecuentemente. Y tanto tomó aquello por costumbre que casi
todas las veces que le venía en gana lo llevaba a embriagarse
bebiendo; y cuando lo veía bien ebrio, llevándolo a
dormir, por primera vez se reunió con su amante y luego
seguramente muchas veces continuó encontrándose con él,
y tanto se confió en las embriagueces de éste, que no
solamente había llegado al atrevimiento de traer a su amante a
casa sino que ella a veces se iba con él a estarse gran parte
de la noche en la suya, la cual no estaba lejos de allí.
Y de esta manera continuando la enamorada mujer, sucedió
que el desgraciado marido vino a darse cuenta de que ella, al
animarle a beber, sin embargo, no bebía nunca; por lo que le
entraron sospechas de que fuese a ser lo que era, esto es, de que la
mujer le embriagase para poder hacer su gusto mientras él
estaba dormido. Y queriendo de ello, si fuese así , tener
pruebas, sin haber bebido en todo el día, mostrándose
una tarde el hombre más ebrio que pudiera haber en el hablar y
en las maneras, creyéndolo la mujer y no juzgando que
necesitase beber más, para dormir bien prestamente lo preparó.
Y hecho esto, según acostumbraba a hacer algunas veces,
saliendo de casa, a la casa de su amante se fue y allí hasta
medianoche se quedó.
Tofano, al no sentir a la mujer, se levantó y
yéndose a la puerta la cerró por dentro y se puso a la
ventana, para ver a la mujer cuando volviese y hacerle manifiesto que
se había percatado de sus costumbres; y tanto estuvo que la
mujer volvió , la cual, volviendo a casa y encontrándose
la puerta cerrada, se dolió sobremanera y comenzó a
tratar de ver si por la fuerza podía abrir la puerta.
Lo que, luego de que Tofano lo hubo sufrido un tanto,
dijo:
Mujer, te cansas en vano porque dentro no podrás
volver. Vuélvete allí adonde has estado hasta ahora; y
ten por cierto que no volverás nunca aquí hasta que de
esto, en presencia de tus parientes y de los vecinos, te haya hecho
el honor que te conviene.
La mujer empezó a suplicar por el amor de Dios
que hiciese el favor de abrirle porque no venía de donde él
pensaba sino de velar con una vecina suya porque las noches eran
largas y ella no podía dormirlas enteras ni velar sola en
casa. Los ruegos no servían de nada porque aquel animal estaba
dispuesto a que todos los aretinos supieran su vergüenza cuando
ninguno la sabía.
La mujer, viendo que el suplicar no le valía,
recurrió a las amenazas y dijo:
Si no me abres te haré el hombre más
desgraciado que existe.
A quien Tofano repuso:
¿Y qué puedes hacerme?
La mujer, a quien Amor había ya aguzado con sus
consejos el entendimiento, repuso:
Antes de sufrir la vergüenza que
quieres hacerme pasar sin razón, me arrojaré a este
pozo que está cerca, en el cual luego cuando me encuentren
muerta, nadie creerá sino que tú , en tu embriaguez me
has arrojado allí, y así , o tendrás que huir y
perder lo que tienes y ser puesto en pregones(255)
o te cortarán la cabeza como al asesino mío que
realmente habrás sido.
Nada se movió Tofano de su necia opinión
con estas palabras; por la cual cosa, la mujer dijo:
Pues ya no puedo sufrir este fastidio tuyo, ¡Dios
te perdone! Pon en su sitio esta rueca mía, que la dejo aquí.
Y dicho esto, siendo la noche tan oscura que apenas
habrían podido verse uno al otro por la calle, se fue la mujer
hacia el pozo; y, cogiendo una grandísima piedra que había
al pie del pozo, gritando «¡Dios, perdóname!»,
la dejó caer dentro del pozo.
La piedra, al llegar al agua, hizo un grandísimo
ruido, el que al oír Tofano creyófirmemente que se
había arrojado dentro; por lo que, cogiendo el cubo con la
soga, súbitamente se lanzó fuera de casa para ayudarla
y corrió al pozo.
La mujer, que junto a la puerta de su casa se había
escondido, al verlo correr al pozo se refugió en casa y se
cerró dentro y se fue a la ventana y comenzó a decir:
Hay que echarle agua cuando uno lo
bebe, no luego por la noche(256)
Tofano, al oírla, se vio burlado y volvió
a la puerta; y no pudiendo entrar, le comenzó a decir que le
abriese.
Ella, dejando de hablar bajo como hasta entonces había
hecho, gritando comenzó a decir:
Por los clavos de Cristo, borracho fastidioso, no
entrarás aquíesta noche; no puedo sufrir más
estas maneras tuyas: tengo que hacerle ver a todo el mundo quién
eres y a qué hora vuelves a casa por la noche.
Tofano, por su parte, irritado, le comenzó a
decir injurias y a gritar; de lo que sintiendo el ruido los vecinos
se levantaron, hombres y mujeres, y se asomaron a las ventanas y
preguntaron qué era aquello.
La mujer comenzó a decir llorando:
Es este mal hombre que me vuelve borracho por la
noche a casa o se duerme por las tabernas y luego vuelve a estas
horas; habiéndolo aguantado mucho y no sirviendo de nada, no
pudiendo aguantar más, he querido hacerle pasar esta vergüenza
de cerrarle la puerta de casa para ver si se enmienda.
El animal de Tofano, por su parte, decía cómo
había sido la cosa y la amenazaba.
La mujer a sus vecinos les decía:
¡Ved qué hombre! ¿qué
pensaríais si yo estuviera en la calle como está él
y él estuviese en casa como estoy yo? Por Dios que dudo que no
creyeseis que dice la verdad: bien podéis ver el seso que
tiene. Dice que he hecho lo que yo creo que ha hecho él. Creyó
que me asustaría arrojando no sé qué al pozo,
pero quisiera Dios que se hubiese tirado él de verdad y
ahogado, que el vino que ha bebido de más se habría
aguado muy bien.
Los vecinos, hombres y mujeres, comenzaron todos a
reprender a Tofano y a echarle la culpa a él y a insultarle
por lo que decía contra su mujer; y en breve tanto anduvo el
rumor de vecino en vecino que llegó hasta los parientes de la
mujer. Los cuales llegados allí, y oyendo la cosa a un vecino
y a otro, cogieron a Tofano y le dieron tantos palos que lo dejaron
molido; luego, entrando en la casa, tomaron las cosas de la mujer y
con ella se volvieron a su casa, amenazando a Tofano con cosas
peores. Tofano, viéndose malparado y que sus celos le habían
llevado por mal camino, como quien bien quería a su mujer,
recurrió a algunos amigos de intermediarios; y tanto anduvo,
que en paz volvió a llevarse la mujer a su casa, a la que
prometióno ser celoso nunca más; y además de
ello, le dio licencia para que hiciese cuanto gustase, pero tan
prudentemente que él no se apercibiera. Y así , a modo
del tonto villano quedócornudo y apaleado. Y viva el amor (y
muera la avaricia) y viva la compañía.
NOVELA QUINTA
Un celoso disfrazado de cura confiesa a su mujer,
al cual ésta da a entender que ama a un cura que viene a estar
con ella todas las noches, con lo que, mientras el celoso ocultamente
hace guardia a la puerta, la mujer hace entrar a un amante suyo por
el tejado y está con él.
A su argumento puso fin Laureta; y habiendo ya cada uno
alabado a la mujer porque había obrado bien y como a aquel
desdichado convenía, el rey, para no perder tiempo,
volviéndose hacia Fiameta, placenteramente le encargó
novelar; por la cual cosa, ella comenzó así :
Nobilísimas señoras, la precedente
historia me lleva a razonar, semejantemente, sobre un celoso,
estimando que lo que sus mujeres les hacen, y máximamente
cuando tienen celos sin motivo está bien hecho. Y si todas las
cosas hubiesen considerado los hacedores de las leyes, juzgo que en
esto deberían a las mujeres no haber adjudicado otro castigo
sino el que adjudicaron a quien ofende a alguien defendiéndose:
porque los celosos son hostigadores de la vida de las mujeres jóvenes
y diligentísimos procuradores de su muerte. Están ellas
toda la semana encerradas y atendiendo a las necesidades familiares y
domésticas. Deseando, como todos hacen, tener luego los días
de fiesta alguna distracción, algún reposo, y poder
disfrutar algún entretenimiento como lo toman los labradores
del campo, los artesanos de la ciudad y los regidores de los
tribunales, como hizo Dios cuando el día sé ptimo
descansóde todos sus trabajos, y como lo quieren las leyes
santas y las civiles, las cuales al honor de Dios y al bien común
de todos mirando, han distinguido los días de trabajo de los
de reposo. A la cual cosa en nada consienten los celosos, y aquellos
días que para todas las otras son alegres, a ellas,
teniéndolas más encerradas y más recluidas,
hacen sentir más míseras y dolientes; lo cual, cuánto
y qué consunción sea para las pobrecillas sólo
quienes lo han probado lo saben. Por lo que, concluyendo, lo que una
mujer hace a un marido celoso sin motivo, por cierto no debería
condenarse sino alabarse.
Hubo, pues, en Rímini, un mercader muy rico en
posesiones y en dinero el cual, teniendo una hermosísima mujer
por esposa, llegó a estar sobremanera celoso de ella; y no
tenía otra razón para ello sino que, como mucho la
amaba y la tenía por muy hermosa y sabía que ella con
todo su afán se ingeniaba en agradarle, juzgaba que todos la
amaban y que a todos les parecía hermosa y también que
ella se ingeniaba tanto en agradar a otros como a él
(argumento que era de hombre desdichado y de poco sentimiento). Y así
con estos celos tanta vigilancia tenía de ella y tan sujeta la
tenía como tal vez están los que a la pena capital
están condenados, que no están vigilados con tanta
severidad por los carceleros. La mujer, no ya a bodas o a fiestas o a
la iglesia no podía ir sino que no osaba ponerse a la ventana
ni mirar fuera de casa por ningún motivo; por la cual cosa su
vida era desdichadísima, y aguantaba tanto más
impacientemente este fastidio cuanto menos culpable se sentía.
Por lo que, viéndose maltratar sin
razón por su marido, decidió para consuelo propio
encontrar el modo, si alguno pudiera encontrar, de que con justicia
le viese hecho. Y porque no podía asomarse a la ventana y así
no tenía modo de poder mostrarse contenta del amor de alguno
que se lo hubiese manifestado pasando por su barrio, sabiendo que en
la casa de al lado de la suya había un joven apuesto y amable,
pensó que, si algún agujero hubiese en el muro que
dividía su casa de aqué lla, mirar por él tantas
veces que llegase a ver al joven en manera de poder hablarle y de
darle su amor si quería recibirlo(257)
y, si pudiese encontrarse el modo, encontrarse con él alguna
vez y de esta manera pasar su desdichada vida hasta tanto que el
diablo saliese de su marido.
Y yendo de una parte a otra, cuando su marido no estaba,
mirando el muro de la casa, vio por acaso en una parte asaz secreta
de ella el muro abierto un tanto por una grieta; por lo que, mirando
por ella, aunque muy mal pudiese discernir la otra parte, llegó
a darse cuenta de que era una alcoba allídonde daba la grieta
y se dijo:
«Si fuese ésta la alcoba de Filippo (es
decir, del joven vecino suyo), estaría casi servida.»
Y cautamente a una criada suya, que le tenía
lástima, la hizo espiar, y encontró que verdaderamente
el joven allídormía solo; por lo que, acercándose
con frecuencia a la grieta, y cuando sentía al joven allí,
dejando caer piedrecitas y algunas ramitas secas, tanto hizo que, por
ver qué era aquello, el joven se acercó allí. Al
cual ella llamósuavemente y él, que su voz conoció,
le respondió ; y ella, teniendo tiempo, en breve le abrió
sus pensamientos. De los que muy contento el joven, hizo de tal
manera que de su lado el agujero se hizo mayor, aunque de manera que
nadie pudiese apercibirlo; y por allímuchas veces se hablaban
y se tocaban la mano, pero más adelante no se podía ir
por la rígida guardia del celoso.
Ahora, acercándose la fiesta de Navidad, la mujer
dijo al marido que, si le placía, quería ir la mañana
de Pascua a la iglesia y confesarse y comulgar como hacen los otros
cristianos; a lo que el celoso dijo:
¿Y qué pecado has hecho que quieres
confesarte?
Dijo la mujer:
¿Cómo? ¿Crees que soy santa
porque me tienes encerrada? Bien sabes que cometo pecados como las
otras personas que así viven; pero no quiero decírtelos
a ti, que no eres cura.
El celoso sintió sospechas con estas palabras y
decidió saber qué pecados había cometido aqué lla
y pensó el modo en que podría hacerlo; y respondió
que le parecía bien, pero que no quería que fuese a
otra iglesia sino a su capilla, y que allífuese por la mañana
temprano y se confesase con su capellán o con el cura que el
capellán le dijese y no con otro, y se volviera enseguida a
casa.
A la mujer le pareció que medio había
entendido; pero sin decir nada respondió que así lo
haría.
Venida la mañana de Pascua, la mujer
se levantó al amanecer y se arreglo y se fue a la iglesia que
el marido le había mandado. El celoso, por otra parte, se
levantó y se fue a aquella misma iglesia y llegó allí
antes que ella; y habiendo ya con el cura de allí adentro
arreglado lo que quería hacer, poniéndose rápidamente
una de las sotanas del cura con un capuchó n grande como el que
vemos que llevan los curas(258)
habiéndoselo echado un poco hacia adelante, se sentó en
el coro. La mujer, al llegar a la iglesia, hizo preguntar por el
cura. El cura vino, y oyendo a la mujer que quería confesarse,
dijo que no podía oírla, pero que le mandaría a
un compañero suyo; y yéndose, mandó al celoso a
su desgracia. El cual, viniendo muy gravemente, aunque no fuese muy
de día y él se hubiese puesto el capuchó n sobre
los ojos, no pudo ocultarse tan bien que no fuese reconocido
prestamente por la mujer; la cual, al ver aquello, se dijo a sí
misma:
«Alabado sea Dios, que éste de celoso se ha
hecho cura; pero dejadlo, que le darélo que está
buscando.»
Fingiendo, pues, no conocerlo, se sentó
a sus pies(259)
Micer celoso se había metido algunas piedrecitas en la boca
para que le dificultasen algo el habla, de manera que la mujer no le
reconociese, pareciéndole que en todas las demás cosas
estaba del todo tan transformado que no creía ser reconocido
de ningún modo. Pero viniendo a la confesión, entre las
demás cosas que la señora le dijo, habiéndole
dicho primero que estaba casada, fue que estaba enamorada de un cura
el cual todas las noches iba a acostarse con ella.
Cuando el celoso oyó esto le pareció que
le habían dado una cuchillada en el corazón; y si no
fuera que le azuzó el deseo de saber más de aquello,
habría abandonado la confesión e ídose; pero
quedándose quieto preguntó a la mujer:
¿Y cómo? ¿No se acuesta con
vos vuestro marido?
La mujer contestó:
Señor, sí .
Pues dijo el celoso ¿cómo
puede también acostarse el cura?
Señor dijo la mujer, el arte
con que lo hace el cura no lo sé ; pero no hay en casa una
puerta tan cerrada que, al tocarla él, no se abra; y me dice
él que, cuando ha llegado a la de mi alcoba, antes de que la
abra, dice ciertas palabras por las que mi marido se duerme
incontinenti, y al sentirlo dormido, abre la puerta y se viene dentro
y está conmigo; y esto nunca falla.
Dijo entonces el celoso:
Señora, esto está mal hecho y tenéis
que absteneros por completo de ello.
La mujer le dijo:
Señor, esto no creo poder hacerlo nunca
porque lo amo demasiado.
Pues yo no podréabsolveros.
Le dijo la mujer:
Lo siento mucho: no he venido aquípara
decir mentiras; si creyese que podría hacerlo os lo diría.
Dijo entonces el celoso:
En verdad, señora, me dais lástima,
que os veo perder el alma con estas cosas; pero en vuestro servicio
quiero pasar trabajos diciendo mis oraciones especiales a Dios en
vuestro nombre, las cuales tal vez os ayuden; y os mandaré
alguna vez un monaguillo mío a quien diréis si os han
ayudado o no; y si os ayudan, continuaremos.
La mujer le dijo:
Señor, no hagáis tal de mandarme
nadie a casa que, si mi marido lo supiese, es tan celoso que nadie en
el mundo le quitaría de la cabeza que venía sino para
algo malo, y nunca más tendrépaz con él.
El celoso le dijo:
Señora, no temáis por esto, que lo
haréde tal manera que nunca os dirá una palabra.
Dijo entonces la señora:
Si eso os dice el corazón, estoy de
acuerdo.
Y dicha la confesión(260)
y recibida la penitencia y poniéndose en pie, se fue a oír
misa.
El celoso con su desgracia, resoplando, se fue a
quitarse las ropas de cura y se volvió a casa, deseoso de
encontrar el modo de poder encontrar juntos al cura y a la mujer para
jugarles una mala pasada al uno y al otro. La mujer volvió de
la iglesia y bien vio en la cara de su marido que le había
dado las malas pascuas; pero él se ingeniaba cuanto podía
por ocultar lo que había hecho y lo que le parecía
saber.
Y habiendo deliberado consigo mismo pasar la noche
siguiente junto a la puerta de la calle y esperar por si venía
el cura, dijo a la mujer:
Esta noche tengo que ir a cenar y a dormir fuera,
y por ello cerrarébien la puerta de la calle y la de mitad de
la escalera y la de la alcoba, y cuando quieras acuéstate.
La mujer repuso:
En buena hora.
Y cuando tuvo tiempo se fue a la abertura e hizo el
signo usado, el cual, al sentirlo Filippo de inmediato vino allí;
la mujer le dijo lo que había hecho por la mañana y lo
que el marido le había dicho después de comer, y luego
dijo:
Estoy segura de que no saldrá de casa sino
que se pondrá de guardia a la puerta, y por ello encuentra el
modo de venir esta noche aquípor el tejado, de manera que
estemos juntos. El joven, muy contento de esto, dijo: Señora,
dejadme hacer.
Venida la noche, el celoso con sus armas se ocultó
silenciosamente en una alcoba del piso bajo. Y la mujer, habiendo
hecho cerrar todas las puertas y máximamente la de mitad de la
escalera para que el celoso no pudiera subir, cuando le pareció
oportuno el joven por un camino muy cauto por su lado se vino, y se
fueron a la cama, dándose el uno al otro satisfacción y
buenos ratos; y venido el día, el joven se volvió a su
casa.
El celoso, doliente y sin cenar, muriéndose de
frío, casi toda la noche estuvo con sus armas junto a la
puerta esperando que llegase el cura; y acercándose el día,
no pudiendo velar más, en la alcoba del piso bajo se durmió.
Luego, cerca de tercia levantándose, estando ya abierta la
puerta de la casa, fingiendo venir de fuera, subió a su casa y
almorzó. Y poco después, mandando un muchachito a guisa
del monaguillo del cura que la había confesado, le preguntó
si quien ella sabía había vuelto allí. La mujer,
que muy bien conoció al mensajero, repuso que no había
venido aquella noche y que, si así hacia, podría írsele
de la cabeza por más que ella no querría que de la
cabeza se le fuese.
¿qué debo deciros ahora? El celoso estuvo
muchas noches queriendo coger el cura a la entrada, y la mujer
continuamente con su amante pasándoselo bien. Al final el
celoso, que más no podía aguantar, con airado rostro
preguntó a la mujer qué le había dicho al cura
la mañana que se había confesado. La mujer repuso que
no quería decírselo porque no era cosa honesta ni
conveniente.
El celoso le dijo:
Mala mujer, a pesar tuyo sé lo que le
dijiste, y tengo que saber quién es el cura de quién
estás tan enamorada y que contigo se acuesta todas las noches
por sus ensalmos, o te cortarélas venas.
La mujer dijo que no era verdad que estuviera enamorada
de un cura.
¿Cómo? dijo el celoso.
¿No le dijiste esto y esto al cura que te confesó?
La mujer dijo:
No que te lo hubiera contado sino que hubieras
estado presente parece; pero sí que se lo dije.
Pues dime dijo el celoso, quién
es ese cura y pronto.
La mujer se echó a reír y dijo:
Me agrada mucho cuando a un hombre sabio lo lleva
una mujer simple como se lleva a un borrego por los cuernos al
matadero; aunque tú no eres sabio ni lo fuiste desde aquel
momento en que dejaste entrar en el pecho al maligno espíritu
de los celos sin saber por qué ; y cuanto más tonto y
animal eres mi gloria es menor. ¿Crees tú , marido mío,
que soy ciega de los ojos de la cara como tú lo eres de los de
la mente? Cierto que no; y mirando supe quién fue el cura que
me confesó y sé que fuiste tú ; pero me propuse
darte lo que andabas buscando y te lo di. Pero si hubieses sido sabio
como crees, no habrías de aquella manera intentado saber los
secretos de tu honrada mujer, y sin sentir vanas sospechas te habrías
dado cuenta de que lo que te confesaba era la verdad sin que en ella
hubiera nada de pecado. Te dije que amaba a un cura; ¿y no
eras tú , a quien equivocadamente amo, cura? Te dije que
ninguna puerta de mi casa podía estar cerrada cuando quería
acostarse conmigo; ¿y qué puerta te ha resistido alguna
vez en tu casa donde allídonde yo estuviera has querido
venir? Te dije que el cura se acostaba conmigo todas las noches; ¿y
cuándo ha sido que no te acostases conmigo? Y cuantas veces me
mandaste a tu monaguillo, tantas sabes, cuantas no estuviste conmigo,
te mandéa decir que el cura no había estado. ¿qué
otro desmemoriado sino tú , que por los celos te has dejado
cegar, no habría entendido estas cosas? ¡Y te has estado
en casa vigilando la puerta y crees que me has convencido de que te
has ido fuera a cenar y a dormir! ¡Vuelve en ti ya y hazte
hombre como solías ser y no hagas hacer burla de ti a quien
conoce tus costumbres como yo, y deja esa severa guarda que haces,
que te juro por Dios que si me vinieran ganas de ponerte los cuernos,
si tuvieras cien ojos en vez de dos, me daría el gusto de
hacer lo que quisiera de guisa, que tú no te enterarías!
El desdichado celoso, a quien le parecía haberse
enterado muy astutamente del secreto de la mujer, al oír esto
se tuvo por burlado; y sin responder nada tuvo a la mujer por sabia y
por buena, y cuando tenía que ser celoso se despojóde
los celos, así como se los había vestido cuando no
tenía necesidad de ellos. Por lo que la discreta mujer, casi
con licencia para hacer su gusto, sin hacer venir a su amante por el
tejado como los gatos sino por la puerta, discretamente obrando
luego, muchas veces se dio con él buenos ratos y alegre vida.
NOVELA SEXTA
Doña
Isabela, estando con Leonetto, y siendo amada por un micer
Lambertuccio, es visitada por éste, y vuelve su marido; a
micer Lambertuccio hace salir de su casa puñal en mano, y su
marido acompaña luego a Leonetto(261)
Maravillosamente había agradado a todos la novela
de Fiameta, afirmando cada uno que la mujer había obrado
óptimamente y hecho lo que convenía a aquel animal de
hombre. Pero luego de que hubo terminado, el rey a Pampínea
ordenó que siguiese; la cual comenzó a decir:
Son muchos quienes, hablando como simples, dicen que
Amor le quita a uno el juicio y que a los que aman hace aturdidos.
Necia opinión me parece; y bastante las ya dichas cosas lo han
mostrado, y yo intento mostrarlo también.
En nuestra ciudad, copiosa en todos los
bienes, hubo una señora joven y noble y muy hermosa, la cual
fue mujer de un caballero muy valeroso y de bien. Y como muchas veces
ocurre que siempre el hombre no puede usar una comida sino que a
veces desea variar, no satisfaciendo a esta señora mucho su
marido, se enamoróde un joven que Leonetto era llamado,
muy amable y cortés, aunque no fuese de gran nacimiento, y
él del mismo modo se enamoróde ella: y como sabéis
que raras veces queda sin efecto lo que las dos partes quieren, en
dar a su amor cumplimiento no se interpuso mucho tiempo.
Ahora, sucedió que, siendo esta mujer hermosa y
amable, de ella se enamorómucho un caballero llamado micer
Lambertuccio, al cual ella, porque hombre desagradable y cargante le
parecía, por nada del mundo podía disponerse a amarlo;
pero solicitándola él mucho con embajadas y no
valiéndole, siendo hombre poderoso, la mandó amenazar
con difamarla si no hacía su gusto, por la cual cosa la
señora, temiéndolo y sabiendo cómo era, se plegó
a hacer su deseo.
Y habiendo la señora (que doña Isabela
tenía por nombre) ido, como es costumbre nuestra en verano, a
estarse en una hermosísima tierra suya en el campo, sucedió ,
habiendo su marido ido a caballo a algún lugar para quedarse
algún día, que mandó ella a por Lionetto para
que viniese a estar con ella; el cual, contentísimo, fue
incontinenti. Micer Lambertuccio, oyendo que el marido de la señora
se había ido fuera, solo, montando a caballo, se fue a donde
ella estaba y llamó a la puerta.
La criada de la señora, al verlo, se fue
incontinenti a ella, que estaba en la alcoba con Lionetto y,
llamándola, le dijo:
Señora, micer Lambertuccio está ahí
abajo él solo.
La señora, al oír esto, fue la más
doliente mujer del mundo; pero temiéndole mucho, rogó a
Leonetto que no le fuera enojoso esconderse un rato tras la cortina
de la cama hasta que micer Lambertuccio se fuese.
Leonetto, que no menor miedo de él tenía
de lo que tenía la señora, allíse escondió ;
y ella mandó a la criada que fuese a abrir a micer
Lambertuccio; la cual, abriéndole y descabalgando él de
su palafrén y atado éste allí a un gancho, subió
arriba.
La señora, poniendo buena cara y viniendo hasta
lo alto de la escalera, lo más alegremente que pudo le recibió
con palabras y le preguntóqué andaba haciendo. El
caballero, abrazándola y besándola, le dijo:
Alma mía, oíque vuestro marido no
estaba, así que me he venido a estar un tanto con ella.
Y luego de estas palabras, entrando en la alcoba y
cerrando por dentro, comenzómicer Lambertuccio a solazarse
con ella.
Y estando así con ella, completamente fuera de
los cálculos de la señora, sucedió que su marido
volvió : el cual, cuando la criada lo vio junto a la casa,
corriósúbitamente a la alcoba de la señora y
dijo:
Señora, aquíestá el señor
que vuelve: creo que está ya en el patio.
La mujer, al oír esto y al pensar que tenía
dos hombres en casa (y sabía que el caballero no podía
esconderse porque su palafrén estaba en el patio), se tuvo por
muerta; sin embargo, arrojándose súbitamente de la
cama, tomó un partido y dijo a micer Lambertuccio:
Señor, si me queréis algo bien y
queréis salvarme de la muerte, haced lo que os diga. Cogeréis
en la mano vuestro puñal desnudo, y con mal gesto y todo
enojado bajaréis la escalera y os iréis diciendo: «Voto
a Dios que lo cogeré en otra parte»; y si mi marido
quisiera reteneros u os preguntase algo, no digáis nada sino
lo que os he dicho, y, montando a caballo, por ninguna razón
os quedéis con él.
Micer Lambertuccio dijo que de buena gana; y sacando
fuera el puñal, todo sofocado entre las fatigas pasadas y la
ira sentida por la vuelta del caballero, como la señora le
ordenó así hizo. El marido de la señora, ya
descabalgando en el patio, maravillándose del palafrén
y queriendo subir arriba, vio a micer Lambertuccio bajar y asombróse
de sus palabras y de su rostro y le dijo:
¿qué es esto, señor?
Micer Lambertuccio, poniendo el pie en el estribo y
montándose encima, no dijo sino:
Por el cuerpo de Dios, lo encontraré en
otra parte.
Y se fue.
El gentilhombre, subiendo arriba, encontró a su
mujer en lo alto de la escalera toda espantada y llena de miedo, a la
cual dijo:
¿qué es esto? ¿A quién
va micer Lambertuccio tan airado amenazando?
La mujer, acercándose a la alcoba para que
Leonetto la oyese, repuso:
Señor, nunca he tenido un miedo igual a
éste. Aquídentro entróhuyendo un joven a quien
no conozco y a quien micer Lambertuccio seguía con el puñal
en la mano, y encontró por acaso esta alcoba abierta, y todo
tembloroso dijo: «Señora, ayudadme por Dios, que no me
maten en vuestros brazos». Yo me puse de pie de un salto y al
querer preguntarle quién era y qué le pasaba, hete aquí
micer Lambertuccio que venía subiendo diciendo: «¿Dónde
estás, traidor?». Yo me puse delante de la puerta de la
alcoba y, al querer entrar él, le detuve; en eso fue cortés
que, como vio que no me placía que entrase aquídentro,
después de decir muchas palabras se bajócomo lo
visteis.
Dijo entonces el marido.
Mujer, hicisteis bien; muy gran deshonra hubiera
sido que hubiesen matado a alguien aquídentro, y micer
Lambertuccio hizo una gran villanía en seguir a nadie que se
hubiera refugiado aquídentro.
Luego preguntódónde estaba aquel joven.
La mujer contestó:
Señor, yo no sé dónde se haya
escondido.
El caballero dijo:
¿Dónde estás? Sal con
confianza.
Leonetto, que todo lo había oído, todo
miedoso como quien miedo había pasado de verdad, salió
fuera del lugar donde se había escondido.
Dijo entonces el caballero:
¿qué tienes tú que ver con
micer Lambertuccio?
El joven repuso:
Señor, nada del mundo; y por ello creo
firmemente que no estéen su juicio o que me haya tomado por
otro, porque en cuanto me vio no lejos de esta casa, en la calle,
echó mano al puñal y dijo: «Traidor, ¡muerto
eres!». Yo no me puse a preguntarle que por qué razón
sino que comencéa huir cuanto pude y me vine aquí,
donde, gracias a Dios y a esta noble señora, me he salvado.
Dijo entonces el caballero:
Pues anda, no tengas ningún miedo; te
pondré en tu casa sano y salvo, y luego entérate bien
de lo que tienes que ver con él.
Y en cuanto hubieron cenado, haciéndole montar a
caballo, se lo llevó a Florencia y lo dejó en su casa;
el cual, según las instrucciones recibidas de la señora,
aquella misma noche habló con micer Lambertuccio ocultamente y
con él se puso de acuerdo de tal manera que, por mucho que se
hablase de aquello después, nunca por ello se enteró el
caballero de la burla que le había hecho su mujer.
NOVELA SÉPTIMA
Ludovico
descubre a doña Beatriz el amor que le tiene, la cual manda a
Egano, su marido, a un jardín vestido como ella y se acuesta
con Ludovico; el cual, luego, levantándose, va y apalea a
Egano en el jardín(262)
Esta invención de doña Isabela contada por
Pampínea fue por todos los de la compañía tenida
por maravillosa; pero Filomena, a quien el rey había ordenado
que siguiese, dijo:
Amorosas señoras, si no estoy engañada,
creo que contaréuna no menos buena, y prestamente.
Debéis saber que en París vivió un
hombre noble florentino, el cual, por su pobreza, se había
hecho mercader, y le había ido tan bien con el comercio que se
había hecho en él riquísimo; y tenía de
su mujer un solo hijo al que había llamado Ludovico. Y para
que a la nobleza del padre y no al comercio saliese, no lo había
el padre querido poner en ningún negocio sino que lo había
puesto con otros hombres nobles al servicio del rey de Francia, donde
muchas buenas maneras y buenas cosas había aprendido. Y
estando allí, sucedió que ciertos caballeros que
volvían del Sepulcro, mezclándose en una conversación
de los jóvenes entre los que estaba Ludovico, y oyéndolos
razonar entre sí sobre las damas hermosas de Francia y de
Inglaterra y de otras partes del mundo, comenzó uno de ellos a
decir que ciertamente de cuanto mundo él había
recorrido y de cuantas mujeres había visto, nunca una
hermosura semejante a la mujer de Egano de los Galluzzi de Bolonia,
llamada doña Beatriz, había visto; en lo que todos sus
compañeros que junto con él la habían visto en
Bolonia, concordaron, 1a cual cosa escuchando Ludovico, que todavía
no se había enamorado de ninguna, se inflamó en tanto
deseo de verla que en otra cosa no podía fijar el pensamiento;
y del todo dispuesto a ir hasta Bolonia a verla, y allí
quedarse si a ella le placía, dio a entender a su padre que
quería ir al Sepulcro, lo que consiguió con gran
dificultad.
Poniéndose, pues, de nombre Aniquino, llegó
a Bolonia, y como quiso la fortuna, al día siguiente vio a
esta señora en una fiesta, y con mucho le pareciómás
hermosa de lo que pensado había; por lo que, enamorándose
ardentísimamente de ella, se propuso no irse nunca de Bolonia
si no conseguía su amor. Y pensando en qué camino debía
seguir para ello, dejando cualquier otro decidió que, si
pudiera hacerse criado del marido de ella, que tenía muchos,
por acaso podría sucederle lo que deseaba.
Vendidos, pues, sus caballos, y colocados sus criados de
manera que estaban bien, habiéndoles ordenado que fingiesen no
conocerlo, habiendo hecho amistad con su posadero, le dijo que de
buena gana entraría como servidor de algún señor
de bien, si alguno pudiese encontrar; al cual dijo el posadero:
Túeres propiamente un sirviente que debía
de ser muy apreciado por un hombre noble de esta tierra que tiene por
nombre Egano, el cual tiene muchos, y todos los quiere aparentes como
eres tú ; yo le hablaréde ello.
Y como dijo, así lo hizo; y antes que se separase
de Egano, hubo colocado con él a Aniquino, el cual le agradó
lo más que podía ser. Y viviendo con Egano y teniendo
oportunidades de ver con mucha frecuencia a su gobierno, tan bien y
tan de grado comenzó a servir a Egano que éste le tomó
tanto amor que sin él no sabía hacer ninguna cosa; y no
solamente de sí sino de todas las cosas le había
encomendado el gobierno.
Sucedió un día que, habiendo
ido Egano de cetrería y quedándose Aniquino en casa,
doña Beatriz, que de su amor no se había apercibido
todavía por mucho que para sí misma, mirándole a
él y a sus maneras, muchas veces le había elogiado y le
agradase, se puso con él a jugar al ajedrez; y Aniquino, que
agradarle deseaba, muy diestramente se dejaba vencer; de lo que la
señora hacía maravillosas fiestas(263)
Y habiéndose apartado de mirarlos jugar todas las damas de la
señora y dejándolos jugando solos, Aniquino lanzó
un grandísimo suspiro.
La señora, mirándolo, dijo:
¿qué tienes, Aniquino? ¿Tanto
te duele que te venza?
Señora repuso Aniquino, mucho
mayor cosa que lo es ésta fue la razón de mi suspiro.
Dijo entonces la señora:
¡Ah! Dímela, si me quieres bien.
Cuando Aniquino se oyórogar «si la quería
bien» por quien sobre todas las cosas amaba, lanzó uno
mucho mayor de lo que lo había sido el primero; por lo que la
señora otra vez le rogó que le pluguiese decirle cuál
era la razón de sus suspiros.
A quien Aniquino dijo:
Señora, mucho temo que os sea molesta si os
la digo y además temo que la digáis a otra persona.
A quien la señora dijo:
Por cierto que no me será enojoso; y estate
seguro de esto, que nada que tú me digas, sino cuando te
plazca, le diréa nadie nunca.
Entonces dijo Aniquino:
Puesto que así me lo prometéis, os
lo diré.
Y con las lágrimas en los ojos le dijo quién
era él, lo que de ella había oído y dónde,
y cómo de ella se había enamorado y cómo venido,
y por qué había entrado como servidor del marido; y
luego, humildemente le rogó que si podía ser le
pluguiera tener piedad de él y complacerle en este su secreto
y tan ferviente deseo; y que, si esto no quería hacer, que,
dejándolo estar en el traje en que estaba, le permitiese
amarla. ¡Oh, singular dulzura de la sangre boloñesa, que
digna de alabanza has sido siempre en tales casos! Nunca te
enorgulleciste de las lágrimas y los suspiros y continuamente
has sido sensible a las súplicas, y a los amorosos deseos
doblegable; si yo tuviera dignas loas para alabarte, nunca saciada se
vería mi voz.
La noble señora, al hablar Aniquino, le miraba; y
dando plena fe a sus palabras, con tanta fuerza recibió por
sus ruegos el amor en la mente, que también ella comenzó
a suspirar, y luego de algún suspiro repuso:
Dulce Aniquino mío, ten buen ánimo:
ni dones ni promesas ni cortejar de nobles ni de señor alguno
ni de ningún otro (que he sido y soy cortejada por muchos)
nunca pudo mover mi ánimo tanto que amase a alguno; pero tú
en tan poco tiempo como han durado tus palabras me has hecho más
tuya que lo soy mía. Juzgo que óptimamente has ganado
mi amor, y por ello te lo doy y te prometo que te harégozar
de él antes de que termine esta noche que viene. Y para que
esto tenga lugar, hacia la medianoche vendrás a mi alcoba; yo
dejaréla puerta abierta; sabes de qué lado de la cama
duermo yo; vendrás allíy si durmiere, tócame
hasta que me despierte, y te consolaréde tan largo deseo como
has sentido; y para que lo creas quiero darte un beso en prenda.
Y echándole un brazo al cuello, amorosamente lo
besó, y Aniquino a ella.
Dichas estas cosas, Aniquino, dejando a la señora,
se fue a hacer algunas de sus obligaciones, esperando con la mayor
alegría del mundo que llegase la noche.
Egano volvió de la caza, y cuando hubo cenado,
como estaba cansado se fue a dormir, y la señora tras él;
y como había prometido dejó la puerta de la alcoba
abierta; a la cual, a la hora que le había sido dicha, vino
Aniquino y calladamente entrando en la alcoba y volviendo a cerrar la
puerta por dentro, del lado donde dormía la señora se
fue, y poniéndole la mano en el pecho la encontró que
no dormía. La cual, como sintióllegar a Aniquino,
tomando su mano con las dos suyas y sujetándolo fuerte,
dándose vueltas en la cama tanto hizo que despertó a
Egano que dormía; al cual dijo:
No quise decirte nada anoche porque me pareciste
cansado; pero dime, así te guarde Dios, Egano, ¿a cuál
tienes tú por el mejor criado y el más leal, y quién
amas más, de los que tienes en casa?
Repuso Egano:
¿qué es eso, mujer, qué me
preguntas? ¿No lo sabes? No hay ni ha habido nunca ninguno de
quien tanto me fiase o me fíe o ame, cuanto me fío y
amo a Aniquino. Pero ¿por qué me lo preguntas?
Aniquino, sintiendo despierto a Egano y oyendo hablar de
él, había muchas veces tirado de la mano hacia sí
para irse, temiendo mucho que la señora quisiese engañarle;
pero ésta lo había sujetado y lo sujetaba de manera que
no había podido alejarse ni podía.
La señora repuso a Egano, y dijo:
Yo te lo diré. Yo creía que era que
fuese como tú dices y que más fiel que ninguno otro te
fuera; pero me ha engañado, porque cuando te fuiste hoy de
cetrería, él se quedó aquí, y cuando le
parecióoportuno no se avergonzóde pedirme que
consintiera en hacer su gusto; y yo, para que esta cosa no necesitase
probarte con demasiadas pruebas, y para hacértelo tocar y ver,
repuse que me parecía bien y que esta noche, pasada la
medianoche, iréal jardín nuestro y le esperaré
al pie del pino. Ahora, en cuanto a mi yo no entiendo ir allí,
pero si tienes ganas de conocer la fidelidad de tu criado, puedes
fácilmente, poniéndote encima una de mis sayas y en la
cabeza un velo, ir allá abajo a esperar si viene, que estoy
segura de que sí .
Egano, oyendo esto, dijo:
Por cierto que conviene que lo vea.
Y levantándose como mejor pudo en la oscuridad,
se puso una saya de la señora en la cabeza, y se fue al jardín
y al pie de un pino se puso a esperar a Aniquino.
La señora, como lo sintiólevantado y
fuera de la alcoba, se levantó y cerró la puerta por
dentro. Aniquino, que el mayor miedo que nunca había sentido
sintió, y que cuanto podía se había esforzado en
salir de las manos de la señora y cien mil veces a ella y a su
amor y a sí mismo, que confiado se había, había
maldito, oyendo lo que al final había hecho, fue el hombre más
feliz que nunca hubo; y habiendo la señora vuelto a la cama,
como quiso ella, como ella se desnudó, y juntos se solazaron y
disfrutaron por buen espacio de tiempo.
Luego, no pareciendo a la señora que Aniquino
debiese quedarse más, lo hizo levantarse y volver a vestirse,
y así le dijo:
Dulces labios míos, coge un buen bastón
y vete al jardín, y fingiendo haberme requerido para tentarme,
como si fuese yo misma, dirás insultos a Egano y me lo
sacudirás bien con el bastón, porque de ello se seguirá
luego maravilloso deleite y placer.
Levantándose Aniquino y yendo al jardín
con una vara de sauce en la mano, cuando llegó junto al pino y
Egano lo vio venir, y levantándose como si quisiese recibirlo
con grandísima fiesta, le salió al encuentro; al cual
dijo Aniquino:
¡Ay, mala mujer, así que has venido!
¿Y has creído que yo quisiera o quiero a mi señor
hacerle esta afrenta? ¡Seas mil veces mal venida!
Y alzando el bastón, comenzó a sacudirlo.
Egano, al oír esto y ver el bastón, sin
decir palabra comenzó a huir, y tras él Aniquino,
siempre diciendo:
Fuera, que Dios te démalahora, mala mujer,
que por cierto que mañana se lo diréa Egano.
Egano, habiendo recibido dos de las buenas, lo antes que
pudo se volvió a la alcoba; al cual preguntó la señora
si Aniquino había venido al jardín.
Egano dijo:
así no hubiera ido, porque creyendo que
eras tú me ha molido con un bastón y dicho las mayores
injurias que nunca se han dicho a una mala mujer. Y así yo me
maravillaba mucho de que él te hubiese dicho aquellas palabras
con ánimo de hacer algo que fuese en vergüenza mía;
sino que porque te vio tan alegre y cordial, quiso probarte.
Entonces dijo la señora,
alabado sea Dios porque a míme ha probado con palabras y a ti
con obras; y creo que podría decir que yo soporto con más
paciencia las palabras que tú las obras. Mas puesto que tal
lealtad te tiene, hay que tenerlo en estima y honrarle.
Egano dijo:
Por cierto que dices la verdad.
Y basándose en aquello, era de la opinión
de que tenía la mujer más leal y el más fiel
servidor que nunca había tenido un noble; por la cual cosa,
como luego muchas veces con Aniquino, éste y la señora
riesen de este hecho, Aniquino y la señora tuvieron mucha más
facilidad de la que por ventura habrían tenido para hacer
aquello que les daba deleite y placer mientras que a Aniquino le
plugo quedarse con Egano en Bolonia.
NOVELA OCTAVA
Uno
siente celos de la mujer, y ella, atándose una cuerda a un
dedo por la noche, siente llegar a su amante, el marido se da cuenta,
y, mientras persigue al amante, la mujer pone en el lugar suyo en la
cama a otra mujer, a quien el marido pega y corta las trenzas, y
luego va a buscar a sus hermanos; los cuales, encontrando que aquello
no era verdad, le injurian(264)
Extrañamente maliciosa parecía a todos que
doña Beatriz había sido al burlarse de su marido y
todos afirmaban que el miedo de Aniquino debía de haber sido
muy grande cuando, sujetándolo fuertemente la señora,
la oyódecir que él le había requerido de
amores.
Pero luego de que el rey vio callarse a Filomena,
volviéndose hacia Neifile, dijo:
Decid vos.
La cual, sonriendo primero un poco, comenzó:
Hermosas señoras, gran peso me incumbe si quiero
con una buena historia daros gusto como os lo han dado aquellas que
antes han hablado; del cual, con la ayuda de Dios, espero descargarme
asaz bien.
Debéis, pues, saber que en nuestra
ciudad hubo un riquísimo mercader llamado Arriguccio
Berfinghieri(265)
el cual neciamente, tal como ahora hacen cada día los
mercaderes, pensó ennoblecerse por su mujer y tomó a
una joven señora noble (que mal le convenía) cuyo
nombre fue doña Sismonda. La cual, porque él tal como
hacen los mercaderes andaba mucho de viaje y poco estaba con ella, se
enamoróde un joven llamado Roberto que largamente la había
cortejado; y habiendo llegado a tener intimidad con él, y
teniéndola menos discretamente porque sumamente le deleitaba,
sucedió (o porque Arriguccio oyese algo o como quiera que
fuese) que se hizo el hombre más celoso del mundo y dejó
de ir de viaje y todos sus demás negocios, y toda su solicitud
la había puesto en guardar bien a aqué lla, y nunca se
hubiera dormido si no la hubiese sentido antes meterse en la cama;
por la cual cosa la mujer sintiógrandísimo dolor,
porque de ninguna guisa podía estar con su Roberto.
Pero habiendo dedicado muchos pensamientos a encontrar
algún modo de estar con él, y siendo también muy
solicitada por él, le vino el pensamiento de hacer de esta
manera: que, como fuese que su alcoba daba a la calle y ella se había
dado cuenta muchas veces de que a Arriguccio le costaba mucho
dormirse, pero que después dormía profundísimamente,
ideóhacer venir a Roberto a la puerta de su casa a medianoche
e ir a abrirle y estarse con él mientras su marido dormía
profundamente.
Y para sentir ella cuándo llegaba de guisa que
nadie se apercibiese, inventó echar una cuerdecita fuera de la
ventana de la alcoba que por uno de los extremos llegase cerca del
suelo, y el otro extremo bajarlo hasta el pavimento y llevarlo hasta
su cama, y meterlo bajo las ropas, y cuando ella estuviese en la cama
atárselo al dedo gordo del pie; y luego, mandando decir esto a
Roberto, le ordenó que, cuando viniera, tirase de la cuerda y
ella, si su marido durmiese, lo soltaría e iría a
abrirle, y si no durmiese, lo cogería y lo tiraría
hacia sí , a fin de que él no esperase. La cual cosa
plugo a Roberto; y habiendo ido muchas veces, alguna le sucedió
estar con ella y alguna no.
Por último, continuando con este artificio de esa
manera, sucedió una noche que, durmiendo la señora, y
estirando Arriguccio el pie por la cama, dio con este cordel; por lo
que, llevando a él la mano y encontrándolo atado al pie
de su mujer, se dijo a sí mismo:
«Por cierto que esto debe ser algún
engaño».
Y dándose cuenta luego de que el cordel salía
por la ventana lo tuvo por cierto; por lo que cortándolo
quedamente del dedo de la mujer, lo ató al suyo, y estuvo
atento para ver qué quería decir esto.
No mucho después vino Roberto, y tirando del
cordel como acostumbraba, Arriguccio lo sintió; y no habiendo
sabido atárselo bien, y habiendo Roberto tirado fuertemente y
habiéndose quedado con el cordel en la mano, entendió
que debía esperar; y así hizo.
Arriguccio, levantándose prestamente y cogiendo
sus armas, corrió a la puerta para ver quién era aqué l
y para hacerle daño. Ahora, Arriguccio era, aunque fuese
mercader, un hombre fiero y fuerte; y llegado a la puerta, y no
abriéndola suavemente como solía hacer la mujer, y
Roberto, que esperaba, sintiéndolo, se dio cuenta que era
quien era, es decir, que quien abría la puerta era Arriguccio;
por lo que prestamente comenzó a huir y Arriguccio a
perseguirlo. Hasta que por fin habiendo Roberto huido un gran trecho
y no cesando él de seguirlo, estando también Roberto
armado, sacó la espada y se volvió hacia él, y
comenzaron el uno a querer herir al otro y a defenderse.
La mujer, al abrir Arriguccio la alcoba, desvelándose
y encontrándose cortado el cordel del dedo, incontinenti se
dio cuenta de que su engaño estaba descubierto; y sintiendo
que Arriguccio había corrido tras de Roberto, levantándose
prestamente, dándose cuenta de lo que podía suceder,
llamó a su criada, la cual sabía todo, y tanto le rogó
que la puso en su lugar en la cama, rogándole que, sin darse a
conocer, los golpes que le diera Arriguccio recibiese pacientemente
porque ella se los devolvería con tamaña recompensa que
no tendría razón de quejarse.
Y apagada la luz que en la alcoba ardía, se fue
de allíy, escondida en un lugar de la casa, se puso a esperar
lo que iba a suceder. Siguiendo la riña entre Arriguccio y
Roberto, los vecinos del barrio, sintiéndola y levantándose,
comenzaron a insultarlos, y Arriguccio, por temor a ser reconocido,
sin haber podido saber quién fuese el joven ni herirlo de
alguna manera, airado y de mal talante, dejándolo en paz, se
fue hacia su casa; y llegando a la alcoba, airadamente comenzó
a decir:
¿Dónde estás, mala mujer?
¡Has apagado la luz para que no te encuentre, pero te
equivocas!
Y yendo a la cama, creyendo coger a la mujer, cogió
a la criada, y cuando pudo menear las manos y los pies tantos
puñetazos y tantas patadas le dio que le marcótoda la
cara, y por último le cortólos cabellos, diciéndole
siempre las mayores injurias que jamás se han dicho a una mala
mujer.
La criada lloraba mucho como quien tenía de qué ,
y aunque alguna vez dijese: «¡Ay! ¡Por el amor de
Dios!» o «¡Basta!», estaba la voz tan rota
por el llanto y Arriguccio tan ciego de furor que no podía
distinguir que aqué lla fuese de otra mujer que la suya.
Apaleándola, pues, con todo derecho y cortándole
los cabellos, como decimos, dijo:
Mala mujer, no entiendo tocarte de otro modo, sino
que iréa por tus hermanos y les contarétus buenas
obras; y luego que vengan a por ti y que hagan lo que crean que
corresponde a su honor y te lleven de aquí, que en esta casa
ten por cierto que no estarás nunca más.
Y dicho esto, saliendo de la alcoba, la cerró por
fuera y se fue él solo.
Cuando doña Sismonda, que todo había oído,
sintió que el marido se había ido, abrió la
alcoba y, encendida la luz, encontró a su criada toda
machacada que lloraba fuertemente; a la cual, como mejor pudo la
consoló y la llevó a su alcoba, donde después
ocultamente haciéndola cuidar y curar, tanto con lo de
Arriguccio mismo la recompensó que ella se tuvo por contenta.
Y cuando a la criada hubo llevado a su alcoba, rápidamente
hizo la cama de la suya y la arreglótoda y la puso en orden,
como si ninguna persona se hubiera acostado allíesa noche, y
volvió a encender la lámpara, y se vistió y
arregló, como si todavía no se hubiese acostado; y
encendiendo un candil y tomando sus telas, se fue a sentar arriba de
la escalera y se puso a coser y a esperar en qué paraba
aquello.
Arriguccio, al salir de su casa, lo antes que pudo se
fue a la casa de los hermanos de la mujer, y allítantos
golpes dio que le sintieron y le abrieron. Los hermanos de la mujer,
que eran tres, y su madre, sintiendo que era Arriguccio se levantaron
todos, y haciendo encender las luces vinieron a su encuentro y le
preguntaron qué iba buscando a aquella hora y tan solo. A
quienes Arriguccio, empezando con el cordel que había
encontrado atado al dedo del pie de doña Sismonda hasta lo
último que encontrado y hecho había, se lo contó;
y para darles entero testimonio de lo que había hecho, los
cabellos que creía haberle cortado a su mujer se los puso en
las manos, añadiendo que viniesen a por ella y que le hiciesen
lo que creyeran que correspondía a su honor, porque él
no pensaba tenerla más en casa.
Los hermanos de la mujer, muy enojados de lo que habían
oído y teniéndolo por cierto, contra ella enardecidos,
hechas encender antorchas, con intención de jugarle una mala
partida, con Arriguccio se pusieron en camino y fueron a su casa. Lo
que viendo su madre, llorando comenzó a seguirlos, ora a uno
ora al otro rogando que no creyesen aquellas cosas tan súbitamente
sin ver ni saber nada más, porque el marido podía por
alguna razón estar enojado con ella y haberle hecho daño,
y ahora decirles aquello en excusa de sí mismo, diciendo
además que ella se maravillaba mucho de cómo podía
haber sucedido aquello porque conocía bien a su hija, como
quien la había criado desde pequeñita, y muchas otras
cosas semejantes.
Llegados, pues, a casa de Arriguccio y entrando dentro,
comenzaron subir las escaleras; y oyéndolos venir doña
Sismonda, dijo:
¿Quién anda ahí?
A quien uno de los hermanos repuso:
Bien lo sabrás tú , mala mujer, quién
es.
Dijo entonces doña Sismonda:
¿Pero qué querrá decir esto?
¡Señor, ayúdame! Y poniéndose en
pie, dijo: Hermanos míos, sed bien venidos; ¿qué
andáis buscando a esta hora los tres aquídentro?
Ellos, habiéndola visto sentada y cosiendo y sin
ninguna marca en el rostro de haber sido golpeada, cuando Arriguccio
había dicho que la había dejado machacada, algo al
primer embite se maravillaron y refrenaron el ímpetu de su
ira, y le preguntaron que cómo había sido aquello de lo
que Arriguccio se quejaba de ella, amenazándola mucho si no
les decía todo.
La mujer dijo:
No sé qué deba deciros, ni de qué
tenga que haberse quejado de míArriguccio.
Arriguccio, al verla, la miraba como estupidizado,
acordándose de que le había dado tal vez mil puñetazos
en la cara y la había arañado y le había hecho
todas las maldades del mundo, y ahora la veía como si no
hubiera pasado nada de aquello. En resumen, los hermanos le dijeron
lo que Arriguccio les había dicho del cordel y de los golpes y
de todo.
La mujer, volviéndose a Arriguccio, dijo:
¡Ay, marido mío! ¿qué
es lo que oigo? ¿Por qué haces tenerme por mala mujer
para tu gran vergüenza, cuando no lo soy, y a ti por hombre malo
y cruel, que no eres? ¿Y cuándo has estado esta noche
en casa, no ya conmigo? ¿O cuándo me pegaste? En cuanto
a mí, no me acuerdo.
Arriguccio comenzó a decir:
¿Cómo, mala mujer, no nos fuimos a
la cama juntos anoche? ¿No he vuelto luego, después de
haber estado corriendo tras tu amante? ¿No te he dado muchos
golpes y cortado los cabellos?
La mujer repuso:
En esta casa no te acostaste anoche tú ,
pero dejemos esto, que no puedo dar otro testimonio que mis palabras
verdaderas, y vengamos a lo que dices que me pegaste, y cortaste los
cabellos. A míno me has pegado nunca, y cuantos hay aquí
y tú también, fijaos en mí, si en todo el cuerpo
tengo alguna señal de paliza; ni te aconsejaría que
fueses tan atrevido que me pusieses la mano encima que, por la cruz
de Cristo te abofetearía. Ni tampoco me cortaste los cabellos,
que yo lo haya sentido o lo haya visto, pero tal vez lo hiciste sin
que me diese cuenta; déjame ver si los tengo cortados o no.
Y quitándose los velos de la cabeza, mostró
que cortados no los tenía, sino enteros; las cuales cosas
viendo y oyendo los hermanos y la madre, comenzaron a decirle a
Arriguccio:
¿qué dices, Arriguccio? Esto no es
ya lo que nos viniste a decir que habías hecho; y no sabemos
cómo puedes probar lo que queda.
Arriguccio estaba como quien soñase, y quería
hablar; pero viendo que lo que creía que podía probar
no era así , no se atrevía a decir nada.
La mujer, volviéndose a sus hermanos, dijo:
Hermanos míos, veo que ha andado buscando
que yo haga lo que no querría haber hecho nunca, esto es, que
os cuente sus miserias y su maldad; y lo haré. Creo firmemente
que lo que os ha contado le haya pasado, y oíd cómo.
Este hombre de pro, a quien por mi mal me disteis por mujer, que se
dice mercader y que quiere ser respetado y que debería tener
más templanza que un religioso y más honestidad que una
doncella, pocas son las noches que no vaya emborrachándose por
las tabernas, y ahora con esta mala mujer, ahora con aqué lla
enredándose; y a míse me hace hasta medianoche y a
veces hasta el amanecer esperándole de la manera que me habéis
encontrado. Estoy segura de que, estando bien borracho, se fue a la
cama con alguna mujerzuela y a ella, al despertarse, le encontró
el cordel en el pie y luego hizo todas esas gallardías que
dice, y por último volvió a ella y la pegó y le
cortólos cabellos; y no habiendo vuelto en sí todavía,
se creyó, y estoy segura de que lo cree todavía, que
estas cosas me las había hecho a mí; y si os fijáis
bien en su cara, todavía está medio borracho. Pero sea
lo que haya dicho de mí, no quiero que se lo toméis en
cuenta más que como a un borracho; y que como yo le perdono lo
perdonéis vosotros también.
Su madre, oyendo estas palabras, comenzó a
alborotarse y a decir:
Por la cruz de Cristo, hija mía,
eso no debía hacerse sino que debía matarse a ese perro
fastidioso y desconsiderado, que no es digno de tener una tal moza
como tú . ¡Bueno está! ¡Ni aunque te hubiese
recogido del fango! Mal rayo le parta si debes aguantar las podridas
palabras de un comerciantucho en heces de burro que vienen del campo
y salen de las pocilgas(266)
vestidos de pardillo(267)
con las calzas de campana y con la pluma en el culo(268)
y en cuanto tienen tres sueldos(269)
quieren a las hijas de los gentileshombres y de las buenas damas por
mujeres, y usan armas(270)
y dicen: «Soy de los tales» y «Los de mi casa
hicieron esto». Bien querría que mis hijos hubiesen
seguido mi consejo, que tan honorablemente te podían colocar
en casa de los condes Guido por un pedazo de pan(271)
y en cambio quisieron darte esta valiosa joya que, siendo tú
la mejor moza de Florencia y la más honesta, no se ha
avergonzado de decir a medianoche que eres una puta, como si no te
conociésemos; pero a fe que si me hiciesen caso se le haría
un escarmiento que lo pudriese. Y volviéndose a sus
hijos, dijo: Hijos, bien os decía yo que esto no podía
ser. ¿Habéis oído cómo vuestro cuñado
trata a vuestra hermana, ese comerciantuelo de cuatro al cuarto? Que,
si yo fuese vosotros, habiendo dicho lo que ha dicho de ella y
haciendo lo que hace, no estaría contenta ni satisfecha
mientras no lo hubiera quitado de en medio; y si yo fuese hombre en
vez de mujer no querría que otro en mi lugar lo hiciese.
¡Señor, haz que le pese, borracho asqueroso que no tiene
vergüenza!
Los jóvenes, vistas y oídas estas cosas,
volviéndose a Arriguccio le dijeron las mayores injurias que
nunca se le han dicho a ningún malvado, y por último
dijeron:
Te perdonamos ésta porque estás
borracho, pero cuida de que en toda tu vida de aquíen
adelante no oigamos más noticias de éstas, que si
alguna nos viene a los oídos por cierto que nos la pagarás
por ésta y por aqué lla.
Y dicho esto, fueron.
Arriguccio, que se quedócomo estúpido, no
sabiendo él mismo si lo que había hecho era verdad o si
lo había soñado, sin decir una palabra más dejó
a su mujer en paz; la cual no solamente con su sagacidad escapó
al peligro inminente sino que se abrió el camino para poder
hacer en el tiempo por venir todos sus gustos sin tener miedo al
marido nunca más.
NOVELA NOVENA
Lidia,
mujer de Nicostrato, ama a Pírro, el cual, para poder creerla,
le pide tres cosas, todas las cuales ella le hace, y además de
esto, en presencia de Nicostrato se solaza con él y a
Nicostrato hace creer que no es verdad lo que ha visto(272)
Tanto había agradado la historia de Neifile que
ni de reírse ni de hablar de ella podían dejar las
señoras, aunque el rey muchas veces silencio les hubiera
ordenado, habiendo mandado a Pánfilo que la suya contase; pero
luego que callaron, así comenzóPánfilo:
No creo yo, reverendas señoras, que haya nada por
grave y peligroso que sea, que a hacer no se atreva quien
ardientemente ama; la cual cosa, aunque haya sido probada en muchas
historias, no por ello creo que dejaréde probar mejor con una
que entiendo contaros, donde oiréis sobre una señora
que en sus obras tuvo mucho más favorable la fortuna que
sensato el juicio. Y por ello no aconsejaría a ninguna que las
huellas de quien hablar entiendo se arriesgase a seguir, porque no
siempre la fortuna está dispuesta de un modo, ni todos los
hombres del mundo son ofuscados igualmente.
En Argos, ciudad antiquísima de Acaya, por sus
antiguos reyes mucho más famosa que grande, hubo un hombre
noble el cual fue llamado Nicostrato, a quien ya cercano a la vejez
la fortuna concedió por mujer a una gran señora no
menos osada que hermosa, llamada por nombre Lidia. Tenía éste,
como hombre noble y rico, muchos criados y perros y aves de caza, y
grandísimo deleite sentía en las cacerías; y
tenía entre sus otros domésticos un jovencito cortés
y adornado y hermoso de cuerpo y diestro en cualquier cosa que
hubiera querido hacer, llamado Pirro, a quien Nicostrato más
que a ningún otro amaba y mucho se fiaba de él. De
éste, Lidia se enamoró ardientemente, tanto que ni de
día ni de noche podía tener el pensamiento en otra
parte sino en él; del cual amor, o que Pirro no se apercibiese
o que no lo quisiese, nada mostraba preocuparse. De lo que la señora
un dolor intolerable llevaba en el ánimo; y del todo dispuesta
a hacérselo saber llamó a una camarera suya llamada
Lusca, en la cual confiaba mucho, y le dijo así :
Lusca, los beneficios que has recibido de mí
te deben hacer obediente y fiel, y por ello cuida de que lo que ahora
voy a decirte, ninguna persona lo oiga nunca sino aquel a quien yo te
ordene. Como ves, Lusca, yo soy mujer joven y fresca, y llena y
colmada de todas las cosas que cualquiera puede desear, y en resumen,
excepto de una, no puedo quejarme; y ésta es que los años
de mi marido son demasiados si se miden con los míos, por la
cual cosa, de aquello de que las mujeres jóvenes más
disfrutan vivo poco contenta; y sin embargo, deseándolo como
las otras, hace mucho tiempo que deliberéno querer (si la
fortuna me ha sido poco amiga al darme tan viejo marido) ser yo
enemiga de mímisma al no saber encontrar manera a mis
deleites y mi salvación. Y para tenerlos tan satisfecho en
esto como en las demás cosas, he tomado el partido de querer,
como más digno de ello que ninguno otro, que nuestro Pirro con
sus brazos los supla, y he puesto en él tanto amor que nunca
me siento bien sino cuando lo veo o pienso en él; y si sin él,
y sin tardanza no me reúno con él, ciertamente creo que
me moriré. Y por ello, si mi vida te es cara, por el medio que
mejor te parezca le significarás mi amor y también le
rogarás de mi parte que le plazca venir a mícuando tú
vayas a buscarle.
La camarera dijo que lo haría de buen grado; y
cuando primero le parecieron tiempo y lugar oportunos, llevando a
Pirro aparte, cuanto mejor supo, la embajada le dio de su señora.
La cual cosa, oyendo Pirro, se maravillómucho, como quien
nunca de nada se había apercibido, y temió que la
señora quisiera decírselo por probarlo; por lo que
súbita y rudamente repuso:
Lusca, no puedo creer que estas palabras vengan de
mi señora, y por ello cuida lo que dices; y si viniesen de
ella, no creo que con ánimo de cumplirlas sea; pero si con ese
ánimo las dijese, mi señor me honra más de lo
que merezco; no le harétal ultraje por mi vida, y tú
cuida de no hablarme de tales cosas.
Lusca, no asustada por sus duras palabras, le dijo:
Pirro, de éstas y de cualquiera otra cosa
que mi señora me ordene te hablarécuantas veces ella
me lo encomiende, te sea gustoso o molesto; pero eres un animal.
Y enfadada, con las palabras de Pirro se volvió a
la señora, la cual, al oírlas deseómorir; y
luego de algunos días volvió a hablar a la camarera y
dijo:
Lusca, sabes que con el primer golpe no cae la
encina; por lo que me parece que vuelvas de nuevo a aquel que en mi
perjuicio inusitadamente quiere ser leal, y hallando tiempo
conveniente, muéstrale enteramente mi ardor e ingéniate
en todo en hacer que la cosa tenga efecto, porque si así se
dejase, yo me moriréy él se creería que había
sido por probarlo; y de lo que buscamos que es su amor se seguiría
odio.
La camarera consoló a la señora y,
buscando a Pirro, lo encontró alegre y bien dispuesto, y así
le dijo:
Pirro, yo te mostrépocos días ha en
qué gran fuego tu señora y mía está por
el amor que te tiene, y ahora otra vez te lo repito, que si tú
en la dureza que el otro día mostraste sigues, vive seguro de
que vivirá poco; por lo que te ruego que te plazca consolarla
en su deseo; y si en tu obstinación continuases emperrado,
cuando yo por sabio te tenía, te tendrépor un
bobalicón. ¿qué gloria puede serte mayor que una
tal señora, tan hermosa, tan noble, tan rica, te ame sobre
todas las cosas? Además de esto, ¡cuán obligado
debes sentirte a tu fortuna pensando que te ha puesto delante tal
cosa, para los deleites de tu juventud apropiada, y aun semejante
refugio para tus necesidades! ¿qué semejante tuyo
conoces que en cuanto a deleite estémejor que tú
estarás, si eres sabio? ¿Cuál otro encontrarás
que en armas, en caballos, en ropas y en dineros pueda estar como tú
estarás, si quieres concederle tu amor? Abre, pues, el ánimo
a mis palabras y vuelve en ti; acuérdate de que puede suceder
sólo una vez que la fortuna salga a tu encuentro con rostro
alegre y con los brazos abiertos; la cual, quien entonces no sabe
recibirla, al hallarse luego pobre y mendigo, de sí mismo y no
de ella debe quejarse. Y además de esto, no se debe la misma
lealtad usar entre los servidores y los señores que se usa
entre los amigos y los parientes; tal deben tratarlos los servidores,
en lo que pueden, como son tratados por ellos. ¿Esperas tú ,
si tuvieses mujer hermosa o madre o hija o hermana que gustase a
Nicostrato, que él iba a tropezar en la lealtad que quieres tú
guardarle con su mujer? Necio eres si lo crees; ten por cierto que si
las lisonjas y los ruegos no bastasen, fuera lo que fuese lo que
pudiera parecerte, usaría la fuerza. Tratemos, pues, a ellos y
a sus cosas como ellos nos tratan a nosotros y a las nuestras; toma
el beneficio de la fortuna, no la alejes; sal a su encuentro y
recíbela cuando viene, que por cierto si no lo haces, dejemos
la muerte que sin duda seguirá de tu señora, pero tú
te arrepentirás tantas veces que querrías morirte.
Pirro, que muchas veces en las palabras que Lusca le
había dicho había vuelto a pensar, había tomado
por partido que, si ella volviese a él otra vez, le daría
otra respuesta y del todo plegarse a complacer a la señora, si
pudiera asegurarse de no estar siendo puesto a prueba; y por ello
repuso:
Mira, Lusca, todas las cosas que me dices sé
que son verdaderas; pero yo sé por otra parte que mi señor
es muy sabio y muy perspicaz, y como pone en mi mano todos sus
asuntos, mucho temo que Lidia, con su consejo y voluntad haga esto
para querer probarme, y por ello, si tres cosas que yo le pida quiere
hacer para esclarecerme, por cierto que nada me mandará
después que yo no haga prestamente. Y las tres cosas que
quiero son éstas: primeramente, que en presencia de Nicostrato
mate ella misma a su bravo halcón; luego, que me mande un
mechoncito de la barba de Nicostrato, y, por último, una muela
de la boca de él mismo, de las más sanas.
Estas cosas parecieron duras a Lusca y a la señora
durísimas; pero Amor, que es buen consolador y gran maestro de
consejos, la hizo deliberar hacerlo, y por su camarera le envió
a decir que aquello que le había pedido completamente haría,
y pronto; y además de ello, por lo muy sabio que él
reputaba a Nicostrato, dijo que en presencia suya con Pirro se
solazaría y a Nicostrato haría creer que no era verdad.
Pirro, pues, se puso a esperar lo que iba a hacer la
noble señora; la cual, habiendo de allí a pocos días
Nicostrato dado un gran almuerzo, como acostumbraba a hacer con
frecuencia, a algunos gentileshombres, y habiendo ya levantado los
manteles, vestida de terciopelo verde y muy adornada, y saliendo de
su cámara, a aquella sala vino donde estaban ellos, y viéndola
Pirro y todos los demás, se fue a la percha donde el halcón
estaba, al que Nicostrato amaba tanto, y soltándolo como si en
la mano lo quisiera llevar, y tomándolo por las pihuelas lo
golpeó contra el muro y lo mató. Y gritándole
Nicostrato: «¡Ay, mujer! ¿qué has hecho?»,
nada le respondió , sino que volviéndose a los nobles
hombres que con él habían comido, dijo:
Señores, mala venganza tomaría de un
rey que me afrentase, si de un halcón no tuviera el
atrevimiento de tomarla. Debéis saber que esta ave todo el
tiempo que debe ser prestado por los hombres al placer de las mujeres
me ha quitado durante mucho tiempo; porque no apenas suele aparecer
la aurora, Nicostrato está levantado y montado a caballo, con
su halcón en la mano yendo a las llanuras abiertas para verlo
volar; y yo, como veis, sola y descontenta, en la cama me he quedado;
por la cual cosa muchas veces he tenido deseos de hacer lo que ahora
he hecho, y ninguna otra razón me ha retenido sino esperar a
hacerlo en presencia de hombres que justos jueces sean en mi
querella, como creo que lo seréis vosotros.
Los nobles señores que la oían, creyendo
que no de otra manera era su afecto por Nicostrato que lo que decían
sus palabras, riendo todos y hacia Nicostrato volviéndose, que
airado estaba, comenzaron a decir:
¡Ah, qué bien ha hecho la señora
al vengar su afrenta con la muerte del halcón!
Y con diversas bromas sobre tal materia habiendo ya la
señora vuelto a su cámara, en risa volvieron el enojo
de Nicostrato.
Pirro, visto esto, se dijo a sí mismo:
«Altos principios ha dado la señora a mis
felices amores: ¡Dios haga que persevere!»
Matado, pues, por Lidia el halcón, no pasaron
muchos días cuando, estando ella en su alcoba junto con
Nicostrato, haciéndole caricias, con él comenzó
a chancear, y él, por juego tirándole un tanto de los
cabellos, le dio ocasión de poner en efecto la segunda cosa
pedida por Pirro; y prestamente cogiéndole por un pequeño
mechó n de la barba, y riendo, tan fuerte le tiró que se
lo arrancótodo del mentón; de lo que quejándose
Nicostrato, ella dijo:
¿Y qué tienes que poner tal cara
porque te he quitado unos seis pelos de la barba? ¡No sentías
lo que yo cuando me tirabas poco ha de los cabellos!
Y así continuando de una palabra en otra su
solaz, la mujer cautamente guardó el mechó n de la barba
que le había arrancado, y el mismo día la mandó
a su querido amante.
La tercera cosa le dio a la señora más que
pensar, pero también (como a quien era de alto ingenio y amor
la hacía tener más) encontró el modo que debía
seguir para darle cumplimiento. Y teniendo Nicostrato dos muchachitos
confiados por su padre para que en casa, aunque fuesen
gentileshombres, aprendiesen buenas maneras, de los cuales, cuando
Nicostrato comía, el uno le cortaba en el plato y el otro le
daba de beber, haciendo llamar a los dos, les dio a entender que les
olía la boca y les enseñó que, cuando sirviesen
a Nicostrato, echasen la cabeza hacia atrás lo más que
pudieran, y no le dijesen esto nunca a nadie.
Los jovencitos, creyéndolo, comenzaron a seguir
aquella manera que la señora les había enseñado;
por lo que ella una vez preguntó a Nicostrato:
¿Te has dado cuenta de lo que hacen estos
muchachitos cuando te sirven?
Dijo Nicostrato:
Claro que sí , así les he querido
preguntar que por qué lo hacían.
La señora le dijo:
No lo hagas, que yo te lo diré, y te lo he
ocultado mucho tiempo para no disgustarte; pero ahora que me doy
cuenta de que otros comienzan a percatarse, ya no debo ocultártelo.
Esto no te sucede sino porque la boca te hiede fieramente, y no sé
cuál será la razón, porque esto no solía
ser; y ésta es cosa feísima, teniendo que tratar tú
con gentileshombres, y por ello se debía ver el modo de
curarla.
Dijo entonces Nicostrato:
¿qué podría ser ello? ¿Tendré
en la boca alguna muela estropeada?
A quien Lidia dijo:
Tal vez sí .
Y llevándolo a una ventana le hizo abrir bien la
boca y luego de que le hubo de una parte y otra mirado, dijo:
Oh, Nicostrato, ¿y cómo puedes
haberla sufrido tanto? Tienes una de esta parte la cual, a lo que me
parece, no solamente está dañada, sino que está
toda podrida, y con seguridad si la tienes en la boca estropeará
las que están al lado; por lo que te aconsejaría que te
la sacases antes de que el asunto vaya más adelante.
Dijo entonces Nicostrato:
Puesto que te parece así , y ello me agrada,
mándese sin tardanza por un maestro que me la saque.
A quien la señora dijo:
No plazca a Dios que por esto venga un maestro; me
parece que está de manera que sin ningún maestro yo
misma te la arrancaréóptimamente. Y, por otra parte,
estos maestros son tan crueles al hacer estos servicios que el
corazón no me sufriría de ninguna manera verte o
saberte en las manos de ninguno; y por ello qu